Epílogo

Anoche murió mi abuelo. No murió como un perro, como él temía, sino apaciblemente en mis brazos confundiéndome con Clara y a ratos con Rosa, sin dolor, sin angustia, consciente y sereno, más lúcido que nunca y feliz. Ahora está tendido en el velero del agua mansa, sonriente y tranquilo, mientras yo escribo sobre la mesa de madera rubia que era de mi abuela. He abierto las cortinas de seda azul, para que entre la mañana y alegre este cuarto. En la jaula antigua, junto a la ventana, hay un canario nuevo cantando y al centro de la pieza me miran los ojos de vidrio de Barrabás. Mi abuelo me contó que Clara se había desmayado el día que él, por darle un gusto, colocó de alfombra la piel del animal. Nos reímos hasta las lágrimas y decidimos ir a buscar al sótano los despojos del pobre Barrabás, soberbio en su indefinible constitución biológica, a pesar del transcurso del tiempo y al abandono, y ponerlo en el mismo lugar donde medio siglo antes lo puso mi abuelo en homenaje a la mujer que más amó en su vida.

— Vamos a dejarlo aquí, que es donde siempre debió estar–dijo.

Llegué a la casa una brillante mañana invernal en un carretón tirado por un caballo flaco. La calle, con su doble fila de castaños centenarios y sus mansiones señoriales, parecía un escenario inapropiado para ese vehículo modesto, pero cuando se detuvo frente a la casa de mi abuelo, encajaba muy bien con el estilo. La gran casa de la esquina estaba más triste y vieja de lo que yo podía recordar, absurda con sus excentricidades arquitectónicas y sus pretensiones de estilo francés, con la fachada cubierta de hiedra apestada. El jardín era un desparrame de maleza y casi todos los postigos colgaban de los goznes. El portón estaba abierto, como siempre. Toqué el timbre y después de un rato, sentí unas alpargatas que se aproximaban y una empleada desconocida me abrió la puerta. Me miró sin conocerme y yo sentí en la nariz el maravilloso olor a madera y a encierro de la casa donde nací. Se me llenaron los ojos de lágrimas. Corrí a la biblioteca, presintiendo que el abuelo estaría esperándome donde siempre se sentaba y allí estaba, encogido en su poltrona. Me sorprendió verlo tan anciano, tan minúsculo y tembloroso, guardando del pasado sólo su blanca melena leonina y su pesado bastón de plata. Nos abrazamos apretadamente por un tiempo muy largo, susurrando abuelo, Alba, Alba, abuelo, nos besamos y cuando él vio mi mano se echó a llorar y maldecir y a dar bastonazos a los muebles, como lo hacía antes, y yo me reí, porque no estaba tan viejo ni tan acabado como me pareció al principio.

Ese mismo día el abuelo quiso que nos fuéramos del país. Tenía miedo por mí. Pero yo le expliqué que no podía irme, porque lejos de esta tierra sería como los árboles que cortan para Navidad, esos pobres pinos sin raíces que duran un tiempo y después se mueren.

— No soy tonto, Alba–dijo mirándome fijamente-. La verdadera razón por que quieres quedarte es Miguel, ¿no es verdad?

Me sobresalté. Nunca le había hablado de Miguel.

— Desde que lo conocí, supe que no iba a poder sacarte de aquí, hijita–dijo con tristeza.

— ¿Lo conociste? ¿Está vivo, abuelo? — lo zamarreé agarrándolo por la ropa.

— Lo estaba la semana pasada, cuando nos vimos por última vez–dijo.

Me contó que después que me detuvieron apareció una noche Miguel en la gran casa de la esquina. Estuvo a punto de darle una apoplejía de susto, pero a los pocos minutos comprendió que los dos tenían una meta en común: rescatarme. Después Miguel volvió a menudo a verlo, le hacía compañía y juntaban sus esfuerzos para buscarme. Fue Miguel quien tuvo la idea de ir a vera Tránsito Soto, al abuelo no se le hubiera ocurrido nunca.

— Hágame caso, señor. Yo sé quién tiene el poder en este país. Mi gente está infiltrada en todas partes. Si hay alguien que puede ayudara Alba en este momento, esa persona es Tránsito Soto–le aseguró.

— Si conseguimos sacarla de las garras de la policía política, hijo, tendrá que irse de aquí. Váyanse juntos. Puedo conseguirles salvoconductos y no les faltará dinero–ofreció el abuelo.

Pero Miguel lo miró como si fuera un viejito trastornado y procedió a explicarle que él tiene una misión que cumplir y no puede salir huyendo.

— Tuve que resignarme a la idea de que te quedarás aquí, a pesar de todo–dijo el abuelo abrazándome-. Y ahora cuéntamelo todo. Quiero saber hasta el último detalle.

De modo que se lo conté. Le dije que después que se me infectó la mano, me llevaron a una clínica secreta donde mandan a los prisioneros que no tienen interés en dejar morir. Allí me atendió un médico alto, de facciones elegantes, que parecía odiarme tanto como el coronel García y se negaba a darme calmantes. Aprovechaba cada curación para plantearme su teoría personal respecto a la forma de acabar con el comunismo en el país y, de ser posible, en el mundo. Pero aparte de eso, me dejaba en paz. Por primera vez en varias semanas tenía sábanas limpias, suficiente comida y luz natural. Me cuidaba Rojas, un enfermero, de tronco macizo y cara redonda, vestido con una bata celeste siempre sucia y provisto de una gran bondad. Me daba de comer en la boca, me contaba interminables historias de remotos partidos de fútbol disputados entre equipos que yo nunca había oído nombrar y conseguía calmantes para inyectármelos a escondidas, hasta que consiguió interrumpir mi delirio. Rojas había atendido en esa clínica a un desfile interminable de desgraciados. Había comprobado que en su mayoría no eran asesinos ni traidores a la patria, por eso tenía una buena disposición con los prisioneros. A menudo terminaba de zurcir a alguien y se lo llevaban de nuevo. «Esto es como apalear arena al mar», decía con tristeza. Supe que algunos le pidieron que los ayudara a morir y, por lo menos en un caso, creo que lo hizo. Rojas llevaba una cuenta rigurosa de los que entraban y salían y podía acordarse sin vacilar de los nombres, las fechas y las circunstancias. Me juró que nunca había oído hablar de Miguel y eso me devolvió el valor para seguir viviendo, aunque a veces caía en un negro abismo de depresión y empezaba a recitar la cantinela de que me quiero morir. Él me contó de Amanda. La detuvieron en la misma época que a mí. Cuando se la llevaron a Rojas, ya no había nada que hacer. Murió sin delatar a su hermano, cumpliendo una promesa que le hiciera mucho tiempo atrás, el día que lo llevó por primera vez a la escuela. El único consuelo es que fue mucho más rápido de lo que ellos hubieran deseado, porque su organismo estaba muy debilitado por las drogas y por la infinita desolación que le dejó la muerte de Jaime. Rojas me cuidó hasta que me bajó la fiebre, empezó a cicatrizar mi mano y a volverme la cordura, y entonces se acabaron los pretextos para seguir reteniéndome; pero no me

enviaron de vuelta a las manos de Esteban García, como yo temía. Supongo que en ese momento actuó la influencia benéfica de la mujer del collar de perlas, a quien fuimos a visitar con el abuelo para agradecerle que me salvara la vida. Cuatro hombres fueron a buscarme de noche. Rojas me despertó, me ayudó a vestirme y me deseó suerte. Lo besé, agradecida.

— ¡Adiós, chiquilla! Cámbiese el vendaje, no se lo moje y si le vuelve la fiebre, es que se le infectó otra vez–me dijo desde la puerta.

Me condujeron a una celda estrecha donde pasé el resto de la noche sentada en una silla. Al día siguiente me llevaron a un campo de concentración para mujeres. Jamás olvidaré cuando me quitaron la venda de los ojos y me encontré en un patio cuadrado y luminoso, rodeada de mujeres que cantaban para mí el Himno a la Alegría. Mi amiga Ana Díaz estaba entre ellas y corrió a abrazarme. Rápidamente me acomodaron en una litera y me dieron a conocer las reglas de la comunidad y mis responsabilidades.

— Hasta que te cures no tienes que lavar ni coser, pero tienes que cuidar a los niños–decidieron.

Yo había resistido el infierno con cierta entereza, pero cuando me sentí acompañada, me quebré. La menor palabra cariñosa me provocaba una crisis de llanto, pasaba la noche con los ojos abiertos en la oscuridad en medio de la promiscuidad de las mujeres, que se turnaban para cuidarme despiertas y no me dejaban nunca sola. Me ayudaban cuando empezaban a atormentarme los malos recuerdos o se me aparecía el coronel García sumiéndome en el terror, o Miguel se me quedaba prendido en un sollozo.

— No pienses en Miguel–me decían, insistían-. No hay que pensar en los seres queridos ni en el mundo que hay al otro lado de estos muros. Es la única manera de sobrevivir.

Ana Díaz consiguió un cuaderno escolar y me lo regaló.

— Para que escribas, a ver si sacas de dentro lo que te está pudriendo, te mejoras de una vez y cantas con nosotras y nos ayudas a coser–me dijo.

Le mostré mi mano y negué con la cabeza, pero ella me puso el lápiz en la otra y me dijo que escribiera con la izquierda. Poco a poco empecé a hacerlo. Traté de ordenar la historia que había empezado en la perrera. Mis compañeras me ayudaban cuando me faltaba la paciencia y el lápiz me temblaba en la mano. En ocasiones tiraba todo lejos, pero en seguida recogía el cuaderno y lo estiraba amorosamente, arrepentida porque no sabía cuándo podría conseguir otro. Otras veces amanecía triste y llena de pensamientos, me volvía contra la pared y no quería hablar con nadie, pero ellas no me dejaban, me sacudían, me obligaban a trabajar, a contar cuentos a los niños. Me cambiaban el vendaje con cuidado y me ponían el papel por delante.

«Si quieres te cuento mi caso, para que lo escribas», me decían, se reían, se burlaban alegando que todos los casos eran iguales y que era mejor escribir cuentos de amor, porque eso gusta a todo el mundo. También me obligaban a comer. Repartían las porciones con estricta justicia, a cada quien según su necesidad y a mí me daban un poco más, porque decían que estaba en los huesos y así ni el hombre más necesitado se iba a fijar en mí. Me estremecía, pero Ana Díaz me recordaba que yo no era la única mujer violada y que eso, como muchas otras cosas, había que olvidarlo. Las mujeres se pasaban el día cantando a voz en cuello. Los carabineros les golpeaban la pared.

— ¡Cállense, putas!

— ¡Háganos callar, si pueden, cabrones, a ver si se atreven! — y seguían cantando más fuerte y ellos no entraban, porque habían aprendido que no se puede evitar lo inevitable.

Traté de escribir los pequeños acontecimientos de la sección de mujeres, que habían detenido a la hermana del Presidente, que nos quitaron los cigarrillos, que habían llegado nuevas prisioneras, que Adriana había tenido otro de sus ataques y se había abalanzado sobre sus hijos para matarlos, se los tuvimos que quitar de las manos y yo me senté con un niño en cada brazo, para contarles los cuentos mágicos de los baúles encantados del tío Marcos, hasta que se durmieron, mientras yo pensaba en los destinos de esas criaturas creciendo en aquel lugar, con su madre trastornada, cuidados por otras madres desconocidas que no habían perdido la voz para una canción de cuna, ni el gesto para un consuelo, y me preguntaba, escribía, en qué forma los hijos de Adriana podrían devolver la canción y el gesto a los hijos o los nietos de esas mismas mujeres que los arrullaban.

Estuve en el campo de concentración pocos días. Un miércoles por la tarde los carabineros fueron a buscarme. Tuve un momento de pánico, pensando que me llevarían donde Esteban García, pero mis compañeras me dijeron que si usaban uniforme, no eran de la policía política y eso me tranquilizó un poco. Les dejé mi chaleco de lana, para que lo deshicieran y tejieran algo abrigado a los niños de Adriana, y todo el dinero que tenía cuando me detuvieron y que, con la escrupulosa honestidad que tienen los militares para lo intrascendente, me habían devuelto. Me metí el cuaderno en los pantalones y las abracé a todas, una por una. Lo último que oí al salir fue el coro de mis compañeras cantando para darme ánimos, tal como hacían con todas las prisioneras que llegaban o se iban del campamento. Yo iba llorando. Allí había sido feliz.

Le conté al abuelo que me llevaron en un furgón, con los ojos vendados, durante el toque de queda. Temblaba tanto, que podía oír castañetear mis dientes. Uno de los hombres que estaba conmigo en la parte posterior del vehículo, me puso un caramelo en la mano y me dio unas palmaditas de consuelo en el hombro.

— No se preocupe, señorita. No le va a pasar nada. La vamos a soltar y en unas horas más estará con su familia–dijo en un susurro.

Me dejaron en un basural cerca del Barrio de la Misericordia.

El mismo que me dio el dulce me ayudó a bajar.

— Cuidado con el toque de queda–me sopló al oído-. No se mueva hasta que amanezca.

Oí el motor y pensé que iban a aplastarme y después aparecería en la prensa que había muerto atropellada en un accidente del tránsito, pero el vehículo se alejó sin tocarme. Esperé un tiempo, paralizada de frío y miedo, hasta que por fin decidí quitarme la venda para ver dónde me encontraba. Miré a mi alrededor. Era un sitio baldío, un descampado lleno de basura donde corrían algunas ratas entre los desperdicios. Brillaba una luna tenue que me permitió ver a lo lejos el perfil de una miserable población de cartones, calaminas y tablas. Comprendí que debía tomar en cuenta la recomendación del guardia y quedarme allí hasta que aclarara. Me habría pasado la noche en el basural, si no llega un muchachito agazapado en las sombras y me hace señas sigilosas. Como ya no tenía mucho que perder, eché a andar en su dirección, trastabillando. Al acercarme, vi su carita ansiosa. Me echó una manta en los hombros, me tomó de la mano y me condujo a la población sin decir palabra. Caminábamos agachados, evitando la calle y los pocos faroles que estaban encendidos, algunos perros alborotaron con sus ladridos, pero nadie asomó la cabeza para indagar.

Cruzamos un patio de tierra donde colgaban como pendones de un alambre unas pocas ropas y entramos a un rancho destartalado, como todos los demás por allí. Adentro había un solo bombillo iluminando tristemente el interior. Me conmovió la pobreza extrema: los únicos muebles eran una mesa de pino, dos sillas toscas y una cama donde dormían varios niños amontonados. Salió a recibirme una mujer baja, de piel oscura, con las piernas cruzadas de venas y los ojos hundidos en una red de arrugas bondadosas que no conseguían darle un aspecto de vejez. Sonrió y vi que le faltaban algunos dientes. Se acercó y me acomodó la manta, con un gesto brusco y tímido que reemplazó el abrazo que no se atrevió a darme.

— Voy a darle un tecito. No tengo azúcar, pero le hará bien tomar algo caliente–dijo.

Me contó que oyeron el furgón y sabían lo que significaba un vehículo circulando durante el toque de queda en esos andurriales. Esperaron hasta estar seguros que se había ido y después partió el niño a ver lo que habían dejado. Pensaban encontrar un muerto.

A veces vienen a tirarnos algún fusilado, para que la gente tome respeto–me explicó.

Nos quedamos conversando el resto de la noche. Era una de esas mujeres estoicas y prácticas de nuestro país, que con cada hombre que pasa por sus vidas tienen un hijo y además recogen en su hogar a los niños que otros abandonan, a los parientes más pobres y a cualquiera que necesite una madre una hermana, una tía, mujeres que son. el pilar central de muchas vidas ajenas, que crían hijos para que se vayan también y que ven partir a sus hombres sin un reproche, porque tienen otras urgencias mayores de las cuales ocuparse. Me pareció igual a tantas otras que conocí en los comedores populares, en el hospital de mi tío Jaime, en la Vicaría donde iban a indagar por sus desaparecidos, en la morgue, donde iban a buscar a sus muertos. Le dije que había corrido mucho riesgo al ayudarme y ella sonrió. Entonces supe que el coronel García y otros como él tienen sus días contados, porque no han podido destruir el espíritu de esas mujeres.

En la mañana me acompañó donde un compadre que tenía un carretón de flete con un caballo. Le pidió que me trajera a mi casa y así es como llegué aquí. Por el camino pude ver la ciudad en su terrible contraste, los ranchos cercados con panderetas para crear la ilusión de que no existen, el centro aglomerado y gris, y el Barrio Alto, con sus jardines ingleses, sus parques, sus rascacielos de cristal y sus infantes rubios paseando en bicicleta. Hasta los perros me parecieron felices, todo en orden, todo limpio, todo tranquilo, y aquella sólida paz de las conciencias sin memoria. Este barrio es corno otro país.

El abuelo me escuchó tristemente. Se le terminaba de desmoronar un Inundo que él había creído bueno.

— En vista de que nos quedaremos aquí esperando a Miguel, vamos a arreglar un poco esta casa–dijo por último.

Así lo hicimos. Al comienzo pasábamos el día en la biblioteca, inquietos pensando que podrían volver para llevarme otra vez donde García, pero después decidimos que lo peor es tenerle miedo al miedo, como decía mi tío Nicolás, y que había que ocupar la casa enteramente y empezar a hacer una vida normal. Mi abuelo contrató una empresa especializada que la recorrió desde el techo hasta el sótano pasando máquinas pulidoras, limpiando cristales, pintando y desinfectando, hasta que quedó habitable. Media docena de jardineros y un tractor acabaron con la maleza, trajeron césped enrollado como un tapiz, un invento prodigioso de los gringos, y en menos de una semana teníamos hasta abedules crecidos, había vuelto a brotar el agua de las

fuentes cantarinas y otra vez se alzaban arrogantes las estatuas del Olimpo, limpias al fin de tanta caca de paloma y de tanto olvido. Fuimos juntos a comprar pájaros para las jaulas que estaban vacías desde que mi abuela, presintiendo su muerte, les abrió las puertas. Puse flores frescas en los jarrones y fuentes con fruta sobre las mesas, como en los tiempos de los espíritus, y el aire se impregnó con su aroma. Después nos tomamos del brazo, mi abuelo y yo, y recorrimos la casa, deteniéndonos en cada lugar para recordar el pasado y saludar a los imperceptibles fantasmas de otras épocas, que a pesar de tantos altibajos, persisten en sus puestos.

Mi abuelo tuvo la idea de que escribiéramos esta historia.

— Así podrás llevarte las raíces contigo si algún día tienes que irte de aquí, hijita–dijo.

Desenterramos de los rincones secretos y olvidados los viejos álbumes y tengo aquí, sobre la mesa de mi abuela, un montón de retratos: la bella Rosa junto a un columpio desteñido, mi madre y Pedro Tercero García a los cuatro años, dando maíz a las gallinas en el patio de Las Tres Marías, mi abuelo cuando era joven y medía un metro ochenta, prueba irrefutable de que se cumplió la maldición de Férula y se le fue achicando el cuerpo en la misma medida en que se le encogió el alma, mis tíos Jaime y Nicolás, uno taciturno y sombrío, gigantesco y vulnerable, y el otro enjuto y gracioso, volátil y sonriente, también la Nana y los bisabuelos Del Valle, antes que se mataran en un accidente, en fin, todos menos el noble Jean de Satigny, de quien no queda ningún testimonio científico y he llegado a dudar de su existencia.

Empecé a escribir con la ayuda de mi abuelo, cuya memoria permaneció intacta hasta el Último instante de sus noventa años. De su puño y letra escribió varias páginas y cuando consideró que lo había dicho todo, se acostó en la cama de Clara. Yo me senté a su lado a esperar con él y la muerte no tardó en llegarle apaciblemente, sorprendiéndolo en el sueño. Tal vez soñaba que era su mujer quien le acariciaba la mano y lo besaba en la frente, porque en los últimos días ella no lo abandonó ni un instante, lo seguía por la casa, lo espiaba por encima del hombro cuando leía en la biblioteca y se acostaba con él en la noche, con su hermosa cabeza coronada de rizos apoyada en su hombro. Al principio era un halo misterioso, pero a medida que mi abuelo fue perdiendo para siempre la rabia que lo atormentó durante toda su existencia, ella apareció tal como era en sus mejores tiempos, riéndose con todos sus dientes y alborotando a los espíritus con su vuelo fugaz. También nos ayudó a escribir y gracias a su presencia, Esteban Trueba pudo morir feliz murmurando su nombre, Clara, clarísima, clarividente.

En la perrera escribí con el pensamiento que algún día tendría al coronel García vencido ante mí y podría vengar a todos los que tienen que ser vengados. Pero ahora dudo de mi odio. En pocas semanas, desde que estoy en esta casa, parece haberse diluido, haber perdido sus nítidos contornos. Sospecho que todo lo ocurrido no es fortuito, sino que corresponde a un destino dibujado antes de mi nacimiento y Esteban García es parte de ese dibujo. Es un trazo tosco y torcido, pero ninguna pincelada es inútil. El día en que mi abuelo volteó entre los matorrales del río a su abuela, Pancha García, agregó otro eslabón en una cadena de hechos que debían cumplirse. Después el nieto de la mujer violada repite el gesto con la nieta del violador y dentro de cuarenta años, tal vez, mi nieto tumbe entre las matas del río a la suya y así, por los siglos venideros, en una historia inacabable de dolor, de sangre y de amor. En la perrera tuve la idea de que estaba armando un rompecabezas en el que cada pieza tiene una ubicación precisa. Antes de colocarlas todas, me parecía incomprensible, pero estaba segura que si lograba terminarlo, daría un sentido a cada una y el resultado sería armonioso. Cada pieza tiene una razón de ser tal como es, incluso el coronel García. En algunos momentos tengo la sensación de que esto ya lo he vivido y

que he escrito estas mismas palabras, pero comprendo que no soy yo, sino otra mujer, que anotó en sus cuadernos para que yo me sirviera de ellos. Escribo, ella escribió, que la memoria es frágil y el transcurso de una vida es muy breve y sucede todo tan deprisa, que no alcanzamos a ver la relación entre los acontecimientos, no podemos medir la consecuencia de los actos, creemos en la ficción del tiempo, en el presente, el pasado y el futuro, pero puede ser también que todo ocurre simultáneamente, como decían las tres hermanas Mora, que eran capaces de ver en el espacio los espíritus de todas las épocas. Por eso mi abuela Clara escribía en sus cuadernos, para ver las cosas en su dimensión real y para burlar a la mala memoria. Y ahora yo busco mi odio y no puedo encontrarlo. Siento que se apaga en la medida en que me explico la existencia del coronel García y de otros como él, que comprendo a mi abuelo y me entero de las cosas a través de los cuadernos de Clara, las cartas de mi madre, los libros de administración de Las Tres Marías y tantos otros documentos que ahora están sobre la mesa al alcance de la mano. Me será muy difícil vengar a todos los que tienen que ser vengados, porque mi venganza no sería más que otra parte del mismo rito inexorable. Quiero pensar que mi oficio es la vida y que mi misión no es prolongar el odio, sino sólo llenar estas páginas mientras espero el regreso de Miguel, mientras entierro a mi abuelo que ahora descansa a mi lado en este cuarto, mientras aguardo que lleguen tiempos mejores, gestando a la criatura que tengo en el vientre, hija de tantas violaciones, o tal vez hija de Miguel pero sobre todo hija mía.

Mi abuela escribió durante cincuenta anos en sus cuadernos de anotar la vida. Escamoteados por algunos espíritus cómplices. se salvaron milagrosamente de la pira infame donde perecieron tantos otros papeles de la familia. Los tengo aquí, a mis pies, atados con cintas de colores, separados por acontecimientos y no por orden cronológico, tal como ella los dejó antes de irse. Clara los escribió para que me sirvieran ahora para rescatar las cosas del pasado y sobrevivir a mi propio espanto. El primero es un cuaderno escolar de veinte hojas, escrito con una delicada caligrafía infantil. Comienza así: «Barrabás llegó a la familia por vía marítima…»:.


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