El terror Capítulo XIII

El día del golpe militar amaneció con un sol radiante, poco usual en la tímida primavera que despuntaba. Jaime había trabajado casi toda la noche y a las siete de la mañana sólo tenía en el cuerpo dos horas de sueño. Lo despertó la campanilla del teléfono y una secretaria, con la voz ligeramente alterada, terminó de espantarle la modorra. Lo llamaban de Palacio para informarle que debía presentarse en la oficina del compañero Presidente lo antes posible, no, el compañero Presidente no estaba enfermo, no, no sabía lo que estaba pasando, ella tenía orden dé llamar a todos los médicos de la Presidencia. Jaime se vistió como un sonámbulo y tomó su automóvil, agradeciendo que por su profesión tuviera derecho a una cuota semanal de gasolina, porque o si no, habría tenido que ir al centro en bicicleta. Llegó al Palacio a las ocho y se extrañó de ver la plaza vacía y un fuerte destacamento de soldados en los portones de la sede del gobierno, vestidos todos con ropa de batalla, cascos y armamentos de guerra. Jaime estacionó su automóvil en la plaza solitaria, sin reparar en los gestos que hacían los soldados para que no se detuviera. Se bajó y de inmediato lo rodearon apuntando con sus armas.

— ¿Qué pasa, compañeros? ¿Estamos en guerra con los chinos? — sonrió Jaime.

— ¡Siga, no puede detenerse aquí! ¡El tráfico está interrumpido! — ordenó un oficial.

— Lo siento, pero me han llamado de la Presidencia–alegó Jaime mostrando su identificación-. Soy médico.

Lo acompañaron hasta las pesadas puertas de madera del Palacio, donde un grupo de carabineros montaba guardia. Lo dejaron entrar. En el interior del edificio reinaba una agitación de naufragio, los empleados corrían por las escaleras como ratones mareados y la guardia privada del Presidente estaba arrimando los muebles contra las ventanas y repartiendo pistolas entre los más próximos. El Presidente salió a su encuentro. Tenía puesto un casco de combate, que se veía incongruente junto a su fina ropa deportiva y sus zapatos italianos. Entonces Jaime comprendió que algo grave estaba ocurriendo.

— Se ha sublevado la Marina, doctor–explicó brevemente-. Ha llegado el momento de luchar.

Jaime tomó el teléfono y llamó a Alba para decirle que no se moviera de la casa y pedirle que avisara a Amanda. No volvió a hablar con ella nunca más, porque los acontecimientos se desencadenaron vertiginosamente. En el transcurso de la siguiente hora llegaron algunos ministros y dirigentes políticos del gobierno y comenzaron las negociaciones telefónicas con los insurrectos para medir la magnitud de la sublevación y buscar una solución pacífica. Pero a las nueve y media de la mañana las unidades aunadas del país estaban al mando de militares golpistas. En los cuarteles había comenzado la purga de los que permanecían leales a la Constitución. El general de los carabineros ordenó a la guardia del Palacio que saliera, porque también la policía acababa de plegarse al Golpe.

— Pueden irse, compañeros, pero dejen sus armas–dijo el Presidente.

Los carabineros estaban confundidos y avergonzados, pero la orden del general era terminante. Ninguno se atrevió a desafiar la mirada del jefe de Estado, depositaron sus armas en el patio y salieron en fila, con la cabeza gacha. En la puerta uno se volvió.

— Yo me quedo con usted, compañero Presidente–dijo.

A media mañana fue evidente que la. situación no se arreglaría con el diálogo y empezó a retirarse casi todo el mundo. Sólo quedaron los amigos más cercanos y la guardia privada. Las hijas del Presidente fueron obligadas por su padre a salir. Tuvieron que sacarlas a la fuerza y desde la calle podían oír sus gritos llamándolo. En el interior del edificio quedaron alrededor de treinta personas atrincheradas en los salones del segundo piso, entre quienes estaba Jaime. Creía encontrarse en medio de una pesadilla. Se sentó en un sillón de terciopelo rojo, con una pistola en la mano, mirándola idiotizado. No sabía usarla. Le pareció que el tiempo transcurría muy lentamente, en su reloj sólo habían pasado tres horas de ese mal sueño. Oyó la voz del Presidente que hablaba por radio al país. Era su despedida.

«Me dirijo a aquellos que serán perseguidos, para decirles que yo no voy a renunciar: pagaré con mi vida la lealtad del pueblo. Siempre estaré junto a ustedes. Tengo fe en la patria y su destino. Otros hombres superarán este momento y mucho más temprano que tarde se abrirán las grandes alamedas por donde pasará el hombre libre, para construir una sociedad mejor. ¡Viva el pueblo! ¡Vivan los trabajadores! Éstas serán mis últimas palabras. Tengo la certeza de que mi sacrificio no será en vano.»

El cielo comenzó a nublarse. Se oían algunos disparos aislados y lejanos. En ese momento el Presidente estaba hablando por teléfono con el jefe de los sublevados, quien le ofreció un avión militar para salir del país con toda su familia. Pero él no estaba dispuesto a exiliarse en algún lugar lejano donde podría pasar el resto de su vida vegetando con otros mandatarios derrocados, que habían salido de su patria entre gallos y medianoche.

— Se equivocaron conmigo, traidores. Aquí me puso el pueblo y sólo saldré muerto–respondió serenamente.

Entonces oyeron el rugido de los aviones y comenzó el bombardeo. Jaime se tiró al suelo con los demás, sin poder creer lo que estaba viviendo, porque hasta el día anterior estaba convencido de que en su país nunca pasaba nada y hasta los militares respetaban la ley. Sólo el Presidente se mantuvo en pie, se acercó a una ventana con una bazooka en los brazos y disparó hacia los tanques de la calle. Jaime se arrastró hasta él y lo tomó de las pantorrillas para obligarlo a agacharse, pero el otro le soltó una palabrota y se mantuvo de pie. Quince minutos después ardía todo el edificio y adentro no se podía respirar por las bombas y el humo. Jaime gateaba entre los muebles rotos y los pedazos de cielo raso que caían a su alrededor como una lluvia mortífera, procurando dar auxilio a los heridos, pero sólo podía ofrecer consuelo y cerrar los ojos a los muertos. En una súbita pausa del tiroteo, el Presidente reunió a los sobrevivientes y les dijo que se fueran, que no quería mártires ni sacrificios inútiles, que todos tenían una familia y tendrían que realizar una importante tarea después. «Voy a pedir una tregua para que puedan salir», agregó. Pero nadie se retiró. Algunos temblaban, pero todos estaban en aparente posesión de su dignidad. El bombardeo fue breve, pero dejó el Palacio en ruinas. A las dos de la tarde el incendio había devorado los antiguos salones que habían servido desde tiempos coloniales, y sólo quedaba un puñado de hombres alrededor del Presidente. Los militares entraron al edificio y ocuparon todo lo que quedaba de la planta baja. Por encima del estruendo escucharon la voz histérica de un oficial que les ordenaba rendirse y bajar en fila india y con los

brazos en alto. El Presidente estrechó la mano a cada uno. «Yo bajaré al final», dijo. No volvieron a verlo con vida.

Jaime bajó con los demás. En cada peldaño de la amplia escalera de piedra había soldados apostados. Parecían haber enloquecido. Pateaban y golpeaban con las culatas a los que bajaban, con un odio nuevo, recientemente inventado, que había florecido en ellos en pocas horas. Algunos disparaban sus armas por encima de las cabezas de los rendidos. Jaime recibió un golpe en el vientre que lo dobló en dos y cuando pudo enderezarse, tenía los ojos llenos de lágrimas y los pantalones tibios de mierda. Siguieron golpeándolos hasta la calle y allí les ordenaron acostarse boca abajo en el suelo, los pisaron, los insultaron hasta que se le acabaron las palabrotas del castellano y entonces le hicieron señas a un tanque. Los prisioneros lo oyeron acercarse, estremeciendo el asfalto con su peso de paquidermo invencible.

— ¡Abran paso, que les vamos a pasar con el tanque por encima a estos huevones! — gritó un coronel.

Jaime atisbó desde el suelo y creyó reconocerlo, porque le recordó a un muchacho con quien jugaba en Las Tres Marías cuando él era joven. El tanque pasó resoplando a diez centímetros de sus cabezas entre las carcajadas de los soldados y el aullido de las sirenas de los bomberos. A lo lejos se oía el rumor de los aviones de guerra. Mucho rato después separaron a los prisioneros en grupos, según su culpa, y a Jaime lo llevaron al Ministerio de Defensa, que estaba convertido en cuartel. Lo obligaron a avanzar agazapado, como si estuviera en una trinchera, lo llevaron a través de una gran sala, llena de hombres desnudos, atados en filas de diez, con las manos amarradas en la espalda, tan golpeados, que algunos no podían tenerse en pie y la sangre corría en hilitos sobre el mármol del piso. Condujeron a Jaime al cuarto de las calderas, donde había otras personas de pie contra la pared, vigiladas por un soldado lívido que se paseaba apuntándolos con su metralleta. Allí pasó mucho rato inmóvil, parado, sosteniéndose como un sonámbulo, sin acabar de comprender lo que estaba sucediendo, atormentado por los gritos que se escuchaban a través del muro. Notó que el soldado lo observaba. De pronto bajó el arma y se acercó.

— Siéntese a descansar, doctor, pero si yo le aviso, párese inmediatamente–dijo en un murmullo, pasándole un cigarrillo encendido-. Usted operó a mi madre y le salvó la vida.

Jaime no fumaba, pero saboreó aquel cigarrillo aspirando lentamente. Su reloj estaba destrozado, pero por el hambre y la sed, calculó que ya era de noche. Estaba tan cansado e incómodo en sus pantalones manchados, que no se preguntaba lo que iba a sucederle. Empezaba a cabecear cuando el soldado se aproximó.

— Párese, doctor–le susurró-. Ya vienen a buscarlo. ¡Buena suerte!

Un instante después entraron dos hombres, le esposaron las muñecas y lo condujeron donde un oficial que tenía a su cargo el interrogatorio de los prisioneros. Jaime lo había visto algunas veces en compañía del Presidente.

— Sabemos que usted do tiene nada que ver con esto, doctor–dijo-.Sólo queremos que aparezca en la televisión y diga que el Presidente estaba borracho y que se suicidó. Después lo dejo irse a su casa.

— Haga esa declaración usted mismo. Conmigo no cuenten, cabrones–respondió Jaime.

Lo sujetaron de los brazos. El primer golpe le cayó en el estómago. Después lo levantaron, lo aplastaron sobre una mesa y sintió que le quitaban la ropa. Mucho después lo sacaron inconsciente del Ministerio de Defensa. Había comenzado a llover y

la frescura del agua y del aire lo reanimaron. Despertó cuando lo subieron a un

autobús del ejército y lo dejaron en el asiento trasero. A través del vidrio observó la noche y cuando el vehículo se puso en marcha, pudo ver las calles vacías y los edificios embanderados. Comprendió que los enemigos habían ganado y probablemente pensó en Miguel. El autobús se detuvo en el patio de un regimiento, allí lo bajaron. Había otros prisioneros en tan mal estado como él. Les ataron los pies y las manos con alambres de púas y los tiraron de bruces en las pesebreras. Allí pasaron Jaime y los otros dos días sin agua y sin alimento, pudriéndose en su propio excremento, su sangre y su espanto, al cabo de los cuales los transportaron a todos en un camión hasta las cercanías del aeropuerto. En un descampado los fusilaron en el suelo, porque no podían tenerse de pie, y luego dinamitaron los cuerpos. El asombro de la explosión y el hedor de los despojos quedaron flotando en el aire por mucho tiempo.

En la gran casa de la esquina, el senador Trueba abrió una botella de champán francés para celebrar el derrocamiento del régimen contra el cual había luchado tan ferozmente, sin sospechar que en ese mismo momento a su hijo Jaime estaban quemándole los testículos con un cigarrillo importado. El viejo colgó la bandera en la entrada de la casa y no salió a bailar a la calle porque era cojo y porque había toque de queda, pero ganas no le faltaron, como anunció regocijado a su hija y a su nieta. Entretanto Alba, colgada del teléfono, trataba de obtener noticias de la gente que la preocupaba: Miguel, Pedro Tercero, su tío Jaime, Amanda, Sebastián Gómez y tantos otros.

— ¡Ahora las van a pagar! — exclamó el senador Trueba alzando la copa.

Alba se la arrebató de la mano de un zarpazo y la lanzó contra la pared, haciéndola añicos. Blanca, que nunca había tenido el valor de hacer frente a su padre, sonrió sin disimulo.

— ¡No vamos a celebrar la muerte del Presidente ni la de otros, abuelo! dijo Alba.

En las pulcras casas del Barrio Alto abrieron las botellas que habían estado esperando durante tres años y brindaron por el nuevo orden. Sobre las poblaciones obreras volaron durante toda la noche los helicópteros, zumbando como moscas de otros mundos.

Muy tarde, casi al amanecer, sonó el teléfono y Alba, que no se había acostado, corrió a atenderlo. Aliviada, escuchó la voz de Miguel.

— Llegó el momento, mi amor. No me busques ni me esperes. Te amo–dijo.

— ¡Miguel! ¡Quiero ir contigo! — sollozó Alba.

— No hables a nadie de mí, Alba. No veas a los amigos. Rompe las agendas, los papeles, todo lo que pueda relacionarte conmigo. Te voy a querer siempre, recuérdalo, mi amor Lijo Miguel y cortó la comunicación.

El toque de queda duró dos días. Para Alba fueron una eternidad. Las radios transmitían ininterrumpidamente himnos guerreros y la televisión mostraba sólo paisajes del territorio nacional y dibujos animados. Varias veces al día aparecían en las pantallas los cuatro generales de la junta, sentados entre el escudo y la bandera, para promulgar sus bandos: eran los nuevos héroes de la patria. A pesar de la orden de disparar contra cualquiera que se asomara fuera de su casa, el senador Trueba cruzó la calle para ir a celebrar donde un vecino. La algazara de la fiesta no llamó la atención a las patrullas que circulaban por la calle, porque ése era un barrio donde no esperaban encontrar oposición. Blanca anunció que tenía la peor jaqueca de su vida y se encerró en su habitación. En la noche, Alba la oyó rondar por la cocina y supuso que el hambre había sido más fuerte que el dolor de cabeza. Ella pasó dos días dando

vueltas por la casa en estado de desesperación, revisando los libros del túnel de Jaime y su propio escritorio, para destruir lo que consideró comprometedor. Era como cometer un sacrilegio, estaba segura que cuando su tío regresara iba a ponerse furioso y le quitaría su confianza. También destruyó las libretas donde estaban los números de teléfono de los amigos, sus más preciosas cartas de amor y hasta las fotografías de Miguel. Las empleadas de la casa, indiferentes y aburridas, se entretuvieron durante el toque de queda haciendo empanadas, menos la cocinera, que lloraba sin parar y esperaba con ansias el momento de ir a ver a su marido, con quien no había podido comunicarse.

Cuando se levantó por algunas horas la prohibición de salir, para dar a la población la oportunidad de comprar víveres, Blanca comprobó maravillada que los almacenes estaban abarrotados con los productos que durante tres años habían escaseado y que parecían haber surgido como por obra de magia en las vitrinas. Vio rumas de pollos faenados y pudo comprar todo lo que quiso, a pesar de que costaban el triple, porque se había decretado libertad de precios. Notó que muchas personas observaban los pollos con curiosidad, como si no los hubieran visto nunca, pero que pocas compraban, porque no los podían pagar. Tres días después el olor a carne putrefacta apestaba los almacenes de la ciudad.

Los soldados patrullaban nerviosamente por las calles, vitoreados por mucha gente que había deseado el derrocamiento del gobierno. Algunos, envalentonados por la violencia de esos días, detenían a los hombres con pelo largo o con barba, signos inequívocos de su espíritu rebelde, y paraban en la calle a las mujeres que andaban con pantalones para cortárselos a tijeretazos, porque se sentían responsables de imponer el orden, la moral y la decencia. Las nuevas autoridades dijeron que no tenían nada que ver con esas acciones, nunca habían dado orden de cortar barbas o pantalones, probablemente se trataba de comunistas disfrazados de soldados para desprestigiar a las Fuerzas Armadas y hacerlas odiosas a los ojos de la ciudadanía, que no estaban prohibidas las barbas ni los pantalones, pero, por supuesto, preferían que los hombres anduvieran afeitados y con el pelo corto, y las mujeres con faldas.

Se corrió la voz de que el Presidente había muerto y nadie creyó la versión oficial de que se suicidó.

Esperé que se normalizara un poco la situación. Tres días después del Pronunciamiento Militar, me dirigí en el automóvil del Congreso al Ministerio de Defensa, extrañado de que no me hubieran buscado para invitarme a participar en el nuevo gobierno. Todo el mundo sabe que fui el principal enemigo de los marxistas, el primero que se opuso a la dictadura comunista y se atrevió a decir en público que sólo los militares podían impedir que el país cayera en las garras de la izquierda. Además yo fui quien hizo casi todos los contactos con el alto mando militar, quien sirvió de enlace con los gringos y puse mi nombre y mi dinero para la compra de armas. En fin, me jugué más que nadie. A mi edad el poder político no me interesa para nada. Pero soy de los pocos que podían asesorarlos, porque llevo mucho tiempo ocupando posiciones y sé mejor que nadie lo que le conviene a este país. Sin asesores leales, honestos y capacitados, ¿qué pueden hacer unos pocos coroneles improvisados? Sólo desatinos. O dejarse engañar por los vivos que se aprovechan de las circunstancias para hacerse ricos, como de hecho está sucediendo. En ese momento nadie sabía que las cosas iban a ocurrir como ocurrieron. Pensábamos que la intervención militar era un paso necesario para la vuelta a una democracia sana, por eso me parecía tan importante colaborar con las autoridades.

Cuando llegué al Ministerio de Defensa me sorprendió ver el edificio convertido en un muladar. Los ordenanzas baldeaban los pisos con estropajos, vi algunas paredes aportilladas por las balas v por todos lados corrían los militares agazapados, como si de verdad estuvieran en medio de un campo de batalla o esperaran que le cayeran los enemigos del techo. Tuve que aguardar casi tres horas para que me atendiera un oficial. Al principio creí que en ese caos no me habían reconocido y por eso me trataban con tan poca deferencia, pero luego me di cuenta cómo eran las cosas. El oficial me recibió con las botas sobre el escritorio, masticando un emparedado grasiento, mal afeitado, con la guerrera desabotonada. No me dio tiempo de preguntar por mi hijo Jaime ni para felicitarlo por la valiente acción de los soldados que habían salvado a la patria, sino que procedió a pedirme las llaves del automóvil con el argumento de que se había clausurado el Congreso y, por lo tanto, también se habían terminado las prebendas de los congresistas. Me sobresalté. Era evidente, entonces, que no tenían intención alguna de volver a abrir las puertas del Congreso, como todos esperábamos. Me pidió, no, me ordenó, presentarme al día siguiente en la catedral, a las once de la mañana, para asistir al Te Deum con que la patria agradecería a Dios la victoria sobre el comunismo.

— ¿Es cierto que el Presidente se suicidó? — pregunté.

— ¡Se fue! — me contestó.

— ¿Se fue? ¿Adónde?

— ¡Se fue en sangre! — rió el otro.

Salí a la calle desconcertado, apoyado en el brazo de mi chofer. No teníamos forma de regresar a la casa, porque no circulaban taxis ni buses y yo no estoy en edad para caminar. Afortunadamente pasó un jeep de carabineros y me reconocieron. Es fácil distinguirme, como dice mi nieta Alba, porque tengo una pinta inconfundible de viejo cuervo rabioso y siempre ando vestido de luto, con mi bastón de plata.

— Suba, senador–dijo un teniente.

Nos ayudaron a trepar al vehículo. Los carabineros se veían cansados y me pareció evidente que no habían dormido. Me confirmaron que hacía tres días que estaban patrullando la ciudad, manteniéndose despiertos con café negro y pastillas.

— ¿Han encontrado resistencia en las poblaciones o en los cordones industriales? — pregunté.

— Muy poca. La gente está tranquila–dijo el teniente-. Espero que la situación se normalice pronto, senador. No nos gusta esto, es un trabajo sucio.

— No diga eso, hombre. Si ustedes no se adelantan, los comunistas habrían dado el Golpe y a estas horas usted, yo y otras cincuenta mil personas estaríamos muertos. Sabía que tenían un plan para implantar su dictadura, ¿no?

— Eso nos han dicho. Pero en la población donde yo vivo hay muchos detenidos. Mis vecinos me miran con recelo. Aquí a los muchachos les pasa lo mismo. Pero hay que cumplir órdenes. La patria es lo primero, ¿verdad?

— Así es. Yo también siento lo que está pasando, teniente. Pero no había otra solución. El régimen estaba podrido. ¿Qué habría sido de este país, si ustedes no empuñan las armas?

En el fondo, sin embargo, no estaba tan seguro. Tenía el presentimiento de que las cosas no estaban saliendo como las habíamos planeado y que la situación se nos estaba escapando de las manos, pero en ese momento acallé mis inquietudes razonando que tres días son muy pocos para ordenar un país y que probablemente el grosero oficial que me atendió en el Ministerio de Defensa representaba una minoría

insignificante dentro de las Fuerzas Armadas. La mayoría era como ese teniente escrupuloso que me llevó a la casa. Supuse que al poco tiempo se restablecería el orden y cuando se aliviara la tensión de los primeros días, me pondría en contacto con alguien mejor colocado en la jerarquía militar. Lamenté no haberme dirigido al general Hurtado, no lo había hecho por respeto y también, lo reconozco, por orgullo, porque lo correcto era que él me buscara y no yo a él.

No me enteré de la muerte de mi hijo Jaime hasta dos semanas después, cuando se nos había pasado la euforia del triunfo al ver que todo el mundo andaba contando a los muertos y a los desaparecidos. Un domingo se presentó en la casa un soldado sigiloso y relató a Blanca en la cocina lo que había visto en el Ministerio de Defensa y lo que sabía de los cuerpos dinamitados.

— El doctor Del Valle salvó la vida de mi madre–dijo el soldado mirando el suelo, con el casco de guerra en la mano-. Por eso vengo a decirles cómo lo mataron.

Blanca me llamó para que oyera lo que decía el soldado, pero me negué a creerlo. Dije que el hombre se había confundido, que no era Jaime, sino otra persona la que había visto en la sala de las calderas, porque Jaime no tenía nada que hacer en el Palacio Presidencial el día del Pronunciamiento Militar. Estaba seguro que mi hijo había escapado al extranjero por algún paso fronterizo o se había asilado en alguna embajada, en el supuesto de que lo estuvieran persiguiendo. Por otra parte, su nombre no aparecía en ninguna de las listas de la gente solicitada por las autoridades, así es que deduje que Jaime no tenía nada que temer.

Había de pasar mucho tiempo, varios meses, en realidad, para que yo comprendiera que el soldado había dicho la verdad. En los desvaríos de la soledad aguardaba a mi hijo sentado en la poltrona de la biblioteca, con los ojos fijos en el umbral de la puerta, llamándolo con el pensamiento, tal como llamaba a Clara. Tanto lo llamé, que finalmente llegué a verlo, pero se me apareció cubierto de sangre seca y andrajos, arrastrando serpentinas de alambres de púas sobre el parquet encerado. Así supe que había muerto tal como nos había contado el soldado. Sólo entonces comencé a hablar de la tiranía. Mi nieta Alba, en cambio, vio perfilarse al dictador mucho antes que yo. Lo vio destacarse entre los generales y gentes de guerra. Lo reconoció al punto, porque ella heredó la intuición de Clara. Es un hombre tosco y de apariencia sencilla, de pocas palabras, como un campesino. Parecía modesto y pocos pudieron adivinar que algún día lo Verían envuelto en una capa de emperador, con los brazos en alto, para acallar a las multitudes acarreadas en camiones para vitorearlo, sus augustos bigotes temblando de vanidad, inaugurando el monumento a Las Cuatro Espadas, desde cuya cima una antorcha eterna iluminaría los destinos de la patria, pero, que por un error de los técnicos extranjeros, jamás se elevó llama alguna, sino solamente una espesa humareda de cocinería que quedó flotando en el cielo como una perenne tormenta de otros climas.

Empecé a pensar que me había equivocado en el procedimiento y que tal vez no era ésa la mejor solución para derrocar al marxismo. Me sentía cada vez más solo, porque ya nadie me necesitaba, no tenía a mis hijos y Clara, con su manía de la mudez y la distracción, parecía un fantasma. Incluso Alba se alejaba cada día más. Apenas la veía en la casa.. Pasaba por mi lado como una ráfaga, con sus horrendas faldas largas de algodón arrugado y su increíble pelo verde, como el de Rosa, ocupada en quehaceres misteriosos que llevaba a cabo con la complicidad de su abuela. Estoy seguro que a mis espaldas ellas dos tramaban secretos. Mi nieta andaba azorada, igual como Clara en los tiempos del tifus, cuando se echó a la espalda el fardo del dolor ajeno.

Alba tuvo muy poco tiempo para lamentar la muerte de su tío Jaime, porque las urgencias de los necesitados la absorbieron de inmediato, de modo que tuvo que almacenar su dolor para sufrirlo más tarde. No volvió a ver a Miguel hasta dos meses después del Golpe Militar y llegó a pensar que también estaba muerto. No lo buscó, sin embargo, porque en ese sentido tenía instrucciones muy precisas de él y además oyó que lo llamaban por las listas de los que debían presentarse ante las autoridades. Eso le dio esperanza. «Mientras lo busquen, está con vida», dedujo. Se atormentaba con la idea que podían agarrarlo vivo e invocaba a su abuela para pedirle que eso no ocurriera. «Prefiero mil veces verlo muerto, abuela», suplicaba. Ella sabía lo que estaba pasando en el país, por eso andaba día y noche con el estómago oprimido, le temblaban las manos, y cuando se enteraba de la suerte de algún prisionero, se cubría de ronchas desde los pies hasta la cabeza, como un apestado. Pero no podía hablar de eso con nadie, ni siquiera con su abuelo, porque la gente prefería no saberlo.

Después de aquel martes terrible, el mundo cambió en forma brutal para Alba. Tuvo que acomodar los sentidos para seguir viviendo. Debió acostumbrarse a la idea de que no volvería a ver a los que más había amado, a su tío Jaime, a Miguel y a muchos otros. Culpaba a su abuelo por lo que había pasado, pero luego, al verlo encogido en su poltrona, llamando a Clara y a su hijo en un murmullo interminable, le volvía todo el amor por el viejo y corría a abrazarlo, a pasarle los dedos por la melena blanca, a consolarlo. Alba sentía que las cosas eran de vidrio, frágiles como suspiros, y que la metralla y las bombas de aquel martes inolvidable, destrozaron una buena parte de lo conocido, y el resto quedó hecho trizas y salpicado de sangre. Con el transcurso de los días, las semanas y los meses, lo que al principio parecía haberse preservado de la destrucción, también comenzó a mostrar señales del deterioro. Notó que los amigos y parientes la eludían, que algunos cruzaban la calle para no saludarla o volvían la cara cuando se aproximaba. Pensó que se había corrido la voz de que ayudaba a los perseguidos.

Así era. Desde los primeros días la mayor urgencia fue asilar a los que corrían peligro de muerte. Al principio a Alba le pareció una ocupación casi divertida, que permitía mantener la mente en otras cosas y no pensar en Miguel, pero pronto se dio cuenta que no era un juego. Los bandos advirtieron a los ciudadanos que debían delatar a los marxistas y entregar a los fugitivos, o bien serían considerados traidores a la patria y juzgados como tales. Alba recuperó milagrosamente el automóvil de Jaime, que se salvó del bombardeo y estuvo una semana estacionado en la misma plaza donde él lo dejó, hasta que Alba se enteró y lo fue a buscar. Le pintó dos grandes girasoles en las puertas, de un amarillo impactante, para que se distinguiera de otros coches y facilitara así su nueva tarea. Tuvo que memorizar la ubicación de todas las embajadas, los turnos de los carabineros que las vigilaban, la altura de sus muros, el ancho de sus puertas. El aviso de que había alguno a–quien asilar le llegaba sorpresivamente, a menudo a través de un desconocido que la abordaba en la calle y que suponía que era enviado por Miguel. Iba al lugar de la cita a plena luz del día y cuando veía a alguien haciendo señas, advertido por las flores amarillas pintadas en su automóvil, se detenía brevemente para que subiera a toda prisa. Por el camino no hablaban, porque ella prefería no saber ni su nombre. A veces tenía que pasar todo el día con él, incluso esconderlo por una o dos noches, antes de encontrar el momento adecuado para introducirlo en una embajada asequible, saltando un muro a espaldas de los guardias. Ese sistema resultaba más expedito que los trámites con timoratos embajadores de las democracias extranjeras. Nunca más volvía a saber del asilado, pero guardaba para siempre su agradecimiento tembloroso y, cuando todo terminaba, respiraba aliviada porque por esa vez se había salvado. En ocasiones tuvo que hacerlo con mujeres que no querían desprenderse de sus hijos y, a pesar de que Alba les

prometía hacerles llegar la criatura por la puerta principal, puesto que ni el más tímido embajador se rehusaría a ello, las madres se negaban a dejarlos atrás, de modo que al final también a los niños había que tirarlos por encima de los muros o descolgarlos por las rejas. Al poco tiempo todas las embajadas estaban erizadas de púas y ametralladoras y fue imposible seguir tomándolas por asalto, pero otras necesidades la mantuvieron ocupada.

Fue Amanda quien la puso en contacto con los curas. Las dos amigas se juntaban para hablar en susurros de Miguel, a quien ninguna había vuelto a ver, y para recordar a Jaime con una nostalgia sin lágrimas, porque no había una prueba oficial de su muerte y el deseo que ambas tenían de volver a verlo era más fuerte que el relato del soldado. Amanda había vuelto a fumar compulsivamente, le temblaban mucho las manos y se le extraviaba la mirada. A veces tenía las pupilas dilatadas y se movía con torpeza, pero seguía trabajando en el hospital. Le contó que a menudo atendía a gente que traían desmayada de hambre.

— Las familias de los presos, los desaparecidos y los muertos no tienen nada para comer. Los cesantes tampoco. Apenas un plato de mazamorra cada dos días. Los niños se duermen en la escuela, están desnutridos.

Agregó que el vaso de leche y las galletas que antes recibían diariamente todos los escolares, se habían suprimido y que las madres callaban el hambre de sus hijos con agua de té.

— Los únicos que hacen algo para ayudar son los curas–explicó Amanda-. La gente no quiere saber la verdad. La Iglesia ha organizado comedores para dar un plato diario, de comida seis veces por semana, a los menores de siete años. No es suficiente, claro. Por cada niño que come una vez al día un plato de lentejas o de patatas, hay cinco que se quedan afuera mirando, porque no alcanza para todos.

Alba comprendió que habían retrocedido a la antigüedad, cuando su abuela Clara iba al Barrio de la Misericordia a reemplazar la justicia con la caridad. Sólo que ahora la caridad era mal vista. Comprobó que cuando recorría las casas de sus amistades para pedir un paquete de arroz o un tarro de leche en polvo, no se atrevían a negárselo la primera vez, pero luego la eludían. Al principio Blanca la ayudó. Alba no tuvo dificultad en obtener la llave de la despensa de su madre, con el argumento de que no había necesidad de acaparar harina vulgar y porotos de pobre, si se podía comer centolla del mar Báltico y chocolate suizo, con lo que pudo abastecer los comedores de los curas por un tiempo que, de todos modos, le pareció muy breve. Un día llevó a su madre a uno de los comedores. Al ver el largo mostrador de madera sin pulir, donde una doble fila de niños con ojos suplicantes esperaba que les dieran su ración, Blanca se puso a llorar y cayó en la cama por dos días con jaqueca. Habría seguido lamentándose si su hija no la obliga a vestirse, olvidarse de sí misma y conseguir ayuda, aunque fuera robando al abuelo del presupuesto familiar. El senador Trueba no quiso oír hablar del asunto, tal como hacía la gente de su clase, y negó el hambre con la misma tenacidad con que negaba a los presos y a los torturados, de modo que Alba no pudo contar con él y más tarde, cuando tampoco pudo contar con su madre, debió recurrir a métodos más drásticos. Lo más lejos que llegaba el abuelo era al Club. No andaba por el centro y mucho menos se acercaba a la periferia de la ciudad o a las poblaciones marginales. No le costó nada creer que las miserias que relataba su nieta eran patrañas de los marxistas.

— ¡Curas comunistas! — exclamó-. ¡Era lo último que me faltaba oír!

Pero cuando comenzaron a llegar a todas horas los niños y las mujeres a pedir a las puertas de las casas, no dio orden de cerrar las rejas y las persianas para no verlos,

como hicieron los demás, sino que aumentó la mensualidad a Blanca y dijo que tuvieran siempre algo de comida caliente para darles.

— Ésta es una situación temporal–aseguró-. Apenas los militares ordenen el caos en que el marxismo dejó al país, este problema será resuelto.

Los periódicos dijeron que los mendigos en las calles, que no se veían desde hacía tantos años, eran enviados por el comunismo internacional para desprestigiar a la junta Militar y sabotear el orden y el progreso. Pusieron panderetas para tapar las poblaciones marginales, ocultándolas a los ojos del turismo y de los que no querían ver. En una noche surgieron por encantamiento jardines recortados y macizos de flores en las avenidas, plantados por los cesantes para crear la fantasía de una pacífica primavera. Pintaron de blanco borrando los murales de palomas panfletarias y retirando para siempre de la vista los carteles políticos. Cualquier intento de escribir mensajes políticos en la vía pública era penado con una ráfaga de ametralladora en el sitio. Las calles limpias, ordenadas y silenciosas, se abrieron al comercio. Al poco tiempo desaparecieron los niños mendigos y Alba notó que tampoco había perros vagabundos ni tarros de basura. El mercado negro terminó en el mismo instante en que bombardearon el Palacio Presidencial, porque los especuladores fueron amenazados con ley marcial y fusilamiento. En las tiendas comenzaron a venderse cosas que no se conocían ni de nombre, y otras que antes sólo conseguían los ricos mediante el contrabando. Nunca había estado más hermosa la ciudad. Nunca la alta burguesía había sido más feliz: podía comprar whisky a destajo y automóviles a crédito.

En la euforia patriótica de los primeros días, las mujeres regalaban sus joyas en los cuarteles, para la reconstrucción nacional, hasta sus alianzas matrimoniales, que eran reemplazadas por anillos de cobre con el emblema de la patria. Blanca tuvo que esconder el calcetín de lana con las joyas que Clara le había legado, para que el senador Trueba no las entregara a las autoridades. Vieron nacer una nueva y soberbia clase social. Señoras muy principales, vestidas con ropas de otros lugares, exóticas y brillantes como luciérnagas de noche, se pavoneaban en los centros de diversión del brazo de los nuevos y soberbios economistas. Surgió una casta de militares que ocupó rápidamente los puestos clave. Las familias que antes habían considerado una desgracia tener a un militar entre sus miembros, se peleaban las influencias para meter a los hijos en las academias de guerra y ofrecían sus hijas a los soldados. El país se llenó de uniformados, de máquinas bélicas, de banderas, himnos y desfiles, porque los militares conocían la necesidad del pueblo de tener sus propios símbolos y ritos. El senador Trueba; que por principio detestaba esas cosas, comprendió lo que habían querido decir sus amigos del Club, cuando aseguraban que el marxismo no tenía ni la menor oportunidad en América Latina, porque no contemplaba el lado mágico de las cosas. «Pan, circo y algo que venerar, es todo lo que necesitan», concluyó el senador, lamentando en su fuero interno que faltara el pan.

Se orquestó una campaña destinada a borrar de la faz de la tierra el buen nombre del expresidente, con la esperanza de que el pueblo dejara de llorarlo. Abrieron su casa e invitaron al público a visitar lo que llamaron «el palacio del dictador». Se podía mirar dentro de sus armarios y asombrarse del número y la calidad de sus chaquetas de gamuza, registrar sus cajones, hurgar en su despensa, para ver el ron cubano y el saco de azúcar que guardaba. Circularon fotografías burdamente trucadas que lo mostraban vestido de Baco, con una guirnalda de uvas en la cabeza, retozando con matronas opulentas y con atletas de su mismo sexo, en una orgía perpetua que nadie, ni el mismo senador Trueba, creyó que fueran auténticas. «Esto es demasiado, se les está pasando la mano», masculló cuando se enteró.

De una plumada, los militares cambiaron la historia, borrando los episodios, las ideologías y los personajes que el régimen desaprobaba. Acomodaron los mapas, porque no había ninguna razón para poner el norte arriba, tan lejos de la benemérita patria, si se podía poner abajo, donde quedaba más favorecida y, de paso, pintaron con azul de Prusia vastas orillas de aguas territoriales hasta los límites de Asia y de África y se apoderaron en los libros de geografía de tierras lejanas, corriendo las fronteras con toda impunidad, hasta que los países hermanos perdieron la paciencia, pusieron un grito en las Naciones Unidas y amenazaron con echarles encima los tanques de guerra y los aviones de caza. La censura, que al principio sólo abarcó los medios de comunicación, pronto se extendió a los textos escolares, las letras de las canciones, los argumentos de las películas y las conversaciones privadas. Había palabras prohibidas por bando militar, como la palabra «compañero», y otras que no se decían por precaución, a pesar de que ningún bando las había eliminado del diccionario, como libertad, justicia y sindicato. Alba se preguntaba de dónde habían salido tantos fascistas de la noche a la mañana, porque en la larga trayectoria democrática de su país, nunca se habían notado, excepto algunos exaltados durante la guerra, que por monería se ponían camisas negras y desfilaban con el brazo en alto, en medio de las carcajadas y la silbatina de los transeúntes, sin que tuvieran ningún papel importante en la vida nacional. Tampoco se explicaba la actitud de las Fuerzas Armadas, que provenían en su mayoría de la clase media y la clase obrera y que históricamente habían estado más cerca de la izquierda que de la extrema derecha. No comprendió el estado de guerra interna ni se dio cuenta de que la guerra es la obra de arte de los militares, la culminación de sus entrenamientos, el broche dorado de su profesión. No están hechos para brillar en la paz. El Golpe les dio la oportunidad de poner en práctica lo que habían aprendido en los cuarteles, la obediencia ciega, el manejo de las armas y otras artes que los soldados pueden dominar cuando acallan los escrúpulos del corazón.

Alba abandonó sus estudios, porque la Facultad de Filosofía, como muchas otras que abren las puertas del pensamiento, fue clausurada. Tampoco siguió con la música, porque el violoncelo le pareció una frivolidad en esas circunstancias. Muchos profesores fueron despedidos, arrestados o desaparecieron de acuerdo a una lista negra que manejaba la policía política. A Sebastián Gómez lo mataron en el primer allanamiento, delatado por sus propios alumnos. La universidad se llenó de espías.

La alta burguesía y la derecha económica, que habían propiciado el cuartelazo, estaban eufóricas. Al comienzo se asustaron un poco, al ver las consecuencias de su acción, porque nunca les había tocado vivir en una dictadura y no sabían lo que era. Pensaron que la pérdida de la democracia iba a ser transitoria y que se podía vivir por un tiempo sin libertades individuales ni colectivas, siempre que el régimen respetara la libertad de empresa. Tampoco les importó el desprestigio internacional, que los puso en la misma categoría de otras tiranías regionales, porque les pareció un precio barato por haber derrocado al marxismo. Cuando llegaron capitales extranjeros para hacer inversiones bancarias en el país, lo atribuyeron, naturalmente, a la estabilidad del nuevo régimen, pasando por alto el hecho de que por cada peso que entraba, se llevaban dos en intereses. Cuando fueron cerrando de a poco casi todas las industrias nacionales y empezaron a quebrar los comerciantes, derrotados por la importación masiva de bienes de consumo, dijeron que las cocinas brasileras, las telas de Taiwan y las motocicletas japonesas eran mucho mejores que cualquier cosa que se hubiera fabricado nunca en el país. Sólo cuando devolvieron las concesiones de las minas a las compañías norteamericanas, después de tres años de nacionalización, algunas voces sugirieron que eso era lo mismo que regalar la patria envuelta en papel celofán. Pero

cuando comenzaron a entregar a sus antiguos dueños las tierras que la reforma agraria había repartido, se tranquilizaron: habían vuelto a los buenos tiempos. Vieron que sólo una dictadura podía actuar con el peso de la fuerza y sin rendirle cuentas a nadie, para garantizar sus privilegios, así es que dejaron de hablar de política y aceptaron la idea de que ellos iban a tener el poder económico, pero los militares iban a gobernar. La única labor de la derecha fue asesorarlos en la elaboración de los nuevos decretos y las nuevas leyes. En pocos días eliminaron los sindicatos, los dirigentes obreros estaban presos o muertos, los partidos políticos declarados en receso indefinido y todas las organizaciones de trabajadores y estudiantes, y hasta los colegios profesionales, desmantelados. Estaba prohibido agruparse. El único sitio donde la gente podía reunirse era en la iglesia, de modo que al poco tiempo la religión se puso de moda y los curas y las monjas tuvieron que postergar sus labores espirituales para socorrer las necesidades terrenales de aquel rebaño perdido. El gobierno y los empresarios empezaron a verlos como enemigos potenciales y algunos soñaron con resolver el problema asesinando al cardenal, en vista de que el Papa, desde Roma, se negó a sacarlo de su puesto y enviarlo a un asilo para frailes alienados.

Una gran parte de la clase media se alegró con el Golpe Militar, porque significaba la vuelta al orden, a la pulcritud de las costumbres, las faldas en las mujeres y el pelo corto en los hombres, pero pronto empezó a sufrir el tormento de los precios altos y la falta de trabajo. No alcanzaba el sueldo para comer. En todas las familias había alguien a quien lamentar y ya no pudieron decir, como al principio, que si estaba preso, muerto o exiliado, era porque se lo merecía. Tampoco pudieron seguir negando la tortura.

Mientras florecían los negocios lujosos, las financieras milagrosas, los restaurantes exóticos y las casas importadoras, en las puertas de las fábricas hacían cola los cesantes esperando la oportunidad de emplearse por un jornal mínimo. La mano de obra descendió a niveles de esclavitud y los patrones pudieron, por primera vez desde hacía muchas décadas, despedir a los trabajadores a su antojo, sin pagarles indemnización, y meterlos presos a la menor protesta.

En los primeros meses, el senador Trueba participó del oportunismo de los de su clase. Estaba convencido de que era necesario un período de dictadura para que el país volviera al redil del cual nunca debió haber salido. Fue uno de los primeros terratenientes en recuperar su propiedad. Le devolvieron Las Tres Marías en ruinas, pero íntegra, hasta el último metro cuadrado. Hacía casi dos años que estaba esperando ese momento, rumiando su rabia. Sin pensarlo dos veces, se fue al campo con media docena de matones a sueldo y pudo vengarse a sus anchas de los campesinos que se habían atrevido a desafiarlo y a quitarle lo suyo. Llegaron allá una luminosa mañana de domingo, poco antes de la Navidad. Entraron al fundo con un alboroto de piratas. Los matones se metieron por todos lados, arreando con la gente a gritos, golpes y patadas, juntaron en el patio a humanos y a animales, y luego rociaron con gasolina las casitas de ladrillo, que antes habían sido el orgullo de Trueba, y les prendieron fuego con todo lo que contenían. Mataron las bestias a tiros. Quemaron los arados, los gallineros, las bicicletas y hasta las cunas de los recién nacidos, en un aquelarre de mediodía que por poco mata al viejo Trueca de alegría. Despidió a todos los inquilinos con la advertencia de que si volvía a verlos rondando por la propiedad, sufrirían la misma suerte que los animales. Los vio partir más pobres de lo que nunca fueron, en una larga y triste procesión, llevándose a sus niños, sus viejos, los pocos perros que sobrevivieron al tiroteo, alguna gallina salvada del infierno, arrastrando los pies por el camino de polvo que los alejaba de la tierra donde habían vivido por generaciones. En el portón de Las Tres Marías había un grupo de gente miserable

esperando con ojos ansiosos. Eran otros campesinos desocupados, expulsados de otros fundos, que llegaban tan humildes como sus antepasados de siglos atrás, a rogar al patrón que los empleara en la próxima cosecha.

Esa noche Esteban Trueca se acostó en la cama de hierro que había sido de sus padres, en la vieja casa patronal donde no había estado desde hacía tanto tiempo. Estaba cansado y tenía pegado en la nariz el olor del incendio y de los cuerpos de los animales que también tuvieron que quemar, para que la podredumbre no infectara el aire. Todavía ardían los restos de las casitas de ladrillo y a su alrededor todo era destrucción y muerte. Pero él sabía que podía volver a levantar el campo, tal como lo había hecho una vez, pues los potreros estaban intactos y sus fuerzas también. A pesar del placer de su venganza, no pudo dormir. Se sentía como un padre que ha castigado a sus hijos con demasiada severidad. Toda esa noche estuvo viendo los rostros de los campesinos, a quienes había visto nacer en su propiedad, alejándose por la carretera. Maldijo su mal genio. Tampoco pudo dormir el resto de la semana y cuando logró hacerlo, soñó con Rosa. Decidió no contar a nadie lo que había hecho y se juró que Las Tres Marías volvería a ser el fundo modelo que una vez fue. Echó a correr la voz de que estaba dispuesto a aceptar a los inquilinos de vuelta, bajo ciertas condiciones, evidentemente, pero ninguno regresó. Se habían desparramado por los campos, por los cerros, por la costa, algunos habían ido a pie a las minas, otros a las islas del Sur, buscando cada uno el pan para su familia en cualquier oficio. Asqueado, el patrón regresó a la capital sintiéndose más viejo que nunca. Le pesaba el alma.

El Poeta agonizó en su casa junto al mar. Estaba enfermo y los acontecimientos de los últimos tiempos agotaron su deseo de seguir viviendo. La tropa le allanó la casa, dieron vueltas sus colecciones de caracoles, sus conchas, sus: mariposas, sus botellas y sus mascarones de proa rescatados de tantos mares, sus libros, sus cuadros, sus versos inconclusos, buscando armas subversivas y comunistas escondidos, hasta que su viejo corazón de bardo empezó a trastabillar. Lo llevaron a la capital. Murió cuatro días después y las últimas palabras del hombre que le cantó a la vida, fueron: «¡los van a fusilar! ¡los van a fusilar!». Ninguno de sus amigos pudo acercarse a la hora de la muerte, porque estaban fuera de la ley, prófugos, exiliados o muertos. Su casa azul del cerro estaba medio en ruinas, el piso quemado y los vidrios rotos, no se sabía si era obra de los militares, como decían los vecinos, o de los vecinos, como decían los militares. Allí lo velaron unos pocos que se atrevieron a llegar y periodistas de todas partes del mundo que acudieron a cubrir la noticia de su entierro. El senador Trueba era su enemigo ideológico, pero lo había tenido muchas veces en su casa y conocía de memoria sus versos. Se presentó al velorio vestido de negro riguroso, con su nieta Alba. Ambos montaron guardia junto al sencillo ataúd de madera y lo acompañaron hasta el cementerio en una mañana desventurada. Alba llevaba en la mano un ramo de los primeros claveles de la temporada, rojos como la sangre. El pequeño cortejo recorrió a pie, lentamente, el camino al camposanto, entre dos filas de soldados que acordonaban las calles.

La gente iba en silencio. De pronto, alguien gritó roncamente el nombre del Poeta y una sola voz de todas las gargantas respondió «¡Presente! ¡Ahora y siempre!». Fue como si hubieran abierto una válvula y todo el dolor, el miedo y la rabia de esos días saliera de los pechos y rodara por la calle y subiera en un clamor terrible hasta los negros nubarrones del cielo. Otro gritó «¡Compañero Presidente!». Y contestaron todos en un solo lamento, llanto de hombre: «¡Presente!». Poco a poco el funeral del Poeta se convirtió en el acto simbólico de enterrar la libertad.

Muy cerca de Alba y su abuelo, los camarógrafos de la televisión sueca filmaban para enviar al helado país de Nobel la visión pavorosa de las ametralladoras apostadas a ambos lados de la calle, las caras de la gente, el ataúd cubierto de flores, el grupo de mujeres silenciosas que se apiñaban en las puertas de la Morgue, a dos cuadras del cementerio, para leer las listas de los muertos. La voz de todos se elevó en un canto y se llenó el aire con las consignas prohibidas, gritando que el pueblo unido jamás será vencido, haciendo frente a las armas que temblaban en las ruanos de los soldados. El cortejo pasó delante de una construcción y los obreros abandonando sus herramientas, se quitaron los cascos y formaron una fila cabizbaja. Un hombre marchaba con la camisa gastada en los puños, sin chaleco y con los zapatos rotos, recitando los versos más revolucionarios del Poeta, con el llanto cayéndole por la cara. Lo seguía la mirada atónita del senador Trueba, que caminaba a su lado.

— ¡Lástima–que fuera comunista! — dijo el Senador a su nieta-. ¡Tan buen poeta y con las ideas tan confusas! Si hubiera muerto antes del Pronunciamiento Militar, supongo que habría recibido un homenaje nacional.

— Supo morir como supo vivir, abuelo–replicó Alba.

Estaba convencida que murió a debido tiempo, porque ningún homenaje podría haber sido más grande que ese modesto desfile de unos cuantos hombres y mujeres que lo enterraron en una tumba prestada, gritando por última vez sus versos de justicia y libertad. Dos días después apareció en el periódico un aviso de la junta Militar decretando duelo nacional por el Poeta y autorizando a poner banderas a media asta en las casas particulares que lo desearan. La autorización regía desde el momento de su muerte hasta el día en que apareció el aviso.

Del mismo modo que no pudo sentarse a llorar la muerte de su tío Jaime, Alba tampoco pudo perder la cabeza pensando en Miguel o lamentando al Poeta. Estaba absorta en su tarea de indagar por los desaparecidos, consolar a los torturados que regresaban con la espalda en carne viva y los ojos trastornados y buscar alimentos para los comedores de los curas. Sin embargo, en el silencio de la noche, cuando la ciudad perdía su normalidad de utilería y su paz de opereta, ella se sentía acosada por los tormentosos pensamientos que había acallado durante el día. A esa hora sólo los furgones llenos de cadáveres y detenidos y los autos de la policía circulaban por las calles, como lobos perdidos ululando en la oscuridad del toque de queda. Alba temblaba en su cama. Se le aparecían los fantasmas desgarrados de tantos muertos desconocidos, oía la gran casa respirando con un jadeo de anciana, afinaba el oído y sentía en los huesos los ruidos temibles: un frenazo lejano, un portazo, tiroteos, las pisadas de las botas, un grito sordo. Luego retornaba el silencio largo que duraba hasta el amanecer, cuando la ciudad revivía y el sol parecía borrar los terrores de la noche. No era la única desvelada en la casa. A menudo encontraba a su abuelo en camisa de dormir y pantuflas, más anciano y más triste que en el día, calentándose una taza de caldo y mascullando blasfemias de filibustero, porque le dolían los huesos y el alma. También su madre hurgaba en la cocina o se paseaba como una aparición de medianoche por los cuartos vacíos.

Así pasaron los meses y llegó a ser evidente para todos, incluso para el senador Trueba, que los militares se habían tomado el poder para quedárselo y no para entregar el gobierno a los políticos de derecha que habían propiciado el Golpe. Eran una raza aparte, hermanos entre sí, que hablaban un idioma diferente al de los civiles y con quienes el diálogo era como una conversación de sordos, porque la menor disidencia era considerada traición en su rígido código de honor. Trueba vio que tenían planes mesiánicos que no incluían a los políticos. Un día comentó con Blanca y Alba la situación. Se lamentó de que la acción de los militares, cuyo propósito era conjurar el

peligro de una dictadura marxista, hubiera condenado al país a una dictadura mucho más severa y, por lo visto, destinada a durar un siglo. Por primera vez en su vida, el senador Trueba admitió que se había equivocado. Hundido en su poltrona, como un anciano acabado, lo vieron llorar calladamente. No lloraba por la pérdida del poder. Estaba llorando por su patria.

Entonces Blanca se hincó a su lado, le tomó la mano y confesó que tenía a Pedro Tercero García viviendo como un anacoreta, escondido en uno de los cuartos abandonados que había hecho construir Clara, en los tiempos de los espíritus. Al día siguiente del Golpe se habían publicado listas de las personas que debían presentarse ante las autoridades. El nombre de Pedro Tercero García estaba entre ellas. Algunos, que seguían pensando que en ese país nunca pasaba nada, fueron por sus propios pies a entregarse al Ministerio de Defensa y lo pagaron con sus vidas. Pero Pedro Tercero tuvo antes que los demás el presentimiento de la ferocidad del nuevo régimen, tal vez porque durante esos tres años había aprendido a conocer a las Fuerzas Armadas y no creía el cuento de que fueran diferentes a las de otras partes. Esa misma noche, durante el toque de queda, se arrastró hasta la gran casa de la esquina y llamó a la ventana de Blanca. Cuando ella se asomó, con la vista nublada por la jaqueca, no lo reconoció, porque se había afeitado la barba y llevaba anteojos.

— Mataron al Presidente–dijo Pedro Tercero.

Ella lo escondió en los cuartos vacíos. Acomodó un refugio de emergencia, sin sospechar que debería mantenerlo oculto durante varios meses, mientras los soldados peinaban el país con rastrillo buscándolo.

Blanca pensó que a nadie se le iba a ocurrir que Pedro Tercero García estaba en la casa del senador Trueba en el mismo momento en que éste escuchaba de pie el solemne Te Deum en la catedral. Para Blanca fue el período más feliz de su vida.

Para él, sin embargo, las horas transcurrían con la misma lentitud que si hubiera estado preso. Pasaba el día entre cuatro paredes, con la puerta cerrada con llave, para que nadie tuviera la iniciativa de entrar a limpiar, y la ventana con las persianas y las cortinas corridas. No entraba la luz del día, pero podía adivinarla por el tenue cambio en las rendijas de la persiana. En la noche abría la ventana de par en par, para que se ventilara la habitación–donde tenía que mantener un balde tapado para hacer sus necesidades–y para respirar a bocanadas el aire de la libertad. Ocupaba su tiempo leyendo los libros de Jaime, que Blanca le iba llevando a escondidas, escuchando los ruidos de la calle, los susurros de la radio encendida al volumen más bajo. Blanca le consiguió una guitarra a la que puso unos trapos de lana bajo las cuerdas, para que nadie lo oyera componer en sordina sus canciones de viudas, de huérfanos, de prisioneros y desaparecidos. Trató de organizar un horario sistemático para llenar el día, hacía gimnasia, leía, estudiaba inglés, dormía siesta, escribía música y volvía a hacer gimnasia, pero con todo eso le sobraban interminables horas de ocio, hasta que finalmente escuchaba la llave en la cerradura de la puerta y veía entrar a Blanca, que le llevaba los periódicos, la comida, agua limpia para lavarse. Hacían el amor con desesperación, inventando nuevas fórmulas prohibidas que el miedo y la pasión transformaban en viajes alucinados a las estrellas. Blanca ya se había resignado a la castidad, a la madurez y a sus variados achaques, pero el sobresalto del amor le dio una nueva juventud. Se acentuó la luz de su piel, el ritmo de su andar y la cadencia de su voz. Sonreía para adentro y andaba como dormida. Nunca había sido más hermosa. Hasta su padre se dio cuenta y lo atribuyó a la paz de la abundancia. «Desde que Blanca no tiene que hacer cola, parece como nueva», decía el senador Trueba. Alba también lo notó. Observaba a su madre. Su extraño sonambulismo le parecía sospechoso, así como su nueva manía de llevar comida a su habitación. En más de una

ocasión tuvo el propósito de espiarla en la noche, pero la vencía el cansancio de sus múltiples ocupaciones de consuelo y, cuando tenia insomnio, le daba miedo aventurarse por los cuartos vacíos donde susurraban los fantasmas.

Pedro Tercero enflaqueció y perdió el buen humor y la dulzura que lo habían caracterizado hasta entonces. Se aburría, maldecía su prisión voluntaria v bramaba de impaciencia por saber noticias de sus amigos. Sólo la presencia de Blanca lo apaciguaba. Cuando ella entraba al cuarto, se abalanzaba a abrazarla como enajenado, para calmar los terrores del día y el tedio de las semanas. Empezó a obsesionarle la idea de que era traidor y cobarde, por no haber compartido la suerte de tantos otros y que lo más honroso sería entregarse y enfrentar su destino. Blanca procuraba disuadirlo con sus mejores argumentos, pero él parecía río escucharla. Trataba de retenerlo con la fuerza del amor recuperado, lo alimentaba en la boca; lo bañaba frotándolo con un paño húmedo y empolvándolo como a una criatura, le cortaba el pelo y las uñas, lo afeitaba. Al final, de todos modos tuvo que empezar a ponerle pastillas tranquilizantes en la comida y somníferos en el agua, para tumbarlo en un sueño profundo y tormentoso, del cual despertaba con la boca seca y el corazón más triste. A los pocos meses Blanca se dio cuenta de que no podría tenerlo prisionero indefinidamente y abandonó sus planes de reducir su espíritu, para convertirlo en su amante perpetuo. Comprendió que se estaba muriendo en vida porque para él la libertad era más importante que el amor, y que no habrían píldoras milagrosas capaces de hacerlo cambiar de actitud.

— ¡Ayúdeme, papá! — suplicó Blanca al senador Trueba-. Tengo que sacarlo del país.

El viejo se quedó paralizado por el desconcierto y comprendió cuán gastado estaba, al buscar su rabia y su odio y no encontrarlos por ninguna parte. Pensó en ese campesino que había compartido un amor de medio siglo con su hija y no pudo descubrir ninguna razón para detestarlo, ni siquiera su poncho, su barba de socialista, su tenacidad, o sus malditas gallinas perseguidoras de zorros.

— ¡Caramba! Tendremos que asilarlo, porque si lo encuentran en esta casa, nos joden a todos–fue lo único que se le ocurrió decir.

Blanca le echó los brazos al cuello y lo cubrió de besos, llorando como una niña. Era la primera caricia espontánea que hacía a su padre desde su más remota infancia.

— Yo puedo meterlo en una embajada–dijo Alba-. Pero tenemos que esperar el momento propicio y tendrá que saltar un muro.

— No será necesario, hijita–replicó el senador Trueba-. Todavía tengo amigos influyentes en este país.

Cuarenta y ocho horas después se abrió la puerta del cuarto de Pedro Tercero García, pero en vez de Blanca, apareció el senador Trueba en el umbral. El fugitivo pensó que había llegado finalmente su hora, y, en cierta forma, se alegró.

— Vengo a sacarlo de aquí–dijo Trueba.

— ¿Por qué? — preguntó Pedro Tercero.

— Porque Blanca me lo pidió–respondió el otro.

— Váyase al carajo–balbuceó Pedro Tercero.

— Bueno, para allá vamos. Usted viene conmigo.

Los dos sonrieron simultáneamente. En el patio de la casa estaba esperando la limusina plateada de un embajador nórdico. Metieron a Pedro Tercero en la maleta trasera del vehículo, encogido como un fardo, y lo cubrieron con bolsas del mercado llenas de verduras. En los asientos se acomodaron Blanca, Alba, el senador Trueba y

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delante de una barrera de carabineros, sin que nadie los detuviera. En el portón de la nunciatura había doble guardia, pero al reconocer al senador Trueba y ver la placa diplomática del automóvil, los dejaron pasar con un saludo. Detrás del portón, a salvo en la sede del Vaticano, sacaron a Pedro Tercero, rescatándolo debajo de una montaña de hojas de lechuga y de tomates reventados. Lo condujeron a la oficina del nuncio, que lo esperaba vestido con su sotana obispal y provisto de un flamante salvoconducto para enviarlo al extranjero junto a Blanca, quien había decidido vivir en el exilio el amor postergado desde su niñez. El nuncio les dio la bienvenida. Era un admirador de Pedro Tercero García y tenía todos sus discos.

Mientras el sacerdote y el embajador nórdico discutían sobre la situación internacional, la familia se despidió. Blanca y Alba lloraban con desconsuelo. Nunca habían estado separadas. Esteban Trueba abrazó largamente a su hija, sin lágrimas, pero con la boca apretada, tembloroso, esforzándose por contener los sollozos.

— No he sido un buen padre para usted, hija–dijo-. ¿Cree que podrá perdonarme y olvidar el pasado?

— ¡Lo quiero mucho, papá! — lloró Blanca echándole los brazos al cuello, estrechándolo con desesperación, cubriéndolo de besos.

Después el viejo se volvió hacia Pedro Tercero y lo miró a los ojos. Le tendió la mano, pero no supo estrechar la del otro, porque le faltaban algunos dedos. Entonces abrió los brazos y los dos hombres, en un apretado nudo, se despidieron, libres al fin de los odios y los rencores que por tantos años les habían ensuciado la existencia.

— Cuidaré de su hija y trataré de hacerla feliz, señor–dijo Pedro Tercero García con la voz quebrada.

— No lo dudo. Váyanse en paz, hijos–murmuró el anciano.

Sabía que no volvería a verlos.

El senador Trueba se quedó solo en la casa con su nieta y algunos empleados. Al menos así lo creía él. Pero Alba había decidido adoptar la idea de su madre y usaba la parte abandonada de la casa para esconder gente por una o dos noches, hasta encontrar otro lugar más seguro o la forma de sacarla del país. Ayudaba a los que vivían en las sombras, huyendo en el día, mezclados con el bullicio de la ciudad, pero que, al caer la noche, debían estar ocultos, cada vez en una parte diferente. Las horas más peligrosas eran durante el toque de queda, cuando los fugitivos no podían salir a la calle y la policía podía cazarlos a su antojo. Alba pensó que la casa de su abuelo era el último sitio que allanarían. Poco a poco transformó los, cuartos vacíos en un laberinto de rincones secretos donde escondía a sus protegidos, a veces familias completas. El senador Trueba sólo ocupaba la biblioteca, el baño y su dormitorio. Allí vivía rodeado de sus muebles de caoba, sus vitrinas victorianas y sus alfombras persas. Incluso para un hombre tan poco propenso a las corazonadas como él, aquella mansión sombría era inquietante: parecía contener un monstruo oculto. Trueba no comprendía la causa de su desazón, porque él sabía que los ruidos extraños que los sirvientes decían oír, provenían de Clara que vagaba por la casa en compañía de sus espíritus amigos. Había sorprendido a menudo a su mujer deslizándose por los salones con su blanca túnica y su risa de muchacha. Fingía no verla, se quedaba inmóvil y hasta dejaba de respirar, para no asustarla. Si cerraba los ojos haciéndose el dormido, podía sentir el roce tenue de sus dedos en la frente, su aliento fresco pasar como un soplo, el roce de su pelo al alcance de la mano. No tenía motivos para sospechar algo anormal, sin embargo procuraba no aventurarse en la región encantada que era el reino de su mujer y lo más lejos que llegaba era la zona neutral de la cocina. Su

antigua cocinera se había marchado, porque en una balacera mataron por error a su marido, y su único hijo, que estaba haciendo la conscripción en una aldea del Sur, fue colgado de un poste con sus tripas enrolladas en el cuello, corno venganza del pueblo por haber cumplido las órdenes de sus superiores. La pobre mujer perdió la razón y al poco tiempo Trueba perdió la paciencia, harto de encontrar en la comida los pelos que ella se arrancaba en su ininterrumpido lamento. Por un tiempo, Alba experimentó entre las ollas valiéndose de un libro de recetas, pero a pesar de su buena disposición, Trueba terminó por cenar casi todas las noches en el Club, para hacer por lo menos una comida decente al día. Eso dio a Alba mayor libertad para su tráfico de fugitivos y mayor seguridad para meter y sacar gente de la casa antes del toque de queda, sin que su abuelo sospechara.

Un día apareció Miguel. Ella estaba entrando a la casa, a plena luz de la siesta, cuando él le salió al encuentro. Había estado esperándola escondido entre la maleza del jardín. Se había teñido el pelo de un pálido color amarillo y vestía un traje azul cruzado. Parecía un vulgar empleado de Banco, pero Alba lo reconoció al plinto y no pudo atajar un grito de júbilo que le subió de las entrañas. Se abrazaron en el jardín, a la vista de los transeúntes y de quien quisiera mirar, hasta que les volvió la cordura y comprendieron el peligro. Alba lo llevó al interior de la casa, a su dormitorio. Cayeron sobre la cama en un nudo de brazos y piernas, llamándose mutuamente por los nombres secretos que usaban en los tiempos del sótano, se amaron con desespero, hasta que sintieron que se les escapaba la vida y les reventaba el alma, y tuvieron que quedarse quietos, escuchando los estrepitosos latidos de sus corazones, para tranquilizarse un poco. Entonces Alba lo miró por primera vez y vio que había estado retozando con un perfecto desconocido, que no sólo tenía el pelo de un vikingo, sino que tampoco tenía la barba de Miguel, ni sus pequeños lentes redondos de preceptor y parecía mucho más delgado. ¡ Te ves horrible! le sopló al oído. Miguel se había convertido en uno de los jefes de la guerrilla, cumpliendo así el destino que él mismo se había labrado desde la adolescencia. Para descubrir su paradero, habían interrogado a muchos hombres y mujeres, lo que pesaba a Alba como una piedra de molino en el espíritu, pero para él no era más que una parte del horror de la guerra, y estaba dispuesto a correr igual suerte cuando le llegara el momento de encubrir a otros. Entretanto, luchaba en la clandestinidad, fiel a su teoría de que a la violencia de los ricos había que oponer la violencia del pueblo. Alba, que había imaginado mil veces que estaba preso o le habían dado muerte de alguna manera horrible, lloraba de alegría saboreando su olor, su textura, su voz, su calor, el roce de sus manos callosas por el uso de las armas y el hábito de reptar, rezando y maldiciendo y besándolo y odiándolo por tantos sufrimientos acumulados y deseando morir allí mismo, para no volver a penar su ausencia.

— Tenías razón, Miguel. Pasó todo lo que tú decías que pasaría–admitió Alba sollozando en su hombro.

Luego le contó de las armas que robó al abuelo y que escondió con su tío Jaime y se ofreció para llevarlo a buscarlas. Le hubiera gustado darle también las que no pudieron robarse y quedaron en la bodega de la casa, pero pocos días después del Golpe Militar le habían ordenado a la población civil entregar todo lo que pudiera considerarse una arma, hasta los cuchillos de exploradores y los cortaplumas de los niños. La gente dejaba sus paquetitos envueltos en papel de periódico en las puertas de las iglesias, porque no se atrevía a llevarlas a los cuarteles, pero el senador Trueba, que tenía armamentos de guerra, no sintió ningún temor, porque las suyas estaban destinadas a matar comunistas, como todo el mundo sabía. Llamó por teléfono a su amigo, el general Hurtado, y éste mandó un camión del ejército a retirarlas. Trucha condujo a los soldados hasta el cuarto de las armas y allí pudo comprobar, mudo de sorpresa,

que la mitad de las cajas estaban rellenas de piedras y paja, pero comprendió que si admitía la pérdida, iba a involucrar a alguien de su propia familia o meterse él mismo en un lío. Empezó a dar disculpas que nadie le estaba pidiendo, puesto que los soldados no podían saber el número de armas que había comprado. Sospechaba de Blanca y Pedro Tercero García, pero las mejillas arreboladas de su nieta también le hicieron dudar. Después que los soldados se llevaron las cajas, firmándole un recibo, tomó a Alba de los brazos y la sacudió como nunca lo había hecho, para que confesara si tenía algo que ver con las metralletas y los rifles que faltaban: «No me preguntes lo que no quieres que te conteste, abuelo», respondió Alba mirándolo a los ojos. No volvieron a hablar del tema.

— Tu abuelo es un desgraciado, Alba. Alguien lo matará como se merece–dijo Miguel.

— Morirá en su cama. Ya está muy viejo–dijo Alba.

— El que a hierro mata, no puede morir a sombrerazos. Tal vez yo mismo lo mate un día.

— Ni Dios lo quiera, Miguel, porque me obligarías a hacer lo mismo contigo–repuso Alba ferozmente.

Miguel le explicó que no podrían verse en mucho tiempo, tal vez nunca más. Trató de razonar con ella el peligro que significaba ser la compañera de un guerrillero, aunque estuviera protegida por el apellido del abuelo, pero ella lloró tanto y se abrazó con tanta angustia a él, que tuvo que prometerle que aun a riesgo de sus vidas buscarían la ocasión de verse algunas veces. Miguel accedió, también, a ir con ella a buscar las armas y municiones enterradas en la montaña, porque era lo que más necesitaba en su lucha temeraria.

— Espero que no estén convertidas en chatarra–murmuró Alba-. Y que yo pueda recordar el sitio exacto, porque de eso hace más de un año.

Dos semanas después Alba organizó un paseo con los niños de su comedor popular en una camioneta que le prestaron los curas de la parroquia. Llevaba canastos con la merienda, una bolsa de naranjas, pelotas y una guitarra. A ninguno de los niños les llamó la atención que recogiera por el camino a un hombre rubio. Alba condujo la pesada camioneta con su cargamento de niños, por el mismo camino de la montaña que antes había recorrido con su tío Jaime. La detuvieron dos patrullas y tuvo que abrir los canastos de la comida, pero la alegría contagiosa de los niños y el inocente contenido de las bolsas alejaron toda sospecha de los soldados. Pudieron llegar tranquilos al sitio donde estaban escondidas las armas. Los niños jugaron al pillarse y al escondite. Miguel organizó con ellos un partido de fútbol, los sentó en rueda y les contó cuentos y después todos cantaron hasta desgañitarse. Luego dibujó un plano del sitio para regresar con sus compañeros amparados por las sombras de la noche. Fue un feliz día de campo en el cual por unas horas pudieron olvidar la tensión del estado de guerra y gozar del tibio sol de la montaña, oyendo el griterío de los niños que corrían entre las piedras con el estómago lleno por primera vez en muchos meses.

— Miguel, tengo miedo–dijo Alba-. ¿Es que nunca podremos hacer una vida normal? Por qué no nos vamos al extranjero? ¿Por qué no escapamos ahora, que todavía es tiempo?

Miguel señaló a los niños y entonces Alba comprendió.

— ¡Entonces déjame ir contigo! — suplicó ella, como tantas veces lo había hecho.

— No podemos tener una persona sin entrenamiento en este momento. Mucho menos una mujer enamorada–sonrió Miguel-. Es mejor que tú sigas cumpliendo tu labor. Hay que ayudar a estos pobres chiquillos hasta que vengan tiempo mejores.

— ¡Por lo menos dime cómo puedo ubicarte!

— Si te agarra la policía, es mejor que no sepas nada–respondió Miguel.

Ella se estremeció.

En los meses siguientes Alba comenzó a traficar con el mobiliario de la casa. Al principio sólo se atrevió a sacar las cosas de los cuartos abandonados y del sótano, pero cuando lo hubo vendido todo, empezó a llevarse una por una las sillas antiguas del salón, los arrimos barrocos, los cofres coloniales, los biombos tallados y hasta la mantelería del comedor. Trueba se dio cuenta, pero no dijo nada. Suponía que su nieta estaba dando al dinero un fin prohibido, tal como creía que había hecho con las armas que le robó, pero prefirió no saberlo, para poder seguir sosteniéndose en precaria estabilidad sobre un mundo que se le hacía trizas. Sentía que los acontecimientos escapaban a su control. Comprendió que lo único que realmente le importaba era no perder a su nieta, porque ella era el último lazo que lo unía a la vida. Por eso, tampoco dijo nada cuando fue sacando uno por uno los cuadros de las paredes y los tapices antiguos para venderlos a los nuevos ricos. Se sentía muy viejo y muy cansado, sin fuerzas para luchar. Ya no tenía las ideas tan claras y se le había borrado la frontera entre lo que le parecía bueno y lo que consideraba malo. En la noche, cuando el sueño lo sorprendía, tenía pesadillas con casitas de ladrillo incendiadas. Pensó que si su única heredera decidía echar la casa por la ventana, él no lo evitaría, porque le faltaba muy poco para estar en la tumba, y ahí no se llevaría más que la mortaja. Alba quiso hablar con él, para ofrecer una explicación, pero el viejo se negó a escuchar el cuento de los niños hambrientos que recibían un plato de limosna con el producto de su gobelino de Aubisson, o los cesantes que sobrevivían otra semana con su dragón chino de piedra dura. Todo eso, seguía sosteniendo, era una monstruosa patraña del comunismo internacional, pero en el caso remoto de que fuera cierto, tampoco correspondía a Alba echarse a la espalda esa responsabilidad, sino al gobierno, o en última instancia a la Iglesia. Sin embargo, el día que llegó a su casa y no vio el retrato de Clara colgando en la entrada, consideró que el asunto estaba sobrepasando los límites de su paciencia y se enfrentó a su nieta.

— ¿Adónde diablos está el cuadro de tu abuela–bramó.

— Se lo vendí al cónsul inglés, abuelo. Me dijo. que lo pondría en

un museo en Londres.

— ¡Te prohíbo que vuelvas a sacar algo de esta casal Desde mañana tendrás una cuenta en el banco, para tus alfileres–replicó.

Pronto Esteban Trueba vio que Alba era la mujer más cara de su vida y que un harén de cortesanas no habría resultado tan costoso como aquella nieta de verde cabellera. No le hizo reproches, porque habían vuelto los tiempos de la buena fortuna y mientras más gastaba, más tenía. Desde que la actividad política estaba prohibida, le sobraba tiempo para sus negocios y calculó que, contra todos sus pronósticos, iba a morirse muy rico. Colocaba su dinero en las nuevas financieras que ofrecían a los inversionistas multiplicar su dinero de la noche a la mañana en forma pasmosa. Descubrió que la riqueza le producía un inmenso fastidio, porque le resultaba fácil ganarla, sin encontrar mayor aliciente para gastarla y ni siquiera el prodigioso talento para el despilfarro de su nieta lograba mermar su faltrica. Con entusiasmo reconstruyó y mejoró Las Tres Marías, pero después perdió interés en cualquier otra empresa, porque notó que gracias al nuevo sistema económico, no era necesario esforzarse y producir, puesto que el dinero atraía más dinero y sin ninguna participación suya las cuentas bancarias engrosaban día a día. Así, sacando cuentas, dio un paso que nunca imaginó dar en su vida: enviaba todos los meses un cheque a Pedro Tercero García,

que vivía con Blanca asilados en el Canadá. Allí ambos se sentían plenamente realizados en la paz del amor satisfecho. Él escribía canciones revolucionarias para los trabajadores, los estudiantes y, sobre todo, la alta burguesía, que las había adoptado como moda, traducidas al inglés y al francés con gran éxito, a pesar de que las gallinas y los zorros son criaturas subdesarrolladas que no poseen el esplendor zoológico de las águilas y los lobos de ese helado país del Norte. Blanca, entretanto, plácida y feliz, gozaba por primera vez en su existencia de una salud de fierro. Instaló un gran horno en su casa para cocinar sus Nacimientos de monstruos que se vendían muy bien, por tratarse de artesanía indígena, tal como lo pronosticara Jean de Satigny veinticinco años atrás, cuando quiso exportarlos. Con estos negocios, los cheques del abuelo y la ayuda canadiense, tenían suficiente y Blanca, por precaución, escondió en el más secreto rincón, la calceta de lana con las inagotables joyas de Clara. Confiaba nunca tener que venderlas, para que un día las luciera Alba.

Esteban Trueba no supo que la policía política vigilaba su casa hasta la noche que se llevaron a Alba. Estaban durmiendo y, por una casualidad, no había nadie oculto en el laberinto de los cuartos abandonados. Los culatazos contra la puerta de la casa sacaron al viejo del sueño con el nítido presentimiento de la fatalidad. Pero Alba había despertado antes, cuando oyó los frenazos de los automóviles, el ruido de los pasos, las órdenes a media voz, y comenzó a vestirse, porque no tuvo dudas que había llegado su hora.

En esos meses, el senador había aprendido que ni siquiera su limpia trayectoria de golpista era garantía contra el terror. Nunca se imaginó, sin embargo, que vería irrumpir en su casa, al amparo del toque de queda, una docena de hombres sin uniformes, armados hasta los dientes, que lo sacaron de su cama sin miramientos y lo llevaron de un brazo hasta el salón, sin permitirle ponerse las pantuflas o arroparse con un chal. Vio a otros que abrían de una patada la puerta del cuarto de Alba y entraban con las metralletas en la mano, vio a su nieta completamente vestida, pálida, pero serena, aguardándolos de pie, los vio sacarla a empujones y llevarla encañonada hasta el salón, donde le ordenaron quedarse junto al viejo y no hacer el menor movimiento. Ella obedeció sin pronunciar una sola palabra, ajena a la rabia de su abuelo y a la violencia de los hombres que recorrían la casa destrozando las puertas, vaciando a culatazos los armarios, tumbando los muebles, destripando los colchones, volteando el contenido de los armarios, pateando los muros y gritando órdenes, en busca de guerrilleros escondidos, de armas clandestinas y otras evidencias. Sacaron de sus camas a las empleadas y las encerraron en un cuarto vigiladas por un hombre armado. Dieron vueltas las estanterías de la biblioteca y los adornos y obras de arte del senador rodaron por el piso con estrépito. Los volúmenes del túnel de Jaime fueron a dar al patio, allí los apilaron, los rociaron con gasolina y los quemaron en una pira infame, que fueron alimentando con los libros mágicos de los baúles encantados del bisabuelo Marcos, la edición esotérica de Nicolás, las obras de Marx en encuademación de cuero y hasta las partituras de las óperas del abuelo, en una hoguera escandalosa que llenó de humo a todo el barrio y que, en tiempos normales, habría atraído a los bomberos.

— ¡Entreguen todas las agendas, las libretas de direcciones, las chequeras, todos los documentos personales que tengan–ordenó el que parecía el jefe.

— ¡Soy el senador Trueba! ¿Es que no me reconoce, hombre, por Dios? — chilló el abuelo desesperadamente-. ¡No pueden hacerme esto! ¡Es un atropello! ¡Soy amigo del general Hurtado!

— ¡Cállate, viejo de mierda! ¡Mientras yo no te lo autorice, no tienes derecho a abrir la boca! — replicó el otro con brutalidad.

Lo obligaron a entregar el contenido de su escritorio y metieron en unas bolsas todo lo que les pareció interesante. Mientras un grupo terminaba de revisar la casa, otro seguía tirando libros por la ventana. En el salón quedaron cuatro hombres sonrientes, burlones, amenazantes, que pusieron los pies sobre los muebles, bebieron el whisky escocés de la botella y rompieron uno por uno los discos de la colección de clásicos del senador Trueba. Alba calculó que habían pasado por lo menos dos horas. Estaba temblando, pero no era de frío, sino de miedo. Había supuesto que ese momento llegaría algún día, pero siempre había tenido la esperanza irracional de que la influencia de su abuelo podría protegerla. Pero al verlo encogido en un sofá, pequeño y miserable como un anciano enfermo, comprendió que no podía esperar ayuda.

— ¡Firma aquí! — ordenó el jefe a prueba, poniendo delante de sus narices un papel-. Es una declaración de que entramos con una orden judicial, que te mostramos muestras identificaciones, que todo está en regla, que hemos procedido con todo respeto y buena educación, que no tienes ninguna queja. ¡Fírmalo!

— ¡Jamás firmaré eso! — exclamó el viejo hirioso.

El hombre dio una rápida media vuelta y abofeteó a Alba en la cara. El golpe la lanzó al suelo. El senador Trueba se quedó paralizado de sorpresa y espanto, comprendiendo al fin que había llegado la hora de la verdad, después de casi noventa años de vivir bajo su propia ley.

— ¿Sabías que tu nieta es la puta de un guerrillero? — dijo el hombre.

Abatido, el senador Trueba firmó el papel. Después se acercó trabajosamente a su nieta y la abrazó, acariciándole el pelo con una ternura desconocida en él.

— No te preocupes, hijita. Todo se va arreglar, no pueden hacerte nada, esto es un error, quédate tranquila–murmuraba.

Pero el hombre lo apartó brutalmente y gritó a los demás que había que irse. Dos matones se llevaron a Alba de los brazos casi en vilo. Lo último que ella vio fue la figura patética del abuelo, pálido como la cera, temblando, en camisa de dormir y descalzo, que desde el umbral de la puerta le aseguraba que al día siguiente iba a rescatarla, hablaría directamente con el general Hurtado, iría con sus abogados a buscarla donde quiera que estuviera, para llevarla de vuelta a la casa.

La subieron en tina camioneta junto al hombre que la había golpeado y otro que manejaba silbando. Antes que pusieran tiras de papel engomado en sus párpados, miró por última vez la calle vacía y silenciosa, extrañada que a pesar del escándalo y de los libros quemados, ningún vecino se hubiera asomado a mirar. Supuso que, tal como muchas veces lo había hecho ella misma, estaban atisbando por las rendijas de las persianas y los pliegues de las cortinas, o se habían tapado la cabeza con la almohada para no saber. La camioneta se puso en marcha y ella, ciega por primera vez, perdió la noción del espacio y el tiempo. Sintió una mano húmeda y grande en su pierna, sobando, pellizcando, subiendo, explorando, un aliento pesado en su cara susurrando te voy a calentar puta, ya lo verás, y otras voces y risas, mientras el vehículo daba vueltas y vueltas en lo que a ella le pareció un viaje interminable. No supo adónde la llevaban hasta que escuchó el ruido del agua y sintió las ruedas de la camioneta pasar sobre madera. Entonces adivinó su destino. Invocó a los espíritus de los tiempos de la mesa de tres patas y del inquieto azucarero de su abuela, a los fantasmas capaces de torcer el rumbo de los acontecimientos, pero ellos parecían haberla abandonado, porque la camioneta siguió por el mismo camino. Sintió un frenazo, oyó las pesadas puertas de un portón que se abrían rechinando y volvían a cerrarse después de su paso. Entonces Alba entró en su pesadilla, aquella que vieron su abuela en su carta astrológica al nacer y Luisa Mora, en un instante de premonición.

Los hombres la ayudaron a bajar. No alcanzó a dar dos pasos. Recibió el primer golpe en las costillas y cayó de rodillas, sin poder respirar. La levantaron entre dos de las axilas y la arrastraron un largo trecho. Sintió los pies sobre la tierra y después sobre la áspera superficie de un piso de cemento. Se detuvieron.

— Ésta es la nieta del senador Trueba, coronel–oyó decir.

— Ya veo–respondió otra voz.

Alba reconoció sin vacilar la voz de Esteban García y comprendió en ese instante que la había estado esperando desde el día remoto en que la sentó sobre sus rodillas, cuando ella era una criatura.

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