La hora de la verdad Capítulo XIV

Alba estaba encogida en la oscuridad. Habían quitado de un tirón el papel engomado de sus ojos y en su lugar colocaron una venda apretada. Tenía miedo. Recordó el entrenamiento de su tío Nicolás cuando la prevenía contra el peligro de tenerle miedo al miedo, y se concentró para dominar el temblor de su cuerpo y cerrar los oídos a los pavorosos ruidos que le llegaban del exterior. Procuró evocar los momentos felices con Miguel, buscando ayuda para engañar al tiempo y encontrar fuerzas para lo que iba a pasar, diciéndose que debía soportar unas cuantas horas sin que la traicionaran los nervios, hasta que su abuelo pudiera mover la pesada maquinaria de su poder y sus influencias, para sacarla de allí. Buscó en su memoria un paseo con Miguel a la costa, en otoño, mucho antes que el huracán de los acontecimientos pusiera el mundo patas arriba, en la época en que todavía las cosas se llamaban por nombres conocidos y las palabras tenían un significado único, cuando pueblo, libertad y compañero eran sólo eso, pueblo, libertad y compañero, y no eran todavía contraseñas. Trató de volver a vivir ese momento, la tierra roja y húmeda, el intenso olor de los bosques de pinos y eucaliptos, donde el tapiz de hojas secas se maceraba, después del largo y cálido verano, y donde la luz cobriza del sol se filtraba entre las copas de los árboles. Trató de recordar el frío, el silencio y esa preciosa sensación de ser los dueños de la tierra, de tener veinte años y la vida. por delante, de amarse tranquilos, ebrios de olor a bosque y de amor, sin pasado, sin sospechar el futuro, con la única increíble riqueza de ese instante presente, en que se miraban, se olían, se besaban, se exploraban, envueltos en el murmullo del viento entre los árboles y el rumor cercano de las olas reventando contra las rocas al pie del acantilado, estallando en un fragor de espuma olorosa, y ellos dos, abrazados dentro del mismo poncho como siameses en un mismo pellejo, riéndose y jurando que sería para siempre, convencidos de que eran los únicos en todo el universo en haber descubierto el amor.

Alba oía los gritos, los largos gemidos y la radio a todo volumen. El bosque, Miguel, el amor, se perdieron en el túnel profundo de su terror y se resignó a enfrentar su destino sin subterfugios.

Calculó que había transcurrido toda la noche y una buena parte del día siguiente, cuando se abrió la puerta por primera vez y dos hombres la sacaron de su celda. La condujeron entre insultos y amenazas a la presencia del coronel García, a quien ella podía reconocer a ciegas, por el hábito de su maldad, aun antes de oírle la voz. Sintió sus manos tomándole la cara, sus gruesos dedos en el cuello y las orejas.

Ahora vas a decirme dónde está tu amante–le dijo-. Eso nos evitará muchas molestias a los dos.

Alba respiró aliviada. ¡Entonces no habían detenido a Miguel!

— Quiero ir al baño–respondió Alba con la voz más firme que pudo articular.

— Veo que no vas a cooperar, Alba. Es una lástima–suspiró García-. Los muchachos tendrán que cumplir con su deber, yo no puedo impedirlo.

Hubo un breve silencio a su alrededor y ella hizo un esfuerzo desmesurado por

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no sabía si estaba soñando, ni de dónde provenía aquella pestilencia de sudor, de excremento, de sangre y orina y la voz de ese locutor de fútbol que anunciaba unos golpes finlandeses que nada tenían que ver con ella, entre otros bramidos cercanos y precisos. Un bofetón brutal la tiró al suelo, manos violentas la volvieron a poner de pie, dedos feroces se incrustaron en sus pechos triturándole los pezones y el miedo la venció por completo. Voces desconocidas la presionaban, entendía el nombre de Miguel, pero no sabía lo que le preguntaban y sólo repetía incansablemente un no monumental mientras la golpeaban, la manoseaban, le arrancaban la blusa, y ella ya no podía pensar, sólo repetir no y no y no, calculando cuánto podría resistir antes que se le agotaran las fuerzas, sin saber que eso era sólo el comienzo, hasta que se sintió desvanecer y los hombres la dejaron tranquila, tirada en el suelo, por un tiempo que le pareció muy corto.

Pronto oyó de nuevo la voz de García y adivinó que eran sus manos ayudándola a pararse, guiándola hasta una silla, acomodándole la ropa, poniéndole la blusa.

— ¡Ay, Dios! — dijo-. ¡Mira cómo te han dejado! Te lo advertí, Alba. Ahora trata de tranquilizarte, voy a darte una taza de café.

Alba rompió a llorar. El líquido tibio la reanimó, pero no sintió su sabor, porque lo tragaba mezclado con sangre. García sostenía la taza acercándosela con cuidado, como un enfermero.

— ¿Quieres fumar?

— Quiero ir al baño–dijo ella pronunciando cada sílaba con dificultad a través de los labios hinchados.

— Por supuesto, Alba. Te llevarán al baño y después podrás descansar. Yo soy tu amigo, comprendo perfectamente tu situación. Estás enamorada y por eso lo proteges. Yo sé que tú no tienes nada que ver con la guerrilla. Pero los muchachos no me creen cuando se lo digo, no se van a conformar hasta que no les digas dónde está Miguel. En realidad ya lo tienen cercado, saben dónde está, lo atraparán, pero quieren estar seguros de que tú no tienes nada que ver con la guerrilla, ¿entiendes? Si lo proteges, si te niegas a hablar, ellos seguirán sospechando de ti. Diles lo que quieren saber y entonces yo mismo te llevaré a tu casa. ¿Se lo dirás, verdad?

— Quiero ir al baño–repitió Alba.

— Veo que eres testaruda, como tu abuelo. Está bien. Irás al baño. Te voy a dar la oportunidad de pensar un poco–dijo García.

La llevaron a un baño y tuvo que hacer caso omiso del hombre que estaba a su lado tomándola del brazo. Después la condujeron a su celda. En el pequeño cubo solitario de su prisión trató de aclarar sus ideas, pero estaba atormentada por el dolor de la paliza, la sed, la venda apretada en las sienes, el ruido atronador de la radio, el terror de las pisadas que se acercaban y el alivio cuando se alejaban, los gritos y las órdenes. Se encogió como un feto en el suelo y se abandonó a sus múltiples sufrimientos. Así estuvo varias horas, tal vez días. Dos veces fue un hombre a sacarla y la guió a una letrina fétida, donde no pudo lavarse, porque no había agua. Le daba un minuto de tiempo y la ponía sentada en el excusado con otra persona silenciosa y torpe como ella. No podía adivinar si era otra mujer o un hombre. Al principio lloró, lamentando que su tío Nicolás no le hubiera dado un entrenamiento especial para soportar la humillación, que le parecía peor que el dolor, pero al fin se resignó a su propia inmundicia y dejó de pensar en la insoportable necesidad de lavarse. Le dieron de comer maíz tierno, un pequeño trozo de pollo y un poco de helado, que ella adivinó por el sabor, el olor, la temperatura, y devoró apresuradamente con la mano, extrañada de aquella cena de lujo, inesperada en aquel lugar. Después se enteró que la comida

para los prisioneros de ese recinto de tortura provenía de la nueva sede del gobierno, que se había instalado en un improvisado edificio, porque el antiguo Palacio de los Presidentes no era más que un montón de escombros.

Trató de llevar la cuenta de los días transcurridos desde su detención, pero la soledad, la oscuridad y el miedo le trastornaron el tiempo y le dislocaron el espacio, creía ver cavernas pobladas de monstruos, imaginaba que la habían drogado y por eso sentía todos los huesos flojos y las ideas locas, se hacía el propósito de no comer ni beber, pero el hambre y la sed eran más fuertes que su decisión. Se preguntaba por qué su abuelo no había ido todavía a rescatarla. En los momentos de lucidez podía comprender que no era un mal sueño y que no estaba allí por error. Se propuso olvidar hasta el nombre de Miguel.

La tercera vez que la llevaron donde Esteban García, Alba estaba más preparada, porque a través de la pared de su celda podía oír lo que ocurría en la pieza de al lado, donde interrogaban a otros prisioneros, y no se hizo ilusiones. Ni siquiera intentó evocar los bosques de sus amores.

— Has tenido tiempo para pensar, Alba. Ahora vamos a hablar los dos tranquilamente y me dirás dónde está Miguel y así saldremos de esto rápido–dijo García.

— Quiero ir al baño–replicó Alba.

— Veo que te estás burlando de mí, Alba–dijo él-. Lo siento mucho, pero aquí no podemos perder el tiempo.

Alba no respondió.

— ¡Quítate la ropa! — ordenó García con otra voz.

Ella no obedeció. La desnudaron con violencia, arrancándole los pantalones a pesar de sus patadas. El recuerdo preciso de su adolescencia y del beso de García en el jardín le dieron la fuerza del odio. Luchó contra él, gritó por él, lloró, orinó y vomitó por él, hasta que se cansaron de golpearla y le dieron una corta tregua, que aprovechó para invocar a los espíritus comprensivos de su abuela, para que la ayudaran a morir. Pero nadie vino en su auxilio. Dos manos la levantaron, cuatro la acostaron en un catre metálico, helado, duro, lleno de resortes que le herían la espalda, y le ataron los tobillos y las muñecas con correas de cuero.

— Por última vez, Alba. ¿Dónde está Miguel? — preguntó García.

Ella negó silenciosamente. Le habían sujetado la cabeza con otra correa.

— Cuando estés dispuesta a hablar, levanta un dedo–dijo él.

Alba escuchó otra voz.

— Yo manejo la máquina–dijo.

Y entonces ella sintió aquel dolor atroz que le recorrió el cuerpo y la ocupó completamente y que nunca, en los días de su vida, podría llegar a olvidar. Se hundió en la oscuridad.

— ¡Les dije que tuvieran cuidado con ella, cabrones! — oyó la voz de Esteban García que le llegaba de muy lejos, sintió que le abrían los párpados, pero no vio nada más que un difuso resplandor, luego sintió un pinchazo en el brazo y volvió a perderse en la inconsciencia.

Un siglo después, Alba despertó mojada y desnuda. No sabía si estaba cubierta de sudor, de agua o de orina, no podía moverse, no recordaba nada, no sabía dónde estaba ni cuál era la causa de ese malestar intenso que la había reducido a una piltrafa. Sintió la sed del Sáhara y clamó por agua.

— Aguanta, compañera–dijo alguien a su lado-. Aguanta hasta mañana. Si tomas agua, te vienen convulsiones y puedes morir.

Abrió los ojos. No los tenía vendados. Un rostro vagamente familiar estaba inclinado sobre ella, unas manos la arroparon con una manta.

— ¿Te acuerdas de mí? Soy Ana Díaz. Fuimos compañeras en la universidad. ¿No me reconoces?

Alba negó con la cabeza, cerró los ojos y se abandonó a la dulce ilusión de la muerte. Pero unas horas más tarde despertó y al moverse sintió que le dolía hasta la última fibra de su cuerpo.

— Pronto te sentirás mejor–dijo una mujer que estaba acariciándole la cara y apartando unos mechones de pelo húmedo que le tapaban los ojos-. No te muevas y trata de relajarte. Yo estaré a tu lado, descansa.

— ¿Qué pasó? — balbuceó Alba.

— Te dieron fuerte, compañera–dijo la otra con tristeza.

— ¿Quién eres? — preguntó Alba.

— Ana Díaz. Estoy aquí desde hace una semana. A mi compañero también lo agarraron, pero todavía está vivo. Una vez al día lo veo pasar, cuando los llevan al baño.

— ¿Ana Díaz? — murmuró Alba.

— La misma. No éramos muy amigas en la universidad, pero nunca es tarde para empezar. La verdad es que la última persona que pensaba encontrar aquí eras tú, condesa–dijo con dulzura la mujer-. No hables, trata de dormir, para que se te haga más corto el tiempo. Poco a poco te volverá la memoria, no te preocupes. Es por la electricidad.

Pero Alba no pudo dormir, porque se abrió la puerta de la celda, entró un hombre.

— ¡Ponle la venda! — ordenó a Ana Díaz.

— ¡Por favor…! ¿No ve que está muy débil? Déjela descansar un poco…

— ¡Haz lo que te digo!

Ana se inclinó sobre el camastro y le puso la venda en los ojos. Luego quitó la manta y trató de vestirla, pero el guardia la apartó de un empujón; levantó a la prisionera por los brazos y la sentó. Otro entró a ayudarlo y entre los dos la llevaron en vilo, porque no podía caminar. Alba estaba segura de que se estaba muriendo, si es que no estaba muerta ya. Oyó que avanzaba por un corredor donde el ruido de las pisadas era devuelto por el eco. Sintió una mano en su cara, levantándole la cabeza.

— Pueden ciarle agua. Lávenla y póngale otra inyección. Vean si puede tragar un poco de café y me la traen–dijo García..

— ¿La vestimos, coronel?

— No.

Alba estuvo en manos de García mucho tiempo. A los pocos días él se dio cuenta que lo había reconocido, pero no abandonó la precaución de mantenerla con los ojos vendados, incluso cuando estaban solos. Diariamente traían y se llevaban nuevos prisioneros. Alba oía los vehículos, los gritos, el portón que se cerraba, y procuraba llevar la cuenta de los detenidos, pero era casi imposible. Ana Díaz calculaba que había alrededor de doscientos. García estaba muy ocupado, pero no dejó pasar un día sin vera Alba, alternando la violencia desatada, con su comedia de buen amigo. A veces

parecía genuinamente conmovido y con su propia mano le daba cucharadas de sopa, pero el día que le hundió la cabeza en una batea llena de excrementos, hasta que ella se desmayó de asco, Alba comprendió que no estaba tratando de averiguar el paradero de Miguel, sino vengándose de agravios que le habían infligido desde su nacimiento, y que nada que pudiera confesar modificaría su suerte como prisionera particular del coronel García. Entonces pudo salir poco a poco del círculo privado de su terror y empezó a disminuir su miedo y pudo sentir compasión por los otros, por los que colgaban de los brazos, por los recién llegados, por aquel hombre al que le pasaron con una camioneta por encima de los pies engrillados. Sacaron a todos los prisioneros al patio, al amanecer, y los obligaron a mirar, porque ése era también un asunto personal entre el coronel y su prisionero. Fue la primera vez que Alba abría los ojos fuera de la penumbra de su celda, y el suave resplandor de la madrugada y la escarcha que brillaba entre las piedras, donde se habían juntado los charcos de lluvia en la noche, le parecieron insoportablemente luminosos. Arrastraron al hombre, que no opuso resistencia, pero tampoco podía tenerse en pie, y lo dejaron al centro del patio. Los guardias tenían las caras cubiertas con pañuelos, para que nunca pudieran ser reconocidos en el caso improbable de que las circunstancias cambiaran. Alba cerró los ojos cuando escuchó el motor de la camioneta, pero no pudo cerrar los oídos al bramido, que quedó vibrando para siempre en su recuerdo.

Ana Díaz la ayudó a resistir durante el tiempo que estuvieron juntas. Era una mujer inquebrantable. Había soportado todas las brutalidades, la habían violado delante de su compañero, los habían torturado juntos, pero ella no había perdido la capacidad para la sonrisa o para la esperanza. Tampoco la perdió cuando la llevaron a una clínica secreta de la policía política, porque a causa de una paliza perdió el niño que esperaba y comenzó a desangrarse.

— No importa, algún día tendré otro–dijo a Alba cuando volvió a su celda.

Esa noche Alba la escuchó llorar por primera vez, tapándose la cara con la frazada para ahogar su tristeza. Se acercó a ella, la abrazó, la acunó, limpió sus lágrimas, le dijo todas las palabras tiernas que pudo recordar, pero esa noche no había consuelo para Ana Díaz, de modo que Alba se limitó a mecerla en sus brazos, arrullándola como a una criatura y deseando que ella misma pudiera echarse a la espalda ese terrible dolor para aliviarla. La mañana las sorprendió durmiendo enrolladas como dos animalitos. En el día esperaban ansiosamente el momento en que pasaban la larga fila de los hombres rumbo al baño, Iban con los ojos vendados, para guiarse, cada uno llevaba la mano en el hombro del que iba adelante, vigilados por guardias armados. Entre ellos iba Andrés. Por la minúscula ventana con barrotes de su celda, ellas podían verlos, tan cerca que si hubieran podido sacar la mano los habrían tocado. Cada vez que pasaban, Ana y Alba cantaban con la fuerza de la desesperación y de otras celdas también surgían voces femeninas. Entonces, los prisioneros se enderezaban, levantaban los hombros, torcían la cabeza en su dirección y Andrés sonreía. Tenía la camisa desgarrada y manchada de sangre seca.

Un guardia se dejó conmover por el himno de las mujeres. Una noche les llevó tres claveles en un tarro con agua, para que adornaran la ventana. Otra vez fue a decir a Ana Díaz que necesitaba una voluntaria para lavar la ropa de un preso y limpiar su celda. La condujo donde Andrés y los dejó solos por algunos minutos. Cuando Ana Díaz regresó estaba transfigurada y Alba no se atrevió a hablarle, para no interrumpir su felicidad.

Un día el coronel García se sorprendió acariciando a Alba como un enamorado y hablándole de su infancia en el campo, cuando la veía pasar a lo lejos, de la mano de su abuelo, con sus delantales almidonados y el halo verde de sus trenzas, mientras él,

descalzo en el barro, se juraba que algún día le haría pagar cara su arrogancia y se vengaría de su maldito destino de bastardo. Rígida y ausente, desnuda y temblando de asco y de frío, Alba no lo escuchaba ni lo sentía, pero aquella grieta en su ansia de atormentarla, sonó al coronel como una campana de alarma. Ordenó que pusieran a Alba en la perrera y se dispuso, furioso, a olvidarla.

La perrera era una celda pequeña y hermética como una tumba sin aire, oscura y helada. Había seis en total, construidas como lugar de castigo, en un estanque vacío de agua. Se ocupaban por períodos más o menos breves, porque nadie resistía mucho tiempo en ellas, a lo más unos pocos días, antes de empezar a divagar, perder la noción de las cosas, el significado de las palabras, la angustia del tiempo o, simplemente, empezar a morir. Al principio, encogida en su sepultura, sin poder sentarse ni estirarse a pesar de su escaso tamaño, Alba se defendió contra la locura. En la soledad comprendió cuánto necesitaba a Ana Díaz. Creía escuchar golpecitos imperceptibles y lejanos, como si le enviaran mensajes en clave desde otras celdas, pero pronto dejó de prestarles atención, porque se dio cuenta de que toda forma de comunicación era inútil. Se abandonó, decidida a terminar su suplicio de una vez dejó de comer y sólo cuando la vencía su propia flaqueza bebía un sorbo de agua. Trató de no respirar, de no moverse, y se puso a esperar la muerte con impaciencia. Así estuvo mucho tiempo. Cuando casi había conseguido su propósito, apareció su abuela Clara, a quien había invocado tantas veces para que la ayudara a morir, con la ocurrencia de que la gracia no era morirse, puesto que eso llegaba de todos modos, sino sobrevivir, que era un milagro. La vio tal como la había visto siempre en su infancia, con su bata blanca de lino, sus guantes de invierno, su dulcísima sonrisa desdentada y el brillo travieso de sus ojos de avellana. Clara trajo la idea salvadora de escribir con el pensamiento, sin lápiz ni papel, para mantener la mente ocupada, evadirse de la perrera y vivir. Le sugirió, además, que escribiera un testimonio que algún día podría servir para sacar a la luz. el terrible secreto que estaba viviendo, para que el mundo se enterara del horror que ocurría paralelamente a la existencia apacible y ordenada de los que no querían saber, de los que podían tener la ilusión de una vida normal, de los que podían negar que iban a flote en una balsa sobre un mar de lamentos, ignorando, a pesar de todas las evidencias, que a pocas cuadras de su mundo feliz estaban los otros, los que sobreviven o mueren en el lado oscuro. «Tienes mucho que hacer, de modo que deja de compadecerte, toma agua y empieza a escribir», dijo Clara a su nieta antes de desaparecer tal como había llegado.

Alba intentó obedecer a su abuela, pero tan pronto como empezó a apuntar con el pensamiento, se llenó la perrera con los personajes de su historia, que entraron atropellándose y la envolvieron en sus anécdotas, en sus vicios y virtudes, aplastando sus propósitos documentales y echando por tierra su testimonio, atosigándola, exigiéndole, apurándola, y ella anotaba a toda prisa, desesperada porque a medida que escribía una nueva página, se iba borrando la anterior. Esta actividad la mantenía ocupada. Al comienzo perdía el hilo con facilidad y olvidaba en la misma medida en que recordaba nuevos hechos. La menor distracción o un poco más de miedo o de dolor, embrollaban su historia como un ovillo. Pero luego inventó una clave para recordar en orden, y entonces pudo hundirse en su propio relato tan profundamente, que dejó de comer, de rascarse, de olerse, de quejarse, y llegó a vencer, uno por uno, sus innumerables dolores.

Se corrió la voz de que estaba agonizando. Los guardias abrieron la trampa de la perrera y la sacaron sin ningún esfuerzo, porque estaba muy liviana. La llevaron de nuevo donde el coronel García, que en esos días había renovado su odio, pero Alba no lo reconoció. Estaba más allá de su poder.

Por fuera, el hotel Cristóbal Colón tenía el mismo aspecto anodino de una escuela primaria, tal como yo lo recordaba. Había perdido la cuenta de los años que habían transcurrido desde la última vez que estuve allí y traté de hacerme la ilusión de que podría salir a recibirme el mismo Mustafá de antaño, aquel negro azul, vestido como una aparición oriental con su doble hilera de dientes de plomo y su cortesía de visir, el único negro auténtico del país, todos los demás eran pintados, como había asegurado Tránsito Soto. Pero no fue así. Un portero me condujo a un cubículo muy pequeño, me señaló un asiento y me indicó que esperara. Al poco rato apareció, en vez del espectacular Mustafá, una señora con el aire triste y pulcro de una tía provinciana, uniformada de azul con cuello blanco almidonado, que al verme tan anciano y desvalido, dio un ligero respingo. Llevaba una rosa roja en la mano.

— ¿El caballero viene solo? — preguntó.

— ¡Por supuesto que vengo solo! — exclamé.

La mujer me pasó la rosa y me preguntó qué cuarto prefería.

— Me da igual–respondí sorprendido.

— Están libres el Establo, el Templo y las Mil y Una Noches. ¿Cuál quiere?

— Las Mil y Una Noches–dije al azar.

Me condujo por un largo pasillo señalado con luces verdes y flechas rojas. Apoyado en mi bastón, arrastrando los pies, la seguí con dificultad. Llegamos a un pequeño patio donde se alzaba una mezquita en miniatura, provista de absurdas ojivas de vidrios coloreados.

— Es aquí. Si desea beber algo, pídalo por teléfono–indicó.

— Quiero hablar con Tránsito Soto. A eso he venido–dije.

— Lo siento, pero la señora no atiende a particulares. Sólo a proveedores.

— ¡Yo tengo que hablar con ella! Dígale que soy el senador Trueba. Me conoce.

— No recibe a nadie, ya le dije–replicó la mujer cruzándose de brazos.

Levanté el bastón y le anuncié que si en diez minutos no aparecía Tránsito Soto en persona, rompería los vidrios y todo lo que hubiera dentro de su caja de Pandora. La uniformada retrocedió espantada. Abrí la puerta de la mezquita y me encontré dentro de una Alhambra de pacotilla. Una corta escalera de azulejos, cubierta con falsas alfombras persas, conducía a una habitación hexagonal con una cúpula en el techo, donde alguien había puesto todo lo que pensaba que existía en un harén de Arabia, sin haber estado nunca allí: almohadones de damasco, pebeteros de vidrio, campanas y toda suerte de baratijas de bazar. Entre las columnas, multiplicadas hasta el infinito por la sabia disposición de los espejos, vi un baño de mosaico azul más grande que el dormitorio, con una gran alberca donde calculé que se podía lavar una vaca y, con mayor razón, podían retozar dos amantes juguetones. No se parecía en nada al Cristóbal Colón que yo había conocido. Me senté trabajosamente sobre la cama redonda, sintiéndome de súbito muy cansado. Me dolían mis viejos huesos. Levanté la vista y un espejo en el techo me devolvió mi imagen: un pobre cuerpo empequeñecido, un rostro triste de patriarca bíblico surcado de amargas arrugas y los restos de una blanca melena. «¡Cómo ha pasado el tiempo!», suspiré.

Tránsito Soto entró sin golpear.

— Me alegro de verlo, patrón–saludó tal como siempre.

Se había convertido en una señora madura, delgada, con un moño severo, ataviada con un vestido negro de lana y dos vueltas de perlas soberbias en el cuello, majestuosa y serena, con más aspecto de concertista de piano que de dueña de

prostíbulo. Me costó relacionarla con la mujer de antaño poseedora de una serpiente tatuada alrededor del ombligo. Me puse de pie para saludarla y no pude tutearla como antes.

— Se ve muy bien, Tránsito–dije, calculando que debía haber pasado los sesenta y cinco años.

— Me ha ido bien, patrón. ¿Se acuerda que cuando nos conocimos le dije que algún día yo sería rica? — sonrió ella.

— Me alegro que lo haya conseguido.

Nos sentamos lado a lado en la cama redonda. Tránsito sirvió un coñac para cada uno y me contó que la cooperativa de putas y maricones había sido un negocio estupendo durante diez largos años, pero que los tiempos habían cambiado y tuvieron que darle otro giro, porque por culpa de la libertad de las costumbres, el amor libre, la píldora y otras innovaciones, ya nadie necesitaba prostitutas, excepto los marineros y los viejos. «Las niñas decentes se acuestan gratis, imagínese la competencia», dijo ella. Me explicó que la cooperativa empezó a arruinarse y las socias tuvieron que ir a trabajar en otros oficios mejor remunerados y hasta Mustafá partió de vuelta a su patria. Entonces se le ocurrió que lo que se necesitaba era un hotel de citas, un sitio agradable para que las parejas clandestinas pudieran hacer el amor y donde un hombre no tuviera vergüenza de llevar a una novia por la primera vez. Nada de mujeres, ésas las pone el cliente. Ella misma lo decoró, siguiendo los impulsos de su fantasía y teniendo en consideración el gusto de la clientela y así, gracias a su visión comercial, que le indujo a crear un ambiente diferente en cada rincón disponible, el hotel Cristóbal Colón se convirtió en el paraíso de las almas perdidas y de los amantes furtivos. Tránsito Soto hizo salones franceses con muebles capitoné, pesebres con heno fresco y caballos de cartón piedra que observaban a los enamorados con sus inmutables ojos de vidrio pintado, cavernas prehistóricas, con estalactitas y teléfonos forrados en piel de puma.

— En vista de que no ha venido a hacer el amor, patrón, vamos a hablar a mi oficina, para dejarle este cuarto a la clientela–dijo Tránsito Soto.

Por el camino me contó que después del Golpe, la policía política había allanado el hotel un par de veces, pero cada vez que sacaban a las parejas de la cama y las arreaban a punta de pistola hasta el salón principal, se encontraban con que había uno o dos generales entre los clientes, de modo que habían dejado de molestar. Tenía muy buenas relaciones con el nuevo gobierno, tal como había tenido con todos los gobiernos anteriores. Me dijo que el Cristóbal Colón era un negocio floreciente y que todos los años ella renovaba algunos decorados, cambiando naufragios en islas polinésicas por severos claustros monacales y columpios barrocos por potros de tormento, según la moda, pudiendo introducir tanta cosa en una residencia de proporciones relativamente normales, gracias al artilugio de los espejos y las luces, que podían multiplicar el espacio, engañar al clima, crear el infinito y suspender el tiempo.

Llegamos a su oficina, decorada como una cabina de aeroplano, desde donde manejaba su increíble organización con la eficiencia de un banquero. Me contó cuántas sábanas se lavaban, cuánto papel higiénico se gastaba, cuántos licores se consumían, cuántos huevos de codorniz se cocían diariamente–son afrodisíacos-, cuánto personal se necesitaba y a cuánto ascendía la cuenta de luz, agua y teléfono, para mantener navegando aquel descomunal portaaviones de los amores prohibidos.

— Y ahora, patrón, dígame qué puedo hacer por usted–dijo finalmente Tránsito Soto, acomodándose en su sillón reclinable de piloto aéreo, mientras jugueteaba con las

perlas del collar — -. Supongo que ha venido para que le devuelva el favor que le estoy debiendo desde hace medio siglo, ¿verdad?

Y entonces yo, que había estado esperando que ella me lo preguntara, abrí el torrente de mi ansiedad y se lo conté todo, sin guardarme nada, sin una sola pausa, desde el principio hasta el fin. Le dije que Alba es mi única nieta, que me he ido quedando solo en este mundo, que se me ha achicado el cuerpo y el alma, tal como Férula dijo al maldecirme, y lo único que me falta es morir como un perro, que esa nieta de pelo verde es lo último que me queda, el único ser que realmente me importa, que por desgracia salió idealista, un mal de familia, es una de esas personas destinadas a meterse en problemas y hacer sufrir a los que estamos cerca, le dio por andar asilando fugitivos en las embajadas, lo hacía sin pensar, estoy seguro, sin darse cuenta que el país está en guerra, guerra contra el comunismo internacional o contra el pueblo, ya no se sabe, pero guerra al fin, y que esas cosas están penadas por la ley, pero Alba anda siempre en la luna y no se da cuenta del peligro, no lo hace por maldad, todo lo contrario, lo hace porque tiene el corazón desenfrenado, igual como lo tiene su abuela, que todavía anda socorriendo pobres a mis espaldas en los cuartos abandonados de la casa, mi Clara clarividente, y cualquier tipo que llegue donde Alba contando el cuento de que lo persiguen, consigue que ella arriesgue el pellejo para ayudarlo, aunque sea un perfecto desconocido, yo se lo dije, se lo advertí muchas veces que podían ponerle una trampa y un día iba a resultar que el supuesto marxista era un agente de la policía política, pero ella no me hizo caso, nunca me ha hecho caso en su vida, es más testaruda que yo, pero aunque así sea, asilar a un pobre diablo de vez en cuando no es una fechoría, no es algo tan grave que merezca que la lleven detenida, sin considerar que es mi nieta, nieta de un senador de la República, miembro distinguido del Partido Conservador, no pueden hacer eso con alguien de mi propia casa, porque entonces qué diablos queda para los demás, si la gente como uno cae presa, quiere decir que nadie está a salvo, que no han valido de nada más de veinte años en el Congreso y tener todas las relaciones que tengo, yo conozco a todo el mundo en este país, por lo menos a toda la gente importante, incluso al general Hurtado, que es mi amigo personal, pero en este caso no me ha servido para nada, ni siquiera el cardenal me ha podido ayudar a ubicar a mi nieta, no es posible que ella desaparezca como por obra de magia, que se la lleven una noche y yo no vuelva a saber nada de ella, me he pasado un mes buscándola y la situación ya me está volviendo loco, éstas son las cosas que desprestigian a la Junta Militar en el extranjero y dan pie para que las Naciones Unidas comiencen a joder con los derechos humanos, yo al principio no quería oír hablar de muertos, de torturados, de desaparecidos, pero ahora no puedo seguir pensando que son embustes de los comunistas, si hasta los propios gringos, que fueron los primeros en ayudar a los militares y mandaron sus pilotos de guerra para bombardear el Palacio de los Presidentes, ahora están escandalizados por la matanza, y no es que esté en contra de la represión, comprendo que al principio es necesario tener firmeza para imponer el orden, pero se les pasó la mano, están exagerando las cosas y con el cuento de la seguridad interna y que hay que eliminar a los enemigos ideológicos, están acabando con todo el mundo, nadie puede estar de acuerdo con eso, ni yo mismo, que fui el primero en tirar plumas de gallinas a los cadetes y en propiciar el Golpe, antes que los demás tuvieran la idea en la cabeza, fui el primero en aplaudirlo, estuve presente en el Te Deum de la catedral, y por lo mismo no puedo aceptar que estén ocurriendo estas cosas en mi patria, que desaparezca la gente, que saquen a mi nieta de la casa a viva fuerza y yo no pueda impedirlo, nunca habían pasado cosas así aquí, por eso, justamente por eso, es que he tenido que venir a hablar con usted, Tránsito, nunca me imaginé hace cincuenta años, cuando usted era una muchachita raquítica en el Farolito Rojo, que algún día tendría

que venir a suplicarle de rodillas que me haga este favor, que me ayude a encontrar a mi nieta, me atrevo a pedírselo porque sé que tiene buenas relaciones con el gobierno, me han hablado de usted, estoy seguro que nadie conoce mejor a las personas importantes en las Fuerzas Armadas, sé que usted les organiza sus fiestas y puede llegar donde yo no tendría acceso jamás, por eso le pido que haga algo por mi nieta, antes que sea demasiado tarde, porque llevo semanas sin dormir, he recorrido todas las oficinas, todos los ministerios, todos los viejos amigos, sin que nadie pueda ayudarme, ya no me quieren recibir, me obligan a hacer antesala durante horas, a mí, que les he hecho tantos favores a esa misma gente, por favor, Tránsito, pídamelo que quiera, todavía soy un hombre rico, a pesar de que en los tiempos del comunismo las cosas se pusieron difíciles para mí, me expropiaron la tierra, sin duda se enteró, lo debe haber visto en la televisión y en los periódicos, fue un escándalo, esos campesinos ignorantes se comieron mis toros reproductores y pusieron mis yeguas de carrera a tirar del arado y en menos de un año Las Tres Marías estaba en ruinas, pero ahora yo llené el fundo de tractores y estoy levantándolo de nuevo, tal como lo hice una vez antes, cuando era joven, igual lo estoy haciendo ahora que estoy viejo, pero no acabado, mientras esos infelices que tenían título de propiedad de mi propiedad, la mía, andan muriéndose de hambre, como una cuerda de pelagatos, buscando algún miserable trabajito para subsistir, pobre gente, ellos no tuvieron la culpa, se dejaron engañar por la maldita reforma agraria, en el fondo los he perdonado y me gustaría que volvieran a Las Tres Marías, incluso he puesto avisos en los periódicos para llamarlos, algún día volverán y no me quedará más remedio que tenderles una mano, son como niños, bueno, pero no es de eso que vine a hablarle, Tránsito, no quiero quitarle su tiempo, lo importante es que tengo buena situación y mis negocios van viento en popa, así es que puedo darle lo que me pida, cualquier cosa, con tal que encuentre a mi nieta Alba antes que un demente me siga mandando más dedos cortados o empiece a mandarme orejas y acabe volviéndome loco o matándome de un infarto, discúlpeme que me ponga así, me tiemblan las manos, estoy muy nervioso, no puedo explicar lo que pasó, un paquete por correo y adentro sólo tres dedos humanos, amputados limpiamente, una broma macabra que me trae recuerdos, pero esos recuerdos nada tienen que ver con Alba, mi nieta ni siquiera había nacido entonces, sin duda yo tengo muchos enemigos, todos los políticos tenemos enemigos, no sería raro que hubiera un anormal dispuesto a fregarme enviándome dedos por correo justamente en el momento en que estoy desesperado por la detención de Alba, para ponerme ideas atroces en la cabeza, que si no fuera porque estoy en el límite de mis fuerzas, después de haber agotado todos los recursos, no hubiera venido a molestarla a usted, por favor, Tránsito, en nombre de nuestra vieja amistad, apiádese de mí, soy un pobre viejo destrozado, apiádese y busque a mi nieta Alba antes que me la terminen de mandar en pedacitos por correo, sollocé.

Tránsito Soto ha llegado a tener la posición que tiene, entre otras cosas, porque sabe pagar sus deudas. Supongo que usó el conocimiento del lado más secreto de los hombres que están en el poder, para devolverme los cincuenta pesos que una vez le presté. Dos días después me llamó por teléfono.

— Soy Tránsito Soto, patrón. Cumplí su encargo–dijo.

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