El tiempo de los espíritus Capítulo IV

A una edad en que la mayoría de los niños anda con pañales y a cuatro patas, balbuceando incoherencias y chorreando baba, Blanca parecía una enana razonable, caminaba a tropezones, pero en sus dos piernas, hablaba correctamente y comía sola, debido al sistema de su madre de tratarla como persona mayor. Tenía todos sus dientes y empezaba a abrir los armarios para alborotar su contenido, cuando la familia decidió ir a pasar el verano a Las Tres Marías, que Clara no conocía más que de referencia. En ese período de la vida de Blanca, la curiosidad era más fuerte que el instinto de supervivencia y Férula pasaba apuros corriendo detrás de ella para evitar que se precipitara del segundo piso, se metiera en el horno o se tragara el jabón. La idea de ir al campo con la niña le parecía peligrosa, agobiante e inútil, puesto que Esteban podía arreglarse solo en Las Tres Marías, mientras ellas disfrutaban de tina existencia civilizada en la capital. Pero Clara estaba entusiasmada. El campo le parecía una idea romántica, porque nunca había estado dentro de un establo, como decía Férula. Los preparativos del viaje ocuparon a toda la familia durante más de dos semanas y la casa se atiborró de baúles, canastos y maletas. Alquilaron un vagón especial en el tren para desplazarse con el increíble equipaje y los sirvientes que Férula consideró necesario llevar, además de las jaulas de los pájaros, que Clara no quiso abandonar y las cajas de juguetes de Blanca, llenas de arlequines mecánicos, figuritas de loza, animales de trapo, bailarinas de cuerda y muñecas con pelo de gente y articulaciones humanas, que viajaban con sus propios vestidos, coches y vajillas. Al ver aquella multitud desconcertada y nerviosa y aquel tumulto de bártulos, Esteban se sintió derrotado por primera vez en su vida, especialmente cuando descubrió entre el equipaje un san Antonio de tamaño natural, con ojos estrábicos y sandalias repujadas. Miraba el caos que lo rodeaba, arrepentido de la decisión de viajar con su mujer y su hija, preguntándose cómo era posible que él sólo necesitara de sus dos maletas para ir por el mundo y ellas, en cambio, llevaran ese cargamento de trastos y esa procesión de sirvientes que nada tenían que ver con el propósito del viaje.

En San Lucas tomaron tres coches que los condujeron a Las Tres Marías envueltos en una nube de polvo, como gitanos. En el patio del fundo esperaban para darle la bienvenida todos los inquilinos encabezados por el administrador, Pedro Segundo García. Al ver aquel circo ambulante, quedaron atónitos. Bajo las órdenes de Férula empezaron a descargar los coches y meter las cosas en la casa. Nadie prestó atención a un niño que tenía aproximadamente la misma edad de Blanca, desnudo, moquillento, con la barriga inflada por los parásitos, provisto de hermosos ojos negros con expresión de anciano. Era el hijo del administrador y se llamaba, para diferenciarlo del padre y del abuelo, Pedro Tercero García. En el tumulto de instalarse, conocer la casa, husmear la huerta, saludar a todo el mundo, armar el altar de san Antonio y espantar a las gallinas de las camas y a los ratones de los roperos, Blanca se quitó la ropa y salió corriendo desnuda con Pedro Tercero. Jugaron entre los bultos, se metieron debajo de los muebles, se mojaron con besos babosos, masticaron el mismo pan, sorbieron los mismos mocos, y se embetunaron con la misma caca, hasta que, por último, se durmieron abrazados bajo la mesa del comedor. Allí los encontró Clara a las

diez de la noche. Los habían buscado durante horas con antorchas, los inquilinos en cuadrillas habían recorrido la orilla del río, los graneros, los potreros y los establos, Férula había clamado de rodillas a san Antonio, Esteban estaba agotado de llamarlos y la misma Clara había invocado inútilmente sus dotes de vidente. Cuando los encontraron, el niño estaba de espaldas en el suelo y Blanca se acurrucaba con la cabeza apoyada en el vientre panzudo de su nuevo amigo. En esa misma posición serían sorprendidos muchos años después, para desdicha de los dos, y no les alcanzaría la vida para pagarlo.

Desde el primer día, Clara comprendió que había un lugar para ella en Las Tres Marías y, tal como apuntó en sus cuadernos de anotar la vida, sintió que por fin había encontrado su misión en este mundo. No le impresionaron las casas de ladrillos, la escuela y la abundancia de comida, porque su capacidad para ver lo invisible detectó inmediatamente el recelo, el miedo y el rencor de los trabajadores y el imperceptible rumor que se acallaba cuando volvía la cara, que le permitieron adivinar algunas cosas sobre el carácter y el pasado de su marido. El patrón había cambiado, sin embargo. Todos pudieron apreciar que dejó de ir al Farolito Rojo, se acabaron sus tardes de parranda, de peleas de gallos, de apuestas, sus violentas rabietas y, sobre todo, el mal hábito de tumbar muchachas en los trigales. Se lo atribuyeron a Clara. Por su parte, ella también cambió. Abandonó de la noche a la mañana su languidez, dejó de encontrarlo todo muy bonito y pareció curada del vicio de hablar con los seres invisibles y mover los muebles con recursos sobrenaturales. Se levantaba al amanecer con su marido, compartían el desayuno vestidos, él se iba a vigilar los trabajos y afanes del campo, mientras Férula se hacía cargo de la casa, de los sirvientes de la capital, que no se acostumbraban a las incomodidades y las moscas del campo, y de Blanca. Clara repartía su tiempo entre el taller de costura, la pulpería y la escuela, donde hizo su cuartel general para aplicar remedios contra la sarna y parafina contra los piojos, desentrañar los misterios del silabario, enseñar a los niños a cantar rengo una vaca lechera, no es una vaca cualquiera, a las mujeres a hervir la leche, curar la diarrea y blanquear la ropa. Al atardecer, antes que regresaran los hombres del campo, Férula reunía a las campesinas y a los niños para rezar el rosario. Acudían por simpatía, más que por fe, y daban a la solterona la oportunidad de recordar los buenos tiempos de sus conventillos. Clara esperaba que su cuñada terminara las místicas letanías de padrenuestros y avemarías y aprovechaba la reunión para repetir las consignas que había oído a su madre cuando se encadenaba en las rejas del Congreso en su presencia. Las mujeres la escuchaban risueñas y avergonzadas, por la misma razón por la cual rezaban con Férula: para no disgustar a la patrona. Pero aquellas frases inflamadas les parecían cuentos de locos. «Nunca se ha visto que un hombre no pueda golpear a su propia mujer, si no le pega es que no la quiere o que no es bien hombre; dónde se ha visto que lo que gana un hombre o lo que produce la tierra o ponen las gallinas, sea de los dos, si el que manda es él; dónde se ha visto que una mujer pueda hacer las mismas cosas que un hombre, si ella nació con marraqueta y sin cojones, pues doña Clarita», alegaban. Clara desesperaba. Ellas se codeaban y sonreían tímidas, con sus bocas desdentadas y sus ojos llenos de arrugas, curtidas por el sol y la mala vida, sabiendo de antemano que si tenían la peregrina idea de poner en práctica los consejos de la patrona, sus maridos les daban una zurra. Y merecida, por cierto, como la misma Férula sostenía. Al poco tiempo Esteban se enteró de la segunda parte de las reuniones para rezar y montó en cólera. Era la primera vez que se enojaba con Clara y la primera que ella lo veía en uno de sus famosos ataques de rabia. Esteban gritaba como un enajenado, paseándose por la sala a grandes trancos y dando puñetazos a los muebles, argumentando que si Clara pensaba seguir los pasos de su madre, se iba a encontrar con un macho bien plantado que le bajaría los

calzones y le daría una azotaina para que se le quitaran las malditas ganas de andar arengando a la gente, que le prohibía terminantemente las reuniones para rezar o para cualquier otro fin y que él no era ningún pelele a quien su mujer pudiera poner en ridículo. Clara lo dejó chillar y darle golpes a los muebles hasta que se cansó y después, distraída como siempre estaba, le preguntó si sabía mover las orejas.

Las vacaciones se alargaron y las reuniones en la escuela continuaron. Terminó el verano y el otoño cubrió de fuego y oro el campo, cambiando el paisaje. Comenzaron los primeros días fríos, las lluvias y el barro, sin que Clara diera señales de querer regresar a la capital, a pesar de la presión sostenida de Férula, que detestaba el campo. En el verano se había quejado de las tardes acaloradas espantando moscas, del tierra] del patio, que empolvaba la casa como si vivieran en el pozo de una mina, del agua sucia de la bañera, donde las sales perfumadas se convertían en una sopa de chinos, las cucarachas voladoras que se metían entre las sábanas, los caminos de ratones y de hormigas, las arañas que amanecían pataleando en el vaso de agua sobre la mesita de noche, las gallinas insolentes que ponían huevos en los zapatos y se cagaban en la ropa blanca del armario. Cuando cambió el clima, tuvo nuevas calamidades que lamentar, el lodazal del patio, los días más cortos, a las cinco estaba oscuro y no había nada más que hacer, aparte de enfrentar la larga noche solitaria, el viento y el resfrío, que ella combatía con cataplasmas de eucalipto, sin poder evitar que se contagiaran unos a otros en una cadena sin fin. Estaba harta de luchar contra los elementos sin más distracción que ver crecer a Blanca, que parecía un antropófago, como decía jugando con ese chiquillo sucio, Pedro Tercero, que era el colmo que la niña no tuviera alguien de su clase con quien mezclarse, estaba adquiriendo malos modales, andaba con las mejillas chapatozas y costrones secos en las rodillas, «miren como habla, parece un indio, estoy cansada de quitarle piojos de la cabeza y ponerle azul de metileno en la sarna». A pesar de sus murmuraciones, conservaba su rígida dignidad, su moño inalterable, su blusa almidonada y el manojo de llaves colgando de la cintura, nunca sudaba, no se rascaba y mantenía siempre su tenue aroma de lavanda y limón. Nadie pensaba que algo pudiera alterar su autocontrol, hasta un día en que sintió picor en la espalda. Era un picazón tan fuerte, que no pudo evitar rascarse con disimulo pero nada podía aliviarla. Por último fue al baño y se quitó el corsé, que aun en los días de mayor trabajo, llevaba puesto. Al soltar las tiras cayó al suelo un ratón aturdido que había estado allí toda la mañana procurando inútilmente reptar hacia la salida, entre las barbas duras de la faja y la carne oprimida de su dueña. Férula tuvo la primera crisis de nervios de su vida. A sus gritos acudieron todos y la encontraron metida dentro de la bañera, lívida de terror y todavía medio desnuda, dando alaridos de maníaca y señalando con un dedo trémulo al pequeño roedor, que se ponía trabajosamente en pie y procuraba avanzar hacia un lugar seguro. Esteban dijo que era la menopausia y que no había que hacerle caso. Tampoco le hicieron caso cuando tuvo el segundo ataque. Era el cumpleaños de Esteban. Amaneció un domingo asoleado y había mucha agitación en la casa, porque por primera vez iban a dar una fiesta en Las Tres Marías, desde los días olvidados en que doña Ester era una muchachita. Invitaron a varios parientes y amigos, que hicieron el viaje en tren desde la capital, y a todos los terratenientes de la zona, sin olvidar a los notables del pueblo. Con una semana de anticipación prepararon el banquete: media res asada en el patio, pastel de riñones, cazuela de gallina, guisos de maíz, torta de manjar blanco y lúcumas y los mejores vinos de la cosecha. A mediodía comenzaron a llegar los invitados en coche o a caballo y la gran casa de adobe se llenó de conversaciones y risas. Férula se distrajo un momento para correr al baño, uno de esos inmensos baños de la casa donde el excusado quedaba al medio de la pieza, rodeado de un desierto de cerámicas blancas. Estaba instalada en aquel asiento solitario como un trono, cuando se abrió la

puerta y entró uno de los invitados, nada menos que el alcalde del pueblo, desabrochándose la bragueta y algo achispado con el aperitivo. Al ver a la señorita se quedó paralizado de confusión y sorpresa y cuando pudo reaccionar, lo único que se le ocurrió fue avanzar con una sonrisa torcida, cruzar toda la habitación, extender la mano y saludarla con una venia.

— Zorobabel Blanco Jamasmié, a sus gratas órdenes–se presentó.

«¡ Por Dios! Nadie puede vivir entre gentes tan rústicas. Si quieren se quedan ustedes en este purgatorio de incivilizados, lo que es yo, me vuelvo a la ciudad, quiero vivir como cristiana, como he vivido siempre», exclamó Férula cuando pudo hablar del asunto sin ponerse a llorar. Pero no se fue. No quería separarse de Clara, había llegado a adorar hasta el aire que ella exhalaba y aunque ya no tenía ocasión de bañarla y dormir con ella, procuraba demostrarle su ternura con mil pequeños detalles a los cuales dedicaba su existencia. Aquella mujer severa y tan poco complaciente consigo misma y con los demás, podía ser dulce y risueña con Clara y a veces, por extensión, también con Blanca. Sólo con ella se permitía el lujo de ceder ante su desbordante deseo de servir y de ser amada, con ella podía manifestar, aunque fuera solapadamente, los más secretos y delicados anhelos de su alma. A lo largo de tantos años de soledad y tristeza había ido decantando las emociones y limpiando los sentimientos, hasta reducirlos a unas pocas terribles y magníficas pasiones, que la ocupaban por completo. No tenía capacidad para las pequeñas turbaciones, para los rencores mezquinos, las envidias disimuladas, las obras de caridad, los cariños desteñidos, la cortesía amable o las consideraciones cotidianas. Era uno de esos seres nacidos para la grandeza de un solo amor, para el odio exagerado, para la venganza apocalíptica y para el heroísmo más sublime, pero no pudo realizar su destino a la medida de su romántica vocación, y éste transcurrió chato y gris, entre las paredes de un cuarto de enferma, en míseros conventillos, en tortuosas confesiones, donde esa mujer grande, opulenta, de sangre ardiente, hecha para la maternidad, para la abundancia, la acción y el ardor, se fue consumiendo. En esa época tenía alrededor de cuarenta y cinco años, su espléndida raza y sus lejanos antepasados moriscos, la mantenían tersa, con el pelo todavía negro y sedoso, con un solo mechón blanco en la frente, el cuerpo fuerte y delgado y el andar resuelto de la gente sana, sin embargo, el desierto de su vida le daba un aspecto mucho mayor. Tengo un retrato de Férula tomado en esos años, durante un cumpleaños de Blanca. Es una vieja fotografía color sepia, desteñida por el tiempo, donde, sin embargo, aún se la puede ver con claridad. Era una regia matrona, pero tenía un rictus amargo en el rostro que delataba su tragedia interior. Probablemente esos años junto a Clara fueron los únicos felices para ella, porque sólo con Clara pudo intimar. Ella fue la depositaria de sus más sutiles emociones y a ella pudo dedicar su enorme capacidad de sacrificio y veneración. Una vez se atrevió a decírselo y Clara escribió en su cuaderno de anotar la vida, que Férula la amaba mucho más de lo que ella merecía o podía retribuir. Por ese amor desmesurado, Férula no quiso irse de Las Tres Marías ni siquiera cuando cayó la plaga de las hormigas, que empezó con un ronroneo en los potreros, una sombra oscura que se deslizaba con rapidez comiéndose todo, las mazorcas, los trigales, la alfalfa y la maravilla. Las rociaban con gasolina y les prendían fuego, pero reaparecían con nuevos bríos. Pintaban con cal viva los troncos de los árboles, pero ellas subían sin detenerse y no respetaban peras, manzanas ni naranjas, se metían en la huerta y acababan con los melones, entraban en la lechería y la leche amanecía agria y llena de minúsculos cadáveres, se introducían en los gallineros y se devoraban a los pollos vivos, dejando un desperdicio de plumas y unos huesitos de lástima. Hacían caminos dentro de la casa, entraban por las cañerías, se apoderaban de la despensa, todo lo que se cocinaba había que comérselo al instante, porque si quedaba unos minutos sobre la

mesa, llegaban en procesión y se lo zampaban. Pedro Segundo García las combatió con agua y fuego y enterró esponjas empapadas en miel de abejas, para que se juntaran atraídas por el dulce y poderlas matar a mansalva, pero todo fue inútil. Esteban Trueba se fue al pueblo y regresó cargado con pesticidas de todas las marcas conocidas, en polvo, en líquido y en píldoras y echó tanto por todos lados, que no se podían comer las verduras porque daban retorcijones de barriga. Pero las hormigas siguieron apareciendo y multiplicándose, cada día más insolentes y decididas. Esteban se fue otra vez al pueblo y puso un telegrama a la capital. Tres días después desembarcó en la estación míster Brown, un gringo enano, provisto de una maleta misteriosa, que Esteban presentó como técnico agrícola experto en insecticidas. Después de refrescarse con una jarra de vino con frutas, desplegó su maleta sobre la mesa. Extrajo un arsenal de instrumentos nunca vistos y procedió a coger una hormiga y observarla detenidamente con un microscopio.

— ¿Qué le mira tanto, míster, si son todas iguales? — dijo Pedro Segundo García.

El gringo no le contestó. Cuando acabó de identificar la raza, el estilo de vida, la ubicación de sus madrigueras, sus hábitos y hasta sus más secretas intenciones, había pasado una semana y las hormigas se estaban metiendo en las camas de los niños, se habían comido las reservas de alimento para el invierno y comenzaban a atacar a los caballos y a las vacas. Entonces míster Brown explicó que había que fumigarlas con un producto de su invención que volvía estériles a los machos, con lo cual dejaban de multiplicarse y luego debían rociarlas con otro veneno, también de su invención, que provocaba una enfermedad mortal en las hembras, y eso, aseguró, acabaría con el problema.

— ¿En cuánto tiempo? — preguntó Esteban Trueba que de la impaciencia estaba pasando a la furia.

— Un mes–dijo míster Brown.

— Para entonces ya se habrán comido hasta los humanos, míster

— dijo Pedro Segundo García-. Si me lo permite, patrón, voy a llamar a mi padre. Hace tres semanas que me está diciendo que él conoce un remedio para la plaga. Yo creo que son cosas de viejo, pero no perdemos nada con probar.

Llamaron al viejo Pedro García, que llegó arrastrando sus pies, tan oscuro, empequeñecido y desdentado, que Esteban se sobresaltó al comprobar el paso del tiempo. El viejo escuchó con el sombrero en la mano, mirando el suelo y masticando el aire con sus encías desnudas. Después pidió un pañuelo blanco, que Férula le trajo del armario de Esteban, y salió de la casa, cruzó el patio y se fue derecho al huerto, seguido por todos los habitantes de la casa y por el enano extranjero, que sonreía con desprecio, ¡estos bárbaros, oh God! El anciano se encuclilló con dificultad y comenzó a juntar hormigas. Cuando tuvo un puñado, las puso dentro del pañuelo, anudó las cuatro puntas y metió el atadito en su sombrero.

— Les voy a mostrar el camino, para que se vayan, hormigas, y para que se lleven a las demás–dijo.

El viejo se subió en un caballo y se fue al paso murmurando consejos y recomendaciones para las hormigas, oraciones de sabiduría y fórmulas de encantamiento. Lo vieron alejarse rumbo al límite de la propiedad. El gringo se sentó en el suelo a reírse como un enajenado, hasta que Pedro Segundo García lo sacudió.

— Vaya a reírse de su abuela, míster, mire que el viejo es mi padre–le advirtió.

Al atardecer regresó Pedro García. Desmontó lentamente, dijo al patrón que había puesto a las hormigas en la carretera y se fue a su casa. Estaba cansado. A la mañana

siguiente vieron que no había hormigas en la cocina, tampoco en la despensa, buscaron en el granero, en el establo, en los gallineros, salieron a los potreros, fueron hasta el río, revisaron todo y no encontraron una sola, ni para muestra. El técnico se puso frenético.

— ¡Tener que decirme cómo hacer eso! — clamaba.

— Hablándoles, pues, míster. Dígales que se vayan, que aquí están molestando y ellas entienden–explicó Pedro García, el viejo.

Clara fue la única que consideró natural el procedimiento. Férula se aferró a eso para decir que se encontraban en un hoyo, en una región inhumana, donde no funcionaban las leyes de Dios ni el progreso de la ciencia, que cualquier día iban a empezar a volar en escobas, pero Esteban Trueba la hizo callar: no quería que le metieran nuevas ideas en la cabeza a su mujer. En los últimos días Clara había vuelto a sus quehaceres lunáticos, a hablar con los aparecidos y a pasar horas escribiendo en los cuadernos de anotar la vida. Cuando perdió interés por la escuela, el taller de costura o los mítines feministas y volvió a opinar que todo era muy bonito, comprendieron que otra vez estaba encinta.

— ¡Por culpa tuya! — gritó Férula a su hermano.

— Eso espero–contestó él.

Pronto fue evidente que Clara no estaba en condiciones de pasar el embarazo en el campo y parir en el pueblo, así es que organizaron el regreso a la capital. Eso consoló un poco a Férula, que sentía la preñez de Clara como una afrenta personal. Ella viajó antes con la mayor parte del equipaje y los sirvientes, para abrir la gran casa de la esquina y preparar la llegada de Clara. Esteban acompañó días después a su mujer y a su hija de vuelta a la ciudad y nuevamente dejó a Las Tres Marías en manos de Pedro Segundo García, que se había convertido en el administrador, aunque no por ello ganaba más privilegio, sólo más trabajo.

El viaje de Las Tres Marías a la capital terminó de agotar las fuerzas de Clara. Yo la veía cada vez más pálida, asmática, ojerosa. Con el bamboleo de los caballos y después con el del tren, el polvo del camino y su natural tendencia al mareo, iba perdiendo las energías a ojos vistas y yo no podía hacer mucho por ayudarla, porque cuando estaba mal prefería que no le hablaran. Al bajarnos en la estación tuve que sostenerla, porque le flaqueaban las piernas.

— Creo que me voy a elevar–dijo.

— ¡Aquí no! — le grité espantado ante la idea de que saliera volando por encima de las cabezas de los pasajeros en el andén.

Pero ella no se refería concretamente a la levitación, sino a subir a un nivel que le permitiera desprenderse de la incomodidad, del peso de su embarazo y de la profunda fatiga que se le estaba metiendo en los huesos. Entró en otro de sus largos períodos de silencio, creo que le duró varios meses, durante los cuales se servía de la pizarrita, como en los tiempos de la mudez. En esa ocasión no me alarmé, porque supuse que recuperaría la normalidad como había ocurrido después del nacimiento de Blanca y, por otra parte, había llegado a comprender que el silencio era el último inviolable refugio de mi mujer, y no una enfermedad mental, como sostenía el doctor Cuevas. Férula la cuidaba de la misma forma obsesiva como antes cuidaba a nuestra madre, la trataba como si fuera una inválida, no quería dejarla nunca sola y había descuidado a Blanca, que lloraba todo el día porque quería regresar a Las Tres Marías. Clara deambulaba como una sombra gorda y callada por la casa, con un desinterés budista

por todo lo que la rodeaba. A mí ni siquiera me miraba, pasaba por mi lado como si yo fuera un mueble y cuando le dirigía la palabra se quedaba en la luna, como si no me oyera o no me conociera. No habíamos vuelto a dormir juntos. Los días ociosos en la ciudad y la atmósfera irracional que se respiraba en la casa me ponían los nervios de punta. Procuraba mantenerme ocupado, pero no era suficiente: estaba siempre de mal humor. Salía todos los días a vigilar mis negocios. En esa época empecé a especular en la Bolsa de Comercio y pasaba horas estudiando los altibajos de los valores internacionales, me dediqué a invertir plata, a armar sociedades, a las importaciones. Pasaba muchas horas en el Club. También comencé a interesarme en la política y hasta entré en un gimnasio, donde un gigantesco entrenador me obligaba a ejercitar unos músculos que no sospechaba que tenía en el cuerpo. Me habían recomendado que me diera masajes, pero nunca me gustó eso: detesto que me toquen manos mercenarias. Pero nada de todo aquello podía llenarme el día, estaba incómodo y aburrido, quería volver al campo, pero no me atrevía a dejar la casa, donde a todas luces se necesitaba la presencia de un hombre razonable entre esas mujeres histéricas. Además, Clara estaba engordando demasiado. Tenía una barriga descomunal que apenas podía sostener en su frágil esqueleto. Le daba pudor que la viera desnuda, pero era mi mujer y yo no iba a permitir que me tuviera vergüenza. La ayudaba a bañarse, a vestirse, cuando Férula no se me adelantaba, y sentía una pena infinita por ella, tan pequeña y delgada, con esa monstruosa panza, acercándose peligrosamente al momento del parto. Muchas veces me desvelé pensando que se podía morir al dar a luz y me encerraba con el doctor Cuevas a discutir la mejor forma de ayudarla. Habíamos acordado que si las cosas no se presentaban bien, era mejor hacerle otra cesárea, pero yo no quería que la llevaran a una clínica y él se negaba a practicarle otra operación como la primera en el comedor de la casa. Decía que no había comodidades, pero en esos tiempos las clínicas eran un foco de infecciones y allí eran más los que morían que los que salvaban.

Un día, faltando poco para la fecha del parto, Clara descendió sin previo aviso de su refugio brahamánico y volvió a hablar. Quiso una taza de chocolate y me pidió que la llevara a pasear. El corazón medio un vuelco. Toda la casa se llenó de alegría, abrimos champán, hice poner flores frescas en todos los jarrones, le encargué camelias, sus flores preferidas y tapicé con ellas su cuarto, hasta que le empezó a dar asma y tuvimos que sacarlas rápidamente. Corrí a comprarle un broche de diamantes a la calle de los joyeros judíos. Clara me lo agradeció efusivamente, lo encontró muy bonito, pero nunca se lo vi puesto. Supongo que habrá ido a parar a algún lugar impensado donde lo puso y luego lo olvidó, como casi todas las alhajas que le compré a lo largo de nuestra vida en común. Llamé al doctor Cuevas, quien se presentó con el pretexto de tomar el té, pero en realidad venía a examinar a Clara. Se la llevó a su habitación y después nos dijo a Férula y a mí que si bien parecía curada de su crisis mental, había que prepararse para un alumbramiento difícil, porque el niño era muy grande. En ese momento entró Clara al salón y debe de haber oído la última frase.

— Todo saldrá bien, no se preocupen–dijo.

— Espero que esta vez sea hombre, para que lleve mi nombre–bromeé.

— No es uno, son dos–replicó Clara-. Los mellizos se llamarán Jaime y Nicolás respectivamente–agregó.

Eso fue demasiado para mí. Supongo que estallé por la presión acumulada en los últimos meses. Me puse furioso, alegué que ésos eran nombres de comerciantes extranjeros, que nadie se llamaba así en mi familia ni en la suya, que por lo menos uno debía llamarse Esteban como yo y como mi padre, pero Clara explicó que los nombres repetidos crean confusión en los cuadernos de anotar la vida y se mantuvo

inflexible en su decisión. Para asustarla rompí de un manotazo un jarrón de porcelana que, me parece, era el último vestigio de los tiempos esplendorosos de mi bisabuelo, pero ella no se conmovió y el doctor Cuevas sonrió detrás de su taza de té, lo cual me indignó más. Salí dando un portazo y me fui al Club.

Esa noche me emborraché. En parte porque lo necesitaba y en parte por venganza, me fui al burdel más conocido de la ciudad, que tenía un nombre histórico. Quiero aclarar que no soy hombre de prostitutas y que sólo en los períodos en que me ha tocado vivir solo por un tiempo largo, he recurrido a ellas. No sé lo que me pasó ese día, estaba picado con Clara, andaba enojado, me sobraban energías, me tenté. En esos años el negocio del Cristóbal Colón era floreciente, pero no había adquirido aún el prestigio internacional que llegó a tener cuando aparecía en las cartas de navegación de las compañías inglesas y en las guías turísticas, y lo filmaron para la televisión. Entré a un salón de muebles franceses, de ésos con patas torcidas, donde me recibió una matrona nacional que imitaba a la perfección el acento de París, y que comenzó por darme a conocer la lista de los precios y enseguida procedió a preguntarme si yo tenía a alguien especial en mente. Le dije que mi experiencia se limitaba al Farolito Rojo y a algunos miserables lupanares de mineros en el Norte, de modo que cualquier mujer joven y limpia me vendría bien.

— Usted me cae simpático, mesiú–dijo ella-. Le voy a traer lo mejor de la casa.

A su llamado acudió una mujer enfundada en un vestido de raso negro demasiado estrecho, que apenas podía contener la exuberancia de su feminidad. Llevaba el pelo ladeado sobre una oreja, un peinado que nunca me ha gustado, y a su paso se desprendía un terrible perfume almizclado que quedaba flotando en el aire, tan persistente como un gemido.

— Me alegro de verlo, patrón–saludó y entonces la reconocí, porque la voz era lo único que no le había cambiado a Tránsito Soto.

Me llevó de la mano a un cuarto cerrado como una tumba, con las ventanas cubiertas de cortinajes oscuros, donde no había penetrado un rayo de luz natural desde tiempos ignotos, pero que, de todos modos parecía un palacio comparado con las sórdidas instalaciones del Farolito Rojo. Allí quité personalmente el vestido de raso negro a Tránsito, desarmé su horrendo peinado y pude ver que en esos años había crecido, engordado y embellecido.

Veo que has progresado mucho–le dije.

— Gracias a sus cincuenta pesos, patrón. Me sirvieron para comenzar–me respondió-. Ahora puedo devolvérselos reajustados, porque con la inflación ya no valen lo que antes.

— ¡Prefiero que me debas un favor, Tránsito! — me reí.

Terminé de quitarle las enaguas y comprobé que no quedaba casi nada de la muchacha delgada, con los codos y las rodillas salientes, que trabajaba en el Farolito Rojo, excepto su incansable disposición para la sensualidad y su voz de pájaro ronco. Tenía el cuerpo depilado y su piel había sido frotada con limón y miel de hamamelis, como me explicó hasta dejarla suave y blanca como la de una criatura. Tenía las uñas teñidas de rojo y una serpiente tatuada alrededor del ombligo, que podía mover en círculos mientras mantenía en perfecta inmovilidad el resto de su cuerpo. Simultáneamente con demostrarme su habilidad para ondular la serpiente, me contó su vida.

— Si me hubiera quedado en el Farolito Rojo ¿qué habría sido de mí, patrón? Ya no tendría dientes, sería una vieja. En esta profesión una se desgasta mucho, hay que

cuidarse. ¡Y eso que yo no ando por la calle! Nunca me ha gustado eso, es muy

peligroso. En la calle hay que tener un cafiche, porque si no se arriesga mucho. Nadie la respeta a una. Pero ¿por qué darle a un hombre lo que cuesta tanto ganar?

En ese sentido las mujeres son muy brutas. Son hijas del rigor. Necesitan a un hombre para sentirse seguras y no se dan cuenta que lo único que hay que temer es a los mismos hombres. No saben administrarse, necesitan sacrificarse por alguien. Las putas son las peores, patrón, créamelo. Dejan la vida trabajando para un cafiche, se alegran cuando él les pega, se sienten orgullosas de verlo bien vestido, con dientes de oro, con anillos y cuando las deja y se va con otra más joven, se lo perdonan porque «es hombre». No, patrón, yo no soy así. A mí nadie me ha mantenido, por eso ni loca me pondría a mantener a otro. Trabajo para mí, lo que gano me lo gasto como quiero. Me ha costado mucho, no crea que ha sido fácil, porque a las dueñas de prostíbulo no les gusta tratar con mujeres, prefieren entenderse con los cafiches. No la ayudan a una. No tienen consideración.

— Pero parece que aquí te aprecian, Tránsito. Me dijeron que eras lo mejor de la casa.

— Lo soy. Pero este negocio se iría al suelo si no fuera por mí, que trabajo como un burro–dijo ella-. Las demás ya están como estropajos, patrón. Aquí vienen puros viejos, ya no es lo que era antes. Hay que modernizar esta cuestión, para atraer a los empleados públicos, que no tienen nada que hacer a mediodía, a la juventud, a los estudiantes. Hay que ampliar las instalaciones, darle más alegría al local y limpiar. ¡Limpiar a fondo! Así la clientela tendría confianza y no estaría pensando que puede agarrarse una venérea ¿verdad? Esto es una cochinada. No limpian nunca. Mire, levante la almohada y seguro le salta una chinche. Se lo he dicho a la madame, pero no me hace caso. No tiene ojo para el negocio.

— ¿Y tú lo tienes?

— ¡ Claro pues, patrón! A mí se me ocurren un millón de cosas para mejorar al Cristóbal Colón. Yo le pongo entusiasmo a esta profesión. No soy como esas que andan puro quejándose y echándole la culpa a la mala suerte cuando les va mal. ¿No ve donde he llegado? Ya soy la mejor. Si me empeño, puedo tener la mejor casa del país, se lo juro.

Me estaba divirtiendo mucho. Sabía apreciarla, porque de tanto ver la ambición en el espejo cuando me afeitaba en las mañanas, había terminado por aprender a reconocerla cuando la veía en los demás.

— Me parece una excelente idea, Tránsito. ¿Por qué no montas tu propio negocio? Yo te pongo el capital–le ofrecí fascinado con la idea de ampliar mis intereses comerciales en esa dirección, ¡cómo estaría de borracho!

— No, gracias, patrón–respondió Tránsito acariciando su serpiente con una uña pintada de laca china-. No me conviene salir de un capitalista para caer en otro. Lo que hay que hacer es una cooperativa y mandar a la madame al carajo. ¿No ha oído hablar de eso? Váyase con cuidado, mire que si sus inquilinos le forman una cooperativa en el campo, usted se jodió. Lo que yo quiero es una cooperativa de putas. Pueden ser putas y maricones, para darle más amplitud al negocio. Nosotros ponemos todo, el capital y el trabajo. ¿Para qué queremos un patrón?

Hicimos el amor en la forma violenta y feroz que yo casi había olvidado de tanto navegar en el velero de aguas mansas de la seda azul. En aquel desorden de almohadas y sábanas, apretados en el nudo vivo del deseo, atornillándonos hasta desfallecer, volví a sentirme de veinte años, contento de tener en los brazos a esa hembra brava y prieta que no se deshacía en hilachas cuando la montaban, una yegua fuerte a quien cabalgar sin contemplaciones, sin que a uno las manos le queden muy pesadas, la voz muy dura, los pies muy grandes o la barba muy áspera, alguien como

uno, que resiste un sartal de palabrotas al oído y no necesitaba ser acunado con ternuras ni engañado con galanteos. Después, adormecido y feliz, descansé un rato a su lado, admirando la curva sólida de su cadera y el temblor de su serpiente.

— Nos volveremos a ver, Tránsito–dije al darle la propina.

— Eso mismo le dije yo antes, patrón tse acuerda? — me contestó con un último vaivén de su serpiente.

En realidad, no tenía intención de volver a verla. Más bien prefería olvidarla.

No habría mencionado este episodio si Tránsito Soto no hubiera jugado un papel tan importante para mí mucho tiempo después, porque, como ya dije, no soy hombre de prostitutas. Pero esta historia no habría podido escribirse si ella no hubiera intervenido para salvarnos y salvar, de paso, nuestros recuerdos.

Pocos días después, cuando el doctor Cuevas estaba preparándoles el ánimo para volver a abrir la barriga a Clara, murieron Severo y Nívea del Valle, dejando varios hijos y cuarenta y siete nietos vivos. Clara se enteró antes que los demás a través de un sueño, pero no se lo dijo más que a Férula, quien procuró tranquilizarla explicándole que el embarazo produce un estado de sobresalto en el que los malos sueños son frecuentes. Duplicó sus cuidados, la friccionaba con aceite de almendras dulces para evitar las estrías en la piel del vientre, le ponía miel de abejas en los pezones para que no se le agrietaran, le daba de comer cáscara molida de huevo para que tuviera buena leche y no se le picaran los dientes y le rezaba oraciones de Belén para el buen parto. Dos días después del sueño, llegó Esteban Trueba más temprano que de costumbre a la casa, pálido y descompuesto, agarró a su hermana Férula de un brazo y se encerró con ella en la biblioteca.

— Mis suegros se mataron en un accidente–le dijo brevemente-. No quiero que Clara se entere hasta después del parto. Hay que hacer un muro de censura a su alrededor, ni periódicos, ni radio, ni visitas, ¡ nada! Vigila a los sirvientes para que nadie se lo diga.

Pero sus buenas intenciones se estrellaron contra la fuerza de las premoniciones de Clara. Esa noche volvió a soñar que sus padres caminaban por un campo de cebollas y que Nívea iba sin cabeza, de modo que así supo todo lo ocurrido sin necesidad de leerlo en el periódico ni de escucharlo por la radio. Despertó muy excitada y pidió a Férula que la ayudara a vestirse, porque debía salir en busca de la cabeza de su madre. Férula corrió donde Esteban y éste llamó al doctor Cuevas, quien, aun a riesgo de dañar a los mellizos, le dio una pócima para locos destinada a hacerla dormir dos días, pero que no tuvo ni el menor efecto en ella.

Los esposos Del Valle murieron tal como Clara lo soñó y tal como, en broma, Nívea había anunciado a menudo que morirían.

— Cualquier día nos vamos a matar en esta máquina infernal–decía Nívea señalando al viejo automóvil de su marido.

Severo del Valle tuvo desde joven debilidad por los inventos modernos. El automóvil no fue una excepción. En los tiempos en que todo el mundo se movilizaba a pie, en coche de caballos o en velocípedos, él compró el primer automóvil que llegó al país y que estaba expuesto como una curiosidad en una vitrina del centro. Era un prodigio mecánico que se desplazaba a la velocidad suicida de quince y hasta veinte kilómetros por hora, en medio del asombro de los peatones y las maldiciones de quienes a su paso quedaban salpicados de barro o cubiertos de polvo. Al principio fue combatido como un peligro público. Eminentes científicos explicaron por la prensa que el

organismo humano no estaba hecho para resistir un desplazamiento a veinte kilómetros por hora y que el nuevo ingrediente que llamaban gasolina podía inflamarse y producir una reacción en cadena que acabaría con la ciudad. Hasta la Iglesia se metió en el asunto. El padre Restrepo, que tenía a la familia Del Valle en la mira desde el enojoso asunto de Clara en la misa del Jueves Santo, se constituyó en guardián de las buenas costumbres e hizo oír su voz de Galicia contra los «amicis rerum novarum», amigos de las cosas nuevas, como esos aparatos satánicos que comparó con el carro de fuego en que el profeta Elías desapareció en dirección al cielo. Pero Severo ignoró el escándalo y al poco tiempo otros caballeros siguieron su ejemplo, hasta que el espectáculo de los automóviles dejó de ser una novedad. Lo usó por más de diez años, negándose a cambiar el modelo cuando la ciudad se llenó de carros modernos que eran más eficientes y seguros, por la misma razón que su esposa no quiso eliminar a los caballos de tiro hasta que murieron tranquilamente de vejez. El Sunbeam tenía cortinas de encaje y dos floreros de cristal en los costados, donde Nívea mantenía flores frescas, era todo forrado en madera pulida y en cuero ruso y sus piezas de bronce eran brillantes como el oro. A pesar de su origen británico, fue bautizado con un nombre indígena, Covadonga. Era perfecto, en verdad, excepto porque nunca le funcionaron bien los frenos. Severo se enorgullecía de sus habilidades mecánicas. Lo desarmó varias veces intentando arreglarlo y otras tantas se lo confió al Gran Cornudo, un mecánico italiano que era el mejor del país. Le debía su apodo a una tragedia que había ensombrecido su vida. Decían que su mujer, hastiada de ponerle cuernos sin que él se diera por aludido, lo abandonó una noche tormentosa, pero antes de marcharse ató unos cuernos de carnero que consiguió en la carnicería, en las puntas de la reja del taller mecánico. Al día siguiente, cuando el italiano llegó a su trabajo, encontró un corrillo de niños y vecinos burlándose de él. Aquel drama, sin embargo, no mermó en nada su prestigio profesional, pero él tampoco pudo componer los frenos del Covadonga. Severo optó por llevar una piedra grande en el automóvil y cuando estacionaba en pendiente, un pasajero apretaba el freno de pie y el otro descendía rápidamente y ponía la piedra por delante de las ruedas. El sistema en general daba buen resultado, pero ese domingo fatal, señalado por el destino como el último de sus vidas, no fue así. Los esposos Del Valle salieron a pasear a las afueras de la ciudad como hacían siempre que había un día asoleado. De pronto los frenos dejaron de funcionar por completo y antes que Nívea alcanzara a saltar del coche para colocar la piedra, o Severo a maniobrar, el automóvil se fue rodando cerro abajo. Severo trató de desviarlo o de detenerlo, pero el diablo se había apoderado de la máquina que voló descontrolada hasta estrellarse contra una carretela cargada de fierro de construcción. Una de las láminas entró por el parabrisas y decapitó a Nívea limpiamente. Su cabeza salió disparada y a pesar de la búsqueda de la policía, los guardabosques y los vecinos voluntarios que salieron a rastrearla con perros, fue imposible dar con ella en dos días. Al tercero los cuerpos comenzaban a heder y tuvieron que enterrarlos incompletos en un funeral magnífico al cual asistió la tribu Del Valle y un número increíble de amigos y conocidos, además de las delegaciones de mujeres que fueron a despedir los restos mortales de Nívea, considerada para entonces la primera feminista del país y de quien sus enemigos ideológicos dijeron que si había perdido la cabeza en vida, no había razón para que la conservara en la muerte. Clara, recluida en su casa, rodeada de sirvientes que la cuidaban, con Férula como guardián y dopada por el doctor Cuevas, no asistió al sepelio. No hizo ningún comentario que indicara que sabía el espeluznante asunto de la cabeza perdida, por consideración a todos los que habían intentado ahorrarle ese último dolor, sin embargo, cuando terminaron los funerales y la vida pareció retornar a la normalidad, Clara convenció a Férula de que la acompañara a buscarla y fue inútil que su cuñada le diera más pócimas y píldoras, porque no desistió en su empeño. Vencida, Férula comprendió que no era posible seguir alegando que lo

de la cabeza era un mal sueño y que lo mejor era ayudarla en sus planes, antes que la ansiedad terminara de desquiciarla. Esperaron que Esteban Trueba saliera. Férula la ayudó a vestirse y llamó a un coche de alquiler. Las instrucciones que Clara le dio al chofer fueron algo imprecisas.

— Usted dele para adelante, que yo le voy diciendo el camino–le dijo, guiada por su instinto para ver lo invisible.

Salieron de la ciudad y entraron al espacio abierto donde las casas se distanciaban y empezaban las colinas y los suaves valles, doblaron a indicación de Clara por un camino lateral y siguieron entre abedules y campos de cebollas hasta que ordenó al chofer que se detuviera junto a unos matorrales.

— Aquí es–dijo.

— ¡No puede ser!, ¡estamos lejísimos del lugar del accidente! — dudó Férula.

— ¡Te digo que es aquí! — insistió Clara, bajándose del coche con dificultad, balanceando su enorme vientre, seguida por su cuñada, que mascullaba oraciones y por el hombre, que no tenía la menor idea del objetivo del viaje. Trató de reptar entre las matas, pero se lo impidió el volumen de los mellizos.

— Hágame el favor, señor, métase allí y páseme una cabeza de señora que va a encontrar–pidió al chofer.

Él se arrastró debajo de los espinos y encontró la cabeza de Nívea que parecía un melón solitario. La tomó del pelo y salió con ella gateando a cuatro patas. Mientras el hombre vomitaba apoyado en un árbol cercano, Férula y Clara le limpiaron a Nívea la tierra y los guijarros que se le habían metido por las orejas, la nariz y la boca y le acomodaron el pelo, que se le había desbaratado un poco, pero no pudieron cerrarle los ojos. La envolvieron en un chal y regresaron al coche.

— ¡Apúrese, señor, porque creo que voy a dar a luz! — dijo Clara al chofer.

Llegaron justo a tiempo para acomodar a la madre en su cama. Férula se afanó con los preparativos mientras iba un sirviente a buscar al doctor Cuevas y a la comadrona. Clara, que con el vapuleo del coche, las emociones de los últimos días y las pócimas del médico había adquirido la facilidad para dar a luz que no tuvo con su primera hija, apretó los dientes, se sujetó del palo de mesana y del trinquete del velero y se dio a la tarea de echar al mundo en el agua mansa de la seda azul, a Jaime y Nicolás, que nacieron precipitadamente, ante la mirada atenta de su abuela, cuyos ojos continuaban abiertos observándolos desde la cómoda. Férula los agarró por turnos del mechón de pelo húmedo que les coronaba la nuca y los ayudó a salir a tirones con la experiencia adquirida viendo nacer potrillos y terneros en Las Tres Marías. Antes que llegaran el médico y la comadrona, ocultó debajo de la cama la cabeza de Nívea, para evitar engorrosas explicaciones. Cuando éstos llegaron, tuvieron muy poco que hacer, porque la madre descansaba tranquila y los niños, minúsculos como sietemesinos, pero con todas sus partes enteras y en buen estado, dormían en brazos de su extenuada tía.

La cabeza de Nívea se convirtió en un problema, porque no había donde ponerla para no estar viéndola. Por fin Férula la colocó dentro de una sombrerera de cuero envuelta en unos trapos. Discutieron la posibilidad de enterrarla como Dios manda, pero habría sido un papeleo interminable conseguir que abrieran la tumba para incluir lo que faltaba y, por otra parte, temían el escándalo si se hacía pública la forma en que Clara la había encontrado donde los sabuesos fracasaron. Esteban Trueba, temeroso del ridículo como siempre fue, optó por una solución que no diera argumentos a las malas lenguas, porque sabía que el extraño comportamiento de su mujer era el blanco de los chismes. Había trascendido la habilidad de Clara para mover objetos sin tocarlos

y para adivinar lo imposible. Alguien desenterró la historia de la mudez de Clara durante su infancia y la acusación del padre Restrepo, aquel santo varón que la Iglesia pretendía convertir en el primer beato del país. El par de años en Las Tres Marías sirvió para acallar las murmuraciones y que la gente olvidara, pero Trueba sabía que bastaba una insignificancia, como el asunto de la cabeza de su suegra, para que volvieran las habladurías. Por eso, y no por desidia, como se dijo años más tarde, la sombrerera se guardó en el sótano a la espera de una ocasión adecuada para darle cristiana sepultura.

Clara se repuso del doble parto con rapidez. Le entregó la crianza de los niños a su cuñada y a la Nana, que después de la muerte de sus antiguos patrones, se empleó en la casa de los Trueba para seguir sirviendo a la misma sangre, como decía. Había nacido para acunar hijos ajenos, para usar la ropa que otros desechaban, para comer sus sobras, para vivir de sentimientos y tristezas prestadas, para envejecer bajo el techo de otros, para morir un día en su cuartucho del último patio, en una cama que no era suya y ser enterrada en una tumba común del Cementerio General. Tenía cerca de setenta años, pero se mantenía inconmovible en su afán, incansable en los trajines, intocada por el tiempo, con agilidad para disfrazarse de cuco y asaltar a Clara en los rincones cuando le bajaba la manía de la mudez y la pizarrita, con fortaleza para lidiar con los mellizos y ternura para consentir a Blanca, igual como antes lo hizo con su madre y su abuela. Había adquirido el hábito de murmurar oraciones constantemente, porque cuando se dio cuenta que nadie en la casa era creyente, asumió la responsabilidad de orar por los vivos de la familia, y, por cierto, también por sus muertos, como una prolongación de los servicios que les había prestado en vida. En su vejez llegó a olvidar para quién rezaba, pero mantuvo la costumbre con la certeza de que a alguien le serviría. La devoción era lo único que compartía con Férula. En todo lo demás fueron rivales.

Un viernes por la tarde tocaron a la puerta de la gran casa de la esquina tres damas translúcidas de manos tenues y ojos de bruma, tocadas con unos sombreros con flores pasados de moda y bañadas en un intenso perfume a violetas silvestres, que se infiltró por todos los cuartos y dejó la casa oliendo a flores por varios días. Eran las tres hermanas Mora. Clara estaba en el jardín y parecía haberlas esperado toda la tarde, las recibió con un niño en cada pecho y con Blanca jugueteando a sus pies. Se miraron, se reconocieron, se sonrieron. Fue el comienzo de una apasionada relación espiritual que les duró toda la vida y, si se cumplieron sus previsiones, continúa en el Más Allá.

Las tres hermanas Mora eran estudiosas del espiritismo y de los fenómenos sobrenaturales, eran las únicas que tenían la prueba irrefutable de que las ánimas pueden materializarse, gracias a una fotografía que las mostraba alrededor de una mesa y volando por encima de sus cabezas a un ectoplasma difuso y alado, que algunos descreídos atribuían a una mancha en el revelado del retrato y otros a un simple engaño del fotógrafo. Se enteraron, por conductos misteriosos al alcance de los iniciados, de la existencia de Clara, se pusieron en contacto telepático con ella y de inmediato comprendieron que eran hermanas astrales. Mediante discretas averiguaciones dieron con su dirección terrenal y se presentaron con sus propias barajas impregnadas de fluidos benéficos, unos juegos de figuras geométricas y números cabalísticos de su invención, para desenmascarar a los falsos parapsicólogos, y una bandeja de pastelitos comunes y corrientes de regalo para Clara. Se hicieron íntimas amigas y a partir de ese día, procuraron juntarse todos los viernes para invocar a los espíritus e intercambiar cábalas y recetas de cocina. Descubrieron la

extremo de la ciudad, donde vivían las Mora, en un viejo molino que habían convertido en su extraordinaria morada, y también en sentido inverso, con lo cual podían darse apoyo en las circunstancias difíciles de la vida cotidiana. Las Mora conocían a muchas personas, casi todas interesadas en esos asuntos, que empezaron a llegar a las reuniones de los viernes y aportaron sus conocimientos y sus fluidos magnéticos. Esteban Trueba las veía desfilar por su casa y puso como únicas condiciones que respetaran su biblioteca, que no usaran a los niños para experimentos psíquicos y que fueran discretas, porque no quería escándalo público. Férula desaprobaba estas actividades de Clara, porque le parecían reñidas con la religión y las buenas costumbres. Observaba las sesiones desde una distancia prudente, sin participar, pero vigilando con el rabillo del ojo mientras tejía, dispuesta a intervenir apenas Clara se sobrepasara en algún trance. Había comprobado que su cuñada quedaba exhausta después de algunas sesiones en las que servía de médium y comenzaba a hablar en idiomas paganos con una voz que no era la suya. La Nana también vigilaba con el pretexto de ofrecer tacitas de café, espantando a las ánimas con sus enaguas almidonadas y su cloqueo de oraciones murmuradas y de dientes sueltos, pero no lo hacía para cuidar a Clara de sus propios excesos, sino para verificar que nadie robara los ceniceros. Era inútil que Clara le explicara que sus visitas no tenían ni el menor interés en ellos; principalmente porque ninguno fumaba, pues la Nana había calificado a todos, excepto a las tres encantadoras señoritas Mora, como una banda de rufianes evangélicos. La Nana y Férula se detestaban. Se disputaban el cariño de los niños y se peleaban por cuidar a Clara en sus extravagancias y desvaríos, en un sordo y permanente combate que se desarrollaba en las cocinas, en los patios, en los corredores, pero jamás cerca de Clara, porque las dos estaban de acuerdo en evitarle esa molestia. Férula había llegado a querer a Clara con una pasión celosa que se parecía más a la de un marido exigente que a la de una cuñada. Con el tiempo perdió la prudencia y empezó a dejar traslucir su adoración en muchos detalles que no pasaban inadvertidos para Esteban. Cuando él regresaba del campo, Férula procuraba convencerlo de que Clara estaba en lo que llamaba «uno de sus malos momentos», para que él no durmiera en su cama y no estuviera con ella más que en contadas ocasiones y por tiempo limitado. Argüía recomendaciones del doctor Cuevas que después, al ser confrontadas con el médico, resultaban inventadas. Se interponía de mil maneras entre los esposos y si todo le fallaba, azuzaba a los tres niños para que reclamaran ir a pasear con su padre, leer con la madre, que los velaran porque tenían fiebre, que jugaran con ellos: «pobrecitos, necesitan a su papá y a su mamá, pasan todo el día en manos de esa vieja ignorante que les pone ideas atrasadas en la cabeza, los está poniendo imbéciles con sus supersticiones, lo que hay que hacer con la Nana es internarla, dicen que las Siervas de Dios tienen un asilo para empleadas viejas que es una maravilla, las tratan como señoras, no tienen que trabajar, hay buena comida, eso sería lo más humano, pobre Nana, ya no da para más», decía. Sin poder detectar la causa, Esteban comenzó a sentirse incómodo en su propia casa. Sentía a su mujer cada vez más alejada, más rara e inaccesible, no podía alcanzarla ni con regalos, ni con sus tímidas muestras de ternura, ni con la pasión desenfrenada que lo conmovía siempre en su presencia. En todo ese tiempo su amor había aumentado hasta convertirse en una obsesión. Quería que Clara no pensara más que en él, que no tuviera más vida que la que pudiera compartir con él, que le contara todo, que no poseyera nada que no proviniera de sus manos, que dependiera completamente.

Pero la realidad era diferente, Clara parecía andar volando en aeroplano, como su tío Marcos, desprendida del suelo firme, buscando a Dios en disciplinas tibetanas, consultando a los espíritus con mesas de tres patas que daban golpecitos, dos para sí, tres para no, descifrando mensajes de otros mundos que podían indicarle hasta el

estado de las lluvias. Una vez anunciaron que había un tesoro escondido debajo de la chimenea y ella hizo primero tumbar el muro, pero no apareció, luego la escalera, tampoco, enseguida la mitad del salón principal, nada. Por último resultó que el espíritu, confundido con las modificaciones arquitectónicas que ella había hecho en la casa, no reparó en que el escondite de los doblones de oro no estaba en la mansión de los Trueba, sino al otro lado de la calle, en la casa de los Ugarte, quienes se negaron a echar abajo el comedor, porque no creyeron el cuento del fantasma español. Clara no era capaz de hacer las trenzas a Blanca para ir al colegio, de eso se encargaban Férula o la Nana, pero tenía con ella una estupenda relación basada en los mismos principios de la que ella había tenido con Nívea, se contaban cuentos, leían los libros mágicos de los baúles encantados, consultaban los retratos de familia, se pasaban anécdotas de los tíos a los que se les escapan ventosidades y los ciegos que se caen como gárgolas de los álamos, salían a mirar la cordillera y a contar las nubes, se comunicaban en un idioma inventado que suprimía la te al castellano y la reemplazaba por ene y la erre por ele, de modo que quedaban hablando igual que el chino de la tintorería. Entretanto Jaime y Nicolás crecían separados del binomio femenino, de acuerdo con el principio de aquellos tiempos de que «hay que hacerse hombres». Las mujeres, en cambio, nacían con su condición incorporada genéticamente y no tenían necesidad de adquirirla con los avatares de la vida. Los mellizos se hacían fuertes y brutales en los juegos propios de su edad, primero cazando lagartijas para rebanarles la cola, ratones para hacerlos correr carreras y mariposas para quitarles el polvo de las alas y, más tarde, dándose puñetazos y patadas de acuerdo a las instrucciones del mismo chino de la tintorería, que era un adelantado para su época y que fue el primero en llevar al país el conocimiento milenario de las artes marciales, pero nadie le hizo caso cuando demostró que podía partir ladrillos con la mano y quiso poner su propia academia, por eso terminó lavando ropa ajena. Años más tarde, los mellizos terminaron de hacerse hombres escapando del colegio para meterse en el sitio baldío del basural, donde cambiaban los cubiertos de plata de su madre por unos minutos de amor prohibido con una mujerona inmensa que podía acunarlos a los dos en sus pechos de vaca holandesa, ahogarlos a los dos en la pulposa humedad de sus axilas, aplastarlos a los dos con sus muslos de elefante y elevarlos a los dos a la gloria con la cavidad oscura, jugosa, caliente, de su sexo. Pero eso no fue hasta mucho más tarde y Clara nunca lo supo, de modo que no pudo anotarlo en sus cuadernos para que yo lo leyera algún día. Me enteré por otros conductos.

A Clara no le interesaban los asuntos domésticos. Vagaba por las habitaciones sin extrañarse de que todo estuviera en perfecto estado de orden y de limpieza. Se sentaba a la mesa sin preguntarse quién preparaba la comida o dónde se compraban los alimentos, le daba igual quién la sirviera, olvidaba los nombres de los empleados y a veces hasta de sus propios hijos, sin embargo, parecía estar siempre presente, como un espíritu benéfico y alegre, a cuyo paso echaban a andar los relojes. Se vestía de blanco, porque decidió que era el único color que no alteraba su aura, con los trajes sencillos que le hacía Férula en la máquina de coser y que prefería a los atuendos con volantes y pedrerías que le regalaba su marido, con el propósito de deslumbrarla y verla a la moda.

Esteban sufría arrebatos de desesperación, porque ella lo trataba con la misma simpatía con que trataba a todo el mundo, le hablaba en el tono mimoso con que acariciaba a los gatos, era incapaz de darse cuenta si estaba cansado, triste, eufórico o con ganas de hacer el amor, en cambio le adivinaba por el color de sus irradiaciones cuándo estaba tramando alguna bellaquería y podía desarmarle una rabieta con un par de frases burlonas. Lo exasperaba que Clara nunca parecía estar realmente agradecida de nada y nunca necesitaba algo que él pudiera darle. En el lecho era distraída y

risueña como en todo lo demás, relajada y simple, pero ausente. Sabía que tenía su cuerpo para hacer todas las gimnasias aprendidas en los libros que escondía en un compartimiento de la biblioteca, pero hasta los pecados más abominables con Clara parecían retozos de recién nacido, porque era imposible salpicarlos con la sal de un mal pensamiento o la pimienta de la sumisión. Enfurecido, en algunas ocasiones Trueba volvió a sus antiguos pecados y tumbaba a una campesina robusta entre los matorrales durante las forzadas separaciones en que Clara se quedaba con los niños en la capital y él tenía que hacerse cargo del campo, pero el asunto, lejos de aliviarlo, le dejaba un mal sabor en la boca y no le daba ningún placer durable, especialmente porque si se lo hubiera contado a su mujer, sabía que se habría escandalizado por el maltrato a la otra, pero en ningún caso por su infidelidad. Los celos, como muchos otros sentimientos propiamente humanos, a Clara no le incumbían. También fue al Farolito Rojo dos o tres veces, pero dejó de hacerlo porque ya no funcionaba con las prostitutas y tenía que tragarse la humillación con pretextos mascullados de que había tomado mucho vino, de que le cayó mal el almuerzo, de que hacía varios días que andaba resfriado. No volvió, sin embargo, a visitar a Tránsito Soto, porque presentía que ella contenía en sí misma el peligro de la adicción. Sentía un deseo insatisfecho bulléndole en las entrañas, un fuego imposible de apagar, una sed de Clara que nunca, ni aun en las noches más fogosas y prolongadas, conseguía saciar. Se dormía extenuado, con el–corazón–a punto de estallarle en el pecho, pero hasta en sus sueños estaba consciente de que la mujer que reposaba a su lado no estaba allí, sino en una dimensión desconocida a la que él jamás podría llegar. A veces perdía la paciencia y sacudía furioso a Clara, le gritaba los peores reclamos y terminaba llorando en su regazo y pidiendo perdón por su brutalidad. Clara comprendía, pero no podía remediarlo. El amor desmedido de Esteban Trueba por Clara fue sin duda el sentimiento más poderoso de su vida, mayor incluso que la rabia y el orgullo y medio siglo más tarde seguía invocándolo con el mismo estremecimiento y la misma urgencia. En su lecho de anciano la llamaría hasta el fin de sus días.

Las intervenciones de Férula agravaron el estado de ansiedad en que se debatía Esteban. Cada obstáculo que su hermana atravesaba entre Clara y él, lo ponía fuera de sí. Llegó a detestar a sus propios hijos porque absorbían la atención de la madre, se llevó a Clara a una segunda luna de miel en los mismos sitios de la primera, se escapaban a hoteles por el fin de semana, pero todo era inútil. Se convenció de que la culpa de todo la tenía Férula, que había sembrado en su mujer un germen maléfico que le impedía amarlo y que, en cambio, robaba con caricias prohibidas lo que le pertenecía como marido. Se ponía lívido cuando sorprendía a Férula bañando a Clara, le quitaba la esponja de las manos, la despedía con violencia y sacaba a Clara del agua prácticamente en vilo, la zarandeaba, le prohibía que volviera a dejarse bañar, porque a su edad eso era un vicio, y terminaba secándola él, arropándola en su bata y llevándola a la cama con la sensación de que hacía el ridículo. Si Férula servía a su mujer una taza de chocolate, se la arrebataba de las manos con el pretexto de que la trataba como a una inválida, si le daba un beso de buenas noches, la apartaba de un manotazo diciendo que no era bueno besuquearse, si le elegía los mejores trozos de la bandeja, se separaba de la mesa enfurecido. Los dos hermanos llegaron a ser rivales declarados, se medían con miradas de odio, inventaban argucias para descalificarse mutuamente a los ojos de Clara, se espiaban; se celaban. Esteban descuidó de ir al campo y puso a Pedro Segundo García a cargo de todo, incluso de las vacas importadas, dejó de salir con sus amigos, de ir a jugar al golf, de trabajar, para vigilar día y noche los pasos de su hermana y plantársele al frente cada vez que se acercaba a Clara. La atmósfera de la casa se hizo irrespirable, densa y sombría y hasta la Nana

andaba como espirituada. La única que permanecía ajena por completo a lo que estaba sucediendo, era Clara, que en su distracción e inocencia, no se daba cuenta de nada.

El odio de Esteban y Férula demoró mucho tiempo en estallar. Empezó como un malestar disimulado y un deseo de ofenderse en los pequeños detalles, pero fue creciendo hasta que ocupó toda la casa. Ese verano Esteban tuvo que ir a Las Tres Marías porque justamente en el momento de la cosecha, Pedro Segundo García se cayó del caballo y fue a parar con la cabeza rota al hospital de las monjas. Apenas se recuperó su administrador, Esteban regresó a la capital sin avisar. En el tren iba con un presentimiento atroz, con un deseo inconfesado de que ocurriera algún drama, sin saber que el drama ya había comenzado cuando él lo deseó. Llegó a la ciudad a media tarde, pero se fue directamente al Club, donde jugó unas partidas de brisca y cenó, sin conseguir calmar su inquietud y su impaciencia, aunque no sabía lo que estaba esperando. Durante la cena hubo un ligero temblor de tierra, las lámparas de lágrimas se bambolearon con el usual campanilleo del cristal, pero nadie levantó la vista, todos siguieron comiendo y los músicos tocando sin perder ni una nota, excepto Esteban Trueba, que se sobresaltó como si aquello hubiera sido un aviso. Terminó de comer aprisa, pidió la cuenta y salió.

Férula, que en general tenía sus nervios bajo control, nunca había podido habituarse a los temblores. Llegó a perder el miedo a los fantasmas que Clara invocaba y a los ratones en el campo, pero los temblores la conmovían hasta los huesos y mucho después que habían pasado ella seguía estremecida. Esa noche todavía no se había acostado y corrió a la pieza de Clara, que había tomado su infusión de tilo y estaba durmiendo plácidamente. Buscando un poco de compañía y calor, se acostó a su lado procurando no despertarla y murmurando oraciones silenciosas para que aquello no fuera a degenerar en un terremoto. Allí la encontró Esteban Trueba. Entró a la casa tan sigiloso como un bandido, subió al dormitorio de Clara sin encender las luces y apareció como una tromba ante las dos mujeres amodorradas, que lo creían en Las Tres Marías. Se abalanzó sobre su hermana con la misma rabia con que lo hubiera hecho si fuera el seductor de su esposa y la sacó de la cama a tirones, la arrastró por el pasillo, la bajó a empujones por la escalera y la introdujo a viva fuerza en la biblioteca mientras Clara, desde la puerta de su habitación clamaba sin comprender lo que había ocurrido. A solas con Férula, Esteban descargó su furia de marido insatisfecho y gritó a su hermana lo que nunca debió decirle, desde marimacho hasta meretriz, acusándola de pervertir a su mujer, de desviarla con caricias de solterona, de volverla lunática, distraída, muda y espiritista con artes de lesbiana, de refocilarse con ella en su ausencia, de manchar hasta el nombre de los hijos, el honor de la casa y la memoria de su santa madre, que ya estaba harto de tanta maldad y que la echaba de su casa, que se fuera inmediatamente, que no quería volver a verla nunca más y le prohibía que se acercara a su mujer y a sus hijos, que no le faltaría dinero para subsistir con decencia mientras él viviera, tal como se lo había prometido una vez, pero que si volvía a verla rondando a su familia, la iba a matar, que se lo metiera adentro de la cabeza. ¡Te juro por nuestra madre que te mato!

— ¡Te maldigo, Esteban! — le gritó Férula-. ¡Siempre estarás solo, se te encogerá el alma y el cuerpo y te morirás como un perro!

Y salió para siempre de la gran casa de la esquina, en camisa de dormir y sin llevar nada consigo.

Al día siguiente Esteban Trueba se fue a ver al padre Antonio y le contó lo que había pasado, sin dar detalles. El sacerdote le escuchó blandamente con la impasible mirada de quien ya había oído antes el cuento.

— ¿Qué deseas de mí, hijo mío? — preguntó cuando Esteban terminó de hablar.

— Que le haga llegar a mi hermana todos los meses un sobre que yo le entregaré. No quiero que tenga necesidades económicas. Y le aclaro que no lo hago por cariño sino por cumplir una promesa.

El padre Antonio recibió el primer sobre con un suspiro y esbozó el gesto de dar la bendición, pero Esteban ya había dado media vuelta y salía. No dio ninguna explicación a Clara de lo que había ocurrido entre su hermana y él. Le anunció que la había echado de la casa, que le prohibía volver a mencionarla en su presencia y le sugirió que si tenía algo de decencia, tampoco la mencionara a sus espaldas. Hizo sacar su ropa y todos los objetos que pudieran recordarla y se hizo el ánimo de que había muerto.

Clara comprendió que era inútil hacerle preguntas. Fue al costurero a buscar su péndulo, que le servía para comunicarse con los fantasmas y que usaba como instrumento de concentración. Extendió un mapa de la ciudad en el suelo y sostuvo el péndulo a medio metro y esperó que las oscilaciones le indicaran la dirección de su cuñada, pero después de intentarlo durante toda la tarde, se dio cuenta que el sistema no resultaría si Férula no tenía un domicilio fijo. Ante la ineficacia del péndulo para ubicarla, salió a vagar en coche, esperando que su instinto la guiara, pero tampoco esto dio resultado.

Consultó la mesa de tres patas sin que ningún espíritu baqueano apareciera para conducirla donde Férula a través de los vericuetos de la ciudad, la llamó con el pensamiento y no obtuvo respuesta y tampoco las cartas del Tarot la iluminaron. Entonces decidió recurrir a los métodos tradicionales y comenzó a buscarla entre las amigas, interrogó a los proveedores y a todos los que tenían tratos con ella, pero nadie la había vuelto a ver. Sus averiguaciones la llevaron por último donde el padre Antonio.

— No la busque más, señora dijo el sacerdote-. Ella no quiere verla.

Clara comprendió que ésa era la causa por la cual no habían funcionado ninguno de sus infalibles sistemas de adivinación.

— Las hermanas Mora tenían razón–se dijo-. No se puede encontrar a quien no quiere ser encontrado.

Esteban Trueba entró en un período muy próspero. Sus negocios parecían tocados por una varilla mágica. Se sentía satisfecho de la vida. Era rico, tal como se lo había propuesto una vez. Tenía la concesión de otras minas, estaba exportando fruta al extranjero, formó una empresa constructora y Las Tres Marías, que había crecido mucho en tamaño, estaba convertida en el mejor fundo de la zona. No lo afectó la crisis económica que convulsionó al resto del país. En las provincias del Norte la quiebra de las salitreras había dejado en la miseria a miles de trabajadores. Las famélicas tribus de cesantes, que arrastraban a sus mujeres, sus hijos, sus viejos, buscando trabajo por los caminos, habían terminado por acercarse a la capital y lentamente formaron un cordón de miseria alrededor de la ciudad, instalándose de cualquier manera, entre tablas y pedazos de cartón, en medio de la basura y el abandono. Vagaban por las calles pidiendo una oportunidad para trabajar, pero no había trabajo para todos y poco a poco los rudos obreros, adelgazados por el hambre, encogidos por el frío, harapientos, desolados, dejaron de pedir trabajo y pidieron simplemente una limosna. Se llenó de mendigos. Y después de ladrones. Nunca se habían visto heladas más terribles que las de ese año. Hubo nieve en la capital, un espectáculo inusitado que se mantuvo en primera plana de los periódicos, celebrado como una noticia festiva, mientras en las poblaciones marginales amanecían los niños azules, congelados. Tampoco alcanzaba la caridad para tantos desamparados.

Ese fue el año del tifus exantemático. Comenzó como otra calamidad de los pobres y pronto adquirió características de castigo divino. Nació en los barrios de los indigentes, por culpa del invierno, de la desnutrición, del agua sucia de las acequias. Se juntó con la cesantía y se repartió por todas partes. Los hospitales no daban abasto. Los enfermos deambulaban por las calles con los ojos perdidos, se sacaban los piojos y se los tiraban a la gente sana. Se regó la plaga, entró a todos los hogares, infectó los colegios y las fábricas, nadie podía sentirse seguro. Todos vivían con miedo, escrutando los signos que anunciaban la terrible enfermedad. Los contagiados empezaban a tiritar con un frío de lápida en los huesos y a poco eran presas del estupor. Se quedaban como imbéciles, consumiéndose en la fiebre, llenos de manchas, cagando sangre, con delirios de fuego y de naufragio, cayéndose al suelo, los huesos de lana, las piernas de trapo y un gusto de bilis en la boca, el cuerpo en carne viva, una pústula roja al lado de otra azul y otra amarilla y otra negra, vomitando hasta las tripas y clamando a Dios que se apiade y que los deje morir de una vez, que no aguantan más, que la cabeza les revienta y el alma se les va en mierda y espanto.

Esteban propuso llevar a toda la familia al campo, para preservarla del contagio, pero Clara no quiso oír hablar del asunto. Estaba muy ocupada socorriendo a los pobres en una tarea que no tenía principio ni fin. Salía muy temprano y a veces llegaba cerca de la medianoche. Vació los armarios de la casa, quitó la ropa a los niños, las frazadas de las camas, las chaquetas a su marido. Sacaba la comida de la despensa y estableció un sistema de envíos con Pedro Segundo García, quien mandaba desde Las Tres Marías quesos, huevos, cecinas, frutas, gallinas, que ella distribuía entre sus necesitados. Adelgazó y se veía demacrada. En las noches volvió a caminar sonámbula.

La ausencia de Férula se sintió como un cataclismo en la casa y hasta la Nana, que siempre había deseado que ese momento llegara algún día, se conmovió. Cuando comenzó la primavera y Clara pudo descansar un poco, aumentó su tendencia a evadir la realidad y perderse en el ensueño. Aunque ya no contaba con la impecable organización de su cuñada para barajar el caos de la gran casa de la esquina, se despreocupó de las cosas domésticas. Delegó todo en manos de la Nana y de los otros empleados y se sumió en el mundo de los aparecidos y de los experimentos psíquicos. Los cuadernos de anotar la vida se embrollaron, su caligrafía perdió la elegancia de convento, que siempre tuvo, y degeneró en unos trazos despachurrados que a veces eran tan minúsculos que no se podían leer y otras tan grandes que tres palabras llenaban la página.

En los años siguientes se juntó alrededor de Clara y las tres hermanas Mora un grupo de estudiosos de Gourdieff, de rosacruces, de espiritistas y de bohemios trasnochados que hacían tres comidas diarias en la casa y que alternaban su tiempo entre consultas perentorias a los espíritus de la mesa de tres patas y la lectura de los versos del último poeta iluminado que aterrizaba en el regazo de Clara. Esteban permitía esa invasión de estrafalarios; porque hacía mucho tiempo que se dio cuenta que era inútil interferir en la vida de su mujer. Decidió que por lo menos los niños varones debían estar al margen de la magia, de modo que Jaime y Nicolás fueron internos a un colegio inglés victoriano, donde cualquier pretexto era bueno para bajarles los pantalones y darles varillazos por el trasero, especialmente a Jaime, que se burlaba de la familia real británica y a los doce años estaba interesado en leer a Marx, un judío que provocaba revoluciones en todo el mundo. Nicolás heredó el espíritu aventurero del tío abuelo Marcos y la propensión de fabricar horóscopos y descifrar el futuro de su madre, pero eso no constituía un delito grave en la rígida formación del colegio, sino sólo una excentricidad, así es que el joven fue mucho menos castigado que su hermano.

El caso de Blanca era diferente, porque su padre no intervenía en su educación. Consideraba que su destino era casarse y brillar en sociedad, donde la facultad de comunicarse con los muertos, si se mantenía en un tono frívolo, podría ser una atracción. Sostenía que la magia, como la religión y la cocina, era un asunto propiamente femenino y tal vez por eso era capaz de sentir simpatía por las tres hermanas Mora, en cambio detestaba a los espirituados de sexo masculino casi tanto como a los curas. Por su parte, Clara andaba para todos lados con su hija pegada a sus faldas, la incitaba a las sesiones de los viernes y la crió en estrecha familiaridad con las ánimas, con los miembros de las sociedades secretas y con los artistas misérrimos a quienes hacía de mecenas. Igual corno ella lo había hecho con su madre en tiempos de la mudez, llevaba ahora a Blanca a ver a los pobres, cargada de regalos y consuelos.

— Esto sirve para tranquilizarnos la conciencia, hija–explicaba a Blanca-. Pero no ayuda a los pobres. No necesitan caridad, sino justicia.

Era en ese punto donde tenía las peores discusiones con Esteban, que tenía otra opinión al respecto.

— ¡Justicia! ¿Es justo que todos tengan lo mismo? ¿Los flojos lo mismo que los trabajadores? ¿Los tontos lo mismo que los inteligentes? ¡Eso no pasa ni con los animales! No es cuestión de ricos y pobres, sino de fuertes y débiles. Estoy de acuerdo en que todos debemos tener las mismas oportunidades, pero esa gente no hace ningún esfuerzo. ¡Es muy fácil estirar la mano y pedir limosna! Yo creo en el esfuerzo y en la recompensa. Gracias a esa filosofía he llegado a tener lo que tengo. Nunca he pedido un favor a nadie y no he cometido ninguna deshonestidad, lo que prueba que cualquiera puede hacerlo. Yo estaba destinado a ser un pobre infeliz escribiente de notaría. Por eso no aceptaré ideas bolcheviques en mi casa. ¡Vayan a hacer caridad en los conventillos, si quieren! Eso está muy bien: es bueno para la formación de las señoritas. ¡Pero no me vengan con las mismas estupideces de Pedro Tercero García, porque no lo voy a aguantar!

Era verdad, Pedro Tercero García estaba hablando de justicia en Las Tres Marías. Era el único que se atrevía a desafiar al patrón, a pesar de las zurras que le había dado su padre, Pedro Segundo García, cada vez que lo sorprendía. Desde muy joven el muchacho hacía viajes sin permiso al pueblo para conseguir libros prestados, leer los periódicos y conversar con el maestro de la escuela, un comunista ardiente a quien años más tarde lo matarían de un balazo entre los ojos. También se escapaba en las noches al bar de San Lucas donde se reunía con unos sindicalistas que tenían la manía de componer el mundo entre sorbo y sorbo de cerveza, o con el gigantesco y magnífico padre José Dulce María, un sacerdote español con la cabeza llena de ideas revolucionarias que le valieron ser relegado por la Compañía de Jesús a aquel perdido rincón del mundo, pero ni por eso renunció a transformar las parábolas bíblicas en panfletos socialistas. El día que Esteban Trueba descubrió que el hijo de su administrador estaba introduciendo literatura subversiva entre sus inquilinos, lo llamó a su despacho y delante de su padre le dio una tunda de azotes con su fusta de cuero de culebra.

— ¡Éste es el primer aviso, mocoso de mierda! — le dijo sin levantar la voz y mirándolo con ojos de fuego-. La próxima vez que te encuentre molestándome a la gente, te meto preso. En mi propiedad no quiero revoltosos, porque aquí mando yo y tengo derecho a rodearme de la gente que me gusta. Tú no me gustas, así es que ya sabes. Te aguanto por tu padre, que me ha servido lealmente durante muchos años, pero anda con cuidado, porque puedes acabar muy mal. ¡Retírate!

Pedro Tercero García era parecido a su padre, moreno, de facciones duras, esculpidas en piedra, con grandes ojos tristes, pelo negro y tieso cortado como un

cepillo. Tenía sólo dos amores, su padre y la hija del patrón, a quien amó desde el día en que durmieron desnudos debajo de la mesa del comedor, en su tierna infancia. Y Blanca no se libró de la misma fatalidad. Cada vez que iba de vacaciones al campo y llegaba a Las Tres Marías en medio de la polvareda provocada por los coches cargados con el tumultoso equipaje, sentía el corazón batiéndole como un tambor africano de impaciencia y de ansiedad. Ella era la primera en saltar del vehículo y echar a correr hacia la casa, y siempre encontraba a Pedro Tercero García en el mismo sitio donde se vieron por primera vez, de pie en el umbral, medio oculto por la sombra de la puerta, tímido y hosco, con sus pantalones raídos, descalzo, sus ojos de viejo escrutando el camino para verla llegar. Los dos corrían, se abrazaban, se besaban, se reían, se daban trompadas cariñosas y rodaban por el suelo tirándose de los pelos y gritando de alegría.

— ¡Párate, chiquilla! ¡Deja a ese rotoso! — chillaba la Nana procurando separarlos.

— Déjalos, Nana, son niños y se quieren–decía Clara, que sabía más.

Los niños escapaban corriendo, iban a esconderse para contarse todo lo que habían acumulado durante esos meses de separación. Pedro le entregaba, avergonzado, unos animalitos tallados que había hecho para ella en trozos de madera y a cambio Blanca le daba los regalos que había juntado para él: un cortaplumas que se abría como una flor, un pequeño imán que atraía por obra de magia los clavos roñosos del suelo. El verano que ella llegó con parte del contenido del baúl de los libros mágicos del tío Marcos, tenía alrededor de diez años y todavía Pedro Tercero leía con dificultad, pero la curiosidad y el anhelo consiguieron lo que no había podido obtener la maestra a varillazos. Pasaron el verano leyendo acostados entre las cañas del río, entre los pinos del bosque, entre las espigas de los trigales, discutiendo las virtudes de Sandokan y Robin Hood, la mala suerte del Pirata Negro, las historias verídicas y edificantes del Tesoro de la juventud, el malicioso significado de las palabras prohibidas en el diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, el sistema cardiovascular en láminas, donde podían ver a un tipo sin pellejo, con todas sus venas y el corazón expuestos a la vista, pero con calzones. En pocas semanas el niño aprendió a leer con voracidad. Entraron en el mundo ancho y profundo de las historias imposibles, los duendes, las hadas, los náufragos que se comen unos a otros después de echarlo a la suerte, los tigres que se dejan amaestrar por amor, los inventos fascinantes, las curiosidades geográficas y zoológicas, los países orientales donde hay genios en las botellas, dragones en las cuevas y princesas prisioneras en las torres. A menudo iban a visitar a Pedro García, el viejo, a quien el tiempo había gastado los sentidos. Se fue quedando ciego paulatinamente, una película celeste le cubría las pupilas, «son las nubes, que me están entrando por la vista», decía. Agradecía mucho las visitas de Blanca y Pedro Tercero, que era su nieto, pero él ya lo había olvidado. Escuchaba los cuentos que ellos seleccionaban de los libros mágicos y que tenían que gritarle al oído, porque también decía que el viento le estaba entrando por las orejas y por eso estaba sordo. A cambio, les enseñaba a inmunizarse contra las picadas de bichos malignos y les demostraba la eficacia de su antídoto, poniéndose un alacrán vivo en el brazo. Les enseñaba a buscar agua. Había que sujetar un palo seco con las dos manos y caminar tocando el suelo, en silencio, pensando en el agua y la sed que tiene el palo, hasta que de pronto, al sentir la humedad, el palo comenzaba a temblar. Allí había que cavar, les decía el viejo, pero aclaraba que ése no era el sistema que él empleaba para ubicar los pozos en el suelo de Las Tres Marías, porque él no necesitaba el palo. Sus huesos tenían tanta sed, que al pasar por el agua subterránea, aunque fuera profunda, su esqueleto se lo advertía. Les mostraba las yerbas del campo y los hacía olerlas, gustarlas, acariciarlas, para conocer su perfume natural, su sabor y su textura y así poder identificar a cada una según sus propiedades curativas: calmar la mente,

expulsar los influjos diabólicos, pulir los ojos, fortificar el vientre, estimular la sangre. En ese terreno su sabiduría era tan grande, que el médico del hospital de las monjas iba a visitarlo para pedirle consejo. Sin embargo, toda su sabiduría no pudo curar la lipiria calambre de su hija Pancha, que la despachó al otro mundo. Le dio de comer boñiga de vaca y como eso no resultó, le dio bosta de caballo, la envolvió en mantas y la hizo sudar el mal hasta que la dejó en los huesos, le dio fricciones de aguardiente con pólvora por todo el cuerpo, pero fue inútil; Pancha se fue en una diarrea interminable que le estrujó las carnes y la hizo padecer una sed insaciable. Vencido, Pedro García pidió permiso al patrón para llevarla al pueblo en una carreta. Los dos niños lo acompañaron. El médico del hospital de las monjas examinó cuidadosamente a Pancha y dijo al viejo que estaba perdida, que si se la hubiera llevado antes y no le hubiera provocado esa sudadera, habría podido hacer algo por ella, pero que ya su cuerpo no podía retener ningún líquido y era igual que una planta con las raíces secas. Pedro García se ofendió y siguió negando su fracaso aun cuando regresó con el cadáver dé su hija envuelto en una manta, acompañado por los dos niños asustados, y lo desembarcó en el patio de Las Tres Marías refunfuñando contra la ignorancia del doctor. La enterraron en un sitio privilegiado en el pequeño cementerio junto a la iglesia abandonada, al pie del volcán, porque ella había sido, en cierta forma, mujer del patrón, pues le había dado el único hijo que llevó su nombre, aunque nunca llevó su apellido, y un nieto, el extraño Esteban García, que estaba destinado a cumplir un terrible papel en la historia de la familia.

Un día el viejo Pedro García les contó a Blanca y a Pedro Tercero el cuento de las gallinas que se pusieron de acuerdo para enfrentar a un zorro que se metía todas las noches en el gallinero para robar los huevos y devorarse los pollitos. Las gallinas decidieron que ya estaban hartas de aguantar la prepotencia del zorro, lo esperaron organizadas y cuando entró al gallinero, le cerraron el paso, lo rodearon y se le fueron encima a picotazos hasta que lo dejaron más muerto que vivo.

— Y entonces se vio que el zorro escapaba con la cola entre las piernas, perseguido por las gallinas–terminó el viejo.

Blanca se rió con la historia y dijo que eso era imposible, porque las gallinas nacen estúpidas y débiles y los zorros nacen astutos y fuertes, pero Pedro Tercero no se rió. Se quedó toda la tarde pensativo, rumiando el cuento del zorro y las gallinas, y tal vez ése fue el instante en que el niño comenzó a hacerse hombre.

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