Pitt y Tellman volvieron a la casa de Southampton Row. Pitt estaba cada vez más seguro de que le observaban cuando entraba en Keppel Street, aunque en realidad nunca había visto a nadie aparte del cartero que se había mostrado tan inquisitivo, y el vendedor de leche que solía estar con su carro en la esquina de la calle flanqueada de antiguas caballerizas que comunicaba con Montague Place.
Había recibido dos breves cartas de Charlotte en las que le decía que todo iba bien; le echaban muchísimo de menos, pero aparte de eso lo estaban pasando en grande. Ninguna de las dos cartas llevaba remite. El había contestado, pero se había asegurado de echar las cartas lejos de Keppel Street, donde el cartero inquisitivo no pudiera encontrarlas.
La casa de Southampton Row parecía tranquila, hasta idílica, aquella calurosa mañana de finales de verano. Como siempre, había recaderos por la calle que silbaban mientras llevaban pescado, pollo o algún mensaje. Uno de ellos gritó un piropo atrevido a una doncella que ahuyentaba un gato de las escaleras, y ella le regañó con una risita.
– ¡Calla, bobo! ¡Nada de flores!
– ¡Violetas! -gritó él detrás de ella, agitando los brazos.
El interior de la casa era algo bien distinto. Las cortinas estaban parcialmente corridas, como correspondía en una casa de luto, aunque mucha gente las corría de todos modos para proteger las habitaciones de la intensa luz o tener más privacidad.
El salón en el que había muerto Maude Lamont seguía como ella lo había dejado. Lena Forrest los recibió con bastante amabilidad, aunque todavía parecía cansada y se le veía más tensa. Tal vez había empezado a comprender que la muerte de Maude era algo real y que dentro de poco tiempo se vería en la necesidad de encontrar otro empleo. No podía ser fácil vivir sola en la casa donde una mujer, a quien uno había conocido y visto cada día en las circunstancias más íntimas, había sido asesinada hacía apenas una semana. Decía mucho de su fortaleza que no hubiera perdido el control de sí misma.
Aunque sin duda había contemplado muchas veces la muerte, y el hecho de que trabajara para Maude Lamont no significaba que le tuviera afecto. Podía haber sido una señora dura, exigente, crítica y poco considerada. Algunas mujeres creían que sus criadas debían estar disponibles a cualquier hora del día o de la noche para atender sus recados, tanto si eran realmente necesarios como si no.
– Buenos días, señorita Forrest -dijo Pitt con cortesía.
– Buenos días, señor -respondió ella-. ¿Qué puedo hacer por ustedes? -Abarcó también a Tellman con la mirada. Estaban de pie en el salón, inquietos, todos ellos conscientes de lo que había ocurrido allí, aunque no del motivo. Pitt había estado reflexionando mucho sobre el tema y había hablado brevemente de ello por el camino.
– Siéntese, por favor -sugirió Pitt-, y él y Tellman también lo hicieron-. Señorita Forrest -empezó. Ella estaba muy atenta-. Puesto que la puerta principal estaba cerrada con llave, la puerta vidriera que da al jardín -le lanzó una mirada- estaba cerrada pero no con llave, y la única manera de salir del jardín era por la puerta que da a Cosmo Place, que estaba cerrada pero sin atrancar, es inevitable llegar a la conclusión de que a la señorita Lamont la asesinó una de las personas que estuvieron en la casa durante la sesión de espiritismo. La única alternativa es que los tres estuvieran confabulados, y no parece muy probable.
Ella asintió en silencio. En su rostro no se advertía ninguna señal de sorpresa. Seguramente ella ya había llegado a esa conclusión.
Había tenido una semana para pensar en ello, y aquel asunto debía de haber desplazado casi todos los pensamientos de su cabeza.
– ¿Se le ha ocurrido alguna razón por la que alguien podría haber querido hacer daño a la señorita Lamont?
Ella vaciló con una expresión dubitativa. Saltaba a la vista que la embargaba una fuerte emoción.
– Por favor, señorita Forrest -dijo Pitt en tono apremiante-. Era una mujer que tenía oportunidad de descubrir algunos de los secretos más íntimos y delicados de la vida de sus clientes, cosas de las que podrían haberse sentido terriblemente avergonzados, pecados del pasado, tragedias demasiado dolorosas para ser olvidadas. -Vio la instantánea compasión que asomó a su cara, como si su imaginación alcanzara a aquella gente y viera el horror de sus recuerdos con todos sus horribles detalles. Tal vez había trabajado para otras señoras que habían padecido profundas congojas: muertes de hijos, matrimonios desdichados, aventuras sentimentales que las atormentaban… La gente no siempre se daba cuenta de lo bien que conocía una criada a su señora, de lo mucho que sabía en ocasiones sobre su vida más íntima. Algunas señoras tal vez preferían verlas como confidentes silenciosas; otras tal vez se horrorizarían solo con pensar que otra persona pudiera presenciar sus momentos de mayor privacidad y llegara a saber tantas cosas. Del mismo modo que ningún hombre era un héroe para su ayuda de cámara, ninguna mujer era un misterio para su criada.
– Sí -murmuró Lena-. Nadie tiene secretos para una buena médium, y ella era muy buena.
Pitt la miró, tratando de descifrar su cara, su mirada, intentando descubrir si sabía más de lo que sugerían sus escuetas palabras. A Maude Lamont le habría resultado difícil ocultar a su criada la existencia de un cómplice, tanto para amañar sus manifestaciones como para obtener información personal acerca de futuros clientes. La presencia de un amante también se habría revelado tarde o temprano, aunque solo fuera en la actitud de Maude. ¿Se guardaba esos secretos Lena Forrest por lealtad a la muerta, o por instinto de supervivencia, porque, si los sacaba a la luz, quién iba a contratarla entonces en el futuro para ejercer un empleo tan delicado? Y ella debía tenerlo en cuenta. Maude Lamont ya no estaba allí para dar buenas referencias de ella en lo relativo a su carácter o sus cualidades. Lena venía de una casa donde se había cometido un asesinato. Sus perspectivas eran, si no desesperadas, al menos muy poco halagüeñas.
– ¿Recibía visitas con regularidad, al margen de las sesiones de espiritismo? -preguntó Tellman-. Estamos buscando a las personas que le daban información sobre la gente a la que ella luego decía… las cosas que quería oír.
Lena bajó la vista, aparentemente avergonzada.
– No hace falta saber mucho. La gente se delata sola. Y a ella se le daba muy bien interpretar las caras, comprender lo que no decían. Adivinaba cosas con mucha rapidez. No sabe las veces que yo pensaba algo y ella sabía qué era antes de que se lo dijera.
– Hemos buscado agendas por toda la casa -dijo Tellman a Pitt-. No hemos encontrado nada aparte de listas de clientes. Debía de memorizarlo todo.
– ¿Qué pensaba usted de sus facultades, señorita Forrest? -preguntó Pitt de pronto-. ¿Cree en la capacidad de ponerse en contacto con los espíritus de los muertos? -La observó con atención. Ella había negado que hubiera ayudado a Maude Lamont, pero sin duda había recibido alguna ayuda, y allí no había nadie más.
Lena inspiró hondo y exhaló el aire en un suspiro.
– No lo sé. Como mi madre y mi hermana han muerto, me gustaría creer que están en alguna parte donde pudiera volver a hablar con ellas. -Su rostro se ensombreció, dominado por una emoción tan profunda que a duras penas podía controlarla. Era más que evidente que seguía sintiendo un gran vacío, y Pitt lamentó tener que avivar el dolor, y más delante de otras personas. Era un tema que requería privacidad.
– ¿Ha visto usted alguna manifestación? -preguntó. La respuesta al asesinato de Maude Lamont se escondía, al menos en parte, en aquella casa, y tenía que encontrarla, tanto si afectaba a Voisey o a las elecciones como si tenía otro tipo de implicaciones. No podía dejar que el asesinato quedara impune, independientemente de la víctima y el motivo.
– Eso creía -dijo ella vacilante-. Hace mucho tiempo. Pero cuando quieres algo desesperadamente, como hacía esa gente… -miró de reojo las sillas donde los clientes de Maude se habían sentado en las sesiones de espiritismo- tal vez lo veas de todos modos, ¿no?
– Sí, es posible -coincidió él-. Pero a usted no le interesaban los espíritus con los que esa gente quería ponerse en contacto. Piense en todo lo que oyó, todo lo que sabía que la señorita Lamont era capaz de inventar. Hemos oído hablar a otros clientes de voces, música, pero la levitación parece haber ocurrido solo aquí.
Ella parecía desconcertada.
– Elevarse en el aire -explicó Pitt, y vio un repentino destello de comprensión en su mirada-. Tellman, eche otro vistazo a la mesa -ordenó. Se volvió hacia Lena Forrest-. ¿Recuerda haber visto algo distinto la mañana siguiente a una sesión: alguna cosa fuera de lugar, un olor característico, polvos, cualquier cosa?
La mujer guardó silencio tanto tiempo que él se preguntó si se estaba concentrando en algo o sencillamente no tenía intención de responder.
Tellman estaba sentado en la silla que solía ocupar Maude. Lena tenía la vista clavada en él.
– ¿Movió alguna vez la mesa? -preguntó Pitt de pronto.
– No. Está clavada al suelo -respondió Tellman-. He tratado de moverla antes.
Pitt se levantó.
– ¿Y la silla? -Mientras lo decía se acercó a ella, y Tellman se puso de pie y la levantó. Con gran sorpresa, vio que había cuatro leves hendiduras en las tablas del suelo donde habían estado apoyadas las patas. Seguramente ni siquiera el uso continuado podría haberlas hecho. Se acercó a una de las otras sillas y la levantó. No había hendiduras. Alzó la vista rápidamente hacia Lena Forrest y advirtió en su cara que sabía algo.
– ¿Dónde está la palanca? -preguntó en tono grave-. Está en una situación muy precaria, señorita Forrest. No ponga en peligro su futuro mintiendo a la policía. -Detestaba las amenazas, pero no podía perder tiempo tratando de levantar el suelo de madera para encontrar el mecanismo, y necesitaba saber hasta qué punto estaba involucrada ella. Podía ser crucial más adelante.
Lena Forrest se levantó lívida y rodeó la silla. Se inclinó y tocó el centro de una de las flores talladas en el borde de la mesa.
– Apriétela -ordenó él.
La mujer le obedeció, y por un instante no pasó nada.
– ¡Vuelva a apretarla! -repitió él.
Ella se quedó totalmente inmóvil.
Poco a poco la silla empezó a levantarse, y al bajar la vista, Pitt vio que también se levantaban las tablas del suelo, pero solo las que soportaban las cuatro patas. Las demás permanecieron en su sitio. No se oyó ningún ruido. Cuando estuvieron unos veinte centímetros por encima de la otra parte del suelo, se detuvieron.
Pitt se quedó mirando a Lena Forrest.
– De modo que usted conocía al menos este truco.
– Lo he descubierto hace poco -dijo ella con voz temblorosa.
– ¿Cuándo?
– Después de su muerte. Empecé a buscar. No se lo dije porque parecía… -Bajó la vista y luego la levantó rápidamente-. Bueno, ahora está muerta. Supongo que ya no puede hacer nada. Ahora no sabe nada.
– Creo que será mejor que nos diga qué más ha descubierto, señorita Forrest.
– No sé nada más, solo lo de la silla. Yo… me enteré de lo que hacía a través de alguien que vino… con flores, para decirme lo mucho que lo sentía. De modo que miré. Yo nunca estuve en una sesión de espiritismo. ¡Nunca!
Pitt no logró sonsacarle nada más. Un minucioso examen de la silla y la mesa y una visita al sótano revelaron un mecanismo muy sofisticado y en perfecto estado, junto con varias bombillas para las lámparas eléctricas con las que estaba equipada la casa y que también funcionaban mediante un generador situado en el sótano.
– ¿Por qué hay tantas bombillas? -preguntó Pitt pensativo cuando regresaron al salón-. No hay electricidad en la mayor parte de la casa, solo en el salón y el comedor. El resto son lámparas de gas y carbón para las estufas.
– Ni idea -confesó Tellman-. Parece que utilizaba la electricidad sobre todo para los trucos. De hecho, ahora que lo pienso, solo hay tres lámparas eléctricas. ¿Tal vez se proponía instalar más?
– ¿Y compró primero las bombillas? -Pitt arqueó las cejas.
Tellman encogió sus hombros cuadrados y enjutos.
– Lo que debemos averiguar es qué sabía de esas tres personas para que una de ellas la matara. Todos tenían secretos de alguna clase y ella les hacía chantaje. ¡Me apuesto lo que sea!
– Bueno, Kingsley venía por la muerte de su hijo -respondió Pitt-. La señora Serracold quería ponerse en contacto con su madre, de modo que lo suyo seguramente es un asunto familiar del pasado. Tenemos que averiguar quién era Cartucho y por qué venía.
– ¡Y por qué no dijo ni siquiera su nombre! -exclamó Tellman furioso-. Para mí que es alguien a quien reconoceríamos. Y su secreto es tan terrible que no podía correr riesgos. -Gruñó-. ¿Y si ella le reconoció, y por eso él tuvo que matarla?
Pitt pensó en ello unos instantes.
– Pero según la señora Serracold y el general Kingsley, no quería hablar con nadie en particular…
– ¡Aún no! ¡Tal vez lo habría hecho cuando se hubiera convencido de que ella tenía poderes! -exclamó Tellman, cada vez más seguro-. O tal vez cuando se hubiera convencido de que era una auténtica médium, habría preguntado por alguien. ¿Y si todavía la estaba poniendo a prueba? Según los dos testigos, daba la impresión de que era eso lo que intentaba hacer.
Tellman tenía razón. Pitt lo reconocía, pero no tenía respuesta. La sugerencia de que la tercera persona podía haber sido Francis Wray no era verosímil; no si se daba por supuesto que se había arrodillado deliberadamente sobre el pecho de Maude Lamont y le había metido a la fuerza por la boca la clara de huevo y la muselina, y la había sujetado hasta que se había asfixiado, boqueando mientras se le llenaban los pulmones y luchando por su vida.
Tellman le observaba.
– Tenemos que encontrarle -dijo en tono sombrío-. El señor Wetron insiste en que es el hombre de Teddington. Dice que encontraremos las pruebas allí si las buscamos. Ha sugerido como quien no quiere la cosa que envíe a una brigada de hombres y…
– ¡No! -le interrumpió Pitt con brusquedad-. Si alguien tiene que ir, lo haré yo.
– Entonces será mejor que vayas hoy -advirtió Tellman-. O Wetron podría…
– La Brigada Especial se ocupa de este caso -le interrumpió de nuevo Pitt.
Tellman se puso rígido; su resentimiento todavía era patente en su mirada y en su expresión severa. Tenía la mandíbula tensa y un pequeño músculo le palpitaba en la sien.
– Pero no tenemos muchos resultados, ¿me equivoco?
Pitt notó cómo se sonrojaba. Era una crítica justa, pero aun así ofendía, y el hecho de que en la Brigada Especial estuviera fuera de su elemento y fuese consciente de ello, y que otra persona ocupara su cargo en Bow Street, solo empeoraba las cosas. No se atrevía a pensar en el fracaso, pero era una idea que siempre estaba presente de forma vaga en su mente, esperando un momento de descuido. Cuando estaba en su casa vacía, cansado y sin saber bien cuál debía ser el siguiente paso en la investigación, aparecía como un hoyo negro que se abriese a sus pies, y el riesgo a caer en él era una posibilidad demasiado real.
– Iré -dijo tajantemente-. Y tú más vale que trates de averiguar cómo obtenía la información para los chantajes. ¿Se limitaba a observar y escuchar, o investigaba de forma activa? Tal vez nos sea útil.
Tellman estaba indeciso, y en su rostro se reflejaban sentimientos encontrados. ¿Cólera? ¿Culpabilidad? Tal vez lamentaba haber dicho en alto lo que pensaba.
– Te veré mañana -murmuró, y se volvió para marcharse.
Sentado en el tren en dirección a Teddington, Pitt se planteó todas las posibles líneas de investigación relacionadas con Francis Wray. Tenía presente en todo momento el folleto que había visto en la mesa y que anunciaba los servicios de Maude Lamont, y la expresión furiosa de Wray al oír hablar de médiums. Se resistía a creer que el anciano estaba tan afectado por la muerte de su mujer que había perdido el equilibrio mental, y, abismado en el dolor, había abandonado la fe que había profesado toda su vida y había acudido a una médium. Desde luego, no sería el primero en hacerlo, ni tampoco resultaría raro. Y con su vehemente convicción de estar cometiendo un pecado, habría identificado a la médium con la ofensa, ¡y habría tratado de aplacar el odio que sentía hacia sí mismo acabando con ella! Cuanto más se introducía ese pensamiento en su cabeza, más ferozmente trataba de negarlo.
Al llegar a Teddington se apeó del tren, pero esta vez no se detuvo en Udney Road y se encaminó a High Street. Le desagradaba tener que interrogar a los aldeanos sobre Francis Wray, pero no le quedaba otra salida. Si no lo hacía, Wetron enviaría a otros hombres que serían aún más torpes y causarían más daño.
Tenía que ser ingenioso. No podía decir abiertamente: «¿Cree que el señor Wray ha perdido el juicio?». De modo que optó por preguntar si había extraviado cosas, si había tenido algún lapsus de memoria, si a alguien le preocupaba que no estuviera bien. Dar con las palabras adecuadas no le resultó tan difícil como había esperado, pero verse en la obligación de indagar cómo había afectado al anciano la pérdida le pareció una de las cosas más desagradables que jamás había hecho, no para la gente a quien se dirigió sino para él mismo.
Todas las respuestas contenían los mismos elementos. Francis Wray era muy estimado y admirado; tal vez el adjetivo «estimado» no tenía suficiente fuerza. Pero las personas que le respondieron también estaban preocupadas por él, conscientes de que su pérdida lo había sumido en un estado de vulnerabilidad superior al que ellos consideraban que podía sobrellevar. Sus amigos no habían sabido si ir a visitarlo o no. ¿Era una forma de intrusión ante un sentimiento íntimo o un alivio de la profunda soledad que reinaba en la casa, sin nadie con quien hablar aparte de la joven Mary Ann, que cuidaba de él pero apenas le hacía compañía?
Logró sonsacar algo a uno de aquellos amigos, un hombre aproximadamente de la edad de Wray y también viudo. Pitt lo encontró en su jardín, atando unas malvarrosas magníficas a una altura situada muy por encima de su cabeza.
– Solo me preocupa -se justificó Pitt-. No tengo ninguna queja.
– No, por supuesto -respondió Duncan, tirando de un trozo de cordel del ovillo y cortándolo con torpeza con sus tijeras de podar-. Me temo que cuando nos hacemos viejos y nos quedamos solos tendemos a dar la lata sin darnos cuenta. -Sonrió compungido-. Supongo que yo mismo lo hice los dos primeros años después de la muerte de mi mujer. A veces no podemos soportar hablar con la gente, y otras veces no les dejamos en paz. Me alegro de que simplemente desee aclarar que no es su intención ofender. -Cortó otro trozo de cordel y miró a Pitt con aire apenado-. Las señoras jóvenes pueden malinterpretar, sin duda con razón, el deseo de disfrutar de vez en cuando de su compañía.
Pitt sacó de mala gana el tema de las sesiones de espiritismo.
– ¡Oh, cielos, qué desgracia! -La cara del señor Duncan se tiñó de preocupación-. Me temo que está muy en contra de esa clase de cosas. Él estaba aquí cuando vivimos una tragedia en el pueblo, hace ya bastantes años. -Se mordió el labio, olvidando las malvarrosas-. Una joven tuvo un hijo fuera del matrimonio, ya sabe. Se llamaba Penélope. El niño murió poco después del parto, el pobrecillo. Penélope se quedó consternada por el dolor y acudió a una espiritista, que le prometió que se pondría en contacto con el niño muerto. -Suspiró-. Como era de esperar, la mujer era una impostora, y cuando Penélope se enteró se puso como loca del disgusto. Por lo visto se creía que había hablado con el niño y que había ido a un lugar mucho mejor. Se había sentido reconfortada. -Se le tensaron los músculos de su rostro-. Y entonces el engaño le hizo enloquecer y se quitó la vida.
Fue horrible, y el pobre Francis lo vio todo y no pudo hacer nada por impedirlo.
»Quiso que se enterrara a la criatura como es debido, pero, por supuesto, no lo logró, ya que era un hijo ilegítimo y no estaba bautizado. Sus relaciones con el pastor del pueblo se resintieron mucho después de aquello. Los sentimientos se mantuvieron durante bastante tiempo. Francis habría bautizado al niño a pesar de todo y habría aceptado las consecuencias. Pero, claro, no tenía poder para hacerlo.
Pitt trató de dar con las palabras que expresaran las emociones que estaban a punto de estallar en su interior, pero no encontró ninguna que se aproximara a la cólera o la impotencia que sentía.
– Por supuesto, la consoló lo mejor que pudo -continuó Duncan-. Sabía que aquella mujer perversa era una impostora, pero Penélope no quiso escuchar. Estaba desesperada y se aferraba a la esperanza de que su pobre hijo seguía existiendo en alguna parte. Era muy joven. Lógicamente, desde entonces Francis está absolutamente en contra de toda clase de actividad espiritista. De vez en cuando ha emprendido una especie de cruzada.
– Sí -dijo Pitt, mientras la compasión recorría todo su ser con un intenso dolor-. Entiendo cómo se siente. Pocas cosas hay tan amargas y crueles, aunque no haya sido intencionado.
– Sí, desde luego -asintió Duncan-. Entiendo su rabia. Creo que yo mismo me sentí igual entonces.
Pitt le dio las gracias y se despidió. No hacía falta interrogar a más personas. Era el momento de volver a enfrentarse a Wray y presionarle para que dijera con más exactitud dónde había estado la noche que, según la agenda de Maude Lamont, Cartucho había estado en Southampton Row.
Cuando Pitt llegó a Udney Road, Mary Ann le hizo pasar sin preguntarle nada, y Wray en persona lo recibió con una sonrisa en el umbral de su gabinete. Ni siquiera preguntó a Pitt si iba a quedarse a tomar té, sino que pidió directamente a Mary Ann que lo preparara, acompañado de sándwiches y bollos con confitura de ciruela.
– La cosecha del año pasado fue excelente -dijo con entusiasmo, entrando en el gabinete e invitando a Pitt a sentarse. Parpadeó y bajó la voz, empleando un tono muy suave-. A mi mujer se le daba extraordinariamente bien hacer confitura. La de ciruela era una de sus favoritas.
Pitt se sintió fatal. Estaba seguro de que se le notaban en la cara los remordimientos que le acosaban cuando pensaba que debía hurgar en el dolor de aquel hombre que tan abiertamente mostraba el afecto que le tenía y que confiaba en él, y no tenía ni la más remota sospecha de que no estaba allí por motivos de amistad sino para hacer su trabajo.
– Tal vez sería mejor que yo no la tomara -dijo Pitt con tristeza-. ¿No preferiría guardarla para…? -No estaba seguro de qué quería decir.
– No, no -aseguró Wray-. De ninguna manera. Me temo que se ha acabado toda la de frambuesa. He abusado un poco. Pero me encantaría compartir esta con usted. A ella se le daba realmente bien. -Una repentina preocupación ensombreció su mirada-. ¿A menos, por supuesto, que no le guste?
– ¡Ya lo creo que sí! ¡Me encanta!
– Bien. Entonces la tomaremos. -Wray sonrió-. Ahora dígame por qué está aquí y cómo se encuentra, señor Pitt. ¿Ha encontrado al desgraciado que estaba viendo a la médium que murió?
Pitt aún no estaba preparado para abordar aquel tema. Creía que tenía un plan claro y se dio cuenta de que no era así.
– No… no lo he encontrado -respondió-. Y es importante que lo haga. Tal vez sepa algo que me ayude a averiguar por qué la mató.
– Dios mío, qué triste. -Wray sacudió la cabeza-. Esas cosas siempre tienen consecuencias funestas, ¿sabe? No debemos jugar con ellas. Aunque creamos que son inocentes, al hacerlo descubrimos al diablo nuestras debilidades. Y no lo dude, señor Pitt, es una invitación que él no pasará por alto.
Pitt estaba avergonzado. Era un ámbito de reflexión sobre el que nunca había meditado, tal vez porque su fe se basaba más en la moralidad que en la metafísica de Dios o Satanás, y nunca se había planteado si creía en la invocación de espíritus. Sin embargo, Wray hablaba muy en serio. La pasión reflejada en su rostro era inconfundible.
– Parece probable que esa mujer cometiera un delito muy humano, señor Wray. Chantaje.
Wray sacudió la cabeza.
– Una clase de asesinato moral, diría yo -afirmó en voz muy baja-. Pobrecilla. Me temo que ha renunciado a muchas cosas.
No pudo decir nada más sobre el tema porque llamaron a la puerta, y un momento después apareció Mary Ann con la bandeja del té. Estaba llena de platos que parecían pesados, y Pitt se levantó rápidamente para cogérsela de las manos, por si se le caía mientras hacía el esfuerzo por mantener la puerta abierta.
– Gracias, señor -dijo ella con incomodidad, ruborizándose ligeramente-. ¡Pero no tiene por qué molestarse!
– No es ninguna molestia -aseguró Pitt-. Tiene un aspecto magnífico y es muy abundante. No me había dado cuenta de que tenía tanta hambre.
Satisfecha, Mary Ann hizo una pequeña inclinación y salió casi corriendo, dejando que Wray sirviera a Pitt con una sonrisa.
– Una buena chica -dijo con un gesto de asentimiento-. Hace todo lo posible por atenderme.
Cualquier respuesta hubiera resultado trillada. El contenido de la bandeja demostraba sus cuidados de forma más contundente que cualquier palabra.
Comieron con gratitud en silencio durante unos minutos. El té estaba caliente, los sándwiches eran deliciosos, y los bollos recién hechos, untados con mantequilla y la exquisita y dulce confitura, se desmigajaban solo con tocarlos.
Pitt dio un bocado a un bollo y levantó la vista. Wray le observaba con atención, como si esperara su reacción para ver si realmente le gustaba la confitura de ciruela y no soportara preguntárselo.
Pitt no sabía si dedicarle unos elogios encendidos, temiendo que sonaran forzados y que al final la condescendencia fuera peor que el silencio. La compasión podía ser la mayor ofensa. Y sin embargo, mostrarse poco entusiasta también podía ser desacertado, insensible e inútil.
– Es una pena que se acabe -dijo con la boca llena-. Será difícil volver a encontrar una como esta. Tiene sabor y textura. Debe de contener la cantidad exacta de azúcar, porque no tiene un gusto dulzón que estropee el sabor de la fruta. -Respiró hondo y pensó en Charlotte, en Voisey, en todo lo que podía perder y en cómo eso destruiría todo lo bueno y valioso que había en su mundo-. Mi mujer hace la mejor mermelada que jamás he probado -añadió, y se quedó horrorizado al oír su voz ronca.
– ¿En serio? -Wray se esforzó por dominarse y hablar con cierta normalidad. Allí estaban dos hombres que apenas se conocían, tomando el té de la tarde y compartiendo sus opiniones sobre confituras y mermeladas, y sobre mujeres a las que amaban más de lo que podría expresar cualquier palabra.
A Wray se le empañaron los ojos, y las lágrimas corrieron por sus mejillas.
Pitt se comió el último trozo de su bollo.
Wray inclinó la cabeza. Los hombros empezaron a temblarle, y acto seguido comenzaron a sacudirse. Hizo un esfuerzo por dominarse.
Pitt se levantó con sigilo, rodeó la mesa y se sentó de lado en el brazo del sofá del anciano. Con poca confianza al principio, y luego con más seguridad, le puso una mano en el hombro, que le pareció sorprendentemente frágil. A continuación le rodeó con el brazo y, a medida que relajaba el peso, le dejó llorar. Tal vez fuese la primera vez que se permitía hacerlo desde la muerte de su mujer.
No tenía ni idea de cuánto tiempo llevaban allí sentados cuando Wray dejó por fin de estremecerse y se irguió.
Debía darle la oportunidad de recuperar la dignidad. Sin mirarlo, Pitt se levantó y se acercó a la puerta vidriera que daba al jardín soleado. Le daría diez minutos por lo menos para que se calmara y se lavara la cara, y luego podrían fingir que no había ocurrido nada.
Estaba de pie mirando hacia la calle cuando vio que se acercaba un carruaje. Era precioso, con excelentes caballos y un cochero con librea. Observó con sorpresa que se detenía ante la puerta y que de él se apeaba una mujer con una cesta cubierta con una tela. Era muy atractiva, con el cabello oscuro y una cara que no resultaba del todo hermosa a primera vista, pero que denotaba una gran inteligencia y personalidad. Andaba con un garbo poco común, y no pareció repara en él hasta que tuvo la mano en el picaporte. En un principio tal vez supuso que era el jardinero, hasta que le miró con más atención y se fijó en su ropa.
– Buenas tardes -dijo con calma-. ¿Está el señor Wray?
– Sí, pero no se siente muy bien -respondió Pitt, acercándose a ella-. Estoy seguro de que se alegrará de verla, pero por cortesía creo que deberíamos dejarle unos minutos para recuperarse, ¿señora…?
– Cavendish -respondió ella. Tenía una mirada muy directa-. Conozco a su médico y no es usted. ¿Quién es usted, señor?
– Me llamo Pitt. Solo soy un amigo.
– ¿Deberíamos llamar a su médico? Puedo enviar mi coche inmediatamente. -Se volvió parcialmente-. ¡Joseph! El doctor Trent…
– No es necesario -se apresuró a decir Pitt-. Dentro de unos minutos se sentirá mucho mejor.
Ella parecía dubitativa.
– Por favor, señora Cavendish. Si es amiga suya, tal vez su compañía sea lo que más le ayude. -Pitt bajó la vista hacia la cesta.
– Le he traído unos libros -dijo ella con una leve sonrisa-. Y unas tartas de confitura. ¡Oh! No hay de ciruela… solo de frambuesa.
– Es muy amable -dijo Pitt con sinceridad.
– Le tengo mucho aprecio -respondió ella-. Como se lo tenía a su mujer.
Se quedaron al sol unos minutos más, y luego la puerta vidriera se abrió y salió Wray, caminando con cautela como si no estuviera muy seguro de su equilibro. Tenía las mejillas sonrosadas y los ojos enrojecidos, pero era evidente que se había arrojado un poco de agua a la cara y prácticamente se había recuperado. Pareció sorprenderse al ver a la señora Cavendish, pero no le desagradó en absoluto; tal vez solo se avergonzó de que lo encontrara en aquel estado de agitación apenas disimulado. No miró a Pitt a los ojos.
– Querida Octavia -dijo, efusivo-, es un detalle que vuelvas, por aquí, y tan pronto. Eres realmente generosa.
Ella le sonrió con afecto.
– Pienso muy a menudo en ti -respondió-. Me apetecía venir. Todos te tenemos muchísimo aprecio. -Le dio la espalda a Pitt, como si deseara excluirlo del comentario. Luego apartó la tela de la cesta. He encontrado unos libros que tal vez quieras leer, y unas tartas. Espero que te gusten.
– Qué detalle -dijo él haciendo un gran esfuerzo por mostrarse complacido-. ¿Quieres pasar y tomar una taza de té?
La mujer aceptó y, lanzando una mirada a Pitt, se acercó a la puerta vidriera.
Wray se volvió hacia Pitt.
– Señor Pitt, ¿quiere volver a entrar? Está en su casa. Tengo la impresión de que no le he ayudado mucho, aunque confieso que no tengo ni idea de cómo hacerlo.
– No estoy seguro de que haya una manera -respondió Pitt sin pararse a pensar en la derrota implícita del comentario-. Y no ha podido ser más hospitalario conmigo. No lo olvidaré. -No mencionó la confitura, pero por el repentino brillo en los ojos de Wray y la manera en que se ruborizó, supo que le había comprendido perfectamente.
– Gracias -dijo Wray emocionado, y antes de volver a desmoronarse, se volvió y siguió a la señora Cavendish hasta la puerta vidriera y entró detrás de ella.
Pitt caminó entre las flores hasta la verja y salió a Udney Road.