Capítulo 12

La mañana siguiente fue una de las peores de la vida de Pitt. Había logrado conciliar el sueño aferrándose con gratitud a la idea de que al menos Charlotte, los niños y Gracie estaban fuera de peligro. Se despertó viéndolos en su imaginación y se sorprendió a sí mismo sonriendo.

Luego recuperó la memoria y se acordó de que Francis Wray había muerto, posiblemente por voluntad propia, solo y desesperado. Lo recordaba de forma muy vivida sentado a la mesa, disculpándose por no tener bizcocho o confitura de frambuesa que ofrecerle, y compartiendo a cambio la atesorada mermelada de ciruela con tanto orgullo.

Pitt estaba acostado en la cama mirando el techo. La casa estaba en silencio. Eran las seis pasadas; faltaban dos horas para que llegara la señora Brady. No se le ocurría ninguna razón para levantarse, pero sus pensamientos no iban a permitirle volver a conciliar el sueño. Aquella era la venganza de Voisey, y era perfecta. ¿Sabía Wetron que le estaba ayudando cuando había enviado a Tellman para que incitase a Pitt a volver a Teddington una segunda vez y a hacer preguntas por el pueblo?

Wray era la víctima perfecta, un anciano afligido y olvidadizo, demasiado honrado para callarse su aversión ante lo que creía que era un pecado contra Dios: invocar a los muertos. Voisey seguramente se había enterado de la historia de la joven Penélope, que había perdido a su hijo y que en su desesperación había acudido a una médium, quien la había utilizado y embaucado y le había arrebatado su dinero, y a quien habían pillado luego en un fraude barato. ¡Después de todo, había ocurrido en el mismo pueblo donde vivía su hermana! Una situación demasiado idónea para dejarla pasar.

Quizá había sido Octavia Cavendish quien había llevado el folleto de Maude Lamont a su casa. Le habría resultado bastante fácil dejarlo en un lugar destacado donde Pitt lo viera. A ambos los habían llevado como corderos al matadero… y en el caso de Wray, de forma literal. A Pitt le esperaba algo más lento, más exquisito. Sufriría y Voisey se dedicaría a observar mientras saboreaba su triunfo.

Era estúpido quedarse en la cama pensando en ello. Se levantó rápidamente y, después de lavarse, afeitarse y vestirse, bajó en medio del silencio reinante para prepararse una taza de té y dar de comer a Archie y Angus. Él no tenía apetito.

¿Qué le iba a decir a Charlotte? ¿Cómo iba a explicarle otra calamidad? Se quedó aturdido solo con pensarlo.

Perdió la noción del tiempo sentado en la cocina, dejando que el té se enfriara, hasta que finalmente se levantó y hurgó en sus bolsillos en busca de calderilla para salir a comprar el periódico.

Todavía no habían dado las ocho. Era una mañana tranquila y una luz pálida se filtraba a través de la bruma que envolvía la ciudad, aunque el sol ya estaba alto. Estaban a mediados de verano y las noches eran cortas. Había mucha gente por la calle: recaderos, conductores de carros de reparto, vendedores ambulantes a la caza de un cliente madrugador; las criadas sacaban ruidosamente la basura al patio mientras daban órdenes a los limpiabotas y a las fregonas, o decían a las sirvientas que estaban a su cargo qué hacer y cómo hacerlo. De vez en cuando Pitt oía a alguien sacudir una alfombra y veía cómo se elevaba en el aire una fina nube de polvo.

En la esquina estaba el chico que vendía periódicos, el mismo de todos los días, pero esta vez no le sonrió ni le saludó.

– No creo que lo quiera -dijo, sombrío-. Debo reconocer que me ha sorprendido. Sabía que era usted un poli, aunque vive en un barrio bonito y todo lo demás. Nunca pensé que sería capaz de hacer que un hombre se suicidase. Son dos peniques.

Pitt le dio el dinero y el chico lo cogió sin decir nada más, volviéndose ligeramente tan pronto como hubo terminado la conversación.

Pitt volvió a su casa sin abrir el periódico. A su lado pasaron otras dos o tres personas. Ninguna de ellas le dirigió la palabra. No tenía ni idea de si lo habrían hecho en circunstancias normales. Estaba demasiado aturdido para pensar.

Una vez dentro, volvió a sentarse a la mesa de la cocina y abrió el periódico. No estaba entre las noticias principales -copadas por las elecciones, como había esperado-, pero tan pronto como las pasó, encontró en el centro de la parte superior de la página cinco lo siguiente:


Lamentamos profundamente tener que informar del fallecimiento del pastor Francis W. Wray, hallado en su casa de Teddington el día de ayer. Tenía setenta y tres años, y seguía desconsolado por la reciente defunción de su amada esposa, Elisa. No deja hijos, pues todos fallecieron a temprana edad.

La policía, en la persona de Thomas Pitt, relevado recientemente del mando de la comisaría de Bow Street y por tanto sin autoridad reconocida, fue a ver al señor Wray varias veces y habló con sus vecinos, haciéndoles preguntas muy personales e indiscretas acerca de la vida y opiniones del señor Wray y su comportamiento reciente. Él negó que aquello formara parte de su hasta ahora infructuosa investigación del asesinato de la médium y organizadora de sesiones de espiritismo, la señorita Maude Lamont, que se cometió en Southampton Row, Bloomsbury.

Después de hacer nuevas indagaciones en el pueblo, el señor Pitt fue a ver al señor Wray a su casa, y una persona que acudió a visitarle más tarde encontró al señor Wray en un estado muy agitado, como si le hubieran hecho llorar.

A la mañana siguiente, el ama de llaves del señor Wray, Mary Ann Smith, encontró al señor Wray muerto en su sofá y no halló ninguna carta; solo un libro de poesía en el que había señalado un verso del difunto Matthew Arnold.

El médico que acudió dictaminó que la causa de la muerte había sido la ingestión de veneno, probablemente de la clase que daña el corazón. Se ha especulado sobre la posibilidad de que fuera alguna de las plantas de la gran variedad que tiene el señor Wray en el jardín, pues se sabe que no salió de su casa después de la visita del señor Pitt.

Francis Wray había tenido una destacada carrera académica…


El artículo continuaba con una enumeración de los logros de su vida, seguida de los elogios de un buen número de figuras prominentes que lloraban su muerte y se mostraban escandalizadas y entristecidas por las circunstancias de la misma.

Pitt cerró el periódico y se preparó otra taza de té. Volvió a sentarse y la sostuvo entre las manos, tratando de recordar qué había dicho exactamente a la gente de Teddington que podía haber llegado tan rápidamente a oídos de Wray, y cómo podía haberle herido tan profundamente. ¿Había sido realmente tan torpe? Estaba seguro de no haber dicho nada a Wray. El estado de agitación en el que le había visto Octavia Cavendish se debía a su consternación por la muerte de su esposa… pero, por supuesto, ella no podía saberlo, ni era probable que lo creyera en aquellas circunstancias. Nadie lo haría. El hecho de que hubiera llorado por su esposa solo aumentaba el pecado de Pitt.

¿Cómo iba a luchar contra Voisey ahora? Las elecciones estaban demasiado próximas. Aubrey Serracold perdía terreno y Voisey lo ganaba hora tras hora. Pitt no había logrado frenar para nada su éxito. Había observado todo lo ocurrido y había influido en su desarrollo tanto como el espectador de una obra de teatro respecto al escenario que tiene delante, visible y audible, pero totalmente fuera de su alcance.

Ni siquiera sabía cuál de los tres clientes había matado a Maude Lamont. De lo único que estaba seguro era de que la causa había sido el chantaje que ella les había hecho aprovechándose de sus distintos temores: en el caso de Kingsley, que su hijo hubiera muerto como un cobarde, lo que parecía poco probable; en lo referente a Rose Serracold, que su padre hubiera muerto loco, cuyo grado de verdad o falsedad seguía sin saberse; mientras que en el caso del hombre representado por el cartucho, Pitt no tenía ni idea de cuál era su identidad o en qué podía consistir su punto débil. Nada de lo que había averiguado sobre Rose o Kingsley arrojaba la menor luz sobre el asunto. Ni siquiera contaba con una hipótesis. Las personas que ya estaban muertas podían saber en teoría cualquier cosa. Podía tratarse de un secreto familiar, un amigo muerto traicionado, un hijo, un amante, un crimen oculto, o sencillamente una insensatez que los avergonzaría por ser íntima. Todo ello tenía que bastar para que el hecho de averiguarlo compensara el precio que había que pagar por mantenerlo en secreto.

¿Tal vez si diera la vuelta al razonamiento tendría más sentido? ¿Cuál era el precio? Si estaba relacionado con Voisey, era algo que podía impulsar su campaña electoral. Tenía toda la ayuda que necesitaba en sus discursos, los fondos, los temas a debatir… Lo que realmente podía ayudarle era que Serracold acabase hundido. Y eso era lo que había encomendado a Kingsley. Ya se había ganado a sus defensores; la victoria dependía de su capacidad para persuadir a los votantes liberales de toda la vida, manteniendo así el equilibrio del poder. ¿Quién había atacado a Serracold y había obtenido algún resultado? ¿Quién era esa persona con la que nadie habría contado?

Volvió a coger de mala gana el periódico y hojeó la sección de política interior, las cartas al director y las reseñas de los discursos. Había muchos elogios y acusaciones dirigidos a los candidatos de ambos bandos, pero la mayoría eran generales, orientados al partido antes que a un individuo. Aparecían varios comentarios mordaces sobre Keir Hardie y su intento de convertirse en el nuevo portavoz de la clase trabajadora.

Debajo de uno de ellos Pitt encontró una carta personal que criticaba las opiniones inmorales y potencialmente desastrosas del candidato liberal por Lambeth sur, y elogiaba a sir Charles Voisey, quien defendía la cordura antes que el socialismo, los valores del ahorro y la responsabilidad, la autodisciplina y la caridad cristiana antes que la laxitud, el egoísmo y un experimento social no ensayado que barría con los ideales del valor y la justicia. Lo firmaba Reginald Underhill, obispo de la Iglesia de Inglaterra.

Desde luego, tenía tanto derecho a poseer opiniones políticas, y a expresarlas con toda la virulencia que quisiera, como cualquier otro hombre, independientemente de si eran lógicas o incluso honradas. Pero ¿lo hacía por convicción propia o porque le habían hecho chantaje para que lo hiciera?

Sin embargo, no veía los motivos que podía tener un obispo para haber acudido a una médium. Sin duda, como a Francis Wray, la sola idea le habría horrorizado.

Pitt seguía considerando la posibilidad cuando llegó la señora Brady. Le dio los buenos días con bastante cordialidad y se quedó de pie, apoyándose en un pie y en otro, visiblemente incómoda.

– ¿Qué ocurre, señora Brady? -preguntó él. Ese día no estaba de humor para ocuparse de una crisis doméstica.

Ella parecía consternada.

– Lo siento, señor Pitt, pero después de lo que he leído en los periódicos esta mañana, no puedo seguir viniendo a esta casa. Mi marido dice que no está bien. Hay trabajo de sobra, y dice que tengo que encontrar otra casa. Dígale a la señora Pitt que lo siento mucho, pero tengo que hacer lo que él me dice.

No tenía sentido discutir con ella. Lo miraba con una triste expresión de desafío. Tenía que vivir con su marido, independientemente de cuáles fueran sus opiniones. En cambio, podía darle la espalda a Pitt.

– Entonces será mejor que se vaya -dijo él con rotundidad. Sacó una moneda de media corona de su billetera y la dejó en la mesa-. Es lo que le debo de esta semana. Adiós.

Ella no se movió.

– ¡No tengo la culpa! -exclamó en tono acusador.

– Ha tomado una decisión, señora Brady. -La miró fijamente con la misma cólera y dolor a punto de estallar de la impotencia-. Hace más de dos años que trabaja aquí, y ha preferido creer lo que aparece escrito en los periódicos. Asunto zanjado. Le diré a la señora Pitt que se ha marchado sin avisarnos previamente. Ella decidirá si le da una carta de recomendación o no. Pero como deben de pensar mal de ella por ser mi mujer, dudo que la recomendación le sirva de mucho. Por favor, cierre la puerta al salir.

– ¡Yo no tengo la culpa! -exclamó-. ¡Yo no he ido a ver a un anciano y le he incitado a suicidarse!

– ¿Cree que mis sospechas sobre él eran infundadas? -preguntó Pitt, elevando más la voz de lo que pretendía.

– ¡Es lo que pone! -La mujer le sostuvo la mirada.

– Si para usted es suficiente, será mejor que me juzgue igualmente sin fundamento y se marche. Como he dicho, asegúrese de cerrar la puerta de la calle al salir. Hoy es un día de esos en los que alguien podría entrar con malas intenciones. Adiós.

La señora Brady resopló audiblemente, cogió el dinero de la mesa y, girando sobre los talones de sus botas, se alejó por el pasillo. El oyó cómo cerraba con un portazo, sin duda para que no tuviera ninguna duda de que se había marchado.

Pasó otro miserable cuarto de hora antes de que sonara el timbre. Pitt prácticamente no reparó en ello. Volvió a sonar. Quienquiera que fuese no iba a permitir que le rechazaran tan a la ligera. Sonó una tercera vez.

Pitt se levantó y recorrió el pasillo. Abrió la puerta en actitud defensiva. En el umbral estaba Cornwallis con aire abatido pero resuelto, mirando con cara sombría a Pitt.

– Buenos días -murmuró-. ¿Puedo pasar?

– ¿Para qué? -preguntó Pitt, con menos gentileza de la que hubiera deseado. Las críticas de Cornwallis le resultarían más difíciles de aceptar que las de cualquier otro hombre. Se sorprendió e incluso se asustó un poco de lo vulnerable que se sentía.

– ¡Porque me niego a hablar con usted aquí, en la puerta, como un vendedor ambulante! -dijo Cornwallis con brusquedad-. No tengo ni idea de qué voy a decirle, pero prefiero tratar de pensar algo mientras me siento. Me he enfadado tanto al leer los periódicos que me he olvidado de desayunar.

Pitt casi sonrió.

– Tengo pan y mermelada, y el agua acaba de hervir. Será mejor que avive el fuego del fogón. La señora Brady acaba de despedirse.

– ¿La criada? -preguntó Cornwallis, mientras entraba y cerraba la puerta detrás de Pitt, y le siguió por el pasillo.

– Sí. Tendré que empezar a hacerlo todo yo. -En la cocina le ofreció té y tostadas, que Cornwallis aceptó, poniéndose razonablemente cómodo en una de las sillas de respaldo duro.

Pitt echó carbón al fuego y lo atizó hasta que ardió con fuerza, luego puso una rebanada de pan en la tostadera y dejó que se dorara. El hervidor de agua empezó a silbar débilmente en el fuego.

Cuando cada uno tuvo una tostada y el té quedó reposando, Cornwallis empezó a hablar.

– ¿Tenía algo que ver ese tal Wray con Maude Lamont? -preguntó.

– Que yo sepa, no -respondió Pitt-. Detestaba a los médiums, sobre todo a los que daban falsas esperanzas a los desconsolados, pero que yo sepa, no sentía una especial aversión por Maude Lamont.

– ¿Por qué?

Pitt le contó la historia de la joven de Teddington, su hijo muerto, su consulta al médium, su profunda tristeza y luego su propia muerte.

– ¿Podría haber sido Maude Lamont? -preguntó Cornwallis.

– No. -Pitt estaba totalmente seguro-. No debía de tener más de doce años cuando eso ocurrió. La única relación que hay es la que se inventó Voisey para atraparme. Y yo le ayudé.

– Eso parece -asintió Cornwallis-. Pero que me aspen si dejo que salga impune. Si no podemos defendernos a nosotros mismos, debemos atacar.

Esta vez Pitt sonrió. El hecho de que Cornwallis hubiera tomado partido por él sin hacer preguntas le sorprendió y le llenó de gratitud.

– Ojalá supiera cómo -respondió-. He estado considerando la posibilidad de que el hombre que se esconde detrás del cartucho sea el obispo Underhill. -Se sorprendió al oírse a sí mismo decir aquello sin miedo a que Cornwallis lo descartara tachándolo de absurdo. La amistad que le había demostrado era lo único bueno que había ocurrido ese día. En el fondo sabía que Vespasia reaccionaría de manera similar. Confiaba en que ayudara a Charlotte en lo que iba a ser un momento difícil, no solo para ella, que se sentiría furiosa e incapaz de ayudar y sufriría por él, sino también por la crueldad que los niños tendrían que soportar de los amigos del colegio, hasta de la gente de la calle, sin saber apenas la razón, solo que su padre era repudiado. Era algo que nunca habían experimentado antes y no lo entenderían. Se negaba a pensar en ello en esos momentos. Ya sería bastante terrible cuando llegara el momento de hacerlo; no había necesidad de anticipar el dolor cuando no podía hacerse nada al respecto.

– El obispo Underhill -repitió Cornwallis pensativo-. ¿Por qué? ¿Por qué él?

Pitt le explicó su razonamiento basado en la ayuda que había ofrecido el obispo a Voisey, que difícilmente podía ser una coincidencia y, según Emily, resultaba poco propia del carácter demostrado anteriormente.

Cornwallis frunció el entrecejo.

– ¿Qué le llevaría a acudir a una médium?

– No tengo ni idea -respondió Pitt, demasiado absorto en su infelicidad para percibir la emoción que vibraba en la voz de su interlocutor.

La discusión se vio interrumpida por otra llamada a la puerta. Cornwallis se levantó inmediatamente y fue a abrir sin darle a Pitt la oportunidad de hacerlo. Volvió al cabo de unos minutos seguido de Tellman, que parecía el principal doliente de un funeral.

Pitt esperó a que uno de los dos hablara.

Tellman carraspeó y a continuación volvió a sumirse en un silencio abatido.

– ¿Para qué has venido? -preguntó Pitt. Oyó el tono brusco y acusador que había empleado, pero le resultaba absolutamente imposible moderarlo.

Tellman le miró furioso.

– ¿Dónde quieres que esté si no? -replicó en tono desafiante-. ¡Fue culpa mía! ¡Te dije que fueras a Teddington! ¡Si no hubiera sido por mí, nunca habrías oído hablar de Wray! -Tenía una expresión angustiada, el cuerpo rígido y la mirada encendida.

Pitt se vio sorprendido y comprendió que Tellman se acusaba a sí mismo de lo ocurrido. Se sintió demasiado avergonzado para encontrar palabras. De haberse sentido menos abatido, le habría conmovido la lealtad de Tellman, pero estaba excesivamente asustado. Todo era consecuencia de las pruebas que había obtenido antes de lo ocurrido en Whitechapel. ¡Ojalá no hubiera estado tan seguro de sí mismo y no se hubiera obstinado en presentarlas porque quería defender su idea de justicia!

Había hecho lo correcto, desde luego, pero eso no iba a ayudarle ahora.

– ¿Quién le habló de Francis Wray? -preguntó Cornwallis a Tellman-. Y por el amor de Dios, siéntese. Parece que estemos de pie alrededor de una tumba. La pelea aún no ha terminado.

Pitt quería creerlo, pero no había esperanza racional a la que pudiera aferrarse.

– El superintendente Wetron -respondió Tellman, y miró a Pitt.

– ¿Por qué? -insistió Cornwallis-. ¿Qué motivos le dio? ¿Quién le insinuó que era Wray? No le conocía personalmente, de modo que alguien tuvo que hablarle de él. ¿Quién relacionó a Wray con el desconocido que visitaba a Maude Lamont?

Ensimismado, Pitt pensó en lo mucho que Cornwallis había averiguado sobre el caso, y miró a Tellman.

– Nunca lo dijo -respondió Tellman, abriendo mucho los ojos-. Se lo pregunté, pero nunca me llegó a responder. ¿Voisey? Debió de ser él. -En su voz se advertía una nota de esperanza-. Toda la información sobre Wray nos la dio el superintendente Wetron, que yo sepa. -Apretó los labios-. Pero ¿y si cree en Voisey o… o él mismo pertenece al Círculo Interior? -Lo dijo con incredulidad, como si incluso en esos momentos la posibilidad de que su superior perteneciera a esa terrible sociedad resultara demasiado monstruosa para ser algo más que una mala idea, algo que se dice y se descarta.

Pitt pensó en Vespasia.

– Es posible que al desprestigiar a Voisey consiguiéramos dividir al Círculo Interior -dijo, desplazando la mirada de Cornwallis a Tellman. Tellman conocía el caso Whitechapel a fondo; Cornwallis sabía algo, pero todavía tenía grandes lagunas, aunque mientras le observaba, Pitt descubrió que comenzaba a comprender ciertas cosas. No hizo preguntas.

– ¿Dividir? -preguntó Tellman despacio-. ¿Quieres decir en dos partes?

– Por lo menos -respondió Pitt.

– ¿Voisey y alguien más? -Cornwallis arqueó una ceja-. ¿Wetron?

Tellman se escandalizó.

– ¡De ningún modo! ¡Es policía! -Pero mientras protestaba consideró la idea. Sacudió la cabeza, apartándola de su mente-. Tal vez un grupo reducido. La gente lo hace para progresar, pero…

Cornwallis se mordió el labio inferior.

– Tendría mucho sentido. Alguien con mucho, pero que mucho poder hizo que le despidieran de Bow Street por segunda vez -dijo a Pitt-. ¿Tal vez Wetron? Después de todo fue él quien le sustituyó. El superintendente de Bow Street es un bonito cargo para el jefe del Círculo Interior. -Parecía compungido, incluso consciente por un instante del peligro-. Su ambición no tiene fin.

Nadie se rió ni lo negó.

– Es un hombre ambicioso -dijo Tellman muy serio.

Cornwallis se echó hacia delante sobre la mesa.

– ¿Podrían ser rivales?

Pitt sabía en qué estaba pensando, prácticamente como si lo hubiera dicho en alto. Era el primer atisbo de verdadera esperanza, por disparatado que fuera.

– ¿Y utilizarlo?

Cornwallis asintió muy despacio.

Tellman los miró fijamente con el rostro demudado.

– ¿El uno contra el otro?

– ¿Se le ocurre algo mejor? -preguntó Cornwallis-. Wetron es ambicioso. Si cree que puede desafiar a Voisey por el liderazgo de la mitad del Círculo Interior… y creo que podemos dar por hecho que fue él quien provocó la escisión, si no al principio, al menos cuando alcanzó su independencia, entonces es que es realmente muy ambicioso. Y no puede ser tan estúpido para creer que Voisey le perdonará por ello. Tendrá que vivir el resto de su vida vigilando su espalda. Si te consta que tienes un enemigo, es mejor hacer un ataque preventivo. Si crees que puedes hacerlo de forma efectiva, acaba con él.

– ¿Cómo? -preguntó Pitt-. ¿Relacionando a Voisey con el asesinato de Southampton Row? -La idea cobró fuerza mientras hablaba-. Debe de haber una conexión permanente: Voisey acude a Maude Lamont con contactos, dinero, lo que ella quiera, y ella a cambio hace chantaje a ciertos clientes para que hablen contra el adversario de Voisey en las elecciones, Aubrey Serracold. Lo que a su vez ayuda a Voisey.

– Todo cuadra -coincidió Teüman-. Voisey acude a Maude Lamont y ella chantajea a sus clientes para que hagan lo que ella les dice, y de ese modo Voisey sale beneficiado. ¡Pero no podemos probarlo! -Respiró hondo-. ¡Un momento! ¿Ha cesado el chantaje? ¿Han dejado de ayudar a Voisey? -Dirigió aquella pregunta a Pitt.

– No -respondió-. No. De modo que no fue Maude quien les chantajeó, solo facilitó la información sobre cuáles eran sus puntos débiles. -Volvió a sentir frío-. Pero no hemos encontrado nada que la relacione con Voisey. Buscamos en todos sus papeles, cartas, agendas, cuentas bancarias… todo. No hay rastro de que hubiese un vínculo entre ellos. Claro que él no dejaría ninguno. Es demasiado listo para eso. ¡Para empezar, ella podría haberlo utilizado!

– Está apuntando al sospechoso equivocado -dijo Cornwallis con un tono de creciente excitación. Parecía como si estuviera reviviendo una de sus batallas en el mar, acostándose al barco enemigo para lanzar el ataque que lo agujerearía por debajo de la línea de flotación-. ¡Wetron! Tampoco deberíamos apuntarle a él, sino hacer que se ataquen mutuamente.

Tellman frunció el entrecejo.

– ¿Cómo?

Pitt sintió un nuevo arrebato de euforia y se volvió para contenerlo, por si semejante resplandor escapaba a su control y la oscuridad que seguía era demasiado profunda para soportarla.

– Wetron es un hombre ambicioso -repitió Cornwallis, pero esta vez lo hizo con más vehemencia-. Si lograra resolver el asesinato de Southampton Row de forma brillante y se atribuyera el mérito, mejoraría su posición, se haría lo bastante fuerte para que nadie pudiera desafiarle en Bow Street, y tal vez hasta le ayudaría a subir un peldaño más en la escalera.

El siguiente gran paso le correspondía a Cornwallis. Pitt se emocionó al pensar que a Cornwallis no podía haberle pasado por alto el riesgo que conllevaba, y sin embargo, al mirarle con los codos apoyados en la mesa de la cocina, no vio un atisbo de vacilación en él.

– ¡Debemos encontrar a Cartucho! -exclamó Cornwallis-. Si fuera Wetron el que averiguara quién es, lo atrapara y le sonsacara el secreto del chantaje, tal vez hasta para implicar a Voisey… lo que no es imposible, teniendo en cuenta que Rose Serracold es una de las otras víctimas y Kingsley la tercera…

– Es peligroso… -advirtió Pitt, pero notó cómo se le empezaba a acelerar el pulso y volvía a sentirse vivo, y algo parecido a la esperanza despertaba en él.

Cornwallis sonrió sin convicción.

– Utilizó a Wray. Dejemos que vuelva a utilizarle. Al pobre hombre ya no pueden hacerle más daño que el que le han hecho. Hasta su reputación quedará arruinada si confirman el veredicto del suicidio. Su vida perderá el sentido que él le daba.

Una intensa cólera se apoderó de Pitt al pensar en ello.

– Sí, me gustaría mucho utilizar a Wray -dijo entre dientes-. Nadie sabe lo que le dije ni lo que él me dijo. ¡Y del mismo modo que yo no puedo demostrar que no le amenacé, ellos tampoco pueden negar lo que yo afirme que él me dijo! -También él se inclinó sobre la mesa. Wray no tenía ni idea de quién era Cartucho, pero eso no lo sabe nadie. ¿Y si digo que él lo sabía, y que me lo confesó, y que era la identidad de Cartucho lo que tanto le inquietaba? -Las ideas se agolpaban en su cabeza-. ¿Y que la misma Maude lo sabía, a pesar de todas las precauciones del hombre en cuestión? ¿También puedo decir que dejó una nota escondida entre sus papeles. Registramos la casa, pero no supimos interpretar lo que encontramos. Y ahora, con la información de Wray, hemos…

– ¡Entonces Cartucho vendrá a buscar la nota y a destruirla… si se entera! -terminó Tellman-. Solo que ¿cómo podemos estar seguros de que se entera? ¿Se lo dirá Wetron? Wetron no sabe quién es o… -Se interrumpió, confuso.

– La prensa -respondió Cornwallis-. Me aseguraré de que salga mañana en los periódicos. El caso sigue en los titulares debido a la muerte de Wray. Cartucho pensará que tiene que recuperar las notas de Maude Lamont sobre él o se verá descubierto. No importa cuál sea su secreto.

– ¿Qué le dirás a Wetron? -preguntó Tellman ceñudo. Estaba confundido, pero las ansias de actuar le consumían. Tenía los ojos brillantes.

– Lo harás tú -le corrigió Cornwallis-. Preséntale un informe como harías normalmente y dile que el círculo está a punto de cerrarse: Voisey da dinero a Maude Lamont, este chantajea a Kingsley y a Cartucho para destruir al rival de Voisey, y volvemos a Voisey. Y asegúrale que estás a punto de encontrar pruebas. Entonces llamaremos a la prensa. Pero tiene que creérselo o ellos no lo publicarán.

Tellman tragó saliva y asintió despacio.

– Aun así, enterrarán a Wray como a un suicida -dijo Pitt, e incluso el hecho de tener que expresarlo con palabras le resultó doloroso-. Me… cuesta creer que lo hiciera… No es posible, después de haber soportado tanto dolor y… -Sin embargo, podía imaginárselo. Por valiente que fuera, ciertas penas se volvían insoportables en los momentos más oscuros de la noche. Tal vez lo había conseguido la mayor parte del tiempo, cuando había tenido a gente alrededor, algo que hacer, incluso la luz del sol, la belleza de las flores, o alguien a quien quería. Pero solo en la oscuridad, demasiado cansado para seguir luchando…

– Era profundamente admirado y querido. -Cornwallis se esforzaba por encontrar una respuesta mejor-. Tal vez tenía amigos en la Iglesia que utilizarán su influencia para impedir que sea considerado un suicida.

– ¡Pero tú no le acosaste! -protestó Tellman-. ¿Por qué iba a rendirse ahora? ¡Iba contra su fe!

– Fue una clase de veneno -dijo Pitt-. ¿Cómo iba a ser un accidente? Y tampoco fue por causas naturales. -Pero otra idea cobraba forma en su mente, una posibilidad disparatada-. Tal vez Voisey se dio cuenta de que no estaba aprovechando la oportunidad tan perfecta que se le brindaba, y asesinó a Wray o al menos hizo que lo asesinaran. Su venganza solo sería completa si Wray moría. Abatido, atormentado por los rumores y el miedo, acosado, yo parezco el malo. Pero si está muerto es mucho mejor. Entonces yo soy redimible. Seguro que no vacilaría en el último momento. No lo hizo en Whitechapel.

– ¿Y su hermana? -dijo Cornwallis con auténtico horror-. ¿La utilizó para envenenar a Wray?

– Puede que ella no tuviera ni idea de lo que hacía -señaló Pitt-. No había prácticamente ninguna posibilidad de que la pillaran. Ella considera que tan solo ha sido una testigo de mi crueldad con un anciano vulnerable.

– ¿Cómo lo demostramos? -dijo Tellman, con los labios apretados-. ¡No basta con que nosotros lo sepamos! ¡Si sabemos lo que pasó en realidad y no podemos hacer nada al respecto, solo lograremos que él saboree más la victoria!

– Una autopsia. -Pitt mencionó lo único que parecía una posible respuesta.

– No la harán. -Cornwallis sacudió la cabeza-. Nadie querrá que se haga. La Iglesia temerá que demuestre que fue un suicidio y hará todo lo posible por evitarla, y a Voisey le preocupará que revele que fue un asesinato, o que como mínimo lo plantee.

Pitt se levantó.

– Hay una manera. Yo me encargaré. Iré a ver a lady Vespasia. Si hay alguna persona capaz de hacer presión para que se haga, ella sabrá quién es y cómo encontrarla. -Miró a Cornwallis y luego a Tellman-. Gracias -dijo con una repentina gratitud que le abrumó-. Gracias por… venir.

Ninguno de los dos respondió, pues ambos estaban demasiado confusos para encontrar las palabras. No buscaban ni querían gratitud; solo pretendían ayudar.


* * * * *

Tellman volvió directamente a Bow Street. Eran las diez y cuarto de la mañana. El sargento de recepción le llamó, pero él apenas le oyó. Subió directamente las escaleras hasta la oficina de Wetron, que había pertenecido a Pitt. Resultaba increíble pensar que hacía solo unos pocos meses de aquello. Ahora era un lugar desconocido, y el hombre que la ocupaba, un enemigo. Habían llegado enseguida a esa conclusión. Se sorprendió al darse cuenta de que para él no había supuesto ningún esfuerzo cobrar conciencia de ello.

Llamó a la puerta y al cabo de unos instantes oyó la voz de Wetron, que le invitaba a pasar.

– Buenos días, señor -dijo cuando se encontró dentro y la puerta estuvo cerrada tras él.

– Buenos días, Tellman. -Wetron levantó la mirada desde su escritorio. A primera vista, parecía un hombre corriente, de mediana estatura y cabello castaño desvaído. Solo cuando uno le miraba a los ojos se daba cuenta de la fuerza que poseía, la voluntad firme de triunfar.

Tellman tragó saliva y empezó a mentir.

– He visto a Pitt esta mañana. Me ha dicho lo que realmente le dijo al señor Wray y por qué el anciano estaba tan agitado.

Wetron le miró con cara inexpresiva.

– Creo, inspector, que cuanto antes se desvinculen usted y la policía del señor Pitt, será mejor para todos. Prepararé una declaración para la prensa, e insistiré en que él no tiene nada que ver con la Policía Metropolitana y que no nos responsabilizamos de sus acciones. Es un problema de la Brigada Especial. Que se encarguen ellos de sacarle de esto, si pueden. Ese hombre es un desastre.

Tellman se quedó rígido, a punto de estallar de la rabia; cada injusticia que había presenciado formaba una neblina roja en su interior.

– No dudo que tenga razón, señor, pero creo que antes de que lo haga debería saber lo que él averiguó. -Hizo caso omiso de la impaciencia de Wetron, reflejada en sus dedos nerviosos y en el ceño fruncido-. Al parecer, el señor Wray sabía quién era la tercera persona que estuvo en casa de Maude Lamont la noche que la asesinaron. -Respiró tembloroso-. Porque era un conocido suyo. Otro sacerdote, creo.

– ¿Cómo? -De pronto, Wetron le estaba escuchando con suma atención, aunque no creía lo que él le contaba.

Tellman sostuvo su mirada sin parpadear.

– Sí, señor. Al parecer en las notas de la mujer, me refiero a la señorita Lamont, hay algo que podría demostrarlo, ahora que sabemos a qué se refería.

– ¿De qué se trata? -inquirió Wetron-. No se quede ahí hablando en clave.

– Eso es todo, señor. El señor Pitt no puede estar seguro hasta que vea los papeles de la casa de la señorita Lamont. -Se apresuró a continuar antes de que Wetron volviera a interrumpirle, obligándose a elevar la voz como si estuviera emocionado-. Aun así, va a ser difícil probarlo. Pero si dijéramos a la prensa que tenemos la información (por supuesto, no hace falta mencionar al señor Pitt, si no le parece buena idea), sea quien sea el hombre, y probablemente es quien la mató, puede que se delate a sí mismo yendo a Southampton Row.

– ¡Sí, sí, Tellman, no tiene que deletreármelo! -dijo Wetron con aspereza-. Entiendo lo que está insinuando. Deje que piense en ello.

– Sí, señor.

– Creo que dejaremos a Pitt al margen. Debe ir a Southampton Row. Después de todo, es su caso. -Hizo aquella aclaración pausadamente, observando la cara de Tellman.

Tellman se obligó a sonreír.

– Sí, señor. No sé por qué la Brigada Especial se ha mezclado en todo esto. A no ser, por supuesto, que sea a causa de sir Charles Voisey.

Wetron se quedó inmóvil en su silla.

– ¿Qué tiene que ver Voisey con esto? No creerá que el hombre que se esconde tras el cartucho es Voisey, ¿verdad?

Su voz reflejaba una gran sorna, y su sonrisa amarga estaba empañada por la burla y el pesar.

– Oh, no, señor -se apresuró a decir Tellman-. Estamos muy seguros de que Maude Lamont hizo chantaje por lo menos a varios de sus clientes. Sin duda, a los tres que estuvieron con ella la noche que la mataron.

– ¿A cambio de qué? -preguntó Wetron con cautela.

– De distintas cosas, pero no de dinero. Tal vez les exigía cierta conducta en la actual campaña electoral que ayudara a sir Charles Voisey.

Wetron abrió los ojos como platos.

– ¿De veras? Es una acusación bastante extraña, Tellman. Supongo que es consciente de quién es exactamente sir Charles.

– ¡Sí, señor! Es un juez del tribunal de apelación muy distinguido, que se presenta para un escaño del Parlamento. Su Majestad le otorgó recientemente el título de sir, pero no sé exactamente por qué. Corre el rumor de que fue por algo excepcionalmente valeroso. -Lo dijo con tono reverente, y vio cómo Wetron apretaba los labios, y cómo se le marcaban los músculos del cuello. ¿Tal vez las hipótesis que había hecho con Pitt y Cornwallis eran ciertas?

– ¿Y tiene Pitt alguna razón para creer todo eso? -preguntó Wetron.

– Sí, señor. -Mantuvo un tono desapasionado, no demasiado convencido-. Hay un vínculo muy claro. Todo tiene mucho sentido. ¡Estamos así de cerca de descubrirlo! -Levantó el índice y el pulgar, dejándolos separados por un par de centímetros-. Solo necesitamos hacer que ese hombre aparezca y podremos demostrarlo. El asesinato es un crimen horrible desde cualquier punto de vista, y este lo es especialmente. Asfixió a la mujer. Parece ser que fue él quien le puso la rodilla sobre el pecho y le metió a la fuerza esa cosa en la garganta hasta que murió.

– Sí, no tiene por qué ser tan gráfico, inspector -dijo Wetron, cortante-. Llamaré a la prensa y hablare con ella. Usted siga buscando las pruebas que necesita. -Se inclinó hacia el papel que había estado leyendo antes de que lo interrumpieran. Era su forma de despedirle.

– Sí, señor. -Tellman se puso en posición de firmes y giró sobre sus talones. No exhaló ningún suspiro de alivio ni permitió que su cuerpo abandonara la tensión y el estremecimiento hasta que estuvo en mitad de las escaleras.

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