Al día siguiente del asesinato de Maude Lamont, los periódicos concedieron a la noticia la suficiente importancia para que apareciera en las primeras páginas, junto con las crónicas sobre las elecciones y los sucesos internacionales. Sin duda todo apuntaba a que había sido un crimen antes que un accidente o una muerte por causas naturales. Así lo confirmaba la presencia de la policía, pero no habían hecho ninguna declaración, aparte de reconocer que los había llamado el ama de llaves, la señorita Lena Forrest. Ella se había negado a hablar con la prensa, y el inspector Tellman solo había dicho que estaban investigando el caso.
De pie junto a la mesa de la cocina, Pitt se sirvió una segunda taza de té y se ofreció a hacer lo mismo por Tellman, quien se movía con impaciencia cambiando el peso del cuerpo de un pie a otro y declinó el ofrecimiento.
– Hemos visto a media docena de clientes -dijo, ceñudo-. Todos tienen una fe ciega en ella. Dicen que era la médium con más talento que jamás han conocido, aunque no tengo ni idea de lo que eso significa. -Soltó aquello casi como un desafío, como si quisiera que Pitt se lo explicara. Se sentía profundamente desdichado con todo el asunto, y sin embargo, fuera lo que fuera lo que le habían dicho desde la última vez que había visto a Pitt, había alterado su anterior desdén.
– ¿Qué les decía y cómo? -preguntó Pitt.
Tellman le miró furioso.
– Dicen que le salían espíritus de la boca -afirmó, esperando la burla que con toda seguridad seguiría a aquellas palabras-. Temblorosos y algo así como… borrosos, pero están seguros de que era la cabeza y la cara de alguien que conocían.
– ¿Y dónde estaba Maude Lamont mientras eso ocurría? -preguntó Pitt.
– Sentada en su silla en la cabecera de la mesa, o en una especie de armario que habían construido, para que no se le escaparan las manos. Fue ella misma quien lo sugirió, para que creyeran.
– ¿Cuánto les cobraba por ello? -Bebió un sorbo de té.
– Uno dijo que dos guineas, otro que seis -respondió Tellman, mordiéndose el labio-. La cuestión es que si ella decía que solo era un entretenimiento y ellos no presentaron cargos contra ella, no había nada que nosotros pudiéramos hacer. No puedes arrestar a un prestidigitador, y ellos le pagaban voluntariamente. Supongo que es un cierto consuelo… ¿no?
– Seguramente se encuentra en la misma categoría que los específicos -dijo Pitt, pensando en alto-. Si crees que van a curar una enfermedad nerviosa o te van a hacer dormir mejor, tal vez lo hagan. ¿Y quién puede decirte que no tienes derecho a probarlo?
– ¡Son sandeces! -respondió Tellman con vehemencia-. Se gana la vida gracias a gente ignorante. Les dice lo que quieren oír. ¡Cualquiera podría hacerlo!
– ¿Seguro? -preguntó Pitt en voz baja-. Envía otra vez a tus hombres para interrogarles más concienzudamente. Necesitamos saber si obtenía realmente información que no era de dominio público y cuya fuente desconocemos.
Tellman abrió mucho los ojos con incredulidad, y una sombra de auténtica inquietud le cruzó la cara.
– Si tenía un informante, quiero saberlo -replicó Pitt-. Y hablo de uno de carne y hueso.
La cara de alivio de Tellman resultaba cómica; a continuación se puso muy colorado.
Pitt sonrió. Era la primera vez que algo le hacía gracia desde que Cornwallis le había dicho que debía volver a la Brigada Especial.
– Supongo que ya has averiguado si se vio a alguien por la calle cerca de Cosmo Place esa noche, o cualquier otra, que pudiera ser nuestro cliente anónimo.
– ¡Por supuesto que sí! Tengo sargentos y agentes que se ocupan de ello -replicó Tellman secamente-. ¡No puedes haberlo olvidado tan pronto! Iré contigo a ver a ese general de división, el tal Kingsley. Estoy seguro de que sabrás juzgarle de forma muy perspicaz, pero quiero formarme mi propia opinión. -Apretó la mandíbula.
»Y es uno de los dos únicos testigos que tenemos que estuvieron allí en la… sesión de espiritismo. -Confirió a la palabra toda la cólera y frustración que sentía al enfrentarse con personas que ejercían su derecho a hacer el ridículo e involucrarle a él en los resultados. No quería compadecerlas y menos aún entenderlas, y en su cara se reflejaba la lucha por mantener la ecuanimidad que ya había perdido.
Pitt escudriñó su rostro en busca de miedo o satisfacción, y no vio ni la menor sombra. Dejó la taza vacía.
– ¿Qué pasa? -preguntó Tellman con brusquedad.
Pitt sonrió, y no lo hizo con aire divertido sino con un afecto que le sorprendió.
– Nada -respondió-. Iremos a hablar con Kingsley, y le preguntaremos por qué iba a ver a la señorita Lamont y qué podía hacer por él, sobre todo la noche que murió. -Se volvió y echó a andar por el pasillo hasta la entrada, donde dejó pasar a Tellman y cerró la puerta con llave detrás de él.
– Buenos días, señor -dijo el cartero alegremente-. Hoy también hace un día estupendo.
– Sí -coincidió Pitt, sin reconocer al hombre-. Buenos días. ¿Es nuevo en esta calle?
– Sí, señor. Solo llevo dos semanas -respondió el cartero-. Estoy empezando a conocer a la gente, ¿sabe? Conocí a su esposa hace unos días. Una mujer encantadora. -Abrió mucho los ojos-. Pero no la he visto desde entonces. ¿No estará enferma? Cuesta quitarse de encima un resfriado en esta época del año, y eso que hace un calor…
– No, gracias -respondió él rápidamente-. Se encuentra perfectamente. Está fuera. Que tenga un buen día.
– Lo mismo digo, señor. -Y el cartero siguió su camino silbando entre dientes.
– Tomaremos un coche de punto -propuso Tellman, mirando a ambos lados de Keppel Street sin ver ninguno libre.
– ¿Por qué no vamos caminando? -preguntó Pitt, olvidándose del cartero y encaminándose con paso enérgico al este, en dirección a Russell Square-. Está a menos de un par de kilómetros. Harrison Street, justo al lado del hospital Foundling.
Tellman gruñó y dio un par de zancadas para alcanzarle. Pitt sonrió para sus adentros. Sabía que Tellman se estaba preguntando cómo había averiguado dónde vivía Kingsley sin la ayuda de la comisaría, pues le constaba que no la había pedido. Debía de estar preguntándose si la Brigada Especial tenía interés en Kingsley.
Caminaron en silencio alrededor de Russell Square, a través del tráfico de Woburn Place y a lo largo de Bernard Street hacia Brunswick Square y el enorme y anticuado edificio del hospital. Giraron hacia la derecha, evitando instintivamente el cementerio infantil. Como siempre, Pitt sintió tristeza, y miró de reojo a Tellman, que también había bajado la mirada y había torcido el gesto. De pronto se dio cuenta de que, pese a los años que llevaban trabajando juntos, sabía muy poco de su pasado, aparte de la indignación ante la pobreza que mostraba con tanta frecuencia, que Pitt casi había llegado a darla por hecho, sin preguntarse siquiera por el sufrimiento que se ocultaba bajo aquella actitud. ¡Gracie seguramente conocía mejor que Pitt al hombre que había detrás de aquella rígida apariencia! Pero Gracie se había criado en los mismos callejones estrechos y había vivido la lucha por la supervivencia. No hacía falta que le dijeran nada. Tal vez veía el mundo de otro modo, pero sabía de qué iban las cosas.
Pitt había crecido siendo el hijo del guardabosques de la hacienda de sir Arthur Desmond. Sus padres habían sido criados, y a su padre lo habían acusado y declarado culpable de cazar furtivamente y lo habían despedido, injustamente en opinión de Pitt. La firmeza de esa convicción nunca había cambiado. Pero él tan solo había llegado a pasar hambre un día en su vida, y únicamente se había visto expuesto a los ataques de los chicos de su edad. Lo máximo que había sufrido eran unos pocos cardenales y algún que otro puntapié bien merecido en el trasero por parte del jefe de los jardineros.
Pasaron de largo el cementerio infantil en silencio. Tenían demasiadas cosas que decirse y al mismo tiempo ninguna en absoluto.
– Tiene teléfono -dijo Pitt por fin al internarse en Harrison Street.
– ¿Cómo dices? -Tellman había estado absorto en sus propios pensamientos.
– Kingsley tiene teléfono -repitió.
– ¿Le has llamado? -Tellman estaba sorprendido.
– No, pero lo he comprobado -explicó Pitt.
Tellman se sonrojó. No se le había ocurrido que un particular pudiera tener teléfono, aunque sabía que Pitt tenía uno. Tal vez algún día podría permitirse comprar uno, o incluso se vería obligado a hacerlo, pero por el momento no. El ascenso todavía era reciente, y le resultaba tan incómodo como el cuello de una camisa nueva. No encajaba en el puesto -y menos teniendo en cuenta que Pitt le pisaba los talones cada día y le había arrebatado su primer caso-, y excoriaba su piel sensible.
Siguieron andando uno al lado del otro hasta que llegaron a la casa de Kingsley y les dejaron entrar. Les condujeron por un vestíbulo bastante oscuro revestido de paneles de roble, en tres de cuyas paredes colgaban cuadros de batallas. No tuvieron tiempo para leer las placas de latón que había debajo para saber cuáles eran. A simple vista, la mayoría hacían pensar en la etapa napoleónica. Una parecía un entierro. Había en ella más emoción que en las demás, más interés en el juego de luz y sombras, y una sensación de tragedia en el contorno de los cuerpos apretujados. Tal vez era Moore después de la batalla de La Corana.
La sala también tenía un aspecto rígidamente masculino, con tonos verdes y marrones y mucho cuero, y unas estanterías llenas de pesados tomos. De la pared del fondo colgaba una colección de armas africanas, azagayas y lanzas. Estaban romas y llenas de arañazos. En la mesa de centro había un elegante y estilizado bronce de un húsar. El caballo estaba hermosamente forjado.
Cuando el mayordomo se hubo retirado, Tellman miró alrededor con interés, pero sin sentirse cómodo. Aquella habitación pertenecía a un hombre de una clase social y una disciplina que le eran totalmente ajenas, y representaba todo lo que le habían enseñado a despreciar. Cierta experiencia en concreto le había obligado a ver a un oficial del ejército retirado como alguien humano y vulnerable, hasta profundamente digno de admiración, pero seguía considerándolo una excepción. El hombre a quien pertenecía la habitación y cuya vida se reflejaba en los cuadros y el mobiliario era un excéntrico -por no decir otra cosa-, lo cual constituía casi un contrasentido. ¿Cómo alguien que había hecho las cosas más odiosamente prácticas, llevando a hombres a la guerra, había perdido de tal modo el sentido de la realidad para acabar consultando a una mujer que afirmaba hablar con fantasmas?
Se abrió la puerta y entró un hombre alto y bastante delgado. Su rostro tenía un aspecto ceniciento, como si estuviera enfermo. Llevaba el pelo muy corto y un bigote que era poco más que una sombra oscura sobre el labio superior. Se mantenía erguido, pero por la costumbre adquirida durante toda una vida, y no como muestra de su vitalidad interior.
– Buenos días, señores. Mi mayordomo me ha dicho que son de la policía. ¿Qué puedo hacer por ustedes? -No había sorpresa en su voz. Seguramente se había enterado por los periódicos de la muerte de Maude Lamont.
Pitt ya había decidido que no iba a mencionar su relación con la Brigada Especial. Si no decía nada, Kingsley asumiría que iba con Tellman.
– Buenos días, general Kingsley -respondió-. Soy el superintendente Pitt y este es mi compañero, el inspector Tellman. Lamento informarle que la señorita Maude Lamont murió hace dos noches. La encontraron ayer por la mañana en su casa. Debido a las circunstancias, nos vemos obligados a investigar el asunto con mucho detenimiento. Tengo entendido que usted asistió a su última sesión de espiritismo.
Tellman se puso rígido ante su franqueza.
Kingsley respiró hondo. Estaba visiblemente afectado. Invitó a Pitt y a Tellman a sentarse, y se dejó caer en una de las grandes butacas de cuero. No les ofreció nada, esperando que empezaran el interrogatorio.
– ¿Puede decirnos qué pasó desde el momento que llegó a Southampton Row, señor?
Kingsley se aclaró la garganta. Pareció que le costaba un gran esfuerzo. A Pitt le resultó extraño que un militar, que debía de estar acostumbrado a las muertes violentas, estuviera tan afectado por un asesinato. ¿No era la guerra un asesinato a gran escala? Sin duda, los hombres iban a la guerra con la intención expresa de matar al mayor número posible de enemigos. Su conmoción difícilmente podía deberse a que esta vez la persona muerta era una mujer. Las mujeres eran demasiado a menudo las víctimas de la violencia, los saqueos y la destrucción que comportaba la guerra.
– Llegué a las nueve y media pasadas -empezó a decir Kingsley-. Debíamos empezar a las diez menos cuarto…
– ¿Se había fijado la hora hacía tiempo? -le interrumpió Pitt.
– Se había establecido la semana anterior -respondió Kingsley-. Era mi cuarta visita.
– ¿Con las mismas personas? -preguntó Pitt rápidamente.
– No. Solo era la tercera visita con las mismas personas.
– ¿Quiénes eran?
Esta vez no vaciló.
– No lo sé.
– Pero ¿estaban juntos allí?
– Estábamos allí al mismo tiempo -le corrigió Kingsley-. No estábamos juntos, únicamente… aprovechábamos la fuerza de nuestras distintas personalidades. -No explicó lo que quería decir.
– ¿Puede describir a esas personas?
– Si sabe que yo estaba allí, mi nombre y dónde encontrarme, ¿cómo es que no sabe lo mismo de los demás?
Un atisbo de interés iluminó la cara de Tellman. Pitt lo pudo apreciar con el rabillo del ojo. Kingsley se comportaba por fin como el hombre de mando que se suponía que era. Pitt se preguntó qué suceso demoledor había motivado su conversión en espiritista. Era doloroso y desagradable entrometerse en las desgracias ajenas, pero el móvil de un asesinato a menudo se escondía tras los terribles sucesos del pasado, y para llegar al meollo de la cuestión tenía que conocer todas las circunstancias.
– Conozco el nombre de la mujer -afirmó Pitt en respuesta a su pregunta-. No el de la tercera persona, a quien la señorita Lamont se refería en su agenda con un pequeño diagrama, un cartucho.
Kingsley frunció ligeramente el ceño.
– No tengo ni idea de por qué lo hacía. No puedo ayudarle.
– ¿Puede describirme al hombre… o a la mujer?
– No con exactitud -respondió Kingsley-. No íbamos allí a alternar socialmente. Yo no pretendía ser más que un civil para los demás presentes. Era un hombre de estatura mediana, que yo recuerde. Llevaba abrigo a pesar de la estación en que estamos, de modo que no sé cuál era su constitución. Parecía tener el pelo claro antes que moreno, seguramente canoso. Se quedó en la penumbra del fondo de la habitación y las velas apenas daban luz. Supongo que lo reconocería si volviera a verlo, pero no estoy seguro.
– ¿Quién fue el primero en llegar? -terció Tellman.
– Yo -respondió Kingsley-. Y luego, la mujer.
– ¿Puede describir a la mujer? -le interrumpió Pitt, pensando en el pelo largo y rubio enrollado alrededor del botón de la manga de Maude Lamont.
– Pensaba que sabía usted quién era -replicó Kingsley.
– Tengo un nombre -explicó Pitt-. Me gustaría tener una idea de su aspecto.
Kingsley se resignó.
– Era alta, más alta que la mayoría de mujeres, y muy elegante, con el pelo rubio peinado en una especie de… -Se detuvo-. Tenía una cara original.
A Pitt se le hizo un nudo en la garganta que casi le ahogó.
– Gracias -murmuró-. Siga, por favor.
– El otro hombre fue el último en llegar -continuó Kingsley, obediente-. Que yo recuerde, había estado también en la otra sesión. Vino por la puerta del jardín y se marchó antes que nosotros.
– ¿Quién fue el último en marcharse? -preguntó Pitt.
– La mujer -dijo Kingsley-. Seguía allí cuando yo me fui. -Parecía descontento, como si la respuesta no le hubiera dejado satisfecho ni aliviado.
– ¿El otro hombre se fue por la puerta del jardín? -preguntó Tellman esperando una confirmación.
– Así es.
– ¿Le acompañó la señorita Lamont y cerró la puerta de Cosmo Place detrás de él?
– No, se quedó con nosotros.
– ¿Y la criada?
– Se marchó después de que nosotros llegáramos. Supongo que salió por la puerta de la cocina. Vi cómo cruzaba el jardín poco después de que anocheciera. Llevaba una lámpara y la dejó fuera de la puerta principal.
Pitt visualizó el sendero del jardín situado detrás de la casa de Southampton Row. Solo conducía a la puerta que había en el muro y a Cosmo Place.
– ¿Salió por la puerta lateral? -preguntó en voz alta.
– Sí -asintió Kingsley-. Probablemente por eso se llevó la lámpara. La dejó en el escalón delantero. Oí sus pasos por la gravilla y vi la luz.
Tellman concluyó lo que quería decir.
– De modo que la mujer mató a la señorita Lamont, o usted y el otro hombre volvieron a entrar por la puerta lateral y la mataron. O bien llegó alguien cuya identidad desconocemos para asistir a una reunión posterior de alguna clase, y la misma señorita Lamont le abrió la puerta principal. Pero eso es poco probable y, según la criada, la señorita Lamont solía estar cansada después de una sesión y se acostaba cuando se marchaban sus invitados. Y no anotó ningún otro nombre en su agenda. Nadie vio ni oyó a otra persona. ¿A qué hora se marchó usted, general Kingsley?
– A las doce menos cuarto.
– Era tarde para recibir a otro cliente -comentó Pitt.
Kingsley se llevó una mano a la frente como si le doliera la cabeza. Estaba cansado y molido.
– No tengo ni idea de lo que ocurrió cuando me marché -dijo con suavidad-. Ella parecía encontrarse perfectamente entonces, no estaba en un estado de ansiedad o inquietud, y desde luego no parecía asustada ni daba la impresión de que esperase a nadie. Estaba cansada, muy cansada. Invocar a los espíritus de los que se han ido siempre es una experiencia muy agotadora. Solía dejarla con las fuerzas justas para darnos las buenas noches y acompañarnos a la puerta. -Se detuvo, mirando con aire desgraciado el vacío que se extendía ante él.
Tellman miró a Pitt y desvió la mirada. La profunda emoción de Kingsley y el extraño tema de conversación le incomodaban. Resultaba evidente por la rigidez de su cuerpo y el modo en que movía las manos en el regazo.
– Por favor, ¿podría describirnos cómo fue la velada, general Kingsley? -le instó Pitt-. ¿Qué pasó después de que usted llegara y todos se reunieran? ¿Entablaron conversación?
– No. Nosotros… Cada uno tenía sus motivos para estar allí. Yo no tenía ninguna intención de compartir los míos con los demás, y creo que ellos se sentían igual. -Kingsley no le miró mientras lo decía, como si siguiera siendo un asunto privado-. Nos sentamos alrededor de la mesa y esperamos mientras la señorita Lamont se concentraba para… invocar a los espíritus. -Hablaba con poca convicción. Debía de ser consciente, al menos, de la incredulidad de Tellman, quien oscilaba entre la compasión y el desdén. Su perplejidad casi podía respirarse en el ambiente.
Pitt no estaba seguro de sus sentimientos… No sentía tanto desdén como inquietud, una especie de opresión. No habría sabido decir por qué, pero creía que no estaba bien tratar de comunicarse con los espíritus de los muertos, tanto si era posible como si no.
– ¿Dónde se sentaron? -preguntó.
– La señorita Lamont se colocó en la cabecera de la mesa, en la silla de respaldo alto -respondió el general de división-. La mujer, enfrente de ella. El hombre, a su izquierda, de espaldas a la ventana. Y yo, a su derecha. Nos cogimos de la mano, naturalmente.
Tellman se movió ligeramente en su asiento.
– ¿Es lo habitual? -preguntó Pitt.
– Sí, para impedir la sospecha de fraude. Algunos médiums hasta se sientan dentro de un armario para refrenarse doblemente, y creo que la señorita Lamont lo hizo en una ocasión, pero yo nunca le vi hacerlo.
– ¿Por qué no? -preguntó Tellman bruscamente.
– No era necesario -respondió Kingsley, lanzándole una mirada rápida y airada-. Todos creíamos en sus poderes. Le habríamos insultado con semejante… estupidez. Buscábamos conocimientos, una verdad superior, no sensaciones baratas.
– Entiendo -murmuró Pitt, sin mirar a Tellman-. ¿Qué pasó entonces?
– Por lo que yo recuerdo, la señorita Lamont se quedó en trance -respondió Kingsley-. Pareció que se elevaba en el aire unos centímetros por encima de la silla y al poco rato habló con una voz totalmente distinta. Y… -Bajó la vista al suelo-. Creo que era su espíritu guía quien nos hablaba a través de ella. -Hablaba tan bajo que Pitt tuvo que aguzar el oído-. Quería saber qué deseábamos averiguar. Era un joven ruso que había muerto bajo un frío terrible… muy al norte, cerca del Círculo Ártico.
Esta vez Tellman no se movió en absoluto.
– ¿Y qué respondieron ustedes? -preguntó Pitt. Quería saber qué había ido a buscar allí Rose Serracold, pero temía que si Kingsley respondía primero a esa cuestión, y veía o percibía la reacción de Tellman, ocultaría sus propios motivos. Y también podían ser relevantes. Después de todo, había escrito el virulento ataque contra Aubrey Serracold, aunque sin saber que era el marido de la mujer que había tenido sentada al lado en la mesa de Maude Lamont. ¿O lo había sabido?
Kingsley se quedó unos momentos en silencio.
– ¿General Kingsley? -insistió Pitt-. ¿Qué querían averiguar a través de la señorita Lamont?
Kingsley respondió con gran dificultad, sin dejar de mirar al suelo.
– Mi hijo, Robert, sirvió en África, en las guerras zulúes. Murió en combate allí. Yo… -Se le quebró la voz-. Quería estar seguro de que su muerte había… de que su espíritu descansaba en paz. Ha habido… distintas versiones. Necesitaba estar seguro. -No miró a Pitt, como si no quisiera ver lo que reflejaba su cara, ni revelarle la necesidad que le apremiaba.
Pitt sintió que debía decir algo.
– Entiendo -murmuró-. ¿Y obtuvo tal información? -Incluso mientras formulaba aquella pregunta era consciente de que Kingsley no lo había logrado. Su miedo era palpable en la habitación, y ahora también se explicaba su dolor. Con la muerte de Maude Lamont, había perdido el contacto con el único mundo que creía que podía darle una respuesta. ¿Era posible que lo hubiera destruido voluntariamente?
– No… aún -respondió Kingsley. Sus palabras sonaron tan ahogadas que por un instante Pitt no estuvo seguro de si las había oído. Era consciente de la presencia de Tellman a su lado y de su profunda incomodidad. Estaba acostumbrado al sufrimiento, pero aquel le confundía y le llenaba de inquietud. No estaba seguro de cómo reaccionar. Debería impacientarse y sentirse ridículo ante aquella situación; era todo lo que le había enseñado su experiencia vital. Al mirarle por un instante, lo único que Pitt vio en su rostro fue compasión.
– ¿Qué quería la mujer? -preguntó Pitt.
Kingsley dejó de lado sus propios pensamientos. Levantó la vista con una expresión perpleja.
– No estoy seguro. Estaba impaciente por ponerse en contacto con su madre, pero no estoy seguro de por qué. Debía de ser un asunto privado, porque todas sus preguntas eran demasiado indirectas para que yo las entendiera.
– ¿Y las respuestas? -Pitt se sorprendió al notarse tenso, temeroso de lo que Kingsley pudiera decir. ¿Por qué Rose Serracold se exponía al ridículo y al dispendio en un momento tan delicado? ¿No se daba cuenta de lo que eso significaba? ¿O su búsqueda era tan importante para ella que lo demás le parecía secundario? ¿De qué podía tratarse?
– ¿Su madre? -preguntó.
– Sí.
– ¿Y la señorita Lamont se puso en contacto con ella?
– Eso parece.
– ¿Qué le preguntó?
– Nada en particular. -Kingsley parecía confundido a medida que recordaba-. Solo información general sobre su familia, otros parientes que se habían… ido. Su abuela, su padre. Todos estaban bien.
– ¿Cuándo fue eso? -inquirió Pitt-. ¿La noche de la muerte de la señorita Lamont? ¿Antes? Si pudiese recordar exactamente lo que se dijo, sería de gran ayuda.
Kingsley frunció el entrecejo.
– Me cuesta mucho creer que hiciera daño a la señorita Lamont -dijo con impaciencia-. Parecía una mujer excéntrica y muy original, pero no vi en ella la menor señal de cólera, crueldad o malos sentimientos, más bien… -Se interrumpió.
Tellman se inclinó hacia delante.
– ¿Sí? -le incitó Pitt.
– Miedo -murmuró Kingsley, como si fuera un sentimiento que conocía bien-. Pero es inútil que me pregunte qué tenía esa mujer porque no tengo ni idea. Parecía que le preocupase que su padre no fuera feliz, que no hubiera recuperado la salud. Me pareció una pregunta extraña, como si creyera que la enfermedad te sigue más allá de la tumba. Pero tal vez cuando uno ha querido tanto a alguien, esas preocupaciones son comprensibles. El corazón atiende a razones que la razón no entiende. -Pero siguió eludiendo la mirada de los dos hombres, como si fuera un asunto íntimo.
– Y el otro hombre, ¿a quién buscaba? -preguntó Pitt.
– No recuerdo a nadie en particular. -Kingsley respondió ceñudo, como si solo entonces cayera en la cuenta de lo mucho que eso le había desconcertado.
– Pero, según usted, acudió al menos tres veces -insistió Pitt.
– Sí. Parecía tomárselo muy en serio -afirmó Kingsley, levantando la vista, como si ya no tuviera más sentimientos que ocultar. Aquel hombre no le había despertado ninguna emoción, ni le había inspirado la menor compasión-. Hizo varias preguntas muy reveladoras y no paró hasta que se las respondieron -explicó-. Una vez le pregunté a la señorita Lamont si creía que era un escéptico, que tenía dudas, pero ella parecía conocer los motivos del hombre y no le inquietaban. A mí me parece… -Vaciló.
– ¿Extraño? -apuntó Tellman.
– Iba a decir «reconfortante» -respondió Kingsley.
No se explicó, pero Pitt comprendió a lo que se refería. Maude Lamont debía de haber estado muy segura de su don, fuera cual fuese su naturaleza, para no haberse sentido amenazada por la presencia de un escéptico en sus sesiones. Pero, al parecer, no había sido consciente del odio que había acabado provocando su muerte.
– ¿Ese hombre no dio el nombre de las personas con quienes quería ponerse en contacto? -continuó Pitt.
– Dio varios -replicó Kingsley-. Pero ninguno con especial interés. Parecía como si los escogiera al azar.
– ¿Se interesó por algún tema? -Pitt no iba a rendirse tan fácilmente.
– Por ninguno, que yo sepa.
Pitt le miró con seriedad.
– No sabemos quién es, general Kingsley. Podría ser él quien asesinó a Maude Lamont. -Vio cómo Kingsley hacía una mueca y adoptaba de nuevo una mirada perdida-. ¿Qué dedujo de su voz, de su comportamiento, de lo que fuera? ¿De su indumentaria, de su porte? ¿Era un hombre culto? ¿Cuáles eran sus creencias u opiniones? ¿Cuáles diría que eran sus orígenes, sus ingresos, su posición social? Si tenía alguna ocupación, ¿cuál era? ¿Mencionó alguna vez a su familia, a su esposa o dónde vivía? ¿Venía de lejos para asistir a la sesión? ¿Sabe algo de él?
Una vez más, Kingsley dedicó tanto tiempo a reflexionar que Pitt temió que no respondiera. Luego empezó a hablar despacio.
– Su acento indicaba que había recibido una educación excelente. Lo poco que dijo estaba más relacionado con las artes y las letras que con cualquier ciencia. Por lo que yo vi, o creo que vi, vestía ropa discreta y oscura. Parecía una persona nerviosa, pero lo atribuí a la situación. No recuerdo que expresara ninguna opinión en particular, pero me dio la impresión de que era más conservador que yo.
Pitt pensó en la carta de los periódicos.
– ¿No es usted conservador, general Kingsley?
– No, señor. -Esta vez miró a Pitt directamente a la cara, sosteniendo su mirada-. He servido en el ejército con toda clase de hombres, y me gustaría mucho que las tropas recibiesen un trato más justo que el que se les depara en estos momentos. Creo que cuando uno se ha enfrentado a todo tipo de contratiempos e incluso a la muerte al lado de un hombre, reconoce su valía mucho más claramente de lo que lo haría en determinadas circunstancias mundanas.
Viendo la franqueza de su rostro, resultaba imposible no creerle. Y, sin embargo, lo que decía estaba en total contradicción con lo que había escrito a cuatro periódicos distintos. Pitt estaba más convencido que nunca de que Kingsley estaba involucrado con Voisey en el tema de las elecciones, pero lo que no sabía era si lo hacía voluntariamente o a la fuerza. Tampoco sabía si, debidamente presionado, habría participado en el asesinato de Maude Lamont.
Se planteó la posibilidad de mencionarle las cartas aparecidas en los periódicos contra Serracold y decirle que la mujer de las sesiones espiritistas era la mujer de Serracold. Pero no se le ocurrió qué podía ganar con ello en ese momento, y una vez que lo dijera, ya no lograría alcanzar la posible ventaja de la sorpresa.
De modo que dio las gracias a Kingsley y se despidió seguido por Tellman, que se mostraba taciturno e insatisfecho.
– ¿Qué te ha parecido? -preguntó Tellman tan pronto como estuvieron en la acera al sol-. Qué puede llevar a un hombre como ese a acudir… a… -Sacudió la cabeza-. No sé cómo lo hacía ella, pero debía de tener algún truco. ¿Cómo no se daba cuenta toda esa gente con educación? Si los mandos de nuestro ejército creen en esa clase de… de cuento de hadas…
– La educación no impide que uno se sienta solo o sufra -respondió Pitt. Tellman seguía demostrando cierta inocencia, pese al crudo realismo de muchas de sus opiniones. Eso le irritaba, y sin embargo, contra toda lógica, le caía mejor por ello. No quería aprender-. Todos acabamos descubriendo la forma de aliviar esas heridas -continuó-. Hacemos lo que podemos.
– Si perdiera a alguien y probara esa clase de consuelo -dijo Tellman pensativo, bajando la vista-, y luego me enterara de que alguien me está engañando con trucos, no puedo decir que no perdiera la cabeza y tratara de ahogarlo. Si… si alguien creía que esa sustancia blanca formaba parte de un fantasma, o lo que se suponía que fuera, y se lo metió a la mujer en la boca, ¿es un asesinato o un accidente?
Pitt no pudo evitar sonreír.
– Si eso es lo que ocurrió, había tres personas allí, y al menos dos habrían llamado a un médico o a la policía. Si las tres estaban confabuladas, sería una conspiración, intencionada o no.
Tellman gruñó y lanzó de una patada una pequeña piedra a la alcantarilla.
– Supongo que ahora vamos a ver a la señora Serracold.
– Sí, si es que está. Si no, la esperaremos.
– ¿Supongo que también querrás encargarte del interrogatorio?
– No, pero lo haré. Su marido se presenta al Parlamento.
– ¿Van tras él los terroristas irlandeses? -En la voz de Tellman había una nota de sarcasmo, pero seguía siendo una pregunta.
– Que yo sepa, no -dijo Pitt secamente-. Lo dudo. Está a favor del autogobierno.
Tellman volvió a gruñir y murmuró algo.
Pitt no se molestó en preguntarle qué había dicho.
Tuvieron que esperar casi una hora a Rose Serracold. Les hicieron pasar a un salón rojo con una vasija de cristal rebosante de rosas en la mesa del centro. Pitt sonrió para sí al ver a Tellman hacer una mueca. La decoración era poco corriente, casi imponente a simple vista, con los elegantes cuadros de las paredes y una sencilla chimenea blanca. Pero al rato, la habitación se volvía cada vez más agradable. Miró los álbumes de recortes que había en una mesa baja. Estaban primorosamente confeccionados y los habían dejado allí para entretener a las visitas. El primero era de especímenes botánicos, y al lado de cada ejemplar, en letra pulcra y bastante excéntrica, figuraba una pequeña historia de la planta, su hábitat originario, cuándo se había introducido en Gran Bretaña y por quién, y qué significaba su nombre. Aficionado a la jardinería cuando disponía de tiempo, Pitt se quedó totalmente absorto. Su imaginación se vio espoleada por el extraordinario coraje de los hombres que habían escalado montañas en la India y Nepal, China y Tíbet, en busca de una flor que fuera más perfecta que las demás y habían vuelto con ella a Inglaterra.
Tellman se paseó por la habitación. Se quedó enfrascado en la contemplación de otro álbum de recortes, con acuarelas de distintas ciudades marítimas de Gran Bretaña; le pareció muy bonito, pero menos interesante. Tal vez si hubiera incluido la aldea de Dartmoor en la que residían Gracie y Charlotte, habría sido distinto. Pero Pitt no le había dicho el nombre de todos modos. Dejó vagar la imaginación, tratando de adivinar lo que estarían haciendo en esos momentos mientras él estaba allí, en esa extraña habitación. ¿Estaría trabajando demasiado Gracie, o dispondría de libertad para disfrutar y caminar por las colinas al sol? Se la imaginó, menuda y muy erguida, con el cabello peinado hacia atrás y su carita inteligente y llena de vida, mirando todo con interés. No debía de haber visto nunca un lugar así, a tantos kilómetros de las estrechas calles urbanas en las que había crecido, abarrotadas y ruidosas, con su olor a comida rancia, alcantarillas, madera podrida y humo. Se imaginaba aquel lugar como un campo abierto, un paisaje casi pelado.
Ahora que pensaba en ello, él tampoco había estado nunca en un lugar así, salvo en sueños y al mirar ilustraciones como aquellas.
¿Pensaría Gracie alguna vez en él mientras estaba allí? Probablemente no… o no muy a menudo. Seguía sin estar seguro de lo que sentía por él. Al final del caso de Whitechapel le había dado la impresión de que se había ablandado. Seguían estando en desacuerdo en miles de cosas: temas importantes como la justicia y la sociedad, y el papel del hombre y la mujer. La enseñanza que había recibido y sus experiencias le decían que ella estaba equivocada, pero no podía expresar con palabras cuál era exactamente su error. Y desde luego no podía explicárselo. Ella se limitaba a mirarle con aire impaciente y desdeñoso, como si fuera un niño protestón, y seguía con lo que estaba haciendo, ya fuera cocinar o planchar, con su espíritu enormemente práctico, como si las mujeres mantuvieran el mundo en funcionamiento mientras los hombres solo hablaban de él.
– ¿Debería escribirle mientras estaba fuera?
Se trataba de una pregunta difícil. Charlotte había enseñado a Gracie a leer, pero hacía muy poco de ello. ¿Sería embarazoso para ella tener que responder? Y lo que era peor, si había algo que no sabía leer, ¿le enseñaría la carta a Charlotte? La sola idea hacía que se muriese de vergüenza. ¡No! Decididamente no iba a escribirle. Más valía no correr riesgos. Y tal vez era mejor no tener su dirección escrita en ninguna parte, por si acaso.
Seguía sosteniendo el álbum de recortes abierto cuando entró por fin Rose Serracold, y tanto él como Pitt se levantaron y se pusieron en posición de firmes. Tellman no estaba seguro de la clase de persona que había esperado encontrar, pero desde luego no se había imaginado que se hallaría ante la mujer despampanante que estaba en el umbral, luciendo un vestido a rayas azul marino y lila, con enormes mangas y cintura estrecha. Llevaba el cabello rubio extraordinariamente liso y enrollado alrededor de la cabeza en lugar de recogido en tirabuzones, y les miraba sorprendida con sus ojos claros de color aguamarina.
– Buenos días, señora Serracold -dijo Pitt tras el silencio inicial-. Lamento importunarla sin haber avisado, pero las trágicas circunstancias de la muerte de la señorita Maude Lamont no me han permitido concertar una cita. Comprendo que debe de estar muy ocupada con las elecciones parlamentarias, pero se trata de un asunto que no puede esperar. -Su tono no admitía discusión.
Ella se quedó extrañamente inmóvil, sin volverse siquiera para reparar en Tellman, aunque resultaba difícil que no le hubiera visto, pues se hallaba a unos pasos de ella. Se quedó mirando fijamente a Pitt. Era imposible determinar si ya se había enterado de la muerte de Maude Lamont o no. Cuando por fin habló, lo hizo en voz muy baja.
– Desde luego. ¿Y exactamente qué cree que puedo decirle que le sea de ayuda, señor… Pitt? -Era evidente que recordaba su nombre porque se lo había dicho el mayordomo, pero tuvo que hacer un esfuerzo. No era su intención ser grosera; sencillamente, él no formaba parte de su mundo.
– Usted fue una de las últimas personas que la vio con vida, señora Serracold -respondió Pitt-. Y también vio a las otras personas que estuvieron presentes en la sesión de espiritismo, y debe de saber qué ocurrió.
Tellman tenía curiosidad por ver cómo iba a abordar Pitt a aquella mujer para sacarle la mayor cantidad de información provechosa. No habían hablado de ello, y sabía que el motivo era que Pitt no estaba seguro. Ella guardaba relación con su nuevo papel en la Brigada Especial. Su marido iba a presentarse al Parlamento. Pitt no iba a revelarle cuál era exactamente su misión, pero Tellman supuso que era protegerla del escándalo, o si eso resultaba imposible, tratar el asunto con discreción y rapidez. No envidiaba su situación. Resolver un asesinato era sencillo comparado con aquello.
Rose Serracold arqueó ligeramente sus elegantes cejas.
– No sé cómo murió, señor Pitt, o si alguien fue responsable o pudo hacer algo para impedirlo. -Habló con voz serena, pero estaba muy pálida y tan inmóvil que el dominio de sus emociones podía reconocerse por la ausencia de cualquier señal. No se atrevía a dejar que aflorasen.
Tellman percibió el ligero perfume que desprendía, y reparó en que si ella se movía, oiría el susurro de las sedas, como había ocurrido cuando ella había entrado. Era la clase de mujer que le alarmaba e inquietaba. Era plenamente consciente de su presencia, y no comprendía nada en absoluto de su vida, sus sentimientos o creencias.
– Alguien es responsable de ello. -La voz de Pitt se abrió paso a través de sus pensamientos.
Ella no hizo ningún ademán para indicarles que se sentaran.
– La asesinaron -terminó Pitt.
La mujer inspiró hondo y exhaló el aire con un suspiro apenas audible.
– ¿Entró alguien? -Vaciló un segundo-. ¿Tal vez olvidó cerrar la puerta lateral que da a Cosmo Place? La última persona entró por allí en lugar de hacerlo por la puerta principal.
– No le robaron nada -respondió Pitt-. Nadie rompió nada. -La observaba con mucha atención, sin apartar los ojos de ella-. Y la mataron por motivos personales.
Ella pasó por su lado y se dejó caer en una de las sillas rojas; su falda se hinchó alrededor de ella con el débil frufrú del roce de la seda. Estaba tan pálida que Tellman creyó que por fin había comprendido las palabras de Pitt.
¿La habían sorprendido? ¿O ya lo sabía, y estaba recordando o asimilando el hecho de que otros lo supieran, concretamente la policía?
¿ O al revelarle que había sido asesinada por motivos personales le había descubierto quién era el responsable?
– No sé si quiero saber los detalles, señor Pitt -se apresuró a decir. Había recuperado totalmente el dominio de sí misma-. Solo puedo decirle lo que vi. Me pareció una velada totalmente normal. Por lo que yo vi, no hubo peleas, ni resentimientos de ninguna clase. Y créame, si hubiera habido algo extraño lo habría visto. A pesar de lo que dice, no puedo creer que fuera uno de nosotros. Desde luego yo no… -Al llegar a ese punto se le quebró un poco la voz-. Yo… estaba en deuda con su don. Ella me… caía bien. -Parecía a punto de añadir algo, pero cambió de opinión y miró a Pitt, esperando que continuara.
Él se cansó de esperar a que le invitaran a sentarse y lo hizo frente a ella, dejando libertad a Tellman para que hiciera lo que quisiera.
– ¿Puede describirme cómo fue la noche, señora Serracold?
– Eso creo. Llegué poco antes de las diez. El soldado ya estaba en la habitación. Yo no sabía nada de él, ¿comprende?, pero estaba interesado sobre todo en lo relacionado con batallas. Todas sus preguntas giraban en torno a África y la guerra, de modo que deduzco a partir de ese detalle y de su porte que es soldado, o lo fue. -En su rostro se traslució una compasión momentánea-. Supuse que había perdido a un ser querido.
– ¿Y la tercera persona? -inquirió Pitt.
– Oh. -La mujer se encogió de hombros-. El ladrón de tumbas. Fue el último en llegar.
Pitt parecía sorprendido.
– ¿Cómo dice?
Ella hizo una mueca, una expresión de aborrecimiento.
– Le llamo así porque creo que es un escéptico y trata de menoscabar nuestra fe en la resurrección del espíritu. Sus preguntas eran… académicas, de una manera cruel, como si hurgara en una herida. -Escudriñó los ojos de Pitt, tratando de ver hasta qué punto le entendía, si era capaz de hacerse al menos una idea de lo que describía, o se estaba exponiendo a un bochorno innecesario.
Tellman tuvo una repentina revelación, como si la viera con un vestido corriente como el que llevaría su madre o Gracie, y la crujiente seda se vio oscurecida por una luz más clara. Ella necesitaba creer en los poderes de Maude Lamont. Buscaba algo que la había impulsado a ir allí, que la había obligado, y ahora que Maude se había muerto, estaba perdida. Detrás de aquellos ojos pálidos y brillantes había desesperación.
Luego ella volvió a hablar e interrumpió aquel momento. El oyó su dicción perfecta, notó su fragilidad, y un abismo volvió a abrirse entre los dos.
– O tal vez fueron imaginaciones mías -dijo ella con una sonrisa-. Apenas le vi la cara. Podría haber tenido miedo a la verdad, ¿no? -Curvó los labios como si lo único que le impidiera reír fuera lo inapropiado de la situación-. Entró y salió por la puerta del jardín. Tal vez sea un personaje destacado que ha cometido un crimen terrible y quiere saber si los muertos le traicionarán. -Elevó la voz movida por la fantasía-. Le estoy dando una idea, señor Pitt. -Le miró con fijeza sin prestar atención a Tellman, con una expresión serena, llena de vida, casi desafiante.
– Ya lo había pensado, señora Serracold -respondió Pitt con cara inexpresiva-. Pero me parece interesante que a usted también se le haya ocurrido. ¿ Cree que Maude Lamont podría haber utilizado tal información?
A Rose Serracold le temblaron los párpados, y se le tensaron los músculos del cuello y la mandíbula.
Pitt permaneció a la espera.
– ¿Para qué? -preguntó ella con un tono ligeramente áspero-. ¿Se refiere a alguna clase de… chantaje? -Su rostro reflejaba una sorpresa tal vez excesiva.
Pitt esbozó una ligerísima sonrisa, como si pensara muchas más cosas de las que podía decir.
– La asesinaron, señora Serracold. Se había ganado al menos un enemigo desesperado y con motivos muy personales.
Ella se quedó tan lívida que Tellman creyó que iba a desmayarse. Sabía con absoluta certeza que era ella quien preocupaba a Pitt. Su presencia en la sesión de espiritismo era lo que había hecho que la Brigada Especial interviniera en el caso y se lo arrebatara a la policía, a él. ¿Tenía Pitt alguna razón secreta para creer que ella era culpable? Tellman le miró, pero a pesar del tiempo que habían trabajado juntos, y de las tragedias en las que habían estado involucrados, no supo interpretar los sentimientos de Pitt.
Rose cambió de postura en su silla. En el silencio de la habitación, se oía hasta el débil crujido de la ballena y la tela rígida del corpiño.
– Comprendo que es algo terrible, señor Pitt -dijo ella en voz baja-. Pero se me ocurre otro modo de ayudarle. Me di cuenta de que uno de los hombres estaba muy preocupado por su hijo y necesitaba saber las circunstancias de su muerte, que tuvo lugar en una batalla en algún lugar de África. -Tragó saliva, levantando un poco la barbilla como si se sintiera constreñida por el cuello, a pesar de que no era alto-. Del otro hombre solo puedo decirle que me dio la impresión de que había venido para burlarse y desaprobar nuestra actividad. ¡No sé por qué esas personas se molestan! -Arqueó sus delicadas cejas-. Si uno no cree, ¿por qué no se olvida y deja que los que sí lo hacen busquen sus respuestas en paz? Es una consideración, un acto compasivo que se debe tener con el prójimo. Solo un patán interrumpiría los ritos religiosos de otra persona. Es una intrusión innecesaria, una crueldad gratuita.
– ¿Puede describir qué observó en su actitud o en sus palabras que le produjo tal impresión? -preguntó Pitt, inclinándose ligeramente hacia delante-. Todo lo que pueda recordar, señora Serracold.
Ella permaneció unos minutos sentada sin responder, como si quisiera aclararse las ideas antes de empezar.
– Tengo la sensación de que trataba de descubrirle algún truco -dijo por fin-. Movía la cabeza de un lado para otro, abarcando con la mirada todo su campo de visión, como si no quisiera perderse nada. Pero nunca había nada que ver. Yo veía cómo se emocionaba, pero no sé a qué se debía. Solo le miraba de vez en cuando, porque lógicamente me interesaba mucho más la señorita Lamont.
– ¿Qué había que ver? -preguntó Pitt muy serio.
Ella no parecía estar segura de cómo responder o tal vez se preguntaba si podía confiar en él.
– Las manos -murmuró-. Cuando los espíritus hablaban a través de ella, ella cambiaba totalmente de aspecto. A veces parecía cambiar de forma, de facciones, de pelo. Su cara irradiaba luz. -Su expresión parecía desafiarle a que se riese. Había ironía en ella, como si quisiera frenar la reacción de Pitt anticipándose a ella. Sin embargo, su cuerpo estaba rígido y sus manos en el borde de la butaca tenían los nudillos blancos.
Pitt experimentó una extraña sensación en su interior: una mezcla de miedo, prácticamente un deseo de creer, y al mismo tiempo un impulso de reír. Era algo terriblemente humano y vulnerable, muy transparente y a la vez fácil de comprender.
– ¿Qué preguntó ese hombre? ¿Se acuerda? -inquirió.
– Que describiera la vida después de la muerte, que nos dijera qué se veía, qué se hacía, qué aspecto tenía uno y qué se sentía -respondió ella-. Preguntó si se encontraban allí ciertas personas y cómo estaban. Si… su tía Georgina estaba allí o no. Pero me dio la sensación de que era una pregunta con trampa. Pensé que tal vez ni siquiera existía esa tía.
– ¿Y cuál fue la respuesta?
Ella sonrió.
– Que no.
– ¿Cómo reaccionó él?
– Eso es lo extraño. -Rose se encogió de hombros-. Creo que se mostró complacido. Fue después de que hiciera todas esas preguntas sobre cómo era, qué hacía la gente y, sobre todo, si había alguna clase de castigo.
Pitt estaba perplejo.
– ¿Cuáles fueron las respuestas?
En los ojos de Rose se advertía una chispa de humor.
– Que estaba preguntando cosas que aún no había llegado el momento de saber. ¡Eso es lo que le habría respondido yo de haber sido el espíritu!
– ¿Le desagradaba él? -preguntó Pitt. Ella era muy observadora, crítica y testaruda, y sin embargo, había en ella una vitalidad extraordinariamente atractiva, y su sentido del humor le atraía.
– Con franqueza, sí. -La mujer bajó la vista hacia su falda de seda-. Era un hombre asustado. Pero a todos nos da miedo algo, si tienes un poco de imaginación o te importa algo. -Alzó la vista y la clavó en él-. Eso no es motivo o excusa para burlarte de las necesidades de los demás. -Una sombra cruzó sus ojos, como si se hubiera arrepentido al instante de haber sido demasiado franca con él. Se levantó y con un movimiento grácil se dio media vuelta, dándole la espalda parcialmente a Pitt y totalmente a Tellman, lo que obligó a ambos a ponerse de pie.
– Por desgracia, no puedo decir quién era o dónde encontrarle -murmuró ella-. Ahora lamento mucho haber ido alguna vez allí. En ese momento me pareció inofensivo, una forma de explorar en el conocimiento un poco osada. Creo apasionadamente en la libertad de pensamiento, señor Pitt. ¡Desprecio la censura, las restricciones en la educación… de cualquier persona! -El tono de su voz había cambiado por completo; el aire guasón había desaparecido, y con él, la cautela-. Si pudiera, abogaría por una libertad absoluta de culto dentro de la ley. Debemos comportarnos de forma civilizada y respetar la seguridad del prójimo, y supongo que también la propiedad. Pero nadie debería poner límites al pensamiento, ¡y menos al espíritu! -Se volvió hacia Pitt, con las mejillas nuevamente sonrosadas, la barbilla alta y sus asombrosos ojos centelleantes.
– ¿Y trataba de hacerlo el tercer hombre, señora Serracold? -preguntó Pitt.
– ¡No sea ingenuo! -exclamó ella de forma áspera-. ¡Gastamos la mitad de nuestra energía intentando imponer a los demás lo que deben pensar! Eso es básicamente lo que hace la Iglesia. ¿No les escucha?
Pitt sonrió.
– ¿Está tratando de minar mi fe en ella, señora Serracold? -preguntó con aire inocente.
Las mejillas de Rose se arrebolaron.
– Lo siento -se disculpó él-. Pero la libertad de una persona puede pisotear muy fácilmente la de otra persona. ¿Por qué acudió a la señorita Lamont? ¿Con quién quería ponerse en contacto?
– ¿Por qué quiere saberlo, señor Pitt? -Ella le indicó con un ademán que volviera a sentarse.
– Porque la asesinaron mientras usted estuvo allí o poco después de que se marchara -respondió él, relajándose de nuevo en la silla y viendo cómo Tellman hacía lo mismo.
Rose se puso rígida.
– No tengo ni idea de quién lo hizo -dijo casi sin aliento-. Solo sé que no fui yo.
– Me han dicho que quería ponerse en contacto con su madre. ¿Es cierto?
– ¿Quién se lo ha dicho? -preguntó-. ¿El soldado?
– ¿Por qué no iba a hacerlo? Usted me ha dicho que él quería ponerse en contacto con su hijo para averiguar cómo había muerto.
– Sí -concedió ella.
– ¿Qué quería averiguar de su madre?
– ¡Nada! -exclamó ella al instante-. Solo quería hablar con ella. ¿No le parece lo suficientemente natural?
Tellman no daba crédito a lo que estaba oyendo, y advirtió por la postura de Pitt, con las manos inmóviles y rígidas en las rodillas, que a él le ocurría lo mismo. Pero no cuestionó las palabras de Rose.
– Sí, por supuesto -asintió él-. ¿Ha ido a ver a otros médiums?
Ella tardó tanto en responder que su vacilación se puso de manifiesto, e hizo un ligero gesto de renuncia.
– No, lo reconozco, señor Pitt. No me fiaba de nadie hasta que conocí a la señorita Lamont.
– ¿Cómo la conoció, señora Serracold?
– Me la recomendaron -dijo ella, como si le sorprendiera la pregunta.
Aquel tema despertó el interés de Pitt. Confió en que no se reflejara en su cara.
– ¿Quién?
– ¿Lo cree importante? -repitió ella.
– ¿Va a decírmelo, señora Serracold, o tendré que averiguarlo?
– ¿Lo haría?
– Sí.
– ¡Eso sería vergonzoso! ¡Es innecesario! -Rose estaba furiosa. Dos manchas de color aparecieron en sus altos pómulos-. Si mal no recuerdo, fue Eleanor Mountford. No me acuerdo de cómo oyó hablar de ella. Era muy famosa, ¿sabe? Me refiero a la señorita Lamont.
– ¿Tenía muchos clientes de la alta sociedad? -La voz de Pitt era inexpresiva.
– Seguro que lo sabe. -Rose arqueó ligeramente las cejas.
– Sé lo que pone en su agenda -admitió él-. Gracias por su colaboración, señora Serracold. -Volvió a levantarse.
– Señor Pitt… señor Pitt, mi marido va a presentarse candidato al Parlamento. Yo…
– Lo sé -murmuró él-. Y me hago cargo del partido que puede sacar la prensa conservadora de sus visitas si se hacen públicas.
Ella se ruborizó, pero su expresión era desafiante y no respondió inmediatamente.
– ¿Sabía el señor Serracold que veía a la señorita Lamont?
– No. -Apenas emitió un murmullo-. Iba a verla las tardes que él pasaba en el club. Siempre a la misma hora. Fue bastante fácil.
– Corrió un gran peligro -señaló él-. ¿Iba sola?
– ¡Por supuesto! Es algo… personal. -Rose hablaba con gran dificultad. Le costaba un esfuerzo enorme hacerle aquella petición-. Señor Pitt, si usted pudiera…
– Seré discreto mientras pueda -prometió-. Pero cualquier cosa que recuerde podría ser de utilidad.
– Sí… por supuesto. Ojalá se me ocurriera algo. Aparte del tema de la justicia… Voy a echarla de menos. Buenos días, señor Pitt. Inspector… -Vaciló un instante. Había olvidado el nombre de Tellman, pero no tenía importancia. No se molestó en esperar que él se lo dijera, y salió de la habitación dejando que la criada los acompañara a la puerta.
Tanto Pitt como Tellman se abstuvieron de hacer comentarios al salir de la casa de los Serracold. Pitt advirtió que Tellman estaba tan confuso como él. Ella no era el tipo de mujer que había esperado, teniendo en cuenta que se trataba de la esposa de un hombre que se presentaba para uno de los cargos públicos más altos del gobierno. Era excéntrica y lo bastante arrogante para parecer insultante, y sin embargo, había en ella una honradez que él admiraba. Sus opiniones eran ingenuas pero idealistas, nacidas de un anhelo de tolerancia que ella misma no era capaz de alcanzar.
Pero por encima de todo era vulnerable, porque había algo que había deseado de Maude Lamont tan desesperadamente que había acudido a sus sesiones espiritistas de vez en cuando, aun siendo consciente del coste político que aquello podía tener si llegaba a saberse. Y tenía el pelo largo, entre dorado y plateado. Pitt no podía olvidar el cabello en la manga de Maude, que podía significar algo o nada.
– Averigua más cosas acerca del modo en que Maude Lamont conseguía a sus clientes -le dijo a Tellman mientras alargaban el paso al bajar por el sendero-. Entérate de si solo trataba con ricos. Y si el espiritismo justificaba sus ingresos.
– ¿Chantaje? -dijo Tellman con un disgusto imposible de disimular-. Es patético que te embauquen con esas… esas patrañas. ¡Pero la mayoría de personas se dejan embaucar! ¿Merece la pena comprar el silencio?
– Eso depende de lo que hayan averiguado de nosotros -replicó Pitt, bajando de la calzada y esquivando unos excrementos de caballo-. Casi todos tenemos algo que preferiríamos mantener en secreto. No tiene que ser necesariamente un crimen, basta con una indiscreción o un punto flaco que tememos que sea explotado. A nadie le gusta que le tomen por tonto.
Tellman miró fijamente al frente.
– Todo el que acude a una mujer que escupe clara de huevo y dice que es un mensaje del mundo de los espíritus, y se lo cree, es tonto -dijo, con una ferocidad que brotaba de una compasión que no quería sentir-. Pero averiguaré todo lo que pueda sobre ella. ¡Ante todo me gustaría saber cómo lo hizo!
Subieron a la acera del otro lado de la calle en el preciso momento en que un simón de cuatro caballos pasaba a menos de un metro de ellos.
– En mi opinión, se trata de una combinación de trucos mecánicos, maña y poder de sugestión -respondió Pitt, deteniéndose junto al borde de la acera para dejar pasar otro coche tirado por cuatro caballos-. ¿Supongo que sabes que era clara de huevo por la autopsia? -preguntó, con un tono un tanto cáustico.
Tellman gruñó.
– Y gasa -explicó-. Se asfixió con ella. La tenía en la garganta y los pulmones, la pobrecilla.
– ¿Queda algo más que no hayas mencionado?
Tellman le lanzó una mirada de odio.
– ¡No! Era una mujer sana de unos treinta y siete o treinta y ocho años. Murió de asfixia. Ya has visto los cardenales. Eso es todo. -Gruñó-. Y me he propuesto averiguar lo que la gente no quiere que se sepa. ¿Era lo bastante lista para hacer conjeturas a partir de las preguntas que hacía la gente, como dónde escondía el tío abuelo Ernie el testamento? ¿O tuvo mi padre una aventura amorosa con la vecina de enfrente? ¡Lo que fuera!
– Supongo que escuchando en fiestas -respondió Pitt-, observando a la gente, haciendo preguntas y presionando un poco de vez en cuando, lograba reunir suficiente información para hacer deducciones muy acertadas. Y el resto se lo proporcionaban las propias conclusiones que sacaba la gente de lo que ella decía. La culpabilidad proviene de amenazas tanto imaginarias como reales. ¿Cuántas veces hemos visto a alguien traicionarse a sí mismo porque cree que sabemos algo cuando en realidad no es así?
– Muchas -respondió Tellman, esquivando el carro de un verdulero ambulante-. Pero ¿y si presionó demasiado y alguien la tomó con ella? Ese habría sido su fin.
– Parece haberlo sido. -Pitt le miró de reojo.
– Entonces ¿qué tiene que ver esto con la Brigada Especial? -preguntó Tellman, con un matiz colérico en la voz-. ¿Solo porque Serracold se presenta al Parlamento? ¿Acaso la Brigada Especial juega a la política? ¿Es eso?
– ¡No, no es eso! -replicó Pitt, dolido y furioso por el hecho de que Tellman considerara siquiera aquella posibilidad-. No me importa tanto quién gane como que la lucha sea limpia. Creo que la mayoría de propuestas que he oído de Aubrey Serracold son descabelladas. No tiene la más mínima idea de lo que es el mundo real. Pero si le derrotan quiero que lo haga gente que no está de acuerdo con él y no gente que cree que su mujer cometió un crimen, si es que no lo hizo.
Tellman siguió andando en silencio. No se disculpó, aunque un par de veces abrió la boca y tomó aire como si fuera a hablar. Cuando llegaron a la vía principal se despidió y se alejó en el sentido opuesto al de Pitt, con la espalda rígida, la cabeza erguida, mientras Pitt buscaba un coche de punto para ir a ver a Víctor Narraway.
– ¿Y bien? -preguntó Narraway, recostándose en su asiento y mirando a Pitt sin pestañear.
Pitt se sentó sin que él se lo pidiera.
– Por ahora parece que fue uno de los tres clientes de esa velada -respondió-. El general de división Roland Kingsley, la señora Serracold o un hombre cuya identidad nadie conocía excepto la misma Maude Lamont.
– ¿Qué quiere decir «nadie»? ¿Se refiere a ninguno de ellos?
– Así es. Al parecer, la criada no sabía quién era. Dice que nunca le vio. Entraba y salía por las puertaventanas y la puerta del muro del jardín.
– ¿Por qué? ¿Dejaban abierta la puerta del muro? Entonces podría haber entrado o salido cualquiera.
– La puerta del muro del jardín que daba a Cosmo Place estaba cerrada con llave pero no atrancada -explicó Pitt-. Otros clientes tenían la llave. No sabemos quiénes. No hay constancia de ello. Las puertaventanas se cerraban solas, de modo que no hay forma de saber si alguien salió por una de ellas una vez que estuvo muerta. En cuanto al motivo, es evidente: no quería que nadie supiera que estaba allí.
– ¿Por qué estaba allí?
– No lo sé. La señora Serracold cree que era un escéptico que trataba de demostrar que Maude Lamont era una impostora.
– ¿Por qué? ¿Por interés académico o personal? Averígüelo, Pitt.
– ¡Eso me propongo! -replicó Pitt-. ¡Pero antes me gustaría saber quién es!
Narraway frunció el entrecejo.
– ¿Ha dicho «Roland Kingsley»? ¿Es el mismo hombre que escribió esa maldita carta sobre Serracold?
– Sí…
– Sí ¿qué? -Los penetrantes ojos oscuros de Narraway traspasaron los de Pitt-. Hay algo más.
– Tiene miedo -dijo Pitt sin mucha convicción-. Una angustia relacionada con la muerte de su hijo.
– ¡Averígüelo!
Pitt había querido decirle que las opiniones personales de Kingsley no parecían tan virulentas como las que había expresado en su carta a los periódicos, pero ahora no estaba seguro de ello. No era más que una impresión, y no se fiaba de Narraway, no le conocía lo suficientemente bien para aventurarse a decir algo tan vago. Se sentía incómodo trabajando para un hombre del que sabía tan poco. No tenía ni idea de sus creencias personales, sus pasiones o necesidades, sus puntos flacos, incluso su pasado antes de que se conocieran; todo estaba envuelto en un halo de misterio.
– ¿Qué hay de la señora Serracold? -continuó Narraway-. No me gusta el socialismo de Serracold, pero cualquier cosa es mejor que tener a Voisey con un pie en la escalera. Necesito respuestas, Pitt. -De pronto se echó hacia delante-. Nos enfrentamos al Círculo Interior. Si tiene dudas acerca de lo que son capaces de hacer, piense en Whitechapel. Piense en la fábrica de azúcar, recuerde a Fetters muerto en el suelo de su propia biblioteca. ¡Piense en lo cerca que estuvieron de ganar! ¡Piense en su familia!
Pitt sintió frío.
– Ya lo hago -dijo entre dientes. Le costó un esfuerzo precisamente porque pensaba en Charlotte y los niños, y odió a Narraway por recordárselo-. Pero si Rose Serracold asesinó a Maude Lamont, no lo voy a encubrir. Si lo hacemos, no seremos mejores que Voisey, y él lo sabrá tan bien como nosotros.
Narraway tenía una expresión sombría.
– ¡No me sermonee, Pitt! -le espetó-. ¡No es usted un policía de ronda que toca el silbato cuando alguien roba una cartera! Hay en juego algo más que un pañuelo de seda y un reloj de oro; estamos hablando del gobierno de la nación. ¡Si quiere respuestas sencillas, vuelva a arrestar a rateros!
– ¿Y en qué ha dicho exactamente que nos diferenciamos del Círculo Interior, señor? -Pitt subrayó la última palabra, y su voz sonó áspera y cortante.
Narraway apretó los labios y su rostro reflejó una cólera intensa, pero también un atisbo de admiración.
– No le he pedido que encubra a Rose Serracold si es culpable, Pitt. ¡No sea tan terriblemente pomposo! ¡Aunque habla como si creyera que puede ser culpable! A propósito, ¿por qué acudió ella a esa desgraciada?
– Aún no lo sé. -Pitt volvió a relajarse en su asiento-. Dice que para ponerse en contacto con su madre, y Kingsley dijo que esa fue la razón que dio a Maude Lamont, pero no me ha dicho por qué le importa tanto el tema como para estar dispuesta a engañar a su marido y poner en peligro su carrera si algún periodista conservador decide dejarla en ridículo.
– ¿Y se puso en contacto con su madre? -preguntó Narraway.
Pitt le miró con un repentino estremecimiento de sorpresa. Los ojos de Narraway eran transparentes; no había en ellos el menor rastro de ironía. Por un instante le dio la impresión de que hubiera creído posible cualquier respuesta.
– No de forma satisfactoria -respondió Pitt con convicción-. Sigue buscando algo, una respuesta que necesita… y teme.
– Creía en los poderes de Maude Lamont. -Era una afirmación.
– Sí.
Narraway tomó aire y lo soltó en silencio, muy despacio.
– ¿Le describió lo ocurrido?
– Al parecer, Maude Lamont cambió de aspecto, le brilló la cara y su aliento se volvió luminoso. Habló con otra voz. -Pitt tragó saliva-. También pareció que se elevaba en el aire y que se le alargaban las manos.
La tensión del cuerpo de Narraway desapareció.
– No son precisamente datos concluyentes. Hay muchas personas que hacen ese tipo de cosas. Trucos vocales, aceite de fósforo. Aun así… supongo que creemos lo que queremos creer… o lo que tememos. -Eludió la mirada de Pitt-. Y algunos nos sentimos obligados a averiguarlo, por mucho que nos duela. Otros prefieren no llegar a saberlo nunca… No pueden soportar perder su última esperanza. -Se irguió bruscamente-. No subestime a Voisey, Pitt. No dejará que su deseo de venganza se interponga en el camino de su ambición. Usted no es tan importante para él, pero no olvidará que fue usted quien le derrotó en Whitechapel. No lo olvidará, y sin duda no se lo perdonará. Esperará el momento oportuno, cuando usted no pueda defenderse. No se precipitará, pero llegará un día en que ataque. Haré lo posible para cubrirle las espaldas, pero no soy infalible.
– Me lo encontré… en la Cámara de los Comunes hace cuatro días -replicó Pitt sin poder evitar estremecerse-. Sé que no lo ha olvidado. Pero si vivo con miedo le estaré dando la victoria. Mi familia está fuera de Londres, pero no puedo detenerle. Reconozco que si creyera que hay alguna escapatoria, tal vez habría intentado recurrir a ella… pero no la hay.
– Es usted más realista de lo que pensaba -dijo Narraway, y muy a pesar suyo, su voz traslucía una actitud de respeto-. Me molestó que Cornwallis le enviase a usted aquí. Lo acepté como favor, pero tal vez no lo fue después de todo.
– ¿Por qué le debe favores a Cornwallis? -Se le escaparon las palabras antes de que pudiera pararse a pensar en ellas.
– ¡No es asunto suyo, Pitt! -replicó Narraway con aspereza-. Váyase y averigüe las maldades que hacía esa mujer… ¡y demuéstrelas!
– Sí, señor.
No fue hasta que estuvo de nuevo en la calle a la luz de última hora de la tarde y en medio del estruendo del tráfico, cuando Pitt se preguntó si Narraway se había referido a Rose Serracold… ¡o a Maude Lamont!