Capítulo 1

– Lo siento -murmuró el subcomisario Cornwallis; su cara era una máscara de culpabilidad y desdicha-. He hecho todo lo que he podido. He alegado todas las razones, morales y legales. Pero no puedo luchar contra el Círculo Interior.

Pitt estaba perplejo. Se hallaba de pie en medio de la oficina, mientras la luz del sol se derramaba sobre el suelo, y se oía el ruido de los cascos de los caballos, las ruedas sobre los adoquines y los gritos de los cocheros que llegaban desde la calle apenas amortiguados por las ventanas. Los barcos de recreo iban y venían por el Támesis en aquel caluroso día de junio. Después del complot de Whitechapel lo habían restituido a su cargo de superintendente de la comisaría de Bow Street. La reina Victoria le había dado las gracias personalmente por su valor y su lealtad. Y dos días después, antes de que hubiera vuelto a ocupar siquiera su cargo, ¡Cornwallis lo despedía de nuevo!

– No pueden hacerlo -protestó-. Su Majestad en persona…

Los ojos de Cornwallis no parpadearon, pero se llenaron de tristeza.

– Sí pueden. Tienen más poder del que usted y yo jamás sabremos. La reina oirá lo que ellos quieran que oiga. Si acudimos a ella, créame, le dejarán sin nada, incluso sin la Brigada Especial. Narraway se alegrará de volver a contar con usted. -Parecía que le hubieran arrancado a la fuerza esas palabras, que sonaban ásperas en su garganta-. Acepte, Pitt, por su bien y el de su familia. Es lo mejor que puede hacer. Usted es bueno en su trabajo. Nadie le podrá agradecer suficientemente lo que hizo por su país al derrotar a Voisey en Whitechapel.

– ¡Derrotarlo! -exclamó Pitt con amargura-. ¡La reina le concedió el título de sir, y el Círculo Interior sigue teniendo suficiente poder para decidir quién debe ser superintendente de Bow Street y quién no!

Cornwallis torció el gesto; los huesos de su rostro se marcaron bajo la piel tirante.

– Lo sé. Pero si usted no le hubiera derrotado, Inglaterra sería ahora una república sumida en el caos, tal vez hasta hubiera estallado una guerra civil, y Voisey sería su primer presidente. Eso es lo que querían. Usted le derrotó, Pitt, no lo dude nunca… ni tampoco lo olvide. El no lo hará.

Los hombros de Pitt se desplomaron. Se sentía hundido y cansado. ¿Cómo iba a decírselo a Charlotte? Se pondría furiosa y se sentiría indignada ante la injusticia que habían cometido con él. Querría luchar, pero no había nada que hacer. Él lo sabía; solo discutía con Cornwallis porque todavía le duraba el shock, la cólera ante toda aquella sinrazón. Había creído que al menos su cargo estaría a salvo después de que la reina hubiera reconocido su valor.

– Le corresponden unas vacaciones -dijo Cornwallis-. Tómeselas. Yo… siento haber tenido que decírselo antes.

Pitt no sabía qué decir. No se sentía con ánimos de mostrarse cortés.

– Vaya a algún lugar bonito, fuera de Londres -continuó Cornwallis-. Al campo… o al mar.

– Sí… Supongo que lo haré. -Sería más fácil para Charlotte, para los niños. Ella seguiría dolida, pero al menos podrían pasar tiempo juntos. Habían transcurrido años desde la última vez que se habían tomado unos pocos días libres, y se habían dedicado a pasear por bosques o campos, a hacer picnics y a contemplar el cielo.


* * * * *

Charlotte se sintió horrorizada, pero después del primer estallido disimuló, en buena parte quizá por los niños. Jemima, de diez años y medio, se percataba enseguida de cualquier emoción, y Daniel, dos años menor, no le iba a la zaga. Charlotte se centró en la oportunidad de tomarse unas vacaciones y empezó a planear cuándo deberían partir y a calcular cuánto dinero se podrían permitir gastar.

Al cabo de unos días, todo estuvo arreglado. Se llevarían con ellos al hijo de su hermana Emily; tenía la misma edad que Daniel y le encantaba escapar de la formalidad de las aulas y las responsabilidades que estaba aprendiendo como heredero de su padre. El primer marido de Emily había sido lord Ashworth, y a su muerte había dejado el título y la mayor parte de la herencia a su único hijo, Edward.

Se alojarían en una casa de campo en el pequeño pueblo de Harford, cerca de Dartmoor, durante dos semanas y media. Cuando regresaran, las elecciones generales habrían terminado y Pitt podría volver a personarse ante Narraway en la Brigada Especial, el nuevo cuerpo creado en buena medida para combatir a los terroristas fenianos, así como la conflictiva cuestión del autogobierno irlandés por la que Gladstone volvía a luchar, con tan pocas esperanzas de éxito como siempre.

– No sé cuánta ropa llevar para los niños -dijo Charlotte a modo de pregunta-. Me gustaría saber si se van a ensuciar mucho…

Ella y Pitt estaban en el dormitorio acabando de hacer las maletas, antes de tomar el tren del mediodía hacia el sudoeste.

– Espero que sí -respondió Pitt sonriendo-. No es saludable que los críos no se ensucien… al menos un niño.

– ¡Entonces me ayudarás con la colada! -replicó ella al instante-. Te enseñaré a utilizar la plancha de hierro. Verás qué fácil… Solo pesa una tonelada y es aburrido a más no poder.

Él estaba a punto de responder cuando la criada, Gracie, habló desde el umbral.

– Ha venido un cochero con un recado para usted, señor Pitt -dijo-. Me ha dado esto. -Le tendió una hoja de papel doblada.

Él la cogió y la desdobló.

«Pitt, necesito verle inmediatamente. Venga con el portador de este mensaje. Narraway.»

– ¿Qué es? -preguntó Charlotte, cuya voz adquirió un matiz áspero al observar cómo cambiaba la expresión de Pitt-. ¿Qué ha pasado?

– No lo sé -respondió él-. Narraway quiere verme, pero no puede ser nada serio. No tengo que empezar a trabajar con la Brigada Especial hasta dentro de tres semanas.

Ella sabía, por supuesto, quién era Narraway, aunque no lo conocía personalmente. Desde el día que se había tropezado con Pitt hacía once años, en 1881, ella había tomado parte activa en cada uno de los casos que había despertado su curiosidad o provocado su indignación, o en los que se había visto involucrada una persona que le importaba. De hecho, era ella quien había trabado amistad con la viuda de la víctima de John Adinett en la conspiración de Whitechapel, y quien había acabado averiguando la razón de su muerte. Tenía una idea más aproximada de quién era Narraway que cualquier otra persona que no perteneciera a la Brigada Especial.

– Bueno, pues más vale que le digas que no te entretenga -dijo enfadada-. Estás de vacaciones y tienes que coger un tren al mediodía. ¡Ojalá te hubiera llamado mañana, cuando ya nos hubiéramos ido!

– No creo que sea importante -dijo Pitt con tono despreocupado. Sonrió, pero sus labios se curvaron ligeramente hacia abajo-. Últimamente no ha habido bombas, y con las elecciones a la vuelta de la esquina, seguramente no las habrá por un tiempo.

– Entonces ¿por qué no puede esperar a que vuelvas? -preguntó ella.

– Probablemente puede esperar. -Se encogió de hombros, compungido-. Pero no puedo permitirme desobedecer. -Era un duro recordatorio de su nueva situación.

Pitt estaba bajo las órdenes directas de Narraway, y aparte de a él, no tenía a nadie a quien recurrir; no contaba con información ni con una audiencia pública a la que apelar, como había ocurrido cuando era policía. Si Narraway le rechazaba, no tenía adónde ir.

– Sí… -Charlotte bajó la mirada-. Lo sé. Solo recuérdale lo del tren. No hay ninguno que salga más tarde y llegue allí esta noche.

– Lo haré. -La besó en la mejilla y, tras darse la vuelta, salió por la puerta y bajó las escaleras hasta la calle, donde le esperaba el coche.

– ¿Listo, señor? -preguntó el cochero desde la cabina.

– Sí -asintió Pitt.

Levantó la mirada hacia él, luego subió al carruaje y se sentó mientras el coche se ponía en movimiento. ¿Qué podía querer de él Víctor Narraway que no pudiera esperar a que regresara al cabo de tres semanas? ¿Se limitaba a ejercer su poder para volver a dejar sentado que era él quien mandaba? Difícilmente podía necesitar su opinión: seguía siendo un novato en la Brigada Especial. No sabía casi nada de los fenianos, y carecía de conocimientos sobre la dinamita u otra clase de explosivos. Sabía muy poco sobre las conspiraciones en curso y, con franqueza, tampoco quería saber más sobre el tema. Él era un detective, un policía. Se le daba bien resolver crímenes, desentrañar los detalles y las pasiones de asesinos individuales, no las maquinaciones de espías, anarquistas y revolucionarios políticos.

Había tenido un gran éxito en Whitechapel, pero eso se había terminado. Todo lo que la Brigada Especial había podido llegar a saber alguna vez había sido silenciado y permanecía oculto en los cuerpos que habían sido decorosamente enterrados para encubrir las terribles desgracias que les habían sucedido. Charles Voisey seguía vivo, y no podían probar nada contra él. Pero de algún modo se había hecho justicia. Se las habían ingeniado para que pareciera que él, el héroe secreto del movimiento para derrocar el trono, había arriesgado la vida para salvarlo. Pitt sonrió y se le hizo un nudo en la garganta al recordar con dolor cómo había permanecido de pie al lado de Charlotte y Vespasia en Buckingham Palace, mientras la reina concedía el título de sir a Voisey por los servicios prestados a la Corona. Voisey había abandonado su postración y se había levantado demasiado indignado para hablar, y Victoria, creyéndolo turbado, le había sonreído con indulgencia. El príncipe de Gales lo había elogiado, y Voisey había dado media vuelta y había pasado de nuevo por delante de Pitt con los ojos encendidos por el odio. Incluso ahora Pitt sentía un frío nudo en el estómago al recordarlo.

Sí, Dartmoor sería el lugar perfecto: amplios cielos despejados y barridos por el viento, el olor a tierra y a hierba de los caminos sin pavimentar… Pasearían y hablarían, ¡o simplemente pasearían! Haría volar cometas con Daniel y Edward, se subirían a las rocas y cogerían conchas, y observarían los pájaros y los animales. Charlotte y Jemima podrían hacer lo que quisieran: ir a visitar a gente, hacer nuevas amistades, contemplar los jardines o coger flores silvestres.

El coche se detuvo.

– Ya hemos llegado, señor -dijo el cochero-. Entre directamente. El señor le espera.

– Gracias. -Pitt se bajó y cruzó la acera hasta los escalones que llevaban a una puerta sencilla de madera. No era la trastienda en la que se había reunido con Narraway en Whitechapel. ¿Acaso cambiaba de base según sus necesidades? Abrió la puerta sin llamar y entró. Se encontró en un pasillo que conducía a una agradable salita con ventanas que miraban a un pequeño jardín, en su mayor parte abarrotado de rosales a los que les hacía mucha falta una poda.

Víctor Narraway estaba sentado en uno de los dos sillones y alzó la vista hacia Pitt sin levantarse. Era un hombre esbelto y de estatura mediana que vestía con pulcritud, pero su aspecto llamaba la atención debido a la inteligencia que traslucía su rostro. Aun en reposo irradiaba energía, como si su mente nunca descansara. Tenía el pelo negro, recio y abundante, y profusamente salpicado de canas, unos ojos casi negros con los párpados caídos, y una nariz larga y recta.

– Siéntese -ordenó, mientras Pitt seguía de pie-. No tengo intención de alzar la vista hacia usted. Y usted se cansará y empezará a moverse nervioso, lo cual hará que me enfade.

Pitt se metió las manos en los bolsillos.

– No dispongo de mucho tiempo. Me voy a Dartmoor en el tren del mediodía.

Narraway arqueó sus pobladas cejas.

– ¿Con su familia?

– Sí, por supuesto.

– Lo siento.

– ¡No tiene por qué sentirlo! -replicó Pitt-. Voy a pasarlo muy bien. Y después de lo de Whitechapel, me lo he ganado.

– Es cierto -reconoció Narraway en voz baja-. De todos modos, no va a ir.

– Ya lo creo que voy a ir. -Hacía apenas unos meses que se conocían y habían trabajado juntos en un caso, aunque no codo con codo. El trato que ambos se deparaban era muy distinto de la larga relación que tenía con Cornwallis, por quien sentía un profundo afecto y en quien había confiado más de lo que cualquier otra persona podría imaginar. Seguía sin saber qué pensar de Narraway y, desde luego, no confiaba en él, a pesar de su comportamiento en Whitechapel. Creía que servía al país y era un hombre de honor según su propio código ético, pero Pitt aún no sabía cuál era ese código, y entre ellos no existía ningún vínculo que le moviera a confiar en su amistad.

Narraway suspiró.

– Siéntese, por favor, Pitt. Suponía que me iba a poner en una situación incómoda a nivel moral, pero no físico. Me desagrada tener que alargar el cuello para mirarle.

– Hoy me voy a ir a Dartmoor -repitió Pitt.

– Estamos a dieciocho de junio. El Parlamento suspenderá sus sesiones el veintiocho. -Narraway hablaba cansinamente, como si se tratara de algo triste e indescriptiblemente agotador-. Habrá elecciones generales inmediatamente. Me imagino que hacia el cuatro o cinco de julio tendremos los primeros resultados.

– Entonces perderé mi derecho al voto -replicó Pitt-, porque no estaré aquí. Aunque dudo que eso cambie algo.

Narraway lo miró con fijeza.

– ¿Tan corrupto es su distrito electoral?

Pitt parecía ligeramente sorprendido.

– No lo creo. Pero hace años que es liberal y, según la opinión general, Gladstone saldrá elegido, aunque por un estrecho margen. ¡No me habrá llamado tres semanas antes de que me incorpore para decirme eso!

– No exactamente.

– ¡Ni siquiera aproximadamente!

– ¡Siéntese! -ordenó Narraway con rabia contenida, haciendo que su voz cayera como un mazazo.

Pitt se sentó por efecto de la sorpresa más que de la obediencia.

– Manejó muy bien el asunto de Whitechapel -dijo Narraway con voz baja y serena, recostándose de nuevo y cruzando las piernas-. Tiene coraje, imaginación e iniciativa. Hasta tiene moral. Derrotó al Círculo Interior ante los tribunales, aunque es posible que se lo hubiera pensado dos veces de haber sabido contra quién luchaba. Es un buen detective, el mejor que tengo. ¡Que Dios me asista! -continuó-. La mayoría de mis hombres están más acostumbrados a tratar con explosivos y atentados. Hizo bien al derrotar a Voisey, pero al darle la vuelta al asesinato y hacer que le concedieran el título de sir por haber salvado el trono fue genial. La perfecta venganza. Algunos de sus amigos republicanos lo consideran ahora un architraidor a la causa. -Esbozó una sonrisa-. Ese hombre iba a ser su futuro presidente, y ahora hay quienes no le permitirían ni pegar sellos.

Aquel debería haber sido el elogio más grande posible, y sin embargo, al observar la mirada fija y sombría de Narraway, Pitt solo fue consciente del peligro.

– Jamás le perdonará -observó Narraway con tanta tranquilidad como si solo hubiera comentado la hora que era.

A Pitt se le hizo un nudo en la garganta, de modo que su respuesta sonó áspera.

– Lo sé. Nunca he creído que lo haría. Pero usted también me dijo al final del caso que su venganza no se limitaría a algo tan sencillo como la violencia física. -Tenía las manos rígidas y el cuerpo frío, pero no estaba preocupado por él, sino por Charlotte y los niños.

– Y no lo hará -dijo Narraway con delicadeza. Por un instante su rostro se suavizó-. Pero su genialidad es tal que ha utilizado su brillante idea para su propio provecho.

Pitt se aclaró la garganta.

– No sé qué quiere decir.

– ¡Es un héroe! La reina le ha concedido el título de sir por salvar el trono -dijo Narraway, descruzando las piernas e inclinándose hacia delante, con una repentina amargura que le hizo torcer el gesto-. ¡Va a presentarse a las elecciones para el Parlamento!

Pitt estaba atónito.

– ¿Cómo?

– ¡Ya me ha oído! Va a presentarse a las elecciones para el Parlamento, y si gana utilizará el Círculo Interior para alcanzar rápidamente un alto cargo. Ha renunciado a su puesto en el Tribunal de Apelación para dedicarse a la política. El próximo gobierno será conservador y no tardará en llegar. Gladstone no durará mucho. Dejando de lado los ochenta y tres años que tiene a sus espaldas, la cuestión del autogobierno acabará con él. -No apartó la mirada del rostro de Pitt-. Luego veremos a Voisey nombrado lord canciller, ¡la máxima autoridad judicial del Imperio! Tendrá poder para corromper cualquier tribunal del país.

Era terrible, pero Pitt ya lo veía posible. Todos los argumentos sucumbían en sus labios antes de expresarlos en alto.

Narraway se relajó un poco, destensando los músculos de manera casi imperceptible.

– Se presenta para el escaño de Lambeth sur.

Pitt pensó rápidamente en la geografía de Londres.

– ¿No abarca también Camberwell y Brixton?

– Los dos. -Narraway le sostenía la mirada-. Y, en efecto, es un escaño liberal y él es conservador. ¡Pero eso no me tranquiliza, y si a usted le tranquiliza es que es un necio!

– No me tranquiliza -dijo Pitt con frialdad-. Tendrá algún motivo. Tendrá a alguien a quien sobornar o intimidar, algún lugar donde el Círculo Interior ejerce un poder que él puede utilizar. ¿Quién es el candidato liberal?

Narraway asintió muy despacio, sin dejar de mirar a Pitt.

– Un hombre nuevo, un tal Aubrey Serracold.

Pitt hizo la pregunta más obvia.

– ¿Es del Círculo Interior y se retirará en el último momento, o perderá las elecciones de algún otro modo?

– No -respondió Narraway con certeza, pero no explicó cómo lo sabía. Si contaba con fuentes dentro del Círculo, no las había revelado ni a sus propios hombres. Pitt no esperaba menos de él-. Si supiera cuáles son sus intenciones, no necesitaría que se quedara usted en Londres para vigilar -continuó Narraway-. Despedirle a usted de Bow Street tal vez haya sido una de las mayores equivocaciones del Círculo.

Era un recordatorio del poder del Círculo Interior y de la injusticia cometida contra Pitt. Le centellearon los ojos dando a entender que sabía muy bien de qué hablaba y no hizo nada por ocultarlo. Ambos sabían que no era necesario.

– ¡Pero yo no puedo influir en la votación! -exclamó Pitt con amargura. Ya no era un argumento para defender sus vacaciones y el tiempo que tenía previsto pasar con Charlotte y los niños; se trataba de la impotencia ante un problema irresoluble. No sabía por dónde empezar siquiera, y no digamos cómo obtener resultados.

– No -coincidió Narraway-. Si quisiera que se hiciera algo así, cuento con hombres mejor preparados que usted.

– Y eso no le haría más bien que a Voisey -dijo Pitt con frialdad.

Narraway suspiró y adoptó una postura más cómoda.

– Es usted un ingenuo, Pitt, pero ya lo sabía. Trabajo con las herramientas que tengo y no pretendo serrar madera con un destornillador. Usted se limitará a observar y escuchar. Averiguará cuáles son las herramientas de Voisey y cómo las utiliza. Averiguará los puntos flacos de Serracold y cómo pueden explotarse. Y si contamos con la suerte de que Voisey tiene sus puntos débiles a la vista, descubrirá cuáles son y me informará inmediatamente. -Tomó aire y lo expulsó muy despacio-. Lo que yo decida hacer con él no es asunto suyo. ¡Quiero que lo entienda bien, Pitt! No voy a permitir que ejercite su conciencia a costa de los hombres y mujeres de este país. Usted solo conoce una parte de todo este asunto y no está en situación de hacer grandes juicios morales. -En sus ojos y en su boca no había el menor rastro de humor.

Pitt se contuvo antes de soltar una respuesta displicente. Lo que Narraway le pedía le parecía imposible. ¿Tenía idea del verdadero poder del Círculo Interior? Era una sociedad secreta de hombres que habían jurado apoyarse mutuamente por encima de todos los intereses o lealtades. Se organizaban en células; ninguno sabía la identidad de más de un puñado de miembros, pero obedecían a las exigencias del Círculo. No sabía de ningún caso en que un miembro hubiera traicionado a otro denunciándolo al mundo exterior. La justicia interna era inmediata y mortal; era aún más letal porque nadie sabía quién más pertenecía al Círculo. Podía tratarse de tu superior o un oficinista a quien apenas prestabas atención. Podía tratarse de tu médico, el director de tu banco o hasta tu clérigo. Lo único que sabías con seguridad era que no se trataba de tu mujer. A ninguna mujer se le permitía tomar parte o tener conocimiento de él.

– Sé que el escaño es liberal -continuó Narraway-, pero el clima político se está volviendo extremista en estos momentos. Los socialistas no solo son bulliciosos, sino que están haciendo verdaderos progresos en determinadas áreas.

– Ha dicho que Voisey va a presentarse como candidato conservador -señaló Pitt-. ¿Por qué?

– Porque habrá un contragolpe conservador -replicó Narraway-. Si los socialistas van lo bastante lejos y cometen errores, entonces los tories podrían instalarse en el poder mucho tiempo, el suficiente para que Voisey se convierta en lord canciller. Incluso algún día en primer ministro.

La idea era desagradable, y sin duda demasiado real para ser descartada. Rechazarla calificándola de rocambolesca equivalía a entregar a Voisey el arma definitiva.

– ¿Ha dicho que el Parlamento suspenderá sus sesiones dentro de diez días? -preguntó Pitt.

– Así es -asintió Narraway-. Empezará usted esta misma tarde. -Respiró hondo-. Lo siento, Pitt.

– ¿Cómo? -dijo Charlotte con incredulidad. Estaba al pie de las escaleras mirando a Pitt, que acababa de entrar por la puerta de la calle y tenía las mejillas encendidas por el esfuerzo, y ahora por la cólera.

– Tengo que quedarme por las elecciones generales -afirmó él-. ¡Voisey se va a presentar!

Ella se quedó mirándolo. Por un instante, todos los recuerdos de Whitechapel acudieron a su memoria, y comprendió lo que ocurría. Luego los apartó de su mente.

– ¿Y qué se supone que tienes que hacer? -preguntó-. No puedes impedir que se presente, ni puedes impedir que la gente le vote si quiere hacerlo. Es escandaloso, pero fuimos nosotros quienes lo convertimos en héroe porque era la única manera de pararle los pies. Los republicanos ahora no le dirigen la palabra, y menos aún le van a votar. ¿Por qué no dejas que se ocupen ellos de él? ¡Estarán lo bastante furiosos para pegarle un tiro! No los detengas. Llega demasiado tarde.

Él trató de sonreír.

– Por desgracia no puedo confiar en que lo hagan con la suficiente eficiencia para que nos resulte útil. Solo tenemos diez días.

– ¡Tienes tres semanas de vacaciones! -Charlotte contuvo unas lágrimas repentinas de decepción-. ¡No hay derecho! ¿Qué puedes hacer tú? ¿Decir a todo el mundo que es un mentiroso y que estuvo detrás del complot para derrocar el trono? -Sacudió la cabeza-. ¡Si ni siquiera saben que hubo una conspiración! Te demandaría por difamador o, seguramente, te haría encerrar por loco. Nos aseguramos de que todo el mundo se enterara de que prácticamente él sólito había hecho algo increíble por la reina. Ella cree que es maravilloso. El príncipe de Gales y todos sus amigos le respaldarán. -Resopló con intensidad-. Y nadie podrá con ellos, teniendo a Randolph Churchill y a lord Salisbury entre sus filas.

Pitt se apoyó contra el poste de la escalera.

– Lo sé -admitió-. Ojalá pudiera decir al príncipe de Gales lo cerca que estuvo Voisey de destruirle, pero ahora no tenemos pruebas. -Le acarició la mejilla-. Lo siento. Sé que no puedo hacer gran cosa, pero debo intentarlo.

Ella tenía los ojos llenos de lágrimas.

– Desharé las maletas más tarde. Estoy demasiado cansada para hacerlo ahora. ¿Qué demonios voy a decirles a Daniel y a Jemima… y a Edward? Esperaban las vacaciones con tanta ilusión…

– No las deshagas -la interrumpió él-. Ve tú…

– ¿Sola? -exclamó, prácticamente chillando.

– Llévate a Gracie. Ya me las arreglaré. -No quería decirle que se lo estaba pidiendo ante todo por su seguridad. En ese momento estaba enfadada y decepcionada, pero con el tiempo comprendería que su marido iba a volver a desafiar a Voisey.

– ¿Qué vas a comer? ¿Qué ropa te vas a poner? -protestó ella.

– La señora Brady puede cocinar para mí y hacerme la colada -respondió él-. No te preocupes. Llévate a los niños y pásalo bien. Tanto si Voisey gana como si pierde, no habrá nada que yo pueda hacer una vez que anuncien los resultados. Me reuniré con vosotros entonces.

– ¡No te dará tiempo! -exclamó ella, enfadada-. Los resultados tardarán semanas en saberse.

– Va a presentarse para un escaño de Londres. Será uno de los primeros en anunciarse.

– ¡Podrían tardar días!

– ¡No tengo más remedio, Charlotte!

Ella controló a duras penas su voz.

– ¡Lo sé! No seas tan condenadamente razonable. ¿Es que no te importa? ¿No te pone furioso? -Agitó con violencia la mano, con el puño cerrado-. ¡No hay derecho! Tienen a muchas más personas. Primero te despiden de Bow Street y te hacen vivir en unas miserables habitaciones de Spitalfields, luego salvas el gobierno y el trono y sabe Dios qué más, recuperas tu cargo… ¡y vuelven a despedirte! Y ahora que vas a tomarte tus únicas vacaciones… -Respiraba con dificultad y se le escapó un sollozo-. ¿Y para qué? ¡Para nada! ¡Odio la Brigada Especial! ¡Parece que no tengan que responder ante nadie! Hacen lo que quieren y nadie les detiene.

– Más o menos como Voisey y el Círculo Interior -replicó Pitt, tratando de sonreír.

– Exactamente igual que él, que yo sepa. -Charlotte le miró a la cara, y pese a sus esfuerzos por ocultarlo, él logró advertir el destello de luz que había en sus ojos-. Pero nadie puede detenerle.

– Yo lo hice una vez.

– ¡Lo hicimos! -le corrigió ella con brusquedad.

Esta vez él sonrió.

– Ahora no se trata de un asesinato o algo que puedas resolver tú.

– ¡Ni tú! -replicó ella de inmediato-. Quieres decir que solo se trata de política y elecciones, y las mujeres ni siquiera votan, y mucho menos hacen campaña y se presentan para el Parlamento.

– ¿Te gustaría hacerlo? -preguntó él sorprendido. Prefería tratar cualquier tema, incluso ese, antes que confesarle que temía por su seguridad una vez que Voisey se enterara de que volvía a estar involucrado.

– ¡Desde luego que no! -replicó ella-. ¡Pero eso no tiene nada que ver!

– Un magnífico ejemplo de lógica.

Ella volvió a sujetarse un mechón suelto con una horquilla.

– Si estuvieras en casa y pasaras más tiempo con los niños, lo comprenderías perfectamente.

– ¿Qué? -dijo él con total incredulidad.

– El hecho de que yo no quiera no significa que no deba tener derecho a hacerlo. ¡Pregúntaselo a cualquier hombre!

Él sacudió la cabeza.

– ¿Que le pregunte qué?

– Si le gustaría que yo o cualquier otra persona decidiera si él puede o no hacerlo -dijo ella exasperada.

– ¿Hacer qué?

– ¡Cualquier cosa! -exclamó ella con impaciencia, como si fuera algo evidente-. Hay un montón de gente que se dedica a dictar normas para que otro montón de gente viva con arreglo a ellas, cuando ellos no las aceptarían para sí mismos. ¡Por el amor de Dios, Thomas! ¿No les has dicho alguna vez a los niños que hagan algo y ellos te han respondido: «Pues tú no lo haces»? Puedes decirles que son impertinentes y enviarlos a la cama, pero sabes que estás siendo injusto, y sabes que ellos también lo saben.

Pitt se ruborizó al recordar un par de situaciones. Se abstuvo de establecer una analogía entre la actitud del público hacia las mujeres y la de los padres hacia los hijos. No quería discutir con Charlotte. Sabía por qué ella hablaba de ese modo. Él sentía la misma rabia y decepción, y no había mejor manera de demostrarlo que enfadándose.

– ¡Tienes razón! -dijo él de manera rotunda.

Charlotte abrió mucho los ojos, sorprendida por un instante, y luego no pudo menos que reír. Le echó los brazos al cuello y él la atrajo hacia sí, acariciándole los hombros y el delicado contorno de su cuello, y la besó.


* * * * *

Pitt fue a la estación con Charlotte, Gracie y los niños. Se trataba de un lugar enorme con eco, atestado de personas que lo cruzaban rápidamente en todas direcciones. Era la estación terminal de la línea de Londres y el sudoeste, y había un gran estruendo producido por el siseo de vapor al salir, el sonido metálico de las puertas al abrirse y cerrarse, los pies que caminaban, corrían o se arrastraban por el andén, las ruedas de los carritos para el equipaje, los gritos de saludo y despedida, la emoción de la aventura… El aire estaba preñado de comienzos y finales.

Daniel correteaba de un lado para otro, impaciente. Edward, rubio como Emily, trató de recordarse la dignidad que suponía ser lord Asworth y lo consiguió durante cinco minutos, antes de echarse a correr por el andén para ver rugir el fuego a medida que un fogonero echaba más carbón a una máquina enorme. El fogonero levantó la mirada y sonrió al niño antes de limpiarse la frente con la mano y volver a empezar.

– ¡Niños! -murmuró Jemima entre dientes, lanzando una mirada a Charlotte.

Gracie, que no había crecido mucho desde que había entrado de criada a los trece años, llevaba ropa de viaje. Era la segunda vez que salía de Londres de vacaciones, y conseguía parecer muy experimentada y tranquila, excepto por el brillo de sus ojos y el color de sus mejillas, y el hecho de que se aferrara a su bolsa de viaje como si se tratara de un salvavidas.

Pitt sabía que debían marcharse, por su seguridad y porque quería estar libre de preocupaciones, y seguro de poder enfrentarse a Voisey sabiendo que su familia estaba donde él no podría encontrarla. Pero seguía sintiendo una dolorosa tristeza cuando llamó a un mozo y le dio instrucciones de llevar las maletas al furgón, dándole tres peniques por las molestias.

El mozo se ladeó la gorra y amontonó las maletas en su carrito. Iba silbando mientras se alejaba empujándolo, pero el sonido se perdió en medio del estruendo de un eructo de vapor, el ruido del carbón al deslizarse de las palas a los hornos, y el estridente silbato del jefe de tren mientras una máquina se precipitaba dando sacudidas hacia delante y empezaba a ganar velocidad al salir de la estación.

Daniel y Edward echaron carreras por el andén, buscando el compartimiento más vacío, y volvieron agitando los brazos y silbando triunfales.

Dejaron el equipaje de mano dentro y se acercaron a la puerta para despedirse.

– Cuidad unos de otros -les dijo Pitt después de abrazarlos a todos, incluso a Gracie, con gran sorpresa y satisfacción de la joven-. Y pasadlo bien. Disfrutad todo lo que podáis.

Se cerró otra puerta con estrépito y hubo una sacudida.

– Es hora de irse -dijo Pitt, y retrocedió un paso diciendo adiós con la mano mientras el vagón daba bandazos y sacudidas, los enganches se cerraban y el tren se ponía en movimiento.

Él se quedó mirando, viendo cómo se asomaban a la ventana. Charlotte los sujetaba con la cara repentinamente sombría por la soledad. Nubes de vapor se elevaban hacia el enorme techo repleto de arcos. En el aire flotaban las motas de carbonilla y el olor a hollín, hierro y fuego.

Pitt se despidió con la mano hasta que el tren se perdió de vista al tomar la curva de las vías, y luego retrocedió lo más deprisa que pudo por el andén hasta salir a la calle. En la parada de coches de punto, se subió al primero y pidió al cochero que le llevara a la Cámara de los Comunes.

Se recostó y pensó en lo que iba a decir cuando llegara allí. Se encontraba al sur del río, pero no tardaría mucho en llegar, ni siquiera con el tráfico de la hora del almuerzo. Las cámaras del Parlamento estaban en la orilla norte, a unos treinta minutos.

Siempre le había preocupado mucho la injusticia social, los males de la pobreza y la enfermedad, la ignorancia y los prejuicios, pero no tenía muy buen concepto de los políticos y dudaba que trataran muchos de los problemas que le preocupaban a menos que los obligaran individuos con una gran pasión por la reforma. Era el momento de volver a evaluar ese juicio apresurado y averiguar más tanto sobre los individuos como sobre el sistema.

Empezaría por su cuñado, Jack Radley, el segundo marido de Emily y el padre de su hija, Evangeline. Cuando se conocieron, Jack era un hombre encantador que no tenía ni título ni suficiente dinero para distinguirse en la alta sociedad, pero sí el ingenio y la buena apariencia para que lo invitaran a tantas casas que disfrutaba de una vida elegante y bastante holgada.

Desde que se había casado con Emily, esa clase de existencia le había parecido cada vez más vacía, hasta que, llevado por un impulso, se había presentado al Parlamento y había sorprendido a todos, sobre todo a sí mismo, al ganar un escaño. Tal vez se había debido a una racha de buena suerte política, o a que su escaño se hallaba en uno de los muchos distritos electorales donde la corrupción determinaba los resultados, pero desde entonces se había convertido en un político bastante serio y más importante de lo que su vida pasada habría hecho prever a cualquiera. En el asunto irlandés de Ashworth Hall había demostrado coraje así como aptitudes para actuar con dignidad y buen criterio. Al menos podría proporcionar a Pitt información más detallada, y tal vez con mayor fidelidad, que la que obtendría de una fuente pública.

Al llegar a la Cámara de los Comunes, Pitt pagó al cochero y subió las escaleras. No esperaba que le dejaran entrar directamente, y se disponía a escribir una nota en una de sus tarjetas y hacérsela llegar a Jack, pero el policía de la puerta lo conocía de sus tiempos en Bow Street y al verle se le iluminó la cara de satisfacción.

– Buenas tardes, señor Pitt. Me alegro de verle, señor. ¿No habrá problemas aquí?

– En absoluto, Rogers -respondió Pitt, dando gracias por acordarse del nombre del hombre-. Quiero ver al señor Radley, si es posible. Se trata de un asunto bastante importante.

– Enseguida, señor. -Rogers se volvió y llamó por encima del hombro-: ¡George! Acompaña al señor Pitt a ver al señor Radley. ¿Lo conoces? El señor diputado de Chiswick. -Se volvió de nuevo hacia Pitt-. Vaya con George, señor. Le llevará arriba, porque se puede perder en diez minutos en esta madriguera.

– Gracias, Rogers -dijo Pitt con sinceridad-. Eres muy amable.

En efecto, era un auténtico laberinto de pasillos y escaleras con oficinas a cada paso y gente que iba y venía, absorta en sus asuntos. Encontró a Jack solo en una habitación que evidentemente compartía con alguien. Dio las gracias a su guía y esperó a que saliera para cerrar la puerta y volverse para hablar.

Jack Radley rondaba la cuarentena, pero era un hombre bien parecido y con una cordialidad natural que le hacía parecer más joven. Se sorprendió al ver a Pitt, pero dejó a un lado los periódicos que estaba leyendo para mirarlo con curiosidad.

– Siéntate -le invitó-. ¿Qué te trae por aquí? Creía que por fin ibas a tomarte unas vacaciones. ¡Tienes a Edward contigo! -Su mirada se ensombreció, y Pitt advirtió con amargura que su cuñado era consciente de lo injusto de su situación actual en la Brigada Especial y que temía que le pidiera ayuda para cambiarla. Era algo que no estaba en su mano, y Pitt lo sabía mejor que él.

– Charlotte se ha llevado a los niños -respondió-. Edward estaba muy emocionado y dispuesto a conducir él mismo el tren. Yo debo quedarme un tiempo aquí. Como sabes, dentro de unos días se celebrarán las elecciones. -Permitió que su rostro trasluciera un atisbo de humor-. Por motivos que no puedo explicar, necesito información sobre algunos temas a debate… y sobre ciertas personas.

Jack contuvo el aliento.

– Motivos de la Brigada Especial. -Pitt sonrió-. No personales.

Jack se sonrojo ligeramente. No solían pillarle desprevenido, y menos Pitt, quien no estaba acostumbrado al debate político y a la ofensiva de la oposición. Tal vez había olvidado que los interrogatorios de sospechosos se basaban prácticamente en los mismos elementos: los rodeos, el estudio de rostros y gestos, la anticipación y la emboscada.

– ¿Qué temas? -preguntó Jack-. ¡Está el autogobierno de Irlanda, pero hace generaciones que se habla de él! No se ha hecho ningún progreso al respecto, aunque Gladstone sigue con ello. Ya se hundió una vez por culpa de ese asunto y creo que va a volver a costarle votos, pero nadie ha sido capaz de hacerle renunciar. Y bien sabe Dios que lo han intentado. -Hizo una mueca ligeramente irónica-. En cambio, del autogobierno de Escocia o de Gales se habla bastante menos.

Pitt se sobresaltó.

– ¿El autogobierno de Gales? -repitió con incredulidad-. ¿Hay alguien que lo respalde?

– No muchos -admitió Jack-. Lo mismo que el de Escocia, pero es uno de los temas que se están debatiendo.

– ¿No afectará los escaños de Londres?

– Podría, si tú lo defendieras. -Jack se encogió de hombros-. Por regla general, los que más se oponen a tales cosas son los que se hallan geográficamente más lejos de ellas. Los londinenses se inclinan a pensar que "Westminster debería gobernarlo todo. Cuanto más poder tienes, más quieres.

– El autogobierno, al menos en el caso de Irlanda, lleva décadas en el orden del día. -Pitt dejó el tema de lado por el momento-. ¿Qué más?

– La jornada de ocho horas -respondió Jack sombrío-. Es el tema más candente, al menos hasta la fecha, y no me parece que haya ninguno que le iguale en importancia. -Miró a Pitt con el entrecejo ligeramente fruncido-. ¿Qué pasa, Jack? ¿Un complot para derrocar al viejo? -Se refería a Gladstone. Se habían producido atentados contra su vida.

– No -se apresuró a decir Pitt-. Nada tan evidente. -Le habría gustado decir a Jack toda la verdad, pero no podía hacerlo por el bien de Jack, y por el suyo propio. Debía evitar que le culpasen de traición-. Distritos corruptos, pelea sucia.

– ¿Desde cuándo se preocupa por eso la Brigada Especial? -preguntó Jack con escepticismo, recostándose un poco en su asiento y tirando sin darse cuenta un montón de libros y papeles con el codo-. Se supone que su misión es detener a anarquistas y dinamiteros, sobre todo fenianos. -Frunció el entrecejo-. No me mientas, Thomas. Prefiero que me digas que no me meta donde no me llaman a que me engañes con evasivas.

– No son evasivas -replicó Pitt-. Se trata de un escaño en particular y, que yo sepa, no tiene nada que ver con el problema irlandés ni con los dinamiteros.

– ¿Por qué tú? -dijo Jack sin perder la compostura-. ¿Tiene algo que ver con el caso Adinett? -Se refería al asesinato que había enfurecido tanto a Voisey y al Círculo Interior que se habían vengado de Pitt haciendo que lo echaran de Bow Street.

– Indirectamente -admitió Pitt-. Te estás acercando a ese punto en el que preferirías que te dijera que no te metas donde no te llaman.

– ¿Qué escaño? -preguntó Jack con absoluta serenidad-. No puedo ayudarte si no lo sé.

– No puedes ayudarme de todos modos -respondió Pitt secamente-. A menos que sea con información sobre los temas que se tratan y con algún que otro consejo táctico. Ojalá hubiera prestado más atención a la política en el pasado.

Jack sonrió de pronto, aunque no sin burlarse un poco de sí mismo.

– Cuando pienso en lo reducida que va a ser nuestra mayoría, yo también lo pienso.

Pitt quería hablar de lo seguro que era el escaño de Jack, pero era mejor averiguarlo por medio de otra persona.

– ¿Conoces a Aubrey Serracold? -preguntó.

Jack pareció sorprenderse.

– Sí, la verdad es que lo conozco bastante bien. Su mujer es amiga de Emily. -Frunció el entrecejo-. ¿Por qué, Thomas? Apostaría a que es un hombre decente… honrado e inteligente, y que se ha metido en la política para servir a su país. No necesita el dinero y no busca simplemente el poder.

Esas palabras deberían haber tranquilizado a Pitt, pero en lugar de ello vislumbró a un hombre amenazado por un peligro que no vería hasta que fuera demasiado tarde; un enemigo que tal vez no reconociese ni siquiera entonces, porque su naturaleza escapaba a su comprensión.

¿Acaso tenía razón Jack, y al no decirle la verdad, estaba desaprovechando la única arma que tal vez poseía? Narraway le había encomendado una tarea imposible. No se trataba de indagar, como estaba acostumbrado a hacer; no se trataba de resolver un crimen, sino de prevenir una ofensa que iba contra la ley moral pero probablemente no contra las leyes del país. Lo que estaba mal no era que Voisey tuviera poder -tenía tanto derecho como cualquier otro candidato-, sino qué haría con él al cabo de dos o tres años, o incluso cinco o diez. Y no se podía castigar a un hombre por lo que uno creía que podía hacer, por malo que eso fuera.

Jack se inclinó sobre su escritorio.

– Thomas, Serracold es amigo mío. ¡Si corre cualquier clase de peligro, dímelo! -No le amenazó ni alegó más razones, pero curiosamente fue más persuasivo que si lo hubiera hecho-. Protegería a mis amigos como tú harías con los tuyos. La lealtad personal es importante, y el día que deje de serlo no querré tener nada que ver con la política.

Aunque Pitt había temido que Jack cortejara a Emily por su dinero -y a fe que lo había temido-, le había resultado imposible no sentir simpatía por él. Poseía una cordialidad, una habilidad para burlarse de sí mismo sin dejar de ser franco, que era la esencia de su encanto. Pitt no tenía ninguna posibilidad de obtener éxito sin correr riesgos, porque no había una manera segura de empezar, y no digamos de terminar, una lucha contra Voisey.

– No se trata de peligro físico, que yo sepa -respondió, esperando no equivocarse al desobedecer a Narraway y confiar al menos parte de la verdad a Jack. ¡Ojalá no se volviera contra él y les traicionara a los dos!-. Sino del peligro de que le arrebaten su escaño de forma fraudulenta.

Jack se mantuvo a la espera, como si supiera que eso no era todo.

– Y tal vez de que arruinen su reputación -añadió Pitt.

– ¿Quién?

– Si lo supiera estaría en mejor posición para impedirlo.

– ¿Quieres decir que no puedes decírmelo?

– Quiero decir que no lo sé.

– Entonces ¿por qué? Sabes algo o no estarías aquí.

– Por una victoria política, evidentemente.

– Entonces es su adversario. ¿Quién si no?

– Los que le respaldan.

Jack se disponía a rebatir aquella afirmación, pero se abstuvo.

– Supongo que todo el mundo tiene alguien que le respalde. Los que se dejan ver son los menos peligrosos. -Se levantó despacio. Tenía casi la misma estatura que Pitt, pero incluso desaliñado le igualaba en elegancia. Poseía una distinción innata, y seguía vistiendo y arreglándose con la misma meticulosidad que en los tiempos en que se había abierto camino con su encanto-. Me gustaría seguir hablando contigo, pero tengo una reunión dentro de una hora y no he comido como es debido en todo el día. ¿Me acompañas?

– Me encantaría -aceptó Pitt inmediatamente, levantándose también.

– Vamos al comedor de los diputados -sugirió Jack, abriéndole la puerta. Vaciló un momento, como si examinara el cuello limpio de Pitt, al tiempo que reparaba en su corbata arrugada y sus bolsillos abultados. Renunció a la idea con un suspiro.

Pitt le siguió y se sentó a una de las mesas. Estaba fascinado. Apenas probó bocado, tan ocupado estaba en observar a los demás comensales sin que diera la impresión de que lo estaba haciendo. Una tras otra, recorrió las caras que ya había visto en los periódicos; a muchas les ponía nombres, otras le resultaban familiares pero no las ubicaba. No perdía la esperanza de ver al mismo Gladstone.

Jack sonreía, bastante entretenido.

Iban por la mitad del postre, que consistía en budín de melaza caliente con crema, cuando se detuvo junto a su mesa un hombre corpulento de cabello rubio y ralo. Jack presentó a Finch como el diputado por los distritos de Birmingham, y a Pitt como su cuñado, sin especificar su profesión.

– Encantado -dijo Finch educadamente, luego miró a Jack-. Oye, Radley, ¿te has enterado de que ese tal Hardie se va a presentar? ¡Y en West Ham sur, ni siquiera en Escocia!

– ¿Hardie? -Jack frunció el entrecejo.

– ¡Keir Hardie! -exclamó Finch con impaciencia, dejando de lado a Pitt-. Ese tipo lleva en las minas desde que tenía diez años. Sabe Dios si es capaz de leer o escribir, ¡y ahora se presenta para el Parlamento! Por el Partido Laborista… o lo que eso signifique. -Extendió las manos en un gesto brusco-. ¡Eso no está bien, Radley! Es nuestro territorio… nuestros sindicatos y todo lo demás. No lo conseguirá, por supuesto… no tiene la menor posibilidad. Pero en estos momentos no podemos permitirnos perder ningún apoyo. -Bajó la voz-. ¡Va a estar muy reñido! Demasiado reñido, maldita sea. No podemos ceder en la jornada laboral, nos perjudicaría. Nos arruinaría en cuestión de meses. Pero me gustaría que el viejo se olvidara por un tiempo del autogobierno. ¡Acabará hundiéndonos!

– Una mayoría es una mayoría -replicó Jack-. Todavía es posible hacer algo con veinte o treinta.

Finch gruñó.

– No lo es. No por mucho tiempo. Necesitamos por lo menos cincuenta. Ha sido un placer conocerle… ¿Pitt? ¿Ha dicho Pitt? Un buen nombre tory. ¿No será usted tory?

Pitt sonrió.

– ¿Debería?

Finch lo miró; sus ojos azul claro se clavaron de pronto en él.

– No, señor, no debería. Debería mirar hacia el futuro, y apoyar una reforma prudente y firme. No un conservadurismo egoísta que no cambiará nada y permanecerá estancado en el pasado como una piedra. Ni un socialismo descabellado que lo cambiaría todo, tanto lo bueno como lo malo, como si todo estuviera escrito en el agua y el pasado no significara nada. Nuestra nación es la más grande que existe sobre la tierra, señor, pero todavía debemos actuar con mucha sabiduría a la hora de dirigir su rumbo, si queremos conservarla en estos tiempos tan cambiantes.

– En eso al menos estoy de acuerdo con usted -respondió Pitt manteniendo un tono despreocupado.

Finch vaciló un momento, luego se despidió y se marchó a paso brioso con los hombros echados hacia delante como si se abriera paso entre una multitud, aunque en realidad solo pasó junto a un camarero con una bandeja.

Pitt salía del comedor detrás de Jack cuando chocaron nada menos que con el primer ministro, lord Salisbury, que en ese momento entraba en el recinto. Llevaba un traje de raya diplomática, y tenía el rostro alargado y algo triste, lucía barba y estaba prácticamente calvo en la zona de la coronilla. Pitt se quedó tan absorto que tardó unos momentos en reparar en el hombre que le seguía un paso por detrás y que evidentemente era su acompañante. Sus facciones marcadas denotaban inteligencia, y tenía la nariz ligeramente torcida y la tez pálida. Por un instante se cruzaron sus miradas, y Pitt se quedó paralizado por el intenso odio que vio en sus ojos, como si estuvieran los dos solos en la habitación. El murmullo de conversaciones, las risas, el tintineo de las copas y la cubertería… todo se desvaneció. El tiempo se suspendió. No había nada más que la voluntad de hacer daño, de destruir.

Luego el presente regresó como una ola: humano, ajetreado, controvertido, ensimismado. Salisbury y su compañero entraron en el comedor, y Pitt y Jack Radley salieron. Habían recorrido veinte metros por el pasillo cuando Jack habló.

– ¿Quién iba con Salisbury? -preguntó-. ¿Lo conoces?

– Sir Charles Voisey -respondió Pitt, sobresaltándose al oír su voz áspera-. El futuro candidato parlamentario por Lambeth sur.

Jack se detuvo.

– ¡Ese es el distrito de Serracold!

– Sí… -respondió Pitt con calma-. Sí… lo sé.

Jack espiró muy despacio; en su rostro se reflejó la comprensión, y el origen del miedo.

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