Capítulo 2

Pitt se sentía terriblemente solo en la casa sin Charlotte y los niños. Echaba de menos la calidez, las risas, la excitación, hasta las peleas. No se oía el repiqueteo de los tacones de Gracie, ni sus comentarios irónicos; su única compañía eran los dos gatos, Archie y Angus, que dormían hechos un ovillo en las zonas iluminadas por la luz del sol que entraba por las ventanas de la cocina.

Pero cada vez que recordaba la mirada llena de odio de Voisey, se sentía tan profundamente aliviado al pensar que su familia estaba fuera de Londres, donde ni Voisey ni ningún otro miembro del Círculo Interior podría encontrarla, que se quedaba sin aliento. Una pequeña casa de campo en una aldea en los límites de Dartmoor era el lugar más seguro posible. Aquella certeza le permitía hacer todo lo que estaba en su mano por impedir que Voisey obtuviera el escaño y empezara su ascenso a un poder que corrompería la conciencia del país.

Sin embargo, mientras desayunaba sentado a la mesa de la cocina una tostada carbonizada, mermelada casera y té preparado en una gran tetera, se sintió acobardado ante una tarea tan imprecisa, tan incierta. No había un misterio que resolver, ni explicaciones que ofrecer, ni nada específico que buscar. Su única arma era la información de que disponía. El escaño que se disputaba Voisey hacía años que era liberal. ¿Qué electores esperaba que cambiasen de voto? Representaba a los tories, la única alternativa frente a los liberales con alguna posibilidad de formar gobierno, a pesar de que la opinión de la mayoría era que esta vez el señor Gladstone ganaría, aunque su mandato no duraría mucho.

Pitt cogió otra tostada de la rejilla y la untó con mantequilla. A continuación extendió una gruesa capa de mermelada. Le gustaba su sabor, tan agrio que parecía embargarle los sentidos.

¿Se proponía Voisey conquistar el terreno neutral entre los dos partidos y aumentar así sus votos? ¿O desilusionar a los más pobres y empujarlos hacia el socialismo, dividiendo así el sector de votantes de la izquierda? ¿Contaba con un arma escondida hasta entonces con la que perjudicar a Aubrey Serracold y mermar así su campaña electoral? No podía hacer las tres cosas abiertamente. Pero con el respaldo del Círculo Interior no necesitaba actuar abiertamente. Nadie a excepción de los capitostes -tal vez nadie a excepción del mismo Voisey- conocía los nombres o los cargos de todos sus miembros, o incluso cuántos eran.

Pitt terminó la tostada, se bebió lo que quedaba de té y dejó los platos donde estaban. La señora Brady los fregaría cuando llegara, y sin duda volvería a dar de comer a Archie y Angus. Eran las ocho de la mañana y había llegado el momento de obtener más información sobre el programa electoral de Voisey, los temas en los que se iba a basar su campaña, las personas que le apoyaban abiertamente y el lugar donde iba a hablar. Gracias a Jack había descubierto algo relacionado con Serracold, pero no bastaba.

En la ciudad hacía calor y había polvo, y estaba atestada de tráfico de todos los ámbitos: el comercio, los negocios y el recreo. Había vendedores callejeros que pregonaban sus mercancías en casi cada esquina, y coches con damas que habían salido a ver los monumentos y se protegían la cara del sol con una colección de sombrillas de bonitos colores que parecían enormes flores demasiado abiertas. Pasaban carros pesados que transportaban fardos de mercancías, carretas de leche y verduras, ómnibus y las habituales hordas de coches de punto. Hasta las aceras estaban abarrotadas, y Pitt tuvo que abrirse paso haciendo eses entre la gente. El ruido asaltaba los oídos y la mente del viandante: las voces que parloteaban, los gritos de los vendedores que anunciaban un centenar de artículos en venta, el traqueteo de las ruedas sobre los adoquines, el tintineo de los arreos, los aullidos de frustración de los cocheros, el golpeteo de los cascos de los caballos…

Habría preferido que Voisey hubiera sabido lo menos posible de él, pero después de su encuentro en la Cámara de los Comunes el interés de Pitt ya no era ningún secreto. Lo lamentaba, pero no podía hacer nada para enmendarlo, y tal vez ya era inevitable; hubiera sido mejor posponerlo, aunque solo fuera por poco tiempo. Voisey tal vez habría estado demasiado absorto en sus batallas políticas y la emoción de la campaña electoral para advertir el interés que mostraba una persona más por él.

Hacia las cinco de la tarde Pitt sabía los nombres de las personas que apoyaban la candidatura de Voisey, tanto públicamente como en privado; al menos de aquellas de las que se tenía constancia. También sabía que los puntos que defendía Voisey eran los valores de la corriente tradicional tory del comercio y el Imperio. Era evidente que iban a atraer a los terratenientes, industriales y magnates de las compañías navieras, pero el voto se había extendido hasta el hombre corriente que no tenía más que su casa o habitaciones alquiladas por más de diez libras al año, y que eran los defensores lógicos de los sindicatos y del Partido Liberal.

El hecho de que pareciera imposible que Voisey ganara el escaño preocupaba a Pitt mucho más que si hubiera visto una brecha, un punto débil que se pudiera explotar. Significaba que el ataque venía de un flanco del que no sabía cómo protegerse, y ni siquiera tenía idea de dónde estaba su punto vulnerable.

Se dirigió al sur del río, en dirección a los muelles y las fábricas a la sombra de la estación ferroviaria de London Bridge, con la intención de sumarse a la multitud de trabajadores para escuchar el primer discurso público que iba a pronunciar Voisey. Le intrigaba enormemente ver cómo se comportaba, así como la clase de respuesta que recibía.

Se detuvo en una de las tabernas y tomó una ración de pastel de carne y una jarra de sidra, prestando atención a las conversaciones de las mesas de alrededor. Se oían muchas carcajadas, pero debajo de ellas se percibía una inconfundible nota de amargura. Solo oyó una alusión a los irlandeses o al controvertido problema del autogobierno, y hasta eso se trató medio en broma. Pero el tema de la jornada laboral provocó resentimiento y un apoyo considerable a los socialistas, aunque apenas nadie parecía conocer los nombres de ninguno. Pitt no oyó mencionar a Sydney Webb o a William Morris, ni al elocuente y vociferante dramaturgo Shaw.

Hacia las siete estaba delante de una de las puertas de la fábrica; los lados planos y grises de los edificios se elevaban en el aire lleno de humo. A lo lejos se oía el rítmico golpeteo de la maquinaria, y el olor de los gases del coque y los ácidos le irritó la garganta. A su alrededor había más de cien hombres vestidos con uniforme marrón y gris, cuya tela estaba desteñida y remendada una y otra vez, deshilachada por los puños y gastada por los codos y las rodillas. Muchos de ellos llevaban gorras de tela pese a que hacía una tarde agradable y, lo que era todavía más insólito, no llegaba una brisa fría del río. La gorra era una costumbre, casi parte de su identidad.

Pitt pasó inadvertido entre ellos, pues su habitual desaliño constituía un disfraz perfecto. Escuchó sus risas y sus ruidosas bromas a menudo crueles, y percibió el matiz de desesperación que latía en ellas. Y cuanto más escuchaba, menos comprendía cómo Voisey -con su dinero, su situación privilegiada, sus finos modales y ahora también su título-, podía ganarse siquiera a uno de ellos, y no digamos a la mayoría. Él representaba todo lo que les oprimía y lo que creían, justificadamente o no, que les explotaba en su trabajo y les robaba sus gratificaciones. A Pitt le asustaba todo aquello porque sabía demasiado para creer que Voisey fuera un soñador que confiaba en la suerte.

La multitud empezaba a impacientarse y a hablar de marcharse cuando a unos veinte pasos se detuvo un coche, no un carruaje, y Pitt vio cómo la alta figura de Voisey se apeaba y se encaminaba hacia ellos. Sintió un escalofrío de aprensión, como si en medio de toda esa gente Voisey pudiera verle y su odio pudiera alcanzarle.

– Ha venido después de todo, ¿eh? -gritó una voz, rompiendo por un instante el hechizo del momento.

– ¡Por supuesto que he venido! -respondió Voisey volviéndose hacia ellos con la cabeza alta y una expresión ligeramente divertida, mientras Pitt permanecía invisible a sus ojos, un rostro anónimo entre cientos-. Tenéis votos, ¿no?

Media docena de hombres se rieron.

– ¡Al menos no finge que le importamos! -exclamó alguien unos metros a la izquierda-. Prefiero a un canalla honrado que a otro que no lo es.

Voisey se acercó al carro que habían colocado a modo de tarima improvisada y con un movimiento ágil se subió a él.

La gente observaba atenta, pero su actitud era hostil, esperando la oportunidad de criticar, desafiar e insultar. Voisey parecía estar solo, pero Pitt reparó en dos o tres policías situados al fondo, y en media docena o más de hombres que acababan de llegar, todos vigilando a la multitud; hombres fornidos y vestidos con ropa discreta de colores apagados, pero con una fluidez de movimientos y una inquietud que contrastaban con el cansancio de los trabajadores de las fábricas.

– Habéis venido -empezó a decir Voisey- porque tenéis curiosidad por oír lo que voy a decir y os intriga saber si voy a proponer algo que justifique que me votéis a mí en lugar de al candidato liberal, el señor Serracold, cuyo partido os ha representado desde que tengo memoria. A lo mejor hasta esperáis divertiros a mi costa.

Hubo risas y un par de silbidos.

– Bueno, ¿qué queréis de un gobierno? -preguntó Voisey, y antes de que pudiera responder le hicieron callar con gritos.

– ¡Menos impuestos! -gritó alguien, y sonó un coro de burlas.

– ¡Trabajar menos horas! ¡Una semana laboral decente, no más larga que la suya!

Se oyeron más risas, pero esta vez eran ásperas, furiosas.

– ¡Sueldos decentes! Casas sin goteras. ¡Alcantarillas!

– ¡Bien! Yo también -concedió Voisey, haciéndose oír pese a que no daba la impresión de estar elevando la voz-. También me gustaría que hubiera trabajo para todo el que quiera trabajar, hombre o mujer. Me gustaría que hubiera paz, un buen comercio exterior, menos crímenes, más justicia, policía responsable y no corrupta, comida barata, pan para todos, ropa y botas para todos. También me gustaría que hiciera buen tiempo, pero…

El resto de sus palabras se perdieron entre las carcajadas.

– ¡Pero no me creeríais si os dijera que puedo conseguirlo! -terminó.

– ¡No te creemos de todas maneras! -respondió una voz a gritos, seguida de más burlas y gritos de aprobación.

Voisey sonrió, pero tenía el cuerpo rígido.

– ¡Pero me vais a escuchar, porque para eso habéis venido! Os intriga lo que os voy a decir, y sois justos.

Esta vez no hubo silbidos. Pitt advirtió el cambio en el ambiente, como si una tormenta hubiera pasado de largo sin estallar.

– ¿Trabajáis casi todos en estas fábricas? -Voisey las abarcó con un ademán-. ¿Y en estos muelles?

Hubo un murmullo de asentimiento.

– ¿Produciendo mercancías que llegan a todo el mundo? -continuó.

De nuevo se produjo un asentimiento, y se notó una ligera impaciencia. No comprendían por qué lo preguntaba. Pitt sí lo sabía, como si ya le hubiera escuchado antes.

– ¿Ropa confeccionada con algodón egipcio? -preguntó Voisey elevando la voz y escudriñando sus rostros, el lenguaje de sus cuerpos, el aburrimiento o el comienzo de la comprensión-. ¿Brocados de Persia y de la vieja ruta de la seda hasta China e India? -continuó-. ¿Lino de Irlanda? ¿Madera de África, caucho de Birmania…? Podría continuar, pero probablemente os sabéis la lista tan bien como yo. Son los productos del Imperio. Por eso somos el mayor país comercial del mundo, por eso Gran Bretaña gobierna los mares, una cuarta parte del planeta habla nuestro idioma, y los soldados de la reina velan por la paz, por tierra y por mar, hasta en el último rincón del globo.

Esta vez la respuesta de la multitud adquirió una nota distinta de orgullo, cólera y curiosidad. Varios hombres se irguieron y se pusieron firmes. Pitt se apresuró a apartarse del campo de visión de Voisey.

Voisey gritó por encima de ellos.

– No se trata solo de gloria… Es el techo que tenéis sobre vuestras cabezas y la comida que lleváis a la mesa.

– ¿Qué hay de una jornada de menos horas? -gritó un hombre pelirrojo.

– Si perdemos el Imperio, ¿para quién trabajaréis? -le desafió Voisey-. ¿A quién compraréis y venderéis?

– ¡Nadie va a perder el Imperio! -replicó el hombre pelirrojo con tono burlón-. ¡Ni siquiera los socialistas son tan tontos!

– El señor Gladstone va a perderlo -replicó Voisey-. ¡Trozo a trozo! Primero Irlanda, luego tal vez Escocia y Gales. Quién sabe qué vendrá después… ¿India, quizá? Se acabarán el cáñamo y el yute, la madera de caoba y el caucho de Birmania. Luego África, Egipto, una porción cada vez. Si es capaz de perder Irlanda, que está tan cerca de nuestras fronteras, ¿por qué no va a perder todo lo demás?

Hubo un silencio repentino y acto seguido resonaron unas fuertes carcajadas, pero en ellas no había el menor rastro de humor, sino una nota callada de duda, tal vez hasta de miedo.

Pitt observó a los hombres más próximos a él. Todos miraban a Voisey.

– Necesitamos tener comercio -continuó Voisey, pero esta vez no tuvo necesidad de gritar. Le bastó con dirigir la voz hacia el final de la multitud-. Necesitamos el imperio de la ley y el dominio de los mares. ¡Si queremos compartir más equitativamente nuestras riquezas, debemos asegurarnos primero de que las tenemos!

Se oyó un murmullo que parecía de asentimiento.

– ¡Hagáis lo que hagáis, hacedlo bien, mejor que nadie en el mundo! -En el tono de Voisey había un matiz de orgullo, incluso de triunfo-. Y votad libremente para que os representen hombres que sepan hacer y mantener las leyes dentro de nuestro país, y tengan tratos honrados y fructuosos con los demás países del mundo para conservar y aumentar lo que tenemos. No votéis a hombres viejos que hablan en nombre de Dios, pero en realidad sólo hablan en nombre del pasado, hombres que llevan a cabo sus deseos sin escuchar los vuestros.

Se oyeron nuevos gritos de la multitud, pero a Pitt le pareció que en muchos sectores sonaban como una aclamación.

Voisey no retuvo mucho más tiempo a los trabajadores. Sabía que estaban cansados y hambrientos, y que la mañana siguiente llegaría demasiado pronto. Fue lo suficientemente inteligente para terminar mientras seguían interesados y, lo que es más importante, mientras todavía estaban a tiempo de cenar bien y pasar un par de horas en la taberna tomándose unas pintas de cerveza y hablando de ello.

Les contó un par de chistes breves y los dejó riendo mientras volvía a su coche y se marchaba.

Pitt tenía el cuerpo entumecido de haber permanecido tan inmóvil, y sentía un frío en su interior, y una admiración llena de resentimiento hacia Voisey por el modo en que había convertido esa multitud de desconocidos hostiles en hombres que se acordarían de su nombre, que se acordarían de que él no les había traicionado ni hecho falsas promesas, que no había dado por sentado que iba a caerles bien y que les había hecho reír. No olvidarían lo que había dicho sobre perder el Imperio que les proporcionaba trabajo. Podía hacer ricos a sus jefes, pero la verdad era que si sus jefes eran pobres, ellos lo eran aún más. Podía ser injusto o no, pero muchos hombres de los que estaban allí eran lo bastante realistas para saber que así eran las cosas.

Pitt esperó unos minutos hasta que perdió de vista a Voisey, luego cruzó los polvorientos adoquines a la sombra de los muros de la fábrica y a lo largo de un estrecho callejón, hasta llegar a la calle principal, donde detuvo un coche de punto. Voisey había dejado ver al menos varias de sus tácticas, pero no había dado muestras de vulnerabilidad alguna. Aubrey Serracold iba a tener que desplegar algo más que su encanto y honradez para competir con él.

Todavía era pronto para volver a casa, sobre todo a una casa vacía. Le esperaba un buen libro, pero el silencio le llenaría de inquietud. La sola idea le hacía sentirse muy solo. Debía de haber algo más que él pudiera hacer: tal vez obtener más información de Jack Radley. O sonsacar a Emily algo sobre la mujer de Serracold. Era muy observadora y mucho más realista que Charlotte en lo tocante a las estratagemas del poder. Tal vez había detectado en Voisey un punto flaco en el que no habría reparado un hombre más concentrado en sus opiniones políticas y menos en su persona.

Se inclinó hacia delante y dio nuevas instrucciones al cochero.

Pero cuando llegaron, el mayordomo le dijo con sinceras disculpas que el señor y la señora Radley habían salido a cenar, y no era razonable esperar su regreso antes de la una de la madrugada, como muy pronto.

Pitt le dio las gracias y declino la oferta de esperar, como el mayordomo había esperado. Volvió al coche y pidió al conductor que le llevara al piso de Cornwallis en Piccadilly.

Abrió la puerta un ayuda de cámara que, sin preguntar nada, le condujo al pequeño salón de Cornwallis. Estaba amueblado al estilo elegante pero austero de un camarote de capitán, lleno de libros, dorados bruñidos, y madera oscura y brillante. Sobre la repisa de la chimenea colgaba un cuadro de un bergantín goleta con aparejo de cruz que huía de una tempestad.

– El señor Pitt, señor -anunció el ayuda de cámara.

Cornwallis dejó caer el libro y se levantó sorprendido y algo alarmado.

– ¿Pitt? ¿Qué le pasa? ¿Qué ha ocurrido? ¿Por qué no está en Dartmoor?

Pitt no respondió.

Cornwallis lanzó una mirada al ayuda de cámara y luego se volvió hacia Pitt.

– ¿Ha comido? -preguntó.

Pitt se sorprendió al darse cuenta de que el último bocado que había probado había sido el pastel de carne que había comido en la taberna cercana a la fábrica.

– No… desde hace un rato. -Se dejó caer en la butaca situada frente a la de Cornwallis-. Un poco de queso y pan me vendrían muy bien… o bizcocho, si tienes. -Ya echaba de menos los de Gracie, y las latas estaban vacías. Ella no había dejado nada preparado, creyendo que iban a irse todos.

– Trae pan y queso para el señor Pitt -ordenó Cornwallis-. Y sidra con un trozo de bizcocho. -Se volvió de nuevo hacia Pitt-. ¿O prefiere té?

– La sidra me parece excelente -respondió Pitt, relajándose en el confortable sofá.

El ayuda de cámara salió, cerrando la puerta tras él.

– ¿Y bien? -preguntó Cornwallis ocupando de nuevo su asiento, con el entrecejo fruncido de nuevo. No era guapo, pero había en sus facciones una fuerza y una simetría que acababan agradando al observador cuanto más las miraba. Cuando se movía lo hacía con los movimientos gráciles y mesurados de quien ha pasado muchos años en alta mar con el alcázar como único espacio por el que caminar.

– Ha surgido algo relacionado con uno de los escaños parlamentarios y Narraway quiere que… observe. -Vio cómo la cólera se pintaba en el rostro de Cornwallis, y supo que se debía a la injusticia cometida por Narraway al no haber respetado la decisión de Bow Street de darle unas semanas de permiso. Se trataba de una ignominia que se sumaba al agravio de su despido y su traslado, que era la forma que había tomado la venganza del Círculo Interior. Todas las suposiciones y certezas se habían desvanecido para ellos dos.

Pero Cornwallis no se dedicó a sondearle. Estaba acostumbrado a la vida solitaria de un capitán en alta mar, que debe escuchar a sus oficiales pero compartir solo los temas prácticos con ellos, y no justificarse ni mostrar sus emociones; un hombre que siempre debe permanecer al margen, mantener lo mejor posible la ilusión de que nunca tiene miedo, nunca se siente solo y nunca le asaltan las dudas. Era la disciplina de toda una vida y no podía romper con ella ahora. Se había convertido en parte de su personalidad y ya no era consciente de ello.

El ayuda de cámara regresó con pan, queso, sidra y bizcocho, y Pitt le dio las gracias.

– De nada, señor. -El sirviente se inclinó y se retiró.

– ¿Qué sabe de Charles Voisey? -preguntó Pitt mientras untaba con mantequilla el pan crujiente y cortaba un grueso trozo de pálido y fuerte queso Caerphilly, y observaba cómo se desmenuzaba bajo el cuchillo. Le dio un mordisco con ansia. Estaba exquisito y cremoso.

Cornwallis apretó los labios, pero no preguntó a Pitt por qué quería saber aquello.

– Solo lo que es de dominio público -replicó-. Estudió en Harrow y Oxford, y luego ejerció la abogacía. Era un abogado brillante y ganó mucho dinero y, lo que es más importante a largo plazo, hizo un montón de amigos en los puestos adecuados, y no dudo que también se granjeó unos cuantos enemigos. Le nombraron juez y poco después estuvo en el tribunal de apelación. Sabe correr riesgos y aparentar coraje, y sin embargo, nunca ha sufrido un traspiés demasiado grave.

Pitt ya había oído todo aquello antes, pero aquella descripción tan sucinta le ayudó a concentrarse.

– Es un hombre enormemente orgulloso -continuó Cornwallis-. Pero en la vida cotidiana tiene la habilidad para ocultarlo, o al menos hacer que parezca menos ofensivo.

– Menos vulnerable -dijo Pitt al instante.

Cornwallis captó lo que quería decir.

– ¿Está buscando un punto débil?

Pitt recordó con esfuerzo que Cornwallis no sabía nada del caso Whitechapel, aparte del juicio de Adinett al comienzo y la concesión del título de sir a Voisey al final. Ni siquiera sabía que Voisey era el jefe del Círculo Interior, y por su seguridad era mejor que nunca se enterara. Pitt se lo debía, al menos, por su lealtad en el pasado, y lo habría deseado por la amistad que le unía ahora a él.

– Estoy buscando información, y eso incluye descubrir sus puntos fuertes y débiles -respondió-. Se va a presentar como candidato tory al Parlamento en un escaño liberal fuerte. ¡Ya ha surgido la cuestión del autogobierno!

Cornwallis arqueó las cejas.

– ¿Y aquí entra Narraway?.

Pitt no contestó.

– ¿Qué quiere saber de Voisey? -preguntó-. ¿Qué clase de punto débil?

– ¿Por quién siente afecto? -preguntó Pitt en voz baja-. ¿A quién teme? ¿Qué le hace reír, asustarse, sufrir? ¿Qué quiere además del poder?

Cornwallis sonrió mirando a Pitt sin parpadear.

– Parece que esté desplegándose para entrar en batalla -dijo con un leve tono interrogativo.

– Estoy buscando un arma -replicó Pitt sin desviar la mirada-. ¿Cuento con alguna?

– Lo dudo -respondió Cornwallis-. Si le importa algo aparte del poder, y yo no tengo noticia de ello, no le importa lo suficiente para lamentar su pérdida. -Observaba la cara de Pitt, tratando de leerle el pensamiento-. Le gusta vivir bien, pero no de forma ostentosa. Disfruta siendo admirado, y la gente le admira, pero para ello no está dispuesto a tratar de congraciarse con nadie. Me atrevería a decir que no le hace falta. Adora su casa, la buena comida, el buen vino, el teatro, la música, la buena compañía, pero lo sacrificaría todo con tal de alcanzar el cargo que quiere. Al menos eso es lo que he oído decir. ¿Quiere que pregunte por ahí?

– ¡No! No… aún no.

Cornwallis asintió.

– ¿Teme a alguien? -preguntó Pitt sin esperanzas.

– A nadie que yo conozca -dijo Cornwallis secamente-. ¿Tiene motivos para hacerlo? ¿Es eso lo que le inquieta a Narraway, un atentado contra él?

De nuevo Pitt no pudo responder. El silencio le preocupaba, aunque sabía que Cornwallis lo comprendería.

– ¿Siente afecto por alguien? -preguntó con obstinación. No podía permitirse claudicar.

Cornwallis reflexionó unos minutos.

– Es posible -dijo al fin-. Aunque no sé hasta qué punto. Pero creo que en ciertos sentidos la necesita, aunque solo sea como su anfitriona. Pero creo que siente por ella todo el afecto que es capaz de sentir un hombre de su carácter.

– ¿Ella? ¿Quién es ella? -preguntó Pitt, finalmente esperanzado.

Cornwallis zanjó la cuestión con una sonrisa irónica.

– Su hermana es una viuda encantadora y con don de gentes. Parece tener, o al menos lo aparenta, la sutileza y la sensibilidad moral que él nunca ha demostrado, a pesar de su reciente título de sir, del que usted sabe más que yo. -No era una pregunta. Jamás se metería donde no le llamaban, y una negativa le dolería. Frunció ligeramente el ceño; apenas una sombra entre las cejas-. Pero solo he coincidido con ella en un par de ocasiones y no entiendo mucho de mujeres. -De pronto parecía cohibido-. Alguien con más dotes podría decirle todo lo contrario. Ella es, sin duda, una de las figuras políticas más valiosas del partido, con el poder y la voluntad para apoyarle. De cara a los votantes, cuenta con poco más que su oratoria. -Parecía desalentado, como si temiera que eso fuera suficiente.

Pitt temía aún más lo que podía ocurrir. Había visto a Voisey enfrentarse a la multitud. Era un duro golpe descubrir que tenía una aliada política con tantas aptitudes. Había esperado que su condición de soltero fuera su único punto débil.

– Gracias -dijo en voz alta.

Cornwallis sonrió débilmente.

– ¿Más sidra?


* * * * *

Emily Radley disfrutaba de una buena cena, especialmente cuando en el ambiente se respiraba peligro y emoción, luchas de poder, conflictos verbales, en los que la ambición permanecía oculta tras la máscara del humor o el encanto, el deber público o la pasión por la reforma. Aún no habían disuelto el Parlamento, pero iban a hacerlo cualquier día, todos lo sabían. Entonces la lucha se haría pública. Sería encarnizada y rápida, cuestión de una semana más o menos. No había tiempo para titubear, reconsiderar un golpe o moderar una defensa. Se actuaba a sangre caliente.

Se preparó como si se dispusiera a participar en una campaña de guerra. Era una mujer atractiva y tenía perfecta conciencia de ello. Pero ahora que estaba en la treintena y tenía dos hijos, debía esmerarse más para ser la mejor. Había dejado de lado los juveniles tonos pastel que había preferido por su delicado color, y había seleccionado de la última moda de París algo más osado, más sofisticado. La falda y el corpiño eran de seda azul oscuro, pero tenían una pieza de un pálido gris azulado cortada en diagonal que le cubría el pecho y se sujetaba en el hombro izquierdo y en la cintura, con otro corte profundo y unos lazos que le caían de la cadera. La prenda tenía los habituales hombros altos y plisados, y se puso, como era de esperar, unos guantes de cabritilla hasta los codos. Escogió los diamantes en lugar de las perlas.

El resultado era realmente excepcional. Se sentía preparada para habérselas con cualquier mujer que estuviera en la estancia, hasta con su mejor amiga en esos momentos: la deslumbrante y extraordinariamente elegante Rose Serracold. Le agradaba muchísimo Rose; había simpatizado con ella desde el día que se habían conocido, y esperaba sinceramente que su marido, Aubrey, ganara su escaño en el Parlamento, pero no tenía ninguna intención de que la eclipsara nadie. El escaño de Jack era muy seguro. Había servido con distinción y había hecho varios amigos valiosos en el poder que no dudarían en apoyarle ahora, pero no debía darse nada por sentado. El poder político era una querida muy caprichosa a la que se debía cortejar siempre que se podía.

El coche se detuvo fuera de la magnífica casa de Park Lane, y Emily y Jack se apearon. Los recibió un lacayo en la puerta y cruzaron el vestíbulo, donde fueron anunciados. Emily entró en el salón del brazo de Jack con la cabeza alta y un aire de confianza. Los saludaron los anfitriones a las nueve menos cuarto, quince minutos después de la hora indicada en la invitación, que habían recibido oportunamente hacía cinco semanas. Habían calculado a la perfección. La puntualidad revelaba una vulgar impaciencia, mientras que era una grosería llegar tarde. Y como la cena se anunciaba unos veinte minutos después de que llegara el primer invitado, si uno llegaba mucho más tarde se exponía a que le hicieran pasar al salón cuando los demás entraban ya en el comedor.

El protocolo, de una rigidez inalterable, establecía quién debía entrar con quién y en qué orden; de lo contrario, habría sido el caos. La capacidad para llamar la atención por la propia belleza siempre era digna de admiración; también lo era la facultad de lograrlo mediante el ingenio, pero entrañaba riesgos. Hacer el ridículo sería desastroso.

No se sirvieron bebidas en el breve tiempo que transcurrió antes de que el mayordomo anunciara la cena. La costumbre era sentarse e intercambiar cumplidos con los conocidos hasta que empezaba la procesión hacia el comedor.

El anfitrión encabezó la marcha del brazo de la dama de más categoría, seguido del resto de los invitados, por orden del rango de las damas, y acompañados finalmente por la anfitriona del brazo del invitado de rango superior.

Emily solo tuvo tiempo para hablar un momento con Rose Serracold, fácilmente reconocible con su cabeza rubia ceniza y su perfil recto y de facciones marcadas, antes de volver sus ojos color aguamarina hacia los últimos invitados en llegar. A Rose se le iluminó la cara de placer y se acercó apresuradamente a ella, haciendo girar su tafetán rosa. El vestido le caía por delante hasta la cintura sobre un brocado bordado color burdeos, que aparecía reproducido en las piezas de la mitad de la cadera y las enaguas. Hacía que sus esbeltas caderas parecieran muy curvadas y su cintura muy estrecha. Solo a una mujer extraordinariamente segura de sí misma se le habría visto tan deslumbrante con semejante vestido.

– ¡Emily, cuánto me alegro de verte! -exclamó con deleite. Miró de arriba abajo el conjunto de Emily con aprobación, pero se abstuvo de comentar nada, secretamente divertida-. ¡Qué bien que hayas podido venir!

Emily le devolvió la sonrisa.

– ¡Como si no lo supieras ya! -Arqueó las cejas. Las dos sabían que Rose había sido informada de la lista de invitados; en caso contrario, no habría aceptado la invitación.

– Bueno, solo tenía una vaga idea -admitió Rose. Se inclinó más hacia ella-. Se parece un poco al baile de la víspera de Waterloo, ¿verdad?

– No es una ocasión que yo recuerde -murmuró Emily con fingida malicia.

Rose torció ligeramente el gesto.

– ¡Mañana entramos en batalla! -respondió con exagerada paciencia.

– Querida, llevamos meses en guerra -replicó Emily mientras Jack era atraído hacia un grupo de hombres cercano-. ¡Si no años!

– No dispares hasta que les veas el blanco de los ojos -advirtió Rose-. O, en el caso de lady Garson, el amarillo. Esa mujer bebe lo suficiente para ahogar a un caballo.

– ¡Tendrías que haber visto a su madre! -Emily se encogió de hombros con delicadeza-. Habría ahogado a una jirafa.

Rose echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada tan fuerte y contagiosa que hizo que una media docena de hombres la miraran con placer, mientras sus esposas lo hacían con desaprobación antes de darle deliberadamente la espalda.

El comedor resplandecía con la luz de las arañas, que se reflejaba en las mil facetas del cristal sobre la mesa, y con el plateado brillo sobre el lino blanco como la nieve. Había boles de plata rebosantes de rosas y largas ramas de madreselva esparcidas por el centro de la tela que desprendían una intensa fragancia.

En cada asiento había una tarjeta con el menú, naturalmente en francés. Cada una llevaba, escrito un nombre para indicar dónde debía sentarse cada comensal. Los lacayos empezaron a servir la sopa según las preferencias de los invitados, que podían escoger entre rabo de buey y marisco, y empezaron a comer inmediatamente, ya que era lo correcto.

Emily lanzó una mirada a Jack por encima de la mesa, pero este estaba ocupado hablando con un diputado liberal que también iba a defender su escaño contra un vigoroso ataque. Le llegaban palabras sueltas que daban a entender que estaban preocupados por las facciones entre los diputados irlandeses, las cuales podrían influir si la lucha entre los principales partidos era reñida. La capacidad para formar gobierno podía depender de la obtención del apoyo de los parnellitas o los antiparnellitas.

Emily estaba cansada de la cuestión del autogobierno sencillamente porque llevaba discutiéndose desde que ella tenía memoria, y la solución no parecía más próxima que cuando se la habían explicado por primera vez en el aula del colegio. Centró sus esfuerzos en cautivar al estadista entrado en años y de aspecto bastante augusto sentado a su izquierda, que también había rehusado el primer plato.

El segundo plato consistía en salmón o eperlanos. Ella se inclinó por el salmón y se abstuvo de hablar durante un rato.

Renunció al plato principal, ya que no le apetecían los huevos al curry ni las mollejas con champiñones, y escuchó los retazos que le llegaban de la conversación que se mantenía al otro lado de la mesa.

– Creo que deberíamos tomárnoslo muy en serio -decía Aubrey Serracold, inclinándose ligeramente hacia delante. La luz arrancaba destellos en su cabello rubio, y su rostro alargado estaba muy serio; todo rastro de humor había desaparecido de él, y por una vez su encanto habitual resultaba invisible.

– ¡Por el amor de Dios! -protestó el estadista entrado en años, con las mejillas sonrosadas-. ¡Ese hombre dejó el colegio a los diez años para bajar a las minas! Hasta los mineros tienen suficiente juicio como para creer que es capaz de hacer algo por ellos en el Parlamento, aparte del ridículo. Perdió en su Escocia natal, y no tiene nada que hacer aquí en Londres.

– Por supuesto que no. -Un hombre de cara campechana se volvió indignado, cogiendo su copa de vino y sosteniéndola un momento en alto antes de beber-. ¡Somos el partido lógico de los trabajadores, no una creación moderna de fanáticos de mirada extraviada con picos y palas en las manos!

– ¡Esa es la clase de ceguera que nos va a costar el futuro! -replicó Aubrey con la mayor seriedad-. No debemos descartar a Keir Hardie tan a la ligera. Muchos hombres verán su coraje y su determinación, y se enterarán de cuánto ha mejorado su situación. Pensarán que si es capaz de conseguir tantas cosas para él, también podrá hacerlo para ellos.

– ¿Sacarlos de las minas y sentarlos en el Parlamento? -dijo una mujer vestida de rojo amapola con incredulidad.

– ¡Oh, querida! -Rose daba vueltas a su copa entre los dedos-. ¿Qué demonios quemaremos entonces en nuestros fuegos? Dudo que las personas que ostentan cargos en la actualidad sean de la más mínima utilidad práctica.

Se produjo un estallido de carcajadas, pero fueron agudas y demasiado ruidosas.

Jack sonrió.

– Es muy gracioso si lo tomamos como una broma que se dice en la mesa, pero no tan divertido si los mineros le escuchan y votan a más individuos como él, llenos de pasión por la reforma pero que no tienen ni idea de lo que eso cuesta… Me refiero al coste real, en comercio y manutención.

– ¡No le escucharán! -exclamó un hombre de bigote blanco con un ademán cortés, aunque rechazando con el tono de su voz la gravedad que le daba Jack-. La mayoría de los hombres tienen más sentido común. -Vio la expresión de duda de Jack-. Por el amor de Dios, Radley, solo votan la mitad de los hombres del país. ¿Cuántos mineros tienen casa propia o pagan más de diez libras al año de alquiler?

– Entonces, por definición -Aubrey Serracold se volvió hacia él con los ojos muy abiertos-, ¿los que pueden votar son los que prosperan bajo el sistema actual? Eso invalida el argumento, ¿no le parece?

Los comensales se miraron. Era una observación inesperada y, a juzgar por los rostros, no había sido bien recibida.

– ¿Qué pretende decirnos, Serracold? -preguntó el hombre del bigote blanco con cautela-. Si algo funciona, ¿por qué cambiarlo?

– No -replicó Serracold con la misma cautela-. Si funciona para un sector de la población, ¿no debería ser ese sector el que tenga derecho a decidir si mantenerlo o no? Y es que todos tenemos tendencia a ver las cosas desde nuestro punto de vista y a preservar nuestros intereses.

El lacayo retiró los platos usados y, prácticamente sin que nadie se diera cuenta, sirvió espárragos escarchados.

– Tiene un concepto muy bajo de sus colegas del gobierno -dijo un hombre pelirrojo con un tono ligeramente áspero-. ¡Me sorprende que quiera unirse a nosotros!

Aubrey sonrió con un extraordinario encanto, bajando la mirada por un instante antes de volverse hacia su interlocutor.

– En absoluto. Creo que somos prudentes y lo bastante justos para ejercer el poder solo en la medida en que se nos otorga honradamente, pero no tengo tanta confianza en nuestros adversarios. -Sus palabras fueron recibidas con carcajadas, pero Emily advirtió que no disipaban del todo la ansiedad, al menos la de Jack. Le conocía lo suficientemente bien para percibir la tensión en sus manos al sostener el cuchillo y el tenedor, y cortar con destreza las puntas de los espárragos. Guardó silencio unos minutos.

La conversación viró hacia otros aspectos de la política. Los platos usados fueron retirados y reemplazados por la caza: codorniz, urogallo y perdiz. Emily siguió rechazándolos. A las mujeres jóvenes siempre se les recomendaba que lo hicieran, por si luego les olía el aliento. Siempre se había preguntado por qué resultaba aceptable que los hombres no lo hicieran. En una ocasión se lo había preguntado a su padre y había recibido una sorprendida mirada de incomprensión. A él nunca se le había ocurrido pensar en la desigualdad que encerraba ese detalle.

Esta vez ella rehusó por no considerarse lo bastante mayor para ser dispensada de aquel hábito. Esperaba no serlo nunca.

Después de la caza llegaron los postres. El menú incluía helado, confitura de nectarinas, merengues o gelatina de fresones, que aceptó y comió con el tenedor, como exigían los buenos modales, un arte que necesitaba cierta concentración.

A los quesos les siguió una selección de helados, crema napolitana o sorbete de frambuesa, y para acabar, piña -seguramente del invernadero-, fresones, cerezas, albaricoques y melones. Observó divertida los distintos grados de destreza que exhibían los comensales a la hora de pelar y comer cada una de las frutas con cuchillo y tenedor. Más de uno tuvo motivos para lamentar su elección, sobre todo los albaricoques.

Se reanudó la conversación. Era su deber mostrarse encantadora, halagar a los presentes con su atención, divertirles o, lo que era más frecuente, parecer divertida. El mayor cumplido que podía hacerse a un hombre era encontrarlo interesante, y ella sabía que pocos podían resistirse a ello. Era asombroso cuánto podía revelar un hombre de sí mismo si una sencillamente le dejaba hablar.

Bajo los planes, las promesas y las bravuconadas se percibía una profunda inquietud, y cada vez estaba más convencida de que esos hombres que habían estado antes en el gobierno y conocían sus sutilezas y peligros no querían perder esas elecciones, pero tampoco deseaban ganar de todo corazón. Era una situación curiosa que le preocupaba porque no la comprendía. Escuchó durante un rato hasta que se percató de que cada uno, movido por su propia ambición y pasión, deseaba ganar su batalla particular, pero no la guerra. El vencedor acababa recibiendo un botín con el que no sabía muy bien qué hacer.

Las risas a su alrededor eran crispadas y las voces estaban cargadas de emoción. Las luces se reflejaban en las joyas y las copas de vino y la cubertería sin utilizar. Los fuertes olores de la comida persistían en medio de la intensa fragancia de la madreselva.

– Requiere mucha experiencia, un gran coraje, mucha serenidad y una gran habilidad para atacarla y despacharla sin hacerte daño a ti ni a tu vecino, me dijo -afirmó Rose apasionadamente, con los ojos brillantes.

– Entonces, querida señora, debería dejar esa peligrosa pieza a un cazador con coraje y fuerza, ojos de lince y corazón valeroso -replicó con decisión el hombre sentado a su lado-. Sugiero que se contente con la caza del faisán u otro deporte parecido.

– ¡Mi querido coronel Bertrand -respondió Rose con radiante inocencia-, son las instrucciones dictadas por la etiqueta para comer una naranja!

El coronel se ruborizó en medio del incontrolable estallido de carcajadas.

– ¡Le pido disculpas! -dijo Rose tan pronto como logró hacerse oír-. Me temo que no me he explicado bien. La vida está llena de peligros de toda clase. Sales de un escollo para caer en otro.

Nadie le contradijo. Más de uno de los presentes había advertido la condescendencia del coronel y ninguno se apresuró a salir en su defensa. Lady Warden se pasó el resto de la velada soltando risitas.

Cuando terminó por fin la cena, las damas se retiraron para que los hombres disfrutaran de su oporto y tuvieran -Emily lo sabía muy bien-, la conversación política seria sobre estrategias, dinero y trueque de favores que era el propósito de la velada.

En un principio, se encontró sentada con media docena de esposas de hombres que o ya eran parlamentarios o esperaban serlo, o bien tenían dinero y muchos intereses que dependían del resultado de las elecciones.

– Ojalá se tomaran más en serio a los socialistas -dijo lady Molloy tan pronto como se sentaron.

– ¿Se refiere al señor Morris y a Sydney Webb? -preguntó la señora Lancaster con los ojos abiertos y una sonrisa al borde de la carcajada-. Con franqueza, querida, ¿ha visto alguna vez al señor Webb? ¡Dicen que es un hombre menudo, desnutrido e infradotado!

Sonaron risitas entre el grupo, tan nerviosas como divertidas.

– Pero el hecho de que una persona tenga un aspecto ligeramente estrafalario no debería impedirnos ver el valor de sus ideas -dijo Rose, desvelando sus profundos sentimientos- o, lo que es más importante, darnos cuenta del peligro que pueden significar para el verdadero poder. Deberíamos atraerla para que se alíe con nosotros en lugar de no hacerle caso.

– No van a aliarse con nosotros, querida -señaló la señora Lancaster razonablemente-. Sus ideas son tan extremistas que es imposible llevarlas a cabo. Quieren un verdadero Partido Laborista.

Pasaron a hablar de reformas específicas, y comentaron el ritmo al que podrían conseguirse o deberían intentarse. Emily intervino, pero fue Rose Serracold quien hizo las propuestas más escandalosas y provocó más carcajadas. Ninguna de las presentes, salvo Emily, estaba muy segura de qué se escondía detrás de su ingenio y su perspicaz observación de los sentimientos y las debilidades.

– Crees que bromeo, ¿verdad? -dijo Rose cuando el grupo se dispersó y se quedó a solas con Emily.

– No, no lo creo -respondió Emily, dando la espalda a los que estaban más próximos. De pronto estaba convencida de ello-. Pero creo que harías bien en dejar que los demás lo crean. Por el momento, los fabianos nos parecen divertidos, pero empezamos a tener las primeras sospechas de que al final la broma acabará yendo contra nosotros.

Rose se inclinó hacia ella con mirada penetrante; toda su alegría se había desvanecido.

– Precisamente por eso debemos escucharles, Emily, y adoptar al menos sus mejores ideas… en realidad, la mayoría. La reforma llegará, y debemos situarnos al frente de ella. El sufragio debe incluir a todos los adultos, pobres y ricos, y con el tiempo también a las mujeres. -Arqueó las cejas-. ¡No pongas esa cara horrorizada! Así debe ser. Del mismo modo que debe desaparecer el Imperio, pero esa es otra cuestión. Y diga lo que diga el señor Gladstone, debemos establecer por ley que la jornada laboral no sea superior a ocho horas en toda clase de profesiones, y que ningún jefe pueda obligar a un empleado a trabajar más horas.

– ¿O mujer? -preguntó Emily con curiosidad.

– ¡Por supuesto! -La respuesta de Rose fue inmediata, una reacción automática a una pregunta innecesaria.

Emily adoptó un aire inocente.

– Y si pidieras a tu criada que te trajera una taza de té a las ocho y media, ¿aceptarías que te respondiera que ha trabajado ocho horas y ya no está de servicio, e irías a buscarla tú misma?

Touché. -Rose inclinó la cabeza, sonrojándose de vergüenza-. Tal vez solo nos referimos al trabajo en las fábricas, al menos para empezar. -Levantó rápidamente la mirada-. Pero eso no cambia el hecho de que tenemos que seguir adelante si queremos sobrevivir, por no hablar de obtener alguna clase de justicia social.

– Todos queremos justicia social -respondió Emily con ironía-. Solo que cada uno tiene una idea distinta de qué es y cómo o cuándo obtenerla.

– ¡Mañana! -Rose se encogió de hombros-. ¡Por lo que se refiere a los tories, en cualquier momento siempre que no sea hoy!

Se reunió brevemente con ellas lady Molloy, quien se dirigió sobre todo a Rose. Era evidente que seguía dándole vueltas lo que esta había dicho antes.

– Será mejor que actúe con prudencia, ¿no crees? -dijo Rose compungida cuando se hubo ido-. La pobre está un poco desconcertada.

– No la subestimes -advirtió Emily-. Puede que tenga poca imaginación, pero es muy astuta cuando se trata de juicios prácticos.

– Qué aburrido. -Rose suspiró exageradamente-. Es una de las grandes desventajas de presentarte para un cargo público: tienes que complacer al público. ¡No es que no quiera hacerlo! Pero lograr que te comprendan es el mayor desafío, ¿no te parece?

Emily no pudo evitar sonreír.

– Sé perfectamente lo que quieres decir, aunque confieso que la mayor parte del tiempo ni lo intento. Si la gente no te comprende, tal vez piense que dices estupideces, pero si lo haces con la suficiente confianza, te darán el beneficio de la duda, lo que no siempre ocurre cuando comprenden a alguien. El arte no reside tanto en ser inteligente como en ser amable. ¡Lo digo en serio, Rose, créeme!

Rose parecía a punto de soltar una respuesta ingeniosa, pero cambió de opinión y se puso seria.

– ¿Crees que hay vida después de la muerte, Emily? -preguntó.

Emily estaba tan sorprendida que habló solo con el fin de darse tiempo para pensar.

– ¿Cómo dices?

– ¿Crees que hay vida después de la muerte? -respondió Rose con impaciencia-. Quiero decir vida de verdad y no una especie de existencia sagrada como parte de Dios o de lo que sea.

– Supongo que sí. Sería demasiado horrible pensar que no la hay. ¿Por qué?

Rose se encogió de hombros con elegancia y adoptó una expresión evasiva, como si hubiera estado a las puertas de una gran confidencia y hubiera retrocedido.

– Solo quería escandalizarte para hacerte abandonar por un momento tu espíritu práctico. -Pero ni en su voz ni en su mirada había el menor rastro de humor.

– ¿Y tú lo crees? -preguntó Emily esbozando una sonrisa para restar importancia a la pregunta.

Rose titubeó, sin saber muy bien qué iba a responder. Emily percibió la emoción que palpitaba en su cuerpo: su llamativo vestido color carne y granate, y la tensión de sus manos aferradas al borde de la silla.

– ¿Crees que no la hay? -susurró Emily.

– ¡No, no lo creo! -Su voz sonó firme, con convicción-. ¡Estoy completamente segura de que la hay! -Y de una forma igual de repentina se relajó.

Emily estaba segura de que le había costado un gran esfuerzo responder. Rose la miró y volvió a desviar la vista.

– ¿Has estado alguna vez en una sesión de espiritismo?

– No en una auténtica, solo en plan de broma, en fiestas. -Emily la observaba-. ¿Por qué? ¿Y tú?

Rose no respondió directamente.

– ¿Y qué es auténtico? -dijo con una nota áspera en la voz-. Se suponía que Daniel Dunglas Home era brillante. Nadie le pilló, y eso que muchos lo intentaron. -Se volvió para mirar a Emily a la cara con expresión desafiante, como si pisara terreno más firme y no le esperase una caída dolorosa si tropezaba.

– ¿Le has visto alguna vez? -preguntó Emily evitando tocar el tema directamente, convencida de que no era Dunglas Home, aunque no estaba muy segura de quién se trataba.

– No. Pero dicen que era capaz de levitar varios centímetros por encima del suelo, o alargar el cuerpo, sobre todo las manos. -A pesar de su tono despreocupado, observaba la reacción de Emily.

– Debió de ser extraordinario verle -respondió Emily, no muy segura de por qué iba alguien a querer hacer algo así-. Pero yo creía que el objetivo de una sesión de espiritismo era ponerte en contacto con los espíritus de personas conocidas que han muerto antes que tú.

– ¡Y lo es! Esa solo es una manifestación de sus poderes -explicó Rose.

– O del poder de los espíritus -aclaró Emily-. Aunque dudo que alguno de mis antepasados tuviera trucos como ese debajo de la manga… ¡A menos que quieras remontarte a la caza de brujas de la época puritana!

Rose esbozó una sonrisa que únicamente se manifestó en sus labios. Seguía con el cuerpo tenso, el cuello y los hombros rígidos, y de pronto Emily se convenció de lo mucho que le importaba todo el tema. Con su actitud frívola pretendía proteger su vulnerabilidad, y más que el dolor que le causaría que se rieran de ella, temía algo más profundo, tal vez que le arrebataran y destruyeran su fe en algo.

Emily respondió con una seriedad que no tuvo que fingir.

– La verdad es que no sé cómo los espíritus del pasado podrían ponerse en contacto con nosotros si quisieran decirnos algo importante. No puedo decir que no vinieran acompañados de toda clase de imágenes extrañas, o ruidos, si quieres. Yo juzgaría el fenómeno por el contenido del mensaje y no por cómo se ha transmitido. -De pronto no estaba segura de si debía continuar con lo que se había propuesto decir o si sería una intrusión.

Rose interrumpió aquel momento de vacilación.

– Sin ver los efectos, ¿cómo voy a saber que es auténtico, y no solo el médium que me está diciendo lo que cree que quiero oír? -Descartó aquella idea con un ademán desenfadado-. ¡No es lo que uno entiende por un espectáculo sin todas las imágenes y los gemidos, las apariciones, los golpes, el ectoplasma y todo lo demás! -Se rió con un sonido crispado-. No te pongas tan seria, querida. No es la Iglesia, ¿verdad? Solo son fantasmas haciendo sonar sus cadenas. ¿Qué es la vida si no nos asustamos de vez en cuando… al menos de cosas así, que no tienen ninguna importancia? Te distraen de todo lo que es realmente horrible. -Agitó una mano en el aire y los diamantes brillaron en sus dedos-. ¿Te has enterado de lo que va a hacer Labouchére en Buckingham Palace si algún día se sale con la suya?

– No… -Emily tardó unos momentos en pasar de lo profundamente conmovedor a lo totalmente absurdo.

– ¡Convertirlo en refugio para mujeres perdidas! -exclamó Rose con voz resonante-. ¿No es la mejor broma que has oído en años?

Emily se mostró incrédula.

– ¿Eso ha dicho?

Rose se rió.

– No lo sé… ¡pero si no lo ha hecho, pronto lo hará! ¡Cuando la vieja reina muera estoy segura de que el príncipe de Gales lo hará!

– ¡Por el amor de Dios, Rose! -exhortó Emily, mirando alrededor para ver quién podía haberla escuchado-. ¡Procura contenerte! ¡Algunas personas no reconocerían un sarcasmo aunque se les echara encima y les mordiera!

Rose trató de parecer sorprendida, pero le brillaron los ojos y sintió tantos deseos de reír que no lo consiguió.

– ¿Quién está siendo sarcástica aquí, querida? ¡Hablo en serio! ¡Si las mujeres aún no se han echado a perder, él será el hombre que las ayude!

– Lo sé, pero por el amor de Dios, no lo digas -susurró Emily, pero las dos estallaron en carcajadas mientras se reunían con ellas la señora Lancaster y otras dos mujeres que se morían por saber qué se habían perdido.


* * * * *

El trayecto de regreso en coche desde Park Lañe fue muy diferente. Era más de la una de la madrugada, pero las farolas iluminaban la noche de verano, cálida y sin viento, mostrando el camino.

Emily solo veía el lado del rostro de Jack más próximo a la luz del interior del coche, pero le bastó para percibir una seriedad que había ocultado durante toda la velada.

– ¿Qué pasa? -preguntó ella en voz baja, mientras salían de Park Lañe y se dirigían al oeste-. ¿Qué ha pasado en el comedor cuando nos hemos marchado?

– Se ha discutido mucho y se han hecho planes -respondió él volviéndose hacia ella, tal vez sin darse cuenta de que su rostro quedaba en sombra-. Ojalá… ojalá Aubrey no hubiera hablado tanto. Me cae muy bien, y creo que es un honrado representante del pueblo y, quizá lo que es más importante, un futuro diputado honrado…

– ¿Pero…? -dijo ella en tono desafiante-. Ganará, ¿no? ¡Ha sido un escaño liberal desde que tengo memoria! -Quería que ganaran el máximo número de liberales para que el partido volviera al poder, pero en ese momento pensaba en Rose y en lo hundida que se quedaría si Aubrey fracasaba. Sería humillante perder un escaño seguro: se atribuiría a un rechazo personal, no a una discrepancia de opiniones.

– Estoy seguro, todo lo seguro que se puede estar de algo -concedió él-. Y formaremos gobierno, aunque la mayoría no sea tan amplia como nos habría gustado.

– ¿Qué ocurre entonces? Y no me digas que no pasa nada -insistió ella.

Jack se mordió el labio inferior.

– Preferiría que se guardara para él algunas de sus opiniones más radicales. Está… está más cerca del socialismo de lo que me pensaba. -Habló despacio, escogiendo las palabras-. ¡Admira a Sydney Webb, por el amor de Dios! ¡No podemos hacer reformas a ese ritmo! ¡La gente no lo permitirá y los tories nos crucificarán! La cuestión no es si debemos tener o no un imperio. Lo tenemos, y no podemos cortar por lo sano como si no existiera, y esperar mantener el comercio, el empleo, nuestro estatus en el mundo, nuestros tratados o cualquiera de las cosas que tenemos sin el propósito que hay detrás de todo ello. Los ideales están muy bien, pero sin una adecuada interpretación de la realidad pueden llevarnos a todos a la ruina. Es como el fuego, que sirve al hombre de un modo estupendo, pero cuando se convierte en su amo, la destrucción es total.

– ¿Se lo has dicho a Aubrey? -preguntó ella.

– No he tenido oportunidad, pero lo haré.

Emily guardó silencio unos minutos mientras el coche avanzaba, pensando en las extrañas preguntas que le había hecho de repente Rose sobre las sesiones de espiritismo y lo tensa que la había visto. No estaba segura de si debía preocupar o no a Jack con ello, pero era un peso demasiado grande, una inquietud que no podía quitarse de la cabeza.

El coche tomó bruscamente una curva y se internó en una calle más tranquila, donde las farolas estaban más espaciadas y proyectaban un brillo fantasmagórico en las ramas.

– Rose ha estado hablando de los espiritistas -dijo con brusquedad-. Creo que también deberías insinuarle a Aubrey que le pida que sea discreta sobre ese tema. Sus enemigos podrían malinterpretarlo, y una vez que se disuelva el Parlamento y empiece en serio la campaña electoral habrá muchos… Creo… que tal vez Aubrey no está acostumbrado a que le ataquen. Es un hombre tan encantador que cae bien a todo el mundo.

Jack se sobresaltó.

– ¿Espiritistas? ¿Te refieres a médiums como Maude Lamont? -Había en su voz una nota de ansiedad lo bastante marcada para que ella no necesitara ver su rostro para saber cuál era su expresión.

– No mencionó a Maude Lamont, aunque todo el mundo está hablando de ella. En realidad nombró a Daniel Dunglas Home, pero supongo que es lo mismo. Habló de levitación, ectoplasma y cosas así.

– Nunca sé si Rose bromea o no. ¿Estaba bromeando? -No era tanto una pregunta como una orden.

– No estoy segura -admitió Emily-. Pero no lo creo. Me dio la impresión de que había algo que le importaba mucho.

Jack se sentía incómodo y cambió de postura, pues el coche traqueteaba sobre los adoquines desiguales.

– Tendré que hablar con Aubrey también de eso. Algo que no es más que un juego social cuando eres un hombre corriente se convierte en una soga con la que pueden colgarte los periodistas cuando te presentas al Parlamento. ¡Ya estoy viendo las tiras cómicas! -Torció el gesto de tal modo que ella vio el movimiento de sus mejillas al pasar por debajo de una farola, antes de volver a sumirse en la oscuridad-. Pregunta a la señora Serracold quién va a ganar las elecciones. Qué diablos, mejor aún… ¡pregúntale quién va a ganar el Derby! -exclamó imitando una voz-. Preguntemos al fantasma de Napoleón qué va a hacer el zar de Rusia a continuación. No puede haberle perdonado por la invasión de Moscú de mil ochocientos doce.

– Aunque lo supiera, es poco probable que nos lo dijera -señaló Emily-. Y aún es menos probable que nos haya perdonado lo de Waterloo.

– Si no pudiéramos preguntar a aquellos con los que hemos estado alguna vez en guerra, tendríamos que dejar fuera a todo el mundo excepto a los portugueses y los noruegos -replicó él-. Puede que sus conocimientos sobre nuestro futuro sean bastante limitados; probablemente les importa un comino. -Respiró hondo y exhaló el aire con un suspiro-. Emily, ¿crees que está viendo realmente a un médium, no por diversión como haría en una fiesta?

– Sí… -Emily habló con fría convicción-. Me temo que sí.


* * * * *

Los dos días siguientes vinieron acompañados de noticias de distinta y preocupante naturaleza. Pitt hojeaba el periódico mientras desayunaba arenques ahumados hervidos y pan con mantequilla -una de las pocas cosas que se le daba bien era cocinar- cuando se encontró con la sección de las cartas al director. La primera ocupaba un lugar destacado en la página.


Estimado director:

Escribo con cierta consternación como ciudadano que ha apoyado durante toda su vida al Partido Liberal y todo lo que ha conseguido por la gente de este país e, indirectamente, por el mundo. Siempre he admirado y aprobado todas las reformas que han emprendido y han convertido en leyes.

Sin embargo, vivo en el distrito de Lambeth sur y he escuchado cada vez más alarmado las opiniones del señor Aubrey Serracold, el candidato liberal para ese escaño. No representa los viejos valores liberales de la reforma prudente e inteligente, sino más bien un socialismo histérico que arrasaría con todos los grandes logros del pasado en un frenesí de cambios insensatos, seguramente bien intencionado, pero que beneficiarían inevitablemente a la minoría por un tiempo, a costa de la mayoría y de destruir nuestra economía.

Pido encarecidamente a todos los votantes que suelen apoyar al Partido Liberal que presten mucha atención a lo que el señor Serracold tiene que decir, y que consideren, aunque les pese, si realmente pueden secundarle, y si lo hacen, que tengan en cuenta el camino de destrucción por el que nos están llevando.

La reforma social es el ideal de todo hombre honrado, pero debe hacerse con prudencia y sabiduría, y a un ritmo que podamos asimilarla dentro de la estructura de nuestra sociedad. Si se hace apresuradamente, respondiendo a la falta de moderación de un hombre que carece de experiencia y al parecer de todo sentido práctico, será a costa de la miseria de la vasta mayoría de nuestro pueblo, que se merece de nosotros algo mejor.

Le escribe con profunda tristeza,

ROLAND KlNGSLEY,

general de división retirado


Pitt dejó que el té se enfriara, mirando fijamente la página impresa que tenía ante sí. Aquel era el primer golpe franco contra Serracold, y era fuerte y contundente. Le perjudicaría.

¿Se trataba del Círculo Interior, que se estaba movilizando e iniciaba la verdadera batalla?

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