Capítulo 11

La brisa que llegaba de las ciénagas apenas agitaba las hojas del manzano que había en el jardín de la casa de campo, y el silencio y la oscuridad eran completos. Debería haber sido una noche perfecta para dormir profunda y tranquilamente. Pero Charlotte estaba despierta en la cama, consciente de su soledad, aguzando el oído como si esperara oír algún ruido, unos pasos en alguna parte, el sonido de una piedra suelta al ser pisada en el sendero más allá de la verja, tal vez unas ruedas o, lo que era más probable, unos cascos de caballo golpeando repentinamente una superficie dura.

Cuando por fin lo oyó, la realidad se impuso y recorrió todo su ser como una llamarada. Apartó las sábanas y, tambaleándose, dio los tres pasos escasos que la separaban de la ventana y miró afuera. A la luz de las farolas no se veían más que sombras de distinta intensidad. Podría haber habido alguien y ella no lo habría visto.

Se quedó allí hasta que le escocieron los ojos, pero no advirtió ningún movimiento; solo otro ruido ligero, apenas un susurro. ¿Un zorro? ¿Un gato callejero o una rapaz nocturna? El día anterior había visto una lechuza al atardecer.

Volvió con sigilo a la cama, pero siguió desvelada, esperando.


* * * * *

A Emily también le costaba dormirse, pero era la culpabilidad lo que le inquietaba, y una decisión que no quería tomar pero que sabía ineludible. Entre todas las posibilidades que había barajado para explicar el temor que atormentaba a Rose, nunca había incluido la demencia. Había pensado en la posibilidad de un desafortunado idilio antes que conociera a Aubrey, o incluso después, la existencia de un hijo perdido o la muerte de algún miembro de su familia con quien había discutido y al que ya no podía pedir perdón. Ni una sola vez había imaginado algo tan terrible como la demencia.

No podía comprometerse a decírselo a Pitt, y sin embargo, en su fuero interno sabía que debía hacerlo; sencillamente aún no estaba preparada para admitirlo. Quería creer que todavía había una manera de proteger a Rose… ¿de qué? ¿De la injusticia? ¿De las críticas basadas únicamente en unos cuantos hechos? ¿De la verdad?

Le dio vueltas a la idea de ir a ver a Pitt a la mañana siguiente, una hora después del desayuno, cuando hubiera tenido tiempo para recobrarse y pensar exactamente qué iba a decir y cómo expresarlo.

Pero la sinceridad le obligaba a reconocer que si esperaba tanto lo más seguro era que Pitt ya hubiese salido, y si se planteaba hacerlo era solo para decirse a sí misma que lo había intentado, cuando en realidad habría ido sabiendo que era demasiado tarde.

De modo que se levantó a las seis, cuando su criada le trajo la taza de té caliente que le había pedido, que le dio fuerzas para enfrentarse a un nuevo día. Se vistió y salió de casa a las siete y media. Una vez que alguien ha tomado la decisión de hacer algo que sabe que será difícil y desagradable, es mejor hacerlo inmediatamente, antes de pensar demasiado en ello y angustiarse por lo que puede salir mal.

Pitt se sorprendió al verla. Se quedó en el umbral de Keppel Street en mangas de camisa y sin zapatos, y tan despeinado como siempre.

– ¡Emily! -Su preocupación fue inmediata-. ¿Ha pasado algo? ¿Estás bien?

– Sí, ha pasado algo -respondió ella-. Y no estoy segura de si luego voy a estar bien o no.

Pitt se hizo a un lado invitándola a pasar y la siguió hasta la cocina. Emily se sentó en una de las sillas de respaldo duro y tan solo se permitió echar una rápida ojeada al entorno conocido, tan sutilmente diferente sin Charlotte ni Gracie. Daba la impresión de haber estado desocupada, como si allí solo se hiciera lo indispensable y no se hornearan bizcochos ni se guisara, y en los hilos de tender extendidos junto al techo colgaban demasiadas pocas prendas. Solo Archie y Angus, estirándose despiertos frente al fogón, parecían encontrarse totalmente a gusto.

– ¿Té? -preguntó Pitt, señalando la tetera de la mesa y el hervidor de agua que silbaba débilmente en el fuego-. ¿Tostadas?

– No, gracias -respondió declinando el ofrecimiento.

Pitt se sentó, olvidándose de su taza a medio beber.

– ¿De qué se trata?

Era demasiado tarde para cambiar de opinión… Bueno, casi. Todavía estaba a tiempo de decir otra cosa. Él la miraba, esperando. Tal vez él se lo sonsacara, tanto si ella quería como si no. Si titubeaba demasiado lo haría, librándola así del sentimiento de culpabilidad.

Sin embargo, eso sería como mentirse a sí misma. Estaba allí. «¡Actúa al menos con un poco de integridad!» -Arqueó las cejas y le miró fijamente.

– Anoche vi a Rose Serracold y hablé con ella como si estuviéramos solas. Es algo que a veces pasa en las grandes fiestas: te encuentras como en una isla en medio del ruido, de modo que nadie te oye. La acosé para que me dijera por qué fue a ver a Maude Lamont. -Se interrumpió, recordando cómo había acorralado a Rose en un rincón emocional. «Acosar» era la palabra adecuada.

Pitt esperó sin apremiarla.

– Teme que su padre muriera loco. -Emily se detuvo bruscamente al ver el asombro de Pitt, que al instante se transformó en horror-. Le aterra la idea de haber heredado la misma enfermedad -continuó en voz baja, como si al susurrarlo pudiera aliviar el dolor-. Quería preguntar al espíritu de su madre si era cierto, si estaba realmente loco. Pero no tuvo oportunidad. Maude Lamont murió demasiado pronto.

– Entiendo. -Pitt permaneció sentado inmóvil, mirándola fijamente-. Podemos hablar con el general Kingsley para que confirme al menos que no se había puesto en contacto con su madre cuando se marchó.

Emily se sobresaltó.

– ¿Crees que ella podría haber vuelto después para tener una sesión de espiritismo privada?

– Alguien volvió o se quedó atrás, por la razón que sea -señaló él.

– ¡No fue Rose! -exclamó ella con más convicción de la que sentía-. ¡La quería viva! -Se inclinó sobre la mesa-. Sigue tan asustada que no puede controlarse, Thomas. ¡Aún no lo sabe! Quiere localizar a otra médium para seguir preguntando.

El hervidor de agua silbo con más insistencia en el fogón y él no se inmutó.

– O Maude Lamont le dijo algo que ella se resiste a creer -dijo con suavidad-. Y teme que alguien lo descubra.

Emily lo miró, deseando que no la entendiera tan bien, que no le leyera los pensamientos que se agolpaban en su cabeza y que preferiría mantener ocultos. Y sin embargo, si pudiera embaucarlo tampoco se sentiría aliviada. Siempre había creído que su don de gentes era su mayor virtud. Era capaz de cautivar y engatusar a la gente, y a menudo lograba que las personas hicieran lo que ella quería sin que se dieran cuenta siquiera de que lo que abrazaban con tanto entusiasmo en realidad había sido idea de ella.

El uso de aquel don la dejaba extrañamente insatisfecha. Cada vez era más consciente de ello. No quería ver más de lo que veía Jack, ni ser más fuerte o más lista que él. El hecho de llevar ventaja hacía que se sintiera muy sola. Uno tenía que aceptar a veces la carga; formaba parte del amor y de la responsabilidad, aunque solo a veces, no siempre. Y era una satisfacción simplemente porque era lo correcto y lo justo, un acto de generosidad, no porque proporcionara algún alivio.

Así pues, aunque le molestaba que Pitt la presionara para que le dijera más de lo que quería decir, también se sintió aliviada al ver que no podía engatusarlo respondiendo a medias. Necesitaba que él fuera más listo que ella, porque ella no era capaz de ayudar a Rose ni estaba segura de cómo ayudarla. Tal vez solo empeorara las cosas. Se daba cuenta de que no estaba totalmente convencida de que Rose no se hallase al borde de la locura; invadida por el pánico, podía haber creído que Maude Lamont conocía su secreto y que la ponía en peligro a ella y luego a Aubrey. Recordó lo rápidamente que Rose se había vuelto contra ella cuando había tenido miedo. La amistad se había desvanecido como el agua que se arroja sobre la superficie caliente de la plancha y se evapora ante los ojos.

– Me juró que ella no la mató -dijo en alto.

– Y te gustaría creerla. -Pitt dejó de reflexionar. Se levantó y se acercó al fogón para apartar el hervidor del fuego. Luego se volvió hacia ella-. Espero que tengas razón. Pero alguien lo hizo. A mí tampoco me gustaría que fuera el general Kingsley.

– La persona anónima -concluyó Emily-. Todavía no sabes quién es… ¿verdad?

– No.

Emily miró a Pitt. Había dolor y hermetismo en la mirada de aquel hombre. Él no mentía -a ella no le constaba que lo hubiera hecho alguna vez-, pero había un mundo de sentimientos y hechos que no estaba dispuesto a compartir con ella.

– Gracias, Emily -dijo él, volviendo a la mesa-. ¿Te dijo si alguien más estaba enterado de ese miedo? ¿Lo sabe Aubrey?

– No. -Ella estaba totalmente convencida-. Aubrey no lo sabe, y si estás pensando que Maude Lamont le hizo chantaje, creo que te equivocas. -Mientras decía aquello se sintió sacudido repentinamente por la ansiedad, y fue consciente de que no era más que una verdad a medias. ¿Lo había advertido Pitt en su cara?

Él se encogió ligeramente de hombros.

– Tal vez Maude Lamont aún no lo sabía -dijo secamente-. Tal vez alguien ha salvado a Rose por los pelos.

– ¡Aubrey no lo sabe, Thomas! ¡Seguro!

– Probablemente no.

La acompañó a la puerta principal, cogiendo su americana por el camino, y una vez fuera aceptó el ofrecimiento que ella le hizo de llevarlo en su coche hasta Oxford Street, donde ella siguió hacia el oeste para volver a su casa. Él se dirigió al sur, hacia los archivos de la Oficina de Guerra para averiguar qué había obligado al general Kingsley a atacar al partido político en cuyos valores siempre había creído. Seguramente estaba relacionado de algún modo con la muerte de su hijo, o con algún hecho que había ocurrido poco después de ella.

Llevaba allí más de una hora, leyendo expediente tras expediente, cuando se dio cuenta de que seguía sin saber nada de aquel hombre, aparte de un torrente de palabras formales e impersonales. Era como ver el esqueleto de un hombre y tratar de imaginar el aspecto de su cara, su voz, su risa y el modo en que se movía. Allí no había nada. Y si lo había habido, había sido ocultado. Podía pasarse el día leyendo, pero no averiguaría nada.

Copió los nombres de casi todos los demás oficiales y hombres que habían estado en Mfolozi para averiguar si alguno de ellos vivía en Londres y estaba tal vez dispuesto a decirle algo más. Luego dio las gracias al encargado y se marchó.

Ya había dado al cochero la dirección del primer hombre de la lista cuando cambió de parecer y le dio la de lady Vespasia Cumming-Gould. Tal vez era una impertinencia irla a ver sin que ella le hubiera invitado, pero nunca había visto que se negase a ayudar en alguna causa en la que creyera. Y después de Whitechapel -donde habían compartido no solo la lucha propiamente dicha, sino una profunda emoción, una sensación de miedo y de pérdida, y una victoria obtenida a un precio terrible-, entre ambos se había creado un vínculo que no se asemejaba a ningún otro.

Se presentó, por tanto, con confianza en su casa y dijo a la criada que le abrió la puerta que necesitaba hablar con lady Vespasia de un asunto de cierta urgencia. Esperaría el tiempo que fuera necesario hasta que ella considerase oportuno recibirle.

Le dejaron solo en el salón de las mañanas, pero la espera acabó durado solo unos minutos, y luego le condujeron a la sala de estar que daba al jardín, y que siempre parecía llena de tranquilidad y de una luz débil, independientemente de la estación en que se encontrasen o del tiempo que hiciese.

El atuendo de Vespasia era de un tono rosa tan sutil que ni siquiera era rosa, y llevaba las perlas que siempre lucía alrededor del cuello. Le saludó con una sonrisa y le tendió una mano de forma muy delicada, no para estrechar la suya sino como un gesto para invitarle a pasar.

– Buenos días, Thomas. Qué alegría verte. -Escudriñó su rostro-. En cierto modo me imaginaba que vendrías desde que vino a verme Emily. O tal vez sería más exacto decir que en cierto modo lo esperaba. Voisey se va a presentar al Parlamento. -No podía pronunciar siquiera su nombre sin que su voz se viera empañada por la emoción. Debía de recordar a Mario Corena y los sacrificios que había costado derrotar a Voisey.

– Sí, lo sé -murmuró él. Le abría gustado callarse aquella información, pero ella nunca había eludido nada en toda su vida y protegerla ahora sería sin duda un gran insulto-. Por eso estoy aquí, en Londres, en lugar de con Charlotte en el campo.

– Me alegro de que esté fuera. -Vespasia tenía un rostro inexpresivo-. Pero ¿qué crees que puedes hacer, Thomas? No sé mucho de Víctor Naraway. He preguntado por ahí, pero las personas con las que he hablado también saben poco o no están dispuesta a decirme nada. -Le miró con firmeza-. Ten cuidado y no confíes en él más de lo prudente. No des por sentado que se preocupa por ti o que te es leal, como lo era el capitán Cornwallis. Él no es un hombre franco…

– ¿Lo sabes? -preguntó Pitt, interrumpiéndola intencionadamente.

Ella esbozó una sonrisa casi imperceptible sin apenas mover los labios.

– Mi querido Thomas, la Brigada Especial fue concebida y creada para atrapar a anarquistas, terroristas y toda clase de hombres, y supongo que a unas cuantas mujeres, que traman en secreto derrocar nuestro gobierno. Algunos de ellos se proponen sustituirlo por otro de su elección, y otros sencillamente quieren destruirlo sin plantearse en lo más mínimo qué vendrá a continuación. Algunos, por supuesto, tiene lealtades con otros países. ¿Puedes imaginarte a John Cornwallis organizando un ejército para detenerlos antes de que lo consigan?

– No -admitió Pitt con un suspiro-. Es un hombre valiente y totalmente honrado. Esperaría a verles el blanco de los ojos antes de disparar.

– Los invitaría a rendirse -le corrigió ella-. La Brigada Especial necesita a un hombre taimado, sutil y con mucha imaginación, un hombre que se mueva entre las sombras y no se deje ver en público. No lo olvides.

Pitt tenía frío incluso al sol.

– Creo que el general Kingsley estaba siendo chantajeado por Maude Lamont… Al menos parece que era ella.

– ¿A cambio de dinero? -Vespasia estaba sorprendida.

– Puede, pero creo que lo más probable es que lo hiciera para atacar a Aubrey Serracold en los periódicos, advirtiendo su inexperiencia y lo probable que era que reaccionara mal y se perjudicase aún más a sí mismo.

– Dios mío. -Ella sacudió la cabeza muy ligeramente.

– Le mató uno de ellos -continuó él-. Rose Serracold, el general Kingsley o el hombre anotado en su agenda con un cartucho, un pequeño dibujo parecido a una efe al revés con un semicírculo encima.

– Muy curioso. ¿Y tienes alguna idea de quién podría ser?

– El superintendente Wetron cree que es un anciano profesor de teología que vive en Teddington.

Vespasia abrió mucho los ojos.

– ¿Por qué? Parece algo muy perverso para un hombre religioso. ¿Pretendía desenmascararla y demostrar que era una impostora?

– No lo sé. Pero… -Pitt vaciló, sin saber muy bien cómo explicar sus sentimientos o sus actos-. No creo realmente que fuera él, pero no estoy seguro. Su mujer se murió hace poco y está profundamente afectado. Se opone firmemente a los médiums. Cree que encarnan el mal y son contrarios a los mandamientos de Dios.

– ¿Y tienes miedo de que a ese hombre, trastornado por el dolor, se le metiera en la cabeza acabar para siempre con esa médium? -concluyó ella-. Querido Thomas, tienes demasiado buen corazón para tu trabajo. A veces los hombres más bondadosos pueden cometer los errores más terribles y causar una desgracia indescriptible mientras se vuelcan en la obra de Dios. No todos los inquisidores de España fueron hombres crueles y de miras estrechas, ¿sabes? Algunos creían sinceramente que estaban salvando las almas de quienes estaban a su cargo. Si supieran la opinión que nos merecen ahora, se quedarían perplejos. -Sacudió la cabeza-. A veces vemos el mundo de forma tan distinta que uno juraría que no estamos hablando de la misma existencia. ¿Alguna vez has interrogado a media docena de testigos sobre un mismo suceso ocurrido en la calle, o les has pedido que le describan a una persona, y has recibido otras tantas respuestas que, aunque totalmente sinceras, se contradicen y anulan unas a otras?

– Sí. Pero sigo sin creer que sea culpable de haber matado a Maude Lamont.

– No quieres creerlo. ¿Qué puedo hacer por ti aparte de escuchar?

– Debo descubrir quién mató a Maude Lamont, aunque en realidad es tarea de Tellman, porque la gente a la que ella hacía chantaje forma parte de un plan para desacreditar a Serracold…

La mirada de Vespasia se llenó de tristeza y cólera.

– Ya lo han conseguido, con la ayuda de ese pobre hombre. Vas a necesitar un milagro para salvarle ahora. -Y a continuación se animó-. A menos, por supuesto, que puedas demostrar que Voisey ha tenido algo que ver con ello. Si hizo que la asesinaran… -Se interrumpió-. Creo que no tendremos tanta suerte. No sería tan necio. Por encima de todo es listo. ¡Pero seguro que está detrás del chantaje, solo depende de hasta qué punto! ¿Puedes demostrarlo?

Pitt se echó ligeramente hacia delante.

– Tal vez.

Vio los ojos brillantes de Vespasia y supo que de nuevo estaba pensando en Mario Corena. No podía llorar. Ya había derramado todas las lágrimas por él, primero en Roma en 1848 y luego en Londres hacía apenas unas semanas. Pero todavía sentía la pérdida en carne viva. Tal vez siempre la sentiría.

– Necesito saber por qué estaban chantajeando a Kingsley -continuó-. Creo que está relacionado con la muerte de su hijo. -Le explicó brevemente lo que había averiguado, primero sobre el mismo Kingsley y su participación en las guerras zulúes, y luego sobre la emboscada de Mfolozi, inmediatamente después del heroísmo mostrado en Rorke's Drift.

– Entiendo -dijo ella cuando él hubo terminado-. Cuesta seguir los pasos de un padre o un hermano que ha tenido éxito a los ojos del mundo, sobre todo en el terreno del coraje militar. Muchos jóvenes han echado a perder sus vidas antes de que se dijera que habían traicionado las esperanzas que se habían puesto en ellos. -Su voz denotaba cierta tristeza, y su mirada reflejaba unos vividos y dolorosos recuerdos. Tal vez pensaba en Crimea, Balaclava, el Alma, Rorke's Drift, Isandlhawana, la rebelión de los cipayos y sabía Dios cuántas otras guerras y pérdidas. Su recuerdo podría haberse extendido incluso hasta su niñez y Waterloo.

– ¿Tía Vespasia…?

Volvió al presente con un sobresalto.

– Por supuesto -asintió-. No me resultaría difícil enterarme por algún amigo de qué le pasó en realidad al joven Kingsley en Mfolozi, pero creo que no tiene mucha importancia, excepto para su padre. Sin duda, para chantajearle planteó la posibilidad de que hubiera muerto como un cobarde. No tenía por qué ser la verdad. Los malos no son los únicos que huyen cuando nadie les persigue, también lo hacen las personas vulnerables, las que se preocupan por más cosas de las que son capaces de afrontar y tienen heridas abiertas que no pueden proteger.

Pitt pensó en los hombros hundidos de Kingsley y en las arrugas de su cara demacrada. Hacía falta un sadismo muy peculiar para torturar de aquel modo a un hombre en beneficio propio. Por un momento odió a Voisey con una pasión que habría estallado en violencia física de haberle tenido delante.

– Claro que el incidente de su muerte podría ser tan confuso que resulte imposible discernir entre la verdad y la mentira -continuó Vespasia-. Pero haré todo lo posible por averiguarlo, y si descubro algo que pueda ayudar a tranquilizarle, informaré de ello al general Kingsley.

– Gracias.

– Aunque no nos servirá de mucho a la hora de relacionar el chantaje con Voisey -continuó ella, con un deje de cólera en la voz-. ¿Qué esperanzas tienes de descubrir la identidad de esa tercera persona? Supongo que sabes que es un hombre. Te has referido a él como alguien de sexo masculino.

– Sí, es un hombre de edad madura, pelo rubio o gris, y estatura y constitución medianas. Parece ser culto.

– Tu teólogo -dijo ella con tristeza-. Si acudió a una médium con la intención de demostrar que era una impostora y desenmascararla delante de sus clientes, a Voisey no le habría agradado demasiado. Creo que debemos suponer que quiere vengarse, tal vez presionándole mucho.

Era imposible rebatir aquellas palabras. Pitt recordó la mirada de Voisey cuando se habían cruzado en la Cámara de los Comunes. No olvidaba ni perdonaba nada. De nuevo se sorprendió sintiendo frío a pesar de estar sentado al sol.

Vespasia tenía el entrecejo fruncido.

– ¿Qué ocurre? -preguntó él.

Vio que había una sombra de preocupación en sus ojos de color gris plateado, y que no solo tenía el cuerpo erguido en la disciplinada postura adquirida durante décadas de autodominio, sino que sus hombros estaban rígidos por la tensión.

– He pensado mucho en ello, Thomas, y sigo sin entender por qué te han despedido por segunda vez de Bow Street.

– ¡Voisey! -exclamó él con una amargura que le sorprendió. Creía que podía controla su cólera, la violenta reacción que le provocaba semejante injusticia, pero en ese momento se sintió de nuevo azotado por una ola que le ahogaba.

– No -dijo ella, casi sin aliento-. Por mucho que te odie, Thomas, nunca hará nada que vaya en contra de su propio interés. Esa es su mayor virtud. Su mente manda siempre sobre su corazón. -Miró fijamente al frente-. Y no le interesa tenerte en la Brigada Especial, que es a donde debió de suponer que volverías si te despedían de nuevo de Bow Street. Para la policía, a menos que él cometa un crimen, sus asuntos quedan fuera de tu jurisdicción. Si te metes con él, puede acusarte de acoso y hacer que te encierren. En cambio, en la Brigada Especial tus obligaciones son mucho menos concretas. La Brigada Especial es secreta, no responde ante el público. -Se volvió hacia él-. Mantén siempre a tus enemigos donde puedas verlos. Voisey no es tan estúpido como para haberlo olvidado.

– Entonces ¿por qué lo harías? -preguntó Pitt, confundido por la lógica de ella.

– Tal vez no fuese Voisey -dijo Vespasia con mucha cautela.

– Entonces ¿quién? -preguntó él-. ¿Quién, aparte del Círculo Interior, tendría poder para actuar a espaldas de la reina deshaciendo lo que ella ha hecho? -Era una idea oscura y aterradora. No sabía de nadie a quien hubiera ofendido, ni de otras sociedades secretas con tentáculos que alcanzaran el corazón del gobierno.

– Thomas, ¿has pensado detenidamente en el efecto que ha tenido en el Círculo Interior la concesión del título de sir a Voisey, y la razón de ello? -preguntó Vespasia.

– Yo esperaba que acabara con su liderazgo -respondió él con sinceridad. Trató de contener la ira y la bilis que le generaba su decepción-. Me duele que no lo haya hecho.

– No hay muchos idealistas entre ellos -respondió Vespasia con tristeza-. Pero ¿te has parado a pensar en que podría haber supuesto una fractura del poder en el seno del Círculo? ¿Que podría haber surgido un líder rival que se hubiera llevado consigo una parte suficiente del viejo Círculo para formar uno nuevo?

Pitt no había pensado en ello, y a medida que la idea tomaba forma en su mente, vislumbró toda clase de posibilidades, peligrosas para Inglaterra pero también sumamente peligrosas para el mismo Voisey. Sabría quién era su rival, pero ¿estaría alguna vez seguro de la lealtad que podía esperar de los demás?

Vespasia leyó sus pensamientos al observar el rostro de Pitt.

– No cantes victoria aún -le advirtió ella-. Si estoy en lo cierto, se trata de un rival muy poderoso que no siente por ti más aprecio que por Voisey. No siempre se cumple eso de que «los enemigos de mis enemigos son mis amigos». ¿No es posible que fuera él quien te sacó de Bow Street, porque cree que en la Brigada Especial serás una espina clavada para Voisey, y que posiblemente con el tiempo hasta destruyas a Voisey por él? ¿O bien porque le interesa más tener al superintendente Wetron al mando de Bow Street que a ti?

– ¿Wetron en el Círculo Interior?

– ¿Por qué no?

No había ningún motivo para ello. Cuánto más pensaba en aquella cuestión, más se aclaraba el panorama a los ojos de Pitt. Sentía emoción, el pulso acelerado ante la idea de peligro, pero también miedo. Cuando dos hombres poderosos luchaban abiertamente, dejaban tras de sí una estela repleta de víctimas.

Pitt seguía considerando las implicaciones de aquel asunto cuando apareció en la puerta la criada con expresión alarmada.

– ¿Sí?

– Señora, hay un tal señor Narraway que quiere ver al señor Pitt. Ha dicho que esperaría, pero que debía interrumpirles. -No se disculpó con palabras, pero sí empleando los gestos y la voz.

– ¿De veras? -Vespasia se irguió en su silla-. Entonces será mejor que le hagas pasar.

– Sí, señora. -Hizo una leve inclinación y se retiró, obediente.

Pitt miro a Vespasia a los ojos. Cientos de ideas se cruzaron entre ambos, todas silenciosas y marcadas por el miedo.

Narraway apareció un momento después. Tenía el rostro sombrío por la consternación y la derrota. Aun estando erguido, la cabeza le pesaba sobre los hombros.

Pitt se levantó muy despacio y vio que le temblaban las piernas. En su cabeza se agolpaban pensamientos terribles. El más funesto y persistente de todos, capaz de desplazar al resto, era que le había ocurrido algo a Charlotte. Tenía los labios secos, y cuando trató de hablar no le salió la voz.

– Buenos días, señor Narraway -dijo Vespasia con frialdad-. Le ruego que se siente y nos diga qué le ha hecho venir personalmente a mi casa para hablar con Thomas.

El siguió de pie.

– Lo siento, lady Vespasia -dijo él en voz muy baja y sin apenas mirarla, antes de volverse hacia Pitt-. Han encontrado a Francis Wray muerto esta mañana.

Por un momento Pitt no entendió lo que aquello significaba. Estaba mareado, todo giraba a su alrededor. No tenía nada que ver con Charlotte. Ella estaba a salvo. ¡Todo iba bien! Sus temores no se habían hecho realidad. Casi temió echarse a reír de pura histeria a causa del alivio. Tuvo que hacer un gran esfuerzo por dominarse.

– Lo siento -dijo. Y efectivamente lo sentía, al menos en parte. Wray le había caído bien. Pero teniendo en cuenta lo sumido que estaba en su dolor, la muerte tal vez no era tan terrible; solo una forma de reencuentro.

La expresión de Narraway permaneció imperturbable, a excepción del músculo que se movió ligeramente cerca de su boca.

– Por lo visto ha sido un suicidio -dijo con esperanza-. Anoche ingirió veneno, y su criada lo ha encontrado esta mañana.

– ¡Suicidio! -Pitt estaba horrorizado. Se negaba a creerlo. No podía imaginar a Wray haciendo algo que consideraba totalmente contrario a la voluntad de Dios, en quien tenía puesta toda su confianza: el único camino para reencontrarse con sus seres queridos-. ¡No… tiene que haber otra explicación! -protestó con voz áspera y fuerte.

Narraway parecía impaciente, como si una temible cólera se ocultara detrás de su aparente dominio de sí mismo.

– Dejó una nota -dijo con amargura-. Un poema de Matthew Arnold. -Y sin esperar, lo citó de memoria:


¡Acuéstate sigiloso en tu angosto lecho y que no te diga nada más!

¡ Vana es tu arremetida! Todo se mantiene firme.

Tú mismo te desmoronarás por fin.

¡Que cese la larga contienda!

Las ocas son cisnes, los cisnes son ocas.

¡Que se haga su voluntad!

Los que están cansados, mejor que no se muevan.


Narraway no apartó la mirada de Pitt.

– Se parece bastante a lo que la mayoría de la gente entiende por una nota de suicidio -murmuró-. Y la hermana de Voisey, Octavia Cavendish, que era amiga de Wray desde hacía tiempo, fue a verlo justo cuando usted se marchaba ayer por la tarde. Lo encontró algo agitado. En su opinión había estado llorando. Usted se había dedicado a hacer preguntas sobre él por el pueblo.

¡Octavia Cavendish era hermana de Voisey! Pitt notó cómo se quedaba lívido.

– ¡Había estado llorando por su mujer! -protestó, pero percibió una nota de desesperación en su voz. Pese a que decía la verdad, sonaba como una excusa.

Narraway asintió muy despacio, con los labios apretados en una fina línea.

– Es la venganza de Voisey -susurró Vespasia-. No le ha importado sacrificar a un anciano para acusar a Thomas de haberlo empujado a quitarse la vida.

– No lo hice… -empezó a decir Pitt, pero al ver la mirada de ella se interrumpió. Era Wetron quien le había dado el nombre de Wray y había sugerido que era el hombre que se escondía detrás del cartucho. Y según Teüman, era Wetron quien había insistido en que Pitt reanudara su primer interrogatorio, o enviaría a sus hombres, sabiendo sin duda que Pitt iría antes de permitirlo. ¿Estaba con Voisey o contra él? ¿O ambas cosas según le conviniera?

Vespasia se volvió hacia Narraway.

– ¿Qué va a hacer? -preguntó, como si fuera inconcebible que no hiciera nada.

Narraway parecía derrotado.

– Tiene toda la razón, señora. Es la forma de vengarse de Voisey, y es perfecta. Los periódicos crucificarán a Pitt. Francis Wray era un hombre muy venerado e incluso querido por todos los que le conocían. Había sufrido muchos reveses del destino con coraje y dignidad: primero la pérdida de sus hijos y luego la de su mujer. Alguien ya ha dicho a la prensa que Pitt sospechaba que había ido a ver a Maude Lamont y luego la había asesinado.

– ¡No es cierto! -exclamó Pitt desesperado.

– ¡Eso no viene al caso! -exclamó Narraway, rechazando su queja-. Usted estaba tratando de averiguar si era Cartucho, y Cartucho está entre los sospechosos. Se preocupa por la profundidad del agua en la que se acabará ahogando. Es lo bastante profunda. ¿Qué más da si son dos, treinta o cien brazas?

– Tomamos en té -dijo Pitt, prácticamente para sí-. Con confitura de ciruela. No le quedaba mucha. Fue un gesto de amistad que la compartiera conmigo. Hablamos del amor y de la pérdida de un ser querido. Por eso se echó a llorar.

– Dudo que sea eso lo que diga la señora Cavendish -replicó Narraway-. Y él no era Cartucho. Ha aparecido alguien que asegura que sabe exactamente dónde estuvo Wray la noche de la última sesión de espiritismo de Maude Lamont. Cenó tarde con el párroco del pueblo y su mujer.

– Creo que ya se lo he preguntado, señor Narraway. ¿Qué se propone hacer al respecto? -preguntó Vespasia con tono más áspero.

Narraway se volvió hacia ella.

– No hay nada que yo pueda hacer, lady Vespasia. Los periódicos dirán lo que quieran, y no tengo poder sobre ellos. Creen que un anciano inocente y desconsolado ha sido empujado al suicidio por un policía que pone excesivo celo en su trabajo. Hay considerables pruebas en ese sentido, y no puedo demostrar que sean falsas, aunque crea que lo son. -En su voz no había la menor convicción; solo una profunda desesperación. Miró a Pitt-. Espero que pueda seguir con su trabajo, aunque ahora parece inevitable que Voisey acabe ganando. Si necesita que le ayude alguien más aparte de Tellman, dígamelo. -Se interrumpió con aire desgraciado-. Lo siento, Pitt. Nadie que se cruza con el Círculo Interior consigue ganar por mucho tiempo… al menos aún no. -Se encaminó hacia la puerta-. Buenos días, lady Vespasia.

Perdone la intromisión. -Y salió con tanta rapidez como había entrado.

Pitt estaba perplejo. En menos de un cuarto de hora su mundo se había venido abajo. Charlotte y los niños estaban bien; Voisey no tenía ni idea de dónde estaban, ¡pero posiblemente en ningún momento había querido averiguarlo! Su venganza era más sutil y adecuada que la simple violencia. Pitt le había desacreditado a los ojos de los republicanos. Y a cambio, él le había desacreditado a los ojos de la gente para la que trabajaba y que tan buen concepto tenía de él.

– Valor, querido -dijo Vespasia con suavidad, pero se le quebró la voz-. Creo que va a ser muy difícil, pero no tiraremos la toalla. No permitiremos que triunfe el mal sin luchar con todas nuestras fuerzas para combatirlo.

Pitt la miró. Parecía más frágil que de costumbre, con la espalda rígida, los delgados hombros cuadrados y los ojos arrasados por las lágrimas. No podía defraudarla.

– No, por supuesto que no -reconoció, aunque no tenía la menor idea de por dónde empezar ni cómo hacerlo.

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