Capítulo 8

El obispo Underhill no pasaba mucho tiempo hablando personalmente con sus feligreses. Cuando lo hacía era fundamentalmente en ocasiones formales: bodas, confirmaciones, algún que otro bautizo. Sin embargo, una de las obligaciones de su cargo consistía en estar disponible para aconsejar a los clérigos de su diócesis, y cuando tenían alguna carga espiritual, era razonable que acudieran a él en busca de ayuda y consuelo.

Isadora estaba acostumbrada a ver a hombres angustiados de todas las edades, desde coadjutores abrumados por sus responsabilidades o sus ambiciones de adquirir más, hasta clérigos de alto rango que a veces creían que no iban a dar abasto a la hora de atender a sus feligreses y ocuparse de las tareas administrativas.

A los que más temía ella era a los desconsolados, los que habían perdido a una esposa o un hijo y acudían en busca de un mayor consuelo y fortaleza en su fe que los que podían ofrecerles sus rituales diarios. Podían apoyar a otras personas, pero a veces les abrumaba su propia aflicción.

Aquel día era el pastor Arthur Patterson, que había perdido a su hija en el parto. Era un hombre entrado en años y de cuerpo enjuto, y permanecía sentado en el gabinete del obispo con la cabeza inclinada y la cara medio oculta entre las manos.

Isadora apareció con la bandeja de té y la dejó en la mesa pequeña. No se dirigió a ninguno de los dos hombres; se limitó a llenar las dos tazas en silencio. Conocía a Patterson lo suficientemente bien para no tener la necesidad de preguntarle si quería leche o azúcar.

– Creí que lo entendería -dijo Patterson desesperado-. ¡He sido pastor de la Iglesia durante casi cuarenta años! Sabe Dios a cuánta gente he ofrecido consuelo cuando ha perdido a alguien, y ahora todas esas palabras que he dicho con tanta dedicación no significan nada para mí. -Miró al obispo-. ¿Por qué? ¿Por qué no las creo cuando me las digo a mí mismo?

Isadora esperaba que el obispo respondiera que todo se debía a la conmoción, la indignación ante el dolor, y que debía darse tiempo para curarse. Hasta la muerte que es esperada constituye algo inmenso y extraño que requiere coraje para hacerle frente, tanto en el caso de un hombre dedicado al servicio de Dios como en el de cualquier otro. La fe no es una certeza, y el hecho de creer no hace que el dolor desaparezca.

El obispo parecía buscar las palabras adecuadas. Tomó aire y lo expulsó en un suspiro.

– Querido amigo, todos experimentaremos grandes pruebas de fe a lo largo de nuestras vidas. Estoy seguro de que en estos momentos sabrá estar a la altura con su habitual fortaleza. Usted es un hombre bueno, no le quepa la menor duda.

Patterson levantó la vista hacia él; el sufrimiento resultaba tan patente en su cara que parecía como si no hubiera reparado en la presencia de Isadora.

– Si soy un hombre bueno, ¿por qué me ha pasado esto a mí? -suplicó-. ¿Y por qué no siento nada más que confusión y dolor? ¿Por qué no veo la mano de Dios ni un susurro de lo divino por ninguna parte?

– Lo divino es un misterio infinito -respondió el obispo, mirando fijamente más allá de la cabeza de Patterson, en dirección a la pared del fondo, con una expresión de intensa preocupación. Parecía como si no viera más consuelo que el que veía el mismo Patterson-. Está fuera de nuestro alcance. Tal vez no estamos hechos para comprenderlo.

La angustia deformó las facciones de Patterson, e Isadora, que procuraba no moverse por miedo a hacerse notar, creyó que el hombre estaba a punto de gritar de frustración, ante la imposibilidad de encontrar respuestas a su alcance.

– ¡No tiene ningún sentido! -gritó, con voz estrangulada-. Estaba viva, totalmente viva, con la niña en sus entrañas. Resplandecía de alegría a medida que se acercaba la hora… y de pronto no hubo más que sufrimiento y muerte. ¿Cómo pudo ser? ¿Cómo? ¡No tiene sentido! Es cruel y desproporcionado, y estúpido, como si el universo no tuviera sentido. -Rompió a llorar-. ¿Por qué me he pasado la vida diciendo a la gente que hay un Dios justo que nos ama, que todo forma parte de un plan perfecto que algún día veremos realizado? Y cuando yo mismo necesito convencerme de ello… no encuentro más que oscuridad… y silencio. ¿Por qué? -Su voz adquirió un tono más apremiante y airado-. ¿Por qué? ¿Toda mi vida ha sido una farsa? Dígame.

El obispo vaciló, incómodo, cambiando el peso del cuerpo al otro pie.

– ¡Dígamelo! -gritó Patterson.

– Querido amigo… -balbuceó el obispo-. Querido… amigo, estamos viviendo tiempos oscuros… Todos pasamos por ellos, tiempos en que el mundo parece monstruoso. El miedo lo cubre todo como la noche, y el amanecer es… inimaginable…

Isadora no pudo soportar más.

– Señor Patterson, su sensación de pérdida es terrible, desde luego -dijo con tono apremiante-. Si de verdad ama a alguien, su muerte tiene que dolerle, pero más aún si es alguien joven. -Dio un paso al frente, sin atender a la expresión sorprendida del obispo-. Pero la pérdida forma parte de nuestra experiencia humana, tal como Dios ha querido que sea. El hecho de que nos duela hasta situarnos al límite de nuestra capacidad de aguante es la clave. Al final todo se reduce a una pregunta: ¿confía usted en Dios o no? Si es así, debe soportar el dolor hasta que lo haya superado. Si no, será mejor que se examine y empiece a preguntarse en qué cree exactamente. -Bajó ligeramente la voz-. Creo que descubrirá que sus experiencias personales le dicen que su fe está ahí… no todo el tiempo, pero sí la mayor parte de él. Y con eso basta.

Patterson la miró asombrado. La angustia disminuyó a medida que empezaba a considerar lo que ella había dicho.

El obispo se volvió hacia ella; la incredulidad redujo la tensión de su cara hasta que tuvo exactamente la misma expresión que cuando dormía, un misterioso vacío esperando a ser llenado con pensamientos.

– La verdad, Isadora… -empezó a decir, y luego volvió a interrumpirse. Saltaba a la vista que no sabía cómo lidiar con ella o con Patterson, pero por encima de ambos había una profunda emoción que superaba incluso su cólera o su embarazo. Su habitual complacencia se había desvanecido; Isadora estaba tan acostumbrada a la sutil confianza del obispo en su capacidad para responder a todas las cuestiones que su ausencia era como una herida en carne viva.

Se volvió hacia Patterson.

– La gente no muere porque sea buena o mala -dijo ella con firmeza-. Y desde luego no lo hace para castigar a otra persona. Esa idea es monstruosa y destruiría los conceptos del bien y del mal. Hay montones de razones, pero muchas de ellas se limitan sencillamente a la mala suerte. Lo único a lo que podemos aferrarnos en cualquier momento, es a la certeza de que Dios es dueño de un destino más amplio, y no necesitamos saber cuál es. De hecho, no lo entenderíamos si nos lo dijeran. Lo único que necesitamos es confiar en El.

Patterson parpadeó.

– Hace que parezca muy simple, señora Underhill.

– Es posible. -Ella sonrió con repentina tristeza ante la fuerza de las enseñanzas que había adquirido a partir de sus propias oraciones desatendidas, y la soledad que a veces era casi insoportable-. Pero no es lo mismo que decir que es fácil. Eso es lo que debería hacerse. No digo que yo pueda hacerlo mejor que usted o que cualquier otra persona.

– Es usted muy sabia, señora Underhill. -Patterson la miró con gravedad, tratando de descifrar en su rostro la experiencia que le había enseñado tales cosas.

Isadora se volvió. La experiencia en cuestión era demasiado delicada para compartirla con nadie, y si él intuía algo, traicionaría por entero a Reginald. Ninguna mujer que era feliz en su matrimonio sentía aquella desolación dentro de ella.

– Beba el té mientras todavía está caliente -aconsejó ella-. No resuelve los problemas, pero nos da fuerzas para intentarlo. -Y sin esperar una respuesta, salió de la habitación y cerró la puerta con sigilo detrás de ella.

Una vez en el pasillo, se apoderó de ella la sensación de haberse entrometido. En toda su vida de casada nunca había usurpado de aquel modo el papel de su marido. El suyo consistía en apoyar, ofrecer sostén y ser discreta y leal. Acababa de violar casi todas las reglas existentes. Le había hecho parecer totalmente inepto frente a uno de sus subordinados.

¡No! Eso era injusto. ¡Se había comportado como un inepto! ¡Ella no había sido la causante! Él había vacilado cuando debería haberse mostrado firme, lleno de serena confianza, un ancla para cuando Patterson se viera sacudido por las tempestades, al menos temporalmente, que escapaban a su control.

¿Por qué? ¿Qué diablos le pasaba a Reginald? ¿Por qué no había podido expresar con vehemencia y convicción que Dios nos amaba a todos (hombres, mujeres y niños), y que cuando algo nos resultaba incomprensible debíamos recurrir a la confianza? Ese es el significado de la fe. La mayoría de nosotros solo nos sentimos capaces de aferramos a la fe cuando tenemos o creemos tener todo lo que queremos. Pero la única forma de medir algo es poniéndolo a prueba.

Volvió a la cocina para hablar con la cocinera de la cena del día siguiente. Esa noche ella y el obispo iban a asistir a otra de esas recepciones políticas interminables. Sin embargo, solo faltaban unos días para las elecciones y entonces, al menos, ese tipo de cosas terminarían.

¿Qué tenía ante sí? Solo variaciones de lo mismo, prolongándose en una soledad infinita.

Se encontraba de nuevo en la sala de estar cuando oyó que Patterson se marchaba y supo que en unos minutos el obispo entraría para enfrentarse a ella por su intrusión. Esperó, preguntándose qué iba a decir. ¿Sería más sencillo a la larga limitarse a disculparse? Nada justificaba lo que había hecho. Le había desacreditado ofreciendo el consuelo que debería haber dado él.

Un cuarto de hora después seguía esperando, cuando él entró por fin en la habitación. Estaba pálido, y ella esperaba que el estallido de cólera se produjera en cualquier momento. Pero seguía negándose a entonar una disculpa.

– Pareces agotado -comentó, con menos compasión de la que sabía que debían sentir, lo cual hizo que se avergonzase sinceramente. Debería haberle importado. De hecho, él se desplomó en la silla como si realmente estuviera bastante enfermo-. ¿Qué te pasa en el hombro? -Trató de compensar su indiferencia al ver que hacía una mueca y se frotaba el brazo mientras cambiaba ligeramente de postura.

– Un poco de reumatismo -respondió-. Es muy doloroso. -Sonrió, con un gesto forzado que desapareció casi al instante-. Debes hablar con la cocinera. Últimamente la calidad de la comida está bajando. No he sufrido mayor indigestión en toda mi vida.

– ¿Tal vez un poco de leche y arrurruz? -sugirió Isadora.

– ¡No puedo vivir de leche y arrurruz el resto de mis días! -replicó él-. ¡Necesito que mi casa funcione como Dios manda y que se sirva comida comestible! Si prestaras atención a tus obligaciones en lugar de inmiscuirte en las mías, no tendríamos ese problema. Eres responsable de mi salud y deberías preocuparte por ella en lugar de intentar consolar a alguien como el pobre Patterson, que se desmorona ante las vicisitudes de la vida.

– La muerte -le corrigió ella.

– ¿Qué? -El obispo levantó una mano y la miró furioso. Estaba realmente pálido y tenía el labio superior cubierto de sudor.

– Es la muerte lo que le resulta imposible aceptar -señaló Isadora-. Era su hija. Debe de ser terrible perder a un hijo, aunque Dios sabe que les sucede a bastantes personas. -Ocultó el doloroso vacío que sentía en su interior ante la imposibilidad de que aquello llegase a ocurrirle a ella. Había lidiado con él hacía años; solo de vez en cuando volvía inesperadamente y la sorprendía.

– No era una niña -replicó él-. Tenía veintitrés años.

– Por el amor de Dios, Reginald, ¿qué demonios tiene que ver la edad con eso? -Cada vez le costaba más esfuerzo no perder los estribos-. De todos modos, no importa cuál sea la causa de su dolor. Nuestra tarea consiste en tratar de darle consuelo, o al menos asegurarle que cuenta con nuestro apoyo y que con el tiempo la fe eliminará su dolor. -Respiró hondo-. Incluso si ese momento no llega hasta la otra vida. Seguramente esa es una de las principales funciones de la Iglesia: brindar fuerzas frente a las pérdidas y congojas que el mundo no puede aliviar.

El se levantó de pronto, tosiendo y llevándose una mano al pecho.

– La tarea de la Iglesia, Isadora, consiste en mostrar el camino moral de modo que los que tenemos fe podamos alcanzar la… -Se interrumpió.

– Reginald, ¿estás enfermo? -preguntó ella, que comenzaba a creer que efectivamente lo estaba.

– ¡No, por supuesto que no estoy enfermo! -exclamó él furioso-. Solo estoy cansado y tengo indigestión… y un poco de reumatismo. ¡Te agradecería que dejaras las ventanas abiertas o cerradas, y no entreabiertas, que es lo que causa más corrientes de aire! -Su voz era áspera, e Isadora se sorprendió al percibir en ella lo que le pareció una nota de miedo. ¿Se debía al evidente fracaso en su intento por ayudar a Patterson? ¿Acaso temía que le descubrieran alguna debilidad, que vieran que no estaba a la altura?

Trató de recordar alguna otra ocasión en que le hubiese oído reconfortar a los desconsolados o a los moribundos. Seguramente se había mostrado más firme… Las palabras habían acudido a él con fluidez: citas de las Escrituras, sermones anteriores, palabras de los grandes hombres de la Iglesia. Tenía una voz bonita; era la única cualidad física que nunca había dejado de agradarle, incluso en esos momentos.

– ¿Estás seguro de que te sientes…? -No sabía a ciencia cierta lo que quería decir. ¿Iba a presionarle para escuchar una respuesta que no quería oír?

– ¿Qué? -preguntó él, volviéndose en el umbral-. ¿Enfermo? ¿Por qué lo preguntas? Ya te lo he dicho, es indigestión y un poco de agarrotamiento. ¿Por qué? ¿Crees que es otra cosa, algo más grave?

– No, por supuesto que no -se apresuró a responder ella-. Tienes toda la razón. Perdóname por haber armado tanto alboroto. Me ocuparé de que la cocinera tenga más cuidado con las especias y las pastas. Y con el pavo… El pavo es muy indigesto.

– ¡Hace años que no comemos pavo! -exclamó él indignado, y salió por la puerta.

– Lo comimos la semana pasada -dijo ella para sí-. En casa de los Randolph. ¡Y no te sentó bien!


* * * * *

Isadora se arregló con gran esmero para la recepción.

– ¿Es una ocasión especial, señora? -preguntó su doncella con interés y un poco de curiosidad, mientras le recogía el pelo en lo alto para que luciera el mechón blanco que tenía justo a la derecha del pico entre las entradas. Era asombroso y ella no trataba de esconderlo.

– No espero que sea especial -respondió Isadora, burlándose un poco de sí misma-. Pero me encantaría que pasara algo excepcional. Promete ser una velada indescriptiblemente aburrida.

Martha no sabía muy bien qué decir, pero captó perfectamente la idea. Isadora no era la primera señora para la que había trabajado que ocultaba una profunda inquietud tras una fachada de buena conducta.

– Sí, señora -dijo obediente, y siguió peinándola de un modo un poco más extremado y realmente favorecedor.

El obispo no hizo ningún comentario sobre el aspecto de su mujer: llevaba un exagerado peinado y un vestido verde océano con su corpiño ceñido de forma atrevida, que se cruzaba a muy baja altura sobre su pecho y estaba cubierto de exquisito encaje blanco, el mismo que se entreveía donde la falda tenía cortes y la seda caía recta hasta el suelo por delante, y en amplios pliegues por la espalda. La observó y volvió a apartar la mirada mientras la ayudaba a subir al carruaje y ordenaba al cochero que se pusiera en camino.

Ella permaneció sentada a su lado a la tenue luz y se preguntó cómo sería vestirse para un hombre que la mirara con deleite, que se recreara con el color y diseño de su vestido, que apreciara cómo le favorecía y, por encima de todo, que la encontrara muy hermosa. Había algo encantador en casi todas las mujeres, tal vez no fuera más que un instante de gracilidad o una inflexión de la voz, pero encontrar a alguien que lo apreciara debía de ser como desplegar las alas y sentir el sol en la cara.

El hecho de que él nunca hablara con ella de modo íntimo o con placer la consumía por dentro de tal modo que debía hacer un gran esfuerzo para mantener la cabeza alta, sonreír y caminar como si creyera en sí misma.

De nuevo se permitió fantasear. ¿ Le habría gustado a Cornwallis su vestido? Si se hubiera vestido para él, ¿se habría quedado al pie de la escalera y la habría visto bajar con una mirada de asombro, hasta con cierto respeto reverencial, al comprobar lo hermosa que podía estar una mujer y reparar en las sedas, los encajes y el perfume, todas las cosas con las que tan poco familiarizado estaba?

¡Basta! Debía controlar su imaginación. Se ruborizó ante sus propios pensamientos y se volvió deliberadamente hacia el obispo para decir algo, cualquier cosa que rompiera el hechizo de su fantasía.

Sin embargo, durante todo el trayecto él guardó un silencio muy poco propio de él, como si no fuera consciente de que ella estaba a su lado. Por lo general, hablaba de quién iba a asistir a la reunión, y enumeraba sus virtudes y defectos, y comentaba qué cabía esperar de ellos en términos de contribución al bienestar de la Iglesia en general, y de su diócesis en particular.

– ¿Qué crees que podemos hacer para ayudar al pobre señor Patterson? -preguntó Isadora por fin cuando casi habían llegado-. Parece que lo está pasando muy mal.

. -Nada -respondió el obispo, volviéndose-. La mujer ha muerto, Isadora. No se puede hacer nada ante la muerte. Está ahí, delante de nosotros y a nuestro alrededor esperándonos de forma inexorable. Digamos lo que digamos a la luz del día, cuando liega la noche no sabemos de dónde venimos y no tenemos ni idea de adónde nos dirigimos… si es que hay algún lugar al que ir. No te muestres condescendiente con Patterson diciéndole lo contrario. Si descubre la fe, lo hará él solo. No puedes ofrecerle la tuya, suponiendo que la tengas y no estés diciendo simplemente lo que tú misma quieres oír, como la mayoría de la gente. Ahora será mejor que te prepares, estamos a punto de llegar.

El carruaje se detuvo, y se apearon y subieron las escalinatas mientras se abría la puerta principal. Como siempre, les anunciaron formalmente. En otro tiempo Isadora se emocionaba al oír llamar a Reginald por su título. Le parecía que tenía infinitas posibilidades, que era más meritorio que un título nobiliario porque no se heredaba, sino que era concedido por Dios. Se quedó contemplando el despliegue de sonidos y colores que tenía ante sí mientras entraba en la sala del brazo de él. En ese momento no le parecía más que un honor concedido por hombres a alguien que había encajado en su modelo, que había complacido a la gente adecuada y había evitado ofender a nadie. No era el más apto, osado y valiente para cambiar vidas, sino sencillamente el que menos probabilidades tenía de poner en peligro lo existente, lo conocido y cómodo. Era un conservador a ultranza que defendía todo lo presente en aquel lugar, ya fuera bueno o malo.

Les presentaron y ella le siguió un paso por detrás, saludando a la gente con una sonrisa y una respuesta educada. Trató de mostrarse interesada por ellos.

– El señor Aubrey Serracold -le dijo lady Warboys-. Se presenta para el escaño en Lambeth sur. El obispo Underhill y su esposa.

– Encantada, señor Serracold -respondió Isadora educadamente, y de pronto se dio cuenta de que, después de todo, había algo en él que le llamaba la atención.

Él le respondió con una sonrisa y la miró a los ojos con un regocijo secreto, como si ambos fueran conscientes de la misma broma absurda que el honor les obligaba a representar delante de aquel público. El obispo pasó a la siguiente persona e Isadora se sorprendió a sí misma devolviendo la sonrisa a Aubrey Serracold.

Tenía la cara alargada y un mechón de su pelo rubio le caía por encima de una ceja. Recordó haber oído en alguna parte que era el segundo hijo de un marqués o algo por el estilo, y que podría haber utilizado el tratamiento de «lord», pero había preferido no hacerlo. Se preguntó cuáles eran sus opiniones políticas. Esperaba que tuviera alguna y no estuviera buscando únicamente un nuevo pasatiempo para aliviar el aburrimiento.

– No me diga, señor Serracold -dijo Isadora con un interés que no tuvo que fingir-. ¿Y a qué partido pertenece?

– No estoy muy seguro de cuál de los dos está dispuesto a hacerse responsable de mí, señora Underhill -replicó él con una ligera mueca-. He sido lo bastante ingenuo para expresar unas cuantas opiniones personales que no han sido precisamente populares a nivel universal.

Un tanto a su pesar, Isadora se sintió interesada, y su curiosidad debió de reflejarse en su cara, porque él se explicó inmediatamente.

– Para empezar, he cometido el pecado imperdonable de dar prioridad al proyecto de ley de la jornada de ocho horas por encima del relacionado con el autogobierno irlandés. No veo por qué no podemos comprometernos a aprobar ambos, y con ello obtener el apoyo de más gente y un poder que sirva de base para realizar otras reformas muy necesarias, empezando por devolver el Imperio a sus habitantes legítimos.

– No estoy segura sobre el tema del Imperio, pero el resto suena sumamente razonable -convino ella-. Demasiado para que se convierta en ley.

– Es usted una cínica -dijo él con fingida desesperación.

– Mi marido es obispo -respondió ella.

– ¡ Ah! Por supuesto… -Se vio obligado a interrumpir su réplica ante la necesidad de saludar a las tres personas que se unieron a ellos, entre ellas su mujer, a quien Isadora no conocía, aunque había oído hablar de ella con tanta inquietud como admiración.

– Encantada, señora Underhill. -Rose le devolvió el saludo con fingido interés. Isadora no estaba mezclada en asuntos de política ni seguía realmente la moda, a pesar de su vestido verde océano. Era una mujer de elegancia conservadora que poseía esa clase de belleza que no cambia.

Rose Serracold, en cambio, era escandalosamente vanguardista. Su vestido era una combinación de satén color burdeos y encaje de guipur que creaba un contraste de lo más espectacular con su cabello asombrosamente rubio, como la mezcla de sangre y nieve. Sus brillantes ojos color aguamarina parecían examinar a todos los invitados con una suerte de avidez, como si buscara a una persona en particular que no encontraba.

– El señor Serracold me estaba hablando de las reformas que desea llevar a cabo -dijo Isadora para trabar conversación.

Rose le dedicó una sonrisa deslumbrante.

– Estoy segura de que usted tiene sus propias ideas acerca de tales necesidades -respondió-. Sin duda, en su ministerio su marido debe de tener plena conciencia de la pobreza y las injusticias que podían aliviarse con leyes más justas. -Dijo aquello desafiando a Isadora a que se declarase ignorante en tales lides y quedase, por tanto, como una hipócrita en relación con el cristianismo que profesaba a través del obispo.

Isadora respondió sin pararse a medir sus palabras.

– Por supuesto. Lo que me cuesta imaginar no son los cambios, sino cómo llevarlos a cabo. Para que una ley sea buena debe hacerse respetar, y debe existir un castigo que seamos capaces de infligir con plena disposición si se viola, como seguramente haremos, aunque solo sea para ponernos a prueba.

Rose se mostró encantada.

– ¡Ha pensado realmente en ello! -Su sorpresa era palpable-. Discúlpeme por haber cuestionado su franqueza. -Bajó la voz, de modo que solo la oyeran los que estaban cerca de ellas, y siguió hablando a pesar del repentino silencio que se había hecho mientras los demás aguzaban el oído-: Tenemos que hablar, señora Underhill. -Alargó su elegante mano, de dedos esbeltos y guarnecidos de anillos, separó a Isadora del grupo en el que se habían encontrado más o menos por azar-. Disponemos de un tiempo terriblemente escaso -continuó-. Debemos ir más allá del partido si queremos hacer realmente el bien. La abolición de las tasas para la enseñanza primaria que conseguimos el año pasado ya ha obtenido efectos maravillosos, pero eso solo es el principio. Debemos hacer mucho más. El libre acceso a la educación es la única solución duradera a la pobreza. -Tomó aire y luego continuó-: Debemos abrir el camino para que las mujeres sean capaces de restringir sus familias. La pobreza y el agotamiento, tanto físico como mental, son el resultado inevitable de tener un hijo tras otro sin disponer de fuerzas para cuidarlos, ni dinero para darles de comer o vestir. -Volvió a mirar a Isadora con una expresión de sincero desafío en sus ojos-. Y le pido disculpas si esto va en contra de sus convicciones religiosas, pero ser la esposa de un obispo y ocupar la residencia que se les ha proporcionado es muy distinto de estar en un par de habitaciones sin agua corriente y con un pequeño fuego, tratando de mantener a una docena de niños limpios y alimentados.

– ¿Una jornada de ocho horas mejoraría o empeoraría la situación? -preguntó Isadora, proponiéndose no ofenderse por cosas que, después de todo, no tenían nada que ver con el verdadero tema de discusión.

Rose arqueó las cejas.

– ¿Cómo iba a empeorarla? ¡Cada trabajador, hombre o mujer, debería estar protegido contra la explotación! -La cólera encendió sus mejillas, que adquirieron un tono rosado sobre la piel blanca.

Isadora se proponía preguntar a Rose su opinión antes de expresar la suya, pero le resultó imposible hacer ninguna de las dos cosas cuando se acercó a ellas una amiga de Rose que la saludó con afecto. Fue presentada a Isadora como la señora Swann, quien presentó a su vez a su compañera, una mujer de unos cuarenta años, con la confianza en uno mismo que otorga la madurez y la suficiente lozanía para atraer la mirada de la mayoría de los hombres. Mantenía erguida su cabeza de cabello oscuro con elegancia, y su porte era el de alguien totalmente seguro de sí mismo que sin embargo se interesa por los demás.

– La señora Octavia Cavendish -dijo la señora Swann con una nota de orgullo.

Justo antes de hablar, Isadora se dio cuenta de que la recién llegada debía de ser viuda para que se dirigieran a ella de ese modo.

– ¿Le interesa la política, señora Cavendish? -preguntó. Dado que el propósito de la velada era ese, se trataba de una suposición de lo más natural.

– Solo mientras se cambien las leyes, espero que para provecho de todos -respondió la señora Cavendish-. Se requiere una gran sabiduría para anticipar cuáles serán las consecuencias de nuestras acciones. A veces los caminos más noblemente inspirados resultan desastrosos por dar lugar a consecuencias imprevistas.

Rose abrió mucho sus asombrosos ojos.

– La señora Underhill estaba a punto de decirnos de qué modo la jornada de ocho horas podría ser perjudicial -dijo Rose, mirando fijamente a la señora Cavendish-. ¡Me temo que en el fondo es una conservadora!

– La verdad, Rose… -le advirtió la señora Swann lanzando una mirada de disculpa a Isadora.

– ¡No! -exclamó Rose con impaciencia-. Ya va siendo hora de que nos dejemos de rodeos y digamos lo que realmente queremos decir. ¿Es mucho pedir, o incluso exigir, que la gente sea franca? ¿No tenemos el deber de hacer preguntas y cuestionar las respuestas?

– Rose, una cosa es ser excéntrico, pero tú corres el riesgo de ir demasiado lejos -dijo la señora Swann con un hipo nervioso. Puso una mano en el brazo de Rose, pero esta la apartó con impaciencia-. La señora Underhill tal vez no…

– ¿No quiere? -preguntó Rose, recuperando brevemente su sonrisa.

Antes de que Isadora pudiera responder, la señora Cavendish intervino.

– Trabajar en exceso es muy duro y totalmente injusto -dijo con suavidad-. Pero, aun así, es mejor que no tener trabajo…

– ¡Eso es extorsión! -exclamó Rose con voz airada.

La señora Cavendish conservó la calma de manera admirable.

– Si se hace de manera deliberada, por supuesto que lo es. Pero si un empresario se enfrenta a unos beneficios cada vez menores y una mayor competencia, no puede permitirse incrementar sus costes. Y si lo hace, tendrá que cerrar el negocio y sus empleados perderán sus puestos de trabajo. Necesitamos mantener el Imperio ahora que tenemos uno, tanto si queremos como si no. -Sonrió para restar dureza a sus palabras, pero no poder de convicción-. La política se basa en lo que es posible, lo cual no siempre coincide con lo que queremos -añadió-. Creo que forma parte de la responsabilidad.

Isadora miró a Aubrey Serracold y vio la ternura que brillaba en sus ojos, y una especie de tristeza, la convicción de que las cosas valiosas podían romperse.

Tal vez ella se había sentido así con respecto a John Cornwallis. Era un hombre sensible e inteligente, con ansias de honor y un rechazo del oropel que ella habría protegido a cualquier precio. Aquella actitud poseía un infinito valor, no solo para ella, sino por sí misma. No había nada en Reginald Underhill que despertara en ella ese intenso anhelo, que era mitad dolor, mitad alegría.

Les interrumpió la llegada de otro hombre, que miró a la señora Cavendish con una familiaridad que dejó claro que habían venido juntos. Isadora no se sorprendió de que tuviera al menos un admirador. Era una mujer excepcional en muchos más aspectos que la mera belleza física. Tenía carácter e inteligencia, y una clarividencia que era muy poco común.

– Permítanme que les presente a mi hermano -se apresuró a decir la señora Cavendish-. Sir Charles Voisey. La señora Underhill, y el señor y la señora Serracold. -Añadió los dos últimos nombres con una ligera mueca, e Isadora recordó con un sobresalto que Voisey y Serracold aspiraban al mismo escaño en el Parlamento. Uno de ellos perdería. Miró a Voisey con repentino interés. No se parecía a su hermana. Tenía el cabello y la tez ligeramente rojizos, mientras que la piel de ella era pálida y el cabello castaño oscuro y brillante. Tenía la cara alargada y la nariz un poco torcida, como si se la hubieran roto y colocado mal. Lo único que tenían en común era una mente ágil y una gran fuerza interior. En él era tan intensa que ella casi esperó que irradiara calor.

Isadora murmuró algo educado y prudente. Se dio perfecta cuenta de que Aubrey Serracold ocultaba sus sentimientos; sabía que su adversario era un hombre muy distinto a él, y que iba a ser una lucha en la que todo estaría permitido. Aquel cortés intercambio de palabras era una muestra de educación, y con él no pretendía engañar a nadie.

La cólera se podía advertir en el rígido y elegante cuerpo de Rose, con su larga espalda y sus esbeltas caderas enfundadas en brillante tafetán, y sus dedos que lanzaban destellos al mover las manos. La piel de su cuello parecía casi de un tono blanco azulado a la luz de las arañas del techo, como si al examinarla más de cerca se le pudieran ver las venas. También se podía apreciar en ella el miedo. Isadora lo percibía como un perfume más que flotaba en el aire, entre el aroma a lavanda, a jazmín y las numerosas fragancias de los boles con nenúfares que había en las mesas. ¿Tanto le importaba a ella ganar? ¿O había algo más?

Les hicieron pasar al comedor siguiendo el correcto orden de precedencia. En calidad de esposa de un obispo, Isadora entró de los primeros, después de los miembros más destacados de la nobleza pero mucho antes que los hombres corrientes como los meros candidatos parlamentarios. Las mesas estaban cubiertas de cristal y porcelana. Junto a cada plato brillaban hileras de tenedores, cuchillos y cucharas.

Las señoras ocuparon sus asientos y a continuación lo hicieron los caballeros. Inmediatamente después se sirvió el primer plato y se retomó el objetivo de la velada: la discusión, las consideraciones y los juicios, la conversación brillante que enmascaraba los pactos creados, los puntos flacos que eran analizados y, una vez descubiertos, se explotaban. Allí era donde nacían las futuras alianzas y las futuras enemistades.

Isadora solo escuchaba a medias. Había oído con anterioridad la mayoría de aquellas discusiones sobre la economía, las cuestiones morales, las finanzas, las dificultades y justificaciones religiosas y las necesidades políticas.

Cuando oyó al obispo mencionar el nombre de Voisey adoptando un tono de voz lleno de entusiasmo, se sobresaltó y le llamó la atención, haciendo que volviera a la realidad.

– La inocencia no nos protege de las equivocaciones de los hombres bien intencionados cuyo conocimiento de la naturaleza humana es mucho menor que su deseo de hacer el bien -dijo con fervor. No miró a Aubrey Serracold, pero Isadora vio cómo al menos otros tres comensales lo hacían. Rose se puso rígida, manteniendo inmóvil la mano que sostenía la copa de vino-. Últimamente he empezado a darme cuenta de lo complejo que es gobernar sabiamente -prosiguió con una expresión forzada, como si estuviera decidido a seguir el hilo de sus ideas hasta el final-. No es tarea para el caballero aficionado, por muy nobles que sean sus intenciones. Sencillamente no podemos permitirnos equivocarnos. Un experimento desafortunado con las fuerzas del comercio y la economía, o el abandono de ciertas leyes que hemos cumplido durante siglos, y miles de personas sufrirán antes de que podamos invertir la situación y recuperar el equilibrio perdido. -Sacudió la cabeza con vigor-. Es una cuestión mucho más seria que las que hemos afrontado en nuestra historia. En interés de las personas a las que representamos y servimos, no podemos permitirnos ser demasiado sentimentales o indulgentes con nosotros mismos. -Le centelleaban los ojos y volvió a mirar brevemente a Aubrey-. Ese es, por encima de todo, nuestro deber, o de lo contrario no tendremos nada.

Aubrey Serracold estaba muy pálido, con los ojos brillantes. No se molestó en discutir. Se dio cuenta de lo estúpido que sería y guardó silencio, agarrando con fuerza el cuchillo y el tenedor.

Por un momento nadie respondió; luego media docena de comensales hablaron a la vez, se disculparon y volvieron a empezar. Pero al mirarlos uno por uno, Isadora vio que las palabras de Reginald habían hecho mella en ellos. De pronto, todo el encanto y los ideales resultaban menos brillantes, menos efectivos.

– Una visión muy desinteresada, obispo -dijo Voisey, volviéndose para mirarle-. Si todos los líderes espirituales tuvieran su coraje, sabríamos a quién acudir en busca de liderazgo moral.

El obispo le miró con la cara pálida, el pecho agitado, como si tuviera unas dificultades inexplicables para respirar.

Otra vez tiene indigestión -pensó Isadora-. Ha tomado demasiada sopa de apio. Debería haberla dejado, sabe que no le sienta bien. ¡Por su manera de hablar, cualquiera pensaría que le han echado un buen chorro de vino!

La velada se alargó interminablemente; se hicieron ciertas promesas y se abandonaron otras. Poco después de medianoche se fueron los primeros invitados, entre los cuales estaban el obispo e Isadora.

Una vez fuera, mientras se subían a su carruaje y se alejaban, ella se volvió hacia él.

– ¿Qué demonios te ha entrado para hablar contra el señor Serracold de ese modo? ¡Y delante del pobre hombre! Si sus ideas son extremistas, nadie querrá que se conviertan en leyes.

– ¿Estás sugiriendo que debería haber esperado a que las presente ante el Parlamento antes de condenarlas? -preguntó él, con una nota áspera en la voz-. ¿Tal vez te gustaría que esperara hasta que los comunes las hayan aprobado y les toque a los lores discutirlas? No tengo ninguna duda de que los miembros laicos de la cámara anularían la mayoría de ellas, pero no tengo tanta fe en mis hermanos, los miembros eclesiásticos. Confunden el ideal con lo práctico. -Tosió-. Queda poco tiempo, Isadora. Uno no puede permitirse posponer el momento de actuar, pues tal vez no disponga de ocasiones para rectificar.

Ella estaba sorprendida. Era un comentario muy poco propio de él. Nunca le había visto lanzarse a hablar de ese modo, comprometerse con algo sin dejar una puerta abierta por si las circunstancias cambiaban.

– ¿Te encuentras bien, Reginald? -preguntó, y al instante deseó no haberlo hecho. No quería oír una enumeración de las cosas que habían estado mal en la cena, ya fuera el servicio o las opiniones y expresiones de los demás comensales. Lamentó no haberse mordido la lengua y haberse limitado a murmurar algo en señal de conformidad, sin mostrar la más mínima emoción. Pero ya era demasiado tarde.

– No -dijo él elevando la voz hasta alcanzar un tono de angustia-. No me encuentro nada bien. Debo de haberme sentado en medio de una corriente de aire. El reumatismo se me ha acentuado y siento un fuerte dolor en el pecho.

– Creo que la sopa de apio no ha sido una elección acertada -dijo, tratando de mostrarse compasiva, aunque era consciente de que no lo estaba logrando. Percibió un matiz de indiferencia en su voz.

– Me temo que es más serio que eso. -Esta vez la voz de Reginald reflejaba un pánico apenas disimulado.

Estaba segura de que si hubiera podido verle en la oscuridad del interior del coche, su cara habría revelado un miedo que rayaba en la desesperación. Se alegró de no poder hacerlo. No quería verse arrastrada por sus emociones. Ya le había sucedido demasiadas veces.

– Las indigestiones pueden llegar a ser muy desagradables -murmuró Isadora-. Los que hablan de ellas con ligereza nunca las han sufrido. Pero son pasajeras y no dejan secuelas, aparte del cansancio provocado por la dificultad para poder dormir. Te ruego que no te preocupes.

– ¿Eso crees? -preguntó él. Isadora percibió su impaciencia, a pesar de que no había girado la cabeza hacia ella.

– Por supuesto -respondió en tono tranquilizador.

Guardaron silencio el resto del trayecto de regreso, pero ella era plenamente consciente de su incomodidad. Era como si una tercera entidad se hubiera instalado entre ambos.


* * * * *

Se despertó en mitad de la noche y lo encontró sentado en el borde de la cama con la cara cenicienta, el cuerpo echado hacia delante y el brazo izquierdo colgando como si no tuviera fuerzas en él. Volvió a cerrar los ojos, obligándose a sumergirse de nuevo en su sueño. En él aparecían amplios mares y el suave oleaje que se agitaba más allá del casco de un barco. Se imaginó a John Cornwallis en aquel lugar, con la cara vuelta hacia el viento y una sonrisa de placer en los labios. De vez en cuando se giraba hacia ella y la miraba. Tal vez decía algo, pero probablemente permanecía callado. Entre ambos reinaba un silencio sosegado, una alegría tan profundamente compartida que no necesitaba de la intrusión de las palabras.

Sin embargo, su conciencia no iba a permitirle quedarse en el mar y el cielo. Sabía que Reginald estaba sufriendo a escasos centímetros de ella. Volvió a abrir los ojos y se sentó despacio.

– Te traeré un poco de agua caliente -dijo, apartando las sábanas y levantándose de la cama. Su fino camisón de hilo le llegaba al suelo, y esa noche de verano no necesitaría ponerse nada más por decencia. A esa hora no habría criados por la casa.

– ¡No! -Un grito ahogado brotó de su garganta-. ¡No me dejes!

– Te sentará bien beber el agua a sorbos -dijo ella, sin poder evitar compadecerle. Parecía abatido, con la cara pálida y perlada de sudor, y el cuerpo encogido de dolor. Se arrodilló delante de él-. ¿Estás mareado? Tal vez había algo en la cena que no estaba fresco o bien cocinado.

El no dijo nada y permaneció mirando fijamente el suelo.

– Se pasará -continuó ella con suavidad-. El susto dura un rato, pero siempre se va. En el futuro tal vez deberías pensar menos en los sentimientos de tus anfitriones y optar solo por los platos más sencillos. Algunas personas no se dan cuenta de la frecuencia con la que te ves obligado a comer en casas ajenas, y con el tiempo puede resultar excesivo.

El obispo alzó hacia ella sus ojos oscuros y asustados, suplicándole sin palabras que le ayudara como fuera.

– ¿Quieres que envíe a Harold a buscar al médico? -Hizo el ofrecimiento por decir algo. Lo único que el médico le daría serían unas pastillas de menta, como había hecho en el pasado cuando el obispo había mencionado su digestión y le había pedido remedio. Sería denigrante hacerle ir hasta allí por un caso de gases, por terrible que fuera. El obispo siempre se había negado, creyendo que menoscabaría la seriedad de su alto cargo. ¿Cómo iba a mirar alguien con respeto reverencial a un hombre que no podía controlar sus órganos digestivos?

– ¡No quiero! -exclamó él con desesperación. Luego exhaló el aire en un sollozo-. ¿Crees que es por algo que había en la cena? -En su voz había un deje de esperanza, como si le suplicara que le diera la razón.

Isadora se dio cuenta de que temía que no fuera solo una indigestión, que después de todos aquellos años quejándose por menudencias por fin estuviera realmente enfermo. ¿Era el dolor lo que tanto le asustaba? ¿O la molestia y la vergüenza de vomitar o perder el control de sus funciones fisiológicas, y tener que dejarse limpiar después? De pronto sintió una sincera compasión por él. Seguramente cada persona tenía un terror secreto, y más en el caso de un hombre para quien el poder y la presunción lo eran todo. En su fuero interno debía de sospechar lo increíblemente frágil que era el respeto. No se imaginaba que ella le amara; no con la pasión y la ternura que la uniría a él en un momento así. El deber haría que se mantuviera junto a él, pero eso sería casi peor que los cuidados de un desconocido, excepto para el mundo exterior que vería solo a una mujer al lado de su marido, donde debía estar. Lo que pasara realmente entre ellos -algo o nada- nunca se sabría.

Seguía mirándola, esperando que le asegurara que su miedo era innecesario, que todo acabaría. Pero a Isadora le resultaba imposible. Incluso si hubiera sido un niño, y no un hombre mayor que ella, no habría podido hacerlo. La enfermedad era real. Uno no podía protegerse de ella eternamente.

– Haré todo lo que pueda para ayudarte -susurró. Alargó una mano con poca confianza y la puso sobre la de él, aferrada a la rodilla. Sintió el terror que él estaba experimentando, como si hubiera salido de su piel y penetrado en la suya. Entonces reconoció de qué se trataba: tenía miedo a morir. Había pasado toda su vida predicando el amor de Dios, la obediencia a los mandamientos que no admitían preguntas ni explicaciones, la aceptación del sufrimiento en la tierra y la confianza absoluta en la eternidad del cielo… y resultaba que todas sus creencias no eran más que palabras. Al enfrentarse al abismo de la muerte no veía ninguna luz, ni a Dios esperándole al final. Estaba solo como un niño en medio de la noche.

Se sorprendió a sí misma al oírse, renunciando a sus propios sueños.

– Estaré a tu lado, no te preocupes. -Le apretó más la mano y le cogió el otro brazo-. No tienes nada que temer. Es el camino que sigue toda la humanidad, solo una puerta. Es el momento de tener fe. No estás solo, Reginald. Todas las criaturas vivas están contigo. Solo es un paso hacia la eternidad. Tú también has visto a muchas personas afrontarlo con coraje y dignidad. Tú también puedes hacerlo… y lo harás.

El se quedó sentado en el borde de la cama, pero poco a poco se relajó. El dolor debía de haber remitido porque al final dejó que ella le ayudara a acostarse de nuevo, y al poco rato se quedó dormido, dejando que ella se levantara y rodeara la cama hasta su lado para acostarse también.

Estaba cansada, pero la bendición del sueño le fue esquiva hasta que se hizo casi de día.

El se levantó como de costumbre. Estaba un poco pálido, pero por lo demás tenía un aspecto aparentemente bastante normal. No hizo referencia al episodio de la noche anterior. No la miró a los ojos.

Isadora se enfadó muchísimo con él. Era muy mezquino por su parte que no le diera por lo menos las gracias, y que no se lo agradeciera aunque solo fuera con una sonrisa. No hacían falta las palabras. Pero él estaba furioso con ella porque había visto cómo había perdido la dignidad y había presenciado su miedo. Ella lo comprendía, pero aun así le desdeñó por su pobreza de espíritu.

Estaba enfermo. Ella había empezado a asumirlo. Aunque él hubiera optado por olvidarlo, era la realidad. La necesitaba, y ya fuera el afecto, la compasión, el respeto o sencillamente el deber lo que la impulsara, estaría encadenada a él mientras resistiese. Y podía ser cuestión de años. Lo veía como un camino que se prolongaba en el horizonte a través de una llanura gris. Podía pintar sus sueños en ella, pero nunca los alcanzaría.

Tal vez nunca habían sido más que sueños. Nada había cambiado, excepto en su cabeza.

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