Isadora estaba sentada a la mesa del desayuno frente al obispo, y observaba cómo jugueteaba con la comida, empujando por el plato el beicon, los huevos, la salchicha y el riñón. Volvía a tener mal aspecto, y sabía que si le preguntaba cómo se encontraba, se lo diría. En ese caso, tal y como se le exigía, debería escuchar y mostrarse compasiva con su habitual amabilidad. La generosidad dictaba que hiciera más que eso, pero era incapaz de experimentar tal sentimiento. De modo que terminó su tostada con mermelada y eludió su mirada.
El mayordomo trajo el periódico de la mañana y el obispo le hizo señas para que lo dejara en su lado de la mesa, donde pudiera alcanzarlo al cabo de un par de minutos cuando hubiera acabado.
– Retire mi plato -ordenó.
– Sí, señor. ¿Le traigo otra cosa? -preguntó el mayordomo, solícito, haciendo lo que se le ordenaba-. Estoy seguro de que la cocinera le complacería encantada.
– No, gracias -contestó el obispo, rehusando el ofrecimiento-. No tengo apetito. Sirva el té únicamente, ¿quiere?
– Sí, señor. -De nuevo hizo lo que se le ordenaba y se retiró con discreción.
– ¿Te sientes mal? -preguntó Isadora antes de comprobarlo por ella misma. Estaba tan acostumbrada a ello que debía hacer un esfuerzo consciente para contenerse.
– Las noticias son deprimentes -respondió él, aunque el periódico seguía en su sitio-. Van a ganar los liberales y Gladstone volverá a formar gobierno, pero no durará mucho. Claro que nada dura.
Ella debía hacer un esfuerzo. Se lo había prometido, y percibía cierto miedo en él, al otro lado de la mesa, como un hedor que flotara en el aire.
– Los gobiernos no duran, pero tampoco deberían hacerlo -dijo ella con suavidad-. Las cosas buenas sí que duran. Llevas toda la vida predicándolo y sabes que es cierto. Y cuando las cosas se destruyen por una causa justa, Dios las vuelve a construir. ¿No consiste en eso la resurrección?
– Esa es la idea, o la esperanza -repuso él, pero su voz era inexpresiva y no levantó la mirada hacia ella.
– ¿Acaso no es la verdad? -Ella creyó que provocándole sus palabras cobrarían fuerza. Se daría cuenta de que creía en ello.
– Lo cierto es que… no tengo ni idea -respondió él-. Estoy acostumbrado a pensar así. Lo repito una y otra vez cada domingo porque en eso consiste mi trabajo. No puedo permitirme dejar de hacerlo. Pero no sé si creo en ello más que los miembros de mi congregación, que vienen porque es lo que se espera de ellos. Arrodíllate en tu banco cada domingo, repite todas las oraciones, canta todos los himnos y finge que escuchas el sermón, y parecerás un buen hombre. Puedes tener la cabeza en otra parte: en la mujer de tu vecino o en sus bienes, o saboreando sus pecados. ¿Quién va a enterarse?
– Dios lo sabrá -dijo ella, sorprendida por su tono furioso-. Y tú también lo sabes.
– ¡Somos millones, Isadora! ¿Crees que Dios no tiene nada mejor que hacer que escucharnos cuando parloteamos y le pedimos «Quiero esto» y «Dame aquello», o «Bendice a fulanito, pues me librará de la necesidad de hacer algo por él»? Esa es la clase de órdenes que doy a mis criados, y es la principal razón por la que los tenemos: para no tener que hacerlo todo nosotros mismos. -Torció el gesto indignado-. Eso no es rendir culto, es un ritual que hacemos nosotros mismos para impresionarnos unos a otros. ¿Qué clase de Dios puede querer o necesitar algo así? -En su mirada había desdén y cólera, como si le hubieran defraudado y acabara de comprenderlo en toda su plenitud.
– ¿Quién ha dicho que eso sea lo que Dios quiere? -preguntó ella.
El obispo se sorprendió.
– ¡Es lo que ha hecho la Iglesia durante casi dos mil años! -replicó-. ¡En realidad, lo ha hecho siempre!
– Creía que se suponía que era un instrumento para nuestro crecimiento -replicó Isadora-, no un fin en sí mismo.
Él frunció el entrecejo, irritado.
– A veces dices las mayores sandeces, Isadora. Soy un obispo, ordenado por Dios. No trates de decirme para qué sirve la Iglesia. Te pones en ridículo.
– Si has sido ordenado por Dios, no deberías dudar de él -replicó ella-. Pero si te han ordenado los hombres, tal vez deberías estar buscando lo que Dios desea. Puede que ambas cosas no coincidan.
Él se quedó helado. Permaneció inmóvil por un instante, luego se inclinó y cogió el periódico, y lo sostuvo a bastante altura para ocultarse detrás de él.
– Francis Wray se suicidó -dijo al poco rato-. Por lo visto, ese maldito policía, el tal Pitt, le estuvo acosando con el tema del asesinato de la médium, creyendo que sabía algo. ¡Qué estúpido!
Isadora se quedó horrorizada. Se acordaba de Pitt. Había sido uno de los hombres de Cornwallis; uno al que él tenía particular afecto. Lo primero que pensó fue cuánto le dolería a Cornwallis aquella injusticia si no era verdad, o la desilusión que se llevaría si por alguna terrible casualidad lo era.
– ¿Por qué demonios iba a creerlo? -preguntó ella elevando el tono.
– Quién sabe. -Sonó rotundo, como si aquello zanjara el asunto.
– Bueno, ¿y qué dice el periódico? -preguntó ella-. Lo tienes delante.
El obispo se irritó.
– Estaba en el de ayer. Hoy hablan poco de ello.
– ¿Qué decía? -insistió ella-. ¿De qué acusan a Pitt? ¿Por qué iba a creer que Francis Wray, precisamente, sabía algo de la médium?
– En realidad eso no importa -respondió el obispo sin bajar el periódico-. Y de todos modos, Pitt estaba totalmente equivocado. Wray no tuvo nada que ver con ello. Se ha demostrado. -Y se negó a decir más.
Isadora se sirvió una segunda taza de té y la bebió en silencio.
Luego oyó una inhalación repentina y una boqueada. El periódico resbaló de las manos del obispo y cayó con las hojas sueltas en su regazo y sobre la vajilla. Tenía la cara cenicienta.
– ¿Qué tienes? -preguntó ella alarmada, temiendo que hubiera sufrido alguna clase de ataque-. ¿Qué te pasa? ¿Te duele algo? ¿Reginald? ¿Llamo…? -Se interrumpió. Él luchaba por levantarse.
– Tengo… que salir -murmuró. Dio un manotazo al periódico y las hojas aterrizaron ruidosamente en el suelo.
– ¡Pero el pastor Williams estará aquí dentro de media hora! -protestó ella-. ¡Viene de Brighton!
– Dile que espere -respondió él, agitando una mano hacia ella.
– ¿Adonde vas? -Ella también estaba levantada-. ¡Reginald! ¿Adonde vas?
– No muy lejos -dijo él desde el umbral-. ¡Dile que espere!
Era inútil preguntar más. No iba a decírselo. Tenía que estar relacionado con algo que había leído en el periódico y le había dejado aterrado. Se inclinó y lo recogió, y empezó a buscar en la segunda página, donde calculaba aproximadamente que había estado leyendo él.
Lo vio casi inmediatamente. Era un comunicado de la policía sobre el caso de Maude Lamont. Tres clientes habían asistido a la última sesión de espiritismo que había organizado en su casa de Southampton Row. Dos de ellos aparecían mencionados en su agenda; el tercero estaba representado por un pequeño dibujo, un pictograma o cartucho. Era como una pequeña «f» garabateada bajo un semicírculo. O bien, a los ojos de Isadora, un báculo de obispo debajo de una colina dibujada a grandes trazos: Underhill.
La policía decía que en los papeles de Maude Lamont había algo que daba a entender que había descubierto quién era el tercer hombre, y que dicho cliente, al igual que los otros dos, había sido chantajeado por ella. Estaban a punto de hacer un gran avance, y cuando volvieran a leer sus diarios desde esa nueva perspectiva, tendrían la identidad de «Cartucho» y la de su asesino.
El obispo había ido a Southampton Row. Isadora lo sabía con tanta certeza como si le hubiera seguido hasta allí. Era él quien había asistido a las sesiones espiritistas de Maude Lamont, esperando encontrar alguna clase de prueba de que había vida después de la muerte, de que su espíritu viviría bajo una forma que él podría reconocer. Todas las enseñanzas cristianas adquiridas durante toda su vida no le habían proporcionado una fe firme. En su desesperación, había acudido a una médium, con sus golpeteos en la mesa, sus ejercicios de levitación y sus ectoplasmas. Y lo que era mucho peor, lo que entrañaba mayor horror, incertidumbre y debilidad, y que ella podía comprender fácilmente: había conocido el miedo, la soledad más profunda, incluso el vacío pozo de la desesperación. Pero lo había hecho en secreto, y ni siquiera cuando habían asesinado a Maude Lamont se había presentado como testigo. Había permitido que sospecharan que Francis Wray era la tercera persona y que su reputación se viera arruinada junto con la de Pitt.
La cólera y el desdén de Isadora hacia él le provocaron un dolor que le recorrió el cuerpo y la mente, consumiéndola. Se sentó bruscamente en la silla, dejando caer sobre la mesa el periódico todavía abierto por la página del artículo. Se había demostrado que Francis Wray no era la tercera persona, pero era demasiado tarde para evitarle el sufrimiento, o la sensación de que le habían arrebatado el sentido de toda su vida a los ojos de los que le habían querido y valorado. Demasiado tarde, sobre todo, para impedir que cometiera el acto irreparable de quitarse la vida.
¿Perdonaría algún día a Reginald por haber permitido que aquello ocurriera, por su gran cobardía?
¿Qué podía hacer ella? Reginald se dirigía en esos momentos a Southampton Row para ver si podía encontrar y destruir la prueba que le implicaba. ¿Le debía ella lealtad?
Él iba a hacer algo que ella creía que estaba mal. Era hipócrita y horrible, pero por encima de todo iba a destruirle a él antes que a otro. Sin embargo, había permitido que se acusara a Francis Wray el tiempo suficiente para destruirle, para que se convirtiera en la gota que colmara el vaso de su sufrimiento; un sufrimiento que le había devastado, tal vez no solo en esta vida sino en la venidera, aunque ella no podía aceptar que Dios condenara eternamente a un hombre o una mujer que se había venido abajo, tal vez solo por un instante fatal, bajo el peso de algo demasiado grande para ser soportado.
No se podía reparar el daño. Wray estaba muerto. Nadie podía cambiar la gravedad del pecado que entrañaba su muerte. Si la Iglesia lo encubría y le daba un entierro digno, lo redimiría ante el mundo, pero no cambiaría la verdad.
¿A quién debía ella más lealtad? ¿Hasta dónde debía acompañar a su marido en su cobardía? Hasta el final no. Nadie tenía el deber de hundirse con alguien.
Y, sin embargo, estaba completamente segura de que él vería como una traición que ella le dejara.
¿Sabía él quién había matado a Maude Lamont? ¿Cabía la posibilidad de que hubiera sido él? ¡Por supuesto que no! Era un hombre superficial, prepotente y condescendiente, y estaba tan absorto en sus sentimientos que no era consciente de la alegría o el dolor del prójimo. También era un cobarde. Pero jamás habría cometido uno de los pecados declarados, los que ni siquiera él podía negar, porque iban contra la ley y se vería obligado a ocultarlos. Ni siquiera él habría podido justificar el asesinato de Maude Lamont, por mucho que le hubiera hecho chantaje.
Pero tal vez sabía quién lo había hecho y por qué. La policía debía saber la verdad. No tenía ni idea de cómo ponerse en contacto con Pitt en la Brigada Especial, y el nuevo comandante de Bow Street era un desconocido para ella. Necesitaba hablar con alguien a quien conociera. Bastante doloroso iba a ser, como para tratar de explicárselo a un desconocido. Acudiría a Cornwallis, quien ya debía de estar al corriente de algo.
Una vez tomada la decisión, Isadora no vaciló. No importaba cómo fuera vestida; únicamente debía prepararse mentalmente para hablar con sensatez y decir solo lo que sabía dejándole a él todas las deducciones. No debía dejar que se entreviera su cólera o su desprecio, o la amargura que sentía. No debía manipular las emociones. Debía decírselo como se lo diría a otra persona, sin recordarle, por sutil que fuera, lo que uno u otro podía sentir.
Cornwallis estaba en su oficina, pero se hallaba reunido con alguien. Isadora preguntó si podía esperar, y casi media hora más tarde un agente la acompañó, y encontró a Cornwallis de pie en mitad de la habitación.
El agente cerró la puerta detrás de ella, e Isadora se quedó allí parada.
Cornwallis abrió la boca para decir algo, un saludo convencional, con el fin de darse tiempo para adaptarse a su presencia. Pero antes de que pudiera hablar, advirtió el dolor que se reflejaba en la mirada de Isadora.
Dio medio paso hacia delante.
– ¿Qué pasa?
Ella se quedó donde estaba, guardando las distancias. Debía hacerlo con cautela y sin perder el dominio de sí misma.
– Esta mañana ha ocurrido algo que me hace pensar que tal vez sepa quién era la tercera persona que fue a la casa de Maude Lamont la noche de su muerte -empezó a decir-. Estaba representada con un pequeño dibujo que parece una pequeña efe con un semicírculo encima. -Era demasiado tarde para volverse atrás. Se había comprometido. ¿Qué iba a pensar Cornwallis de ella? ¿Que era desleal? Probablemente lo consideraría el peor pecado humano. Uno no traiciona a los suyos, bajo ninguna circunstancia. Le miró fijamente, pero no logró advertir nada en su rostro.
Cornwallis miró la silla como si deseara invitarla a sentarse, pero luego cambió de parecer.
– ¿Qué ha pasado? -preguntó.
– La policía ha publicado un comunicado en el que dice que cree que Maude Lamont conocía la identidad de esa persona -respondió ella-. Le estaba haciendo chantaje, y en su casa de Southampton Row todavía hay papeles, aparte de la información que el señor Pitt obtuvo del pastor Francis Wray. -Bajó la voz al pronunciar su nombre y, pese a todos sus propósitos, dejó que aflorara la cólera-. Descubrirá su identidad.
– Sí -asintió él, ceñudo-. El superintendente Wetron habló con la prensa.
Isadora respiró hondo. Le habría gustado poder controlar los vuelcos de su corazón y la sensación de mareo, las reacciones puramente físicas que iban a delatarla.
– Cuando mi marido lo ha leído durante el desayuno se ha quedado lívido -continuó-. Y luego se ha levantado, ha dicho que cancelaba todas sus citas de esta mañana y se ha marchado de casa. -Expresado así parecía absurdo, como si quisiera creer que se trataba de Reginald. Aquello no probaba nada en absoluto, excepto lo que sucedía en su cabeza. Ninguna mujer que amara a su marido se habría precipitado a sacar semejante conclusión. Cornwallis debía de haberse dado cuenta… ¡y la despreciaría por ello! ¿Acaso creía que trataba de inventar un pretexto para dejar a Reginald?
¡Eso era terrible! Debía hacerle comprender que realmente estaba convencida de ello, y que lo había comprendido poco a poco y muy a pesar suyo.
– ¡Está enfermo! -exclamó temblorosa.
– Lo siento -murmuró él. Parecía terriblemente incómodo, sin saber si mostrarse más compasivo, como si fuera algo irrelevante.
– Tiene miedo a morir -se apresuró a continuar ella-. Me refiero a que está realmente asustado. Supongo que debería haberme dado cuenta hace años. -Ahora hablaba demasiado deprisa, comiéndose las palabras-. Todas las señales estaban presentes, pero nunca se me ocurrió pensarlo. Predicaba con tanta pasión… a veces… con tanta fuerza… -Eso era cierto; o al menos asilo recordaba. Bajó la voz-. Pero no cree en Dios. Ahora, cuando realmente importa, no está seguro de si hay algo más allá de la tumba o no. Por eso acudió a una médium, para tratar de ponerse en contacto con alguna persona muerta, cualquiera, solo para saber si estaban allí.
Cornwallis parecía perplejo. Ella lo vio en su cara, en sus ojos que no parpadeaban, en sus labios apretados. No tenía ni idea de qué responder. ¿Era la compasión lo que le hacía callar, o la indignación?
Ella misma sentía ambas cosas, además de vergüenza porque Reginald era su marido. Por alejados que estuvieran en sus opiniones o afectos, seguían unidos por los años que llevaban casados. Tal vez ella habría podido ayudarle si le hubiera querido lo suficiente. Tal vez el amor profundo que ella anhelaba no tenía nada que ver con aquello. ¡El sentimientos de humanidad hacia el prójimo debería haber tendido un puente sobre el abismo y ofrecido algo!
Era ya demasiado tarde.
– Por supuesto, al enterarse de quién era él, ella encontró un arma para hacerle chantaje. -Su voz ahora era apenas un susurro. Sentía las mejillas encendidas-. ¡El obispo de la Iglesia de Inglaterra acude a una médium en busca de pruebas que demuestren si hay vida después de la muerte! Se convertiría en el hazmerreír, y eso acabaría con él. -Mientras decía aquello, se dio cuenta de lo cierto que era. ¿Habría matado para impedirlo? Había empezado bastante segura de que era posible… pero ¿lo era? Si su reputación se veía arruinada, ¿qué le quedaba? ¿Hasta qué punto se había trastornado por culpa de la enfermedad y el miedo a la muerte? El miedo podía alterar prácticamente cualquier cosa; solo el amor tenía bastante poder para vencerlo… pero ¿verdaderamente había algo que despertase en Reginald el suficiente amor para ello?
– Lo siento mucho -dijo Cornwallis con la voz quebrada-. Me… gustaría poder… -Se interrumpió, mirándola impotente, sin saber qué hacer con las manos.
– ¿No va a hacer… nada? -preguntó ella-. Si encuentra las pruebas, las destruirá. Para eso ha ido allí.
Cornwallis sacudió la cabeza.
– No hay ninguna -respondió en voz baja-. Hicimos que lo publicaran en el periódico para hacer que Cartucho apareciera.
– Oh… -Isadora estaba perpleja. Reginald se había delatado innecesariamente. Le cogerían. La policía le estaría esperando. Pero para eso había acudido ella allí; era algo que tenía que suceder. Nunca habría imaginado que Cornwallis se limitaría a escuchar sin actuar, y sin embargo, ahora que iba a ocurrir, se dio cuenta de la gravedad de todo aquello. Sería el final de la carrera de Reginald, una deshonra. No podría escudarse alegando que tenía mala salud, porque la policía tomaría cartas en el asunto. Incluso podrían acusarle de algo; tal vez de obstrucción u ocultamiento de pruebas. Se negaba a pensar, aunque solo fuera vagamente, en una acusación de asesinato.
De pronto, Cornwallis estaba de pie delante de ella agarrándole los brazos, sosteniéndola como si se hubiera desmayado y estuviera a punto de caerse.
– Por favor… -dijo con tono apremiante-. Siéntese, por favor. Deje que le pida un té… u otra cosa. ¿Coñac? -La rodeó con un brazo y la acompañó hasta la silla, y la sujetó incluso mientras se dejaba caer en ella.
– El dibujo -dijo ella, jadeando un poco-. No era una efe, sino un báculo de obispo debajo de una colina. Es muy ingenioso, si uno lo piensa detenidamente. No quiero coñac, gracias. Un té me vendrá muy bien.
Pitt sabía que si iba solo a Southampton Row no podría probar nada de manera satisfactoria: ni la identidad de Cartucho ni su implicación en la muerte de Maude Lamont. Tellman estaba en Devon, y no confiaba en nadie de Bow Street, aun suponiendo que Wetron accediera a asignarle algún hombre, lo que era poco probable si no le daba una explicación. Y naturalmente, no podría explicarle nada… sin saber con certeza si estaba implicado en el asunto.
De modo que acudió directamente a Narraway, y fue él quien le acompañó en persona a Southampton Row, bajo la brillante y temprana luz del sol de aquella mañana de julio. Guardaron silencio durante todo el trayecto en coche; cada uno estaba absorto en sus propios pensamientos.
Pitt no podía apartar de su mente el recuerdo de Francis Wray. No se atrevía a albergar la esperanza de que una autopsia revelara que Wray no se había suicidado.
Repasó mentalmente todo lo que creía que había preguntado a la gente del pueblo. ¿Tan abiertas habían sido las preguntas? ¿Tan acusadoras habían resultado como para que cualquiera dedujese que se sospechaba que Wray estaba involucrado en la muerte de Maude Lamont? Y si Wray había acudido a ella con la intención de poner al descubierto sus manifestaciones fraudulentas, ¿qué delito o hipocresía había en ello?
Y era muy fácil creer que, indignado ante el daño que podía hacer la médium, Wray había volcado toda su energía en poner al descubierto dichas manifestaciones. Pitt pensó de nuevo en la historia de la joven Penélope, que había vivido en Teddington y a quien Wray había conocido. Había perdido a su hijo y se había dejado engañar por las sesiones de espiritismo y las manifestaciones, y cuando se había percatado se había suicidado en un arrebato de desesperación.
Pitt ya sabía que Maude Lamont había utilizado trucos mecánicos, al menos algunas veces -la mesa, por ejemplo-, y no podía evitar pensar que las bombillas también formaban parte de una ilusión óptica. Tal cantidad no podía ser solo para uso doméstico.
¿Era concebible que tuviera algún poder verdadero del que solo ella era en parte consciente? Más de uno de sus clientes había dicho que parecía asombrarse de algunas de las manifestaciones, como si no las hubiera preparado ella. Y no tenía ningún ayudante. Lena Forrest negaba todo conocimiento sobre sus artes o el modo en que las ejercía.
De pronto le asaltó otro pensamiento, nuevo y extraordinario, pero cuanto más lo sopesaba y lo comparaba con todo lo que sabía, más sentido le parecía que tenía.
Cuando llegaron a Southampton Row se bajó del coche seguido de Narraway, quien pagó al cochero, y esperaron hasta que se hubo alejado antes de adentrare en el callejón de Cosmo Place.
Narraway miró la puerta del jardín de la casa de Maude Lamont.
– Estará cerrada con llave -observó Pitt.
– Probablemente. -Narraway la miró entrecerrando los ojos-. Pero no quiero trepar por ese maldito muro para luego darme cuenta de que no era necesario. -Probó la argolla de hierro, girándola cuarenta y cinco grados hasta que se detuvo. Emitió un gruñido.
– Deje que le ayude a subir -dijo Pitt, ofreciéndose.
Narraway le lanzó una mirada maliciosa, pero teniendo en cuenta la estatura de ambos, y la delgadez de Narraway, habría sido absurdo que él hubiera intentado alzar a Pitt. Se miró los pantalones, apretando los labios al imaginar cómo iba a dejarlos la piedra cubierta de moho, y a continuación se volvió hacia Pitt con impaciencia.
– ¡Acabemos de una vez! ¡Preferiría que no me sorprendieran haciendo esto y tuviera que justificarme ante el agente de ronda!
Pitt esbozó una sonrisa al imaginárselo, aunque fue breve y reflejaba poca satisfacción. Se inclinó y entrelazó las manos, y Narraway apoyó un pie en ellas con cautela. Acto seguido, Pitt se irguió y aupó a Narraway a lo alto del muro. Una vez allí, se movió con torpeza hasta que encontró el equilibrio y se sentó a horcajadas, y luego se echó hacia delante y tendió una mano a Pitt. A este le costó un gran esfuerzo alzarse, pero, tras retorcerse de forma un tanto indecorosa, coronó el muro, sacó las piernas por el otro lado y saltó al suelo, seguido de Narraway.
Se sacudió lo mejor que pudo el polvo y las manchas de musgo, y miró alrededor. Era la misma vista que se tenía desde la extensión de césped situada frente a la puerta vidriera del salón, pero contemplada desde el ángulo inverso.
– Quédese donde está. -Pitt hizo un ademán-. Si damos un par de pasos más, podrían vernos desde la casa.
– Entonces ¿qué estamos haciendo aquí exactamente? -replicó Narraway-. No vemos la puerta principal ni el salón. ¡Y ahora ni siquiera vemos la calle!
– Si caminamos pegados a esos arbustos, llegaremos a la parte trasera de la casa, y una vez que hayamos visto dónde está Lena Forrest, sabremos si va a abrir la puerta, y podremos entrar por detrás -respondió Pitt en voz baja. Mientras hablaba se acercó a los laureles para ponerse a cubierto, indicando a Narraway por señas que le siguiera-. Pero como Cartucho siempre ha entrado por la puerta lateral, creo que lo más probable es que venga por allí, si todavía tiene la llave.
– Entonces será mejor que nos aseguremos de que está atrancada -comentó Narraway, mirándola por encima del hombro-. ¡Y no lo está! -Se acercó rápidamente y con un solo movimiento levantó la tranca y la colocó en los soportes que la mantenían cerrada. Luego se puso a cubierto bajo los arbustos al lado de Pitt.
Pitt seguía dando vueltas a las ideas que se le habían ocurrido. Levantó la mirada hacia las ramas de los abedules plateados que había por encima de los laureles. Probablemente no había nada digno de mención, ni ninguna marca, pero no pudo evitar examinarlas.
– ¿Qué pasa? -inquirió Narraway enfadado-. ¡Dudo mucho que baje del cielo!
– ¿Puede ver alguna marca allí arriba, en el musgo o en la corteza? -preguntó Pitt en voz baja.
Las facciones del rostro de Narraway se tensaron, y en sus ojos brilló un destello de interés.
– ¿Como la quemadura que deja una cuerda? ¿Por qué?
– Podría ser una idea…
– ¡Por supuesto que es una idea! -replicó Narraway-. ¿Cuál?
– Puede que esté relacionado con la noche que mataron a Maude Lamont y los trucos, la ilusión óptica que podría haber creado.
– Hablaremos de ello mientras vigilamos a la mujer. Por muy brillante que sea su teoría, no nos servirá de nada si nos perdemos la llegada de Cartucho… suponiendo que venga.
Pitt obedeció a Narraway y empezó a avanzar a lo largo del muro, escondiéndose todo lo posible entre los distintos arbustos y matorrales hasta que estuvieron a quince pasos de la puerta que había en el muro, y solo a cuatro pasos de las ventanas de la antecocina y la puerta trasera. Vieron la figura imprecisa de Lena Forrest, que se movía por la cocina. Seguramente estaba preparándose el desayuno y se disponía a hacer los quehaceres de aquel día. El tiempo debía de pasar muy lento para ella, y debía de ser muy aburrido estar en la casa sin una señora a la que atender. No esperaban que se quedara allí mucho más tiempo.
– ¿Por qué está buscando marcas de cuerda? -preguntó Narraway con insistencia.
– ¿Ha visto alguna? -replicó Pitt.
– Sí, muy débil, más bien de un cordel que de una cuerda. ¿Qué colgaba de ella? ¿Tiene algo que ver con Cartucho?
– No.
Oyeron el ruido al mismo tiempo: el roce de una llave en la cerradura de la puerta del jardín. Se escondieron a la vez detrás del follaje, y Pitt se sorprendió a sí mismo conteniendo el aliento.
No se distinguió ningún otro ruido hasta que volvió a oírse la llave y el sonido metálico de la tranca al caer. No se escucharon pasos por el césped.
Se mantuvieron a la espera. Pasaron unos segundos. ¿Acaso el visitante también estaba esperando o había pasado por delante de ellos y ya estaba dentro?
Narraway se movió con cautela hasta ver el lateral de la casa.
– Ha entrado por la puerta vidriera -susurró-. Puedo verle en el salón. -Se irguió-. No hacemos nada aquí. Será mejor que rodeemos la casa hasta la parte trasera. Si nos encontramos con la mujer, tendremos que decírselo. -Y sin esperar la respuesta de Pitt, echó a correr por el espacio abierto hacia la puerta de la antecocina y se detuvo delante de ella.
Pitt se preguntó por un instante si no deberían haber situado a un agente delante de la puerta principal, por si Cartucho trataba de escapar por allí. Pero si hubiera visto a alguien en la calle, tal vez no se habría arriesgado a entrar, y toda la operación habría sido inútil.
Otra alternativa era que uno de ellos esperara en el jardín, pero si Cartucho o Lena decían algo, haría falta más de un testigo. Cruzó corriendo la extensión de césped y se reunió con Narraway junto a la puerta de la antecocina.
Narraway miró con cautela por la ventana.
– No hay nadie dentro -dijo-, empujando la puerta. Era una habitación pequeña y ordenada llena de cestos de verduras, cubos de basura, un saco de patatas y varias cazuelas y sartenes, así como el habitual fregadero y un barreño bajo para lavar la ropa.
Subieron el escalón para entrar en la cocina, pero siguieron sin ver a nadie. Lena debía de haber oído al intruso y había ido al salón. Pitt y Narraway recorrieron de puntillas el pasillo y se detuvieron a escasa distancia de la puerta, que estaba entreabierta. Llegaban voces de dentro. La primera era de hombre, profunda y melodiosa, con un ligero matiz agudo de la emoción. Aun así, su dicción era perfecta.
– Sé que hay otros papeles, señorita Forrest. No trate de engañarme.
Entonces la voz de Lena respondió, sorprendida y ligeramente nerviosa.
– La policía ya se ha llevado todo lo relacionado con sus citas. Aquí ya no queda nada, aparte de las facturas de la casa y los balances de cuentas, y solo las que llegaron la semana pasada. Los abogados tienen todas las antiguas. Forma parte del legado de la señorita.
Esta vez en la voz del hombre se percibía miedo y cólera.
– Si cree que puede dedicarse a lo que la señorita Lamont hacía, y chantajearme, está totalmente equivocada, señorita Forrest. No voy a permitirlo. No pienso hacer nada más bajo coacción, ¿me oye? Ni una sola palabra más, escrita o hablada.
Hubo un momento de silencio. Narraway estaba enfrente de Pitt, impidiéndole ver a través de la rendija que había entre la puerta y la jamba. Tenía el ojo a la altura de la parte superior del gozne.
– ¡Ella le hacía chantaje! -exclamó Lena con una tremenda indignación-. Le asusta tanto la idea de que ella supiera quién era usted que prefiere llevarse sus papeles para bien o para mal a dejar que se descubra su identidad.
– ¡Eso ya no importa, señorita Forrest! -Había una nota frenética en la voz del hombre, como si por un momento hubiera perdido el control.
Pitt se puso rígido. ¿Corría peligro la mujer? Tal vez Cartucho había asesinado a Maude Lamont por ese chantaje, y si Lena le presionaba demasiado, volvería a matar en cuanto supiera dónde estaban los papeles. Y ella no podía decírselo porque no existían.
– Entonces ¿por qué está aquí? -preguntó Lena-. ¡Ha venido por algo!
– Solo he venido a por las notas en las que aparece escrito quién soy -replicó él-. Está muerta. Ya no puede decir nada más, y será mi palabra contra la suya. -Su tono de voz revelaba una mayor confianza-. Está muy claro a quién de los dos creerán, de modo que no se engañe y trate de hacerme chantaje usted también. Deme los papeles y no volveré a molestarla.
– No me está molestando -señaló ella-. Y no he hecho chantaje a nadie en toda mi vida.
– ¡Menudo sofisma! -se burló él-. Usted la ayudaba. No sé si hay alguna diferencia legal, pero moralmente no la hay.
– ¡Yo la creía! -Se percibía verdadera indignación en su voz; temblaba con algo parecido a la cólera-. ¡Llevaba cinco años trabajando en esta casa cuando me enteré de que era una impostora! -Se atragantó al emitir un sollozo y se quedó sin aliento. Bajó tanto la voz que Pitt se inclinó hacia delante para oírla-. Y no fue hasta después de que otra persona le obligara a hacer chantaje a ciertas personas cuando me enteré de sus trucos… con los polvos de magnesio en los cables de las bombillas… y esa mesa. Nunca los había utilizado antes… que yo sepa.
De nuevo se hizo el silencio. Esta vez fue él quien habló con urgencia, ahogado por la emoción.
– ¿No eran todo… trucos? -El grito le salió de las entrañas, lleno de desesperación.
Ella debió de notarlo porque vaciló.
Pitt oía la respiración de Narraway y sintió la tensión que le atenazaba mientras permanecían de pie casi tocándose.
– Hay poderes auténticos -dijo Lena muy débilmente-. Yo misma los descubrí.
Una vez más se quedaron en silencio, como si él no pudiera soportar escuchar aquello.
– ¿Cómo? -dijo por fin-. ¿Cómo iba a saberlo usted? ¡Me dijo que utilizaba trucos! Que los descubrió. ¡No me mienta! Lo vi en su cara. ¡Se quedó destrozada! -Era casi una acusación, como si de alguna manera fuera culpa suya-. ¿Por qué? ¿Por qué le importa tanto?
La voz de ella sonaba casi irreconocible, aunque no podía ser de nadie más.
– Porque mi hermana tuvo un hijo fuera del matrimonio. Murió, y como era ilegítimo no lo bautizaron… -Se esforzaba por respirar, oprimida por el dolor-. De modo que no lo enterraron en terreno sagrado. Entonces ella acudió a una médium… para saber qué le había ocurrido después… después de la muerte. La médium también era una impostora. Fue más de lo que ella pudo soportar y se suicidó.
– Lo siento -dijo él con suavidad-. El niño al menos era inocente. No habría perjudicado a nadie… -Se interrumpió, sabiendo que era demasiado tarde y que de todos modos se trataba de una mentira. Las normas de la Iglesia sobre la ilegitimidad y el suicidio no eran de su competencia, pero en su voz se advertía compasión y desdén hacia las personas que con tanta crueldad las dictaban. Era evidente que no veía a ningún Dios en ellas.
Narraway se volvió y miró a Pitt.
Pitt asintió.
Se oyó un murmullo procedente de la habitación.
Narraway se volvió de nuevo.
– ¡Usted no estaba aquí la noche que la mataron! -dijo el hombre-. Yo mismo vi cómo se marchaba.
Lena resopló.
– ¡Vio la lámpara y el abrigo! -replicó ella-. ¿Cree que no he aprendido nada en las semanas que he trabajado aquí después de averiguar que ella era una impostora? Me he dedicado a observar y escuchar. No es difícil si tienes cuerdas.
– ¡Oí cómo colgaba otra vez la lámpara fuera de la puerta principal al salir a la calle! -Pronunció aquellas palabras como una acusación.
– Un puñado de piedras que tiré -dijo ella con sorna-. Dejé en el suelo otra lámpara en una cuerda. Luego salí… para ver a una amiga que no tenía reloj. La policía lo comprobó, como me había imaginado.
– ¿Y la mató… después de que nos marcháramos todos? ¡Y dejó que nos echaran a nosotros la culpa! -Volvía a estar furioso, y asustado.
Ella lo notó.
– Aún no han culpado a nadie.
– ¡Me culparán a mí cuando encuentren esos papeles! -Su voz sonó estridente; la compasión había desaparecido.
– ¡Bueno, pues yo no sé dónde están! -replicó ella-. ¿Por qué… por qué no se lo preguntamos a la señorita Lamont?
~¿Qué;
– ¡Pregúnteselo a ella! -repitió Lena-. ¿No quería saber si hay vida después de la muerte, o si esto es el final? ¿No vino aquí para eso? ¡Si hay alguien capaz de volver para decírnoslo, es ella!
– ¿Ah, sí? -La voz de él estaba preñada de sarcasmo, y sin embargo, no pudo ocultar un atisbo de esperanza-. ¿Y cómo vamos a hacerlo?
– ¡Ya se lo he dicho! -Esta vez ella también fue brusca-. Tengo poderes.
– ¿Quiere decir que aprendió alguno de los trucos de la señorita Lamont? -Las palabras estaban llenas de desdén.
– ¡Sí, por supuesto que lo hice! -exclamó ella con mordacidad-. Ya se lo he dicho. Desde que Nell murió no he dejado de buscar. No me dejo engañar tan fácilmente. También había parte de verdad antes de que empezaran los chantajes. Es posible invocar a los espíritus en las circunstancias apropiadas. Corra las cortinas y se lo mostraré.
Se hizo el silencio.
Narraway se volvió y miró a Pitt con expresión interrogante.
Pitt no tenía ni idea de qué iba a hacer Lena, ni sabía si debían permitir que aquello continuara.
Narraway apretó los labios.
Oyeron el ligero sonido del roce de las telas y a continuación un ruido de pasos. Pitt sujetó a Narraway por los hombros y prácticamente lo arrastró hacia atrás, y entraron en la habitación de enfrente, cuya puerta seguía abierta, justo a tiempo de evitar que Lena les viera al salir del salón y desaparecer en la cocina.
Estuvo allí unos minutos. No se oía a Cartucho en el salón.
Luego Lena regresó, entró de nuevo en la habitación y cerró la puerta.
Pitt y Narraway volvieron a colocarse para escuchar, pero solo entendían palabras sueltas.
– ¡Maude! -Era la voz de Lena.
Luego nada.
– ¡Maude! ¡Señorita Lamont! -Era la voz de Cartucho sin lugar a dudas, aunque sonó más aguda a causa del apremio.
Narraway se volvió hacia Pitt de nuevo, con los ojos muy abiertos.
– ¡Señorita Lamont! -Era Cartucho otra vez, en esta ocasión emocionado y casi intimidado-. ¡Me conoce! ¡Escribió mi nombre! ¿Dónde están los papeles?
– Se oyó un prolongado gemido; resultaba imposible decir si correspondía a un hombre o una mujer. De hecho, sonó tan extraño y ahogado que podría haber sido de un animal.
– ¿Dónde está? ¿Dónde está? -suplicó él-. ¿Cómo es eso? ¿Ve algo? ¿Oye algo? ¡Respóndame!
Se oyó un fuerte golpe y un grito agudo, seguido de un estrépito aún más fuerte, como si se hubiera hecho añicos algún objeto de cristal.
Narraway puso una mano en el pomo de la puerta en el preciso momento en que una explosión hacía estremecer toda la casa, y se oyó un rugido de llamas y llegó un fuerte olor a quemado.
Pitt se arrojó sobre Narraway y lo apartó de la puerta, y este dio patadas y forcejeó con él.
– ¡Está dentro! -gritó furioso-. ¡Esa estúpida mujer ha pegado fuego a algo! ¡Se van a ahogar! ¡Suélteme, maldita sea! ¡Pitt! ¿Quiere que se quemen?
– ¡Es gas! -gritó Pitt a su vez, y en ese mismo momento todo el lateral de la casa estalló, y fueron arrojados hacia atrás y lanzados al suelo a un par de pasos de la puerta principal, que colgaba de sus goznes. Pitt se levantó tambaleándose.
La puerta del salón había desaparecido y la habitación estaba llena de llamas y humo. Una corriente de aire procedente del vestíbulo recorrió la estancia y la despejó por un momento. El obispo Underhill, con la cruz todavía en el pecho, yacía de espaldas con la cabeza vuelta hacia la puerta y una expresión de asombro. Lena Forrest estaba desplomada en la silla de la cabecera de la mesa, con la cabeza y los hombros ensangrentados.
El fuego volvió a extenderse y las llamas se elevaron rugientes, reduciendo las cortinas y la madera a ceniza.
Narraway también se había levantado, con la cara lívida bajo el polvo y el humo.
– No podemos hacer nada por ellos -dijo Pitt, tembloroso.
– Toda la casa va a estallar en cualquier momento. -Narraway tosía y se ahogaba-. ¡Salgamos de aquí! ¡Corra, Pitt! -Y le tiró del brazo para que se diera la vuelta y empujarlo hacia la puerta principal.
Bajaron a toda velocidad los escalones y aterrizaron tambaleándose en la acera cuando la tercera explosión rasgó el aire y las llamas atravesaron las ventanas arrojando cristales en todas direcciones.
– ¿Lo sabía? -preguntó Narraway, sujetándose las rodillas-. ¿Sabía que Lena mató a Maude Lamont?
– Lo he sabido esta mañana -replicó Pitt, sentándose. Tenía rasguños en las rodillas y cicatrices en las manos, y estaba mugriento y chamuscado-. Cuando he caído en la cuenta de que fue su hermana quien murió en Teddington. Nell es el diminutivo de Penélope. -Enseñó los dientes furioso-. ¡A Voisey se le escapó ese detalle!
En la calle había varias personas gritando. Los coches de bomberos no tardarían en llegar.
– Sí -asintió Narraway, y una sonrisa de blancos dientes apareció en su cara manchada de humo-. ¡Ya lo creo!