Poco se pudo rescatar de los escombros de la casa de Southampton Row, pero los coches de bomberos impidieron al menos que el incendió se extendiera hacia el sur y alcanzara la casa vecina, o avanzara hacia el norte recorriendo Cosmo Place.
Era indudable que la primera explosión se había producido cuando las cortinas habían prendido y el fuego se había propagado hasta los brazos de una lámpara de gas, que había reventado otra cañería maestra de gas en el ala norte de la casa. Esta había dejado escapar el gas y, tan pronto como lo habían alcanzado las llamas, había hecho estallar el salón y sus alrededores.
Pitt y Narraway tuvieron la suerte de salir de allí únicamente con unos rasguños y cardenales y la ropa hecha trizas. Habría que esperar hasta que la noche estuviera avanzada, o bien hasta la mañana siguiente, para poder acceder a las ruinas con plena seguridad y ocuparse de los restos de Lena Forrest y el obispo Underhill.
Y a menos que hubiera constancia de una conexión entre Maude Lamont y Voisey en los papeles que tenía la Brigada Especial, ya no habría modo de demostrar nada. En Southampton Row seguro que ya no habría nada que hacer, y Lena Forrest no podría volver a hablar.
Pitt sabía lo que eso significaba. Había muy pocos motivos para congratularse, salvo quizá la certeza de que Rose Serracold no era culpable. Y no tenía ninguna de las pruebas de la conexión con Voisey que esperaban encontrar. Estaba allí, pero era imposible demostrarla, lo que la hacía aún más dolorosa. Voisey podría mirarlos y saber que eran totalmente conscientes de lo que había hecho y de por qué lo había hecho, y de que tendría éxito.
– Voy a ir a Teddington -dijo Pitt, después de caminar durante unos minutos por la acera esquivando a los caballos y los coches de bomberos-. Aunque no pueda demostrar nada, quiero estar seguro de que Francis Wray no se suicidó.
– Iré con usted -dijo Narraway con rotundidad. Y con un amago de sonrisa, añadió-: ¡No lo hago por usted! Tengo suficiente interés en atrapar a Voisey como para correr cierto riesgo, por pequeño que sea. Pero primero será mejor que uno de los dos vaya a Bow Street e informe de lo que ha ocurrido aquí. ¡Les hemos resuelto el caso! -exclamó bastante satisfecho. Luego frunció el entrecejo-. ¿Por qué demonios no está aquí Tellman?
Pitt estaba demasiado cansado para molestarse en mentir.
– Le envié a Devon para que se llevara a mi familia a otra parte. -Vio cómo Narraway se acaloraba-. Voisey sabía dónde estaban. Me lo dijo él mismo.
– ¿Llegó hasta allí?
– Sí -dijo Pitt con infinita satisfacción-. ¡Ya lo creo que lo hizo!
Narraway gruñó. No valía la pena hacer ningún comentario. Parecía que la oscuridad se cerniese alrededor de Pitt, y los comentarios fáciles serían peores que inútiles.
– Hablaré de esto con Wetron -optó por decir-. Usted puede decírselo a Cornwallis. Merece saberlo.
– Lo haré. Y alguien tiene que comunicárselo a la mujer del obispo.
– Cornwallis encontrará a alguien -se apresuró a decir Narraway-. Usted no tiene tiempo. Y de todos modos, no puede ir con ese aspecto.
Llegaron a la esquina de High Holborn. Narraway tomó el primer coche de punto vació que pasó, y Pitt, el segundo.
Isadora volvió a casa después de haberle dicho a Cornwallis que el obispo había ido a Southampton Row. Cuando llegó se sentía desgraciada y terriblemente avergonzada por el paso irrevocable que había dado. Había hecho público el secreto de su marido, y Cornwallis era un policía y no podía tratar aquella información de forma confidencial.
Era posible que el obispo fuera realmente la persona que había matado a la desgraciada médium, aunque cuanto más pensaba en ello, menos creía que él hubiera sido el responsable. Pero no tenía derecho a callarse información basándose en sus propias opiniones cuando no lo sabía con certeza.
Creía que conocía a su marido, pero no había sido para nada consciente de sus crisis de fe, del terror que anidaba en él; un terror que no podía haber surgido de golpe aunque a él se lo hubiera parecido. Aquella debilidad debía de llevar años en estado latente; tal vez siempre había estado allí.
¿Hasta qué punto llegamos a conocer a los demás, sobre todo si no nos importan de forma real y profunda, si no despiertan en nosotros la compasión y el esfuerzo de observar, escuchar, emplear la imaginación y dejar de situarnos a nosotros mismos en primer plano? El hecho de que él no la conociera a ella, o no tuviera particular interés en hacerlo, no era excusa.
Se sentó pensando en todas esas cosas, sin moverse de la silla, sin encontrar nada que le reconfortara o que mereciera la pena hacer hasta que él volviera, con o sin la prueba que buscaba.
¿Qué iba a decirle entonces? ¿Tendría que confesarle que había ido a ver a Cornwallis? Probablemente. No sería capaz de mentirle, de vivir bajo el mismo techo, de sentarse a la mesa frente a él y entablar una conversación trivial ocultando todo el tiempo ese secreto.
¡Por supuesto, siempre había la posibilidad de que la policía le sorprendiera en Southampton Row con la prueba! ¡Entonces él seguramente adivinaría lo que ella había hecho! Nunca la perdonaría. No era un hombre que perdonara. El motivo estaba muy bien, pero la práctica ardía como ácido en sus entrañas.
Seguía sentada sin hacer nada, absorta en sus pensamientos, cuando la criada entró para anunciar que el subcomisario Cornwallis estaba en la sala y quería verla.
A Isadora le dio un vuelco el corazón y por un momento se sintió tan mareada que no pudo levantarse. ¡De modo que era Reginald quien había matado a la médium! Le habían detenido. Le dijo a la criada que iría enseguida, y al ver que se quedaba mirándola, se dio cuenta de que solo había hablado en su imaginación.
– Gracias -dijo en alto-. Le recibiré. -Se levantó muy despacio-. Por favor, no nos interrumpas a menos que te llame… Temo… que pueden ser malas noticias. -Pasó por delante de la joven al salir al pasillo, y entró en la sala y cerró la puerta detrás de ella antes de enfrentarse a Cornwallis.
Por fin le miró. Estaba muy pálido, y mantenía la mirada fija como si algo le hubiera impactado profundamente y tardara en reaccionar de una manera más física. Dio un paso hacia ella y se detuvo.
– Yo… No se me ocurre una manera más delicada de decírselo… -empezó a decir.
Todo pareció girar alrededor de ella. ¡Era cierto! No había creído que pudiera ser verdad, ni siquiera hacía unos momentos.
Sintió cómo las manos de él la sujetaban por los brazos, sosteniendo casi su peso. Era ridículo, pero se le doblaban las rodillas. Retrocedió tambaleándose y se dejó caer en una de las sillas. El estaba inclinado sobre ella, con el rostro crispado por una emoción que le abrumaba.
– El obispo Underhill fue a Southampton Row y habló un rato con el ama de casa, Lena Forrest -decía-. No sabemos exactamente cuál fue la causa, pero hubo un incendio y luego una explosión que hizo estallar la cañería maestra del gas.
Isadora parpadeó.
– ¿Está… herido? -¿Por qué no preguntaba lo que era realmente importante: «¿Es culpable?»?
– Me temo que luego hubo otra explosión, más grande -dijo él en voz baja-. Murieron los dos. Queda muy poco de la casa. Lo siento mucho.
¿Muerto? ¿Reginald estaba muerto? Era lo único que no se le había ocurrido. Debería estar horrorizada y experimentar una sensación de pérdida y un gran y doloroso vacío dentro de ella. ¡La compasión estaba bien, pero no aquella sensación de huida!
Cerró los ojos, aunque no por la tristeza, sino para que Cornwallis no viera la confusión que reinaba en ella, el alivio abrumador que sentía al no tener que ver a Reginald sufrir la vergüenza, la humillación, el rechazo de sus colegas, y la confusión y el dolor que les seguirían. Luego tal vez una larga y debilitadora enfermedad, y el miedo a la muerte que la acompañaría. En lugar de ello, la muerte le había llegado de forma repentina, sin que le hubiera dado tiempo siquiera de reconocer su cara.
– ¿Se sabrá la verdadera razón por la que fue allí? -preguntó Isadora, abriendo los ojos y mirándole.
– No veo por qué -respondió Cornwallis-. Fue el ama de casa quien mató a Maude Lamont. Al parecer, su hermana había tenido una trágica experiencia con una médium hacía años y se suicidó a raíz de ello. Lena nunca lo superó. Creyó en Maude Lamont hasta hace poco. Al menos eso me ha dicho Pitt. -Se arrodilló delante de ella, sosteniendo las manos rígidas de la mujer en las suyas-. Isadora.
Era la primera vez que la llamaba por su nombre.
De pronto ella sintió deseos de llorar. Era la conmoción, el calor que emanaba de él al estar tan cerca de ella. Sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas.
Por un momento Cornwallis no supo qué decir. Luego se inclinó hacia ella y, abrazándola, dejó que llorara largamente, segura en sus brazos, muy cerca de él, apoyando la mejilla en su pelo. E Isadora permaneció así hasta mucho después de que el impacto inicial remitiera, porque no quería moverse, y en el fondo sabía que él tampoco lo deseaba.
Pitt volvió a reunirse con Narraway en la estación para esperar el tren de Teddington. Narraway tenía una sonrisa tensa y dura en los labios, y saboreaba aún la satisfacción que había experimentado cuando había informado a Wetron de que el caso estaba cerrado y se lo había cedido.
– Cornwallis se lo dirá a la señora Underhill -dijo Pitt brevemente. Estaba pensando en el juez de instrucción, y albergaba la mínima esperanza de que al examinar el cadáver de Wray hubiera encontrado algo que demostrara una verdad mejor que la que Pitt temía.
En el trayecto en tren consideraron que tenían poco que decirse. Ambos estaban agotados física y emocionalmente por la tragedia de la mañana, y ninguno de los dos había tenido tiempo de cambiarse de ropa. Al menos Pitt sentía una mezcla de compasión y repulsión hacia el obispo. El miedo era un sentimiento que conocía demasiado bien para no comprenderlo, tanto si era al dolor físico y la extinción, como a la humillación emocional. Pero había poco que admirar en aquel hombre. Era una compasión sin respeto.
Lena Forrest era un caso diferente. Pitt no podía aprobar lo que había hecho. Había asesinado a Maude Lamont para vengar un ultraje, no para salvar su vida o la de alguien, al menos no directamente. O tal vez era eso lo que pretendía. Nunca lo sabrían.
No obstante, había planeado el asesinato con mucho cuidado e ingenuidad, y después de llevarlo a cabo, había permitido que la policía sospechara de otras personas.
Sin embargo, sentía lo mucho que había sufrido desde la muerte de su hermana. Y si habían sospechado que otros individuos habían matado a Maude Lamont, era solo porque ella les había dado motivos reales para odiarla y temerla. Era una mujer capaz de actuar con extraordinaria crueldad y utilizar las tragedias de las personas más vulnerables para su propio provecho.
Pitt suponía que Cornwallis se sentía de forma similar. En cuanto a Narraway, no tenía ni idea, ni pensaba preguntarle. Si después de aquello le dejaban seguir trabajando en Londres, se lo debería a él. No podía permitirse enfadarse con él ni despreciarle.
Permanecieron sentados todo el camino hacia Teddington y siguieron hasta Kingston. El ruido del tren bastaba para hacer difícil la conversación, y ninguno de los dos tenía ningún deseo de hablar de lo ocurrido o de las consecuencias que podía tener.
En Kingston tomaron un coche de punto que les llevó de la estación al depósito de cadáveres donde habían realizado la autopsia. El cargo de Narraway bastó para atraer la atención casi inmediata de un médico muy irritado. Era un hombre corpulento de nariz respingona y cabello ralo. Debía de haber sido bien parecido en su juventud, pero sus facciones se habían vuelto toscas. Miró con mucho desagrado a los dos hombres mugrientos y magullados.
Narraway le sostuvo la mirada sin pestañear.
– No puedo imaginar qué interés tiene la Brigada Especial en la muerte de un desgraciado anciano que tanto destacó en vida -dijo el médico secamente-. ¡Me alegro que solo tuviera amigos, y no una familia que se sintiera consternada por todo este asunto! -Agitó una mano, indicando la sala que se encontraba a sus espaldas, donde supuestamente se realizaban las autopsias.
– Afortunadamente su imaginación, o la falta de ella, no cuenta -replicó Narraway con tono gélido-. Solo nos interesan sus dotes forenses. ¿Cuál fue la causa de la muerte del señor Wray en su opinión?
– No es una opinión, es un hecho -replicó el médico-. Murió envenenado con digital. Una ligera dosis debió de aminorar el ritmo, y eso bastó para detenerlo del todo.
– ¿Ingerido en qué forma? -preguntó Pitt. Podía sentir cómo su propio corazón le latía con fuerza mientras esperaba la respuesta. No estaba seguro de si la quería oír.
– Polvos -dijo el médico sin vacilar-. Probablemente tabletas trituradas, en la mermelada de frambuesa de una tartaleta. Fue ingerida poco antes de que muriera.
Pitt se sobresaltó.
– ¿Qué?
El médico le miró con creciente irritación.
– ¿Voy a tener que repetírselo todo?
– ¡Si es lo bastante importante, sí! -replicó Narraway. Se volvió hacia Pitt-. ¿Qué pasa con la confitura de frambuesa?
– No tenía -respondió Pitt-. Me pidió disculpas por ello. Dijo que era su favorita y que se le había acabado.
– ¡Reconozco la confitura de frambuesa cuando la veo! -exclamó el médico furioso-. Apenas fue digerida. El pobre hombre murió poco después de comerla. Y no hay duda de que estaba en la tartaleta. Tendría que presentar unas pruebas inapelables, y no puedo imaginar cuáles podrían ser, para hacerme creer que no se fue a la cama con unas tartaletas de confitura y un vaso de leche. La digital estaba en la confitura, no en la leche. -Miró a Pitt con profundo desagrado-. Aunque desde el punto de vista de la Brigada Especial, no veo qué diferencia hay entre una cosa y la otra. De hecho, no veo el motivo por el cual todo eso sea de su incumbencia.
– Quiero el informe por escrito -dijo Narraway. Miró a Pitt y este asintió-. La hora y la causa de la muerte, y concretamente que la digital que le mató estaba en la confitura de frambuesa de la tartaleta. Esperaré.
El médico salió murmurando para sí y dejó solos a Pitt y a Narraway.
– ¿Y bien? -preguntó Narraway, tan pronto como el doctor dejó de oírles.
– No tenía confitura de frambuesa -insistió Pitt-. Pero justo cuando yo me iba llegó Octavia Cavendish con una cesta de comida para él. ¡Debieron de ser las tartaletas que había dentro! -Trató de reprimir la esperanza que brotó en su interior. Era demasiado precipitada, demasiado frágil. El peso de la derrota seguía oprimiéndole-. Pregunte a Mary Ann. Recordará lo que desenvolvió y sacó de ella. Y le dirá que antes de recibir la cesta no había tartaletas de confitura en la casa.
– ¡Ya lo creo que lo haré! -dijo Narraway con vehemencia-. Lo haré, y cuando tengamos por escrito el informe de la autopsia, no podrá desdecirse.
El médico volvió unos minutos después y le entregó un sobre cerrado. Narraway lo tomó, lo rasgó y leyó con detenimiento el papel que había dentro mientras el médico le lanzaba una mirada furibunda, ofendido ante la desconfianza con que se le había tratado. Narraway le miró con desdén. No confiaba en nadie. Su trabajo dependía de su capacidad para ser exacto hasta en el último detalle. Un error, algo dado por supuesto, una sola palabra, podían costar vidas.
– Gracias -dijo satisfecho, y se guardó el papel en el bolsillo. Se encaminó a la salida, seguido de cerca por Pitt.
Debían ir a la estación para coger el siguiente tren de vuelta a Londres. La primera parada sería Teddington, y desde allí solo había una corta distancia a pie hasta la casa de Wray.
Por fuera todo parecía igual: las flores brillaban al sol, atendidas con amor pero sin disciplina. Los rosales seguían cayendo alrededor de las puertas y las ventanas, y descolgándose por el arco que había sobre la verja. Los claveles se desparramaban sobre los senderos, llenando el aire de su fragancia. Por un momento, Pitt se olvidó de que Wray se había ido de allí para siempre.
Y sin embargo, la casa parecía deshabitada; se percibía en ella un sensación de vacío. O tal vez se lo imaginó.
Narraway le lanzó una mirada. Parecía a punto de decir algo, pero cambió de parecer. Caminaron uno detrás del otro por el camino enlosado y Pitt llamó a la puerta.
Transcurrieron unos minutos antes de que Mary Ann acudiera a abrir. Miró a Narraway y a continuación a Pitt, y su cara se iluminó al recordar quién era.
– ¡Oh, es usted, señor Pitt! Me alegro de verle, sobre todo después de las tonterías maliciosas que están diciendo por ahí. ¡A veces me doy por vencida! Supongo que está enterado de lo del pobre señor Wray. -Parpadeó y los ojos se le llenaron de lágrimas-. ¿Sabe que le dejó a usted la confitura? No lo llegó a poner por escrito, pero me lo dijo a mí. «Mary Ann, tengo que darle al señor Pitt algo de confitura, ha sido tan amable conmigo.» Pensaba hacerlo, pero luego vino la señora Cavendish y ya no tuve oportunidad. Ya sabe cómo hablaba él. -Sorbió por la nariz y sacó un pañuelo con el que se sonó-. ¡Lo siento, pero le echo muchísimo de menos!
Pitt se sintió tan conmovido por el gesto, tan inmensamente aliviado de que, aun en el caso de que Wray se hubiera quitado la vida, no lo hubiera hecho pensando mal de él, que notó que se le formaba un nudo en la garganta y le escocían los ojos. No habló para no delatarse.
– Es usted muy amable -respondió Narraway, tal vez porque vio que era necesario o sencillamente porque estaba acostumbrado a hacerse cargo de las situaciones-. Pero creo que podría haber otras personas que reclamen sus cosas, hasta las de la cocina, y no querríamos que se viera usted en dificultades.
– ¡Oh, no! -dijo ella con rotundidad-. No hay nadie más. El señor Wray me lo ha dejado todo a mí, incluidos los gatos. Han venido los abogados para decírmelo. -Tragó saliva-. ¡Toda esta casa! ¡Todo! ¿Se lo imagina? De modo que la confitura es mía, a menos que el señor Pitt no la quiera.
Narraway se sorprendió, pero Pitt advirtió que su cara se suavizaba, como si él también estuviera conmovido por una profunda emoción.
– En ese caso, estoy seguro de que el señor Pitt le estará muy agradecido. Disculpe la intrusión, señorita Smith, pero a la luz de la información que tenemos en estos momentos, debemos hacerle unas preguntas. ¿Podemos pasar?
Ella frunció el entrecejo, mirando a Pitt y luego a Narraway.
– No son preguntas difíciles -afirmó Pitt en tono tranquilizador-. Y no se le acusa de nada. Solo necesitamos estar seguros.
Mary Ann abrió la puerta de par en par y retrocedió un paso.
– Bueno, supongo que es mejor que se aseguren. ¿Quieren una taza de té?
– Sí, gracias -aceptó Pitt, sin molestarse en consultar a Narraway.
Ella les habría hecho esperar en el gabinete donde Pitt se había reunido con Wray, pero en parte por la prisa que tenían, y sobre todo por el rechazo que le producía la idea de sentarse donde él había hablado tan íntimamente con un hombre que ahora estaba muerto, la siguieron hasta la cocina.
– Las preguntas -empezó Narraway, mientras ella ponía agua a hervir y abría el regulador de tiro del fogón para que volviera arder el fuego-. Cuando el señor Pitt estuvo aquí tomando el té el mismo día que murió el señor Wray, ¿qué les sirvió?
– ¡Oh! -Se quedó sorprendida y desconcertada-. Sándwiches, bollos y confitura, creo. No teníamos bizcocho.
– ¿Qué clase de confitura?
– De ciruela.
– ¿Está totalmente segura?
– Sí. Era la confitura de la señora Wray, la favorita del señor.
– ¿No era de frambuesa?
– No teníamos de frambuesa. El señor Wray se la había comido. Era su favorita.
– ¿Podría jurarlo ante un tribunal, si tuviera que hacerlo? -inquirió Narraway.
– Sí, por supuesto. Soy capaz de distinguir la frambuesa de la ciruela. Pero ¿por qué? ¿Qué ha pasado?
Narraway pasó por alto la pregunta.
– ¿ La señora Cavendish vino a ver al señor Wray justo cuando se iba el señor Pitt?
– Sí. -Desplazó la mirada de Pitt a Narraway-. Trajo unas tartaletas de confitura de frambuesa y una tarta de crema con unos libros.
– ¿Cuántas tartaletas?
– Dos. ¿Por qué? ¿Qué pasa?
– ¿Y sabe si se comió él las dos?
– ¿Qué pasa? -Estaba muy pálida.
– ¿Se comió usted alguna? -insistió Narraway.
– ¡Por supuesto que no! -replicó ella furiosa-. ¡Se las trajo a él! ¿Por quién me toma? ¿Cree que me comería las tartaletas que le ha traído una amiga al señor?
– Creo que es usted una mujer honrada -respondió Narraway con repentina suavidad-. Y creo que la honradez le ha salvado la vida al heredar una casa que un hombre generoso deseaba que usted tuviera en agradecimiento por lo amable que fue con él.
Ella se ruborizó al oír el elogio.
– ¿Vio los libros que trajo la señora Cavendish? -preguntó Narraway.
Ella levantó rápidamente la vista.
– Sí. Eran de poemas.
– ¿Estaba entre ellos el libro que encontraron junto a él cuando murió? -Narraway hizo una ligera mueca ante la osadía de la pregunta, pero no la retiró.
Ella asintió, con los ojos llenos de lágrimas.
– Sí.
– ¿Está segura?
– Sí.
– ¿Sabe escribir, Mary Ann?
– ¡Por supuesto que sí! -Pero lo dijo con tanto orgullo que la posibilidad de que no supiera era muy real.
– Bien -dijo Narraway con tono de aprobación-. Entonces tome papel y pluma, y escriba exactamente lo que nos ha dicho: que no había confitura de frambuesa en la casa ese día hasta que la trajo la señora Octavia Cavendish, y que apareció con dos tartaletas de frambuesa, y que las dos se las comió el señor Wray. Añada, si es tan amable, que trajo el libro de poesía que encontraron a su lado. Y ponga la fecha y fírmelo.
– ¿Por qué?
– Por favor, hágalo, luego se lo explicaré. Escríbalo primero. Es importante.
Mary Ann reparó en la gravedad de su cara, y se disculpó y fue al gabinete. Casi diez minutos más tarde, después de que Pitt hubiera apartado el hervidor del fuego, la sirvienta volvió y tendió a Narraway una hoja escrita cuidadosamente, fechada y firmada.
Él la cogió y la leyó, y luego se la dio a Pitt, quien le echó un vistazo y se la guardó tras quedar satisfecho.
Narraway le miró fijamente, pero no le pidió que se la devolviera.
– ¿Bien? -preguntó Mary Ann-. Ha dicho que me lo explicaría si le escribía todo eso.
– Sí -asintió Narraway-. El señor Wray murió tras haber comido una confitura de frambuesa que contenía veneno. -No se fijó en la cara pálida de Mary Ann y en sus esfuerzos por respirar-. El veneno, para ser exactos, era digital, que se produce de forma natural en la dedalera, una planta de la que tiene varias muestras hermosas en su jardín. Algunos supusieron que el señor Wray había tomado un poco de las hojas y se había preparado una pócima que había bebido con la intención de poner fin a su vida.
– ¡El jamás habría hecho una cosa así! -exclamó ella furiosa-. ¡Lo sé, aunque algunos no piensen como yo!
– No -convino Narraway-. Y usted ha sido de gran ayuda al demostrarlo. Sin embargo, sería muy prudente, por su propia seguridad, que no dijera nada a nadie. ¿Me comprende?
Ella le miró con un miedo que se reflejaba en sus ojos y en su voz.
– ¿Está diciendo que fue la señora Cavendish quien le dio las tartaletas que le envenenaron? ¿Por qué iba a hacer eso? ¡Le tenía mucho aprecio! ¡No tiene sentido! Debió de darle un ataque al corazón.
– Sería mejor que creyera eso -afirmó Narraway-. Mucho mejor. Pero el dato de la confitura es muy importante, de cara a demostrar que no se suicidó. Su Iglesia lo considera pecado y no querrían enterrarle en terreno sagrado…
– ¡Eso es perverso! -gritó ella furiosa-. ¡Es absolutamente mezquino!
– Es perverso -dijo Narraway profundamente emocionado-. Pero ¿cuándo ha detenido eso a los hombres que se consideran a sí mismos rectos por juzgar a los que creen que no lo son?
Mary Ann se volvió hacia Pitt con los ojos encendidos.
– ¡Él confiaba en usted! ¡Tiene que impedir que lo hagan! ¡Tiene que hacerlo!
– Para eso estoy aquí-dijo Pitt con suavidad-. Por su bien y por el mío. Tengo enemigos y, como sabe, algunos aseguran que fui yo quien le empujó al suicidio. Se lo digo por si la he inducido a error. Nunca creí que él fuera el hombre que fue a Southampton Row, y ni siquiera me referí a ello la última vez que estuve aquí. El hombre que fue a ver a la médium es el obispo Underhill, y también está muerto.
– Él nunca…
– No. Murió en un accidente.
La cara de Mary Ann se llenó de compasión.
– Pobre hombre -murmuró.
– Muchas gracias, señorita Smith. -No cabía duda de la sinceridad de Narraway-. Ha sido de gran ayuda. Nos ocuparemos del asunto a partir de aquí. El juez de instrucción establecerá que se trató de una muerte accidental, porque yo me encargaré de que así lo haga. Si usted aprecia su seguridad no lo desmentirá, independientemente de con quien hable o de cuáles sean las circunstancias, a menos que yo o el señor Pitt la llevemos ante un tribunal y sea interrogada sobre el tema bajo juramento. ¿Me ha comprendido?
Ella asintió, tragando saliva con esfuerzo.
– Bien. Ahora debemos ir a hablar con el juez.
– ¿No quieren una taza de té? De todos modos, tiene que llevarse su confitura -añadió dirigiéndose a Pitt.
Narraway lanzó una mirada al agua.
– La verdad es que sí, nos quedaremos a tomar el té. Solo una taza, gracias. Ha sido un día increíblemente agotador.
Mary Ann miró la ropa mugrienta y llena de rasgones de los dos, pero no hizo ningún comentario. Le habría parecido una grosería. Cualquiera podía pasar por un mal momento, y ella lo sabía mejor que nadie. No juzgaba a la gente que le caía bien.
Pitt y Narraway caminaron juntos hasta la estación.
– Voy a volver a Kingston para hablar con el juez -anunció Narraway mientras cruzaban la calle-. Me presentará el informe que queramos. Francis Wray será enterrado en terreno sagrado. Pero de poco nos servirá demostrar que murió envenenado por las tartaletas de la señora Cavendish. La acusarían de asesinato, basándose en pruebas circunstanciales indiscutibles, y dudo mucho que ella tuviera la menor idea de lo que hacía. Voisey le dio la confitura o, lo que es más probable, las mismas tartaletas, para asegurarse de que no involucraba a nadie más, tanto por su propia seguridad en caso de que siguieran el rastro hasta dar con él, como porque si hay alguien que le importe es ella.
– Entonces ¿cómo diablos pudo utilizarla como instrumento del crimen? -preguntó Pitt. No podía entender tamaña crueldad. No concebía una cólera lo bastante intensa para emplear como arma mortal a una persona inocente, y menos a alguien querido y que confiaba en uno por encima de todo.
– ¡Pitt, si quiere serme de alguna utilidad, debe dejar de creer que todos los demás se mueven en el mismo plano moral y emocional que usted! -exclamó Narraway-. ¡Porque no es así! -Miró con ferocidad el sendero que tenía ante sí-. ¡No sea tan rematadamente estúpido como para pensar en lo que haría usted en una situación parecida! ¡Piense en lo que ellos harían! Se está enfrentando a ellos… no a cien imágenes de usted mismo reflejadas en un espejo. Voisey le odia con una pasión que no puede ni imaginar. ¡Téngalo presente! Téngalo presente cada día y cada hora de su vida… porque si no lo hace, algún día lo pagará caro. -Se detuvo y le tendió una mano, haciendo que Pitt chocara con él-. Y yo me quedaré con el testimonio de Mary Ann. Lo guardaremos junto con el resultado de la autopsia donde Voisey no pueda encontrarlo nunca. Es preciso que se entere, y que se entere de que si le pasa algo a usted o a su familia, los haremos públicos, lo cual sería muy desafortunado para la señora Cavendish, realmente desafortunado, y a la larga para el mismo Voisey, tanto si ella está dispuesta a testificar contra él como si no.
Pitt vaciló por un momento. Aquello significaba comprar la seguridad de su familia sin transigir ni capitular. Se metió una mano en el bolsillo y sacó el papel. Si no podía confiar en Narraway, no le quedaba nada.
Narraway lo tomó dirigiéndole una sonrisa, con los labios apretados en una fina línea.
– Gracias -dijo con cierto sarcasmo. Era consciente de que Pitt había dudado por un instante-. Estoy dispuesto a tomar fotografías de los dos documentos y a guardarlos donde quiera. Los originales deben permanecer en un lugar en el que ni siquiera Voisey pueda alcanzarlos, y es mejor que usted no sepa dónde. Créame, Pitt, será más seguro.
Pitt le devolvió la sonrisa.
– Gracias -contestó-. Sí, estaría bien tener una fotografía de cada uno. Estoy seguro de que el comisario Cornwallis lo agradecería.
– Entonces la tendrá -respondió Narraway-. Ahora tome su tren para la ciudad y entérese de los resultados de las elecciones. A estas alturas ya debe de saberse algo. Le sugiero que vaya a la sede del Partido Liberal. Tendrán noticias antes que nadie y las anunciarán en carteles con luces eléctricas para que todos se enteren. Si no tuviera que hablar con el juez de instrucción, iría personalmente. -Una punzada de dolor se reflejó en su cara-. Creo que la lucha entre Voisey y Serracold puede ser mucho más reñida de lo que nos gustaría, y yo prefiero no pronunciarme. Buena suerte, Pitt. -Y antes de que Pitt pudiera responder, se volvió y se alejó a paso rápido.
Pitt, cansado y todavía mugriento, esperaba entre la multitud en la acera situada frente al club liberal, alzando la vista hacia las luces eléctricas en las que iban apareciendo los últimos resultados. ¡Tenía aprecio a Jack, pero era la competición entre Voisey y Serracold lo que ocupaba su mente, y se negaba a abandonar las últimas esperanzas en la capacidad de Serracold para aprovechar el impulso liberal y ganar, aunque fuera por un estrecho margen!
El resultado que anunciaban en esos momentos no le interesaba: un escaño tory seguro en alguna parte del norte de la ciudad.
A un par de pasos de él había dos hombres.
– ¿Te has enterado? -preguntó uno con incredulidad-. ¡Ese tipo lo ha conseguido! ¿Puedes creerlo?
– ¿Qué tipo? -preguntó el compañero de mal talante.
– ¡Hardie, quién si no! -respondió el primero-. ¡Keir Hardie! ¡Del Partido Laborista!
– ¿Quieres decir que ha ganado? -La voz del hombre que preguntaba reflejaba una tremenda incredulidad.
– ¡Lo que oyes!
Pitt sonrió para sí, aunque no estaba seguro de las repercusiones políticas que aquello podía tener, si es que tenía alguna. Mantenía la vista clavada en las luces eléctricas, pero empezó a darse cuenta de que era inútil. Anunciaban los resultados según llegaban, pero el escaño de Jack o el de Lambeth sur tal vez ya se habían anunciado. Necesitaba buscar a alguien que se lo dijera. Si aún estaba a tiempo, incluso podría parar un coche de punto e ir a Lambeth para oír personalmente los resultados.
Se apartó del grupo que observaba las luces y se acercó al portero. Tuvo que esperar unos minutos hasta que el hombre pudo atenderle.
– ¿Sí, señor? -preguntó con paciencia, pasando educadamente por alto el aspecto de Pitt. Aquella noche todo el mundo le solicitaba, y era una sensación sumamente agradable.
– ¿Se saben ya los resultados del señor Radley en Chiswick? -preguntó.
– Sí, señor, han llegado hace casi un cuarto de hora. Por los pelos, pero lo ha conseguido, señor.
Pitt sintió una oleada de alivio.
– Gracias. ¿Qué hay de Lambeth sur? ¿El señor Serracold y sir Charles Voisey?
– No lo sé, señor. He oído decir que está un poco más reñido, pero no puedo decírselo con seguridad. Podría ganar cualquiera de los dos.
– Gracias. -Pitt retrocedió para dejar pasar al siguiente curioso impaciente y se apresuró a buscar un coche de punto. A menos que se encontrara con un atasco extraordinario, estaría en el ayuntamiento de Lambeth en menos de una hora. Presenciaría cómo se iban produciendo los resultados personalmente.
Era una tarde agradable, calurosa y húmeda. Medio Londres parecía haber salido a tomar el aire, a pie o en coche, abarrotando las calles. Diez minutos después Pitt encontró un coche libre y se subió gritando al cochero que le llevara al ayuntamiento de Lambeth, al otro lado del río.
El coche dio media vuelta y se fue por donde había venido, abriéndose paso con dificultad mientras avanzaba a contracorriente. Por todas partes había luces, y se oían los gritos, el ruido de cascos sobre los adoquines, y el tintineo y el sonido de los arneses al entrechocar. Quiso gritar al cochero que se diera prisa, que se abriera paso a la fuerza, pero sabía que era inútil. Por su propio bien, el hombre debía de estar haciendo todo lo posible.
Se recostó obligándose a tener paciencia. Se debatía entre la esperanza en las posibilidades de victoria de Aubrey Serracold y la desagradable duda en la boca del estómago ante la eventualidad de que alguien derrotara a Voisey. Era demasiado inteligente, demasiado seguro.
En esos momentos cruzaban Vauxhall Bridge. Percibía el olor del río y veía las luces reflejadas en su superficie desde las orillas. Todavía había botes de recreo en el agua, y la brisa llevaba hasta él el sonido de las carcajadas.
Al otro lado del río había gente por las calles, pero se apreciaba un poco menos de tráfico. El coche ganó velocidad. Tal vez llegara a tiempo de oír cómo anunciaban el resultado. Sin embargo, una parte de él esperaba que todo hubiera terminado cuando llegara allí. Se limitarían a decírselo y ahí acabaría todo. ¿Podría hacer algo Narraway para frenar el poder de Voisey si ganaba? ¿Acabaría siendo lord canciller de Inglaterra algún día, tal vez incluso antes de que se acabara el siguiente gobierno?
– ¡Ya estamos, señor! -dijo el cochero-. ¡Es lo más cerca que le puedo llevar!
– ¡Bien! -Pitt se apeó rápidamente, le pagó y se abrió paso a través del tráfico hacia las escalinatas del ayuntamiento. Dentro había más gente, que se apretujaban y se empujaban hacia delante para ver.
El funcionario encargado de anunciar los resultados estaba en la plataforma. El ruido disminuyó. Algo iba a ocurrir. La luz arrancaba destellos en el pelo rubio de Aubrey Serracold. Parecía rígido y tenso, pero mantenía la cabeza erguida. Pitt vio entre la multitud a Rose sonriendo. Estaba nerviosa, pero parecía que el miedo le había abandonado. Tal vez había encontrado la respuesta a la pregunta que había formulado a Maude Lamont de una manera mucho más efectiva y segura que la que podía ofrecer un médium.
Al otro lado del funcionario estaba Voisey, que permanecía a la espera en posición de firmes. Pitt se dio cuenta con cierta satisfacción de que aún no sabía si había ganado o no. No estaba seguro.
La esperanza brotó en su interior como un manantial, y le dejó sin aliento.
Se hizo el silencio en la sala.
El funcionario leyó en alto los resultados, primero el de Aubrey, que fue recibido con una gran ovación. Era una cifra elevada. Aubrey se sonrojó, satisfecho.
El funcionario leyó a continuación el resultado de Voisey, quien había obtenido casi cien votos más. El ruido fue ensordecedor.
Aubrey palideció, pero había sido educado para aceptar la derrota con tanta elegancia como la victoria. Se volvió hacia Voisey y le tendió la mano.
Voisey se la estrechó, e hizo lo propio con la del funcionario. Luego dio un paso hacia delante para dar las gracias a sus votantes.
Pitt se quedó helado. Debería haberlo imaginado, pero había mantenido la esperanza; hasta el amargo final había mantenido la esperanza. La derrota le oprimía el pecho.
A continuación siguieron unas palabras y se entonaron vítores. Al final, Voisey se bajó de la plataforma y se abrió paso a empujones entre la multitud. Se había propuesto saborear su victoria hasta la última gota. Tenía que ver a Pitt, mirarle a la cara y asegurarse de que se había enterado.
Al poco rato se detuvo delante de él, casi lo bastante cerca para tocarle.
Pitt le estrechó la mano.
– Enhorabuena, sir Charles -dijo con tono desapasionado-. En cierto sentido se lo merece. Ha pagado un precio mucho más alto que el que habría estado dispuesto a pagar Serracold.
Voisey le miró divertido.
– ¿En serio? Bueno, los grandes premios cuestan caro, Pitt. Esa es la diferencia entre los que llegan arriba y los que no.
– Supongo que se ha enterado de que el obispo Underhill y Lena Forrest han muerto esta mañana en la explosión de Southampton Row -continuó Pitt enfrente de él, bloqueándole el paso.
– Sí, ya me he enterado. Una desgracia. -Voisey seguía sonriendo. Sabía que estaba a salvo.
– Tal vez aún no se ha enterado de que han realizado una autopsia a Francis Wray -continuó Pitt. Vio cómo Voisey parpadeaba-. Envenenamiento con digital. -Pronunció aquellas palabras con gran nitidez-. En unas tartaletas de confitura de frambuesa… sin lugar a dudas. No tengo el informe de la autopsia, pero lo he visto.
Voisey le miró con incredulidad, procurando no dar crédito a lo que había oído. En el labio superior se le formó una gota de sudor.
– Lo curioso es -Pitt sonrió muy levemente- que no había confitura de frambuesa en la casa, salvo en las dos tartaletas que llevó la señora Octavia Cavendish de regalo. ¿Por qué demonios querría ella asesinar a un anciano tan amable e inofensivo? No tengo ni idea. Debe de haber alguna razón que todavía no sabemos.
El pánico asomó a los ojos de Voisey; su respiración era agitada, como si hubiera escapado a su control.
– Aunque en realidad no creo que ella supiera que estaba envenenada -prosiguió Pitt-. Me refiero a la confitura. Creo que es más probable que alguien se la hubiera dado con la intención expresa de matar a Wray de manera que pareciera un suicidio, ¡a pesar de lo que pudiera costarle a ella! -Hizo un ligero ademán, dando el asunto por concluido. Los motivos no tienen importancia en un… llamémoslo complicado plan de venganza personal. Es una historia tan buena como cualquier otra.
Voisey abrió la boca para hablar, pero tomó aire y volvió a cerrarla.
– Tenemos el informe del juez de instrucción -continuó Pitt- y el testimonio de Mary Ann firmado ante testigos. Guardaremos fotografías de ambos documentos por separado en lugares muy seguros, y las haremos públicas si algo desagradable me ocurriera a mí o a cualquier miembro de mi familia o, por supuesto, al señor Narraway.
Voisey le miraba fijamente, con el rostro demudado.
– Estoy seguro… -dijo entre dientes-. Estoy seguro de que no les ocurrirá nada.
– Bien -dijo Pitt con profunda emoción-. Muy bien. -Y se hizo a un lado para que Voisey pasara, vacilante y con cara cenicienta, y siguiera su camino.