Cuando Emily abrió el periódico al día siguiente del descubrimiento del asesinato en Southampton Row, fue directamente a la sección de política nacional. Le llamó la atención un excelente retrato del señor Gladstone, pero por el momento le interesaban más los distritos londinenses. Faltaba menos de una semana para que empezaran las votaciones y se estremecía de emoción; algo que no le había ocurrido en las anteriores elecciones, porque ahora había conocido las posibilidades que ofrecía un cargo, y las ambiciones que había depositado en Jack eran por tanto más elevadas. Él había demostrado su capacidad y, lo que era aún más importante, su lealtad. Esta vez quizá le premiaran con un cargo más importante, y así gozaría de más poder para hacer el bien.
Jack había pronunciado un excelente discurso el día anterior. El público se había mostrado receptivo. Hojeó las páginas buscando algún comentario sobre él. En su lugar vio el nombre de Aubrey Serracold y debajo un artículo que comenzaba bastante bien. Tuvo que llegar a la mitad para percatarse del sarcasmo soterrado, la insinuación velada de la necedad de sus ideas, que, aunque bien intencionadas, nacían de la ignorancia; un hombre rico que jugaba a la política, indescriptiblemente condescendiente en su ambición por cambiar a los demás según idea de lo que les convenía.
Emily se puso furiosa. Dejó caer el periódico y miró a Jack por encima de la mesa del desayuno.
– ¿Has visto esto? -preguntó, señalándolo con el dedo.
– No. -Jack alargó una mano, y ella recogió las páginas caídas y se las pasó. Vio cómo lo leía con el entrecejo cada vez más fruncido.
– ¿Le perjudicará? -preguntó ella cuando él levantó la vista-. Estoy segura de que le ofenderá, pero me refiero a sus posibilidades de que salga elegido -añadió apresuradamente.
A Jack se le iluminaron los ojos con una expresión divertida que dio paso a la ternura.
– Quieres que gane, ¿verdad? Por Rose…
Ella no se había dado cuenta de lo transparente que había sido. No era nada propio de ella. Por lo general, era una experta en el arte de revelar solo lo que quería, a diferencia de Charlotte, a quien casi todo el mundo podía adivinar el pensamiento. Sin embargo, no siempre era agradable sentirse tan sola.
– Sí -asintió ella-. Creía que era más o menos seguro. Hace décadas que es un escaño liberal. ¿Por qué iba a cambiar ahora?
– Solo es un artículo, Emily. Si dices algo, forzosamente habrá alguien que no esté de acuerdo contigo.
– Tú no lo estás -dijo ella con mucha seriedad-. Jack, ¿no puedes defenderle de todos modos? Hacen que parezca mucho más extremista de lo que es. A ti te escucharían. -Vio cómo vacilaba y cómo se ensombrecía su rostro-. ¿Qué pasa? ¿Ya no tienes confianza en él? ¿O es Rose? Por supuesto que es excéntrica, y siempre lo será. ¿Qué demonios importa eso? ¿Acaso tienen que ser grises nuestros políticos para que sean buenos?
Por un momento la risa asomó al rostro de Jack, y luego desapareció.
– Grises no, pero de un color un poco apagado. No des nada por sentado, Emily. No estés tan segura de que voy a ganar. Hay demasiadas cosas en juego que pueden cambiar el voto de la gente. Gladstone siempre está hablando del autogobierno, pero es la jornada laboral lo que creo que va a decidir la victoria.
– ¡Pero los tories no van a concederla! -protestó ella-. ¡Es aún menos probable que lo hagan ellos que nosotros! ¡Díselo!
– Ya lo he hecho. Pero los argumentos de los tories para no conceder el autogobierno son razonables, al menos para los trabajadores de Londres, cuyos puertos y almacenes abastecen al mundo entero. -Su rostro se crispó-. Me he enterado de lo que dijo Voisey, y la gente le escuchaba. En estos momentos goza de mucha popularidad. La reina le concedió el título de sir por su coraje y lealtad a la Corona. Nadie sabe exactamente qué hizo, pero parece ser que salvó el trono de una amenaza muy seria. Tiene al público prácticamente en el bolsillo incluso antes de haber hablado.
– Creía que la reina no era muy popular -dijo Emily con desconfianza, recordando algunos de los desagradables comentarios que había oído, tanto entre la alta sociedad como entre la gente corriente. Victoria se había ausentado demasiado tiempo de la vida pública, llorando aún a Albert a pesar de que llevaba treinta años muerto. Pasaba su tiempo con su querido Osbourne en la isla de Wight, o en Balmoral, en las Tierras Altas escocesas. La gente apenas la veía. No había ocasiones solemnes, ni pompa, ni emoción, ni color, ni el sentimiento de unidad que solo ella podría haber proporcionado.
– Aun así no queremos que nos la quiten -señaló Jack-. Somos tan perversos en general como individualmente. -Dobló el periódico y, dejándolo en la mesa, se levantó-. Aunque evidentemente apoyaré a Serracold. -Se inclinó y la besó apresuradamente en la frente-. No sé cuándo volveré. Probablemente para cenar.
Ella le observó mientras salía por la puerta, luego se sirvió otra taza de té y volvió a abrir el periódico. Fue entonces cuando vio el artículo que hablaba de la muerte de Maude Lamont, según el cual la policía no tenía dudas de que se trataba de un asesinato. Se mencionaba la comisaría de Bow Street, y al parecer el inspector Tellman estaba a cargo del caso. El propio Tellman no había hecho ninguna declaración, pero no faltaban las hipótesis. Los periodistas se habían inventado lo que no sabían: quiénes eran sus clientes; quién había acudido allí esa noche; a qué personas del pasado había afirmado invocar y qué había revelado para que hubiese terminado en asesinato; quién tenía secretos tan atroces que era capaz de matar para ocultarlos. El rumor del escándalo, la violencia y la crueldad eran irresistibles.
Lo leyó por segunda vez, pero no era necesario. Había memorizado cada palabra y todas sus desagradables implicaciones. Y podía recordar con toda claridad a Rose Serracold diciendo: «Sin ver los efectos, ¿cómo voy a saber que es auténtico, y no solo el médium que me dice lo que cree que quiero oír?». La médium a quien Rose había consultado era una mujer, y en esos momentos la más notoria en Londres era Maude Lamont. De alguna manera, los cabos deshilachados se iban soltando en lo que había parecido un camino recto. En lo más recóndito de su ser sentía inquietud por Rose, por la vulnerabilidad que percibía en ella, un miedo que amenazaba con aumentar y ponerla en peligro a ella y a Audrey, y posiblemente incluso a Jack. Había llegado el momento de hacer algo.
Subió al cuarto de los niños para pasar la mañana con su hija pequeña, Evangeline, a quien siempre le asaltaban preguntas sobre los temas más diversos. Sus palabras favoritas eran «por qué».
– ¿Dónde está Edward? -Se encontraba sentada en el suelo con el ceño fruncido-. ¿Por qué no está aquí?
– Se ha ido de vacaciones con Daniel y Jemima -respondió Emily, tendiéndole su muñeca favorita.
– ¿Por qué?
– Porque se lo prometimos.
– ¿Por qué? -Los ojos extraordinariamente abiertos de la niña no revelaban una actitud desafiante.
– Él y Daniel son muy buenos amigos. -Al pensar en ello, a Emily le inquietó el hecho de que no hubieran dejado que Thomas fuese con ellos, y que casi al mismo tiempo hubieran vuelto a destituirlo incomprensiblemente de su cargo en Bow Street. De repente, y sin explicación alguna, Charlotte se había mostrado reacia a llevarse a Edward, cuando poco antes había estado más que dispuesta. Había comentado con desgana que Thomas no estaría allí, y había insinuado que era posible que se diera alguna situación desagradable, pero no había especificado nada.
– Yo también soy muy buena amiga -dijo Evie, dándole vueltas a la frase en la cabeza.
– Por supuesto que lo eres, cariño. Eres muy buena amiga mía -aseguró Emily en tono tranquilizador-. ¿Pintamos? Yo pinto este trozo y tú puedes dibujar la casa ahí.
Evie empezó con entusiasmo, cogiendo el lápiz con la mano izquierda. Emily se planteó si debía colocárselo en la derecha, pero decidió no hacerlo.
Estaba preocupada por Charlotte. Le iba a resultar muy difícil hacerse a la idea de que Pitt ya no estaba en un puesto de responsabilidad en la policía. No era exactamente un empleo del que sentirse orgullosa, pero era medianamente respetable. Ahora trabajaba en algo de lo que ella apenas hablaba y ya no discutían juntas sus casos. Por supuesto, el sueldo era otra cuestión, ¡y desde luego no tan bueno como el anterior!
Lo que más afectaba a Emily era que ya no podía intervenir en ninguna cuestión. En el pasado había ayudado a Charlotte cuando esta se había involucrado en algunos casos de Pitt; concretamente en los más pintorescos y dramáticos, en los que había implicada gente de los estratos sociales más elevados. Ella y Charlotte tenían acceso a salones de la alta sociedad en los que Pitt jamás podría introducirse. Prácticamente habían resuelto algunos de los asesinatos más extraños y atroces. Últimamente ese tipo de cosas habían ocurrido cada vez menos, y Emily empezaba a darse cuenta de lo mucho que echaba de menos, no solo la compañía de Charlotte y el reto y la emoción de aquellas experiencias, sino también la irrupción en su vida de las pasiones del triunfo y la desesperación, el peligro, la decisión, la culpabilidad y la inocencia, que le habían hecho reflexionar más que las previsibles cuestiones políticas que siempre parecían relacionadas con las masas y no con los individuos, con teorías y leyes antes que con la vida de hombres y mujeres de carne y hueso, sus sueños y su capacidad para sentir alegría o dolor.
Volver a ayudar a Charlotte y Thomas sería un duro recordatorio de los apremios de la realidad y la vida. Le obligaría a poner a prueba sus creencias como jamás lo lograría limitándose a reflexionar. Le asustaba, y por esa misma razón también se sentía atraída. Charlotte estaba en Dartmoor. No tenía la dirección exacta; Thomas y Charlotte habían sido muy vagos. Pero iría a ver a Rose Serracold y averiguaría más cosas sobre la muerte de esa médium con la que ella había estado relacionada, Maude Lamont.
Se vistió con un traje a la última moda parisina. Era de color rosa pálido y tenía unas anchas rayas azul lavanda que cruzaban la falda en diagonal, y una alta gorguera blanca. Los colores pálidos eran poco corrientes y le favorecían mucho.
Hizo todas las visitas de compromiso a las esposas de los hombres con quienes convenía tener una relación estrecha y regular. Habló del tiempo, de noticias triviales, intercambió cumplidos y palabras sin sentido toda la tarde, sabiendo que lo que contaba era el mensaje que subyacía bajo toda aquella palabrería.
Luego tuvo libertad para continuar con las preguntas que le habían asaltado durante el desayuno. Finalmente dio al cochero instrucciones para ir a la casa de los Serracold. La recibió un lacayo, que la condujo al invernadero bañado por el sol y embargado por el olor a tierra húmeda, a hojas y al agua que caía. Encontró a Rose sentada sola, contemplando el estanque de nenúfares. Iba vestida también con ropa de calle de un dramático verde oliva sobre encaje blanco, que con su pelo tan rubio y su cuerpo extraordinariamente esbelto le hacía parecer una exótica flor acuática.
Pero cuando Emily se acercó y ella levantó la mirada, pudo apreciar la tensión que la atenazaba en el gesto con el que se estiró el vestido de seda hasta que le colgó sin su habitual elegancia.
– ¡Emily, cuánto me alegro de verte! -exclamó, visiblemente aliviada-. ¡No habría dejado entrar a nadie más, te lo aseguro! -Su expresión se tornó en un gesto de desconcierto-. ¡Han matado a Maude Lamont! Supongo que lo has visto en los periódicos. Ocurrió hace dos días… ¡y yo estaba allí! Al menos estuve en la casa esa noche. La policía ha venido esta mañana, Emily. No sé cómo decírselo a Aubrey. ¿Qué le voy a contar?
Era un momento en el que convenía ser práctica, no amable. Si quería averiguar algo útil, no podía permitir que Rose llevara la conversación. Fue al grano, sacando el primer tema que realmente le importaba.
– ¿Aubrey no sabía que estabas viendo a una espiritista?
Rose sacudió ligeramente la cabeza, y la luz se reflejó en su pelo brillante.
– ¿Por qué no se lo dijiste?
– ¡Porque no le habría gustado! -respondió Rose inmediatamente-. El no cree en esas cosas.
Emily reflexionó unos momentos. Rose mentía, le ocultaba algo. No estaba segura de qué era, pero estaba segura de que tenía que ver con los motivos que la habían llevado a acudir a Maude Lamont.
– Le habría parecido un tanto embarazoso -explicó Rose innecesariamente, mirando al suelo con una ligera sonrisa en los labios.
– Pero fuiste de todos modos -señaló Emily-. Incluso ahora, justo antes de las elecciones. Lo que significa que tus motivos para ir eran tan convincentes que pesaron más que los deseos de Aubrey y el perjuicio que podía causarle, o que él creía que podía causarle. ¿Tan segura estás de que van a ganar? -Trató de mostrarse comprensiva y procuró que su voz no trasluciese la impaciencia que sentía ante tan ingenua arrogancia.
Rose arqueó de pronto las cejas. Estaba a punto de responder, pero las palabras se desvanecieron en sus labios.
– Creía estarlo -se limitó a decir. Luego su tono se volvió apremiante-. ¿Crees… crees que esto podría cambiar algo? ¡Yo no la maté! ¡Por el amor de Dios… la necesitaba viva!
Emily sabía que se estaba entrometiendo en un asunto íntimo, pero no había tiempo para delicadezas.
– ¿Por qué la necesitabas, Rose? ¿Qué podía darte ella que te importe tanto en estos momentos?
– ¡Pues qué iba a darme! ¡Era mi contacto con el otro mundo! -dijo Rose con impaciencia-. ¡Ahora tengo que encontrar a otra persona y volver a empezar! No hay tiempo… -Se interrumpió, sabiendo que había hablado demasiado.
– ¿Tiempo para qué? -insistió Emily-. ¿Las elecciones? ¿Tiene algo que ver con las elecciones? -Las dudas sobre el motivo por el que Thomas seguía en Londres invadieron su mente.
La expresión de Rose se volvió impenetrable.
– Antes de que Aubrey gane su escaño y ocupe un cargo en el Parlamento -respondió ella-. Y yo tenga mucha menos vida privada.
Seguía mintiendo, o al menos decía una verdad a medias, pero Emily no podía demostrarlo. ¿Por qué? ¿Era un secreto político o personal? ¿Cómo podía averiguarlo?
– ¿Qué le dijiste al hombre de la policía que vino a verte? -le inquirió, presionándola.
– Le hablé de los otros dos clientes que estuvieron allí esa noche, por supuesto. -Rose se levantó y se acercó al cuenco con peonías y espuelas de caballero que había sobre la mesa de hierro forjado. Movió los tallos absorta, cambiando la disposición de las flores sin lograr que lucieran más-. El hombre de Bow Street parecía creer que lo había hecho uno de ellos. -Se estremeció y trató de disimular encogiéndose de hombros-. No era como yo esperaba que fuera un policía -continuó-. Se mostró muy educado y tranquilo, pero me hizo sentir incómoda. Me gustaría pensar que no va a volver, pero supongo que lo hará. A menos, claro, que averigüen enseguida quién fue. Debió de ser el hombre escéptico. No pudo ser el soldado que quería hablar con su hijo. A él le importa tanto como a mí.
Emily estaba confundida. No tenía ni idea de qué estaba hablando Rose, pero no era el momento para reconocerlo.
– ¿Y si averiguó algo que no le gustó? -preguntó en voz baja-. ¿Qué habría pasado entonces?
Rose se tuvo sosteniendo una espuela de caballero en la mano, con el entrecejo fruncido y una expresión desdichada.
– Entonces se habría quedado destrozado -respondió ella, con voz ronca-. Se habría ido desesperado… y… y habría tratado de curarse… supongo. No sé cómo. ¿Qué hace uno cuando… se entera de algo insoportable?
– Hay personas que se habrían vengado -respondió Emily, observando la espalda rígida de Rose, la seda retorcida al volverse ligeramente-. Aunque solo fuera para asegurarse de que nadie más se enteraba de esa cosa intolerable. -Dio rienda suelta a su imaginación, a pesar de la compasión que le despertaba la visible angustia de Rose. ¿Quiénes eran esos hombres? ¿Qué motivos podían tener para matar a la médium? ¿Con qué secreto se había topado Rose?
– Eso es lo que sugirió el policía -dijo Rose al cabo de un segundo.
Emily sabía que habían ascendido a Tellman ahora que Pitt se había ido de Bow Street.
– ¿Tellman? -preguntó.
– No… Se llamaba Pitt.
Emily exhaló despacio. De pronto, muchas cosas encajaban de un modo desagradable y aterrador. Ya no tenía ninguna duda de que el asesinato de la espiritista era un asunto político; de lo contrario, no habrían llamado a Pitt. Seguramente la Brigada Especial no podía haberlo previsto. ¿O sí? Charlotte le había hablado poco de las nuevas obligaciones de Pitt, pero Emily sabía lo suficiente sobre sucesos de actualidad para ser consciente de que la Brigada Especial solo se enfrentaba con casos de violencia, anarquía, amenazas al gobierno y al trono, y el peligro subsiguiente para la paz del país.
Rose seguía dándole la espalda. No había visto nada. Emily tenía un conflicto de lealtades. Había pedido a Jack que apoyara a Aubrey Serracold, y él se había mostrado reacio, aun cuando no había querido reconocerlo. Ahora comprendía que tenía razón. Ella había dado por sentado que Jack iba a volver a ganar su escaño, con todas las oportunidades y los beneficios que este reportaba. Tal vez se había precipitado. Había fuerzas que no había tenido en cuenta, o Pitt no se molestaría en resolver un desafortunado crimen pasional o motivado por un fraude en Southampton Row.
Un pensamiento obvio acudió a su mente. Si Rose le había hablado sin querer a esa mujer de algún incidente de su pasado, alguna indiscreción, un estúpido acto que ahora resultaba censurable, entonces las posibilidades de chantaje político eran demasiado claras. Y una mujer así podría fácilmente suscitar motivos para ser asesinada.
Se quedó mirando a Rose, su afectada y excéntrica elegancia, la pasión de su rostro tan fácil de interpretar tras aquel fino barniz de sofisticación. Fingía que lo tenía todo, pero poseía una herida en carne viva y bien visible, pese a que no fuera esa su naturaleza.
– ¿Por qué acudiste a Maude Lamont? -preguntó Emily sin rodeos-. Tendrás que decírselo a Pitt algún día. No parará hasta averiguarlo, y al hacerlo desvelará toda clase de cosas que tal vez preferirías que no se supieran.
Rose arqueó las cejas.
– ¿De veras? ¡Hablas como si le conocieras! No ha estado haciendo averiguaciones sobre ti, ¿verdad? -Lo dijo con tono burlón; una broma destinada a desviar la atención, con una nota desafiante lo bastante clara para hacer reaccionar a Emily, o al menos esa era su intención.
– Sería una pérdida de tiempo y algo bastante innecesario -dijo Emily-. Es mi cuñado. Ya sabe todo lo que quiere sobre mí. -Por un instante resultó divertido observar en la cara de Rose la sorpresa, la vacilación, como si tratara de decidir si Emily le estaba tomando el pelo o no, y acto seguido la oleada de furia al darse cuenta de que no mentía.
– ¿Ese maldito policía es pariente tuyo? -preguntó horrorizada-. ¡Creo que dadas las circunstancias podrías haberlo dicho! -Le quitó importancia a aquel detalle con un rápido ademán-. ¡Aunque supongo que si yo estuviera emparentada con un policía tampoco se lo diría a nadie! ¡No es que lo esté! -Pronunció aquellas palabras como un insulto, con la intención de ofenderle.
Emily sintió cómo la cólera aumentaba en su interior, explosiva e intensa. Se disponía a levantarse con la intención de soltar una contestación preparada cuando se abrió la puerta y entró Aubrey Serracold. Su cara alargada y de tez clara tenía su habitual expresión irónica, y el gesto ligeramente torcido de la boca que daba a entender que sonreiría si estuviera seguro del momento y la persona apropiada a quien dirigirse. Unos mechones de cabello rubio le caían sobre la frente de forma asimétrica. Como siempre, iba vestido de punta en blanco, con una americana negra, pantalones de rayas finas y un fular perfectamente anudado. Su valet seguramente lo consideraba una forma artística. Era evidente la frialdad en las posturas y la rigidez de las dos mujeres, la distancia entre ambas y la manera en que se hallaban medio giradas. Pero los buenos modales le hicieron fingir que no se había dado cuenta.
– Qué alegría verte, Emily -dijo, con tanto placer que por un momento resultó creíble que no había percibido el ambiente. Se acercó a ella, tocando el brazo de Rose con un gesto cariñoso al pasar por su lado-. Estás de pie. Espero que eso signifique que acabas de llegar y no que te vas. Me siento un tanto maltratado, como un melocotón demasiado maduro que mucha gente ha cogido y desechado. -Sonrió con tristeza-. No tenía ni idea de lo aburrido que era discutir con gente que es incapaz de escuchar una palabra de lo que dices, y que hace tiempo que ha decidido que lo que quieres decir es una estupidez. ¿Habéis tomado té?
Buscó con la mirada algún rastro de una bandeja u otra prueba de algún refresco reciente.
– Tal vez sea un poco tarde. Creo que tomaré un whisky. -Tiró del cordón para llamar al mayordomo. Un destello en sus ojos reveló que era consciente de estar hablando demasiado para llenar el silencio, pero de todos modos siguió-: Jack me advirtió que la mayoría de la gente ya ha decidido cuáles son sus creencias, que serán las mismas que las de sus padres y sus abuelos, o en pocos casos justo lo contrario, y que cualquier clase de discusión es como hablar al aire. Pensé que estaba siendo cínico. -Se encogió de hombros-. Hazle llegar mis disculpas, Emily. Es un hombre de infinita sagacidad.
Emily hizo un esfuerzo por devolverle la sonrisa. No estaba de acuerdo con Aubrey en muchas cosas, la mayoría cuestiones políticas, pero no podía evitar que le cayera bien, y él no tenía la culpa de aquella desavenencia entre ella y Rose. Era agudo, directo y casi nunca resultaba desagradable.
– Solo es cuestión de experiencia -respondió ella-. Dice que la gente vota con el corazón y no con la cabeza.
– En realidad dice que lo hace con la tripa. -La risa iluminó los ojos de Aubrey, y luego se desvaneció-. ¿Cómo vamos a mejorar el mundo si no pensamos más allá de la comida de mañana? -Miró a Rose, que permanecía rigurosamente callada, dando la espalda parcialmente a Emily como si se negara a seguir reconociendo su presencia.
– Pues si no tenemos la comida de mañana, no sobreviviremos en ese maravilloso futuro -señaló Emily-. Y tampoco nuestros hijos -añadió con más seriedad.
– Por supuesto -dijo Aubrey en voz baja; de pronto, toda la frivolidad había desaparecido. Hablaban de cosas que les importaban mucho a todos. Solo Rose estaba rígida, pues el miedo no la había abandonado.
– Más justicia significaría más comida, Emily -dijo Aubrey con apasionada gravedad-. Pero los hombres ansían tanto la visión de futuro como el pan. Todos necesitan creer en ellos mismos, pensar que lo que hacen es mejor que matarse a trabajar a cambio de lo justo para sobrevivir, y eso en el mejor de los casos.
En su fuero interno Emily quería estar de acuerdo con él, pero la mente le decía que sus sueños estaban demasiado por delante de su tiempo. Eran brillantes, hasta bonitos. Pero también poco prácticos.
Lanzó una mirada a Rose y vio dulzura en su mirada, ternura en su expresión, y advirtió lo pálida que estaba. Le llegaba el olor de los nenúfares, y el vapor que se elevaba de la tierra regada y el suelo de piedra caliente por el sol, pero percibía un miedo que parecía arrasar con todo lo demás. Conociendo el ardor con que Rose compartía las creencias de Aubrey, tal vez incluso yendo más lejos que él, ¿qué le urgía tanto saber como para buscarse a otra médium, después de lo que le había ocurrido a Maude Lamont?
¿Y qué le había ocurrido a Maude Lamont? ¿Había intentado una vez más hacer chantaje político con un secreto demasiado comprometedor? ¿O se trataba de una tragedia doméstica, un amante traicionado, los celos por haber arrebatado o desviado la atención de un hombre? ¿Había prometido transmitir una orden del otro mundo, tal vez relacionada con el dinero, y no había cumplido la promesa? Había cientos de posibilidades. No tenía por qué estar relacionado con Rose, aunque Thomas había ido a verla, y no de parte de Bow Street, sino de la Brigada Especial.
¿Podía el hombre no identificado haber sido un político o un amante, o había querido serlo? ¿Tal vez había albergado una pasión por Lamont que ella había rechazado, y sintiéndose humillado, se había vuelto contra ella y la había matado?
Seguramente a Pitt se le habría ocurrido esa posibilidad, ¿no?
Emily miró a Aubrey. Su expresión parecía entusiasta a primera vista, pero el fantasma del humor siempre rondaba sus ojos, como si estuviera presenciando alguna gran broma cómica y se creyera un actor secundario, ni más ni menos importante que cualquier otro, por intensos que fueran sus sentimientos. Tal vez esa era la principal razón por la que a ella le caía bien.
Rose seguía dándole parcialmente la espalda. Había estado escuchando a Aubrey, pero la rigidez de sus hombros dejaba patente que no había olvidado su discusión con Emily, y si ocultaba lo sucedido era porque no quería explicárselo a él.
Emily les dedicó su alegre y afectuosa sonrisa social, y dijo que se alegraba de verlos a los dos. Deseó a Aubrey éxito y le reiteró su apoyo y el de Jack, aunque no estaba tan segura de esto último, y luego se despidió. Rose la acompañó hasta el pasillo. Se mostró educada, hablando con voz alegre pero exhibiendo una mirada fría.
En el trayecto de regreso a casa, sentada en su coche a medida que se abría paso a través de la aglomeración de carruajes, landós y una docena de vehículos más, Emily se preguntó qué debía decir a Pitt, si es que debía hablar con él. Rose suponía que lo haría y eso le enfurecía; era como si ya la hubiera engañado, al menos en la intención. No era verdad y le parecía injusto.
Y sin embargo, su instinto le decía que contar todo aquello a Pitt podía serle de utilidad, pues ayudaría a explicar lo que había ocurrido, ¡tanto por el bien de Rose como por el de cualquier otra persona!
No era cierto. Lo haría en interés de la verdad y de Jack. Mientras permaneció sentada, dándole vueltas a la muerte de la médium, tuvo presente todo el tiempo la cara de Jack, sintió su presencia como si le tuviera junto al hombro y apenas le viera. Aubrey le caía bien, quería que ganara, no solo por el bien que podía hacer, sino también por él mismo. Pero era el miedo a que arrastrara consigo a Jack al hundirse lo que la llevaba a luchar por ello.
Nunca había considerado seriamente que Jack pudiera perder. Solo había pensado en las oportunidades que tenían ante sí, los privilegios y los placeres. De pronto, mientras el carruaje volvía a precipitarse hacia delante dando tumbos y los gritos de los enfurecidos cocheros hendían el aire cálido, se dio cuenta con un escalofrío de que su derrota supondría un amargo cambio al que deberían acostumbrarse, tan radical como el que Charlotte estaba experimentando en esos momentos. Recibirían otra clase de invitaciones, y las fiestas serían indescriptiblemente más aburridas. ¿Cómo iba a volver a la ociosidad de la alta sociedad después de haber sentido correr en las venas la emoción de la política, el embriagador sueño del poder? ¿Y cómo iba a ocultar la humillación, intensa y extraordinariamente real, de no tener ya nada que hacer que mereciera la pena?
Se propuso firmemente que Jack ganara. Era totalmente consciente de sus motivos, pero eso no cambiaba nada. La razón no afectaba a los sentimientos más que la luz del sol a las profundas corrientes marinas. Debía hacer todo lo que estuviera en su mano para ayudar.
Necesitaba hablar con alguien. Charlotte estaba en Dartmoor; ni siquiera sabía dónde. Su madre, Caroline, estaba de gira con su segundo marido, Joshua, un actor que en esos momentos protagonizaba una de las obras de teatro del señor Wilde en Liverpool. Su abuela estaba en Bath, disfrutando de sus baños.
Sin embargo, aunque todas ellas hubieran estado en casa, a la primera que hubiera escogido como confidente habría sido a lady Vespasia Cumming-Gould, una tía abuela de su primer marido que seguía siendo una de sus más queridas amigas. De modo que se echó hacia delante y pidió al cochero que la llevara a la casa de Vespasia, a pesar de no haberle escrito ni dejado una tarjeta, lo que estaba muy mal visto. Pero Vespasia nunca había permitido que las reglas le impidieran hacer lo que creía correcto, y Emily estaba casi segura de que le perdonaría por hacer lo mismo.
Tuvo la suerte de encontrar a Vespasia en casa, y de que se hubiera despedido hacía media hora de su última visita.
– Mi querida Emily, cuánto me alegro de verte -dijo Vespasia sin levantarse del asiento junto a la ventana del salón. Todo era de colores pálidos y estaba lleno de la luz del sol-. Sobre todo en este momento tan especial -añadió-, ya que debe de ser algo muy interesante o urgente lo que te trae por aquí. Siéntate y dime qué es. -Señaló la silla que tenía enfrente sin inmutarse y estudió con ojo crítico el vestido de Emily. Tenía la espalda recta y el pelo cano, y seguía conservando los maravillosos ojos y la complexión que la habían convertido en una de las grandes bellezas de su generación. Nunca había seguido la moda, siempre la había impuesto-. Muy favorecedor -dijo, dando su aprobación-. Has ido a ver a alguien a quien querías impresionar… una mujer que se toma muy en serio la vestimenta, imagino.
Emily sonrió con profundo placer y alivio al estar en compañía de alguien que le agradaba plenamente, sin la más mínima sombra de duda.
– Sí -dijo-. A Rose Serracold. ¿La conoces?
Vespasia no había tratado a Rose en reuniones sociales, ya que las separaban casi dos generaciones, un abismo en sus posiciones sociales y un considerable grado de riqueza, aun cuando Aubrey contaba con ingresos adecuados. No tenía ni idea de si Vespasia aprobaría las opiniones políticas de Rose; ella misma podía ser muy extremista en ocasiones, y había luchado como una fiera por las reformas en que creía. Pero también era realista y muy práctica. Podía llegar a creer perfectamente que los ideales socialistas estaban basados erróneamente en la realidad de la naturaleza humana.
– ¿Y qué ha sucedido durante la visita a la señora Serracold para que hayas venido aquí en lugar de ir a tu casa a cambiarte para cenar? -preguntó Vespasia-. ¿Está relacionado con Aubrey Serracold, ese que va a presentarse por Lambeth sur y según los periódicos ha hablado de ideales bastante ridículos?
– Sí, es su mujer.
– Emily. ¡No soy una dentista para tener que sacarte la información como si fuera una muela!
– Lo siento -dijo Emily con tono arrepentido-. Todo me parece tan absurdo ahora que intento expresarlo con palabras.
– Muchas cosas hacen que uno se sienta así -observó Vespasia-. Eso no significa que no sean reales. ¿Tiene que ver con Thomas? -Había una nota de preocupación en su voz, y tenía una mirada sombría.
– Sí… y no -respondió Emily en voz baja. De pronto no le parecía en absoluto ridículo. Si Vespasia también estaba asustada es que la causa era real-. Thomas y Charlotte iban a marcharse de vacaciones a Dartmoor, pero a Thomas le retiraron el permiso…
– ¿Quién? -la interrumpió Vespasia.
Emily tragó saliva. Sacudida por el dolor y desconcertada, se dio cuenta de que Thomas no había mencionado a Vespasia que le habían despedido de Bow Street por segunda vez. Pero tenía que saberlo. El silencio solo posponía lo inevitable.
– La Brigada Especial -respondió con voz ronca; su voz se vio empañada por la cólera y el miedo-. Volvieron a echarlo de Bow Street -continuó-. Me lo dijo Charlotte cuando vino a buscar a Edward para llevárselo a Dartmoor. Han vuelto a enviar a Thomas a la Brigada Especial y le han cancelado el permiso.
Vespasia asintió de manera casi imperceptible.
– Charles Voisey va a presentarse candidato al Parlamento. Es el jefe del Círculo Interior. -No se molestó en explicarle nada más. Al ver su cara debía de haber advertido que comprendía la gravedad de todo aquello.
– ¡Dios mío! -exclamó Emily involuntariamente-. ¿Estás segura?
– Sí, querida, totalmente segura.
– ¿Y… Thomas lo sabe?
– Sí. Por eso Víctor Narraway le ha cancelado el permiso y seguramente le ha ordenado que haga todo lo posible por detener a Voisey, aunque dudo que lo consiga. Voisey solo ha sido derrotado una vez.
– ¿Por quién? -La esperanza invadió a Emily, haciendo que el corazón le palpitara con fuerza.
Vespasia sonrió.
– Por un amigo mío llamado Mario Corena, pero le costó la vida. Y le ayudamos un poco Thomas y yo. Mario está fuera del alcance de Voisey, pero Voisey no debe de haber perdonado a Thomas y puede que a mí tampoco. Creo que sería prudente, querida, que no escribieras a Charlotte mientras está fuera.
– ¿Acaso el peligro es tan…? -Emily se sorprendió con la boca seca y los labios endurecidos.
– No mientras él no sepa dónde encontrarla.
– ¡No puede quedarse eternamente en Dartmoor!
– Por supuesto que no -coincidió Vespasia-. Pero cuando vuelva, las elecciones habrán terminado, y es posible que hayamos dado con el modo de atar las manos a Voisey.
– No ganará, ¿verdad? El escaño liberal es seguro -declaró Emily-. ¿Por qué se enfrenta a él y no al candidato tory? No tiene sentido.
– Te equivocas -susurró Vespasia-. Sencillamente tiene un sentido que nosotros aún no hemos comprendido. Todo lo que hace Voisey tiene sentido. No sé cómo derrotará al candidato liberal, pero creo que lo conseguirá.
Emily tenía frío a pesar del sol que entraba a raudales por las ventanas en la silenciosa habitación.
– El candidato liberal, Aubrey Serracold, es amigo mío. Estoy aquí por su mujer. Es una de las últimas clientes de Maude Lamont, la médium a la que asesinaron en Southampton Row. Ella estuvo en su casa esa noche. Thomas está investigando el caso, y creo que sé algo importante.
– Entonces debes decírselo. -En la voz de Vespasia no se percibía ninguna señal de vacilación ni de duda.
– Pero Rose es amiga mía, y si me he enterado de algo es porque ella confía en mí. Si traiciono a una amiga, ¿qué me queda?
Esta vez Vespasia tardó en responder.
Emily se mantuvo a la espera.
– Si tienes que escoger entre dos amigos -dijo Vespasia por fin-, y tanto Rose como Thomas lo son, no debes escoger a ninguno de los dos, sino hacer lo que te dicte la conciencia. No puedes anteponer unas obligaciones y lealtades a otras en lo que se refiere a las personas, la intimidad que comparten contigo, la profundidad de su dolor, su inocencia o vulnerabilidad, o la confianza que han puesto en ti. Debes hacer lo que la conciencia te diga que está bien. Tienes que ser consecuente con tu propia verdad.
Vespasia no lo había mencionado, pero Emily estaba segura de que se refería a que debía decir a Thomas todo lo que sabía.
– Sí -dijo en alto-. Tal vez ya lo sabía. Lo que pasa es que me costaba aceptarlo porque sabía que entonces tendría que hacerlo.
– ¿Crees que Rose podría haber matado a esa mujer?
– No lo sé. Supongo que sí, o de lo contrario lo sabría, ¿no?
– Supongo.
Se quedaron sentadas en silencio unos minutos y luego pasaron a otros temas: la campaña de Jack, el señor Gladstone y lord Salisbury, el extraordinario fenómeno de Keir Hardie y la posibilidad de que un día lograra realmente llegar al Parlamento. Finalmente, Emily volvió a darle las gracias a Vespasia, la besó en la mejilla y se despidió.
Llegó a casa y subió al piso de arriba con la intención de cambiarse para cenar, aunque no iba a salir. Estaba en su gabinete cuando entró Jack. Tenía una expresión cansada y los bajos de los pantalones cubiertos de polvo, como si hubiera caminado un largo trecho.
Emily se levantó para saludarle con una prisa inusitada, como si le llevara noticias, aunque no esperaba más que las nimiedades de la campaña, muchas de las cuales podía leer en los periódicos, si lo consideraba suficientemente importante.
– ¿Qué tal va todo? -preguntó escudriñando sus ojos, muy abiertos y grises, y con las asombrosas pestañas que ella siempre había admirado. Advirtió en ellos el placer que le producía verla, una afectuosidad que conocía desde hacía tiempo y apreciaba tanto que todavía le sorprendía. Pero bajo esa emoción, demasiado cerca de la superficie, percibió una ansiedad más profunda que la de antes. Se apresuró a preguntar-: ¿Qué ha pasado?
Él parecía reacio a responder. Las palabras no acudieron enseguida a sus labios como solían hacerlo, y eso la dejó helada.
– ¿Aubrey? -susurró ella, pensando en la advertencia de Vespasia-. Podría perder, ¿verdad? ¿Te afectaría mucho?
Jack sonrió, aunque se trataba de un gesto deliberado con el que pretendía tranquilizarla.
– Me cae bien -dijo con sinceridad, sentándose en la silla situada frente a ella y estirando las piernas-. Y creo que con un poco más de sentido práctico sería un buen parlamentario. De todos modos, necesitamos a unos cuantos soñadores. -Se encogió ligeramente de hombros-. Servirían para contrarrestar a los asalariados que solo quieren cargos de los que pueden sacar provecho.
Ella sabía que ocultaba el verdadero dolor que sentiría si Aubrey fracasaba. Era él quien le había alentado al comienzo, e incluso le había abierto gran parte del camino para su nominación y le había apoyado después. Se lo había tomado con mucha tranquilidad, como hacía con todo, manteniendo esa actitud instintiva de hombre que se toma las cosas a la ligera, que más que trabajar juega, a quien nada le importa tanto como el confort, la popularidad, la buena comida y el buen vino, y la elegancia a su alrededor. Siempre había apreciado la belleza, y flirteaba con la misma naturalidad con la que respiraba. El carácter irrevocable de su matrimonio con una mujer que nunca cambiaría su manera de ser ni volvería la cara ante lo que le resultaba molesto era la decisión más difícil que había tomado nunca, y a veces comprendía que también la mejor.
Emily se había guardado mucho de decirle que era experta en ver solo las cosas que eran prudentes. Lo había hecho con su primer marido, George Ashworth, y cuando había creído que él la había traicionado, no solo físicamente sino también con el corazón, le había dolido más profundamente de lo que toda su experiencia le había hecho esperar. No tenía intención de permitir que Jack creyera que podía hacer lo mismo. Conocía la fuerza que él poseía, las ansias de lograr un objetivo tan absorbente como el que movía a Pitt. Era su miedo a no estar a la altura lo que le hacía fingir que lo tomaba a la ligera. De pronto Emily se dio cuenta, con extraordinario dolor, de que haría cualquier cosa que estuviera en su poder para protegerlo del fracaso.
– Rose estuvo en la casa de la médium la noche que la asesinaron -dijo con cautela-. Thomas fue a interrogarla. ¡Está aterrorizada, Jack!
La cara de Jack se ensombreció. Esta vez no pudo ocultar la tensión que palpitaba en su interior. Se irguió en su silla, inquieto.
– ¡Thomas! ¿Por qué Thomas? Has dicho que ya no está en Bow Street.
No era la respuesta que ella había esperado, pero al oírla se dio cuenta de que era la que había temido. El resto -las preguntas, las críticas por comportarse de forma irreflexiva, el egoísmo-, vendrían después.
– ¿Emily? -Su voz era más áspera, como si temiera que ella supiera algo que no le decía.
– ¡No lo sé! -exclamó ella, mirándole directamente a los ojos-. Charlotte no me lo dijo. Supongo que es un asunto político, o Thomas no estaría allí.
Jack ocultó la cara entre las manos, y luego deslizó sus dedos por el cabello, parpadeando despacio.
Emily esperó con un nudo en la garganta. Rose ocultaba algo. ¿Podía perjudicar a Aubrey y, por medio de él, a Jack? Le miró fijamente, temiendo presionarle.
Él estaba más pálido y parecía aún más cansado. Era como si hubiera abandonado la flor de la juventud y ella viera de pronto el aspecto que tendría dentro de diez, incluso veinte años.
Jack se puso de pie y, dándole la espalda, se acercó a la ventana.
– Davenport me ha aconsejado hoy que me distancie un poco de Aubrey, por mi propio bien -dijo en voz muy baja.
Ella notaba el silencio como si fuera algo tangible. Afuera, la luz de la tarde teñía los árboles de dorado.
– ¿Y qué le has dicho? -preguntó ella. No soportaría ninguna de las dos posibles respuestas. Si se había negado, su nombre seguiría relacionado con Aubrey Serracold y, por supuesto, con Rose. Si Aubrey seguía siendo tan radical como parecía serlo en ese momento, si cada vez expresaba más opiniones idealistas pero ingenuas, su adversario se aprovecharía de ello y haría que pareciera un extremista que, en el mejor de los casos, resultaría ser un inútil, y en el peor, un peligro. Y Jack recibiría el mismo trato, se hundiría con él por asociación, por unas ideas y principios de los que nunca le acusarían para que no los pudiera refutar, pero por los que sería juzgado del mismo modo, y con los mismos resultados fatales.
Y si Rose estaba involucrada de alguna manera en el asesinato de la médium, les perjudicaría también a ellos, fuera cual fuese lo ocurrido realmente. La gente solo recordaría que ella había participado en ello.
Sin embargo, si Jack había aceptado la sugerencia de Davenport y se había hecho a un lado para salvarse, dejando que Aubrey luchara solo, ¿qué pensaría ella? Había un precio por encima del cual la seguridad costaba demasiado cara, y la lealtad formaba parte de él. ¿Acaso se cumplía eso en el terreno de la política? Si uno daba la espalda tan fácilmente a sus amigos, ¿en quién podría contar cuando los necesitara? ¡Y a buen seguro que algún día los necesitaría!
Miró sus anchos hombros, su abrigo de corte perfecto, su nuca tan familiar para ella que conocía cada rizo de su pelo y cómo crecía en su cogote, y se dio cuenta de lo poco segura que estaba de lo que pensaba. ¿ Qué haría por salvar su escaño, si surgía la tentación? Durante un instante de ceguera envidió a Charlotte por haber visto a Pitt enfrentarse a muchas decisiones que le habían brindado un profundo conocimiento de sí mismo, de su compasión y su criterio. Ella ya sabía lo que había más allá de lo probado, porque formaba parte del carácter de su marido. Jack era encantador y divertido, gentil con Emily y, por lo que ella sabía, leal. Poseía sin duda una honestidad que ella admiraba, y afrontaba su causa con determinación. Pero aparte de eso, cuando se enfrentara con una pérdida real, ¿qué ocurriría?
– ¿Qué le has dicho? -repitió ella.
– Le he dicho que no podía abandonar a alguien sin motivos -respondió él, con una nota áspera en la voz-. Creo que podría tener alguno, pero para cuando lo averigüe será demasiado tarde. -Sostuvo la mirada de Emily-. Por el amor de Dios, ¿por qué habrá acudido a esa médium ahora? ¡No es estúpida! Debe de saber lo que pensará la gente de ello. -Gruñó-. ¡Ya estoy viendo las tiras cómicas! Y cuando Aubrey se entere tal vez le diga en privado que es una irresponsable y que está furioso con ella, pero no lo hará en público, ni siquiera de forma insinuada. Por mucho que le cueste, se encargará de defenderla. -Se volvió hacia ella-. A propósito, ¿por qué fue a ver a la médium? Puedo entender que lo pruebe como un pasatiempo público, cientos de personas lo hacen… pero ¿una sesión privada?
– ¡No lo sé! Se lo he preguntado y ha perdido los estribos conmigo. -Bajó el tono de su voz-. Sea lo que sea, no es un pasatiempo, Jack. No es nada frívolo. Creo que está tratando de averiguar algo y eso le aterroriza.
Jack abrió mucho los ojos.
– ¿A través de una médium? ¿Ha perdido la cabeza?
– Seguramente.
Él se quedó inmóvil.
– ¿Lo dices en serio?
– No sé lo que digo -respondió ella con impaciencia-. Solo tenemos unos pocos días antes de que empiecen las elecciones. Los periódicos de cada día pueden ser decisivos. No hay tiempo para corregir errores y volver a ganarnos a la gente.
– Lo sé. -Él se movió de nuevo hacia Emily y la rodeó con el brazo, pero ella percibió en su interior una cólera exasperada que parecía a punto de estallar, aunque no sabía en qué dirección.
Al cabo de unos minutos se disculpó y subió a cambiarse él también, y menos de media hora después volvió y se sirvió la cena. Estaban sentados el uno frente al otro a cada lado de la mesa, en lugar de ocupar los extremos. La luz se reflejaba en la cubertería y el cristal, y más allá de las ventanas alargadas, el sol poniente seguía brillando con su luz dorada en las ventanas de las casas de enfrente.
El lacayo retiró los platos y trajo el siguiente plato.
– ¿No soportarías que perdiera? -preguntó Jack de pronto.
Emily se detuvo con el tenedor en el aire. Tragó con esfuerzo, como si tuviera la garganta obstruida.
– ¿Crees que es posible? ¿Es lo que dice Davenport que pasará si no abandonas a Aubrey?
– No lo sé -respondió él con franqueza-. No sé si estoy dispuesto a pagar el precio del poder, si supone perder a un amigo. Me molesta que me obliguen a escoger. Me molesta la hipocresía de todo este asunto, las continuas concesiones que tienes que hacer, hasta que te das cuenta de que has pagado tanto que te aferras a tu premio porque has renunciado a todo lo demás para obtenerlo. ¿Cuándo llega el momento de decir: «No lo haré, lo dejaré antes de perder tal cosa»? -La miró como si esperara una respuesta.
– Cuando te ves obligado a decir algo que no crees -apuntó ella.
Él soltó una brusca carcajada con una nota de amargura.
– ¿Y voy a ser lo bastante sincero conmigo mismo para saber cuándo llega ese momento? ¿Voy a mirar lo que no quiero ver?
Ella guardó silencio.
– ¿Y qué me dices del silencio? -continuó él alzando la voz, olvidando dónde estaba-. ¿Del rechazo al compromiso? ¿Una ceguera juiciosa? ¿Pasar de largo? ¿O tal vez Pilatos lavándose las manos sería la imagen adecuada?
– Aubrey Serracold no es Cristo -señaló Emily.
– Se trata de mi honor -dijo él con aspereza-. ¿En qué tengo que convertirme para obtener el cargo? ¿Y luego para mantenerlo? Si no fuera Aubrey, sería otra persona u otra cosa. -La miró desafiante, como si esperara una respuesta de ella.
– ¿Y si Rose mató a esa mujer? -preguntó ella-. ¿Y si Thomas lo descubre?
Jack no respondió. Parecía tan abatido que por un momento ella deseó no haber hablado, pero la pregunta le martilleaba en la cabeza, haciendo resonar el resto de implicaciones que de ella se derivaban, como lo que debía decir a Thomas y el momento adecuado para ello. ¿Debería esforzarse más por averiguarlo ella misma? Y sobre todo, ¿cómo podía proteger a Jack? ¿Qué entrañaba más peligro? ¿La lealtad a una causa dañada y el riesgo a perder su escaño? ¿O la deslealtad, y un cargo tal vez comprado a costa de su integridad? ¿Acaso el deber con alguien obliga a una persona a hundirse con él?
De pronto, Emily se enfadó muchísimo con Charlotte por estar en una casa de campo de Dartmoor sin nada que hacer aparte de las tareas domésticas, actividades sencillas y físicas que no requerían tomar decisiones, y donde ella no podía pedirle su opinión y compartir todo aquello con ella.
Pero ¿tenía Aubrey alguna idea de lo que estaba sucediendo en realidad? Visualizó con toda claridad su cara, con su inocencia burlona, y tuvo la sensación de que estaba muy expuesto al dolor.
¡No era su deber protegerlo! Le correspondía a Rose. ¿Por qué no se ocupaba de él en lugar de dedicarse a perseguir las voces de los muertos? ¿Qué necesitaba saber que resultara tan importante en esos momentos?
– ¡Adviértele! -dijo ella en voz alta.
Jack se sobresaltó.
– ¿Contra Rose? ¿Acaso no lo sabe?
– ¡No lo sé! No… ¿Cómo voy a saberlo? ¿Quién sabe realmente lo que sucede entre dos personas? Me refería a que le advirtieras de los riesgos de la realidad política. Que le digas que no puedes apoyarle si piensa llegar tan lejos en su concepto del socialismo.
Las facciones de Jack se crisparon.
– Lo he intentado. Dudo que me crea. Solo oye lo que quiere…
El mayordomo le interrumpió al entrar discretamente.
– ¿Qué pasa, Morton? -preguntó él, ceñudo.
Morton estaba muy erguido, con cara de circunstancias.
– El señor Gladstone quiere verle, señor. Está en el club de caballeros de Pall Malí. Me he tomado la libertad de mandar a Albert por el coche. Espero haber hecho lo correcto. -No era realmente una pregunta. Jack era un ferviente admirador del Gran Viejo, y la idea de no obedecer a tal llamada le pareció al instante inconcebible.
Emily vio cómo Jack se ponía rígido, tensaba los músculos del cuello y tomaba aire en silencio. ¿Iba a advertirle sobre Aubrey el líder del Partido Liberal… tan pronto? O, peor aún, ¿pensaba ofrecerle un cargo más elevado después de las elecciones si Gladstone ganaba? De pronto ella se dio cuenta de que eso era lo que realmente temía. Se sintió mareada. Gladstone tal vez le ofreciera a Jack la oportunidad de conseguir lo que hasta entonces solo había sido para él un sueño largamente acariciado. Pero ¿a qué precio?
Incluso en el caso de que no fuera eso lo que quería Gladstone, todavía temía que Jack se viera tentado o llevado a engaño. ¿Por qué no confiaba en que viera la trampa antes de que se cerrara? ¿Era de su capacidad de lo que dudaba? ¿O de su fuerza de voluntad para rechazar el premio cuando lo tenía a su alcance? ¿Actuaría de forma racional y justificaría su conducta? ¿Acaso no consistía en eso la política, en el arte de lo posible?
En otra época ella había sido una pragmática a ultranza. ¿Por qué las cosas eran distintas ahora? ¿Cómo había dejado de ser la joven ambiciosa y frágil de antaño? Incluso mientras se lo preguntaba era consciente de que la respuesta estaba relacionada con las tragedias, la debilidad y las víctimas del espíritu que había presenciado en algunos casos en los que Thomas había trabajado, y en los que ella y Charlotte habían colaborado. Había visto cómo la ambición podía llegar a ponerse al servicio del mal, y cómo la ceguera podía confundir los fines con los medios. No era tan fácil como le había parecido en otro tiempo. Incluso los que solo querían hacer el bien podían ser fácilmente engañados.
Jack la besó y se encaminó hacia la puerta dándole las buenas noches. Sabía que no podía decir cuándo volvería. Ella quedó en que no le esperaría levantada, sabiendo que lo haría. ¿Qué sentido tenía intentar dormir mientras no supiera lo que quería Gladstone… y cómo había respondido Jack?
Oyó pasos por el pasillo y el sonido de la puerta principal al abrirse y cerrarse.
El lacayo le preguntó si quería que sirviera el resto de la comida. Tuvo que repetirlo antes de que ella rechazara el ofrecimiento.
– Pídale disculpas al cocinero en mi nombre -dijo-. Me veo incapaz de comer hasta que no tenga noticias. -Quería ser cortés, pero no deseaba justificarse. Hacía tiempo había aprendido que una pequeña cortesía podía devolverse multiplicada por diez.
Decidió esperar en el salón. Se había llevado un ejemplar de Nada el Lirio, el último libro de H. Rider Haggard. Estaba encima de la mesa donde lo había dejado hacía casi una semana. Tal vez si lograba enfrascarse en la lectura, el tiempo pasase menos lentamente.
Lo consiguió a ratos. Durante una hora se vio inmersa en las pasiones y el sufrimiento de la vida en el África zulú, pero luego sus propios temores volvieron a salir a la superficie, y se levantó y caminó por la habitación, pasando mentalmente de un tema a otro, sin resolver nada.
¿ Qué deseaba averiguar la divertida y valiente Rose Serracold con tanta determinación como para requerir los servicios de una espiritista, aun a riesgo de destruirse? Era evidente que tenía miedo. ¿Temía por ella, por Aubrey o por alguien más? ¿Por qué no había podido esperar hasta después de las elecciones? ¿Tan segura estaba de que Aubrey iba a ganar que creía que no podría averiguarlo después? ¿O entonces sería demasiado tarde?
Era más fácil pensar en eso que preocuparse por Jack y los motivos de Gladstone para querer verle.
Se sentó y volvió a abrir el libro. Tras leer la misma página dos veces, seguía sin saber qué había leído.
Debía de haber mirado el reloj de pared una docena de veces cuando por fin oyó el sonido de la puerta de la calle al cerrarse y los conocidos pasos de Jack por el pasillo. Cogió el libro para que viera cómo lo dejaba a un lado cuando entrara en la habitación. Levantó la vista hacia él sonriente.
– ¿Quieres que Morton te traiga algo? -preguntó, alargando la mano hacia el cordón-. ¿Qué tal ha ido la reunión?
Jack vaciló un momento, y luego sonrió.
– Gracias por esperarme levantada.
Emily parpadeó, notando cómo el rubor acudía a sus mejillas.
La sonrisa de Jack se hizo más amplia. Poseía el mismo encanto, el ligero enfado teñido de hilaridad que la había atraído al principio, a pesar de haberle considerado frívolo, entretenido como mucho.
– ¡No te he estado esperando a ti! -replicó ella, haciendo un esfuerzo por no devolverle la sonrisa, aunque sabía que sus ojos no podían mentir-. He estado esperando para oír lo que el señor Gladstone tenía que decirte. Me interesa mucho la política.
– ¡Entonces será mejor que te lo diga! -concedió él, en un arrebato de cortesía, agitando la mano en el aire. Giró sobre sus talones y retrocedió hasta la puerta. De pronto su cuerpo cambió de postura; no se dobló exactamente, sino que bajó un poco el hombro hacia delante como si se apoyara de mala gana en un bastón. La miró, parpadeando un poco-. El gran viejo ha estado muy educado conmigo -afirmó con tono coloquial-. «El señor Radley, ¿verdad?», dijo, aunque lo sabía perfectamente. Me había llamado él. ¿Quién más iba a atreverse a ir allí? -Volvió a parpadear y se llevó una mano al oído, como si escuchara con atención su respuesta, haciendo un esfuerzo por no perderse ni una sílaba-. «Estaré encantado de ayudarle en todo lo que esté en mi mano, señor Radley. Sus esfuerzos no han pasado inadvertidos.» -No pudo evitar la nota de orgullo que se adivinó en su voz, una elevación del tono que no se ajustaba a su imitación del anciano.
– ¡Continúa! -exclamó Emily con impaciencia-. ¿Qué le has dicho?
– ¡Le he dado las gracias, naturalmente!
– Pero ¿has aceptado? ¡No se te ocurrirá decir que no lo has hecho!
Una sombra apareció en los ojos de Jack y luego desapareció.
– ¡Por supuesto que he aceptado! Aunque no me ayude en nada, sería una descortesía y una gran estupidez no dejar que creyera que lo ha hecho.
– ¡Jack! ¿Qué va a hacer él? No dejarás…
Se acercó a Emily, imitando de nuevo a Gladstone. Se estiró la impecable pechera de la camisa y la estrecha corbata de lazo y, llevándose a la nariz unos quevedos imaginarios, se quedó mirándola sin parpadear. Sostuvo en alto la mano derecha con el puño casi cerrado, pero como si la artritis le impidiera tensar sus hinchadas articulaciones.
– «¡Tenemos que ganar! -exclamó con fervor-. En los sesenta años que llevo en el poder nunca ha habido tantas cosas por las que luchar. -Tosió, carraspeó y continuó con un tono aún más ampuloso-: Sigamos adelante con la excelente labor que tenemos entre manos, y depositemos nuestra confianza no en los terratenientes y aristócratas…» -Se interrumpió-. ¡Se supone que tienes que aplaudir! -dijo a Emily con brusquedad-. ¿Cómo quieres que siga sí no haces bien tu papel? Estás en un mitin. ¡Compórtate como exige la ocasión!
– Creía que estabas solo allí -se apresuró a decir ella, presa de una decepción que trató de disimular. ¿Por qué había depositado tantas esperanzas? Era sorprendente lo mucho que aquello le importaba, después de todo.
– ¡Y lo estaba! -acordó él, volviéndose a colocar las gafas imaginarias y mirándola-. Gladstone siempre se dirige a uno como si se hallara en un mitin. Un mitin de una sola persona.
– ¡Jack! -exclamó ella con una risita.
– «No en los títulos o las hectáreas -añadió, echando los hombros hacia atrás y haciendo una mueca como si la rigidez de sus articulaciones hubiera vuelto a sorprenderle-. Iré aún más lejos y diré que tampoco en los hombres propiamente dichos, sino en Dios Todopoderoso, que es el Dios de la justicia y ha decretado que los principios de la justicia, la igualdad y la libertad sean los guías y dueños de nuestras vidas. -Frunció el ceño hasta juntar las cejas-. Lo que significa, por supuesto, que Su prioridad absoluta es el autogobierno irlandés, y si no lo concedemos inmediatamente, seremos víctimas de las siete plagas mortales del conservadurismo, ¿o era del socialismo?»
Emily no pudo evitar reírse; la ansiedad la abandonó como un abrigo rechazado al entrar en calor.
– ¡No dijo eso!
Él sonrió.
– Bueno, no exactamente. Pero lo hizo en el pasado. Lo que ha dicho en realidad es que debemos ganar las elecciones porque si no conseguimos que aprueben la ley del autogobierno irlandés, el derramamiento de sangre y las pérdidas nos perseguirán a lo largo de los tiempos. Y además, queremos una jornada laboral justa en todos los empleos para impedir a toda costa los planes de formar una alianza con el Tribunal de Roma propuestos por lord Salisbury.
– ¿El Tribunal de Roma? -preguntó ella confundida.
– ¡El papa! -explicó él-. El señor Gladstone es un fiel defensor de la Iglesia presbiteriana de Escocia, aunque no le están devolviendo precisamente el favor.
Ella se quedó sorprendida. Siempre había visto a Gladstone como la personificación de la rectitud religiosa. Se le conocía por su evangelismo y, en sus años de juventud, por haber intentado reformar a las mujeres de la calle, y su mujer había dado de comer y ayudado a muchas.
– Creía… -empezó a decir Emily, pero se interrumpió. Los motivos no eran importantes-. Va a ganar, ¿verdad?
– Sí -dijo Jack con suavidad, recuperando su elegancia natural-. La gente a veces se ríe de él, y sus enemigos políticos hablan constantemente de su edad…
– ¿Cuántos años tiene?
– Ochenta y tres. Pero sigue teniendo la pasión y la energía para recorrer todo el país haciendo campaña, y es el mejor orador que hemos tenido nunca. Le escuché hace un par de días y observé cómo le aclamaban con entusiasmo. Mucha gente había ido con sus hijos pequeños a hombros, para poder decirles algún día que vieron a Gladstone. -Casi de manera inconsciente, se llevó una mano al ojo-. Y también hay quienes le odian. En Chester una mujer le arrojó un trozo de pan de jengibre. Me alegro de que no sea mi cocinera, porque era tan duro que le hizo daño. Y encima le dio en su mejor ojo. Pero eso no le ha frenado. Sigue haciendo planes para ir hasta Escocia y hacer campaña para su propio escaño… y ayudar a todos los que pueda. -En su voz se advertía, un tanto a su pesar, un tono de admiración-. ¡Pero no va a ceder en el tema de la jornada laboral! El autogobierno es lo primero.
– ¿Hay alguna posibilidad de conseguirlo?
Jack gruñó ligeramente.
– ¡Ninguna!
– No has discutido con él, ¿verdad, Jack?
El eludió la mirada de Emily.
– No. Pero nos va a costar caro. Son unas elecciones en las que todos quieren ganar, pero no los partidos. Las cargas son demasiado grandes, y hay temas en los que no podemos tener éxito.
Ella se quedó momentáneamente perpleja.
– ¿Quieres decir que preferirían estar en la oposición?
El se encogió de hombros.
– El Parlamento no durará mucho. La próxima vez todo estará en juego. Y ese momento podría llegar muy pronto, en menos de un año.
Ella advirtió una nota extraña en su voz; se estaba callando algo.
Jack le dio la espalda y miró hacia la chimenea, examinando el cuadro que había sobre la repisa como si lo atravesara con la mirada.
– Esta noche me han invitado a unirme al Círculo Interior.
Emily se quedó paralizada. Recordó con un escalofrío lo que le había dicho Vespasia, y los encontronazos que había tenido Pitt con esa fuerza invisible, el poder que no respondía ante nadie porque nadie sabía quién era. Le habían arrebatado a Pitt su cargo en Bow Street para enviarlo casi como un fugitivo a los callejones de Whitechapel. El hecho de que hubiera salido de ellos con una victoria obtenida con un desesperado esfuerzo, y que incluso había costado sangre, le había granjeado la implacable enemistad del colectivo.
– ¡No puedes hacerlo! -exclamó ella, con tono temeroso.
– Lo sé -respondió él, todavía de espaldas a ella. La luz de la lámpara brillaba en la tela negra de su chaqueta, que se estiró con la tensión de sus hombros. ¿Por qué no la miraba? ¿Por qué no rechazaba aquella propuesta con la misma indignación? Ella no se movió, y se hizo el silencio en la habitación.
– ¿Jack? -Sonó casi como un susurro.
– Por supuesto. -Él se volvió despacio, obligándose a sonreír-. Todo tiene un precio muy alto, ¿verdad? La posibilidad de hacer algo útil, de conseguir verdaderos cambios, la amistad de quienes te importan y tu rectitud. Sin las influencias adecuadas, puedes jugar en los márgenes de la política toda tu vida y no darte cuenta hasta el final, y tal vez ni siquiera entonces, de que no has cambiado nada en absoluto, porque el verdadero poder te ha eludido. Siempre ha estado en manos de otro…
– Alguien anónimo -dijo ella en voz muy baja-. Alguien que no es lo que crees o quién crees que es, cuyas motivaciones no conoces o no comprendes, que podría ser la realidad que se esconde detrás de caras que crees inocentes, que crees que son tus amigos. -Se levantó-. ¡No puedes hacer pactos con el diablo!
– No estoy seguro de que se puedan hacer pactos políticos con alguien -dijo él con tristeza, poniéndole una mano en el hombro y deslizándola por el brazo, de modo que ella la sintió a través de la seda de su vestido-. Creo que en política de lo que se trata es de discernir lo que es posible de lo que no lo es, y ser capaz de ver lo más lejos posible para saber adónde lleva cada camino.
– ¡Pues el camino del Círculo Interior te lleva a renunciar a tu derecho a actuar por cuenta propia! -respondió ella.
– Estar en el poder no consiste en actuar por cuenta propia. -Jack la besó ligeramente y ella se puso rígida, luego se apartó y lo miró fijamente-. De lo que se trata es de obtener algo realmente bueno que mejore la situación de la gente que confía en ti y que te ha elegido -continuó-. Eso es el honor: cumplir tus promesas, actuar en nombre de los que no tienen poder para hacerlo por sí mismos, no como una pose, sino sintiéndote cómodo y satisfecho con tu propia conciencia.
Emily bajó la mirada, sin saber muy bien qué decir. No sabía cómo expresar con palabras, ni siquiera para sí misma, un argumento que dejara claro el camino que había entre dar algo por imposible y hacer concesiones. Nadie conseguía nada sin pagar algo a cambio. ¿Qué precio se consideraba aceptable? ¿Cuánto era necesario?
– ¿Emily? -dijo él, con un tono inquieto. Resultaba casi imperceptible, pero su risa de pronto sonaba falsa, como una máscara-. ¡He dicho que no!
– Lo sé -respondió ella estremeciéndose, sin saber si diría que no la próxima vez, cuando la persuasión fuera más fuerte, los argumentos más apasionados y tendenciosos, y el premio más grande. Y se avergonzó de tener miedo. En su situación, Pitt no lo habría tenido. Pero Pitt había conocido en carne propia el poder del Círculo y había sufrido heridas.