Capítulo 3

Pitt salió a comprar otros cinco periódicos y se los llevó a su casa para ver si el general de división había escrito a alguno más en los mismos términos. En tres de ellos encontró prácticamente la misma carta con alguna frase cambiada aquí y allá.

Dobló los periódicos y permaneció sentado unos minutos, inmóvil, preguntándose qué importancia debía conceder al ataque. ¿Quién era Kingsley? ¿Era un hombre cuyas opiniones influirían a otras personas? Y lo más importante, ¿era su carta una coincidencia o el comienzo de una campaña?

No había llegado a ninguna conclusión sobre la necesidad de averiguar más sobre Kingsley cuando sonó el timbre de la puerta. Levantó la vista hacia el reloj de la cocina y se dio cuenta de que eran las nueve pasadas. La señora Brady debía de haberse olvidado las llaves. Se levantó molesto por la intrusión, a pesar de que agradecía el trabajo de aquella mujer, y acudió a abrir ante los timbrazos cada vez más insistentes.

Pero en el umbral no encontró a la señora Brady, sino a un joven con traje marrón, cabello peinado hacia atrás y una expresión ansiosa.

– Buenos días, señor -dijo secamente en posición de firmes-. El sargento Grenville, señor…

– Si Narraway quiere hablarme de la carta del Times, ya la he leído -dijo Pitt con bastante aspereza-. Y las del Spectator, el Mail y el Illustrated London News.

– No, señor -respondió el hombre ceñudo-. Se trata del asesinato.

– ¿Cómo? -Al principio Pitt creyó que no le había oído bien.

– El asesinato, señor -repitió el joven-. En Southampton Row.

Pitt sintió unos remordimientos casi tan intensos como un dolor físico, seguidos de una oleada de odio hacia Voisey y todo el Círculo Interior por haberle alejado de Bow Street, donde se había enfrentado con crímenes que comprendía, por terribles que hubieran sido, y tenía el talento y la experiencia, en la mayoría de los casos, para resolverlos. Era su profesión, y él era bueno en ella. En cambio, en la Brigada Especial andaba perdido; sabía lo que se avecinaba y era incapaz de detenerlo.

– Ha cometido un error -dijo tajante-. Yo ya no me ocupo de los asesinatos. Vuelva y dígale a su comandante que no puedo ayudarle. Preséntese ante el superintendente Wetron en Bow Street.

El sargento no se movió.

– Lo siento, señor. No me he explicado bien. Es el señor Narraway quien quiere que usted se haga cargo. A los de Bow Street no les ha gustado, pero han tenido que aceptarlo. El señor Tellman está al mando de Southampton Row. Le han ascendido hace poco, ¿sabe? Pero supongo que ya lo sabe puesto que trabaja con él. Disculpe, señor, pero sería conveniente que fuera allí ahora mismo, teniendo en cuenta que han descubierto el cuerpo a las siete y ya ion casi las nueve y media. Nosotros acabamos de enterarnos, y el señor Narraway me ha enviado inmediatamente aquí.

– ¿Por qué? -No tenía ningún sentido-. Ya tengo un caso.

– Ha dicho que forma parte de él, señor. -Grenville lanzó Una mirada por encima de su hombro-. Tengo un coche esperando. Si quiere cerrar la puerta con llave, señor, nos pondremos en camino.

La manera en que había pronunciado aquellas palabras y todo su porte daban a entender que no era un sargento que hacía una sugerencia a un oficial superior, sino un hombre muy seguro de su posición que transmitía una orden de un superior cuya palabra no podía desobedecerse. Era como si hubiera hablado Narraway en persona.

Ligeramente ofendido y reacio a inmiscuirse en el primer caso de asesinato de Tellman como inspector, Pitt hizo lo que se le ordenó y siguió a Grenville hasta el coche. Recorrieron la corta distancia a lo largo de Keppel Street y alrededor de Russell Square, y varios cientos de metros por Southampton Row.

– ¿Quién es la víctima? -preguntó Pitt tan pronto como se pusieron en marcha.

– Maude Lamont -respondió Grenville-. Se supone que era médium, señor. Una de esas que dice ponerse en contacto con los muertos. -Su tono y su cara inexpresiva daban a entender lo que opinaba de tales cosas, y el hecho de que le pareciese inapropiado expresarlo en palabras.

– ¿Y por qué cree el señor Narraway que tiene que ver con mi caso? -preguntó Pitt.

Grenville miró al frente.

– No lo sé, señor. El señor Narraway nunca le dice a nadie lo que no necesita saber.

– Bien, sargento Grenville, ¿qué puede decirme, aparte de que llego tarde, que voy a encontrarme con mi antiguo sargento y a arrebatarle su primer caso, y que no tengo ni idea de que se trata?

– Yo tampoco lo sé, señor-dijo Grenville, mirando de reojo a Pitt y dirigiendo de nuevo la vista al frente-. Excepto que la señorita Lamont era espiritista, como he dicho, y que su criada la ha encontrado muerta esta mañana… estrangulada, al parecer. Y que el médico dice que no fue un accidente, de modo que debe de haberlo hecho uno de los clientes que tuvo anoche. Supongo que necesita que usted averigüe quién fue y tal vez por qué.

– ¿Y no tiene usted ni idea de qué relación tiene con mi caso actual?

– Ni siquiera sé cuál es su caso, señor.

Pitt no dijo nada más, y poco después se detuvieron más allá de Cosmo Place. Pitt se apeó, seguido de cerca por Grenville, quien le mostró el camino hasta la puerta principal de una casa muy agradable, que evidentemente pertenecía a una persona con ingresos más que adecuados. Un breve tramo de escaleras conducía a una puerta tallada, y a lo largo de la fachada había una gruesa capa de gravilla blanca.

Un agente acudió a abrir, y se disponía a dar media vuelta cuando vio a Pitt detrás de Grenville.

– ¿Ha vuelto a Bow Street, señor? -preguntó con sorpresa y lo que parecía satisfacción.

Antes de que Pitt pudiera responder, Grenville intervino.

– Por el momento no, pero el señor Pitt va a hacerse cargo de este caso. Órdenes del Ministerio del Interior -añadió con un tono que zanjaba toda discusión sobre el tema-. ¿Dónde está el inspector Tellman?

El agente parecía perplejo e intrigado, pero sabía captar una indirecta.

– En el salón, señor, con el cadáver. Si tienen la bondad de acompañarme…

Sin esperar una respuesta, los condujo por un pasillo muy amplio decorado al estilo chino, con mesas lacadas y biombos de bambú y seda, hasta el salón. Aquella estancia también poseía un estilo oriental, con un armario lacado rojo junto a la pared y una mesa de madera con un diseño abstracto tallado, formando una serie de líneas y rectángulos. En el centro había una mesa más grande, ovalada, y alrededor de ella, siete sillas. Las puertaventanas dobles con sofisticadas cortinas daban a un jardín amurallado lleno de arbustos en flor. Un sendero doblaba la esquina, y seguramente llevaba a la parte delantera, o a una verja o puerta lateral que daba a Cosmo Place.

A Pitt le llamó inevitablemente la atención el cuerpo inmóvil de una mujer que permanecía medio reclinado en una de las dos butacas tapizadas que había a cada lado de la chimenea. Aparentaba treinta años largos, y parecía alta y con una figura delicadamente curvilínea y esbelta. El rostro también había sido hermoso en vida, con unos pómulos marcados, y tenía un cabello moreno grueso y abundante. Pero en ese momento las facciones estaban desfiguradas en una mueca terrible, como si estuviera boqueando. Tenía los ojos muy abiertos y fijos, la tez con manchas, y una extraña sustancia blanca le había salido de la boca y le había caído por la barbilla.

De pie en mitad de la habitación estaba Tellman, taciturno como siempre y con el pelo peinado hacia atrás. A su izquierda había otro hombre de más edad, corpulento y con unas facciones marcadas que le conferían un aire inteligente. Por el maletín de cuero que reposaba a sus pies, Pitt dedujo que era el forense.

– Lo siento, señor. -Grenville sacó su tarjeta y se la tendió a Tellman-. Es un caso de la Brigada Especial, y el señor Pitt va a hacerse cargo de él. Pero para mantenerlo en secreto será mejor que se quede y trabaje con él. -Era una afirmación, no una sugerencia.

Tellman miró fijamente a Pitt. Hizo un esfuerzo por enmascarar sus sentimientos, así como el hecho de haber sido pillado desprevenido, pero su indignación era evidente en la rigidez de su cuerpo, las manos tensas a los costados y la vacilación antes de que se dominase lo suficiente para pensar qué decir. En su mirada no había hostilidad -al menos a Pitt no se lo pareció-, sino cólera y decepción. Había trabajado mucho para obtener ese ascenso, durante los varios años que había permanecido a la sombra de Pitt. Y en el primer caso de asesinato del que se hacía cargo, traían a Pitt de vuelta sin ninguna explicación y lo ponían al frente.

Pitt se volvió hacia Grenville.

– Si no hay nada más que comentar, sargento, puede dejarnos para que iniciemos la investigación. El inspector Tellman me informará de todo lo que se sabe hasta ahora. -Exceptuando el motivo por el que Narraway creía que aquel caso tenía que ver con Voisey. Pitt no se imaginaba qué podía interesar menos a Charles Voisey que las sesiones espiritistas. Su hermana no podía haber sido tan crédula para asistir a una reunión así en un momento tan crítico. Y si lo había hecho y su presencia allí la había puesto en una situación comprometida, ¿era algo bueno o malo?

Sintió un frío en su interior al pensar en que Narraway pudiese tener la esperanza de utilizar aquello en su provecho. La idea de que hubiera participado en el crimen o de que lo utilizara como forma de coacción le producía rechazo.

Se presentó al forense, que se llamaba Snow, y se volvió hacia Tellman.

– ¿Qué has averiguado hasta ahora? -preguntó educadamente, de la manera menos comprometida posible. No debía permitir que su cólera se reflejara en su actitud. Tellman no tenía la culpa de nada, y si se enemistaba más con él le resultaría más difícil tener éxito.

– La criada, Lena Forrest, la ha encontrado esta mañana. Era la única criada que vivía en la casa -respondió Tellman, recorriendo con la mirada la habitación para dar a entender su sorpresa ante el hecho de que en una casa con tantas comodidades no hubiera una cocinera o una sirvienta-. Preparó té para su señora y se lo llevó a la habitación -continuó-. Al ver que estaba vacía y que nadie había dormido en la cama, se alarmó. Bajó aquí, que era el último lugar donde la había visto…

– ¿Cuándo fue eso? -le interrumpió Pitt.

– Antes de que comenzara la… actividad de anoche. -Tellman evitó la palabra «sesión de espiritismo», y su opinión sobre ellas se hizo evidente en su labio ligeramente curvado. Por lo demás, su rostro chupado estaba cuidadosamente desprovisto de expresión.

Pitt se sorprendió.

– ¿No la vio después de eso?

– Dice que no, a pesar de que he insistido. Le he preguntado si le llevó una última taza de té o si subió para prepararle la bañera o ayudarle a desvestirse, pero ella dice que no. -Su voz no daba pie a la discusión-. Parece ser que a la señorita Lamont le gustaba quedarse levantada hasta tarde con ciertos… clientes… y que todos ellos preferían la privacidad que brinda el hecho de no tener criados cerca, la tranquilidad de saber que no hay nadie con quien toparse sin querer o que les interrumpiera cuando… -Se calló y apretó los labios.

– ¿De modo que entró aquí y la encontró? -Pitt señaló con la cabeza la figura de la butaca.

– Eso es. Cerca de las siete y diez -respondió Tellman.

Pitt se sorprendió.

– Es un poco temprano para que se despierte una señora, ¿no crees? Sobre todo cuando no empieza a trabajar hasta la noche y a menudo se queda levantada hasta tarde con clientes.

– También se lo pregunté. -Tellman echaba fuego por los ojos-. Dijo que la señorita Lamont siempre madrugaba y que luego dormía una siesta por la tarde. -Su expresión revelaba la inutilidad de tratar de dar sentido a las costumbres de alguien que creía hablar con fantasmas.

– ¿Tocó algo la criada?

– Asegura que no, y no he visto pruebas de que lo hiciera. Dice que enseguida vio que la señorita Lamont estaba muerta. No respiraba y estaba azulada, y cuando le puso un dedo en la nuca la notó fría.

Pitt se volvió hacia el forense con una mirada interrogante.

Snow apretó los labios.

– Murió en algún momento de la noche -dijo, lanzando a Pitt una mirada penetrante e inquisitiva.

Pitt echó otro vistazo al cadáver, luego se acercó más y examinó el rostro y la extraña y pegajosa sustancia que le salía de la boca y le caía por un lado de la barbilla. Al principio había creído que era vómito provocado por algún veneno ingerido; tras examinarlo con más detenimiento, advirtió que tenía una textura que le daba una apariencia similar a una gasa muy fina.

Se irguió y se volvió hacia el médico.

– ¿Veneno? -preguntó, dando rienda suelta a su imaginación-. ¿Qué es? ¿Puede decirlo? Por su cara, parece que la hayan estrangulado o asfixiado.

– Asfixia. -Snow hizo un ligero gesto de asentimiento-. No puedo decirlo con seguridad hasta que vaya a mi laboratorio, pero creo que es clara de huevo.

– ¿Qué? -Pitt se mostró incrédulo-. ¿Por qué iba a comer clara de huevo? ¿Y qué es el… el…?

– Alguna clase de muselina o gasa. -Snow torció el gesto, como si estuviera a las puertas de un descubrimiento más profundo sobre la naturaleza humana y temiera lo que iba a encontrar-. Se ahogó con ella. Se le introdujo en los pulmones al inhalar. Pero no fue un accidente. -Pasó por delante de Pitt y tiró del encaje del corpiño de la mujer sin vida. Se desprendió por donde lo había roto poco antes al examinarla, y volvió a cerrarlo por decencia. Entre los senos se veía el comienzo de un amplio cardenal que estaba empezando a oscurecer cuando la muerte había cortado el flujo de la sangre.

Pitt miró a Snow a los ojos.

– ¿Le obligaron a tragarlo?

Snow asintió.

– Diría que con una rodilla -asintió-. Alguien se lo metió en la boca y le sujetó el cuello. Puede ver el ligero arañazo de una uña en la mejilla. La inmovilizaron con bastante peso, hasta que ella no pudo evitar inhalar y ahogarse.

– ¿Está seguro? -Pitt trató de apartar de su mente la imagen: el espeso líquido saliendo por la garganta mientras la mujer luchaba por respirar.

– Todo lo seguro que se puede estar -respondió Snow-. A menos que al hacer la autopsia encuentre algo totalmente distinto. Pero murió de asfixia. Se ve en su expresión y en los pequeños coágulos de sangre de sus ojos. -Pitt se alegró de que no se los enseñara. Los había visto antes y se conformaba con la palabra del médico. En lugar de ello cogió una de las manos frías y la volvió ligeramente para examinar la muñeca. Encontró los ligeros cardenales que esperaba. Alguien la había sujetado, tal vez solo Unos instantes, pero con fuerza.

– Ya veo -murmuró-. Será mejor que me confirme si es clara de huevo, pero supongo que lo es. ¿Por qué iba alguien a elegir una forma de matar tan extraña e innecesaria?

– Ese es su trabajo -respondió Snow secamente-. Yo puedo decirle qué le ocurrió, pero no por qué ni quién lo hizo.

Pitt se volvió hacia Tellman.

– ¿Dices que la encontró la criada?

– Sí.

– ¿Ha dicho algo más?

– No mucho, solo que no vio ni oyó nada después de dejar a la señorita Lamont con los clientes que esperaba. Pero dice que se cuidaba de no hacerlo. Una de las razones por la que les gustaba la señorita Lamont era la privacidad que les ofrecía… así como su… ¿Cómo lo llamas? -Frunció el entrecejo, escudriñando la cara de Pitt. Se había negado resueltamente a llamarlo «señor» desde los días duros en que habían ascendido a Pitt. Tellman se había sentido molesto porque consideraba que Pitt, hijo de un guardabosque, no era la persona adecuada para estar al frente de una comisaría. Aquello era cosa de caballeros, militares o marinos que estaban de vuelta, como Cornwallis-. ¿Cómo lo llamas? ¿Don, número, truco?

– Probablemente las tres cosas -respondió Pitt. Y pensando en voz alta, añadió-: Supongo que cuando el propósito es entretener, resulta bastante inofensivo. Pero ¿cómo sabes cuándo alguien se lo toma en serio, tanto si tu intención es que lo haga como si no?

– ¡No se sabe! -replicó Tellman-. Mis trucos se limitan a los juegos con una baraja de cartas o a sacar conejos de un sombrero. De ese modo no engañas a nadie.

– ¿Sabes quiénes fueron los clientes de anoche y si vinieron de uno en uno o todos a la vez?

– La criada no lo sabe -respondió Tellman-. O al menos eso es lo que dice, y no tengo motivos para no creerla.

– ¿Dónde está? ¿Se encuentra en condiciones para responder a mis preguntas?

– Oh, sí -respondió Tellman con seguridad-. Está un poco afectada, desde luego, pero parece una mujer sensata. No creo que haya comprendido aún lo que esto va a significar para ella. Pero en cuanto hayamos acabado de registrar la casa, y puede que también precintado esta habitación, no habrá motivos para que no pueda quedarse aquí un tiempo, ¿verdad? Hasta que encuentre otra casa.

– No -convino Pitt-. Es mejor que se quede. Así sabremos dónde encontrarla si tenemos más preguntas que hacerle. Hablaré con ella en la cocina. No puedo esperar que venga aquí. -Echó un vistazo al cadáver mientras cruzaba la habitación en dirección a la puerta. Tellman no le siguió. Tenía a hombres a sus órdenes que se encargarían de registrar la casa e incluso de interrogar a los vecinos, aunque era razonable suponer que el crimen había tenido lugar después del anochecer, y había pocas probabilidades de que alguien hubiera visto algo.

Pitt recorrió el pasillo hacia la parte trasera de la casa, pasando por delante de otras cuantas puertas, hasta llegar a la del fondo, que estaba abierta y dejaba ver un suelo de madera reluciente bañado por el sol. Se detuvo en el umbral. Era una cocina ordenada, limpia y acogedora. Sobre el fogón negro había un cazo de agua humeante. Delante del fregadero, había una mujer alta y un tanto delgada, arremangada hasta los codos y con las manos sumergidas en agua jabonosa. Estaba inmóvil, como si se hubiera olvidado por qué se encontraba allí.

– ¿Señorita Forrest? -preguntó Pitt.

La mujer se volvió despacio. Aparentaba casi cincuenta años y tenía el pelo castaño, con las sienes canosas, recogido hacia atrás con horquillas. Poseía una cara original de bonitos pómulos y cejas, nariz recta pero no demasiado prominente, boca grande y bien moldeada. No era guapa; de hecho, en cierto modo era poco agraciada.

– Sí. ¿Usted también es policía? -preguntó con un ligero ceceo que no alcanzaba la categoría de defecto del habla. Sacó las manos del agua despacio.

– Sí-respondió Pitt-. Siento molestarle con más preguntas en estas circunstancias tan penosas, pero no podemos permitirnos esperar a una ocasión mejor. -Se sintió un poco absurdo mientras lo decía. Ella parecía estar en completo dominio de sí misma, pero él sabía que la conmoción afectaba de distintas maneras a la gente. A veces lo hacía de un modo tan profundo que no había señales externas-. Me llamo Pitt. ¿Quiere sentarse, señorita Forrest?

Ella obedeció despacio, secándose las manos mecánicamente en un trapo que colgaba de una barra de latón frente al fogón. Se sentó en una de las sillas de respaldo duro que había cerca de la mesa y él se sentó en otra.

– ¿Qué es lo que quiere saber? -preguntó ella sin mirarle a la cara, sino a un punto lejano por encima de su hombro derecho.

La cocina estaba ordenada; en el aparador había una vajilla sencilla de porcelana apilada, y en una de las amplias repisas, un montón de ropa blanca planchada a la espera de ser guardada en los armarios. De las cuerdas de tender extendidas cerca del techo colgaba más ropa. El cubo de coque estaba lleno en el suelo junto a la puerta trasera. El fogón negro brillaba, la luz se reflejaba débilmente en las cazuelas de cobre que colgaban de la viga transversal, y en el aire flotaba un olor a especias. Solo faltaba la presencia o el olor de la comida. Era una casa que ya no tenía ninguna utilidad.

– ¿Esperaba la señora Lamont a sus clientes por separado o juntos? -preguntó Pitt.

– Llegaban de uno en uno -respondió ella-. Y así se marchaban, que yo sepa. Pero se juntaban todos para la sesión espiritista. -Habló con voz inexpresiva, como si tratara de enmascarar sus sentimientos. ¿Acaso intentaba protegerse a sí misma, o a su señora, del ridículo?

– ¿Los vio?

– No.

– Entonces ¿podrían haber venido todos juntos?

– La señorita Lamont me hizo quitar la tranca de la puerta lateral que da a Cosmo Place, como hacía con ciertas personas -respondió ella-. De modo que supongo que anoche vino uno de los discretos.

– ¿Se refiere a las personas que no quieren que les reconozcan?

– Sí.

– ¿Son muchas?

– Cuatro o cinco.

– ¿De modo que usted preparó el terreno para que pudieran entrar por Cosmo Place en lugar de por la puerta delantera de Southampton Row? Dígame exactamente cómo funcionaba todo.

Ella levantó la vista y le miró a los ojos.

– Hay una puerta en el muro que da a esa calle. Tiene una cerradura grande de hierro y la cierran con llave al salir.

– ¿Qué es la tranca que ha mencionado?

– Queda por dentro, lo que significa que aunque tengas llave no puedes entrar. La puerta permanece atrancada excepto cuando viene un cliente especial.

– ¿Y ella recibía a esos clientes individualmente?

– No, generalmente con uno o dos más.

– ¿Eran muchos?

– Creo que no. La mayoría de las veces iba a la casa de los clientes o a fiestas. Solo recibía a clientes especiales una vez a la semana, más o menos.

Pitt trató de imaginarse la situación: un puñado de personas nerviosas y excitadas, sentadas en la penumbra alrededor de una mesa, cada una llena de sus propios terrores y sueños, esperando oír la voz de algún ser querido, transfigurado por la muerte, que le dijera… ¿qué? ¿Que seguía existiendo? ¿Que era feliz? ¿Algún secreto sobre la pasión o el dinero que se había llevado consigo a la tumba? ¿O tal vez que lo perdonaba por un agravio que era irrevocable?

– ¿De modo que anoche asistieron clientes especiales? -dijo en alto.

– Debían de serlo -respondió Lena con un movimiento casi imperceptible de los hombros.

– Pero usted no vio a ninguno.

– No. Como he dicho, querían mantener completamente la intimidad. De todos modos, anoche era mi noche libre. Salí de casa poco después de que vinieran.

– ¿Adonde fue? -preguntó él.

– A ver a una amiga, la señora Lightfoot, que vive en Newington, cerca del río.

– ¿Cuál es su dirección?

– El número cuatro de Lion Street, junto a New Kent Road -respondió ella sin vacilar.

– Gracias. -Pitt volvió al tema de las visitas. Alguien comprobaría su coartada por rutina-. Pero las personas que visitaban a la señorita Lamont debían de verse, de modo que al menos ellos se conocían.

– No lo sé -respondió ella-. La habitación siempre estaba muy poco iluminada. Lo sé porque la preparo antes de que vengan. Y pongo las sillas necesarias. Ayer había cuatro. Se sentaron alrededor de la mesa. Es muy fácil quedarse en la penumbra, si se quiere. Siempre pongo unas velas solo en un extremo y dejo la lámpara de gas apagada. A menos que conozcas a alguien, no verías quién es.

– ¿Y anoche vino una de esas personas discretas?

– Creo que sí, o la señorita Lamont no me habría pedido que quitara la tranca de la puerta.

– ¿Esta mañana estaba puesta de nuevo?

La mujer abrió un poco los ojos, comprendiendo inmediatamente lo que quería decir.

– No lo sé. No lo he mirado.

– Yo me ocuparé. Pero antes hábleme más de la noche de ayer. Todo lo que recuerde. Por ejemplo, ¿estaba nerviosa la señorita Lamont, o impaciente por algo? ¿Sabe si alguna vez había recibido amenazas o se había enfrentado con un cliente enfadado o insatisfecho con las sesiones de espiritismo?

– Si lo hizo, no me lo dijo -respondió Lena-. Pero nunca hablaba de esas cosas. Debía de saber cientos de secretos de otras personas. -Por un momento, su expresión cambió. Le invadió una profunda emoción y se esforzó por ocultarla. Podría ser miedo, sensación de vacío, o el horror ante una muerte repentina y violenta. O cualquier otro sentimiento que él ni siquiera imaginaba. ¿Acaso creía en espíritus vengativos y agitados?-. Lo consideraba un asunto confidencial -dijo en alto, y su rostro recuperó su aspecto inexpresivo, concentrada meramente en responder las preguntas de Pitt.

El se preguntó cuánto sabía de la profesión de su señora. Vivía en la casa. ¿No había tenido curiosidad?

– ¿Limpia el salón donde se celebran las sesiones? -preguntó.

La mano de ella dio una pequeña sacudida, un ligero movimiento producido por los músculos al tensarse.

– Sí. La mujer de la limpieza se ocupa del resto, pero la señorita Lamont siempre me hacía limpiar a mí ese salón.

– ¿No le asusta la idea de las apariciones sobrenaturales?

Un atisbo de desdén brilló en los ojos de la señorita Forrest, y luego se desvaneció. Cuando respondió, su voz volvía a ser suave.

– Si dejas esas cosas en paz, ellas te dejarán a ti en paz.

– ¿Creía en el… don de la señorita Lamont?

Lena titubeó con una expresión inescrutable. ¿Se trataba de un hábito de lealtad en conflicto con la verdad?

– ¿Qué puede decirme sobre ese tema? -De pronto el tono de Pitt se había vuelto apremiante. La muerte de Maude Lamont había sido sin duda consecuencia de su don, ya fuese verdadero o falso. No había ninguna posibilidad de que la hubiera matado un ladrón sorprendido en el acto o un pariente invadido por la codicia. Era algo profundamente personal, movido por la cólera o la envidia; una voluntad de destruir no solo a la mujer, sino también algo de los poderes que afirmaba tener.

– Yo… no lo sé, en realidad -respondió Lena con incomodidad-. Solo soy una criada, no formaba parte de su vida. Sabía que había personas que realmente creían. Había más, aparte de las que recibía aquí. Una vez comentó que aquí era donde hacía mejor su trabajo. Cuando iba a otras casas se trataba más bien de un entretenimiento.

– De modo que la gente que vino aquí anoche deseaba ponerse verdaderamente en contacto con los muertos, por alguna razón personal y urgente. -Era más una afirmación que una pregunta.

– No lo sé, pero eso era lo que ella decía. -Estaba tensa, con la espalda recta y separada del respaldo de la silla, y los puños cerrados ante sí encima de la mesa.

– ¿Ha asistido alguna vez a una sesión de espiritismo, señorita Forrest?

– ¡No! -La respuesta fue instantánea y vehemente, embargada de una profunda emoción. Luego bajó los ojos, eludiendo la mirada de Pitt. Habló en voz aún más queda-. Que los muertos descansen en paz.

Con repentina y abrumadora compasión, Pitt vio cómo se le llenaban los ojos de lágrimas que le corrieron por las mejillas. Ella no se disculpó ni escondió la cara. Era como si por unos instantes se hubiera olvidado de su presencia, absorta en su pérdida. Seguramente el motivo de su pena era un ser querido y no Maude Lamont, que yacía rígida y grotesca en otra habitación. Pitt deseó que alguien la consolara, que tendiera una mano por encima de aquel dolor desconocido y la tocara.

– ¿Tiene usted familia, señorita Forrest? ¿Alguien a quien podamos avisar?

Ella sacudió la cabeza.

– Solo tenía a mi hermana Nell, que en paz descanse, y hace tiempo que murió -respondió ella, irguiéndose y respirando hondo. Hizo un gran esfuerzo por dominarse y lo logró-. Querrá saber quiénes eran los clientes que vinieron anoche. No puedo decírselo porque no lo sé, pero ella tenía una agenda en la que apuntaba todas esas cosas. Está en su escritorio. Seguramente estará cerrado con llave, pero encontrará la llave en una cadena que llevaba alrededor de su cuello. Si no quiere cogerla, puede romperlo con un cuchillo, pero sería una lástima. Es un bonito mueble de marquetería.

– Cogeré la llave. -Pitt se levantó-. Necesitaré hablar de nuevo con usted, señorita Forrest, pero por el momento dígame dónde está el escritorio y prepare té, al menos para usted. Tal vez el inspector y sus hombres también se lo agradezcan.

– Sí, señor. -Lena vaciló-. Gracias.

– ¿El escritorio? -le recordó él.

– ¡Oh, sí! Está en el estudio, la segunda puerta a la izquierda. -Se lo señaló con un ademán.

Él le dio las gracias, luego regresó al salón donde estaba el cadáver y vio a Tellman mirando por la ventana. El forense se había ido, pero en el pequeño jardín había un agente rodeado de camelias y de un largo rosal amarillo en plena floración.

– ¿Estaba atrancada por dentro la puerta del jardín? -preguntó Pitt.

Tellman asintió.

– Y no se puede salir a la calle por las puertaventanas. Tuvo que ser uno de los que ya estaban dentro -dijo desconsoladamente-. Debió de marcharse por la puerta principal, que se cierra sola. Y la criada ha dicho que no tenía ni idea cuando se lo he preguntado.

– No, pero ha dicho que Maude Lamont tenía una agenda en el escritorio del estudio, y que la llave está alrededor de su cuello. -Pitt señaló con la cabeza a la mujer muerta-. Podría haber escrito algo en él, tal vez incluso el motivo por el que acudían a verla. Ella seguramente lo sabía.

Tellman frunció el entrecejo.

– Pobres diablos -dijo con fiereza-. ¿Qué necesidad mueve a una persona a acudir a una mujer así en busca de la clase de respuesta que debería obtener de la iglesia o empleando el sentido común? Quiero decir… ¿qué es lo que preguntan? -El entrecejo fruncido confería un aire de severidad a su cara alargada-. ¿Dónde estás? ¿Cómo es eso? Ella podía decirles cualquier cosa… ¿Cómo iban a darse cuenta ellos? Es perverso cobrar por jugar con el dolor de una persona. -Le dio la espalda-. Y es una estupidez por parte de ellos pagar.

Pitt tardó unos momentos en pasar de un tema a otro, pero se dio cuenta de que Tellman luchaba con una cólera y una confusión interior, y de que había tratado de eludir la conclusión de que una de esas personas que él no podía evitar compadecer tenía que haber matado a la mujer sentada silenciosamente en la butaca a solo unos palmos de distancia, clavándole la rodilla en el pecho mientras ella luchaba por respirar y se ahogaba con la extraña sustancia que le obstruía la garganta. Trataba de imaginar la ira que le había llevado a hacer eso. Estaba soltero y no frecuentaba demasiado el trato con mujeres fuera del entorno policial formal. Confiaba en que fuera Pitt quien tocara el cuerpo y buscara la llave en cierta zona que a él le resultaría violento mirar.

Pitt se acercó y levantó con delicadeza el encaje de la parte delantera del vestido y palpó por debajo de los lados de la tela del corpiño. Encontró la fina cadena de oro y tiró de ella hasta tener la llave en las manos. La pasó con cuidado por la cabeza tratando de no despeinarla; una precaución a todas luces absurda. ¿Qué podía importar ahora? Pero hacía apenas unas horas estaba viva, y su rostro se hallaba avivado por la inteligencia y los sentimientos. Entonces habría sido impensable rozarle el cuello y el pecho de ese modo.

Le apartó la mano, aunque poco importaba ya si se la aplastaba. Fue un gesto mecánico. En ese momento reparó en el pelo largo atrapado en el botón de la manga, de un color muy distinto al suyo. Ella era morena, y aquel cabello brilló por un instante con un matiz pálido como la lana de vidrio. Cuando finalmente él se movió, volvió a hacerse invisible.

– ¿Qué tiene que ver esto con la Brigada Especial? -preguntó Tellman, con un repentino matiz de frustración en la voz.

– No tengo ni idea -respondió Pitt, irguiéndose y colocando la cabeza de la mujer muerta en la posición exacta en la que había estado.

Tellman le miró furioso.

– ¿Vas a dejarme ver su agenda? -preguntó, desafiante.

Era una decisión que Pitt no se había planteado. Respondió sin pensar, dolido por lo absurdo de aquella situación.

– ¡Por supuesto que sí! Espero sacar de ella mucho más que los nombres de las personas que estuvieron aquí anoche. Vamos a necesitar poco menos que un milagro para averiguar todo lo posible de esta mujer. Habrá que hablar con el resto de sus clientes. ¿Qué clase de gente acudía a ella, y por qué? ¿Cuánto le pagaban? ¿Ganaba lo suficiente para permitirse vivir en esta casa? -Recorrió mecánicamente la habitación con la mirada, con su sofisticado papel en la pared y los muebles orientales intrincadamente tallados. Sabía lo bastante para calcular el valor de al menos parte de ellos.

Tellman frunció el entrecejo.

– ¿Cómo sabía ella qué debía decir a esa gente? -preguntó, mordiéndose el labio inferior-. ¿Hacía averiguaciones primero y luego se lo inventaba basándose en unas suposiciones acertadas?

– Probablemente. Tal vez escogía a sus clientes con mucho cuidado; solo a aquellos de los que ya sabía algo o estaba segura de poder averiguar algo.

– He buscado por toda la habitación. -Tellman se quedó mirando las paredes, los brazos de la lámpara de gas, el alto armario lacado-. No se me ocurre cómo podía hacer sus trucos. ¿Qué se suponía que hacía? ¿Conseguía que aparecieran fantasmas, o que se oyeran voces? ¿Mostraba a gente flotando en el aire? ¿Qué? ¿Qué les hacía creer que eran espíritus, y no el producto de alguien que les decía lo que querían oír?

– No lo sé -respondió Pitt-. Pregunta a los otros clientes, pero ten cuidado, Tellman. Nunca te burles de la fe de nadie, por ridícula que te parezca. Casi todos necesitamos algo más que el presente; tenemos sueños que no se harán realidad aquí y necesitamos la eternidad. -Sin añadir nada ni esperar una respuesta, salió, dejando que Tellman siguiera registrando la habitación sin saber qué buscaba.

Se dirigió al estudio y abrió la puerta. Nada más entrar encontró el escritorio, un bonito mueble, como había dicho Lena Forrest, de madera dorada y con exquisitos detalles de marquetería de tonos oscuros y claros.

Introdujo la llave en la cerradura y la hizo girar. Se abrió fácilmente, dejando ver una superficie lisa de cuero. Había dos cajones y media docena de casilleros. En uno de los cajones encontró una agenda y la abrió por la página del día anterior. Vio dos nombres y sintió un frío en la boca del estómago al reconocerlos ambos: Roland Kingsley y Rose Serracold. De pronto comprendió exactamente por qué le había enviado Narraway.

Se quedó inmóvil, asimilando la información y todo lo que podía significar. ¿Era posible que el pelo largo y rubio que había visto en la manga de la mujer muerta fuese de Rose Serracold? No tenía ni idea porque nunca la había visto, pero tendría que averiguarlo. ¿Debía enseñárselo a Tellman o procurar investigar por su cuenta? ¿O lo habría dejado el médico al desnudar el cuerpo para la autopsia? Podía significar algo… o nada.

Tardó unos minutos en darse cuenta de que en la tercera línea no había un nombre sino una especie de dibujo, como los que hacían los antiguos egipcios para representar una palabra, un nombre. Tenía entendido que los llamaban «cartuchos». Aquel era redondo, y dentro tenía un semicírculo sobre una figura que parecía una efe minúscula del revés. Era muy sencilla y, al menos para él, no significaba nada en absoluto.

¿Por qué iba a ser alguien tan misterioso como para que la misma Maude Lamont hubiese tenido que hacer ese extraño dibujo en lugar de escribir su nombre? No había nada ilegal en consultar a un médium. Ni siquiera era motivo de escándalo o de ridículo, salvo para los que habían afirmado lo contrario y habían quedado, por tanto, como hipócritas. Gente de toda clase lo había probado; algunos como parte de una investigación seria, otros por pura diversión. Y siempre estaban los solitarios, los inseguros, los acongojados que necesitaban que les aseguraran que sus seres queridos seguían existiendo en alguna parte y se preocupaban por ellos incluso en el más allá. Tal vez el cristianismo, al menos como la Iglesia lo predicaba ahora, ya no lo hacía por ellos.

Pasó las páginas para ver si había otros cartuchos, pero no encontró ninguno, a excepción del que había descubierto al principio, que aparecía repetido una media docena de veces en los meses anteriores de mayo y junio. Parecía haber acudido cada diez días más o menos, con irregularidad.

Al volver a mirar la agenda advirtió también que Roland Kingsley había estado siete veces antes, y Rose Serracold, diez. Solo en tres ocasiones habían coincidido todos en la misma sesión. Miró los demás nombres y vio que muchos de ellos se repetían a lo largo de los meses; otros aparecían un par de veces, o tal vez durante tres o cuatro semanas seguidas, y no volvían a aparecer. ¿Se quedaban satisfechos o desilusionados? Tellman tendría que encontrarlos e interrogarlos, averiguar qué les daba Maude Lamont, qué explicación tenía la extraña sustancia que le habían encontrado en la boca y la garganta.

¿Por qué una mujer sofisticada como Rose Serracold, amiga de la hermana de Charlotte, había acudido allí en busca de voces, apariciones…? ¿A qué deseaba encontrar respuesta? Sin duda había una conexión entre su presencia y la de Roland Kingsley.

Pitt notó la presencia de Tellman antes de verlo al otro lado de la puerta. Se volvió hacia él.

Tenía una expresión interrogante.

Pitt le entregó la agenda y vio cómo bajaba la vista hacia ella para a continuación alzarla.

– ¿Qué significa esto? -preguntó, señalando el cartucho.

– No tengo ni idea -reconoció Pitt-. Alguien tan desesperado por qué no se supiera su identidad como para que Maude Lamont no escribiese su nombre ni siquiera en su agenda.

– Tal vez no lo sabía -dijo Tellman. Respiró hondo-. Tal vez por eso la mataron. Porque ella lo averiguó.

– ¿Y trató de hacerle chantaje? ¿En base a qué?

– Fuera lo que fuera lo que le hacía venir aquí, era secreto -replicó Tellman-. Tal vez no era un cliente, sino un amante. Es algo por lo que alguien podría estar dispuesto a matar. -Torció el gesto-. Tal vez eso es lo que le interesa a tu Brigada Especial. Un político que no puede permitirse que se haga pública una aventura amorosa en plenas elecciones. -Le miraba de forma desafiante, furioso por haber recibido aquel caso contra su voluntad y no haber sido puesto al corriente, por haber sido utilizado pero no informado.

Pitt había supuesto que se ofendería. Era consciente de la herida, pero fue casi un alivio que por fin se manifestara abiertamente entre ellos.

– Es posible, pero lo dudo -dijo con franqueza-. No tengo ni idea de por qué está involucrada la Brigada Especial, pero, que yo sepa, lo único que me interesa en este caso es la señora Serracold. Y si resulta que ha matado a Maude Lamont, tendré que ir tras ella como haría con cualquier otra persona.

Tellman se relajó un poco, pero hizo lo posible por ocultarlo. Irguió ligeramente los hombros.

– ¿De qué estamos tratando de proteger a la señora Serracold? -No parecía consciente de haber utilizado el plural, pues no dio señales de haber reparado en ello.

– De una traición política -respondió Pitt-. Su marido va a presentarse al Parlamento. Su adversario podría emplear medios corruptos o ilegales para desacreditarlo.

– ¿Quieres decir a través de su mujer? -Tellman parecía sorprendido-. ¿Es lo que se llama… una emboscada… política?

– Probablemente no. Espero que no tenga nada que ver con ella, y que sea una simple casualidad.

Tellman no le creyó, y su escepticismo se reflejó en su cara. En realidad, Pitt tampoco creía lo que acababa de decir. Había conocido demasiado bien el poder de Voisey para atribuir a la suerte cualquier golpe a su favor.

– ¿Cómo es la tal señora Serracold? -preguntó Tellman, frunciendo ligeramente el entrecejo.

– No tengo ni idea -reconoció Pitt-. Estoy empezando a averiguar algunas cosas sobre su marido y, lo que es más importante, sobre su adversario. Serracold es muy rico, el segundo hijo de una familia de rancio abolengo. Estudió historia en Cambridge, es aficionado al arte y ha viajado bastante. Está muy interesado en la reforma y es miembro del Partido Liberal, y se presenta para el escaño de Lambeth sur.

La cara de Tellman reflejó todas sus emociones, aunque de haberlo sabido se habría puesto furioso.

– Es un rico privilegiado que no ha trabajado un solo día en su vida, y ahora cree que le gustaría formar parte del gobierno y decirnos a los demás qué es lo que se debe hacer y cómo hacerlo. O más bien, qué es lo que no se debe hacer -respondió.

Pitt no se molestó en discutir. Desde el punto de vista de Tellman, probablemente aquello se aproximaba bastante a la verdad.

– Más o menos.

Tellman espiró despacio; no tenía la menor sensación de triunfo, pues no había conseguido provocar la discusión que había esperado.

– ¿Qué clase de persona acude a una mujer que habla con fantasmas? -preguntó-. ¿No saben que todo eso son sandeces? -Se estremeció ligeramente, aunque hacía calor al sol y no corría la más leve brisa en el jardín amurallado, con sus sombras silenciosas, su fragancia y el zumbido de las abejas.

– Se trata de gente que busca algo -respondió Pitt-. Vulnerable, sola, que se ha quedado estancada en el pasado porque el futuro le parece insoportable sin sus seres queridos. No lo sé… Las personas pueden ser utilizadas y explotadas por los que creen que tienen poder o saben cómo crear una ilusión, o ambas cosas.

El rostro de Tellman era una máscara de indignación, mientras la compasión pugnaba en su interior.

– ¡Tendría que ser ilegal! -dijo con los labios rígidos-. ¡Es una mezcla de prostitución y trucos de estafador de feria, pero al menos ellos no utilizan el sufrimiento ajeno para hacerse ricos!

– No podemos impedir que la gente crea en lo que quiera o en lo que necesite -replicó Pitt-. O que explore la verdad que le venga en gana.

– ¿La verdad? -dijo Tellman, burlón-. ¿Por qué no se limitan a ir a la iglesia los domingos? -Pero era una pregunta para la que no esperaba respuesta. Sabía que no la había; él mismo no tenía ninguna-. En fin, tenemos que averiguar quién lo hizo -dijo ásperamente-. Supongo que no se merecía que la asesinaran, como cualquier otra persona, aunque se metiera donde no debía. ¡No me gustaría que molestaran a mis muertos! -Apartó la mirada de Pitt y la clavó en los laureles situados junto al muro más lejano, donde estaba la puerta que daba a Cosmo Place-. ¿Cómo hacen los trucos? He registrado esa habitación de arriba abajo y no he encontrado nada, ni palancas ni pedales ni alambres, nada. Y la criada asegura que no tiene nada que ver con eso… ¡Claro, qué va a decir! -Tellman arrastró los pies por el césped-. ¿Cómo haces creer a la gente que te estás elevando en el aire, por el amor de Dios? ¿O que tu cuerpo se está alargando?

Pitt se mordió el labio.

– Lo más importante para nosotros es cómo puedes saber lo que las personas quieren oír para luego poder decírselo.

Tellman le miró fijamente con la perplejidad pintada en su rostro, y luego empezó a comprender.

– Averiguas cosas sobre ellos -dijo en voz baja-. La criada nos lo ha dicho esta mañana. Ha comentado que elegía con mucho cuidado a sus clientes. Solo aceptas a aquellos de los que puedes averiguar cosas. Escoges a alguien que conoces, le escuchas, le haces preguntas, atas cabos a partir de lo que oyes, pides a alguien que le registre los bolsillos o el bolso. -Se iba entusiasmando con el tema, y sus ojos brillaban de cólera-. Tal vez haces que alguien hable con sus criados. ¡O entras en su casa y lees cartas y papeles, o le registras la ropa! Preguntas a los tenderos, averiguas cuánto gasta y a quién debe dinero.

Pitt suspiró.

– Y cuando tienes suficiente información sobre una o dos personas, tal vez intentas un chantaje cuidadosamente estudiado -añadió-. Podríamos tener entre manos un caso muy desagradable, Tellman, muy desagradable.

Un atisbo de compasión suavizó la expresión de Tellman, quien apretó deliberadamente los labios para ocultarlo.

– ¿A cuál de esas tres personas presionó más? -preguntó en voz baja-. ¿Y basándose en qué? Espero que no sea tu señora Serracold… -Levantó ligeramente la barbilla, como si le apretara demasiado el cuello de la camisa-. ¡Pero si lo es, no voy a mirar hacia otro lado para complacer a la Brigada Especial!

– Y si lo hicieras, daría igual -replicó Pitt-. Porque yo no pienso hacerlo.

Tellman se relajó poco a poco. Asintió ligeramente y, por primera vez, sonrió.

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