Isadora Underhill estaba sentada a una mesa opulenta y jugueteaba con la comida, la empujaba por el plato con estudiada elegancia, comiendo un bocado de vez en cuando. No es que estuviera mala; simplemente era insípida, y exactamente la misma que había comido la última vez que había estado en esa suntuosa cámara revestida de espejos, con sus aparadores de estilo Luis XV y las enormes arañas doradas. De hecho, que ella recordara, los comensales eran prácticamente los mismos. A la cabecera de la mesa estaba sentado su marido, el obispo. Tenía un aspecto ligeramente dispéptico, pensó, pálido y con los ojos ligeramente hinchados, como si hubiera dormido mal y comido demasiado. Y sin embargo, se fijó en que apenas había probado bocado. Tal vez estaba convencido de que volvía a sentirse mal o, lo que era más probable, se encontraba, como siempre, demasiado ocupado hablando.
Él y el archidiácono ensalzaban las virtudes de alguna santa fallecida hacía tiempo de la que ella nunca había oído hablar. ¿Cómo podía hablar alguien de verdadera bondad, incluso de santidad, de vencer el miedo, o de excusas para las insignificantes vanidades y engaños de la vida cotidiana, la generosidad de espíritu de aquellos capaces de perdonar las ofensas del rencor y los juicios ajenos, la risa amable y el amor a todas las criaturas vivas, y aun así lograr que sonara tan aburrido? ¡Debería haber sido fascinante!
– ¿Se reía alguna vez? -preguntó ella de pronto.
Se produjo un silencio alrededor de la mesa. Los quince comensales se volvieron para mirarla, como si hubiera tirado una copa de vino o hecho un ruido grosero.
– Era una santa -respondió la mujer del archidiácono con paciencia.
– ¿Cómo puede alguien ser santo si no tiene sentido del humor? -preguntó Isadora.
– La santidad es un asunto muy serio -trató de explicar el archidiácono, mirándola con impaciencia. Era un hombre corpulento con la cara muy sonrosada-. Era una mujer que estaba cerca de Dios.
– Nadie puede estar cerca de Dios sin amar al prójimo -dijo Isadora, obstinada, con los ojos muy abiertos-. ¿Y cómo se puede amar a los demás sin un profundo sentido del absurdo?
El archidiácono parpadeó.
– No sé a qué se refiere.
Ella miró sus pequeños ojos marrones y su boca cautelosa.
– No -coincidió ella, totalmente segura de que el hombre sabía muy poco. Pero, a su juicio, ella estaba lejos de ser una santa. No podía imaginar cómo alguien, ni siquiera un santo, podía amar al archidiácono. Se preguntó distraída qué sentía en realidad su esposa. ¿Por qué se había casado con él? ¿Era distinto entonces? ¿O había sido una cuestión de conveniencia, o incluso de desesperación?
Pobre mujer.
Miró al obispo. Trató de recordar por qué se había casado con él, y si ambos habían sido realmente tan distintos hacía treinta años. Ella había querido tener hijos, pero no lo había conseguido. Él había sido un joven honrado con un gran porvenir. La había tratado con cortesía y respeto. Pero ¿qué había creído ver en él, en su cara, en sus manos, para dejar que la tocaran? ¿Qué había encontrado en su conversación para estar dispuesta a escucharla el resto de su vida? ¿Cuáles habían sido los sueños de aquel hombre para que ella los hubiese querido compartir?
Si lo había sabido alguna vez, lo había olvidado.
En esos momentos estaban hablando de política, divagando sin parar sobre las virtudes de fulano, los defectos de mengano, cómo el autogobierno de Irlanda significaría el comienzo de la decadencia que acabaría dividiendo el Imperio y detendría el esfuerzo misionero de llevar la luz de la virtud cristiana al resto del mundo.
Ella miró alrededor y se preguntó cuántas de las mujeres estaban escuchando realmente lo que se decía. Todas llevaban trajes de noche: mangas abombadas, cintura ajustada, cuello alto a la moda. Al menos algunas de ellas miraban fijamente el mantel de hilo blanco, los platos, las vinajeras, los ordenados ramos de flores de invernadero, y contemplaban la luz de la luna sobre las olas rompientes, los mares embravecidos con el agua blanca que se acercaba rápidamente y se encrespaba bajo un remo incesante, o la pálida arena de algún desierto ardiente donde los jinetes se movían como puntos negros contra el horizonte, con sus ropas hinchándose al viento.
Retiraron los platos y trajeron otros. Isadora ni siquiera miró qué era.
¿Cuánto tiempo de su vida había pasado soñando con otro lugar, deseando incluso estar en él?
El obispo había rechazado el plato. Debía de volver a tener indigestión, pero eso no le impidió extenderse sobre los puntos flacos, especialmente la falta de fe religiosa, del candidato parlamentario por Lambeth sur. Al parecer, la mujer de aquel hombre desafortunado se había ganado su desaprobación, aunque admitía no haberla conocido nunca, que él supiera. Pero le habían informado que admiraba a la clase de personas más lamentables que existían: algunos de esos socialistas extraordinarios que se llamaban el grupo de Bloomsbury y tenían nociones radicales y absurdas sobre la reforma.
– ¿No está Sydney Webb en ese grupo? -inquirió el archidiácono torciendo el gesto con disgusto.
– Ya lo creo que está, si no es el líder -replicó otro hombre, encorvándose ligeramente-. ¡Es el tipo que animó a esas mujeres desgraciadas a hacer la huelga!
– ¿Y el candidato por Lambeth sur admira eso? -preguntó la mujer del archidiácono con incredulidad-. ¡Es el comienzo del desorden civil y el caos total! Está buscando una catástrofe.
– En realidad creo que fue la señora Serracold quien expresó esa opinión -aclaró el obispo-. Claro que si él hubiera sido un hombre de criterio, no lo habría permitido.
– Desde luego. -El archidiácono hizo un enérgico gesto de asentimiento.
Escuchándoles y viendo sus caras, Isadora sintió simpatía instintivamente por la señora Serracold, aunque ella tampoco la conocía. Si tuviera derecho a voto, votaría a su marido, quien al parecer se presentaba por Lambeth sur. Su motivo no era más estúpido que el que impulsaba a la mayoría de hombres a votar como lo hacían, basándose en lo que habían hecho sus padres antes que ellos.
El obispo hablaba en esos momentos sobre la santidad del papel de las mujeres como protectoras del hogar, guardianas de un espacio de paz e inocencia al que podían retirarse los hombres que luchaban las batallas del mundo para curar su alma y restablecer su mente, y así poder reincorporarse a la lucha a la mañana siguiente.
– Haces que parezcamos un cruce entre una bañera humeante y un vaso de leche caliente -dijo Isadora en un momento de silencio, mientras el archidiácono tomaba aire para responder.
El obispo se quedó mirándola.
– Lo has expresado de forma excelente, querida -dijo-. Ambos son purificadores y reparadores, un bálsamo para el cuerpo y el espíritu.
¿Cómo podía haberla interpretado tan mal? ¡La conocía desde hacía más de un cuarto de siglo y creía que le daba la razón! ¿No sabía reconocer un sarcasmo? ¿O era lo bastante inteligente para volverlo en su contra y desarmarla haciéndole creer que lo había tomado en sentido literal?
Isadora sostuvo su mirada desde el otro lado de la mesa, casi esperando que se estuviera mofando de ella. Al menos sería una muestra de comunicación, de inteligencia. Pero no era así. Él la miró sin comprender, luego se volvió hacia la mujer del archidiácono y se puso a hablar sin parar sobre los recuerdos de su querida madre, quien, según recordaba Isadora, era bastante divertida y para nada la mujer sin carácter que él describía.
Pero cuántas personas que conocía tendían a no ver a sus padres como lo hacía el resto del mundo, sino más bien como los estereotipos de padre y madre que querían hacer de ellos, buenos o malos. Tal vez ella tampoco había conocido tan bien a sus padres.
Las mujeres de la mesa hablaban muy poco. Estaba mal visto que intervinieran en la conversación de los hombres, y no estaban preparadas para meter baza. Ellos creían que las mujeres eran buenas por naturaleza, al menos las mejores; las peores eran el origen mismo de la perdición. Entre unas y otras no había tantas. Pero no era lo mismo ser bueno que saber algo de la bondad. A las mujeres les correspondía ser buenas, mientras que los hombres hablaban de ello, y cuando era necesario, decían cómo se debía actuar.
Como no se le exigía ni se le permitía participar en la conversación, aparte de alguna expresión interesada y amable, Isadora dejó vagar su invaginación. Era curioso cuántas de las imágenes que desfilaban por su mente estaban relacionadas con lugares lejanos, sobre todo el mar. Pensó en los vastos espacios del océano rodeados de un horizonte plano por todos lados, tratando de imaginar lo que debía de sentirse al tener solo una cubierta en continuo movimiento bajo los pies, con el viento y el sol en la cara, y saber que en la pequeña totalidad de ese barco tenías todo lo necesario para sobrevivir y no perderte a través de la impenetrable inmensidad que podía alzarse en terribles tempestades para golpearte, incluso para agarrarte y aplastarte como una mano poderosa. O que podía permanecer tan calmada que el aire de la brisa no bastaría para llenar tus velas.
¿Quién vivía debajo? ¿Criaturas hermosas, criaturas aterradoras? ¿Criaturas inimaginables? Y lo único que te guiaba eran las estrellas en lo alto y, por supuesto, el sol, un perfecto reloj si sabías interpretarlo.
– … realmente tenemos que hablar de ello con alguien -decía una mujer envuelta en encaje de color marrón en distintos tonos-. Contamos con usted, obispo.
– Por supuesto, señora Howarth -asintió él sabiamente, llevándose la servilleta a los labios-. Por supuesto.
Isadora desvió la mirada. No quería verse envuelta en la conversación. ¿Por qué no hablaban del mar? Era la analogía perfecta de lo solo que uno está en la travesía de la vida, cómo tiene que llevar en el interior todo lo que necesita, y la constatación de que solo el que puede interpretar los cielos sabe en qué dirección navegar.
El capitán Cornwallis lo habría entendido. Luego se sonrojó de lo fácilmente que había acudido el nombre a su mente, y sintió una oleada de placer. Tenía la sensación de ser transparente. ¿Le había visto alguien la cara? Por supuesto, nunca había hablado con Cornwallis de tales cosas, al menos directamente, pero estaba más segura de lo que él pensaba que si hubieran hablado. Él era capaz de decir tanto en un par de frases, mientras que los hombres que la rodeaban se dedicaban a hablar sin parar durante toda la velada sin decir prácticamente nada.
El obispo seguía hablando, y ella miró su cara complaciente, incapaz de escuchar, y con un horror que la recorrió como unos insectos que se arrastrasen por todo su ser, cayó en la cuenta de que le tenía aversión. ¿Cuánto tiempo hacía que se sentía así? ¿Desde que conocía a John Cornwallis o antes?
¿Qué había sido toda su vida, transcurrida día tras día en presencia -no podía decir compañía- de un hombre que no le inspiraba simpatía, y mucho menos amor? ¿Un deber, una disciplina del espíritu? ¿Una existencia desperdiciada?
¿Cómo habría sido todo si hubiera conocido a Cornwallis hacía treinta y un años?
Tal vez no le habría amado entonces, ni él a ella. Habían sido personas muy diferentes; aún no habían aprendido las lecciones del tiempo y la soledad. De todos modos, era inútil pensar en ello. No era posible cambiar el pasado.
Pero no podía descartar el futuro del mismo modo. ¿Y si escapaba de esa farsa y se marchaba? ¿Sería posible acudir a Cornwallis? Por supuesto, ninguno de los dos había dicho gran cosa nunca -eso sería impensable-, pero ella sabía que él la amaba, del mismo modo que se había dado cuenta poco a poco de que ella también le amaba. Tenía la honradez, el coraje, la ingenuidad que saciaba como agua clara su sed interior. Debía descubrir su sentido del humor, ser paciente, pero allí estaba, sin visos de crueldad. Era doloroso pensar en él. Hacía que esa ridícula velada, y su presencia en ella, le parecieran aún más lamentables. ¿Tenía alguna de esas personas la más remota idea de lo que pasaba por su cabeza? Se puso colorada al pensar en ello.
Seguían hablando de política, comentando de nuevo lo peligrosas que eran las ideas liberales extremistas; ya habían socavado los valores del cristianismo. Amenazaban la sobriedad, la asistencia a la iglesia, la observancia del domingo, la obediencia general y el respeto, hasta la misma santidad del hogar salvaguardado por el pudor de las mujeres.
¿De qué habrían hablado ella y Cornwallis? ¡Desde luego, no se habrían dedicado a manifestar lo que otras personas deberían hacer, decir o pensar! Hablarían de lugares maravillosos, ciudades antiguas sobre las costas de otros mares, ciudades como Estambul, Atenas, Alejandría, lugares de leyendas antiguas y aventuras. En su imaginación el sol brillaba sobre las piedras calientes, el cielo era muy azul y demasiado deslumbrante para mirarlo durante un rato, y hacía calor. Bastaría con hablar de ello con él; no tendría que ir allí siquiera, solo escuchar y soñar. Incluso permanecer sentados en silencio, sabiendo que pensaban en lo mismo, sería suficiente.
¿Qué pasaría si lo dejara todo y se fuera con él? ¿Qué perdería? Su reputación, por supuesto. ¡La condena sería ensordecedora! Naturalmente, los hombres se escandalizarían, aterrados ante la posibilidad de que imbuyera ciertas ideas y diera mal ejemplo a sus esposas. Las mujeres se pondrían aún más furiosas, porque la envidiarían y la odiarían por eso. Las que permanecieran fieles a la llamada del deber, que serían la mayoría de ellas, reaccionarían indignándose con actitud virtuosa.
No podría volver a hablar con ninguna de ellas. Le harían el vacío por la calle. Se volvería invisible. Resultaba curioso que no se pudiera ver a una mujer de mala vida. ¡Uno habría dicho que sería la más visible de todas! Isadora sonrió al pensarlo, y advirtió una expresión de asombro en la cara de la mujer que tenía enfrente. ¡La conversación no era precisamente divertida!
Volvió a la realidad. Aquello solo era una fantasía, una dulce y dolorosa forma de escapar de una velada aburrida. Aunque fuera lo bastante valiente para fugarse con Cornwallis, él jamás accedería a su ofrecimiento. Sería profundamente deshonroso aceptar a la mujer de otro hombre. ¿Se sentiría tentado siquiera? Tal vez no. Se avergonzaría de ella, de su descaro, o de que pensara siquiera que era capaz de aceptar semejante propuesta.
¿Le dolería de una manera insoportable?
No. Si él hubiera aceptado, ella habría dejado de quererle.
La conversación continuaba a su alrededor, volviéndose acalorada al centrarse en alguna discrepancia teológica.
Pero si Cornwallis la hubiera aceptado, ¿se habría ido con él? La respuesta le rondó por un momento la cabeza, vacilante. Luego temió que durante ese instante, oyendo la sofocante pomposidad que le rodeaba en aquella mesa rígida y triste, habría sido sí… ¡sí! ¡Habría aprovechado la oportunidad de escapar!
Pero eso no iba a ocurrir. Lo sabía con seguridad; era más real que las luces de las arañas o el duro borde de la mesa bajo sus manos. Las voces iban y venían a su alrededor. Nadie se había dado cuenta de que llevaba un rato sin decir nada, ni siquiera un educado murmullo de asentimiento.
Huir con Cornwallis era una fantasía que nunca haría realidad, pero de pronto sentía que era de vital importancia averiguar si a él le hubiera gustado que lo hiciera, si hubiera sido posible, si de alguna manera hubiera sido correcto. Nada le importaba tanto en ese momento. Necesitaba volver a verle, solo para hablar, de cualquier cosa o de nada, pero tenía que saber que seguía importándole. Él no se lo diría; nunca lo había hecho. Tal vez jamás le oiría decir las palabras «Te quiero». Tendría que contentarse con los silencios incómodos, la expresión de su cara y sus repentinos colores.
¿Dónde podían verse sin suscitar comentarios? Tendría que ser en un lugar donde ambos acostumbraban ir para que pareciera un encuentro casual. Alguna exposición de pintura o escultura. No tenía ni idea de qué se exhibía en ese momento. No había tenido curiosidad por el tema hasta ese instante. En la National Gallery siempre había algo interesante. Escribiría a Cornwallis, le enviaría una nota informal en la que le invitaría a ver la exposición que hubiera en ese momento; no resultaría difícil averiguarlo. Sería lo primero que haría a la mañana siguiente. Le diría que le parecía interesante y que se preguntaba si a él también le apetecía ir. Si eran paisajes marinos, no haría falta una excusa; si se trataba de otra cosa, lo de menos era si él la creía o no, lo importante era que fuese. Era un acto impúdico, precisamente contra lo que había estado despotricando el archidiácono, pero ¿qué tenía que perder? ¿Qué le quedaba, de todos modos, aparte de aquel juego vacío, las palabras sin comunicación, la proximidad sin intimidad, pasión, risas o ternura?
La decisión ya estaba tomada. De pronto se le despertó el apetito, y la créme de caramelo que tenía delante le pareció un simple aperitivo. No debería haber pasado por alto los platos anteriores, pero ahora era demasiado tarde.
En la National Gallery había una exposición de cuadros de Hogarth centrada en sus retratos, y no en sus caricaturas ni en sus obras de comentario político. La crítica había calificado al artista en vida de lamentable colorista, hacía ciento y tantos años, pero su prestigio había aumentado considerablemente con los años. Isadora podía fácilmente sugerir que merecía la pena visitar la exposición para formarse su propio juicio, y corroborar o contradecir a la crítica. Escribió apresuradamente, sin darse tiempo para avergonzarse y perder el coraje.
Estimado capitán Cornwallis:
Esta mañana me he enterado de que la National Gallery ha organizado una exposición de los retratos de Hogarth que fueron objeto de muchas burlas mientras vivió, pero que hoy día han recibido una atención mucho más favorable. Es curioso lo mucho que puede cambiar la opinión sobre un talento. Me gustaría verlos con mis propios ojos y formarme mi propio juicio.
Conociendo su interés por el arte y su propio talento, he pensado que tal vez también le parezca que dichas obras pueden invitar a la reflexión.
Me hago cargo de que dispone de poco tiempo para tales actividades, pero he decidido informarle con la esperanza de que sus obligaciones le permitan tomarse media hora libre. Yo misma he decidido concederme ese tiempo tal vez a última hora de la tarde, cuando no me necesiten en casa. Se ha despertado mi curiosidad. ¿Es Hogarth tan malo como se dijo en un principio o tan bueno como ahora aseguran?
Espero no importunarle.
Cordialmente,
ISADORA UNDERHILL
Por mucho que repasara la misiva, siempre le parecería más torpe de lo que le habría gustado.
Debía echarla al buzón antes de volver a leerla y sentirse demasiado avergonzada para enviarla.
Se dirigió a paso ligero al buzón de la esquina y su decisión se volvió irreparable.
A las cuatro de la tarde se puso su vestido de verano más favorecedor, con un estampado de rosas y cascadas de encaje blanco sobre las dos mangas que le llegaban hasta el codo, y ladeándose el sombrero más de lo habitual, salió de casa.
Solo cuando el carruaje se adentró en Trafalgar Square cayó en la cuenta de lo ridículo que estaba siendo su comportamiento. Se inclinó para decir al cochero que había cambiado de opinión, pero guardó silencio. Si no iba y Cornwallis estaba allí esperándola, tomaría su ausencia como un rechazo deliberado. Habría dado un paso irrevocable sin proponérselo. No podría retroceder. Él no le daría la oportunidad de explicárselo. Sencillamente no volvería a exponerse a que le hicieran daño.
Se recostó en el asiento y esperó a que el coche se detuviera cerca de la amplia escalinata que conducía a las enormes columnas y a la imponente fachada de la galería. Se apeó y pagó, y se quedó unos momentos al sol rodeada de las palomas y los turistas, los vendedores de flores, los lejanos e impresionantes leones de piedra y el ruido del tráfico.
¡El aburrimiento de la noche anterior debía de haberle reblandecido el cerebro! Al escribir a Cornwallis se había colocado en una posición en la que solo era posible retroceder o seguir adelante. Ya no podría quedarse donde estaba, sola, sin comprometerse, soñando pero asustada. Era como si uno se quedase de pie junto a una mesa de juego mientras le tiraban los dados, a la espera de que dejaran de rodar y decidieran su destino.
¡Estaba exagerando! Solo había escrito a un amigo comentándole una interesante exposición que iba a ver.
Entonces ¿por qué le temblaban las piernas de ese modo al acercarse a la escalinata y cruzar las losas hasta la entrada?
– Buenas tardes -dijo al hombre de la puerta.
– Buenas tardes, señora -respondió él educadamente, llevándose una mano a la gorra.
– ¿Dónde está la exposición de Hogarth? -preguntó Isadora.
– A la izquierda, señora -respondió él, señalando con la cabeza un enorme letrero.
Ella se puso muy colorada y casi se le trabó la lengua al darle las gracias. ¡Debía de pensar que era ciega! ¿Cómo iba a ser capaz de apreciar unos cuadros alguien que no veía un letrero colgado a un metro del suelo?
Pasó por delante de él y entró en la primera sala. Había en ella al menos una docena de personas. Reconoció a simple vista a dos de ellas. ¿Debía saludarlas y llamar así la atención sobre su persona? ¿O no hacerlo y exponerse a que creyeran que las estaba desairando? Algo así sería motivo de comentarios que sin duda se repetirían.
Antes de que pudiera tomar una decisión, los años de práctica se adelantaron a ella y se dirigió a sus conocidas, e inmediatamente pensó que tal vez había perdido la oportunidad de mantener una conversación con Cornwallis que no fuera trivial. Difícilmente podría decir o escuchar algo de lo que quería si estaba acompañada.
Pero era demasiado tarde, pues ya las había saludado. Les preguntó por su salud, hizo un comentario sobre el tiempo y rezó para que se marcharan. No tenía el menor deseo de hablar con ellas de los cuadros. Al final mintió y dijo que iba a la siguiente sala a ver a una señora mayor con quien le urgía hablar.
Allí también había otra docena de personas, pero no estaba Cornwallis. Al reparar en ello se le cayó el alma a los pies. ¿Por qué había supuesto que iba a acudir, como si estuviera a su plena disposición y no tuviera nada más que hacer que ir a galerías de arte obedeciendo a un capricho? Isadora no tenía la menor duda de que él se sentía atraído hacia ella, pero atracción no significaba amor, ¡no el profundo y perdurable sentimiento que ella sentía!
Las mujeres de la sala anterior entraron y no pudo escapar. Siguió otra media hora de conversación desesperada. ¿Qué más daba? La sola idea de lo que había hecho resultaba ridícula. Lo que más deseaba en el mundo era no haberle escrito nunca esa nota. ¡Ojalá el correo se la hubiera tragado y se hubiera perdido para siempre!
Entonces le vio. ¡Había venido! Reconocería su porte y su postura habitual en cualquier parte. En cualquier instante se daría la vuelta y la vería, y ella tendría que seguir adelante. Entre el momento presente y ese instante debía controlar los latidos de su corazón, rogar al cielo que su cara no le traicionara, y pensar en qué decir para incitarle a hablar sin mostrarse demasiado directa o excesivamente impaciente. Eso haría que pareciera poco segura de sí misma y le ahuyentaría.
Cornwallis se volvió, como si notara que ella le estaba mirando. Vio cómo al hombre se le iluminaba la cara de placer y a continuación advirtió su esfuerzo por disimularlo. Para su tranquilidad, ella se olvidó de sí misma y se acercó.
– Buenas tardes, capitán Cornwallis. Me alegro de que haya podido tomarse un respiro para ver esto con sus propios ojos. -Hizo un delicado ademán señalando uno de los cuadros más grandes, el de las seis cabezas, todas mirando fuera del lienzo por encima del hombro izquierdo del espectador. Se titulaba Siervos de Hogarth-. Creo que se equivocaron -añadió con firmeza-. Son personas de verdad y están excelentemente dibujadas. Mire la ansiedad del pobre hombre del centro, y la serenidad de la mujer situada a su izquierda.
– El de arriba apenas parece un muchacho -observó él, pero tras mirar el cuadro durante unos instantes, escudriñó el rostro de ella-. Me alegro de que hayamos tenido la oportunidad de vernos -añadió. Luego vaciló, como si se hubiera tomado demasiadas confianzas-. Ha pasado… mucho tiempo… o al menos eso me parece. ¿Cómo está?
Ella no podía responderle con la verdad, y sin embargo deseaba decir: «Tan sola que me evado con fantasías. He descubierto que mi marido no solo me aburre, sino que en realidad me desagrada». No obstante, respondió lo que siempre decía en esos casos:
– Muy bien, gracias. ¿Y usted? -Apartó la mirada del cuadro y le miró.
Cornwallis se sonrojó ligeramente.
– Oh, muy bien -respondió, y a continuación también se volvió. Dio un par de pasos hacia la derecha y se detuvo delante del siguiente cuadro. Se trataba de otro retrato, pero esta vez de una persona sola.
– Debió de ser una moda -dijo pensativo-. Un crítico se hacía eco de lo que otros habían dicho. ¿Cómo podría tachar esto de pobre una persona de mentalidad abierta? Esa cara está llena de vida. Es sumamente original. ¿Qué más se le puede pedir a un retrato?
– No lo sé -admitió ella-. Tal vez querían que les dijera algo en lo que ya creían. A veces la gente solo desea oír una respuesta que confirme la postura que quieren mantener. -Mientras lo decía pensó en el obispo y las veladas interminables en que había escuchado a hombres denunciar ideas sin haberlas analizado previamente. Tal vez las ideas eran malas, pero podían no serlo. Sin examinarlas jamás lo sabrían-. Es mucho más fácil acusar a alguien -añadió.
Él le lanzó rápidamente una mirada interrogativa, pero no le preguntó nada. ¡Por supuesto que no lo hizo! Eso habría sido impertinente, además de poco decoroso.
Ella no debía permitir que decayera la conversación. Había acudido allí para verle, para averiguar si sus sentimientos seguían siendo los mismos. ¡Seguramente no había nada que hacer! Pero seguía necesitando saber si él lo deseaba tanto como ella.
– Hay tantas cosas en un rostro, ¿no le parece? -comentó mientras se acercaban a otro retrato-. Cosas que no se pueden expresar y sin embargo están allí si uno las busca.
– Ya lo creo. -El miró al suelo un momento, y luego volvió a alzar la vista al retrato-. Cuando uno ha experimentado algo, lo reconoce en los demás. Yo… recuerdo a un contramaestre que tuve. Phillips, se llamaba. No podía aguantarle. -Vaciló, pero no la miró-. Una mañana muy temprano estábamos a poca distancia de las Azores con un tiempo terrible. Los vientos soplaban del oeste y las olas tenían seis u ocho metros de altura. Cualquier hombre en sus cabales se habría asustado, pero también había cierta belleza en ello. Los senos de las olas se mantenían oscuros, pero la luz de primera hora de la mañana se reflejaba en la espuma de las crestas. Pude ver en su rostro que apreciaba la belleza de aquel espectáculo un instante antes de que me diera la espalda. No recuerdo ni siquiera qué fue a hacer. -Tenía la mirada extraviada, perdida en un momento mágico y revelador del pasado.
Ella sonrió con complicidad; podía ver la escena en su imaginación. Le gustaba visualizarlo en la cubierta de un barco. Le parecía que era donde le correspondía estar, que allí estaba en su elemento, y no sentado ante un escritorio de la comisaría. Y sin embargo, ella nunca le habría conocido si hubiera seguido allí. Y si él volviera al mar, no habría día en que ella no vigilase los elementos, y cada vez que el viento soplara, temería por él; cada vez que oyera que un barco estaba en apuros, se preguntaría si era el suyo.
Cornwallis volvió sus ojos a ella, y la sorprendió mirándolo con afecto.
– Lo siento -se apresuró a disculparse, sonrojándose y volviéndole la espalda, con el cuello rígido-. Soñaba despierto.
– Yo lo hago muy a menudo -susurró ella.
– ¿De veras? -Él se volvió de nuevo hacia Isadora, sorprendido-. ¿Y adónde va? Quiero decir… ¿adónde le gustaría ir?
«A cualquier parte si es con usted», habría sido la respuesta más sincera.
– A algún lugar en el que nunca haya estado -respondió ella-. Tal vez al Mediterráneo. ¿Qué me dice de Alejandría? ¿O de algún lugar de Grecia?
– Creo que le gustaría -susurró él-. La luz no se parece a la de ningún otro lugar, te deslumbra, y el cielo es muy azul. Y, por supuesto, están las Indias… El oeste, quiero decir. Mientras no vaya demasiado al sur, el peligro de las fiebres no es excesivo. Jamaica, o las Bahamas.
– ¿Le gustaría seguir estando en el mar? -Ella temió la respuesta. Tal vez era allí donde estaba realmente su corazón.
El la miró, bajando imprudentemente la guardia por un instante.
– No. -Era solo una palabra, pero la vehemencia de su voz la colmó de todas aquellas cosas que ella esperaba oír.
Isadora sintió que se sonrojaba al tiempo que el alivio la dejaba algo aturdida. Él no había cambiado. No había dicho nada, solo había respondido a una pregunta sencilla sobre sus viajes con una palabra, pero el significado de aquella palabra era como una enorme ola que la levantaba en el aire y le hacía flotar. Ella le devolvió la sonrisa permitiéndose ocultar por un instante sus pensamientos, y a continuación se volvió de nuevo hacia el retrato. Dijo algo sin sentido, un comentario sobre el color o la textura de la pintura. Ya no prestaba atención a lo que decía, y sabía que él tampoco lo hacía.
Pospuso al máximo la vuelta a casa. Sería el final de un sueño, el regreso a la realidad cotidiana de la que había escapado, y a la inevitable culpabilidad, pues su corazón no estaba donde debía estar aun cuando lo estuviera su cuerpo.
Eran aproximadamente las siete cuando cruzó finalmente la puerta principal y, tan pronto como estuvo dentro, se sintió aprisionada en la grisura del entorno. Era ridículo. Aquella casa era realmente acogedora, llena de colores suaves y mobiliario de lo más confortable. La verdadera falta de luz estaba dentro de ella misma. Cruzó el vestíbulo y llegó al pie de las escaleras en el preciso momento en que la puerta del gabinete del obispo se abría y este salía con el cabello ligeramente despeinado como si se hubiera pasado la mano por encima. Estaba pálido y ojeroso.
– ¿Dónde has estado? -preguntó con tono quejumbroso-. ¿Sabes qué hora es?
– Las siete menos cinco -respondió ella, echando un vistazo al reloj alargado de la pared del fondo.
– ¡Era una pregunta retórica, Isadora! -replicó él-. Sé leer la esfera tan bien como tú. Haz el favor de responder.
– He ido a ver la exposición de Hogarth en la National Gallery -respondió ella sin rodeos.
El arqueó las cejas.
– ¿Hasta ahora?
– Me he encontrado con unos conocidos y nos hemos puesto a hablar -explicó ella. Era literalmente cierto, aunque la realidad no se correspondía con lo que sugerían aquellas palabras. Le molestaba tener que justificarse ante él. Se volvió con la intención de subir las escaleras, quitarse el sombrero y cambiarse para cenar.
– ¡Me parece de lo más inadecuado! -exclamó él con aspereza-. Pintaba a la clase de personas en las que no deberías interesarte. \Las aventuras de un libertino, ya lo creo! A veces pienso que has perdido todo el sentido de la responsabilidad, Isadora. Ya va siendo hora de que te tomes mucho más en serio tu posición.
– ¡Era una exposición de sus retratos! -exclamó ella bruscamente volviéndose hacia él-. No había nada inapropiado en ellos. Había varios de criados con caras simpáticas vestidos hasta las orejas. ¡Hasta llevaban sombrero!
– ¡No tienes por qué ser tan displicente! -exclamó él en tono crítico-. ¡Y llevar sombrero no hace a nadie virtuoso! ¡Como deberías saber!
Isadora se quedó perpleja.
– ¿Por qué demonios debería saberlo?
– Porque eres tan consciente como yo de la laxitud moral y la lengua malévola de muchas de las mujeres que van a la iglesia cada domingo -replicó él-. ¡Con sombrero!
– Esta conversación es absurda -dijo ella exasperada-. ¿Qué te pasa? ¿No te encuentras bien? -No hablaba en sentido literal. La actitud de su marido rayaba en la hipocondría, y ella ya no tenía paciencia para ello. Luego se dio cuenta del singular cambio que se había operado en él. Su cara había perdido el poco color que tenía.
– ¿Parezco enfermo? -preguntó.
– La verdad es que sí -respondió ella con franqueza-. ¿Qué has almorzado?
El abrió mucho los ojos, como si se le hubiera ocurrido una idea repentina, brillante e inspiradora. Luego la cólera se apoderó de él, y las mejillas recuperaron su color.
– Lenguado a la parrilla -replicó-. Prefiero cenar solo esta noche. Tengo que preparar un sermón. -Y sin decir nada más ni levantar siquiera la vista hacia ella, giró sobre sus talones y regresó a su gabinete, cerrando la puerta con brusquedad.
Sin embargo, a la hora de cenar cambió de opinión. Isadora no tenía mucho apetito, pero la cocinera había preparado comida y le pareció grosero no probarla, de modo que estaba sentada sola a la mesa cuando apareció el obispo. Se preguntó si debía comentarle si se sentía mejor, pero decidió no hacerlo. Podría tomarlo como un sarcasmo o una crítica, o peor aún, podría explicarle cómo se encontraba exactamente, con mucho más detalle del que olla deseaba.
Comieron en silencio sus respectivos platos de sopa. Cuando la criada trajo el salmón con verduras, el obispo habló por fin.
– Las cosas pintan mal. No espero que entiendas de política, pero hay nuevas fuerzas que están obteniendo poder e influencia sobre ciertos sectores de la sociedad, los que se entusiasman más fácilmente con las ideas nuevas sencillamente porque son nuevas… -Se interrumpió, tras haber perdido aparentemente el hilo de sus pensamientos.
Ella se mantuvo a la espera, en una muestra de educación más que de verdadero interés.
– Temo por el futuro -continuó él en voz queda, bajando la vista hacia su plato.
Ella estaba acostumbrada a sus comentarios pomposos, de modo que se sorprendió al darse cuenta de que realmente lo creía. Percibía miedo en su voz, no la piadosa preocupación por la humanidad, sino verdadera y profunda inquietud: la que hace que uno se despierte por la noche con el cuerpo empapado en sudor y el corazón palpitando en el pecho. ¿Qué podía saber que le había arrancado de su habitual complacencia? La convicción de tener la razón era para él un estilo de vida, un escudo contra todas las dudas que asaltaban a la mayoría de la gente.
¿Podía ser algo importante? Lo cierto era que ella no quería saberlo. Probablemente se trataba de una triste ofensa o una discusión dentro de la jerarquía eclesiástica o, lo que era aún más trágico, tal vez alguien a quien él apreciaba había caído en desgracia. Debería habérselo preguntado, pero esa noche no tenía paciencia para escuchar una nueva variación de los viejos temas que había oído una y otra vez, durante toda su vida de casada.
– Solo puedes hacer lo que esté en tu mano -dijo con calma-. Seguro que si abordas el problema día a día no será tan duro. -Cogió el tenedor y se puso de nuevo a comer.
Permanecieron un rato en silencio. Luego ella levantó la vista hacia él y vio pánico en sus ojos. La miraba fijamente, como si viera más allá de ella algo insoportable. La mano con que sostenía el tenedor de pescado le temblaba y tenía gotas de sudor sobre el labio superior.
– ¿Qué ha pasado, Reginald? -preguntó ella alarmada. No podía evitar preocuparse por él y eso la irritó. No quería tener nada que ver con sus sentimientos, pero no podía eludir el hecho de que su marido estaba profunda y mortalmente asustado por algo-. ¿Reginald?
El obispo tragó saliva.
– Tienes toda la razón -dijo él, pasándose la lengua por sus labios secos-. Día a día. -Bajó la vista hacia su plato-. No es nada. No debería haberte molestado mientras cenas. Por supuesto que no es nada. Me estoy anticipando… -Tomó una bocanada de aire-. Confiemos en lo divino… divino… -Apartó la silla de la mesa y se levantó-. He comido suficiente. Por favor, discúlpame.
Ella se levantó a medias.
– Reginald…
– ¡No te molestes! -replicó él, alejándose.
– Pero…
Él la miró furioso.
– ¡No discutas! Me voy a leer. Necesito estudiar. Necesito saber… más.
Y cerró la puerta con un golpe, dejándola sola en el comedor, confundida y tan furiosa como él, pero con una creciente sensación de inquietud.
La casa de campo situada en los límites de Dartmoor era preciosa, exactamente lo que Charlotte había esperado, pero sin Pitt aquel lugar carecía de alma y de razón de ser. El caso de Whitechapel había sido muy duro para ella. Se había acalorado más que Pitt ante la injusticia que se había cometido. Era consciente de que resultaba inútil luchar, pero eso no aliviaba su cólera. En Buckingham Palace había dado la impresión de que todo iba a arreglarse, aunque a un terrible precio para la tía abuela Vespasia. Habían arrebatado a Voisey la oportunidad de ser presidente de una república en Gran Bretaña, y Pitt volvía a estar al mando de Bow Street.
Pero, inexplicablemente, todo se había desvanecido de nuevo. El Círculo Interior no se había desintegrado, como habían esperado. A pesar de la reina, había tenido poder para volver a destituir a Pitt y enviarlo de nuevo a la Brigada Especial, donde era un novato sin experiencia en las técnicas que se requerían, y respondía ante Víctor Narraway, quien no sentía lealtad hacia él ni parecía tener sentido del honor para cumplir su promesa de concederle unas vacaciones más que merecidas.
Sin embargo, una vez más, no estaban en posición de luchar, ni siquiera de quejarse. Pitt necesitaba un empleo en la Brigada Especial. Estaba casi tan bien pagado como el de Bow Street, y no contaban con más recursos que el sueldo de Pitt. Por primera vez en su vida Charlotte era consciente no solo de que debía ser cuidadosa con el dinero, sino del verdadero peligro de dejar de tener dinero con que ser cuidadosa.
De modo que guardó silencio, y fingió ante los niños y Grade que estar allí, en el campo bañado por el sol y azotado por el viento, era lo que quería, y que el hecho de que estuvieran solos era únicamente algo temporal. Se encontraban allí por la emoción y la aventura que entrañaba la experiencia, y no porque Pitt creyera que estaban más seguros lejos de Londres, donde Voisey no pudiera encontrarlos.
– ¡Nunca he visto tanto espacio abierto en toda mi vida! -exclamó Gracie asombrada, mientras subían una larga y empinada cuesta hasta lo alto del camino de tierra y se quedaban contemplando la amplia vista de los páramos, que se extendían a lo lejos en brumosos verdes y marrones rojizos salpicados aquí y allá de dorados y sombreados por las nubes hasta la gente que se hallaba en la distancia-. ¿Somos las únicas personas que hay aquí? -preguntó asombrada-. ¿No vive nadie más?
– Hay granjeros -respondió Charlotte, contemplando la oscura elevación del páramo en dirección hacia el norte, y las laderas más suaves y fértiles de las colinas y valles hacia el sur-. Y casi todos los pueblos están protegidos por las laderas. Mira… ¿Ves humo allá arriba? -Señaló un penacho de humo gris tan débil que obligaba al observador a forzar la vista para verlo.
– ¡Eh! -gritó Gracie de pronto-. ¡Cuidado, señorito Edward!
Edward le sonrió y cruzó la hierba dando brincos seguido por Daniel. Se tumbaron entre los verdes helechos y rodaron juntos en una maraña de brazos y piernas, en medio del sonido de las risas felices.
– ¡Niños! -dijo Jemima disgustada. De pronto cambió de opinión y corrió tras ellos dando brincos.
Charlotte no pudo evitar sonreír. Aun sin Pitt podía ser muy agradable estar allí. La casa estaba a un kilómetro escaso del centro del pueblo; un paseo agradable. La gente parecía amable y servicial. Lejos de la ciudad, las carreteras eran estrechas y serpenteantes, y las vistas desde las ventanas del piso de arriba parecían prolongarse indefinidamente. Por la noche reinaba un silencio desconocido, y una vez apagadas las velas la oscuridad era total.
Pero estaban a salvo, y aunque eso no fuera lo más importante para ella, lo era para Pitt. Él había advertido la posibilidad de peligro, y llevarse allí a los niños era la única forma que tenía ella de ayudar.
Oyó un ruido a sus espaldas y, al volverse, vio un carro tirado por un poni en el sinuoso sendero que había justo debajo de ellos. Lo conducía un hombre con la cara curtida por el viento y los ojos entornados para protegerse del resplandor del sol, como si buscara algo. Los vio y, deteniéndose a su misma altura, la miró con más detenimiento.
– Buenas tardes -dijo con un tono bastante agradable-. Usted debe de ser la señora que ha alquilado la casa de los Garth. -El hombre asintió, pero era una afirmación que parecía pedir una respuesta.
– Sí -contestó Charlotte.
– Lo que yo decía -declaró él con satisfacción, volviendo a coger las riendas y apremiando al poni a que siguiera adelante.
Charlotte miró a Gracie, quien dio un paso hacia el hombre y luego se detuvo.
– A lo mejor solo sentía curiosidad, ya sabe -murmuró-. No deben de pasar muchas cosas aquí.
– Sí, claro -coincidió Charlotte-. De todos modos, no pierdas de vista a los niños. Cerraremos las puertas con llave por la noche. Estaremos más seguros, incluso aquí.
– Sí… por supuesto -dijo Gracie con firmeza-. No queremos que entren animales salvajes… zorros o lo que haya por aquí. -Se quedó mirando a lo lejos-. ¡Qué bonito! ¿Cree que debería escribir un diario? Puede que no vuelva a ver nada parecido.
– Es una idea excelente -dijo Charlotte al instante-. Lo haremos todos. ¡Niños! ¿Dónde estáis? -Se sintió absurdamente aliviada cuando les oyó responder, y los tres se acercaron persiguiéndose de nuevo por la hierba. Debía hacer lo imposible por evitar que su felicidad se truncase con temores infundados.