Capítulo 9

Los días de Mary se hacían cada vez más pesados a medida que transcurría el tiempo. Ahora que su vida había adquirido cierta regularidad, podía señalar cada intervalo entre la entrega de la comida caliente como un día, aunque no podía estar segura de que fuera realmente así. Si estaba en lo cierto, ya había transcurrido un mes, y al final de los treinta palotes marcados en la pared con un lapicero (incluyendo los primeros siete, fruto de una estimación aproximada), Mary comenzó a desesperarse. Dondequiera que se encontrara su prisión, nadie la había encontrado, aunque estaba segura de que habría gente buscándola.

Habían sucedido ciertas cosas que consiguieron que su valeroso pecho se inflamara de terror; ¿durante cuánto tiempo consideraría el padre Dominus que valía la pena mantenerla viva? A pesar de todo lo que decía de los Niños de Jesús, ella no tenía ninguna prueba de su existencia ni los había visto jamás, salvo al hermano Jerome, al hermano Ignatius y a la hermana Therese, todos ellos rondando la pubertad, y aunque Ignatius y Therese hablaban tranquilamente de sus compañeros, los Niños de Jesús, a Mary le parecía que había algo irreal en todo lo que decían. ¿Por qué, por ejemplo, ningún niño había intentado escapar, si tenían realmente la posibilidad de salir de las cuevas? La naturaleza humana es aventurera, sobre todo en los jóvenes… ¡qué aventuras solían correr Charlie y ella cuando su sobrino era un muchacho…! En alguna ocasión pensó en aquello que quizá Martín Lutero había dicho: que conociendo cómo es un niño hasta que tiene siete años, se conoce cómo será el hombre. En ese caso, ¿cómo eran de pequeños los Niños de Jesús cuando los habían cogido? Ni Ignatius ni Therese estaban preparados para confiar del todo en ella; y buena parte de lo que había averiguado procedía precisamente de lo que ellos se negaban a decir. Sin embargo, el anciano alimentaba a sus discípulos maravillosamente bien, los vestía, los medicaba si estaban enfermos y les permitía una considerable libertad. Sin embargo que trabajaran para él sin cobrar nada a cambio indicaba a las claras que los estaba explotando, al tiempo que se estaba descuidando su educación.

Al principio, Mary esperaba que el libro que le estaba dictando el anciano respondería a algunas de aquellas cuestiones, pero, después de trece sesiones, él seguía absorto con aquel trabalenguas de Dios y el mal de la luz. Se fue haciendo visible un modelo: el anciano avanzaba en sentido circular, a lo largo de una serie de enigmas y misterios, como se dice de la gente que se ha perdido sin remedio: que caminan en círculos y siempre regresan al lugar de donde salieron. Así era el libro del padre Dominus. Parecía que no supiera cómo abandonar aquel camino circular por el que caminaba y fuera incapaz de avanzar en línea recta.

El viejo también había puesto algún impedimento al contacto que Mary mantenía con Ignatius y Therese. Ahora la dejaban ir sola hasta el río subterráneo, mientras Ignatius se quedaba vigilando a la salida del pasadizo y la devolvía a la celda cuando regresaba. Su comunicación se redujo a saludos y despedidas; evidentemente, le habían dicho que no le dijera nada a Mary y que se limitara a esas mínimas normas de educación. El apartamiento de Therese fue más extraño. En sus charlas con el padre Dominus, las que no estaban relacionadas con el libro y el dictado, Mary se había percatado de que el anciano despreciaba al sexo femenino, maduro o inmaduro. El cariño se reflejaba en su rostro cuando hablaba de los chicos, pero en el momento en el que Mary sacaba a colación en la conversación a las chicas, se enojaba, y la expresión de su rostro se tornaba desprecio, y apartaba a Therese de su lado como si era un insecto nocivo.

Entonces comenzó a manifestarse la naturaleza femenina en Mary y se vio obligada a pedirle a Therese los paños, así como algunos utensilios para lavarlos y hervirlos después de usarlos. Al parecer Therese le había pedido tela al padre Dominus para hacer paños, y él la había azotado con una vara y la había llamado sucia. Al final llegaron los paños, de la mano de una Therese con lágrimas en los ojos; también vino con la historia de la reacción del anciano, y aquél fue el último contacto que tuvo con Therese. Después de aquello, Camille atendía sus necesidades diarias, pero esta muchacha no cedería ya ante los halagos y zalamerías de Mary, aunque aquellos aterrorizados ojos azules mostraban que verdaderamente deseaban hablar.

Todo aquello inclinó definitivamente la balanza contra el anciano. Hasta entonces, en Mary había prevalecido el instinto de supervivencia y se había mostrado dócil, sin enfrentarse nunca abiertamente al padre Dominus, pero semejante control era extraño a la naturaleza franca y sincera de Mary, y las cuerdas que reprimían su lengua eran demasiado frágiles. Cuando el viejo volvió a aparecer para continuar con el dictado, comenzó a agredirlo verbalmente, porque los barrotes de su celda impedían cualquier otra actuación más contundente.

– ¿En qué está pensando, viejo asqueroso? -gritó Mary, escupiendo las palabras-. ¿Cómo se le ocurre llamar sucia a esa pobre niña? ¿Tanto duda de su poder frente a la inteligencia de una niña que tiene que azotarla con una vara? ¡Maldito desgraciado…! Esa muchacha se las arregla para organizar una cocina capaz de alimentar a cincuenta estómagos, ¿y cómo se lo agradece? No le paga un sueldo, claro, pero eso no es una sorpresa, ¡porque no paga a ninguno de sus Niños de Jesús! ¡Al contrario,lacastiga! ¿Le pega porque le ha pedido paños para mi menstruación? Óigame, ¡es usted un intolerante y una desgracia para su profesión!

El viejo, escandalizado, se había erguido y había comenzado a mirar a todas partes con los ojos desorbitados, pero cuando Mary empezó a hablar de paños y menstruaciones, se llevó las manos a la cabeza, se tapó las orejas y comenzó a balancearse en su silla.

Mary lo estuvo observando llena de ira quizá durante un minuto, luego se sentó en su silla y suspiró.

– Padre, es usted un fraude -dijo-. Piensa en sí mismo como un hijo de Dios, y mantiene aquí a esos niños para que lo veneren y lo adoren sólo a usted. Le exculpo de ser un codicioso y aprovecharse de sus remedios y panaceas, porque creo que gasta ese dinero en buena comida y otras comodidades para sus discípulos sus gastos deben de ser considerables, pues incluirán el forraje para la reata de burros y el carbón para los fuegos que supongo necesitará tanto en el laboratorio como en la cocina. Nada de lo me ha dictado hasta ahora explica por qué está usted aquí, ni durante cuánto tiempo ha estado aquí, ni qué pretende conseguir estando aquí. Pero usted me defrauda profundamente, por descargar su frustración sobre una niña inocente como Therese… y por ninguna razón de peso, salvo su sexo. El sexo femenino es una creación de Dios en la misma medida que el sexo masculino, y el modo en que Dios ha regulado nuestras funciones corporales es asunto suyo, no de usted, porque usted no es Dios. ¿Me está escuchando?¡Usted no es Dios!

El viejo había dejado caer las manos de las orejas, aunque el gesto de su cara mostraba bien a las claras que no le gustaba ni el asunto que estaba tratando Mary ni el tono de su voz. Pero no se levantó y salió corriendo; bien al contrario, se acercó para mirarla de frente y sus labios se estiraron hacia atrás hasta que mostraron una sonrisa de dientes perfectos.

– Yo soy Dios -dijo, perfectamente tranquilo y sonriente-. Todos los miembros del sexo masculino son Dios. Las mujeres son la creación de Lucifer, que las puso aquí para tentar, seducir y corromper.

Mary resopló con gesto de hastío burlón.

– ¡Vaya tontería! Los hombres no son Dios, o no son más que las mujeres. Hombres y mujeres son creación de Dios» ¿No se le ha ocurrido pensar que no es la mujer la que tienta y seduce, sino los hombres, que son débiles e indignos? Si hay un demonio en la Humanidad, ése es el hombre, que sólo intenta pervertir a la mujer, y luego le echa la culpa. He tenido alguna experiencia de la maldad de los hombres, señor, y le aseguro que no necesitan que la mujer les instigue. Su maldad es innata.

– Esta conversación es inútil -sentenció-. Tenga la amabilidad de coger el lapicero, señora.

– Lo haré, padre Dominus, si piensa hablar de un asunto nuevo. Hasta ahora llevamos cerca de doscientas hojas y sólo las primeras cincuenta son novedosas y originales. A partir de ahí, lo único que hace es volver siempre sobre lo mismo. ¡Avance un poco, padre! Estoy muy interesada en la gestación de la Cosmogénesis. Ya es hora de que le cuente a sus lectores qué ocurría antes de que usted entrara en este Trono de Dios, cuando tenía treinta cinco años. Por ejemplo, ¿por qué vino aquí?

Ahora sí que lo tenía agarrado por el cuello; el anciano la miró asombrado, casi como si hubiera recibido otra revelación celestial. Mary dejó escapar un callado suspiro de alivio. El viejo podía matarla si quería, y quizá durante unos instantes, cuando lo había humillado tan mordazmente, el padre Dominus había contemplado la posibilidad de que el hermano Jerome la arrojara por el pozo del retrete a una muerte segura, pero, sin saberlo, Mary había salvado la vida mostrándole al anciano dónde se estaba equivocando. El cerebro que antaño seguramente fue el más brillante de todo el país se estaba reblandeciendo, en un proceso gradual del que tal vez era consciente en alguna medida, aunque no sabía cómo remediarlo. En sus buenos tiempos, ¿habría azotado a la pobrecita Therese? ¿Pensaría entonces que el sexo femenino era sucio? Mary no lo sabía, pero deseaba saberlo. Ahora, con suerte, lo descubriría, porque el viejo parecía agradecido ante aquella crítica, hasta el punto de considerar que valía la pena perdonarle la vida a Mary. Él quería escribir aquel libro, pero no sabía cómo. Un cerebro que inventa quinqués y panaceas, al parecer, no tenía la habilidad para planificar un desarrollo narrativo. En tanto ella consiguiera dirigirlo en su trabajo literario, la mantendría viva.

– Escribe lo que te voy a decir -dijo-. «La gran estratagema de Lucifer, en su pretensión de controlar el destino de los hombres, es la invención del oro. Considérense sus cualidades, ¡y nos asombraremos ante la sutilidad del ingenio de Lucifer! He ahí su color, brillante y dorado como el sol. Nunca se empaña ni se deslustra. Es suficientemente dúctil y maleable para poder forjarlo y convertirlo en multitud de objetos. Es tan resistente como duro. No tiene impureza alguna. Desde que el hombre es hombre, ha adorado el oro, y adorando el oro, ha adorado a Lucifer. Los hombres matan por el oro. Lo amasan sin medida. Fundamentan prosperidad económica de sus sociedades en el oro. Se embarcan en conquistas y guerras por él. Exhiben su riqueza cargándose de lujo y ornamentando los cuerpos de sus mujeres, que desesperan por poseerlo en forma de adornos. El oro cubre las tumbas de los reyes y de los emperadores, para proclamar ante las generaciones futuras cuán grande fue el poder de los muertos que allí yacen.

»Cuando contaba treinta y cinco años, se me confió la custodia del oro que había amasado un hombre entregado por completo a Lucifer, aunque yo no lo sabía en aquel momento. El oro se encontraba en distintas formas: monedas, joyas, ornamentos, objetos… Mi amo desengarzó las piedras preciosas de las joyas y me entregó las monturas de oro, las cadenas y otras piezas. Yo tenía que fundirlo todo, eliminar las impurezas y hacer el vaciado en lingotes. Luego tenía que entregarle los lingotes. Pero el fundido y el vaciado debía hacerse en el más absoluto secreto, hasta el punto de que mi amo no quiso ni siquiera saber dónde se iba a realizar el trabajo».

Su rostro adquirió entonces un aire de ensoñación; Mary seguía escribiendo con el lápiz y no dijo nada, esperando pacientemente durante la pausa.

– «Él sabía que yo no lo traicionaría, porque mi alma le pertenecía. Recordé entonces los páramos y las cuevas de The Peak y encontré una enorme cueva que en la actualidad es mi laboratorio. Era perfecta para mis propósitos, porque tenía, muy cerca, una gruta escondida donde yo podría acoger a los burros que me traerían el instrumental necesario por la noche. Cuando me hube establecido aquí, le di ron envenenado a los hombres que me habían ayudado, y luego los arrojé a una sima oscura y profunda. Durante seis meses trabajé hasta la extenuación, fundiendo el oro y vaciándolo en lingotes de diez libras… un tamaño un poco más pequeño que el normal, pero necesitaba piezas de un peso que pudiera transportar yo solo. En aquel entonces era joven, y fuerte.

»Y cuando concluí el trabajo, exploré las grutas y así fue como descubrí que la Oscuridad es Dios. Fue una revelación en muchos sentidos, más allá de los fundamentos de la Cosmogénesis. Consideré los lingotes y vi para qué servirían: para contribuir a la obra Lucifer. Eran propiedad de Lucifer. El instrumento de Lucifer. Y entendí entonces que mi amo era un absoluto siervo de Lucifer. Así que decidí que jamás tendría su oro. Lo cogí y lo escondí en un lugar alejado de la cueva de mi laboratorio, y nunca regresé junto a mi antiguo amo.

»Permanecí con Dios en esta oscuridad durante muchas lunas ¿Cuántas veces pasó el sol de Lucifer por el cielo…? No lo sé. Pero cuando finalmente salí, ya era un hombre distinto. El oro ya no tenía ningún poder sobre mí, y ninguna de las otras añagazas de Lucifer influía en mi corazón. Esas raras arañas blancas tienden sus descoloridas redes sobre el oro, como un desperdicio que arrojé al rostro del poderoso Lucifer como si no tuviera ningún valor, como si no significara nada. Y ahí está, hasta el día de hoy en la oscuridad de Dios, absolutamente inútil e inservible».

Mary dejó caer el lápiz y miró con ojos asombrados al padre Dominus, con un temor reverencial y un nuevo respeto…

– Es usted una rareza, padre -dijo-. Es usted un intolerante y un tirano, pero ha tenido la fortaleza para resistir la tentación del oro.

Forzando sus viejos músculos como si le dolieran, se puso de pie.

– Estoy cansado -dijo en un susurro-. Pasa a limpio todo eso, por favor.

– Con mucho gusto, pero lo haría aún con más gusto si me enviara de nuevo a Therese…

Pero, como solía, desapareció en un abrir y cerrar de ojos, y Mary no podría jurar que el anciano hubiera escuchado sus últimas palabras.

¡Qué historia! ¿Sería cierta? El padre Dominus podía mentir, y de hecho mentía con frecuencia, pero de algún modo… aquel cuento del oro parecía tener ecos de una cierta verdad. Pero… ¿quién pudo ser ese amo mítico para haber acumulado tanto oro que el padre Dominus tardó seis meses en refinarlo? Y, por otra parte, ¿permitiría realmente que se hiciera público un acto que describió, sin ninguna emoción, como el asesinato de varios ayudantes?

Trajeron la cena: un filete de ternera con champiñones, puré de patata y, de postre, una porción de pastel de frutas al horno. Una buena recompensa por poner al narrador en el camino correcto de nuevo; supuso Mary. Como a caballo regalado nadie le mira el diente, Mary devoró su comida con verdadero deleite, y sintió que nuevo se fortalecía. Tal vez el viejo no estaba loco, pensó, ahora el estómago lleno y con una actitud inusualmente benévola, de todos modos, eso no duró mucho, porque a la mañana siguiente se presentó el padre Dominus, que apareció desaliñado y con gesto de no haber dormido, se sentó en su silla y procedió a lanzarle un verdadero tratado de química del oro y cómo refinarlo. Cada cuatro o cinco palabras, Mary tenía que preguntarle cómo se deletreaba tal o cual voz, porque el dictado estaba trufado de términos abstrusos, y aquello acabó con la paciencia del anciano.

– ¡Aprenda a escribir, señora! -gritó, poniéndose en pie en un arrebato-. ¡No estoy aquí para ser su diccionario!

– ¡Sé escribir perfectamente bien, padre, pero no soy boticaria ni química! Cuando le pido que me deletree una palabra, es porque la desconozco por completo. Si su materia fuera música, no necesitaría preguntarle cómo se escribeglissando o toccata, porque soy una experta en música. Pero lo que me está dictando hoy es para mí un libro en chino.

– ¡Buah! -exclamó airado, y desapareció. El menú volvió a su fórmula habitual: pan, mantequilla y queso, aunque Mary había cambiado la cerveza por agua: y ése fue uno de los grandes debates que mantuvieron. Para el padre Dominus, el agua significaba fiebres tifoideas y tifus; el tres por ciento tóxico que había en la cerveza, así como el proceso de destilación, permita considerar que se podía beber con toda tranquilidad. Y, en esa creencia, el anciano no estaba solo de ningún modo; la mayoría de las familias pasaban directamente de la leche a la cerveza ligera en la alimentación de sus hijos. Mary detestaba la cerveza, y sólo bebía agua, después de señalarle al anciano que los arroyos que discutan por las grutas eran «tan puros como el agua».

Por Ignatius, que todavía acudía para sacarla de la celda y dejarla bajar a la gruta del río, Mary comenzó a recibir señales alarmantes de que no todo iba bien en el mundo de los Niños de Jesús.

Con el farol en la mano y las botas en los pies, Mary apoyó la mano en la manga de Ignatius y, con el tacto de aquella lana áspera, lo obligó a mirarla a los ojos.

– Ignatius, dime, ¿qué ocurre?

– No me permiten hablar con usted, hermana Mary -susurró.

– ¡Tonterías! Aquí no puede oírnos nadie. ¿Qué pasa?

– El padre dice que tenemos que salir de las Cuevas del Sur inmediatamente, ¡y hay mucho que hacer! Jerome tiene demasiada ligera la mano con la vara y los pequeños no pueden con todo.

– ¿Cuánto de pequeños son los pequeños?

– Cuatro… o cinco años… o algo así.

– ¿Dónde está Therese?

– Se ha marchado ya a las Cuevas del Norte. La cocina nueva ya está preparada.

– ¿Y qué va a pasar conmigo? ¿Me van a trasladar?

Parecía abatido y muy desgraciado.

– No lo sé, hermana Mary. ¡Ahora váyase!

Cuando regresó de su paseo hasta el río subterráneo, el muchacho la apremió para que entrara en la celda, recogió las botas y desapareció por detrás de la pantalla. A Mary se le cayó el alma a los pies. Aquello no presagiaba nada bueno… y los malos augurios se completaron con la confiscación de las botas, que Ignatius solía dejar a la entrada del pasadizo.

Cuando el padre Dominus volvió, estaba tan inquieto como un niño en un taburete con un capirote de burro, y su dictado, cuando finalmente se produjo, era de todo punto merecedor del capirote de burro: deslavazado, laberíntico y sin ninguna relación con el oro, ni con Dios o Lucifer. Al terminar, Mary le pidió, con la voz más humilde y sumisa que pudo fingir, que le deletreara una lista de términos que desconocía, para que en el futuro no tuviera la necesidad de perder el hilo del dictado pidiéndole ayuda. La lista alcanzó las treinta y dos palabras, y entonces, repentinamente, se levantó y desapareció bruscamente.

Durante unos instantes, Mary intentó convencerse de que todos aquellos movimientos y secretos no eran más que el resultado de la mudanza; seguramente debía de ser agotador controlar traslado de cincuenta críos revoltosos por un sistema de cuevas que habían sido su hogar durante años e ir a otras grutas que quizá les daban más miedo, porque evidentemente allí estaban tanto el laboratorio como la cueva de embalaje. ¿Y el oro? No, no podía creerse aquello… El oro estaría donde Dios quisiera, y lo que había dicho el viejo no representaba información suficiente para imaginar que verdaderamente se encontraría en un lugar concreto.

Al día siguiente, el hermano Jerome apareció con el pan y el agua, aunque ya no había ni rastro de la mantequilla, ni del queso ni del jamón. Aquellos ojos oscuros la observaron con aire de desprecio; luego, le tendió la mano.

– Déme el trabajo.

En silencio, Mary le entregó las hojas en limpio a través de los barrotes: una despreciable y mínima cantidad de páginas, comparadas con las primeras sesiones, las cuales la habían mantenido tan ocupada copiando que había tenido muy poco tiempo para entregarse a preocupaciones o divagaciones.

«Un día, filete de ternera con champiñones y pastel de frutas; y ahora, pan y agua», pensó Mary. «¿Qué está ocurriendo? ¿Es que esa mente débil se ha desmoronado? ¿O mi nuevo régimen es simplemente el resultado de un hecho cierto: que me encuentro ahora a varias millas de la cocina? El agua está por todas partes y se puede conseguir por doquier, pero el pan y lo que se pone en el pan tiene que salir de una cocina…».

El segundo día a pan y agua, el padre Dominus apareció en la cueva de repente, gritando desde detrás de la pantalla, y agitando en la mano las hojas que Mary le había entregado a Jerome.

– ¿Qué es esto? ¿Quées esto? -chilló, con burbujas de espumarajos asomándose a las comisuras de la boca.

– Es lo que me dictó usted anteayer -dijo Mary, sin permitir que su voz delatara temor alguno.

– Estuve aquí dictándote dos horas, señora mía…¡dos horas!

– No, padre, no es así. Estuvo ahí sentado durante dos horas, Pero la única información utilizable de todo lo que me dijo se encentra ahí. Divagó usted, señor.

– ¡Embustera! ¡Embustera!

– ¿Por qué iba a mentir? -preguntó razonablemente-. Soy lo bastante inteligente como para saber que mi vida depende de complacerle, padre. ¿Por qué me iba a enfrentar a usted entonces? -Se detuvo e inspiró una bocanada de aire-. Aunque, en realidad, lo que pensé es que usted tenía una gran falta de sueño y pensé que era ese cansancio el que provocaba esos vacíos en su concentración. ¿Estoy equivocada?

Dos diminutos granos de pimienta se quedaron observándola desde el centro del azul vidrioso y blanquecino de la leche aguada pero Mary le devolvió la mirada sin un ápice de temor. «¡Que mire, si quiere!».

– Tal vez estés en lo cierto -dijo el anciano finalmente, y se fue bruscamente, sin intención, al parecer, de dictarle nada ese día.

La mente comenzaba a jugarle malas pasadas al anciano; de eso a Mary ya no le quedaba ninguna duda, pero era discutible si su estado mental podía denominarse claramente locura.

«¡Oh, si pudiera al menos mantener una relación más cordial con él para hablar razonablemente de los niños…!», se dijo a sí misma, sentada en el borde de la cama. «Aún no tengo ni idea de por qué los ha acogido, ni cómo, ni qué hace con ellos cuando llegan a la madurez… Como sea, tengo que conseguir hablar con él cuando esté más sociable…».

No había ni rastro del hermano Ignatius, ni Jerome volvió a aparecer para rellenar su cesta de pan, que se había quedado en media rebanada. Instintivamente, Mary no había gastado toda el agua para lavarse la cara o el cuerpo: podía necesitarla para beber, y si bebía, debía hacerlo con moderación. Sin dictados que copiar y con todos los libros leídos varias veces, los días se hacían interminables, especialmente porque ya no la dejaban salir para hacer un poco de ejercicio. El sueño tardaba en llegar, y cuando dormía, todo eran pesadillas, y finalmente, apenas descansaba un rato.

Cuando volvió a aparecer el padre Dominus, llegó con una barra reciente de pan y una jarra de agua.

– ¡Oh, cuánto me alegro de verle, padre! -exclamó Mary, luciendo su mejor sonrisa y esperando que aquello no representara ningún rasgo de seducción-. Estoy languideciendo aquí porque no tengo nada que hacer, y estoy deseando escribir el nuevo capítulo de su Cosmogénesis.

El anciano se sentó, perfectamente consciente al parecer de que su sonrisa no mostraba ningún rasgo seductor, pero en vez de colocar el pan y la jarra de agua en la bandeja de la celda, los dejó en el suelo, junto a su silla. Su mensaje -Mary estaba segura de ello- sería que merecer semejante liberalidad dependía únicamente de su conducta durante aquella conversación.

– Antes de que comencemos el dictado, padre -dijo Mary, con su voz más encantadora (un verdadero esfuerzo para Mary)-, hay muchas cosas que me gustaría entender sobre la oscuridad de Dios. Lo de Lucifer es evidente, y estoy de acuerdo plenamente con su Cosmogénesis en ese punto. Pero aún no hemos hablado de Jesús, que deberá ocupar una parte importante de su cosmogonía, o de otro modo no habría bautizado a sus seguidores como los Niños de Jesús. Hay cincuenta, dice usted, treinta niños y veinte niñas. Esas cifras deben tener algún significado, pues nada de lo que dice o hace usted carece de relevancia.

– Sí, eres muy lista… -dijo el anciano, complacido-. Todos los números importantes deben terminar en un «no número»… esto es, lo que los griegos llamaban cero. Un redondel, según los símbolos árabes. El cero no sólo es un «no número», sino que en el mundo árabe no tenía ni principio ni final. Es eterno. Es el cero eterno. Cinco más tres más dos son diez. La línea que nunca se cruza consigo misma y el círculo que siempre se repite sobre sí mismo.

Se detuvo; Mary parpadeó. ¡Qué absoluta estupidez! Pero, en vez de eso, dijo con tono estremecido:

– ¡Qué profundidad! ¡Qué asombroso! -Tuvo serias dudas respecto al tiempo en que podría continuar con ese juego, y entonces, muy delicadamente, añadió-: ¿Y… Jesús?

– Jesús es el fruto de un cruce entre Dios y Lucifer.

Mary se quedó boquiabierta.

– ¿Qué?

– Pensé que eso te resultaría prácticamente evidente, hermana Mary. Los hombres no pueden adoptar la ausencia de forma de Dios, ni su ausencia de rostro, ni la ausencia de sexo, que son propiedades de Dios, pero también se niegan a estar completamente enfangados en las vilezas de Lucifer. Nada tenían de Dios y nada tenían de Lucifer. Así que descubrieron un meteorito en el cielo que de inmediato se convirtió en una estrella, y así forjaron a Jesús. Un hombre, pero no sólo un hombre. Mortal, pero también inmortal. Bueno, y también malo.

Mary no podía evitar sentir el sudor que rompía a brotar por todo su cuerpo, ni el temblor de repugnancia que la obligó a levantarse de la silla.

– Padre, ¡es usted un blasfemo! ¡Anatema, anatema! ¡Apóstata! ¡Ya ha contestado usted a todas mis preguntas, incluso a aquellas que no le he planteado! Lo que quiera que pretenda hacer con esos niños, ¡es maligno! Nunca se les permitirá crecer, ¿no es así? Las niñas pequeñas hablan de una escuela en Manchester, dirigida por una mujer llamada la madre Beata, que las enseña a ser criadas, pero aquí ni siquiera hay escuela, y no hay ninguna madre Beata. ¿Qué hace usted con los niños? De eso no sé nada, porque el hermano Ignatius está demasiado amedrentado y el hermano Jerome es demasiado astuto como para contármelo. ¡Malvado! ¡Es usted malvado! ¡Y yo lo maldigo, Dominus! ¡Roba usted a los niños demasiado pequeños! Es imposible suponer que se los arrebata a amos crueles y malvados. ¡Y eso sólo significa que los compra a cambio de ginebra a padres sin entrañas, o a los administradores de los albergues parroquiales! ¡Explota su inocencia y cree que cumple con su deber porque los alimenta, los viste y les cura las enfermedades! ¡Como terneros engordados para la mesa! ¡Usted los mata, Dominus! ¡Mata usted a esos niños inocentes!

El viejo había escuchado su diatriba con gesto de asombro, tan sorprendido que se había quedado sin habla. Lo que definitivamente le dejó con la boca abierta fue aquella acusación de que mataba a los niños inocentes; si Mary necesitaba alguna prueba de lo cierto de su alegato, aquel espantoso berrinche del anciano lo certificaba. Gritando con horrorosos chillidos, aullando y escupiendo, su cuerpo se convulsionaba con la enormidad de su rabia, y la llamó bruja, ramera, zalamera, Lilith, Jezabel, y añadió los nombres de otras doce prostitutas bíblicas, y luego comenzó de nuevo, y otra vez y otra vez. Mientras tanto, Mary, por su parte, no hacía más que gritarle aquella única acusación, una y otra vez.

– ¡Está matando a niños inocentes! ¡Está matando a niños inocentes!

Entonces ocurrió como si el viejo no supiera qué hacer y, cogiendo el cantarillo de agua, lo arrojó contra los barrotes de la celda, y todos los fragmentos de barro y el preciado líquido se derramaron sobre Mary. Luego, el padre Dominus se giró ciegamente y tropezando con la pantalla, huyó del lugar gritando y lanzando maldiciones contra ella.

La pantalla de lienzo se bamboleó durante unos instantes y finalmente cayó. Pareció que todo ocurría increíblemente despacio, y Mary vio que el borde superior del entramado arrastraba algo tras él y acababa derribándolo todo. Una inmensidad de luz se derramó entonces en el lugar, tan brillante que Mary tuvo que levantar el brazo para protegerse los ojos. Sólo cuando estuvo segura de que podía tolerar aquella intensidad, abrió los ojos… y entonces pudo contemplar una abertura en la roca y una escena que, en otras circunstancias, la habría asombrado con su belleza. Dondequiera que estuviera, se encontraba al menos a mil pies por encima del paisaje circundante, que se extendía en montes, extraordinarios espigones, montañas y abruptas colinas. ¡Derbyshire! ¡Lejísimos de Mansfield, el último lugar habitado en el que había estado…!

El viento silbó en la cueva. Era un viento que aquella sábana de lienzo verde oscuro debía de haber contenido; ahora estaba tendida en el suelo, un poco más allá de la pantalla. ¡Así que por eso en su prisión siempre se oían aquellos suaves quejidos y lamentos! No era una ventana con una ranura, sino una sábana de lienzo que no se había colocado bien y que aún tenía una pequeña abertura por la que se colaba el aire de la montaña.

«¡Oh!», pensó mientras temblaba, «¡pereceré de frío mucho antes de morir de sed…!».

Desde luego, no podía acercarse a la boca de la cueva; se encontraba a unos veinte pies, y los barrotes aún la mantenían a buen recaudo allí. También el pan estaba lejos de su alcance, y el agua se estaba secando rápidamente con aquel terrible viento.

¿Por dónde entraban y salían? A mano derecha, en el muro, no había nada, pero a mano izquierda tres cuevas abrían sus amenazantes fauces. Una era la del camino al río subterráneo; las otras dos se encontraban un poco más allá. Junto a la más alejada había un montón de antorchas de sebo y una caja de yesca; ése debía de ser el pasadizo subterráneo que conducía a las Cuevas del Norte. La del medio, en opinión de Mary, comunicaría con la antigua cocina, que probablemente estaba junto a la celda. ¡Oh! ¿Qué le habría ocurrido a Therese? ¿Y a Ignatius? Se encontraban peligrosamente cerca de la pubertad, una época que, tal y como el instinto de Mary le decía, señalaba la frontera límite para el padre Dominus. Una vez que un niño o una niña cruzaba la frontera hacia la madurez, el viejo se deshacía de ellos. Lo único que podía esperar era que, dado que los muchachos se encontraban en manos de un hábil boticario, la muerte fuera dulce y no dolorosa. Seguramente no precisaba recurrir a la violencia. Aunque, después de escuchar aquellos conceptos pervertidos y retorcidos sobre Dios y el Demonio, Mary llegó a preguntarse si cabía la posibilidad de que los niños fueran realmente terneros engordados y sacrificados en la pubertad a un dios de la oscuridad… ¡No, seguro que no!

«¿Pero quién puede predecir las impredecibles locuras de una mente tan perturbada como la del padre Dominus?», añadió en su cabeza sin detenerse un instante. No todos los locos eran lunáticos peligrosos, aunque el padre Dominus en alguna ocasión se había comportado perfectamente como un lunático peligroso. En otras ocasiones parecía tan cuerdo como ella, capaz de ordenar los hechos en un orden correcto, e incluso, una o dos veces, había convencido a Mary de que su Cosmogénesis tenía algún sentido, dada la vida que había llevado.

«Tengo quever a esos niños», se dijo Mary, sabiendo que no había la más mínima posibilidad de que tal cosa ocurriera. «Tengo que hablar con ellos, y no con susurros furtivos, con una oreja pendiente del padre o de Jerome, sino ante un buen tazón de chocolate caliente y deliciosos pasteles, y todas las golosinas que permiten que los niños abandonen sus prevenciones. Tengo que saber que, tras haberles dado el nombre de un semidiós híbrido, mitad luz, mitad oscuridad, al menos no los ha echado a perder en el sentido en que se echa a perder, por ejemplo, la fruta perecedera; que su inocencia aún está ahí, todavía intacta. Si los utiliza como mulas para que trabajen para él, y ni siquiera se ha preocupado de educarlos en su Cosmogénesis, aún podrán sobrevivir. El peligro es que esos únicos discípulos se hayan educado en su filosofía, o teología, o como quiera que él llame a sus teorías. Desde luego, no es la ideología de un hombre cuerdo y en ella salen a relucir todas sus demencias. ¿Pero qué clase de cerebro pudo encerrarse en la más insondable oscuridad y, de ahí, pasar a adorarla como a un Dios? ¿Y cómo llegó a considerar que la luz es el mal?

Más calmada, tras unos instantes, observó con detenimiento su pequeña prisión. Sí, la jarrilla que había sobre la mesa aún tenía un poco de agua, la suficiente para resistir varios días si bebía a sorbitos muy pequeños. Respecto a la comida, sólo tenía un mendrugo de pan duro. Bueno, de algún modo, la comida no era tan necesaria para la vida como el agua. Admitiendo que ahora corría mucho más peligro que antes, sacudió y golpeó todos los barrotes de su celda, pero fue en vano. Estaban incrustados con mortero en los muros de la cueva; si hubiera tenido algún tipo de herramienta, incluso una cuchara, podría haber intentado escarbar en las paredes de roca, pero junto al régimen de pan y agua también había llegado una petición para que devolviera la cuchara, que era su único cubierto.

Las lágrimas corrieron por su rostro; y estuvo sollozando durante algún tiempo. Luego, agotada, se derrumbó en un extremo de la cama y se cubrió la cabeza con las manos. Las señales en lápiz en el muro indicaban que había estado en aquel lugar alrededor de seis semanas, y parecía que estaba condenada a morir allí, después de todo. Ningún Niño de Jesús iría a ayudarla; todos se habían ido a las Cuevas del Norte, incluidos Therese e Ignatius.

Pero la desesperación acaba por pasar, especialmente en las mujeres que son como Mary. Sus hombros se enderezaron, se sentó, y afirmó con fuerza su mandíbula. «¡No voy a sucumbir a este destinotandócilmente!», se dijo a sí misma. «Beberé dos tragos de agua y luego dormiré. Cuando recobre las fuerzas, intentaré aflojar esos barrotes: probaré con la puerta que utilizan para entrar Y salir de mi celda… Quizá ésos estén más sueltos».

Siguió su plan con toda precisión. Pero tampoco la gran puerta de barrotes cedía, y abrir la cerradura estaba fuera de sus posibilidades, igual que la cerradura de la bandeja donde le dejaban la comida. ¡Ay, si tuviera su caja de costura…! La pequeña aguja con ganchito que se utilizaba para coger los puntos podría haberle servido para hurgar en la cerradura de la puerta. Pero no tenía absolutamente nada.

«He llegado al final del camino; ya no puedo más», pensó. «Pero me niego a rendirme. Estoy en manos de Dios, sí, pero también dependo de mis propias manos. Mientras tenga agua para beber, no me entregaré a la desesperación».

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