Capítulo 2

Todos, salvo los propietarios de Pemberley, se habían marchado antes de que comenzara el mes de diciembre, inquietos porque deseaban estar en casa por Navidad, para pasarla con los niños y los seres queridos. Esto era sobre todo verdad en el caso de Jane, que detestaba pasar siquiera una noche fuera de Bingley Hall. (Había que exceptuar las visitas que hacía a Pemberley, pero, de todos modos, la residencia de Elizabeth y Fitz se encontraba muy cerca de su casa).

– Está engordando de nuevo… -le dijo Elizabeth a Mary con un suspiro.

– Ya sé que se supone que no debería saber nada de esas cosas, Lizzie, pero… ¿no puede decirle nadie a nuestro cuñado Charles que se lo tapone con un corcho?

Elizabeth sintió que se ruborizaba sin remedio; se puso ambas manos en las mejillas y miró boquiabierta a su hermana soltera.

– ¡Mary! ¡Ay, por favor…! ¿Cómo… cómo… cómo sabes tú lo que… lo que…? ¿Y cómo puedes ser tan grosera?

– Lo sé porque he leído todos los libros de esta biblioteca, ¡y porque estoy un poco harta de ser delicada en asuntos que afectan tanto a nuestros destinos como mujeres! -contestó Mary dándose una palmada en la rodilla-. Lizzie, comprenderás que todos esos embarazos, uno detrás de otro, están matando a la pobre Jane… ¡Maldita sea, si hasta las yeguas de cría tienen mejor vida! ¡Ocho hijos vivos y cuatro más que perdió antes de los cinco meses o que nacieron muertos! Y la cuenta sería aún mayor si Charles no viajara a las Indias Occidentales con tanta frecuencia y no se quedara allí largos períodos de tiempo. Si Jane no ha sufrido un prolapso, debería padecerlo. ¿O es que no sabes que todos los que se le malograron o nacieron muertos vinieron siempre después de los vivos? ¡Está exhausta!

– Mi querida Mary, ¡no debes hablar de ese modo tan desagradable! ¡De verdad, es el colmo de la mala educación!

– Bobadas. Aquí no hay nadie más que tú y yo, y tú eres la hermana a la que más quiero. Si no podemos ser sinceras, ¿para qué estamos en este mundo? Me parece a mí que a nadie le importa la salud o el bienestar de las mujeres. Si Charles no encuentra un modo de obtener placer sin embarazar a Jane con tanta frecuencia, entonces quizá debería buscarse una amante. Parece que las mujeres inmorales nunca se quedan embarazadas. -Mary parecía profundamente interesada en el asunto-. Debería encontrar a la amante de algún hombre y preguntarle cómo se consigue no tener niños…

Aquel discurso anonadó indeciblemente a Elizabeth, tan completamente avergonzada y sin palabras que no pudo hacer nada más que observar con los ojos muy abiertos aquella aparición que ya no era su hermana menor, sino alguna mujer procedente de los arrabales. ¿Habría tal vez alguna característica grosera en los ancestros de mamá que repentinamente había salido a la luz en Mary?¡Taponárselo con un corcho! Y entonces, desde un tiempo lejano y olvidado, el sentido del humor acudió en ayuda de Elizabeth; y estalló en carcajadas, y se rio hasta que le cayeron lágrimas por la cara.

– Oh, Mary, ¡creo que ni siquiera he empezado a conocerte…! -dijo cuando le fue posible-. Pero, por favor, asegúrame que no le vas a decir cosas así a nadie más…

– No lo haré -dijo Mary con una impenitente sonrisa burlona-. Sólo las pensaré. Y, confiésalo, Lizzie: tú piensas lo mismo.

– Sí, por supuesto. Quiero a Jane con todo mi corazón, y siento muchísimo ver cómo se deteriora su salud por una razón tan pobre como la ausencia de un tapón de corcho. -Sus labios temblaron-. Charles Bingley es un buen hombre, pero, como todos los hombres, es un egoísta. Ni siquiera lo hace por tener hijos varones… ya tiene siete.

– Extraño, ¿no te parece? Tú no haces más que tener chicas, y Jane no hace más que tener chicos.

¿Qué le habíaocurrido a Mary? ¿Dónde estaba la joven ignorante e ingenua que daba tanta lástima? ¿Dónde estaba la Mary de los días de Longbourn? ¿Es que la gente podía cambiar tanto? ¿O la tendencia a esa peligrosa liberación de las ataduras femeninas siempre había estado ahí? ¿Qué la había empujado a cantar cuando era incapaz de sostener una nota ni afinar en una melodía ni regular el volumen de su voz? ¿Por qué se había fijado en el señor Collins, cuando éste era una de las personas más indignas del amor de cualquier mujer sobre la tierra? Eran preguntas a las que Elizabeth no encontraba respuestas. Excepto que ahora podía comprender mejor el afecto que Charlie sentía por su tía Mary.

Un profundo sentimiento de culpabilidad la embargó; ella, no menos que Fitz, había sentenciado inconscientemente a Mary a «cuidar de mamá», una tarea que, dada la edad de su madre, podría haber durado bien otros diecisiete años… ¡En realidad, todos ellos esperaban que aquello durara otros treinta y cuatro años! Lo cual habría significado que Mary tendría cincuenta y cinco cuando todo terminara… ¡Oh, gracias a Dios todo había concluido ya, cuando Mary aún podía tener esperanzas de labrarse una vida propia!

«Quizá», pensó, «no sea buena idea aislar a las mujeres jóvenes como hemos aislado a Mary. Que poseía alguna inteligencia, es evidente: eso se ha sabido siempre en la familia, aunque papá se mofara al respecto, porque siempre prefería leer libros de sermones y lúgubres obras morales cuando era niña. ¿Era aquello lo que había elevado la inteligencia de Mary?», se preguntó Elizabeth. «¿Le había dado permiso papá para leer cualquier libro de su biblioteca? No, en absoluto. Y Mary había ido ensartando sus observaciones pedantes sobre la vida porque no tenía otra manera de llamar la atención del resto de la familia. Quizá su deseo de cantar era también otro modo de llamar nuestra atención».

«Durante mucho tiempo he considerado mi infancia y mi adolescencia en Longbourn como los años más felices de mi vida; estábamos tan unidos, tan alegres, tan seguros… Porque respecto a lo último, a la seguridad, perdonamos a mamá sus tonterías y a papá su sarcástica actitud. Pero Jane y yo brillamos más que todas, Y éramos bien conscientes de ello. Las hermanas Bennet formaban como capas: a Jane y a mí se nos consideraba las más bonitas y las que probablemente tendríamos un futuro más prometedor; Kitty y Lydia eran unas cabezas de chorlito y unas payasas; y Mary, la chica del medio, ni una cosa ni otra. Apenas puedo vislumbrar sombras de aquella Mary en la mujer que tengo enfrente; todavía es capaz de criticar sin piedad las debilidades de una persona, y todavía se muestra despreciativa con las cosas materiales. Pero… ¡oh, cómo ha cambiado!».

– ¿Qué recuerdas de nuestros años en Longbourn? -preguntó Elizabeth, buscando respuestas.

– Un sentimiento de inadaptación, principalmente -dijo Mary.

– Oh, inadaptación… ¡Qué horrible! ¿No fuiste feliz en absoluto?

– Supongo que sí. De todos modos, no me quejaba. Yo creo que estaba absorta en una bondad que no podía ver ni en ti ni en Jane, ni en Kitty ni en Lydia. ¡No, no me mires así! No os estoy juzgando, sólo me estoy juzgando a mí misma. Yo pensaba que tú y Jane estabais obsesionadas por casaros con alguien rico, mientras que Kitty y Lydia eran completamente indisciplinadas, demasiado silvestres. Modelé mi propia conducta con los libros que leía… ¡qué pedante he debido de ser…! Por no mencionar el aburrimiento, porque los libros que leía eran muy aburridos.

– Sí, eras prosaica y aburrida, aunque sólo ahora comprendo por qué. No te dejamos otra opción: las cuatro.

– Bueno, las pústulas y los dientes no me ayudaban mucho, lo confieso. Consideraba esos defectos como un castigo, aunque no tenía ni idea de cuál podría haber sido mi crimen.

– No hubo ningún crimen, Mary. Simplemente dolencias desafortunadas.

– A ti te tengo que agradecer haberme librado de ellas. ¿Quién iba a imaginar que algo tan banal como una pequeña cucharadita de sulfuro cada dos días podría curar los granos y la extracción de un diente permitiría que los otros crecieran en su lugar perfectamente? -Se levantó de la mesa del desayuno con una sonrisa-. ¿Dónde estarán los caballeros? Creía que Fitz quería irse temprano.

– Es culpa de Charlie. Salió a cazar ratas con Jem Jenkins, y Fitz ha ido a buscarlo.

Las preguntas zumbaban en el interior de la cabeza de Mary, todas ellas exigiendo a gritos una respuesta: «Pregunta, y sabrás», pensó.

– ¿Qué clase de hombre es Fitz?

Elizabeth pestañeó ante la brusquedad de aquella pregunta.

– Después de diecinueve años de matrimonio, hermana, confieso que no lo sé. Tiene unas… unas ideas tan elevadas de quiénes son y qué representan los Darcy… Tal vez eso sea inevitable en una familia que puede rastrear sus antepasados hasta los tiempos de la Conquista [4], y aun antes. Aunque a veces me he preguntado por qué, teniendo todos esos siglos de rancio abolengo, nunca han obtenido un título.

– Orgullo, supongo -dijo Mary-. Tú no eres feliz.

– Había pensado que lo sería, pero adentrarse en el estado conyugal es comenzar un viaje hacia lo desconocido. Supongo que yo pensaba que, puesto que Fitz me amaba, disfrutaríamos de una vida idílica en Pemberley, con nuestros hijos correteando alrededor. Pero no fui consciente de las obsesiones de Fitz, de sus inquietudes, de sus ambiciones… de sus secretos. Hay partes de su mente que nunca me muestra. -Se estremeció con un escalofrío-. Y no estoy segura de querer saber qué es lo que me oculta.

– Me apena verte tan abatida, Lizzie, pero me alegro de haber tenido esta oportunidad de hablar. ¿Hay algo concreto de Fitz que te preocupe…?

– Ned Skinner, tendría que responder. Es una amistad muy extraña…

Mary frunció el ceño.

– ¿Quién es Ned Skinner?

Si hubieras venido alguna vez a Pemberley, lo conocerías. Es el secretario de Fitz, el supervisor, su hombre de confianza. No es el administrador, porque el administrador es Matthew Spottiswoode. Ned viaja mucho por orden de Fitz, pero no sé exactamente qué hace. Vive en uncottage precioso de nuestra propiedad y tiene criados propios, y también establos propios.

– Dijiste que eran amigos…

– Y así es, y muy buenos amigos. Ése es el misterio. Porque Ned no es de la misma clase social que Fitz y en condiciones normales Darcy repudiaría una amistad semejante. Sin embargo, son muy amigos.

– ¿Es un caballero?

– Habla como un caballero, pero no lo es.

– ¿Por qué nunca lo habías mencionado?

– Supongo que no surgió hablar del tema… Nunca había tenido oportunidad de hablar contigo tan abiertamente.

– Sí, ya lo sé. Mamá siempre andaba por ahí, o Charlie. ¿Desde cuándo Fitz es tan amigo de ese Ned Skinner?

– Oh, desde antes de casarnos. Lo recuerdo como un joven raro, siempre en la sombra, siempre por detrás, observando a Fitz con adoración. Es un poco más joven que yo…

Elizabeth se interrumpió y no continuó con lo que iba a decir porque Fitz entró en la estancia, arrastrando una ráfaga de aire frío tras él. Aún era un hombre apuesto, pensó Mary, aunque ya estaba en la cincuentena. Todo lo que una mujer joven e inexperta podría haber deseado en un marido, considerando tanto su situación económica como su aspecto físico. Sin embargo, Mary recordaba haber oído decir a Jane en cierta ocasión, con un suspiro, que Lizzie no amaba a Darcy como ella, Jane, amaba a su querido señor Bingley. Una verdadera declaración de Jane, que no traslucía ni condena ni desaprobación: era sólo algo que se refería a cómo Lizzie miraba los lujos de Pemberley y cómo, después de contemplar aquellos esplendores, comenzó a pensar, mucho mejor del señor Darcy. Cuando renovó sus peticiones de matrimonio tras la escandalosa fuga de Lydia, Lizzie lo aceptó como marido.

– Mary, tengo que decirte una cosa antes de irme… -dijo Darcy, y luego se volvió hacia su esposa-. ¿Ya estás preparada, querida?

– Sí. ¿Encontraste a Charlie?

– Claro. Cargado con una docena de ratas.

Elizabeth se echó a reír.

– Espero que se lave las manos. No quiero moscas en el coche.

– Sí, a eso ha ido. Después de ti, mi querida Mary -dijo, y se apartó con su habitual y encantadora cortesía para dejar pasar a la hermana mediana, y luego la siguió hasta la biblioteca, una verdadera biblioteca atestada con miles de libros.

– Siéntate -dijo, pasando a la parte principal de la mesa del escritorio con la pausada autoridad de quien sabe que es la persona que ha pagado aquello y todo lo demás que había en Shelby Manor. Con las rodillas flojeándole de repente, Mary se hundió en la silla del invitado, delante de la mesa, y se enfrentó a él con la barbilla alta. ¡Que sus rodillas flaquearan no significaba que su espalda no pudiera sostenerla!

Durante unos instantes, Fitz no dijo nada, simplemente la miró con un gesto de cierta confusión.

– Te pareces cada día más a Elizabeth… -dijo luego-. Eran las pústulas, claro. Afortunadamente, no te dejaron marcas en la piel. -Una vez que concluyó sus halagos médicos, se adentró en otro tipo de defectos-. La verdad es que no he oído una voz peor que la tuya, ni he visto jamás a una joven más propensa a lanzarla al viento en forma de canciones. Todavía se me ponen los pelos de punta cuando lo recuerdo.

– Deberías haberme informado de ese defecto, cuñado.

– No era mi obligación. -Entrelazó las manos por delante en un gesto que denotaba una completa indiferencia-. Muy bien, Mary, has cumplido con tu deber. -Los gélidos ojos negros de Fitz se clavaron en los de Mary Bennet, adquiriendo gradualmente un brillo de inseguridad cuando comprobó que ella ni se sentía fulminada por su mirada ni se encogía-. Cuando murió tu padre, Charles Bingley y yo decidimos que serías adecuadamente recompensada por tu buena disposición a quedarte con tu madre. Tu padre no estaba en condiciones de dejarte nada, y prefirió legarle los bienes que no tenía hipotecados a Lydia, que por entonces se encontraba en grandes dificultades. A su entender, Charles Bingley y yo quedaríamos en deuda contigo por ocuparte de tu madre y a una considerable distancia de nosotros.

– Por evitaros sus estupideces, quieres decir -añadió Mary.

Darcy pareció retroceder, y luego se encogió de hombros.

– Un poco eso. Por dichos servicios, nosotros abrimos un fondo con un montante de quinientas libras anuales. En total, hay ocho mil quinientas libras.

– La verdad es que las damas de compañía no están tan bien pagadas como yo -dijo Mary con voz monótona.

– En todo caso, Shelby Manor ha de venderse del mismo modo que se compró… en su totalidad y completa, incluyendo los libros de la biblioteca y los servicios de la familia Jenkins. Ya hemos encontrado un comprador, sobre todo por los Jenkins. Así que debo pedirte que abandones esta casa, cuñada, y créeme que lo siento mucho.

– Lo sientes de boquilla -dijo Mary, resoplando.

Darcy dejó escapar una leve risilla sofocada.

– Puede que los años no hayan hecho mella en tu cara o en tu figura, pero han añadido más acíbar que azúcar a tu lengua.

– Respecto a eso, échale la culpa a la repugnancia hacia una religión con la que me sentía profundamente a disgusto y a los incomparables atractivos de una larga vida sin nada que hacer. Una vez que tuve bien educada a mamá (lo cual no fue difícil), las horas de mis días se me hicieron demasiado largas y pesadas. Para cambiar la metáfora, podrías decir que la cancela oxidada de mi mente recibió lubricación a partir de los contenidos de esta excelente biblioteca, por no mencionar la compañía de tu hijo. Él ha sido un maravilloso regalo.

– Me alegro de que sirva para algo.

– No discutamos por Charlie, aunque no puedo dejar de decirte que cada día que pasa sin que tú no aprecies sus cualidades es un día más que demuestra que eres un estúpido. Y respecto a mí, entonces, ¿qué me propones que haga una vez que ha concluido mi tarea?

Había ido enrojeciendo a medida que escuchaba aquellas mordaces palabras, pero contestó educadamente.

– Deberías venir con nosotros a Pemberley, o ir con Jane a Bingley Hall… tu elección, supongo, dependerá de si prefieres vivir con chicas o con chicos.

– En ambos lugares tendría una existencia vacía.

Las comisuras de los labios de Darcy parecieron derrumbarse.

– ¿Es que tienes alguna otra alternativa? -preguntó, y su voz sonó recelosa.

– Con más de ocho mil libras, tendré un poco de independencia.

– Explícate.

– Preferiría vivir sola.

– Mi querida Mary, las damas de tu condición… ¡no pueden vivir solas!

– ¿Y por qué no? A los treinta y ocho años, ya no tengo muchas posibilidades de encontrar marido, cuñado. ¿Sugieres que me coja una Almería Finchley? ¡Bah!

– No aparentas los treinta y ocho años que tienes, y lo sabes. Shelby Manor tiene suficientes espejos para que te mires. ¿O es que quieres ir con lady Menadew?

– ¿Con Kitty? Acabaría matándola antes de un mes, ¡y ella a mí!

– Georgiana y el general han acogido a la señora Jenkinson desde que Anne de Bourgh murió. Ella estaría encantada de hacerte compañía en… ¿en dónde? ¿Un cómodocottage, tal vez?

– La señora Jenkinson siempre está moqueando y suspirando. Suticdouloureux es aún peor en invierno, cuando resulta más difícil evitar la compañía.

– Entonces, tal vez alguna otra mujer más adecuada… ¡No puedes vivir sola!

– Ninguna mujer, ni adecuada ni poco adecuada, de ningún tipo.

– ¿Qué demonios quieres? -exclamó, exasperado.

– Quiero ser útil. Sólo eso. Tener un objetivo. Quiero poder enorgullecerme de lo que soy. Quiero poder mirar atrás y ver con orgullo y con un sentimiento de satisfacción algo que haya hecho yo misma.

– Créeme, Mary, ya has sido de mucha utilidad, y seguirás siendo útil… en Pemberley, o en Bingley Hall.

– No -dijo la mediana de las Bennet, completamente en serio.

– Sé razonable, mujer…

– Cuando era una niña, no tenía sensatez ninguna. No me la inculcaron porque no tenía ningún ejemplo en el que pudiera fijarme, incluidos mis padres y mis hermanas. Ni siquiera Elizabeth, que era la más inteligente, tenía cabeza alguna. Pero ella no necesitaba tener buen juicio. Era encantadora, ingeniosa, y rebosaba sensibilidad. Pero tener sensibilidad no es tener sentido -dijo Mary, completamente desatada-. Sin embargo, en la actualidad, cuñado Fitz, tengo tan buen juicio que no puedes ni intimidarme ni acobardarme. Tener juicio es saber lo que una espera de la vida, y lo que yo quiero es tener un objetivo. Aunque admito que… -se interrumpió con gesto meditabundo-, admito que aún no estoy muy segura de cuál puede ser mi objetivo. Lo que es seguro es que mi objetivo no será vivir ni con Lizzie ni con Jane, desde luego. Me hundiría y me convertiría en una molestia para todo el mundo.

Darcy se levantó.

– Tienes un mes -dijo mientras permanecía en pie-. El contrato de venta de Shelby Manor se firmará entonces y debes tener decidido tu futuro. ¡Olvídate de esa idea de vivir sola! No lo permitiré.

– ¿Qué te da derecho a decidir sobre mí? -preguntó, y dos manchas de ardiente carmesí tiñeron sus mejillas y sus ojos se tornaron de color violeta.

– El derecho de ser tu cuñado, el derecho de ser mayor que tú y el derecho de ser un hombre que tienejuicio. Mi posición y mi situación pública como ministro de la Corona, si no mi condición personal como un Darcy de Pemberley, implica que me sea de todo punto imposible tolerar a familiares excéntricos o con conductas impropias.

– ¿Pretendes comprarme con ocho mil quinientas libras? -replicó.

– Estaré encantado de buscarte una casa, para que vivas en ella con el decoro apropiado y adecuadamente. En el campo, mejor que en la ciudad… en Derbyshire o Cheshire.

– ¡Ah…! En algún lugar donde puedas tener vigilada a la cuñada excéntrica de conducta impropia. Gracias, pero no. ¿Esas ocho mil quinientas libras son mías o están en manos de un albacea? ¡Quiero una respuesta clara, porque averiguaré la verdad de todos modos!

– El dinero es tuyo, y está invertido al cuatro por ciento. Si se mantiene esa inversión, te dará una renta de unas trescientas cincuenta libras anuales -dijo Fitz, ignorando cómo arreglárselas con aquella arpía. Por fuera era igualita que Elizabeth… ¿Significaba aquello que Elizabeth albergaba también una arpía en su interior?

– ¿Dónde está ingresado?

– En Hertford, en el despacho de Patchett, Shaw, Carlton y Wilde.

El aspecto de su mirada le permitió respirar; y cuando Darcy se disponía a encaminarse hacia la puerta, se detuvo.

– Estoy seguro de que te portarás bien y me permitirás que yo dirija tus negocios, cuñada -dijo, con voz pétrea-. Te prohíbo que te ocupes tú misma. Eres la hija de un caballero, y estás unida a mi familia. No me gustaría que me desafiaras. A principios del año próximo espero una respuesta satisfactoria por tu parte.

Aparentemente, Darcy la había puesto en su lugar, así que ella lo siguió. Salieron de la biblioteca y bajaron al vestíbulo de la puerta principal, donde esperaban Lizzie y Charlie, junto a Hoskins, la avinagrada mujer que atendía a Elizabeth con una posesiva ferocidad.

Mary cogió la cara de Charlie entre sus manos, sonriendo a sus ojos grises oscuros con cariño. Era una belleza poco común, sin embargo, bajo ella no corría ninguna veta femenina en absoluto, y eso lo hubiera visto hasta su padre, ensimismado, si tuviera una décima parte del cerebro que el mundo le atribuía. «¡No se te ocurra despreciar a Charlie, Fitzwilliam Darcy!», dijo Mary para sí, besando la suave mejilla de su sobrino. «Él es más hombre de lo que tú serás jamás».

Luego fue el turno de Lizzie, y el grupo partió. Darcy montaba Un caballo gris moteado, tan orgulloso como Lucifer; Lizzie y Charlie iban en el carruaje, con ladrillos calientes, mantas de piel, libros, una cesta con algo de comida y bebidas, y Hoskins. Mary los despidió diciéndoles adiós con la mano y se quedó plantada en el último escalón de la entrada hasta que el pesado vehículo, con sus seis enormes caballos que parecían no tener que hacer ningún esfuerzo para tirar del carruaje, desaparecieron tras doblar la loma, y del mismo modo salieron de su vida. Por el momento, en todo caso.

La señora Jenkins estaba llorando; Mary la observó con cierta irritación.

– ¡No más lágrimas, se lo ruego! -le dijo con severidad-. Shelby Manor irá a parar a manos de sir Kenneth Appleby, estoy segura de ello, y lady Appleby será una señora excelente, lo mismo que él. Ahora, bájame los baúles del ático y comience a preparar mis pertenencias para empaquetarlas. Ni una arruga ni una mota de polvo, nada roto ni sucio. Y dígale al joven Jenkins que traiga la calesa. Me voy.

– ¿A Meryton, señorita Mary?

– ¡Cielos, no! -chilló la señorita Mary, ¡y comenzó a reírse! ¡Y tan pronto… después de la muerte de su madre!-. Voy a Hertford. Estaré en casa a la hora del té. ¡En casa…! -repitió, y volvió a reírse-. ¡Pero si no tengo casa! ¡Qué liberación!

Como no tenía mucho que hacer, el señor Robert Wilde se levantó de la silla y se acercó a la ventana, y allí miró al exterior, al mudo ajetreo de la calle principal. Nadie le había pedido que redactara ningún testamento ni le habían consultado a propósito de algún asunto que requiriera la pericia de un abogado, y su laboriosidad natural había conseguido, desde hacía ya largo rato, que la retahíla de archivos en carpetas rojas dobladas estuvieran todas perfectamente ordenadas. Como no era día de mercado, el paisaje de la calle lo ocupaban más peatones que carretas y carros, aunque por allí andaba Tom Naseby en su tílburi, y las señoritas Ramsay, encaramadas a sus lentos y pesados ponis.

«¡Ahí está ése otra vez! ¿Quién diablos será ese individuo?», se preguntó el señor Wilde. Hertford era la diminuta capital de un condado diminuto, así que todos sin excepción habían notado la presencia del forastero… El veredicto de todos los que lo habían visto era que se parecía a un oso, barbudo y malencarado. Algunas veces iba montado en un enorme caballo cuyo perfil señorial contrastaba con la humilde apariencia y el atuendo un tanto desastrado del jinete; en otras ocasiones se encontraba apoyado contra un muro, con sus musculados brazos cruzados, como en aquel momento. «Tiene aspecto de villano», decidió el señor Wilde. Su pasante le había informado sobre aquel individuo: al parecer, estaba alojado en The Blue Boar, no hablaba con nadie, contaba con dinero suficiente como para pagarse buenas comidas y no tenía ninguna intención de aprovecharse de ninguna de las pocas furcias que había en Hertford. No era ni un villano malencarado, ni era muy mayor. ¿Quién era entonces?

Por la ligera cuesta bajaba una calesa, tirada por dos hermosos caballos tordos, y el joven Jenkins iba con las riendas, de postillón: eran los inquilinos de Shelby Manor, una estampa bien conocida. La señorita Mary Bennet había acudido a la ciudad, de compras o para visitar a alguien. Cuando se detuvo enfrente de su puerta, el señor Wilde se sorprendió; aunque él llevaba los asuntos de Shelby Manor, nunca había tenido la oportunidad de conocer a la hermosa Mary Bennet, aunque la había visto de lejos bastante a menudo. El señor Darcy lo había visitado de camino al norte, a Pemberley -la última de muchas visitas-, pero no había dicho nada de que fuera a venir a verle la señorita Bennet. Y mira por dónde, ¡allí estaba! Bajó de la calesa vestida de negro de la cabeza a los pies, con su preciosísimo pelo bastante oculto por una capucha negra y un sombrerito espantoso. Su agraciado rostro lucía su habitual expresión de seriedad cuando comenzó a subir los peldaños de la puerta principal, y allí utilizó la aldaba.

– Es la señorita Bennet, señor -dijo su empleado, haciendo pasar a la visita.

Para entonces, el señor Wilde se había colocado a una distancia adecuada y le tendió la mano para coger la punta de sus dedos, y se los estrechó de acuerdo con lo que permite la decencia.

– Mis condolencias por la muerte de su madre, señorita Bennet -dijo-. Desde luego, acudí al funeral, pero no tuve oportunidad de darle el pésame personalmente.

– Gracias por su amabilidad, señor Wilde. -Mary se sentó con aire furtivo-. Parece usted un poco joven para ser socio principal de…

– Dudo que hubiera jamás un Patchett -dijo con una sonrisa, y el señor Shaw y el señor Cariton murieron, y mi padre me entregó el bufete hace ya cinco años. Se lo puedo asegurar, señorita Bennet: he realizado las prácticas correspondientes y estoy perfectamente al tanto de mis deberes como abogado.

Este discurso, bastante poco profesional, no descongeló la expresión de la dama; evidentemente, era impermeable a la amabilidad, de cuya dudosa ventaja el señor Wilde poseía en abundancia. El abogado tosió una disculpa.

– Es usted el administrador de una suma de dinero que me pertenece. ¿Es eso correcto, señor?

– Bueno… eh… sí… Discúlpeme, señorita Bennet, mientras busco su expediente… -Y recorrió con la mano una estantería de expedientes marcados con la B, hasta que dio con la gruesa carpeta que captó su atención y la sacó. Se sentó en su mesa de despacho, desató la carpeta roja y examinó los documentos con detenimiento-. Ocho mil quinientas libras, invertidas al cuatro por ciento.

La señorita Bennet escondió las manos enguantadas en el manguito de piel y miró al abogado con alivio.

– ¿Cuántos intereses se han acumulado? -preguntó.

El abogado levantó las cejas; habitualmente las damas no mostraban un conocimiento tan vasto en cuestiones financieras. Volvió a consultar los documentos.

– A fecha del último trimestre, mil cinco libras, con diecinueve chelines y cuatro peniques -dijo.

– Así que, en total, son nueve mil quinientas libras -calculó la señorita Bennet.

– Correcto, libra arriba o abajo.

– ¿Cuánto tiempo se tardaría en recuperarlo de los fondos de inversión?

– No puedo aconsejarle eso, señorita Bennet… -dijo amablemente.

– Nadie le ha pedido que aconseje nada, señor. ¿Cuánto tardaría?

– Algunas semanas. Quizá para mediados de enero…

– Eso sería perfecto. Le ruego que comience a trabajar en ello, señor Wilde. Cuando haya liberado mi dinero, deposítelo en el banco de Hertford. Y asegúrese de que puedo retirarlo desde cualquier banco de Inglaterra. -Se detuvo y asintió con la cabeza-. Sí Inglaterra será suficiente. Creo que Escocia tiene sus propias leyes y costumbres al respecto, e Irlanda está llena de papistas. Y Gales, por lo que forma parte de Inglaterra. Aparte de mis asuntos, señor, entiendo que Shelby Manor ya está vendida, y debo abandonarla. Me interesaría dejarla antes de Navidad, mejor que después. Le ruego que me busque una pequeña casita amueblada aquí, en Hertford, y la alquile para seis meses. Me iré de viaje alrededor del próximo mes de mayo y no necesitaré una residencia en Hertford.

El abogado tenía la boca abierta; tragó saliva con la intención de emitir argumentos persuasivos y razonables, y luego decidió no molestarse. Si alguna vez había visto la determinación escrita en el rostro de una persona, era precisamente ahora, en el rostro de la señorita Mary Bennet.

– ¿Con… criados? -preguntó.

– Un par de criados, casados. La señora, para la planta superior; y también precisaré una cocinera para la planta de abajo, por favor. No tengo intención de invitar y mis necesidades son muy sencillas.

– ¿Y su dama de compañía? -preguntó mientras tomaba notas.

– No tengo.

– Pero… ¡el señor Darcy…! -exclamó con gesto horrorizado.

– El señor Darcy no es dueño de mi destino -dijo la señorita Bennet, con la barbilla adelantada, con la boca formando una línea estrecha y con los ojos entrecerrados pero sin parecer en absoluto soñolienta-. Señor Wilde, durante mucho tiempo he sido una mujer aburrida, no quiero que me endosen a otra que me recuerde cómo era yo.

– ¡Pero usted no puedeviajar… desatendida! -protestó.

– ¿Por qué no? Me serviré de los servicios de las camareras y doncellas que haya en los distintos establecimientos donde me hospede.

– Va a provocar usted muchas murmuraciones… -dijo, como ultimo recurso.

– Me preocupan tan poco las murmuraciones como la banalidad, y he tenido suficiente de ambas durante demasiado tiempo. No soy una inútil, señor, aunque estoy segura de que usted, como el señor Darcy, considera inútiles a todas las mujeres. Si Dios me ha considerado apropiada para encargarme cumplir con su obra, entonces Dios será mi ayuda en todo, y desde luego podré sobrellevar los comentarios banales de las personas indignas y las impertinencias de los hombres.

Aterrorizado absolutamente ante aquella férrea voluntad y completamente incapaz de encontrar un argumento válido que pudiera apartar a la señorita Bennet del camino elegido, el señor Wilde se levantó, con una única idea en mente: escribir de inmediato al señor Darcy.

– Se hará todo como usted desea -dijo con una falsa sonrisa.

La señorita Bennet se levantó.

– ¡Excelente! Hágame llegar una nota a Shelby Manor cuando me haya encontrado una casa. Jenkins podrá trasladar las pocas cosas que tengo. Así tendrá algo que hacer, el pobre. Una vez que mi madre ha muerto, casi no tiene ninguna ocupación.

Y partió.

El señor Wilde regresó a la ventana a tiempo para ver cómo se metía en la calesa; su perfil a través del cristal era tan puro y tan delicado como el de una estatua griega. «¡Señor, qué mujer! Dejaría sin palabras al mismísimo Satanás. Entonces, ¿por qué me he enamorado de ella?», se preguntó el señor Wilde. «Porque he estado medio enamorado de su sola imagen durante años», se respondió, «y ahora, este único encuentro me asegura que es una mujer única. Las damas apropiadas son inevitablemente aburridas y, además, yo siento predilección por las mujeres jóvenes maduras… ¡Oh, me encanta!».

¡Oh, aquella mujer iba a volver loco a su marido! No resultaba extraño que el señor Darcy pareciera molesto cuando el abogado le sacó a colación el asunto de la señorita Mary Bennet y su pequeña fortuna. Desde luego, no era una fortuna suficientemente grande para formar una dote; era insuficiente, en realidad, para que una dama de posición pudiera sobrevivir sin ayuda. El señor Wilde se había enterado de que el señor Darcy pretendía llevársela a Pemberley, pero aquello no estaba evidentemente en los planes de la señorita. ¿Y cuál sería su plan, con aquel dinero, anulada su capacidad para generar más? Sin invertir, aquella cantidad no le alcanzaría hasta la vejez. La mejor opción para la señorita Bennet era el matrimonio, y el señor Wilde deseaba fervientemente convertirse en su marido, ¡y poco le importaba que pudiera volverlo loco! Era una mujer sin par… una mujer que pensaba por sí misma y no tenía miedo a decir lo que pensaba.

La calesa partió; apenas un minuto después vio a aquel hombre tan raro, que había estado apoyado contra un muro cercano, montado en su purasangre y cabalgando tras ella. Y no precisamente como un guardia o una escolta caballerosa, aunque de algún modo relacionado con ella; en todo caso, el señor Wilde sospechaba que la señorita Bennet no era consciente de que la estaban siguiendo.

Tenía que escribir al señor Darcy, e inmediatamente; suspirando, el señor Wilde se sentó. Pero antes de meter la pluma en el tintero, se animó un tanto: volvería a la ciudad para pasar el invierno… Ahora bien, ¿cómo entender el hecho de que no deseara estar con una dama de compañía? Los caballeros no la visitarían. Como hombre de recursos, el señor Wilde repasó mentalmente la lista de sus conocidos y llegó a la conclusión de que invitarían a la señorita Bennet a todo tipo de fiestas y convites. Unas amables reuniones en las que él podría mostrarse solícito con su peligrosa amada…

«Un joven agradable, este señor Robert Wilde, pero un poco tradicional»; tal fue el veredicto de Mary cuando la calesa comenzó a rodar. Seguro que era uno de los lacayos de Fitz, aunque no parecía demasiado servil. Le rugía el estómago; tenía hambre y le apetecía mucho más un téen lieu de una comida sólida. ¡Qué sencillo había sido todo! Autoridad, eso era todo lo que se precisaba para salir al mundo. ¡Y qué suerte había tenido al contar como ejemplo a aquel maestro del arte de mandar, Fitzwilliam Darcy! Se habla en un tono que no admite réplica y hasta los señores Wildes se desmoronan.

La idea debía de haber estado ahí desde hacía mucho tiempo, Pero Mary no había sentido su presencia hasta aquella conversación, esa misma mañana, en la biblioteca. «¿Qué demoniosquieres?», le había preguntado Fitz exasperado. Y en el preciso instante en que habló de la necesidad de un objetivo, o de tener algo útil que hacer, lo había sabido. Si los innumerables ojos de Argus podían ver cada pútrido rincón de Inglaterra, entonces los dos modestos ojos de su discípula Mary Bennet podían ser testigos de todas las perfidias sobre las que él había escrito tan brevemente, y podría dejarlo por escrito con mucha mayor amplitud que él. «Escribiré un libro», dijo, asintiendo con la cabeza; «pero no será una de esas novelas en tres volúmenes sobre chicas tontas aprisionadas en las mazmorras de un castillo. Escribiré un libro sobre las enfermedades purulentas que subyacen en cada rincón de Inglaterra: pobreza, trabajo infantil, sueldos de miseria…».

El paisaje se desplazaba veloz en el exterior, pero ella no lo veía; Mary Bennet estaba demasiado ocupada pensando. «Ellos nos preparan para bordar, para que peguemos recortes de dibujitos en cuadros o mesas, para que aporreemos un piano o para que pulsemos el arpa, para que derramemos acuarelas sobre desventurados papeles, para leer libros respetables (incluidas las novelas de tres volúmenes) y para ir a la iglesia. Y si nuestras circunstancias no nos permiten semejantes comodidades, fregamos, cocinamos, cargamos con el carbón o con la leña para la chimenea, con la esperanza de contar con las migajas de la mesa del señor para conseguir sobrevivir con pan y agua. Dios ha sido muy bueno al librarme de esos sufrimientos, pero Él no necesita ni mis tapetes para cubrir sillones ni mis cuadros horrorosos. Nosotras también somos criaturas suyas y, desde luego, en absoluto hemos sido creadas para tener hijos. Y si el matrimonio no es nuestro destino, entonces es que nuestro sino es algo bastante más importante…

»Es el hombre quien ordena y manda; es el hombre quien tiene una verdadera independencia. Ni siquiera el hombre más miserable y desgraciado tiene ni idea de cuán ingrata es la vida de una mujer. Bueno, yo tengo treinta y ocho años en mi balanza y me las he arreglado bastante bien con el encantador caballero de esta mañana. Voy a escribir un libro que le ponga los pelos de punta a Fitzwilliam Darcy, y mucho más que mi manera de cantar. Voy a demostrarle a ese insufrible ejemplo de hombre que la dependencia de su caridad es una maldición para mí».

El fuego estaba chisporroteando cuando entró en el saloncito, y la señora Jenkins entró un instante después con la bandeja del té.

– ¡Espléndido! -dijo Mary, sentándose en la butaca de su madre sin ningún escrúpulo-. Magdalenas, pastel de frutas, tarta de manzana… No puedo imaginar que haya nada mejor. Por favor, no se preocupe por la cena: alargaré considerablemente la hora del té…

– ¡Pero si ya estamos preparando la cena, señorita Mary!

– Bueno, entonces, cómanla ustedes. ¿Ha llegado ya elWestminsterChronicle?

– Sí, señorita Mary.

– Oh, a propósito, señora Jenkins, tengo intención de marcharme una semana antes de Navidad. Así tendrá tiempo suficiente para arreglar la casa para los Appleby.

Incapaz de hablar, la señora Jenkins salió tambaleante de la sala.

Seis magdalenas, dos pedazos de tarta de manzana y dos porciones de pastel de frutas después, Mary terminó de beber su cuarta taza de té y abrió las finísimas páginas delWestminster Chronicle. Haciendo caso omiso de las secciones habitualmente femeninas de enlaces matrimoniales y obituarios, buscó las cartas, una sección muy popular y muy importante de ese periódico de elevados contenidos políticos. ¡Ah, allí estaba…! Una nueva carta de Argus. Mary la devoró ávidamente y descubrió que en esta ocasión su autor se dedicaba a criticar la deportación de irlandeses a Nueva Gales del Sur [5]. «No tienen comida, así que la roban», decía Argus categóricamente; «y cuando los pillan, un magistrado los sentencia a siete años de deportación, cuando sabe perfectamente que nunca les será posible regresar a casa. No tienen ropa, así que la roban, y cuando los pillan, se les impone el mismo destino. La deportación es tan cruel como inhumana, un exilio de por vida, una condena a vivir lejos de las dulces y verdes colinas de Hibernia. Yo os digo, miembros de la Cámara de los Lores, miembros de la Cámara de los Comunes, que la deportación es un error y debe detenerse de inmediato. Y debemos detener esta persecución sin sentido contra los irlandeses. Y este error no se ciñe exclusivamente a Irlanda. Nuestras cárceles se han vaciado: a nuestros pobres indigentes y ladronzuelos se les envía lejos. Hogarth apenas podría reconocer Gin Lane, pues ya nada queda de ella. Os lo digo de nuevo, miembros de las Cámaras de los Lores y de los Comunes: ¡abandonad esta solución barata para solventar las desgracias de nuestro país! Es una solución tan definitiva como la tumba, e igualmente odiosa. Ningún hombre, mujer o niño es tan depravado como para que merezca que lo envíen a un exilio perpetuo. ¿Siete años? Digan setenta. Jamás volverán a casa».

Con la mirada encendida, Mary dejó lentamente el periódico sobre la mesa. La atención que Argus había mostrado hacia un fenómeno como la deportación no le había emocionado tanto como sus diatribas contra los albergues para pobres, los asilos para miserables, los orfanatos, las fábricas y las minas, pero su feroz pasión siempre conseguía inflamar su corazón, y poco importaba cuál fuera el tema del artículo. Ni los que vivían cómodamente podían ignorarlo; Argus se había unido a la categoría de los cruzados por el orden social, todo el mundo lo leía y hablaba de él, desde una punta a la otra de la isla, desde el Tweed a Land's End. Una nueva conciencia moral estaba emergiendo en Inglaterra, en parte gracias a Argus.

«¿Por qué no podría hacer yo otro tanto?», se preguntó la mediana de las Bennet. «Fue Argus quien me abrió los ojos; desde el día en que leí su primera carta, me convertí a su doctrina. Ahora que ya estoy liberada de todas mis obligaciones, puedo dar un paso adelante y luchar contra las perniciosas úlceras que están comiendo viva la carne de Inglaterra. He oído a mis sobrinos y a mis sobrinas hablar de los mendigos como no hablarían ni siquiera de un perro callejero. Sólo Charlie comprende lo que ocurre, pero no está en su naturaleza abrazar una cruzada moral.

»Sí, viajaré para ver los males de Inglaterra, escribiré mi libro y pagaré para que se publique. Los editores pagan a las damas que escriben novelas en tres volúmenes, pero no a los escritores de obras serias: eso dijo la señora Rowtree aquella vez que dio una conferencia en la biblioteca de Hertford. La señora Rowtree escribe novelas de tres volúmenes y tiene escaso respeto por los libros serios. Éstos, según nos dijo, tienen que ser sufragados por los propios autores, y el proceso de publicación cuesta alrededor de nueve mil libras. Eso es casi todo lo que tengo, pero veré publicado mi libro. Aunque todo mi dinero se consuma, ¿qué importa, si puedo volver a la puerta de Fitz para suplicar el refugio que me ha ofrecido? ¡Merecerá la pena! Pero desconfío de Fitz y me temo que piense algún modo de impedirme que me gaste el dinero si está invertido en los fondos, así que sólo podré respirar aliviada cuando ese dinero esté ingresado en un banco ami nombre».

«Mi queridísimo Charlie», escribió a su sobrino a la mañana siguiente:«¡Voy a escribir un libro! Ya sé que mi prosa no vale mucho, pero recuerdo haberte oído decir un par de veces que yo tenía cierto estilo con las palabras… No seré un doctor Johnson o un señor Gibbon [6], tal vez, pero después de leer tantos libros, me parece a mí que puedo expresar mis pensamientos con cierta facilidad. La lástima de todo esto es que tengo la conciencia de que ninguno de mis pensamientos ha sido nunca tan bueno como para que mereciera escribirse en un papel. Bueno, ¡se acabó! Tengo un tema que podría adornar la pluma más humilde con los laureles de la fama.

»Voy a escribir un libro. ¡No, mi querido muchacho, no va a ser una de esas novelitas tontas al estilo de la señora Burney o la señora Radcliffe [7]! Ésta va a ser una obra seria sobre los males de Inglaterra. Ése, creo yo, podría ser precisamente el título: Los males de Inglaterra. ¡De cuánta ayuda me has sido! ¿O no fuiste tú quien dijo que, antes de escribir nada en absoluto, ha de investigarse concienzudamente? Ya sé que tú lo decías por la rigurosidad de Prolegomena ad Homerum [8], pero en mi caso esa investigación afecta a la inspección de orfanatos, fábricas, asilos, minas… mil y un lugares donde nuestros pobres ingleses viven en la pobreza y en la miseria por ninguna razón salvo la de haberse equivocado a la hora de elegir a sus padres. ¿Recuerdas aquello de los golfillos de Meryton? ¡Qué aforismo tan sencillo, y qué cierto! Si nos ofrecieran la posibilidad, ¿no escogeríamos nosotros a duques y reyes como padres, en vez de mineros del carbón o desempleados esperando junto a la iglesia?

»¡Qué maravilloso sería si, entregada a mi investigación, sacara a la luz que algún personaje notable e importantísimo está implicado en el crimen y la explotación! Si tuviera esa suerte, no me temblaría el pulso a la hora de publicar un capítulo dedicado sólo a él, con su augusto nombre escrito al completo.

»Cuando haya reunido todos los datos, las notas, las conclusiones, escribiré el libro. Alrededor de principios de mayo comenzaré mi viaje de investigación. No iré a Londres, sino hacia el norte. Iré a Lancashire y a Yorkshire, donde, según Argus, la explotación es constante y recurrente. Mis ojos ansían ver por sí mismos, porque yo he vivido circunscrita y circunspecta, ignorando los chamizos de paja y barro que pueblan los arrabales de las ciudades, como si no existieran. Pues lo que vemos y aceptamos como parte de la vida cuando somos niños ya no tiene poder para emocionarnos cuando somos mayores.

»Para cuando esta carta te llegue a Oxford, imagino que ya me habré trasladado a otra casa en Hertford; créeme cuando te digo que no lamento abandonar Shelby Manor. Mientras te escribo esto, empiezan a caer los primeros copos de nieve. ¡Qué calladamente envuelven el mundo! Ojalá nuestro destino como seres humanos fuera tan pacífico, tan precioso. La nieve siempre me recuerda las ensoñaciones diurnas: son efímeras.

»¿Piensas ir a Pemberley por Navidad o te vas a quedar en Oxford con tus mamotretos? ¿Cómo se encuentra ese tutor tuyo tan encantador, el señor Griffiths? Algo que me comentó tu madre me hizo pensar que es, más que un estricto supervisor, tu amigo. Y aunque yo sé que estás enamorado de Oxford, también pienso en tu madre. A ella le encantaría, de verdad, tenerte en Pemberley por Navidad.

»Escríbeme cuando tengas tiempo, y acuérdate de tomar ese tónico reconstituyente que te di. Una cucharada todas las mañanas. También, mi querido Charlie, estoy un poco aburrida de que te dirijas a mí como tía Mary. Ya tienes dieciocho años, y me parece un tanto desconsiderado por tu parte seguir insistiendo en mi soltería llamándome "tía". Soy tu amiga.

»Te quiere, Mary».

Estirándose, Mary elevó la pluma por encima de su cabeza; ¡oh, ahora se sentía mejor! Luego dobló la única hoja de la carta, con una letra apretadísima, de modo que sólo le quedaba un pequeño borde en blanco. Dejó caer en la mitad una mancha de brillante cera verde, con cuidado de no ennegrecerla con el humo de la vela. ¡Qué color más bonito el verde! Una ligera aplicación del sello de los Bennet antes de que la cera se solidificara y su carta ya estaba lista. «Que sea Charlie el primero en conocer tus planes. ¡No!, ¡más que eso, Mary!», le dijo una vocecilla en el interior de su cabeza. «Que sea Charlie el único en conocerlos».

Cuando la señora Jenkins entró en la salita, Mary le entregó la carta.

– Que Jenkins lleve esto a Hertford y lo deje en correos.

– ¿Hoy, señorita Mary? Se supone que tenía que arreglar la pocilga.

– Eso puede hacerlo mañana. Si vamos a tener una buena nevada, quiero que mi carta salga a tiempo.

Pero no fue Jenkins quien dejó su carta en la oficina de correos de Hertford. Refunfuñando ante la perspectiva de cumplir con aquel recado pesado y aburrido, Jenkins decidió detenerse en The Cat and Fiddle y echar un trago reconfortante para hacer frente a aquel frío. Allí descubrió que él no era el único cliente de la taberna; cómodamente instalado en el rincón de la chimenea había un individuo enorme, con los pies del tamaño de barcazas apoyados frente al fuego.

– Buenos días -dijo Jenkins, preguntándose quién sería.

– Nos dé Dios, señor. -Y bajó los pies-. Parece que viene el viento del norte… y yo diría que viene cargado de nieve.

– Bueno, no sé yo… -dijo Jenkins con una mueca de desagrado-. ¡Vaya día para tener que ir a Hertford…!

El dueño de la taberna apareció cuando oyó las voces, vio quién había llegado y mezcló un pequeño tazón de ron con agua caliente. «¿No le habré dicho demasiado a ese forastero…?», se preguntó el tabernero. Si Jenkins tenía que salir, lo primero que haría sería pasar por allí. Eso le había dicho. Cuando Jenkins cogió el tazón, el dueño le guiñó un ojo al forastero y supo que le pagarían una corona por una jarra de cerveza. «¡Qué tipo más raro éste…! Habla como un caballero».

– ¿Le importa si compartimos la chimenea? -preguntó Jenkins, y se acercó para sentarse junto al fuego.

– En absoluto. Yo también voy a Hertford -dijo el forastero, terminando su jarra de cerveza-. ¿Hay algo que pueda hacer por usted allí? Así se evitaría el viaje, ¿no?

– Llevo una carta a correos; ésa es la única razón de mi viaje. -Y sorbió fuerte por la nariz-. Las viejas y sus manías. Debería estar arreglando la pocilga… tranquilamente y cerca del fuego de la cocina.

– ¡Vaya a la pocilga, hombre! -dijo el forastero con buen ánimo-. No me supone ningún problema llevar su carta.

Seis peniques y la carta cambió de manos; Jenkins se acomodó para beber a sorbos su bebida caliente con lento placer mientras Ned Skinner se llevaba lejos su botín… concretamente, a la siguiente posada, donde había alquilado una habitación.

Sólo en la quietud de su estancia se atrevió a sacar la carta; se detuvo entonces en la brillante cera verde y su sello. «Dios todopoderoso, ¡verde!». ¿En qué estaba pensando la señorita Mary Bennet para usar cera verde? Rompió el sello muy cuidadosamente, desdobló la hoja y descubrió una escritura tan menuda que tuvo que acercarse a la ventana para leerla. Dejó escapar un resoplido de exasperación ante la carta… Ignoraba que no era el primer hombre en sufrir esa emoción respecto a la señorita Mary Bennet. Cogió una hoja de papel de la posada, se sentó a una mesa y comenzó a copiar la carta palabra por palabra. Con su caligrafía, tuvo que emplear tres cuartillas; Ned Skinner había recibido una buena educación. Finalmente, terminó. Retiró lo que quedaba de cera verde y arrugó el entrecejo cuando vio la barra roja de cera que había en aquella posada. ¡Bueno, no hay más remedio! Tendría que ser roja. Con la gota de cera en su, lugar, deslizó su propio sello sobre la cera de modo que fuera de todo punto imposible descubrir la identidad del remitente. «Sí, esto bastará», concluyó. El joven Charlie no se daría cuenta, a menos que sus ojos estuvieran imbuidos del espíritu de Homero [9].

Ned se detuvo en Hertford sólo lo suficiente como para entregar la carta en correos; luego se encorvó sobre la silla de montar de su caballo y se dirigió a Pemberley. «¡Por fin salgo de este liliputiense mundo del sur! Prefiero mil veces, Derbyshire», pensó. «Espacio para respirar». La nieve, más que caer, estaba comenzando a abatirse contra el mundo y amenazaba con ser aún peor, pero la fuerza deJúpiter contradecía lo que tenía delante, y el animal podía avanzar a grandes trancos, y mucho más, con Ned encima.

Como tenía poco que hacer y nada que ver, salvo nieve, Ned comenzó a pensar en sus cosas. Una mujer interesante, aquella señorita Mary Bennet. Tan parecida a Elizabeth como dos gotas de agua, pero, por lo que ahora sabía, no tenía precisamente el cerebro aguado. Excéntrica y confusa, sí, ¿pero qué otra cosa podía ser, dadas las circunstancias de su vida? Ingenua, ésa era la palabra exacta que le convenía a aquella mujer. Como una niña a la que dejan sola en medio de una habitación construida con el cristal más fino. ¿No acabaría rompiéndolo todo en mil pedazos si no hay nadie que se lo impida? Si hubiera elegido Londres para dar comienzo a su cruzada, todo habría ido bien. Pero el norte era un lugar peligroso, demasiado cerca de casa y demasiado incómodo para Fitz. Y el problema con la ingenuidad unida a la inteligencia es que podía transformarse muy fácilmente en astucia mundana. ¿Sería Mary Bennet capaz de dar ese giro? «Yo no apostaría todo lo que tengo contra esa posibilidad», pensó Ned. Algunas cosas de las que le decía al niño bonito de su sobrino en su carta no eran tan preocupantes como molestas; eso significaba que tendría que tenerla vigilada sin que ella supiera que estaba siendo vigilada. «Aunque eso no será hasta mayo», pensó, inspirando una bocanada de aire con alivio.

Por supuesto, el escaso valor de las molestias que le causaba Mary Bennet no podía mantener su mente ocupada durante mucho tiempo; ajustándose la bufanda para cubrir la parte baja de su rostro tanto como le fuera posible, su mente viajó a otra ensoñación mucho más agradable, una que siempre conseguía que el viaje más largo y pesado se convirtiera en un instante: en su imaginación pudo ver claramente a aquel pequeño que apenas gateaba; estaba llorando y unos brazos fuertes y jóvenes lo cogían de repente; lo abrazaban fuerte contra un cuello que olía a jabón húmedo y sentía que todos los miedos se disipaban.

La nieve había aislado Oxford y no se podía viajar al norte; Charlie no podía volver a casa por Navidad, aunque hubiera querido. Pero lo cierto era que no quería. Por mucho que adorara a su madre, su precoz madurez había conseguido que cada vez soportara menos a su padre. Por supuesto, sabía que él era la principal razón de disgustos de su padre, pero no podía hacer nada al respecto. En Oxford se encontraba a salvo. «Sin embargo», se preguntó mientras observaba los remolinos de nieve azotando los muros, «¿cómo puedo ponerme en el lugar de mi padre? No soy ministro de la Corona, no me interesa mucho la política, no soy un terrateniente que pretenda defender sus derechos, no soy un poder con el que nadie vaya a contar. Todo lo que pretendo es llevar la vida de un profesor, ser una autoridad en algunos de los aspectos más oscuros de los poetas épicos griegos o de los primeros dramaturgos latinos. Mamá me entiende. Mi padre jamás me entenderá».

Aquellos tristes pensamientos, tan habituales y sin respuesta, se desvanecieron en el momento en que Owen Griffiths empujó la puerta de su estudio; Charlie, que se encontraba junto a la ventana, se volvió y sus ojos se iluminaron.

– ¡Ah, qué aburrimiento…! -exclamó el joven-. Estoy atascado en lo más intrincado de Virgilio, como puedes sospechar… ¡Dime que tienes otra tarea para mí, Owen!

– Pues no, jovencito: debes desenredar a Virgilio -dijo el galés, sentándose-. De todos modos, tengo una carta; ha tardado un mes en llegar a causa de las nevadas. -Y la sujetó en el aire, ondeándola fuera del alcance de Charlie, y riéndose.

– ¡Serás malvado…! ¡Tienes suerte de que aún no sea tan alto como tú! ¡Dámela de una vez!

El señor Griffiths se la entregó. Era bastante alto y tenía una buena complexión para alguien que se ha entregado a los estudios: era el resultado, como él mismo decía descaradamente, de una infancia excavando agujeros y cortando madera para ayudar en la granja de su padre. Tenía el pelo espeso, negro y bastante largo, sus ojos eran oscuros y sus rasgos lo suficientemente regulares para que pudiera decirse de él que era atractivo. Cierta tristeza galesa le daba a su rostro una severidad que no se correspondía con su edad, que alcanzaba los veinticinco años, aunque había tenido pocas razones para la tristeza una vez que Charlie llegó a Oxford. La señora Darcy había estado buscando un tutor disponible para compartir una buena casa con su hijo, así como para servirle de guía en sus estudios universitarios. Todos los gastos pagados, por supuesto, así como un generoso sueldo, suficiente como para que aquel caballero afortunado pudiera enviar un poco de dinero a casa si sus padres lo necesitaban. ¡Había sido un milagro que lo hubieran escogido a él entre tantos solicitantes que ansiaban el puesto! Un recuerdo que todavía tenía el poder de quitarle el aliento a Owen. Y obtener aquel trabajo no había perjudicado en nada su carrera académica, desde luego; la riqueza de los Darcy y su influencia se extendía hasta los escalafones de poder más altos en la Universidad de Oxford.

– ¡Qué raro…! -dijo Charlie tras romper el sello de la carta-. Es la letra de la tía Mary, pero la cera del sello no es verde. -Se encogió de hombros-. Con tanta gente en Shelby Manor últimamente, quizá se terminó la cera verde.

Inclinó la cabeza, absorto ahora en lo que su tía le decía, y como su mirada reflejaba cada vez más una mezcla de horror y desesperación, Owen sintió una punzada de aprensión.

– ¡Oh, Dios mío! -exclamó Charlie, bajando la carta.

– ¿Qué ocurre?

– Un ataque de histeria… un ataque de una cosa típicamente femenina… no sé cómo describirlo, Owen. Sólo que Mary… tengo que llamarla simplemente Mary en el futuro, eso me dice… bueno, a Mary… se le ha metido una cosa entre ceja y ceja… -dijo Charlie-. Mira, lee, aquí.

– Humm… -fue el único comentario de Owen. Levantó una ceja.

– ¡No sabe lo que todo eso acarrea…! ¡Eso la va a matar…!

– Lo dudo, Charlie, pero entiendo que estés preocupado. Es la carta de una mujer que ha estado sobreprotegida.

– ¿Y qué otra cosa podría ser mi tía, sino una mujer sobreprotegida?

– ¿Tiene dinero para desarrollar esa investigación?

Aquello concedió a Charlie una pausa; su rostro se tensó con el esfuerzo de recordar algo que no tuviera ninguna relación con el latín o el griego.

– No estoy seguro, Owen. Mi madre me dijo que le habían hecho una provisión, aunque yo supuse que se refería a la miserable provisión que le entregaban por su sacrificio. ¿Ves? Dice que está viviendo en Hertford… porque han vendido Shelby Manor, supongo. ¡Oh, esto es espantoso! Mi padre podría conseguir una docena de Shelby Manors para que Mary viviera el resto de su vida. -Se retorció las manos, angustiado-. ¡No sé en qué circunstancias se encuentra…! ¿Y por qué no lo pregunté? ¡Porque no quiero tener una escena con mi padre! Soy un cobarde. ¡Un crío débil! Exactamente lo que dice mi padre. ¿Qué me pasa? ¿Por qué no puedo enfrentarme a él…?

– Vamos, vamos, Charlie, no seas tan duro contigo mismo. Yo creo que no te enfrentas a tu padre porque sabes que eso no resolvería nada; quizá incluso empeoraría la situación. En cuanto las postas puedan volver a los caminos, escribe a tu madre. Pregúntale cuál es la situación de Mary. Si tu tía no va a viajar hasta mayo, aún tienes un poco de tiempo.

Las nubes que ensombrecían la frente de Charlie parecieron disiparse; asintió con la cabeza.

– Sí, tienes razón. ¡Oh, pobre Mary! ¿De dónde habrá sacado esas ideas tan estrafalarias? ¡Escribir un libro!

– Si hemos de guiarnos por su carta, tu tía saca esas ideas de Argus -dijo Owen-. Yo admiro muchísimo a ese hombre, pero he de decir que no es amigo ni de lostories ni de tu padre. Yo no le diría nada de esto… si puedes. Nunca se me había pasado por la cabeza que las mujeres pudieran leer el Westminster Chronicle, y menos aún tu tía. -Sus ojos parpadearon-. A quien, por lo visto, no tienes ninguna dificultad en llamar simplemente Mary.

– Bueno, yo siempre he pensado en ella simplemente como Mary, ¿comprendes? ¡Oh, cómo deseaba todos los años pasar unas vacaciones con ella en Shelby Manor! Mi madre solía llevar a la abuela a Bath una vez al año, y yo me quedaba con Mary. ¡Qué bien lo pasábamos! Paseábamos, salíamos en la calesilla… Con ella podía hablar de cualquier cosa y, parecía que todo era un juego para ella, desde subir a los árboles hasta disparar a las palomas con un tirachinas. Como siempre tenía a mi padre detrás, cuando no tenía a mis maestros, las semanas de vacaciones que pasaba con Mary han quedado en mi memoria como la parte mejor y más hermosa de mi infancia. Ella adora la geografía, aunque no le interesa mucho la historia. Me asombraba que supiera los nombres comunes y botánicos de todos los musgos, arbustos, árboles y flores que hay en los bosques. -La perfecta dentadura de Charlie dejó escapar una mueca-. Pero debo decir que… ¡aparte de eso, no sabía mucho más, Owen…! ¡No era capaz ni de remangarse las faldas para cruzar un arroyo cuando íbamos a buscar renacuajos!

– Una faceta de ella que sólo tú tenías el privilegio de ver.

– Sí. Cuando había otras personas alrededor, ella volvía a ser una tía. Una tíasoltera, formal y remilgada. Habiéndola visto chapotear en tantos arroyos, puedo garantizar que tiene piernas… y muy bonitas, además.

– Fascinante -dijo Owen, considerando que ya era hora de volver a su faceta de tutor-. En todo caso, Charlie, el mal tiempo continuará durante algunos días, y Virgilio sigue enredado. Se acabaron las odas de Horacio hasta que Virgilio esté tan desenredado como la cuerda de un arpa. Ahora, Virgilio; después, escribe la carta a tu madre.

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