Capítulo 1

Las últimas luces del atardecer derramaron un manto dorado sobre los esqueletos de los arbustos y árboles que salpicaban los jardines de Shelby Manor; unas diminutas volutas de humo, difuminadas en sus bordes, se elevaban perezosas desde las cenizas de una fogata encendida con el fin de quemar las últimas hojas otoñales, y en algún lugar cercano un pájaro que había decidido quedarse a pasar el invierno se entretenía parloteando una sonata nocturna poco melodiosa en los últimos días del otoño. Observando el atardecer desde su sitio habitual, en el alféizar de la ventana, Mary sintió una punzada en el corazón frente a aquel esplendor azul y dorado, que muy pronto no sería más que un recuerdo apilado en el interior de los espacios vacíos de su mente. «¿Durante cuánto tiempo más? Oh, ¿durante cuánto tiempo más…?».

Se oyó el traqueteo y el tintineo de la bandeja de té cuando Martha entró en la estancia; la dejó cuidadosamente en la mesita baja que había junto a la butaca en la que la señora de Shelby Manor se encontraba dormitando. Mary suspiró, se apartó de la ventana y volvió a su silla, colocando una de aquellas delicadas tazas en su frágil platillo. ¡Qué suerte tenían de contar aún con el viejo señor Jenkins! Todavía se las arreglaba para sacar algún pepino de las tierras. ¡Y qué suerte que a mamá aún le gustaran las rodajas de pepino sobre sus tostadas de pan con mantequilla! Se despertaría para ver los dulces dispuestos sobre la blonda de puntillas, y no le importaría que el pastel estuviera hecho desde hacía tres días.

– Mamá, el té -dijo Mary.

Envuelto en chales y pañuelos, aquel cuerpecillo redondo dio un respingo; la pequeña carilla redonda se arrugó con gesto fruncido, malhumorada porque la habían despertado. Entonces se abrieron aquellos apagados ojos azules, vieron el pepino sobre su tostada de pan con mantequilla y se atisbaron los primeros rasgos de cierta alegría… Pero no antes de proferir la queja de todos los días.

– ¿Es que no tienes compasión de mis pobres nervios, Mary? ¿Cómo se te ocurre despertarme de ese modo tan violento?

– Por supuesto que tengo compasión de tus pobres nervios, mamá -dijo Mary mecánicamente, vertiendo un poco de leche en la taza de su madre e inclinando la delicada tetera de plata para derramar el líquido ambarino sobre la leche. La chica de la cocinera había tenido una buena idea con el azúcar, quebrándola en terroncitos adecuados; Mary dejó caer uno del tamaño perfecto en el té y lo removió concienzudamente.

Aquel proceso duró quizá un minuto. Con la taza y el platillo en la mano, levantó la mirada para asegurarse de que su madre estaba preparada. Entonces, sin darse cuenta de lo que hacía, se hundió abatida en la silla sin apartar los ojos del rostro de su madre. Aquella cara había cambiado mucho; había adquirido los perfiles y la pátina de una máscara veneciana de porcelana, con un gesto más anodino que inexpresivo. Tenía los ojos muy abiertos, pero miraban algo que se hallaba mucho más allá de los límites de la salita.

– ¡Oh, mamá…! -susurró, sin saber qué más decir-. Todo sucedió sin que lo advirtiera. -Le cerró los ojos con las puntas de los dedos; parecía que aquellos ojos, de algún modo, poseían entonces más sabiduría de la vida de la que habían tenido durante toda su existencia, y luego besó a su madre en la frente-. Dios mío, ¡qué bueno eres! Gracias por tener piedad de mí. Me aterraba pensar cómo se habría portado si lo hubiera intuido…

El cordel de la campana estaba a mano; Mary tiró de él suavemente.

– Martha, por favor, dile a la señora Jenkins que venga.

Armada con todo tipo de excusas -¿quémás podía querer aquella avinagrada y vieja cascarrabias, además de un pepino fuera de temporada?-, la señora Jenkins entró en la sala dispuesta para la batalla, pero la mirada de la señorita Mary consiguió desvanecer su enfado de inmediato.

– Dígame, señorita Mary…

– Mi madre ha fallecido, señora Jenkins. Tenga usted la amabilidad de llamar al doctor Callum… El señor Jenkins puede coger el poni y el tílburi. Dígale al joven Jenkins que ensille el caballo ruano, que disponga sus cosas y que esté preparado para ir a Pemberley en cuanto yo haya escrito una nota. Que coja cinco guineas de su bote para el viaje, porque tiene que hacerlo todo aprisa. Buenas posadas, y que alquile buenos caballos cuando el ruano ya no pueda más.

La voz de Mary mantenía su compostura habitual; ni se le había quebrado ni se percibía ningún dolor que traicionara sus sentimientos. «Durante cerca de diecisiete años», pensó la señora Jenkins, «esta pobre mujer ha atendido todos los caprichos y todas las desgracias de su madre, todos sus lamentos y sus quejas… cuando, bueno, no era para dar saltos de alegría, ni para que la felicitaran, ni por gusto. A decir verdad, la pobre conseguía disipar con mucha habilidad la amenaza de un ataque de histeria, convenciendo a la señora Bennet para que estuviera de buen humor con unas maneras tan enérgicas y tan poco sentimentales como las que utilizaría una buena institutriz para educar a un niño rebelde». Pero ahora ya todo había concluido. Todo había acabado.

– Le ruego que me perdone, señorita Mary, pero Jenkins… ¿encontrará al señor Darcy en casa?

– Sí. Según la señora Darcy, ahora no hay sesiones en el Parlamento. Por favor, tráigame el pañuelo de seda rosa de mamá; le cubriré el rostro.

El ama de llaves hizo una leve reverencia de cortesía y salió, víctima de un sinfín de dudas, temores y aprensiones. ¿Qué sería de todos ellos ahora, desde su padre a los jóvenes Jem y Dora?

Una vez que colocó el pañuelo apropiadamente, con el fuego bien alimentado frente a la gélida noche que se avecinaba y con las velas encendidas, Mary se acercó a la ventana y se acomodó en su asiento de cojines, dispuesta a pensar en algo más que en aquella visita de la muerte.

No sintió pena ninguna: demasiados años, demasiado aburrimiento. Enlieu de ello, se aferró a un creciente sentimiento de apatía, como si la hubieran llevado a un enorme salón oscuro y sin embargo luminoso, como si estuviera flotando en un océano invisible, sin temor, sin ataduras.

«He esperado treinta y ocho años a que llegara mi turno», pensó, «pero nadie puede decir que no he cumplido con mi deber, que no me he tragado hasta la última gota de la felicidad que me correspondía, que no he dado nunca un paso atrás para ocultarme en la oscuridad y llorar, y que jamás he proferido ni una sola palabra de queja por el destino que me había correspondido.

»Y entonces, ¿por qué estoy tan poco preparada para este momento? ¿Dónde ha huido mi inteligencia, ahora que el tiempo ha caído tan pesadamente sobre mí? Siempre he estado a disposición y a las órdenes de un barco vacío llamado "mamá", pero los barcos vacíos muy difícilmente han servido jamás para proporcionar una observación, un comentario, una idea. Así que me he pasado la vida esperando. Simplemente esperando. Con un ejército de Jenkins dispuesto a cuidarla, mamá no me necesitaba; yo seguía aquí como una orgullosa reliquia del decoro… ¡Cómo detesto esa palabra! ¡Decoro! Un férreo código de conducta inventado para intimidar y sojuzgar a las mujeres. Estaba condenada a ser una solterona, eso pensaba toda la familia, con aquellas espantosas espinillas purulentas por toda la cara y unos incisivos con tendencia a separarse. Por supuesto, a Fitz le parecía que un miembro de la familia tenía que vigilar continuamente a mamá, por si acaso decidía viajar a Pemberley o a Bingley Hall. ¡Si al menos papá no hubiera muerto sólo dos años después de las bodas de Lizzie y Jane…!

»¡Piensa, Mary, piensa…!», se reprendió a sí misma. «¡Sé lógica! Era un hastío. No tenía más opción que pasarme soñando las semanas, los meses, los años… soñar con pisar las piedras del Foro Romano, soñar con comer naranjas en un huerto de Sicilia, soñar con llenarme la mirada con la visión del Partenón, soñar con apoyar la mejilla contra algún muro de Tierra Santa que Jesucristo pudiera haber tocado, o en el que se hubiera apoyado, o por el que simplemente se hubiera deslizado su sombra. He soñado con poder vagabundear libremente por playas lejanas, he soñado con visitar ciudades de climas más soleados, y con las montañas y los cielos de los que sólo sé por lo que he podido leer. Mientras, en la realidad he vivido un mundo dividido entre libros, música y una madre que no me necesitaba en absoluto.

»Pero ahora que soy libre, no tengo ningún deseo de experimentar todas esas cosas. Todo lo que deseo es ser útil, tener un objetivo. Tener algo que hacer y hacer algo que sirva para algo. Pero… ¿podré hacerlo? No. Mis hermanas mayores y sus maridos caerán sobre Shelby Manor esta misma semana y promulgarán una nueva sentencia de aletargamiento sobre la tía Mary. Probablemente vendrán con la horda de niñeras, amas de llaves y tutores que son responsables del bienestar de los niños de Elizabeth y Jane. Porque, naturalmente, la señora Darcy y la señora Bingley sólo disfrutan de los buenos momentos de los niños y dejan las miserias de la maternidad a otros. Las esposas de los hombres importantes no esperan a que las cosas ocurran: hacen que las cosas ocurran. Hace diecisiete años, la señora Darcy y la señora Bingley estaban demasiado ocupadas disfrutando de sus matrimonios como para ocuparse de mamá.

»¡Oh, qué amargo suena todo eso! No creía que al dar forma a los pensamientos sonara tan amargo. En aquel tiempo, no me lo parecía. Debo ser amable con ellos. Cuando papá murió, ambas se convirtieron en madres, Kitty se acababa de casar y Lydia… ¡oh, Lydia! Los Collins se quedaron con Longbourn, y mi destino quedó sellado, entre la espada y la pared. ¡Con qué delicadeza lo manejó todo Fitz! Shelby Manor siguió contando con los servicios de los Jenkins, y la joven solterona, la tía Mary, seguiría entregada a su tarea con tanta devoción como un carpintero que se dedica a ensamblar pedazos de madera. Mamá y yo nos mudamos a diez millas de distancia de Meryton, lo suficientemente lejos de los odiosos Collins, y sin embargo lo suficientemente cerca para que mamá continuara viendo a sus viejas amigas. La tía Phillips, lady Lucas y la señora Long estaban encantadas. Y yo también. Una fabulosa biblioteca, un piano enorme y los Jenkins.

»Así que… ¿de dónde nace este repentino rencor contra mis hermanas? Es completamente anticristiano e inmerecido. El Señor sabe que al menos Lizzie ha tenido sus propios problemas. El suyo no ha sido un matrimonio feliz…».

Temblando, Mary se apartó de la ventana para acurrucarse en una silla, al otro lado de la chimenea, alejada de su compañera de salita, quieta e insoportablemente silenciosa. Entonces se descubrió a sí misma observando con detenimiento el pañuelo de seda rosa, esperando que se hinchara con una repentina respiración. Pero no sucedió. El doctor Callum no tardaría en llegar; llevarían a mamá a su cama de plumas, y la lavarían, la vestirían y la mostrarían tendida durante la larga y gélida vigilia que tendría lugar entre la muerte y el entierro.

Comenzó a sentirse culpable, y recordó que no había ordenado que llamaran al señor reverendo Courtney. ¡Oh, qué engorro! Si el viejo Jenkins no había regresado con el doctor, el joven Jenkins tendría que ir a buscar al reverendo.

«Y hay una cosa que me niego a hacer…», se dijo a sí misma, «avisar al señor Collins. He estadohaciéndolo veinte años».

– Elizabeth -dijo Fitzwilliam Darcy al entrar en el vestidor de su esposa-. Tengo malas noticias, querida.

Elizabeth se encontraba frente al espejo, y se volvió, con las cejas arqueadas sobre sus luminosos ojos. Su habitual brillo se apagó; se levantó con el gesto consternado.

– ¿Es Charlie? -preguntó.

– No, no… Charlie está bien. He recibido una carta de Mary, y dice que tu madre ha fallecido. Estaba durmiendo, muy tranquila…

La silla que había frente al tocador se negó a ayudarla; Elizabeth se encorvó hacia una esquina, y a punto estuvo de caerse cuando tendió la mano para apoyarse y la encontró.

– ¿Mamá? ¡Oh, mamá…!

Fitz la había estado mirando sin acudir en su ayuda; al final se adelantó desde la puerta y cruzó la alfombra para descansar una mano en el hombro desnudo de su esposa, con aquellos largos dedos presionando ligeramente la piel de Elizabeth.

– Querida mía, todo lo que ocurre es para bien…

– ¡Sí, sí, ya lo sé…! ¡Pero sólo tiene sesenta y dos años! Me había hecho a la idea de que moriría muy anciana…

– Ya, mimada como una oca de Estrasburgo. Es una bendición, de todas formas. Piensa en Mary.

– Sí, debo dar gracias a Dios por eso. Fitz, ¿qué hacemos?

– Salir para Hertfordshire a primera hora de la mañana. Enviaré una nota a Jane y a Charles para encontrarnos con ellos en The Crown and Garter a las nueve. Es mejor viajar juntos.

– ¿Y las niñas? -preguntó Elizabeth, sintiendo el dolor a medida que se difuminaba la conmoción. ¿Qué importaban las viejas tribulaciones cuando las nuevas ocupaban todo su corazón?

– Se quedan aquí, desde luego. Le diré a Charles que no permita que Jane lo convenza para llevarse a alguno de los suyos. Shelby Manor es una casa con todas las comodidades, Elizabeth, pero no sirve para acoger a ninguno de nuestros retoños. -Reflejado en el espejo, su rostro parecía endurecido; entonces decidió olvidarse de su sentido del humor, o lo que hubiera sido aquella última frase, y añadió con su tono habitual-: Mary dice que ha mandado llamar a Kitty, pero cree que es mejor que yo me encargue de avisar a Lydia. ¡Vaya… Mary se ha convertido en una mujer verdaderamente juiciosa!

– Por favor, Fitz, ¡llevémonos a Charlie! Tú vas a ir a caballo, y yo tendré que ir en el carruaje sola. Es un camino muy largo. Podemos recoger a Charlie en Oxford de camino.

Darcy torció un poco el gesto mientras pensaba en la propuesta de su esposa, pero luego asintió con su clásico ademán de condescendencia regia.

– Como quieras.

– Gracias. -Dudó a la hora de añadir algo, porque conocía la respuesta, pero de todos modos hizo la pregunta-: ¿Mantenemos nuestro compromiso de dar esa cena esta noche?

– Oh… creo que sí. Nuestros invitados están en camino. Tus vestidos de luto pueden esperar hasta mañana; nos ocuparemos de todo eso mañana. -Apartó la mano de su hombro-. Estaré abajo. Roeford llegará en cualquier momento, seguro.

Y con una mueca de asco en el momento de citar el nombre de su último y valioso aliadotory, Darcy salió de la estancia y dejó que su esposa acabara de arreglarse.

La brocha del maquillaje eliminó de inmediato una lágrima furtiva; con los ojos arrasados, Elizabeth luchaba por mantener el control. ¡Qué espléndida carrera política! Siempre algo importante que hacer, sin tiempo para el descanso, para la compañía, para el ocio. Fitz no lamentaba la muerte de la señora Bennet; Elizabeth lo sabía perfectamente; el problema era que él esperaba que su esposa sintiera la misma indiferencia, que dejara escapar un suspiro de alivio ante la idea de haberse librado de aquella carga particular, en parte vergonzante, en parte enojosa y en parte irremediable. Y, sin embargo, aquella mujer superficial, estúpida y malhumorada la había traído al mundo a ella, a Elizabeth, y seguramente por eso se sentía impulsada a quererla. Al menos a guardar luto por ella, si no a echarla de menos.

– Que venga el señor Skinner. Inmediatamente. -Darcy estaba hablando con su mayordomo, ocupado dando vueltas alrededor del primer lacayo mientras éste liberaba al señor Roeford de su abrigo-. Mi querido Roeford, te veo espléndido. Como siempre, el primero en el orden de batalla. -Y sin mirar atrás, Darcy condujo a su tempranero y repugnante invitado al Salón Rubens.

La orden seca pero educada había conseguido que Parmenter volara en busca de James, el tercer lacayo, en el preciso instante en que su señor desapareció. Algo no iba bien, eso era seguro. ¿Por qué el señor Darcy necesitaría a aquel hombre tan desagradable a aquellas horas?

– James, ve corriendo a buscar al señor Skinner -le ordenó Parmenter, y luego regresó al vestíbulo para esperar a otros invitados que llegarían a horas más adecuadas. Seis de ellos aparecieron media hora más tarde, radiantes de emoción, lanzando exclamaciones contra el frío y especulando con la posibilidad de que el nuevo año viniera cargado de feroces heladas. No mucho después, el señor Edward Skinner cruzó sin detenerse la puerta principal. Se encaminó directamente hacia la pequeña biblioteca, sin un por favor, gracias, a sus órdenes, señor, lo cual despertó algún resentimiento en el mayordomo de Pemberley. Puede que fuera un hombre de valía y puede que hablara como un caballero, pero Parmenter lo recordaba de cuando era joven y habría apostado una parte de su propia vida a que Ned Skinner no era en absoluto un caballero. Entre su señor y Ned había una diferencia de doce años, quizá, así que el señor Skinner no era por lo tanto ningún hijo natural, pero había algo entre ellos, unos lazos que ni siquiera la señora Darcy era capaz de desvelar… o romper. Y mientras pensaba aquellas cosas, Parmenter se dirigió hacia el Salón Rubens para avisar al señor Fitz.

– Un problema, Ned -dijo Fitz, al tiempo que cerraba la puerta de la biblioteca.

Skinner no contestó nada, simplemente permaneció delante de la mesa con aspecto relajado y las manos colgando a ambos lados de su cuerpo; no era la postura de un malvado secuaz. Era un hombre muy grande, cinco pulgadas más alto que los seis pies de Darcy, y tenía la misma complexión que un gorila… un cuello y unos hombros bestiales, un pecho como un tonel y una ausencia total de grasa superflua. Los rumores decían que su padre había sido un indio negro, y que por eso la piel y el pelo de Skinner eran tan oscuros, y los ojos, tan rasgados y perspicaces.

– Siéntate, Ned. Consigues que me duela el cuello de mirar hacia arriba.

– Tienes invitados. No te molestaré. ¿Qué ocurre?

– ¿Sabes dónde anda la señora de George Wickham? -preguntó Darcy mientras se sentaba, extrayendo de un cajón una hoja de papel e impregnando en el tintero su pluma de ganso con punta de acero. Ya estaba escribiendo cuando Ned contestó.

– En The Plough and Stars, en Macclesfield. Su nueva conquista se ha convertido en su último amante. Han reservado el mejor dormitorio y un saloncito privado. Ésa es su nueva dirección.

– ¿Bebe?

– No más de una botella o dos. Sólo se ocupa del amor, no del vino. Dale una semana y las cosas podrían cambiar.

– No van a tener la posibilidad de cambiar. -Darcy levantó la mirada brevemente y sonrió con amargura-. Coge mi tílburi y un par de caballos, Ned. Entrega esta nota en Bingley Hall cuando vayas de camino a Macclesfield. Quiero a la señora Wickham razonablemente sobria en The Crown and Garter a las nueve mañana por la mañana. Hazle los baúles y tráetela.

– Va a montar un escándalo de mil demonios, Fitz.

– ¡Oh, vamos, Ned…! ¿Quién te va a llevar la contraria en Macclesfield a ti…? O a mí, que tanto da. No me importa si le tienes que atar las manos y los pies: simplemente, quiero que esté en Lambton a la hora. -Cesó el suave rasgado del acero sobre el papel, y la pluma quedó sobre la mesa; sin molestarse en sellar la nota, Darcy se la entregó a Ned Skinner-. Le digo a Bingley que vaya a caballo. La señora Wickham puede ir en el carruaje con la señora Bingley. Tenemos que ir a disfrutar de los encantos de Hertfordshire y a enterrar a la señora Bennet. Ya era hora.

– Un viaje lento y espantoso en coche…

– Dada la estación en que nos encontramos, el tiempo lluvioso y el estado de los caminos, no queda más remedio que ir en coche. Usaré seis caballos ligeros, y Bingley hará otro tanto. Deberíamos hacer sesenta millas diarias, quizá más.

Con la nota doblada y guardada en el bolsillo de la chaqueta, Ned partió.

Darcy se levantó, con gesto hosco, y permaneció durante un instante con los ojos clavados en la hilera de volúmenes encuadernados en piel de las Hansards parlamentarias [1]. La vieja bruja se había muerto finalmente. «Es un error tremendo casarse con alguien de clase inferior», pensó, «y poco importa lo inmenso que pueda ser el amor o cuánto se sufra por la necesidad urgente de consumarlo. No ha valido la pena. Mi hermosa y principesca Elizabeth es igual que una solterona frígida, igual que su hermana Mary. Me ha dado un chico enfermizo y afeminado y cuatro malditas chicas. ¡Un verdadero desastre, señora Bennet! ¡Que el demonio se la lleve a usted y a todas sus maravillosas hijas! El precio ha sido demasiado alto…».

Puesto que sólo tenía que recorrer cinco millas, el carruaje de los Darcy, con sus seis caballos, se adentró en el patio de The Crown and Garter a la mañana siguiente antes de que llegaran los Bingley; Bingley Hall se encontraba a veinticinco millas de distancia. Con las manos enfundadas cálidamente en un manguito de piel, Elizabeth se acomodó en un saloncito privado para esperar hasta que la reunión familiar se completara.

Su único hijo varón, con la cabeza enterrada en uno de los volúmenes delDeclive de Gibbon [2], utilizaba su mano izquierda para buscar a tientas una silla sin tener que dejar de mirar ni una sola vez las letras impresas. «Una lectura reveladora», le había dicho a su madre con su dulce sonrisa. La naturaleza le había otorgado los delicados rasgos de Elizabeth y una tez más bien morena que dorada; las pestañas de sus párpados, a menudo entrecerrados, eran oscuras como las de su padre, igual que las finas cejas que se perfilaban sobre sus ojos.

Al menos su salud había mejorado un poco, ahora que Fitz se había rendido a lo inevitable y había abandonado su despiadada campaña para intentar que Charlie se convirtiera en un hijo «satisfactorio». ¡Oh, qué cantidad de resfriados había cogido después de haberse visto obligado a cabalgar durante horas con mal tiempo! ¡Y la cantidad de fiebres que lo habían tenido postrado en cama durante semanas después de asistir a partidas de caza o a agotadores viajes a Londres! Nada de todo aquello había desviado a Charlie de su pasión por los estudios, nada consiguió transformarlo en un hijo aceptable para Darcy de Pemberley.

«Ya es suficiente, Fitz», le había dicho Elizabeth el año anterior, temiendo la gélida altanería con que su marido escucharía sus palabras, pero decidida a que las escuchara. «Soy la madre de Charlie y te he cedido la dirección de su educación infantil sin dar siquiera mi opinión. Pero ahora lo voy a hacer. No puedes arrojar a Charlie a los lobos de un regimiento de caballería, por muy deseable que te parezca que el hijo de un noble, que además es su heredero, pase unos años en el ejército para pulirse…¿Pulirse? ¡Bah…! Esa vida lo mataría. Su única ambición es ir a Oxford y estudiar a los clásicos, y se le debe permitir que siga ese camino. ¡Y no digas que detestabas tanto Cambridge que te compraste un par de galones en un regimiento de húsares! Tu padre ya había muerto, así que no sé qué habría pensado de tu conducta. Lo único que sé es lo que le conviene a Charlie».

La gélida altanería en realidad no se mostró en todo su esplendor en aquella ocasión y el rostro de Fitz se había tornado casi metálico, pero sus ojos negros, clavados en los de su esposa, denotaban más cansancio que irritación.

«Seguro que tienes razón», había dicho Fitz, con un tono áspero. «Nuestro hijo es un flojo afeminado, sólo válido para la universidad o para la Iglesia, y preferiría mil veces tener a un catedrático que a un Darcy obispo, así que no quiero saber nada más de este asunto. Mándalo a Oxford, ¡haz lo que te plazca!».

Elizabeth sabía que aquello había representado para él un gran disgusto. Aquel precioso niño había sido su primogénito, pero tras él no vinieron más que niñas. Fitz lo llamaba «la maldición Bennet». Georgie, Susie, Anne y Cathy habían llegado a intervalos de dos años, y habían sido una fuente de indiferencia para su padre, que jamás las fue a ver ni estuvo nunca interesado en ellas. Fitzwilliam Darcy había hecho todo lo posible para modificar el carácter de Charlie, pero ni siquiera el poder y la fuerza de Darcy de Pemberley habían sido capaces de conseguirlo. Después de aquello, nada.

Cathy ya tenía diez años y sería la última, porque Fitz se había apartado de la vida de su esposa, y de su cama. Ya había logrado ser miembro del Parlamento -untory en un condado tory-, pero tras el nacimiento de Cathy consiguió un ministerio y se pasó a los bancos de enfrente. Una circunstancia que lo liberó de su esposa, pues se veía obligado a permanecer durante largas temporadas en Londres y había razones de todo punto inexcusables que lo forzaban a estar muy lejos de Elizabeth. En cualquier caso, ella aún seguía siendo útil; siempre que Fitz la requería para promover su carrera política, Elizabeth hacía lo que se le ordenaba, sin importar cuán desagradable le pareciera la alta sociedad londinense.

Lydia fue la primera en llegar, entró a trompicones en la salita y miró con gesto de enojo a aquel hombre tan extraño, Edward Skinner, que le había dado un violento empujón. A Elizabeth se le cayó el alma a los pies cuando vio el rostro de su hermana pequeña, tan arrugado, tan amarillento, tan abotargado. Había engordado hasta perder toda su figura, como un saco de carne encorsetado en una apariencia de feminidad; las arrugas apergaminadas en la parte de arriba de sus pechos revelaban que, cuando se quitara el corsé, se derrumbarían como almohadas medio llenas colgadas en un tendedero. Un sombrero vulgar adornado con un revoltijo de plumas de avestruz, un vestido de muselina muy ligera, impropio para el tiempo que hacía y para un viaje tan largo, y unas bailarinas baratas de raso, con manchas y embarradas… ¡Oh, Lydia! Aquel que fuera antaño un maravilloso pelo rubio no había visto el agua y el jabón durante meses, y sus rizos aparecían ahora verdosos y grasientos, y aquellos grandes ojos azules, que tanto se parecían a los de su madre, estaban ahora ennegrecidos por alguna sustancia que al parecer tendría que oscurecerle las pestañas. Parecía que le hubieran dado puñetazos en los ojos, aunque George Wickham llevaba muchos años fuera de Inglaterra, así que al menos de eso se había librado… a no ser que la hubiera golpeado otro.

Charlie bajó el libro. Se acercó a su tía tan rápidamente que Elizabeth quedó al margen; la cogió de las manos y se las fue calentando mientras la llevaba a una silla junto al fuego.

– Aquí, tía Lydia, caliéntate… -le dijo con ternura-. Sé que mamá te ha traído ropa más abrigada…

– Negra, supongo -dijo Lydia, lanzando una mirada a su hermana-. ¡Señor, qué color más espantoso! Pero la necesidad obliga, ya que mamá se ha muerto. ¡Imagínate…! No pensaba yo que fuera tan débil… ¡Oh!, ¿por qué tuvieron que mandar a George a América? ¡Lo necesito! -Descubrió entonces que el propietario estaba en la puerta y exclamó-: ¡Trenton, tráeme una pinta de cerveza, por favor…! Ese hombre espantoso me ha raptado con el estómago vacío. Sí, cerveza, pan y mantequilla, y un poco de queso… ¡vamos!

Pero antes de que Trenton pudiera obedecer, Ned regresó con un gran tazón de café y se lo puso delante. Tras él venía una criada con una bandeja de café y bebida suficiente para todos.

– Nada de cerveza -dijo Ned con tono cortante, saludando con una leve reverencia a la señora Darcy y al señorito Charlie, y abandonó la estancia para ir a informar a Fitz a la taberna.

Arrastrar hasta allí a la señora Wickham había sido un escándalo considerable. Cuando la encontró iba por la tercera botella, y el crío imberbe que había encontrado Lydia para que le calentara la cama había mirado durante un instante a Ned Skinner y luego había huido a toda prisa. Ayudado por el aterrorizado propietario de The Plough and the Stars y su malhumorada mujer, Ned había procedido a suministrar a Lydia varias dosis de mostaza con agua, a la fuerza y directamente en el gaznate. Fue vomitando el vino poco a poco; sólo cuando Ned estuvo plenamente seguro de que ya no vomitaría más, cesó en sus despiadadas dosis de mostaza aguada. La propietaria embaló dos pequeñas cajas con las pertenencias de Lydia… No había nada decente de abrigo entre sus prendas, sólo aquel chal andrajoso. Con el equipaje de Lydia atado en el pescante, Ned había lanzado a su cautiva, llorando y gritando, en el pequeño asiento del carruaje y a toda prisa había lanzado el veloz tílburi del señor Darcy a lo más profundo de aquella noche infernal con escasos miramientos hacia su pasajera.

¡El bueno de Charlie! De algún modo consiguió persuadir a Lydia para que comiera un bol de gachas y un poco de pan, y la convenció de que el café era precisamente lo que necesitaba. Sosteniendo a Lydia por el brazo, un tanto recobrada, Elizabeth fue con ella hasta el dormitorio en el que la señora Trenton había dispuesto lencería limpia y una camisola, y unas enaguas, y un sencillo vestido de lana negro que llevaba un volante abajo, apresuradamente hilvanado en Pemberley para que fuera lo suficientemente largo para Lydia, que era media cabeza más alta que Elizabeth.

– ¡Qué hombre más asqueroso! -gritó Lydia, de pie, mientras la señora Trenton y Elizabeth la desnudaban y la lavaban como podían; apestaba a vino, vómitos, suciedad y desidia-. ¡Me ha dado esa mierda para que vomite hasta los hígados, como si yo fuera una de sus putas!

– Mamá ha muerto, Lydia… -le recordó Elizabeth, al tiempo que le entregaba el mugriento corsé a la señora Trenton, cogido con asco entre dos dedos, e indicándole con un gesto a la señora que se fuera, que podía arreglárselas sola con su hermana-. ¿Me estás escuchando? Mamá murió tranquilamente, mientras dormía.

– Bueno, ¡ojalá pudiera haber escogido una época mejor! -Abrió los ojos enrojecidos, curiosamente parecidos a dos mármoles pulidos que se hubieran encastrado en aquel rostro pálido y ajado-. ¿Te acuerdas de cómo me prefería a mí antes que a todas vosotras? La tenía completamente engatusada.

– ¿Es que no lo sientes?

– Oh… sí, supongo que tengo que sentirlo, pero, al fin y al cabo, hacía casi veinte años que no la veía, y por aquel entonces yo sólo tenía dieciséis años.

– Sí, lo había olvidado… -dijo Elizabeth, suspirando, y deliberadamente prescindió de aquella certeza: que, tras la muerte de su padre, Fitz había cortado todos los lazos que unían a las hermanas, y les había sido imposible verse a menos que él lo aprobara. A Darcy no le había resultado difícil establecer aquella separación; todas ellas dependían de él en uno u otro sentido. En el caso de Lydia, había sido una cuestión de dinero-. Has pasado más tiempo de tu vida con George Wickham que con mamá y papá.

– ¡No, pues claro que no…! -estalló repentinamente Lydia mientras se acomodaba el vestido-. George estuvo primero en España, y ahora está en América. Soy una esposa del ejército, y ni siquiera me han permitido ir detrás de los tambores. ¡Oh, pero… imagínate…! ¡Mamá, muerta! ¡Es increíble! Debo decirte, Lizzie, que este vestido es espantoso. ¡Mangas largas! ¿Y debe abotonarse hasta tan arriba? ¡Y sin mi corsé, las tetas me llegarán a la cintura…!

– Si no te pones esto, cogerás un resfriado, Lydia. Tardaremos por lo menos tres días en llegar a Shelby Manor, y Fitz intentará que vayamos tan abrigadas como sea posible en ese carruaje: tiene más de setenta años y está lleno de agujeros y corrientes de aire.

Le entregó a Lydia un manguito de piel, se aseguró de que el gorro negro que iba debajo de un sobrio sombrero negro le cubría las orejas a su hermana y la condujo de nuevo al saloncito.

Mientras ambas estaban fuera, habían llegado Jane y Charles Bingley; habían salido de Bingley Hall cuatro horas antes. Charlie había regresado a su Gibbon; Bingley y Darcy se encontraban de pie junto a la chimenea, embebidos en una conversación muy seria al parecer, y Jane estaba encorvada junto a la mesa, con un pañuelo apretado contra los ojos. «¡Cuánto nos hemos distanciado, que hasta en esta desgraciada hora estamos separadas!».

– ¡Mi querida Jane! -Elizabeth fue a abrazarla.

Jane se arrojó a aquellos acogedores brazos, y volvió a llorar. Decía algo ininteligible; Elizabeth sabía que pasarían días antes de que sus tiernos sentimientos se calmaran lo suficiente como para permitirle un discurso lúcido.

Como si poseyera un sentido especial, Charlie dejó su libro y se acercó inmediatamente a Lydia, llevándola a una silla con abundantes halagos a propósito de lo bien que le sentaba el negro y sin darle ninguna oportunidad para apropiarse de una de las jarras de cerveza que había en la mesa y que habían traído para los caballeros. Fitz chasqueó los dedos y Trenton se llevó las jarras de cerveza de la estancia.

– Padre… -reclamó Charlie.

– ¿Sí?

– ¿Puedo ir en el coche de tío Charles con la tía Lydia? Creo que mamá estaría más cómoda viajando con la tía Jane.

– Sí -contestó Darcy bruscamente-. Y ahora, Charles, tenemos que irnos.

– ¿Va a venir Ned Skinner a caballo con nosotros? -preguntó Charles Bingley.

– No, tiene cosas que hacer. Tú y yo, Charles, nos bastaremos para ayudarnos si por casualidad se nos desboca un caballo. Los carruajes pararán en Derby, en Three Feathers, pero tú y yo no tendremos excesivos problemas para llegar al pabellón de caza que tengo por allí. Nos uniremos a las señoras en Leicester, mañana por la noche.

Bingley se volvió para mirar a Jane y su rostro reveló la ansiedad que lo atenazaba, pero estaba demasiado acostumbrado a seguir los deseos de Fitz como para plantear objeción alguna al hecho de dejar a Jane en las manos de Elizabeth. Estaba seguro de que aquellas damas falsamente compungidas, si tuvieran necesidad de auxilio, se las arreglarían mejor solas que con ayuda de sus maridos. Entonces, dio una palmada de alegría: el refugio de caza de Fitz en Leicester era precisamente el mejor reclamo para romper la monotonía de un viaje de doscientas millas hasta Shelby Manor.

Mary sabía que sólo sus hermanas y sus respectivos maridos podrían acomodarse en Shelby Manor; el resto de la familia lejana tendría que alojarse en The Blue Boar y en otras posadas de Hertford. No es que ella tuviera mucho que decir sobre esas cuestiones. Fitz se ocuparía de organizado todo, como siempre, en cuanto pudiera hablar con las distintas personas que se ocupaban de Shelby Manor, e incluso se encargaría de los asuntos menores, como la entrega del dinero que le correspondía a su mujer para sus gastos personales. Fitzwilliam Darcy, siempre el centro de todo.

Había sido precisamente Fitz quien se había asegurado de que su suegra permanecería absoluta y cómodamente aislada, y lejos de todas sus hijas, excepto de Mary, el chivo expiatorio; de algún modo, ninguna de ellas quiso dejar de complacerle, incluso aunque, como Kitty, no tuvieran nada que ver con él. «La pobre mamá solía beber los vientos por su Lydia, pero luego nunca había vuelto a suspirar por ella como antes; y las visitas muy ocasionales de Kitty dejaron de tener lugar hacía mucho tiempo». Sólo Elizabeth y Jane habían continuado yendo durante los últimos diez años, pero las delicadas condiciones en que solía encontrarse Jane habitualmente le impedían estar fuera de casa durante mucho tiempo. Como quiera que fuese, Elizabeth siempre bajaba a Shelby Manor en junio para llevar a su madre a Bath y disfrutar de unas breves vacaciones. Unas vacaciones -Mary era perfectamente consciente de ello- pensadas principalmente para darle a ella, a Mary, unas vacaciones de su madre. Y… ¡oh, qué vacaciones tan maravillosas…! Porque Lizzie siempre llevaba a Charlie y lo dejaba en casa para que le hiciera compañía a Mary. Nadie podía imaginar la complicidad que había entre Charlie y ella: los juegos en los que se entretenían, los lugares a los que iban, las cosas que hacían. Desde luego, ¡no eran las cosas que habitualmente se asocian con lo que las tías solteras hacen con los sobrinos a los que cuidan!


* * *

Procedente de Londres, Kitty llegó al día siguiente de la muerte de la señora Bennet, con los ojos llorosos pero elegantemente vestida. Había llorado ya lo suficiente por el camino, reconfortada y compadecida por la señorita Almería Finchley, su inevitable dama de compañía, a la que, por decisión de Mary, se le puso una cama de servicio en la habitación de Kitty.

– A Kitty no le gustará, pero tendrá que aguantarse -le dijo Mary a la señora Jenkins.

Pero delante de Kitty, Mary intentó ser un poco más delicada.

– Mi querida Kitty, ¡Dios mío!, estás más elegante que nunca… -dijo mientras tomaban el té.

Sabiendo que esto era verdad, lady Menadew ahuecó un poco su plumaje.

– Es cosa de tener un poco de gusto… -susurró confidencialmente-. El bueno de Menadew estaba en la cima de su carrera profesional y disfrutaba conquistándome tal y como a mí me convenía. Acuérdate, Mary, cariño, fue una gran ayuda haber estado en Pemberley con Lizzie durante dos años antes de que Louisa Hurst me presentara en sociedad. ¡Señor, qué mujer más rancia! -exclamó Kitty con una risita-. ¡El disgusto que se llevó cuando vio que me casaba tan maravillosamente!

– ¿A Menadew no se le tenía por una antigualla? -preguntó Mary, demostrando que su modo de hablar, excesivamente directo, no había mejorado a pesar de los diecisiete años de convivencia con mamá.

– Bueno… sí, en años, quizá… pero en otros aspectos, no, desde luego. Le llamé la atención, me decía, porque yo era como arcilla reclamando que alguien me convirtiera en un diamante de primerísima calidad. ¡Ah, Menadew, un hombre encantador! Exactamente el marido perfecto.

– Sí, me lo imagino.

– Aunque… -añadió Kitty, continuando con su tema-, murió en el mejor momento. Yo me había convertido en una mujer deslumbrante y él estaba empezando a resultar aburrido.

– ¿No hubo amor…? -preguntó Mary, que nunca había estado en compañía de su hermana a solas y durante el tiempo suficiente como para satisfacer su curiosidad.

– ¡Señor, no! El estado marital era muy agradable, pero Menadew era mi señor. Yo obedecía todas sus órdenes. O sus caprichos. En cambio, la vida de viuda ha sido la mismísima felicidad. Ni órdenes ni caprichos. Almería Finchley no me martiriza y tengoentrée a todas las mejores casas, así como una magnífica renta. -Y alargó su delicado brazo para mostrar las monísimas pulseras de cuentas de azabache que adornaban la manga larga de muselina-. Madame Belléme se las arregló para enviarme esto antes de salir de Curzon Street, junto con otros tres vestidos de luto igualmente encantadores. Calentitos, pero a la última moda. -Sus ojos azules, aún húmedos desde su última tanda de lágrimas, se iluminaron-. Creo que sólo Georgiana puede competir conmigo. Porque Lizzie y Jane son bastante desaliñadas, ya sabes…

– Bueno, Kitty, te acepto que Jane lo sea, ¿pero Lizzie…? Creo haber oído que es la joyita de Westminster.

Kitty inspiró aire por la nariz.

– ¡Westminster! ¡Ni siquiera de los lores, además! ¡Los comunes! ¡Buah! La verdad, querida, no es mucho decir que una es la reina de un hatajo de aburridos miembros del Parlamento, te lo aseguro. A Fitz le gusta cargarla con diamantes y rubíes, brocados y terciopelos. Se puede decir que tiene cierta magnificencia, pero esa pareja no está a la moda, desde luego. -Kitty miró a Mary con gesto pensativo-. Ahora que el asombroso boticario de Lizzie te ha curado esos granos supurantes y su dentista te ha arreglado esa dentadura, Mary, te pareces bastante a Elizabeth. Es una lástima que esas mejoras lleguen un poco tarde para que puedas encontrar a tu propio lord Menadew.

– La perspectiva de una larga vida de soltería nunca me ha preocupado, y una cara no es más que una cara -dijo Mary, sin inmutarse-. Haberme librado de mis dolencias y de mis enfermedades es una bendición; el resto no significa nada.

– Mi querida Mary -dijo Kitty, que parecía un poco asombrada-, es una cosa estupenda que tu apariencia haya mejorado tanto, ahora que mamá ha muerto. Tal vez no desees casarte, pero casarse es desde luego mucho más cómodo que hacer lo contrario. A menos que desees vivir a cargo o al servicio de otras personas… y eso será lo que ocurrirá si vas a Pemberley o a Bingley Hall. Sin duda Fitz te concederá una especie de provisión, pero dudo que dicha cantidad te permita lujos como una dama de compañía o un elegante carruaje. Fitz es muy tacaño.

– Interesante -dijo Mary, ofreciéndole a su hermana un pedazo de pastel-. La lectura que haces de su temperamento se parece mucho a la mía. Fitz dispensa su fortuna de acuerdo con sus necesidades. Para él la caridad sólo es una palabra del diccionario, nada más. La mayor parte de la pasmosa cantidad de dinero que ha gastado en nosotros, en los Bennet, ha sido para aliviar sus propias incomodidades, desde George Wickham a mamá. Y ahora que mamá ha muerto, dudo que sea muy generoso conmigo. Especialmente… -añadió, con la idea bullendo en su rebelde cerebro-, si mi cara ya no me cualifica como una apropiada tía solterona.

– Yo sé que sir Peter Cameron anda buscando esposa -dijo Kitty-, y creo que te convendría muchísimo… no tiene necesidad ninguna de dote, y es culto y amable.

– ¡Que no se te pase ni por la imaginación! Aunque no puedo decir que tenga pensado ir a Pemberley o a Bingley Hall. Lizzie grita mucho… me lo ha dicho Charlie; ella y Fitz se ven poco desde que él se pasó al partido contrario y, cuando están juntos, es muy desagradable con ella.

– ¡El bueno de Charlie! -exclamó Kitty.

– Estoy contigo.

– Fitz no se ocupa de él -dijo Kitty con una extraña mirada-. El chico es demasiado sensible.

– ¡Yo más bien diría que Fitz es demasiado duro! -protestó Mary-. No hay un jovencito más amable e inteligente que Charlie.

– Sí, hermana, estoy de acuerdo, pero los caballeros tienen ideas peculiares respecto a sus hijos. Por mucho que deploren la permisividad con el vino, con los dados, con las cartas y con las mujeres pérdidas, en el fondo del corazón consideran esos asuntos como leves indiscreciones que un joven tiene que disfrutar y que, finalmente, se acabarán pasando. De todos modos, tengo que decir que esa asquerosa, Caroline Bingley, siempre anda hablando mal de Charlie, de quien antaño decía que era el ojito derecho de Fitz.

«Hora de cambiar de tema», pensó Mary. No quería mezclar su sentimiento de pérdida con una preocupación bastante más importante: el cariño que sentía por Charlie.

– Mañana esperamos a los Collins.

– ¡Oh, Señor…! -lamentó Kitty, y luego dejó escapar una risilla sofocada-. ¿Te acuerdas de cómo mirabas con arrobamiento amoroso a ese hombre espantoso? Realmente, querida Mary, por aquel entonces eras una criatura patética. ¿Qué ocurrió para que cambiaras de opinión? ¿O todavía suspiras por el señor Collins?

– ¡Claro que no! El tiempo y mis pequeños quehaceres me curaron. Sólo hay unos cuantos años en los que una puede perder el tiempo con deseos inapropiados, y después de que Charlie viniera a pasar una temporada aquí, comencé a comprender los errores que había cometido. O… en fin -Mary lo admitió honestamente-, Charlie me los mostró. Lo único que hizo fue preguntarme por qué no pensaba más en mí misma y se asombró de que no fuera así. ¡Tenía diez años! Me hizo prometer que dejaría de leer libros cristianos (así los llamaba él), y que me dedicaría a leer a los grandes pensadores. La clase de pensadores, decía, que podrían despertar mi mente. Ya entonces era bastante ateo… ¿sabes? Y cuando el señor y la señora Collins vinieron a hacernos una visita,sintió lástima por ellos. Por la estupidez y la necedad del señor Collins y por los esfuerzos de Charlotte a la hora de intentar que su marido resultara un poco más tolerable. -La sonrisa de Lizzie iluminó el rostro de Mary: cálida, adorable, divertida-. Sí, Kitty, tienes que darle las gracias a Charlie por lo que tienes delante de ti en este momento, incluso por lo de los granos y los dientes. Fue él quien le pidió a su madre que hiciera algo al respecto…

– Entonces, ojalá lo hubiera conocido mejor de lo que lo conozco -dijo Kitty con una mirada de desconfianza-. ¿Te dijo algo respecto a lo de tu manera de cantar?

Aquello provocó una abierta carcajada.

– Sí, sí… Pero con Charlie la cosa es que nunca deja que una se sienta desamparada. Me dijo que no se me ocurriera cantar, que chillaba como un marrano, y me aconsejó que dejara las canciones para los ruiseñores; pero luego se pasó todo el día asegurándome que tocaba el piano tan maravillosamente comoherr Beethoven.

– ¿Y quién es ése? -preguntó Kitty, arqueando las cejas.

– Un alemán. Charlie lo escuchó en Viena cuando Fitz estuvo allí intentando hacer frente a Bonaparte. Tocaré para ti algunas de sus piezas más sencillas. A Charlie nunca se le olvida enviarme un paquete con nuevas partituras por mi cumpleaños.

– ¡Charlie, Charlie, Charlie…! ¡Cuánto lo quieres…!

– Con locura -dijo Mary-. No sabes, Kitty, lo bueno que ha sido conmigo durante todos estos años. Sus visitas iluminaban mi vida.

– Cuando hablas en ese tono, confieso que siento una pizca de envidia… ¡Oh, mi querida Mary! ¡Has cambiado!

– No en todos los sentidos, hermana. Todavía tiendo a decir lo que pienso. Sobre todo al señor Collins -y resopló con gesto de enojo-. Cuando pensaba que andaba buscando una esposa hermosa, aún era capaz de excusar su inapropiada elección de mujeres como Jane y Lizzie, pero cuando se lo pidió a Charlotte Lucas, se me cayeron todas las vendas de los ojos. Charlotte es como un pastel de una libra que lleva hecho más de una semana, y tan vulgar y tan poco apetecible como él. Entonces comencé a comprender que no era merecedor de mi cariño.

– Desde luego, no pretendo alcanzar la profundidad de tu intelecto, Mary -dijo Kitty con aire pensativo-, pero a menudo me asombra cómo la divinidad de Dios ha podido crear seres tan poco sustanciales. En justicia, el señor Collins apenas debería haber tenido dinero para ir tirando, haber sido un reverendo pobretón, y sin embargo siempre prospera aunque no tenga ningún mérito en sí mismo.

– Oh, no lo tuvo fácil cuando Lizzie se casó con Fitz y papá se murió, cuando heredó Longbourn. Lady Catherine de Bourgh nunca le perdonó… aunque no sé exactamente por qué.

– Yo sí. Si le hubiera gustado a Lizzie, nuestra hermana se habría casado con él en vez de robarle a Fitz a Anne de Bourgh -dijo Kitty.

– Bueno, su señoría hace mucho que murió, y su hija con ella -dijo Mary con un suspiro.

– ¡Y eso demuestra aún más que los caminos de Dios son inescrutables!

– ¿Qué estás insinuando, Kitty?

– ¡Me refiero al ataque de gripe que se llevó a ambas De Bourgh tan rápidamente tras el matrimonio del coronel Fitzwilliam con Anne! ¿O debería decirgeneral Fitzwilliam? Él se convirtió en heredero de los Rosing y de aquella formidable fortuna a tiempo para enviudar respetablemente antes de que nadie más ocupara el corazón de la buena Georgiana.

– Ya… -Mary emitió un resoplido de diversión-. Georgiana no tenía ninguna intención de conformarse con nadie excepto con el coronel… o el general, si prefieres llamarlo así. Aunque no puedo aprobar los matrimonios entre primos hermanos. Su hija mayor está tan estigmatizada que han tenido que encerrarla -dijo Mary.

– La sangre Bladon, querida. Lady Catherine, lady Anne y lady Maria. Las tres hermanas.

– Se casaron con hombres muy ricos -dijo Mary.

– ¡Y muy bien hecho! ¡Eran hijas de un duque! -protestó Kitty-. Su padre se daba un tono nobiliario imposible: el menor tufillo a comercio hubiera sido suficiente para matar al anciano caballero. Ése era el padre del general: resultó que había hecho su fortuna con el algodón y los esclavos.

– ¡Qué tonta eres, Kitty! ¿Es que tu vida no es nada sin cotilleos y murmuraciones?

– Probablemente. -El fuego estaba languideciendo; Kitty tiró del cordel de la campanilla para llamar á Jenkins-. ¿Y realmente esperas que los Collins viajen doce millas para darte el pésame?

– Es inevitable. El señor Collins puede oler una tragedia o un escándalo a cientos de millas de distancia, así que ¿cómo no va a olerlo a doce millas? Lady Lucas vendrá con ellos y es muy probable que tengamos aquí a la tía Phillips día y noche. Sólo un ataque de lumbago le impediría venir hoy mismo, pero una buena llorera le sentará estupendamente.

– A propósito, Mary, ¿Almería tiene que dormir en mi habitación? Tiene tendencia a roncar, y sé que hay una bonita alcoba en el ático, en un extremo. Es una dama, no una criada.

– Estoy reservando ese cuarto del ático para Charlie.

– ¡Ah!, ¿va a venir?

– Por supuesto -dijo Mary.

No era costumbre que las mujeres asistieran a los funerales, ni en la iglesia ni en el cementerio, pero Fitzwilliam Darcy había decretado que esa norma social podría ignorarse en el caso de las exequias de la señora Bennet. Sin hijos varones entre los vástagos de la finada y con cinco hijas, la asistencia podría ser quizá demasiado escasa, a menos que se relajaran dichas costumbres. Así que la nota de aviso que se había enviado a toda la familia comunicaba también que las damas podrían estar en la iglesia y en el cementerio, a pesar de las objeciones de personas como el reverendo Collins, a quien se le habían bajado bastante los humos cuando le dijeron que él no oficiaría el funeral. Así que las cuñadas de Jane, la señora Louisa Hurst y la señorita Caroline Bingley, vinieron desde Londres para estar presentes, mientras que las amigas de la señora Bennet, su hermana, la señora Phillips, y sus amigas, lady Lucas y la señora Long, hicieron el viaje, más corto, desde Meryton, para asistir también a las exequias.

Y allí estaban de nuevo todas juntas, mira por dónde, las cinco hermanas Bennet, pensó Caroline Bingley cuando concluyó el funeral en la iglesia y antes de que comenzara el cortejo fúnebre hasta el cementerio.

Jane, Elizabeth, Mary, Kitty y Lydia… Para Caroline también habían transcurrido veinte años: veinte años en el limbo, gracias a ellas y a su tan cacareada belleza. Por supuesto, se habían marchitado un poco, se habían apagado un poco… pero todavía conservaban buen aspecto. Jane y Elizabeth habían comenzado a navegar por las procelosas aguas de los cuarenta; pero ella, Caroline, ya había sobrevivido a esas tempestades y ahora encaraba los temibles cincuenta. Como Fitz; eran casi de la misma edad.

Respecto a Jane, parecía como si Dios hubiera colocado una cabeza de veintitrés años en un cuerpo de cuarenta y tres. Su rostro, con su sosegada mirada de color miel, con su tersa piel sin arrugas, con sus exquisitamente delicadas líneas, quedaba enmarcado con una melena de pelo dorado como la miel. Vaya, doce embarazos le habían pasado factura y ya no tenía aquella figura de sílfide, pero no había engordado en exceso; simplemente había ensanchado de caderas y se le había caído un poco el pecho. En ella, el «tipo Bennet» era indiscutible; las cinco tenían algún rasgo hermoso, cosa poco sorprendente teniendo en cuenta que sus padres también habían sido muy agraciados.

Elizabeth y Mary tenían el mejor pelo Bennet, fuerte, ondulado, y más pelirrojo que rubio, aunque no se podía certificar que fuera exactamente una cosa u otra; para Caroline, era sin duda pelirrojo. La piel de ambas hermanas parecía marfil y sus grandes ojos entrecerrados eran de un gris que podía tornarse violeta. Por supuesto, los rasgos de Elizabeth no eran tan perfectos como los de Jane -tenía la boca más grande y los labios demasiado gordezuelos-, pero por alguna razón que aún se le escapaba a la señorita Bingley, los hombres la encontraban más llamativa. Su excelente figura iba envuelta en zorro negro, mientras que Mary llevaba un lúgubre vestido de sarga negra, un lamentable sombrero y una capelina aún peor. Caroline estaba fascinada con ella, porque no había visto a Mary desde hacía diecisiete años, un período de tiempo que había transformado a Mary en una mujer… ¡idéntica a Elizabeth! O al menos muy parecida, si su boca naturalmente generosa no hubiera mantenido su antigua severidad: aquello sólo proclamaba su soltería. ¿Conservaría aún aquellos espantosos dientes tan mal puestos?

Caroline, la señorita Bingley, conocía muy bien a Kitty. Era lady Menadew, la de pelo trigueño y ojos azules como la flor llamada espuela de caballero, y tan elegante y tan a la moda que evidentemente disfrutaba de una sublime viudedad. Era tan amable como frívola, y parecía que tenía veintiséis años, y no treinta y seis. ¡Ah, cómo los había engañado a todos su hermano Charles! ¡Y el idiota de Desmond Hurst! Cuando ya no pudo pagar sus deudas, solicitó ayuda a Charles. Charles había accedido a pagarlas, con una condición: que Louisa presentara a Kitty Bennet en Londres. Después de todo, había dicho Charles muy razonablemente, Louisa iba a sacar al mercado a su propia hija… ¿qué más daba hacerlo con dos chicas? Atrapado, Desmond Hurst había cambiado sus facturas impagadas (y muchas otras deudas) a cambio de presentar a Kitty en Londres. ¿Pero quién iba a pensar que aquella lagarta iba a quedarse con lord Menadew? Desde luego, aquel anciano no era uno de los mejores premios del negocio matrimonial de Londres, pero resultaba una pieza muy deseable, a pesar de sus muchos años. Mientras, la pobrecita Posy (así llamaban a Letitia) no conseguía un marido por nada del mundo y se encaminaba directamente a una larga decadencia… ataques de debilidad, depresión, inanición.

Lydia era otro asunto bien distinto. Ella sí que parecía una verdadera cuarentona, y no Jane. ¿Qué edad tenía? Treinta y cuatro. Caroline podía imaginarse perfectamente los esfuerzos a los que debía de haber recurrido su familia para impedir que la señora Wickham se ahogara en una botella. ¿No habían hecho ellos lo mismo con el señor Hurst? Éste había sucumbido tras una apoplejía ocho años atrás, permitiendo que Carolina abandonara las casas de Charles para trasladarse a la residencia de los Hurst en Brook Street, y vivir allí con Louisa y Posy, y entregarse de este modo más libremente a su pasatiempo favorito: despedazar a Elizabeth Darcy y a su hijo.

Tragó el nudo que tenía en la garganta cuando Fitz y Charles salieron de la iglesia; el pequeño ataúd de la suegra iba haciendo equilibrios sobre sus hombros, porque el diminuto señor Collins y Henry Lucas iban en la parte de atrás; aquella organización confería a la caja de madera pulida de palisandro una inclinación precaria, pero no excesivamente peligrosa. «¡Oh, Fitz, Fitz…! ¿Por qué te enamoraste de ella? ¿Por qué te casaste con ella? Yo te habría dado verdaderos hijos varones, y no un único espécimen tan aburrido como Charlie. Undevoté del amor socrático [3], todo el mundo está convencido de ello. ¿Por qué? Porque el asombroso grado de su belleza lo hace parecer de ese tipo de personas, y yo difundo esa calumnia como si fuera una verdad, porque mi relación íntima con la familia la convierte en una insidia perfectamente creíble. Tildar a su hijo con un estigma semejante, tan repugnante al corazón de su padre, es un modo de castigar a Fitz por no haberse casado conmigo. Cualquiera pensaría que Fitz descubriría sin mucho esfuerzo semejante estratagema, porque los rumores siempre comienzan con algo que yo he dicho. Pero no. Fitz me cree a mí, no a Charlie».

Torció su larga nariz, porque había adivinado indicios de ciertas complicaciones en aquel inoportuno viaje para enterrar a aquella vieja bruja con cabeza de chorlito. No todo había ido bien en elménage de los Darcy durante algún tiempo, pero las formas se habían mantenido… al menos aparentemente. El aire de distante soberbia de Fitz había disminuido un tanto; durante los primeros años de su matrimonio casi había desaparecido, aunque ahora el instinto le decía a Caroline que Darcy no era el hombre feliz que había subido al altar. ¿Tenía aún ilusión por algo? Quizá. Aún aspiraba a conquistar… ¿qué? Caroline Bingley no lo sabía, pero estaba absolutamente convencida de que la pasión de Fitz por Elizabeth no se había resuelto en una verdadera felicidad.

Bajaron al cementerio, y los deudos vestidos de negro desfilaron entre los monumentos funerarios desperdigados, antiguos, como de tiempos de las cruzadas, y recientes, con la tierra aún húmeda. La señorita Bingley y la señora Hurst caminaron junto a Georgiana y el general Hugh Fitzwilliam, no al frente de la congregación, sino hacia la mitad de la comitiva. «¡Adiós, señora Bennet! La mujer más idiota que ha conocido el mundo».

Apartándose un poco, Caroline observó con mirada despreocupada la escena, hasta que se encontró con la de Mary; allí se detuvo, y la clavó fijamente en ella. Las pupilas violetas de la hermana soltera descansaron con aire de burla en el rostro de Caroline, como si aquellas pupilas y todo lo que había tras ellas realmente supieran lo que Caroline estaba pensando. ¿Qué le había ocurrido a aquellos ojos, ahora tan inteligentes, tan expresivos y tan perspicaces? Venía apoyada en Charlie, que la cogía de la mano: una extraña pareja. Algo en ellos insinuaba un cierto distanciamiento de aquella sensiblera parodia que estaban celebrando, como si sus personas permanecieran allí mientras sus espíritus estuvieran vagando por otros mundos lejanos.

«¡No seas ridícula, Caroline!», se dijo a sí misma, y apoyó su cadera en una lápida oportunamente colocada tras ella; aquel champiñón espantoso, el reverendo Collins, se disponía a añadir unas breves palabras de su cosecha a un servicio funerario que ya había sido demasiado largo. Para cuando Caroline hubo descansado discretamente su peso sobre aquella oportuna lápida, Mary y Charlie ya habían vuelto a ser lo que realmente eran. «Sí, Caroline, era una idea ridícula… Menos mal que Louise y yo hemos concertado el carruaje para que nos saque de aquí inmediatamente después del funeral; disfrutar de algunos saludos corteses con las cinco hermanas Bennet en Shelby Manor no era una perspectiva especialmente atractiva. Si el cochero azuza un poco los caballos, podremos estar de regreso en Londres al anochecer. Pero si me invitan a pasar el próximo verano en Pemberley, iré. Con Louisa, desde luego».

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