Capítulo 3

El invierno fue más entretenido de lo que Mary esperaba. Aunque no podía recibir visitas de caballeros, la señora Markham, la señorita Delphinia Botolph, la señora McLeod y lady Appleby se pasaron bastante a menudo por su casa, renegando en privado del olor a humedad que había en el ambiente y de las vistas deplorables que tenía la residencia, por no mencionar ciertas especulaciones que se hacían confidencialmente: por ejemplo, ¿por qué la buena señorita Bennet no tenía dama de compañía? Las indagaciones de las damas se encontraron con un silencio pétreo; la señorita Bennet simplemente decía que no tenía ninguna necesidad de dama de compañía, y cambiaba de asunto. De todos modos, si le enviaban un carruaje o si alquilaba uno por su cuenta, podía asistir a cenas, fiestas y recepciones. Siempre había caballeros no comprometidos, y el señor Robert Wilde había dejado caer sin demasiadas sutilezas que a él le encantaría que lo sentaran junto a ella en la mesa, a la hora de la cena, o que estaría encantado de acompañarla en cualquier ocasión que se presentara.

Las cejas se fruncían y los guiños revoloteaban de cara en cara; no tenía ningún sentido que una mujer de treinta y ocho años tuviera enamoriscado a un soltero cotizado como el señor Wilde. Además, a éste no parecía importarle tener seis o siete años menos que ella.

– Bien listo que es -dijo la señorita Botolph, cuyos sesenta años anunciaban que ya no sentía las punzadas de los celos-. Se dice que ella tiene una bonita renta y si él le echa el lazo, la señorita Bennet elevará la posición del joven. Al fin y al cabo, ella es la cuñada de Darcy de Pemberley.

– Sería deseable que se vistiera mejor -dijo lady Appleby, una entusiasta lectora de revistas de moda femenina.

– Y que no saliera siempre con esas observaciones tan raras -apuntó la señora Markham-. Se dice, y yo lo creo de verdad, que la han visto hablar de manera muy natural con un gitano.

El objeto de estas observaciones estaba sentado en un sofá con el señor Wilde, que la acompañaba, ataviada con un sencillo traje de noche negro, tan viejo que ya tenía un tono verdoso, y con el pelo recogido en un moño, sin un solo rizo que enmarcara su rostro.

– ¿Y qué le dijo el gitano? -le estaba preguntando el señor Wilde.

– ¡Oh, fue fascinante, señor! Al parecer, ellos se creen descendientes de los faraones de Egipto y están condenados a vagar por el mundo hasta que llegue algún profeta o encuentren un paraíso. Lo que realmente intentaba era llevarse mis seis peniques, pero no lo consiguió. Sus ojos refulgían hambrientos de oro o de plata, no de comida. Me aparté de él convencida de que su tribu, al menos, no son ni pobres ni están excesivamente descontentos. Me dijo que les gustaba la vida que llevaban. Lo que supe es que se trasladan cuando han ensuciado su campamento con restos de comida y desperdicios humanos. Y ésta es una lección que algunos de nuestros pobres de los arrabales deberían aprender.

– Dice usted que a ellos les gusta la vida que llevan. En cambio, a usted no le gusta la suya.

– Eso cambiará en mayo -dijo Mary, mordisqueando un dulce de almendras-. Esto está muy bueno. Tengo que pedirle a la señora McLeod la receta de su cocinera.

– ¡Qué alivio! -gritó el señor Wilde, olvidando que no es muy educado lanzar exclamaciones en ciertas conversaciones.

– ¿Un alivio? ¿En qué sentido?

– Eso significa que sus viajes tendrán un final. Que un día solicitará los servicios de una cocinera.

– Ya lo hago ahora.

– Pero no recibe en casa. Y, en consecuencia, no hay dulces de almendras.

– ¿Me está reprochando algo?

– Señorita Bennet, ¡ni en sueños me atrevería a reprocharle nada! -Los ojos del señor Wilde, de un color marrón claro, se tornaron más brillantes, clavó la mirada en las pupilas de Mary con fervor, y su mente, convertida en un torbellino de ideas, casi olvidó por completo que se encontraban en el salón de la señora McLeod con otras diez personas-. Bien al contrario, no le pido nada más a la vida que poderla pasar a su lado… -Y dio el paso decisivo-: ¡Cásese conmigo!

Horrorizada, Mary se apartó hacia atrás en el sofá con un movimiento tan repentino que todas las miradas se clavaron en la pareja; todos los oídos habían estado pendientes de ellos.

– ¡Cállese, se lo ruego!

– Ya lo he dicho -señaló el señor Wilde-. ¿Qué responde?

– ¡No, y mil veces no!

– Entonces hablemos de otras cosas. -Cogió el plato vacío que Mary sostenía entre sus dedos exánimes y sonrió con gesto cariñoso-. No acepto micongé, como comprenderá. Mi oferta se mantiene en pie.

– No tenga esperanzas, señor Wilde. Soy inflexible.

«¡Oh, qué humillación!». ¡Cómo no había sido capaz de prever aquella molestísima declaración! ¿Y qué demonios había hecho ella para animarlo a formular semejante petición…?

– ¿Asistirá usted a la boda de la señorita Appleby? -preguntó el abogado.

En fin, ahí concluía todo, decidieron los satisfechos testigos… hasta el momento, por lo menos. Tarde o temprano, la señorita Bennet aceptaría la oferta.

– Aunque si ella juega demasiado con el pescador -dijo la señorita Botolph-, puede encontrarse con que el pescador se ha ido a pescar a otra parte del río.

– ¿Sabes lo que yo creo, Delphinia? -preguntó la señora Markham-. Lo que yo creo es que la señorita Bennet no da ni dos peniques por el matrimonio.

– De lo cual deduzco que su situación es muy cómoda y su modo de vida, muy estable -contestó la señorita Botolph-. Lo mismo me ocurrió a mí cuando se murió mamá. Hay peores destinos que una existencia cómoda y una vida de soltera. -Resopló-. Los maridos pueden resultar más una desgracia que una bendición.

Fue una observación que las damas casadas prefirieron ignorar.

Argus dejó la pluma sobre la mesa y revisó su último artículo con una mirada ligeramente cínica. El tema era en realidad bastante tonto, pensó, pero los miembros de la clase acomodada inglesa, particularmente aquellas familias que vivían en las ciudades, eran increíblemente sentimentales. Ni la prosa más enérgica y emotiva podía conmoverlos o conseguir que se apiadaran del destino de un deshollinador, pero si uno sustituía al ser humano por un animal… ¡ah, entonces era un asunto bien distinto! ¡Cuántas lágrimas se derramarían cuando apareciera aquel artículo en elWestminster Chronicle! ¡Los ponis que se utilizan en las minas!, nada menos. Se quedan ciegos tras una vida en las galerías bajo tierra, sus pobres flancos peludos marcados con las heridas de la fusta…

Le divertía escribir este tipo de cosas de tanto en tanto, porque Argus no era en absoluto lo que seguramente pensaban de él sus lectores, quienes en sus fantasías lo imaginaban pasando hambre en un desván, escuálido hasta los huesos por la pura fuerza de sus ideales revolucionarios. Las damas como la señorita Mary Bennet podían imaginarlo como un cruzado contra los males de Inglaterra, pero la verdad es que su celo epistolar se debía a su deseo de hacerles la vida más incómoda a ciertos caballeros de la Cámaras de los Lores y de los Comunes. Cada carta de Argus levantaba ampollas y en ambas cámaras se veían obligados a debatir sus temas, provocaba interminables discursos y obligaba a lord Fulano y al señor Mengano a esquivar unos cuantos huevos podridos en el peligrosísimo trayecto que los representantes tenían que salvar entre los soportales del Parlamento y las portezuelas de sus carruajes. En realidad, él sabía, como sabían la mayoría de lostories conservadores, que nada podía mejorar las condiciones de vida de los pobres. No, aquello no era lo que le impulsaba a escribir; lo que le impulsaba a escribir, y Argus había llegado a esa conclusión, era su espíritu pícaro y malvado.

Cerró la puerta de su biblioteca tras él, salió al espacioso vestíbulo de su casa en Grosvenor Square y tendió una mano para recibir los guantes, el sombrero y el bastón mientras su mayordomo le colocaba una capa con embozo de piel en torno a sus anchos hombros.

– Dile a Stubbs que no me espere -dijo, y se aventuró a salir a la gélida noche de marzo luciendo su verdadera indumentaria; Argus existía sólo en su estudio. Su paseo fue muy corto; si había personas al otro lado de la plaza, le vieron llegar a su destino.

– Mi querido Angus -dijo Fitzwilliam Darcy, estrechándole cálidamente la mano-. Pasa, pasa al salón. Tengo un nuevo whisky para ti… Se necesita un escocés para que emita un veredicto sobre un whisky escocés.

– Oh, daré mi veredicto con mucho gusto, Fitz, pero el hombre que te lo trae conoce mucho mejor que yo las maltas de las Highlands. -Despojado de la capa, del bastón, del sombrero y los guantes, el señor Angus Sinclair, en la intimidad de su biblioteca conocido como Argus, acompañó a su anfitrión a lo largo del enorme vestíbulo de Darcy House, donde reverberaban los ecos de sus pasos-. Vas a intentarlo otra vez, ¿eh? -preguntó.

– ¿Tendría éxito si lo intento?

– No. Eso es lo mejor de ser escocés. Yo no necesito tu influencia, ni en los tribunales ni en la City, y mucho menos en el Parlamento. Mi pequeña aventurilla periodística no es más que un entretenimiento… los peniques salen del carbón y del hierro de Glasgow, como bien sabes. Obtengo un gran placer siendo una espina en la zarpa de este león gordo y conservador que constituís lostories de Inglaterra. Deberías ir a visitar el otro lado de la frontera del norte, Fitz.

– Puedo tolerar tu periódico semanal, Angus. Es Argus el que resulta de una incomodidad dañina -dijo Fitz, conduciendo a su invitado al pequeño salón, reluciente en tonos rojos y dorados.

Sin duda, habría continuado con aquel tema, pero tuvo que detenerse porque su encantadora esposa se dirigía hacia ellos con una brillante sonrisa. Ella y el señor Sinclair se caían bien.

– ¡Angus!

– Cada vez que te veo, Elizabeth, tu belleza me asombra -dijo, y le besó la mano.

– ¿Ya te estaba molestando otra vez Fitz por lo de Argus?

– Inevitablemente -dijo Darcy, un tanto herido en su orgullo por cómo había utilizado su mujer la palabra «molestar». Demasiado directa la palabra.

– ¿Quién es?

– En esta vida, no lo sé. Sus cartas llegan por correo. Pero en su forma original, en su encarnación mítica, Argos o Argus era un monstruo fabuloso con muchos ojos. Estoy seguro de que ésa es la razón por la que ese individuo anónimo escogió su seudónimo. Los ojos de Argus lo ven todo [10].

– Seguro que sabes quién es -dijo Fitz.

– No, no lo sé.

– Oh, Fitz, vamos, deja tranquilo a Angus -dijo Elizabeth con gesto divertido.

– ¿Es que estoy resultando demasiado molesto? -preguntó Fitz, con un ligero tono mordaz en su voz.

– Sí, mi amor, lo estás siendo.

– Entendido. Prueba el whisky, Angus -dijo Fitz con una sonrisa forzada, sosteniendo un vaso.

«Oh, vaya…», pensó Angus, tragando una bebida que detestaba. «Elizabeth va a embarcarse otra vez en otro de esos "vamos a reírnos amablemente de Fitz", y él, que odia ese tipo de escenas, se pondrá más rígido que cualquier herramienta de hierro que jamás se haya forjado al fuego. ¿Por qué no se dará cuenta Elizabeth de que sus bromas no son tan leves como cree? Especialmente, considerando el objeto de sus burlas, que es bastante más susceptible de lo que él deja ver».

– ¡No digas que te gusta, Angus! -dijo ella con una risa.

– Pero me gusta. Muy suave -mintió Angus con valor.

Una contestación que apaciguó a Fitz, pero que no consiguió el beneplácito de la anfitriona: ella esperaba que la apoyara.

Era una cena privada; no esperaban a nadie más, así que los tres se sentaron en un extremo de una pequeña mesa en el salón comedor, para dar cuenta de un menú de cinco platos al cual ninguno de ellos prestó mucha atención.

– Yo publico las cartas de Argus, Fitz -dijo Angus cuando se retiraron los platos del asado y trajeron el postre desyllabub de crema-; y las publico porque estoy muy harto de este derroche. -su mano enojada barrió el aire sobre la mesa-. Es de rigeur servirme una cena pantagruélica, aunque no lo necesite y no coma sino una pizca mínima de ella. Aunque, desde luego, a vosotros no os obliga a grandes sacrificios. Todos nosotros habríamos quedado satisfechos con una rebanada de pan, un poco de mantequilla, un poco de jamón, un poco de queso y una manzana. Tus criados y todos sus familiares engordan con tus sobras… y también, probablemente, los cuervos de los jardines de la plaza.

Incluso sabiendo que Fitz detestaba las demostraciones de gestos excesivos, Elizabeth no pudo evitar estallar en carcajadas.

– ¿Sabes, Angus? Tú y mi hermana Mary podríais haceros famosos juntos. Ése es exactamente el tipo de observación que suele hacer y que consigue que la gente dé un paso atrás, pero tú lo dices sin importarte lo que pensemos, como ella.

– ¿Con quién está casada?

– Con nadie. Mary no está casada.

– ¡Una solterona enamorada de Argus! -resopló Fitz.

Sorprendida, la mirada de Elizabeth se volvió hacia el rostro de su marido.

– ¿Y cómo sabes tú eso? -preguntó-. Yo desde luego no lo sabía.

Se había tomado la precaución de decirlo suavemente, casi en tono de broma, pero él ni siquiera la miró, y su rostro se había tornado completamente impasible.

– Lo sé por Mary, naturalmente.

– ¿Y vive en Londres? -preguntó Angus, tomando nota con sus perspicaces ojos azules de la repentina tensión que crecía entre ellos.

– No, en Hertford -dijo Elizabeth, levantándose-. Os dejaré con el oporto y el tabaco, pero os ruego que no os demoréis mucho. El café se servirá en el salón.

– ¡Qué suerte tienes con tu mujer, Fitz! -dijo Angus, aceptando un oporto-. Es la criatura más animada y hermosa que conozco…

Fitz sonrió.

– Sí, claro. En todo caso, hay otras damas que son igual de cautivadoras. ¿Por qué no te casas con una de ellas? ¿Cuántos años tienes…? ¿Cuarenta? Y soltero. Se dice que eres el soltero más codiciado.

– Lamento disentir en la cuestión de las damas. Elizabeth es única. -Angus aspiró una bocanada de su finísimo cigarro-. ¿La hermana soltera es como ella? Si es como ella, podría intentar probar suerte… Pero lo dudo; si fuera como Elizabeth, no sería soltera.

– Se le pidió que cuidara de su madre -dijo Fitz con una mueca de enojo-. Mary Bennet es una idiota; siempre anda citando los pensamientos de esos mártires cristianos. Aunque tras las plegarias de los últimos años ha encontrado un nuevo dios al que adorar: Argus. -Darcy apoyó los dos codos en la mesa y entrelazó las manos frente a él; una costumbre que conseguía que los demás pensaran que estaba relajado y que nada le preocupaba-. Lo cual me conduce de nuevo a ese enojoso asunto. Angus, no voy a consentir que se sigan publicando las patéticas bobadas de ese individuo.

– Si de verdad fueran sólo patéticas, Fitz, no estarías ni la mitad de enfadado de lo que estás. No te estarás quemando en Londres, ¿o sí? Londres siempre ha sido un lugar muy duro, y siempre será muy duro. No, tú temes alguna revolución en el norte… ¿tan lejos alcanzan tus intereses?

– ¡No me ocupo en asuntos que están por debajo de los intereses de un Darcy!

Angus rugió con una carcajada, sin sentirse ofendido.

– ¡Dios mío, qué esnob eres…!

– Diría, más bien, que soy un caballero.

– Pues claro, una maravillosa ocupación. -Angus se apoyó en el respaldo de su silla mientras las cien velas de un candelabro sobrecargado parecían incendiar su pelo plateado. Las arrugas de sus enjutas mejillas se hacían más profundas cuando sonreía; así parecía aún más pícaro. Y así era exactamente como se sentía esa noche, más intrigado que nunca por los misterios de Fitzwilliam Darcy. Había corrientes subterráneas que no había sospechado… ¿era ésa quizá la causa de que Elizabeth hubiera hecho aquel rarísimo viaje al sur? La mayoría de las veces la había visto en Pemberley, durante esas largas estancias que a Fitz le gustaba organizar en casa; a pesar de toda su belleza, a Elizabeth no le gustaban en exceso los antros de libertinaje de la sociedad londinense. Había ido a Londres sólo porque se había celebrado una recepción real y Angus se tuvo por afortunado porque la curiosa fijación de Fitz por Argus le había permitido, por ejemplo, aquella cena íntima de los tres.

– No está bueno -dijo, apartando lo que le quedaba de oporto-. Argus tendrá su foro para el debate mientras yo sea dueño delWestminster Chronicle… y tú no tienes suficiente dinero para comprarme. Necesitarías todo el dinero de un Creso [11].


* * *

– Qué cena tan agradable -le dijo Elizabeth a su marido después de que su único invitado se hubiera despedido. Comenzó a subir los peldaños de la izquierda de la escalinata que se elevaba a partir de un espléndido rellano que se encontraba a medio camino. Fitz iba a su lado, ayudándola con la cola del vestido.

– Sí, desde luego… Aunque un tanto frustrante. No consigo meterle en la cabeza a Angus que ese Argus y los que son como él pueden hundirnos. Desde que los colonos americanos comenzaron a parlotear a propósito de la democracia y los franceses empezaron a cortarles la cabeza a sus nobles, las clases bajas no han hecho otra cosa que organizar algaradas y rebeliones. Incluso aquí, en Inglaterra.

– Una nación de tenderos, eso es lo que dijo Bonaparte de nosotros.

– Bonaparte ya no es nadie. Sir Rupert Lavenham me dijo que su gran ejército ha sido derrotado en las nieves de Rusia. Cientos de miles de soldados franceses se han congelado hasta morir. Y él los ha abandonado a su suerte… ¿puedes creértelo, Elizabeth? Ese hombre es un advenedizo, y mira para qué.

– Para nada en absoluto -dijo Elizabeth conforme a lo que se esperaba de ella-. A propósito, Fitz, ¿cuándo te dijo Mary que estaba enamorada de Argus?

– Cuando estuve con ella en la biblioteca, la mañana que nos vinimos. Nosotros… eeh… bueno, tuvimos una pequeña desavenencia.

Llegaron a la puerta de Elizabeth; ella se detuvo, con la mano en el picaporte.

– ¿Por qué no me cuentas esas cosas?

– No son asunto tuyo.

– Sí, son asunto mío, ¡especialmente porque se trata de mi hermana! ¿Qué clase de «desavenencia» tuvisteis? ¿Es por eso por lo que ahora está viviendo en Hertford? ¿Le sugeriste que no sería bienvenida en Pemberley?

El disgusto que sintió Darcy al verse de aquel modo censurado le obligó a responder de modo airado.

– ¡Lo que ocurrió en realidad fue que tu hermana rechazó absolutamente venir a Pemberley! ¡Ni siquiera quiso una dama de compañía! ¡Vivir soltera sin dama de compañía…! ¡Es el colmo de la desvergüenza! ¡Y en Hertford, a la vista de todo el mundo que la conoce desde hace años! ¡Yo me lavo las manos si quiere desperdiciar su provisión en alguna tontería que las cartas de ese loco de Argus le hayan metido en la cabeza!

– Una provisión no especialmente generosa, por cierto -contestó Elizabeth, con los ojos lanzando destellos-. ¡Sé que nuestro cuñado Charles contribuyó con la mitad, así que Mary te ha costado al año menos de lo que te cuesta mantener los caballos de tu tílburi! Y no me refiero a los bayos y a los grises, ¡me refiero sólo a uno de ellos! ¡Doscientas cincuenta libras al año! Eso es lo mismo que le pagas a tu criado, y a tu maestro de cuadras le pagas aún más. Cuando es para ti, Fitz, gastas lo que sea necesario. Pero no te has gastado nada en mi pobre hermana… literal y metafóricamente: mipobre hermana.

– A mí no me crece el dinero en las manos -dijo Darcy con rigidez-. Mary es tu hermana, no mía.

– Si no te crece el dinero en las manos, ¿cómo es que te lo gastas en perifollos como collares de esmeraldas? Yo nunca te he pedido joyas, pero Mary necesita más seguridad de la que le has dado. Vende estas esmeraldas de mi collar y dale el dinero a Mary. Después de diecisiete años, no tendrá más que nueve mil quinientas libras. Si prefiere vivir por su cuenta, no podrá permitirse ni un carruaje, ni hacer otra cosa que no sea vivir de alquiler. ¿Y esperas que pague a una dama de compañía? ¡Obviamente! ¡Eres unroñoso!

Tener que oír que su mujer lo consideraba un roñoso le produjo una extraña irritación; los labios se tensaron hasta mostrar los dientes desnudos.

– No voy a tener en cuenta lo que dices, Elizabeth, porque hablas desde la ignorancia. La estúpida de tu hermana ha retirado su dinero de unos fondos al cuatro por ciento, así que ahora no tendrá renta alguna. Si yo le hubiera procurado una asignación mayor, ella simplemente tendría más dinero para gastar.Su hermana, señora mía, está loca.

Respirando con dificultad, Elizabeth luchó por mantener el control; si lo perdía, su marido despreciaría su furia y la tendría en menos de lo que realmente era.

– Oh, Fitz, ¿por qué no tienes compasión? -exclamó-. Mary es la criatura más inofensiva que ha nacido en este mundo. ¿Qué puede importar si… si le da por vivir de un modo raro? ¿Qué importa que no quiera una dama de compañía? Fue tu decisión de librarte de nuestra madre lo que ha hecho que Mary se haya convertido en lo que es. ¿Y cómo ibas a saber qué querría hacer la pobre una vez que mi madre muriera? No intuiste nada, simplemente asumiste que mi hermana continuaría siendo lo que había sido cuando era una muchacha, y pretendisteengañarla ofreciéndole una vida cómoda y aburrida en su edad madura, igual que la que le concediste a nuestra madre. ¿Por qué hiciste eso con nuestra madre, entonces? Porque si no confinabas a mi madre, sería demasiado peligrosa… podría asistir a una importante recepción política y convertirte en el hazmerreír de la reunión con sus bobadas y con sus observaciones tontas proferidas a gritos. ¡Ahora lo que haces es suponer que Mary tendrá la misma conducta que mi madre! ¡Es imperdonable!

– Ya veo que estuve acertado no contándote lo que sucedió.

– No contármelo fue una inconcebible falta de tacto.

– Buenas noches -dijo Darcy, con una leve reverencia.

Y bajó hasta el vestíbulo en sombras, su silueta se recortaba tan rígida y bien proporcionada como veinte años atrás.

– ¡Y no me escribas una de esas cartas llenas de excusas y de lamentaciones! -gritó Elizabeth cuando su marido desapareció-. ¡La quemaré sin leerla!

Temblando, avanzó por sus dependencias y habitaciones, y se alegró profundamente de haberle dicho a Hoskins que no la esperara levantada. ¡Cómo se atrevía! ¡Oh, cómo se atrevía!

Nunca discutían; él era demasiado orgulloso, y ella siempre prefería la paz a cualquier precio. Aquella noche había sido la primera vez que habían intercambiado palabras hirientes después de muchos años. «Quizá», pensó Elizabeth, apretando fuerte los dientes, «habríamos sido más felices si hubiéramos discutido más». Sin embargo, aunque hubiera estado muy enfadado aquella noche, Fitzwilliam Darcy no se rebajaría ni un milímetro más de lo que consideraba propio de la conducta de un caballero. No gritaría, aunque ella hubiera gritado; no apretaría las manos ni levantaría el puño, aunque su mujer lo hubiera hecho. Sufaçade era inquebrantable, aunque todo lo sucedido hubiera estado a punto de resquebrajar a su esposa. ¿Aquel matrimonio satisfacía las ideas de matrimonio que tenía Darcy? Y, por parte de Elizabeth, ¿es que alguna vez imaginó la pesadilla en la que se convertiría su matrimonio?

Lo que revivía una y otra vez en su memoria era aquel tiempo de noviazgo. ¡Oh, el modo en que la había mirado entonces…! Sus ojos gélidos, iluminados y brillantes, su mano buscando una excusa para rozarla, sus dulces besos en los labios, la seguridad con que el joven Darcy afirmaba que ella era más preciosa para él que todo lo que había en Pemberley. Siempre vivirían en un halo de perfecta bendición… o así lo había creído Elizabeth.

Aquella creencia se había hecho añicos la misma noche de bodas: fue una humillación que sólo soportó porque así lo había ordenado Dios con el fin de procrear. ¿Y Jane? ¿Habría sentido lo mismo? No lo sabía, y no podía preguntarlo. Aquellas intimidades de alcoba eran demasiado privadas para disfrazarlas de confidencias, incluso aunque fuera con la hermana más querida.

Emocionada, Lizzie había imaginado que en su noche de bodas pasarían horas besándose tiernamente y dándose cariño, y en cambio se había encontrado con un acto bestial donde sólo había dientes, uñas, manos violentas, gruñidos y sudor; él le había destrozado el camisón para arañarla y morderle los pechos, sujetándola con una mano mientras con la otra hurgaba, violaba y manoseaba torpemente su parte más íntima. Y, en sí mismo, el acto fue degradante, sin rastro de amor… ¡tan horrible!

Al día siguiente, él se había disculpado, explicándole que había estado esperándola durante mucho tiempo y que no pudo contenerse, pues estaba deseoso de hacerla suya. Fitz parecía avergonzado, pero ella se dio cuenta de que no se sentía avergonzado por ella. Erasu pérdida de dignidad lo único que le importaba. Un hombre tenía necesidades, había dicho, pero ella lo comprendería con el tiempo. Bueno, pues Elizabeth nunca lo había comprendido. Aquel primer encuentro fijó el modelo de relación durante los siguientes nueve años; incluso la simple idea de que él pudiera presentarse ante ella por la noche era suficiente para que Elizabeth se pusiera enferma. Pero después de la cuarta hija seguida, las visitas de Darcy cesaron. El pobre Charlie tendría que asumir la carga de una posición que su carácter encontraba repugnante, y sus niñas -tan buenas y tan dulces- tenían tanto miedo de su padre como de Ned Skinner.

El collar de esmeraldas no quería desabrocharse en su nuca. Elizabeth se lo quitó de un tirón, sin que le preocupara en absoluto arrancarse algún mechón de pelo de raíz. «¡Oh,malditas inutilidades! Más valiosas que el bienestar de una hermana. Ya ves. Libre al fin. ¡Si pudiera ser libre realmente…! ¿Se dará cuenta Mary de que no tener marido significa al menos un mínimo de independencia?». Para Elizabeth, la dependencia se había convertido en una mortificación.

«Tal vez nunca amé lo suficiente a Fitz», pensó, acurrucada en los vastos confines de su cama. «O tal vez no me parezco lo suficiente a Lydia como para responder como ella. Porque ya he madurado lo suficiente para darme cuenta de que no todas las mujeres son iguales: hay algunas, como Lydia, que realmente aceptan bien los gruñidos, el sudor y esas suciedades; mientras que a otras, como yo, nos asquea. ¿Por qué no puede haber un término medio? Tengo tanto amor que dar… pero no es la clase de amor que Fitz quiere. Durante nuestro noviazgo, yo pensé que mi amor sí era el que Fitz deseaba, pero una vez que fui legalmente suya, me convertí en una posesión. El principal adorno de Pemberley. Me pregunto quién será su amante. Nadie lo sabe en Londres, o de otro modo, lady Jersey o Caroline Lamb ya lo habrían cotilleado. Debe de ser de baja condición, agradecida por las migajas que él le echará… ¡Oh, Fitz, Fitz!».

Y lloró hasta que la venció el sueño.

El señor Angus Sinclair regresó a casa para trabajar otra hora en su biblioteca, pero no pensaba escribir prosa incendiaria bajo elnom de plume de Argus. Angus… Argus. ¡Qué diferencia hay en una sola letra! Sacó una gruesa carpeta atestada de papeles que había debajo de otras, en su mesa de oficina, y se dispuso a estudiar concienzudamente su contenido. Se trataba de los informes de varios de sus corresponsales sobre las actividades de la gente que él había bautizado como «los nabab del norte»: los recientes propietarios de fábricas, fundiciones, talleres, telares y minas de Yorkshire y Lancashire.

Entre ellos, uno de los más importantes era el señor Charles Bingley, de Bingley Hall, en Cheshire. Compañero inseparable de Fitzwilliam Darcy. Sin embargo, cuanto más pensaba en ello Angus, más extraña le resultaba aquella amistad.

¿Qué tenían en común aquel implacable esnob y el jefe de Trade & Industry? Aparentemente, una amistad que ni siquiera debería existir. Sus investigaciones habían revelado que se habían conocido en Cambridge, y que desde entonces habían estado estrechamente unidos. ¿Era un gesto juvenil, como un enamoramiento inapropiado por una parte y una altiva condescendencia por la otra? Una pequeña aventura socrática… ¿Aún pervivía…? ¡No, definitivamente no! Bingley y Darcy no eran ni más ni menos que amigos en alguna empresa. Ahora bien, lo que tuvieran en común debía de ser menos obvio… El abuelo de Bingley fue un trabajador de los astilleros en Liverpool; y su padre forjó un imperio de chimeneas que lanzaban un humo negro y espeso al aire de Manchester. Al tiempo, el abuelo de Darcy rehusó orgullosamente un ducado porque, tal y como se dijo entonces, él no podía ser duque de Darcy. Los duques no son duques de apellidos, sino de tierras.

«Algo une a este par de hombres», pensó Angus, «y estoy completamente seguro de que, sea lo que sea, yace bajo la marca de Trade & Industry».

– Sí, Angus -dijo el señor Sinclair en voz alta-, la respuesta debe de ser la única que resulta lógica… que el ilustre Fitzwilliam Darcy es el socio silencioso de Charles Bingley. Cincuenta mil acres en los montes de Derbyshire, en los páramos y en los bosques deben rentarle unas diez mil libras al año a Fitz, pero también tiene una importante cantidad de acres fértiles en Warwickshire, en Staffordshire, Cheshire y Shropshire. ¿Por qué se dice entonces que sólo tiene ingresos por valor de diez mil libras anuales? Seguramente obtiene el doble, y sólo de lo que produce la tierra. ¿Qué otras actividades fabriles e industriales contribuyen a su riqueza? ¿Y cuántos miles de libras más le proporcionan? -Protestó con un gruñido-. Oh, Angus, estás cansado… ¡no puedes pensar bien!

La situación le incumbía enormemente porque, en calidad de escocés comprometido, había sido absolutamente incapaz de comprender por qué un individuo se iba a avergonzar de ensuciarse las manos trabajando. Trade & Industry había recompensado suficientemente a su propietario como para transformar al nieto de un obrero del puerto de Liverpool en un caballero. ¿Qué tenía de malo no contar con un rancio abolengo familiar? ¡Qué actitud tan romántica! El Hombre Nuevo frente a la Vieja Nobleza, eran dos líneas paralelas que nunca se encontraban… Salvo en el caso de Bingley y Darcy. Pero… ¿qué ocurriría si Bingley tuviera intención de ser un caballero socialmente prominente en ciertos círculos londinenses? No lo haría, nunca lo haría. Era un hombre del norte, y mantenía una residencia en Londres únicamente porque la amistad con Fitz la hacía necesaria.

Se le caían los párpados; unos momentos después, Angus se despertó sobresaltado y supo que había estado dando cabezadas, y se rio levemente para sus adentros. Había soñado con una mujer delgada, con rostro afilado, ataviada como un ama de llaves, que caminaba arriba y abajo junto al Parlamento, con una pancarta que rezaba: «¡arrepentíos, explotadores de los pobres!». A Angus le habría parecido encantador de ocurrir realmente. En todo caso, las mujeres nunca se manifestaban frente al palacio de Westminster. El día que aquello sucediera, pensó con aire malévolo, todo el edificio se derrumbaría.

«¿Quién será esa mujer delgada, con rostro afilado, ataviada como un ama de llaves?», se preguntó mientras cerraba la carpeta y la devolvía a su lugar correspondiente. «¡Con toda seguridad, no podía ser la hermana de Elizabeth! Además… ¿qué solterona podía ser hermosa?». Ninguna, por lo que él sabía. La hermana de Elizabeth se llamaba Mary, pero… ¿cómo iba a averiguar cuál era su apellido? Entonces algo chispeó en su memoria: Fitz había dicho algo de Mary Bennett… con una o con dos. «Dos. Si tuviera sólo una, el apellido quedaría como mutilado. Señorita Mary Bennett… Vivía en Hertford, a un tiro de piedra de Londres. ¿Cuántos años tendría?».

La visión de Elizabeth lo había cautivado durante los últimos diez años, y descubrir que tenía una hermana soltera le resultó irresistible. Sí: tendría que ir a ver a la señorita Mary Bennett… ¡enamorada de Argus!

¡Pobre Elizabeth! Una criatura desgraciada e infeliz. Bueno, ¿qué mujer podría ser feliz casada con Fitz? Uno de los hombres más gélidos que Angus había conocido jamás. Aunque, exactamente, ¿cómo puede definir uno la palabra 'gélido', aplicada a los seres humanos? Desde luego, Fitz no estaba desprovisto de sentimientos… Tenía sentimientos, y fuertes, además. El problema era que esos sentimientos se encontraban bajo un exterior de hielo. Y Elizabeth probablemente había pensado que ella podría derretir el hielo cuando se casó con él. «He leído en algún sitio…», reflexionó Angus, «que hay un volcán cubierto de nieve y glaciares, y que aún, en lo más profundo, tiene una caldera de lava ardiente. Así es Fitz. ¡Dios me libre el día de la erupción! ¡Será devastadora…!».

Mientras se iba a la cama, le indicó al lacayo de guardia que a la mañana siguiente iba a partir y que estaría fuera de Londres dos semanas. Y le pidió que fuera tan amable de informar a Stubbs cuanto antes.

Cuando iniciaba personalmente un viaje para recabar informaciónpara Argus, la práctica de Angus Sinclair consistía en ir en primer lugar a los despachos de abogados locales. Y sólo porque este viaje tuviera el objetivo de descubrir qué clase de mujer era la hermana solterona de Elizabeth, eso no significaba que hubiera que utilizar una metodología diferente. Un Ned Skinner podría haber preferido las tabernas y los establos, pero Angus sabía que los abogados son como un palo de mayo: todas las cintas que relacionan los distintos ámbitos de un distrito se reúnen en ellos. Por supuesto, esto era verdad únicamente en las ciudades pequeñas, pero Inglaterra es un país de ciudades pequeñas y pueblos. Las grandes ciudades y las urbes eran el resultado de un nuevo fenómeno: la industria a una escala inimaginable en los días del abuelo de Charles Bingley.

Entraron en el patio de The Blue Boar, y allí se quedaron el tílburi, el equipaje y el criado, mientras Angus averiguaba, por boca del propietario, que Patchett, Shaw, Carlton y Wilde era el bufete de abogados que tenía la mejor clientela de Hertford, y que el hombre por el que tenía que preguntar era el señor Robert Wilde.

En el señor Robert Wilde Angus encontró a un hombre más joven, más interesante y menos tradicional de lo que había imaginado, y decidió ser franco con él. Por supuesto, el abogado había reconocido su nombre; el señor Wilde sabía que el señor Sinclair era uno de los hombres más ricos al otro lado de la frontera del norte, así como el acaudalado propietario delWestminster Chronicle.

– Soy un gran amigo de Fitzwilliam Darcy -dijo Angus con naturalidad-, y he sabido que tiene una cuñada que reside aquí, en Hertford. Es… una tal señorita Mary Bennett… ¿con una 't' o con dos?

– Con una -dijo el señor Wilde, encantado con su visita, que tenía un encanto nada despreciable, para ser escocés.

– Como me temía, mutilado… ¡Oh, no, no, señor Wilde, no se preocupe, son cosas mías! El señor Darcy no tiene conocimiento de este viaje ni sabe que estoy aquí. En realidad, se trata de un viaje a East Anglia, y como Hertford me caía de paso, pensé en visitar a la señorita Bennet y darle noticias de su hermana, la señora Darcy. Por desgracia, tengo tanta prisa que no creo que pueda entretenerme en averiguar la dirección de la señorita Bennet. No tendrá usted esa información…

– Sí -dijo el señor Wilde, observando al señor Sinclair con alguna envidia: era un hombre de magnífica apariencia, con un cabello rubio teñido de plata que enmarcaba un rostro muy atractivo, y un traje cortado maravillosamente a la moda que gritaba a los cuatro vientos lo rico que era y su importancia social-. De todos modos -dijo con cierto orgullo-, me temo que no podrá hacerle una visita. No recibe a caballeros.

Los ojos de intenso azul marino se abrieron, y la delicada cabeza se inclinó hacia un lado.

– ¡Ah!, ¿en serio? ¿Es una misántropa? ¿O es que está enferma?

– Un poco misántropa es, desde luego; pero ésa no es la razón. Es que no tiene dama de compañía.

– ¡Vaya, eso es extraordinario! Especialmente en una mujer emparentada con el señor Darcy.

– Si tuviera usted el privilegio de conocerla, señor, lo comprendería mejor. La señorita Bennet tiene una mentalidad extraordinariamente independiente. -Dejó escapar un suspiro-. De hecho, está obsesionada con su independencia.

– Entonces, ¿usted la conoce bien?

La curiosa expresión del rostro de Angus propiciaba que la mayoría de las personas que lo conocían le contaran confidencias que, estrictamente hablando, no eran de su incumbencia; y el señor Wilde también sucumbió a sus encantos.

– ¿Si la conozco bien…? Dudo que ningún hombre pueda decir eso. Pero tengo el honor de haberle pedido la mano hace algún tiempo.

– ¿Y debo felicitarle? -preguntó Angus, sintiendo una punzada de emoción. Si la señorita Bennet había provocado una propuesta de matrimonio de aquel hombre bien situado y próspero, entonces no podía ser ni una mujer delgaducha ni tener el rostro afilado.

– ¡Dios mío, no…! -exclamó el señor Wilde, riéndose con gesto tristón-. Me rechazó. Reserva su cariño para un hombre que firma en su periódico, señor Sinclair. Sólo sueña con ese Argus.

– No parece usted muy desanimado.

– No, claro que no. El tiempo le curará ese afán por Argus.

– Conozco bien al señor Darcy, y también a otra de sus hermanas, a lady Menadew. ¡Son unas mujeres preciosas! -exclamó Angus, lanzando la caña.

El señor Wilde picó y mordió bien el anzuelo.

– Creo que la señorita Mary Bennet le lleva la delantera a todas las demás -dijo-. Se parece bastante a la señora Darcy, pero es más alta y tiene mejor figura. -De repente, frunció el ceño-. También tiene otras cualidades que resultan más difíciles de definir. Es una dama que habla muy abiertamente, en especial sobre las condiciones de los pobres.

Angus suspiró y se dispuso a marcharse.

– Muy bien, señor, le agradezco mucho la información, y siento que no me sea posible darle recuerdos de la señora Darcy a su hermana. Norwich me llama y debo irme ya.

– Si se quedara usted esta noche en Hertford, podría verla -dijo el señor Wilde, incapaz de resistir el impulso de mostrar al mundo a su amada-. Tiene intención de asistir a un concierto esta noche, en los salones del ayuntamiento; lady Appleby irá con ella. Venga usted conmigo, yo le invito, y estaré encantado de presentársela: sé que la señorita Bennet adora a sus hermanas.

Y así fue como se llegó al acuerdo de que Angus se presentaría en casa del señor Wilde a las seis en punto. Tras un buen almuerzo en The Blue Boar y un paseo no excesivamente apasionante visitando los lugares de interés de Hertford, el señor Sinclair se presentó a la hora fijada en casa del abogado y ambos se encaminaron por la calle principal hacia el lugar donde tendría lugar el espectáculo.

Allí, una hora y media más tarde, Angus vio a la señorita Mary Bennet, que entró con lady Appleby precisamente cuando una soprano italiana se disponía a cantar algunas arias de las obras operísticas deherr Mozart. Su atuendo era pobre hasta el extremo: comparada con las amas de llaves, éstas vestían mejor. Pero aquello no podía rebajar la pureza de sus rasgos, la maravilla de aquel precioso cabello, el encanto de su esbelta figura. Absorto en su belleza, Angus se percató de que tenía los ojos de color púrpura.

Se sirvió una breve cena tras el concierto, que todo el mundo consideró excelente, por cierto, aunque, para sus adentros, Angus pensaba que los talentos musicales de La Stupenda y elsignore Pomposo eran bastante mediocres. Con el señor Wilde a su lado, Angus se acercó para conocer a la señorita Bennet.

Cuando Mary Bennet supo que el señor Angus Sinclair era el editor de Argus, se le iluminaron los ojos como un candelabro de la casa de Darcy.

– ¡Oh, señor…! -exclamó, adelantándose hasta colocarse de espaldas al señor Wilde, excluyéndolo así de la conversación-. ¡No me siento capaz de encontrar palabras de encomio y agradecimiento suficientes para agradecerle que sea el editor de alguien como Argus! ¡Si supiera qué emociones despiertan en mí sus artículos! -Un resplandor brilló en el interior de aquellos ojos asombrosos; la señorita Bennet estaba a punto de hacer preguntas que las damas solteras no deben plantear en sus primeros encuentros con un caballero, o eso se supone-. ¿Cómo es? ¿A quién se parece? ¿Tiene una voz profunda? ¿Está casado?

– ¿Cómo se lo imagina usted, señorita Bennet? -le preguntó.

La pregunta la dejó un tanto confusa, especialmente porque ella había acudido al concierto sin esperar encontrarse con otra cosa que no fuera música para pasar el tiempo. ¡Pero conocer al editor de Argus…! Con mil ideas bullendo en su cabeza, Mary luchó por mantener la compostura. Difícilmente podría haberse imaginado que se encontraría al propietario delWestminsterChronicle y que le haría preguntas, así que… ¿cómo iba a encontrar palabras para describir al dios Argus?

– Lo veo como… como un hombre fuerte y comprometido, señor -dijo la señorita Bennet.

– ¿Y guapo? -preguntó Angus maliciosamente.

Ella se quedó helada al instante.

– Comienzo a creer, señor Sinclair, que se está usted burlando de mí. Supongo que como estoy soltera y tengo ya cierta edad, siente lástima de mí y se entretiene divirtiéndose conmigo.

– ¡No, no…! -exclamó el señor Sinclair, horrorizado ante aquella respuesta tan airada-. Sólo pretendía alargar nuestra conversación, pues me pareció que el momento de contestar a sus primeras preguntas ya había pasado, señorita Bennet.

– Entonces, acabemos de una vez, señor. ¡Respóndame!

– No tengo absolutamente ni la menor idea de cómo puede ser Argus ni literal ni metafóricamente. Sus artículos llegan por correo.

– ¿Y tiene usted alguna idea de dónde vive?

– No. Nunca hay señal alguna en el exterior de los sobres, y ningún tipo de remite ni dirección.

– Ya. Gracias. -Y le volvió la espalda para hablar con el señor Wilde.

Apenadísimo, Angus regresó a su habitación en The Blue Boar, discutió con Stubbs y se sentó para planear cómo podía conseguir hacerse amigo de la señorita Mary Bennet. ¡Una criatura absolutamente arrebatadora! ¿Dónde demonios habría conseguido aquella ropa espantosa? ¿Cómo podía mancillar aquella piel de alabastro de su grácil cuello con aquella burda tela de sarga? ¿Cómo podía embutir su celestial cabello en aquel sombrerillo negro? Si Angus hubiera soñado alguna vez con una mujer que pudiera ser su esposa -y no había soñado nunca con nadie así-, habría estipulado los mínimos de belleza y dignidad, desde luego, pero también la capacidad para mostrarse educada en cualquier situación. En otras palabras, habría exigido en la mujer el don de la conversación educada, la habilidad para mostrar una expresión de interés, aunque el interlocutor, la ocasión y el asunto resultaran espantosamente aburridos. Los hombres de cierta posición precisan mujeres de ese tipo. Y sin embargo, su Mary -¿cómo era posible que pensara de ese modo tan posesivo después de un encuentro tan corto y desastroso?-, su Mary era una completa inútil desde el punto de vista social, o eso sospechaba. Desde luego, era hermosa, pero nada más. Incluso la señorita Delphinia Botolph, que probablemente algún lejano día cumplió los sesenta, se había mostrado interesada y había sonreído cuando le presentaron a un soltero tan apreciable como el señor Angus Sinclair. Por el contrario, la señorita Mary Bennet le había vuelto la espalda sólo porque Angus no podía dar pábulo a su frenético fervor por un fantasma que solo vivía en la imaginación: Argus.

Comenzó a preparar un plan. Antes de nada: ¿cómo podía conseguir encontrarse con Mary… y no sólo una vez, sino muchas veces? En segundo lugar, ¿cómo impresionarla con sus innegables encantos? Tercero, ¿cómo conseguir que se enamorara de él? Enamorado al fin, descubrió con horror que determinadas cosas, como la incompetencia social, no le importaban nada. Una vez que hubiera caído en su trampa, no tendría más remedio que calificar a la señora de Angus Sinclair como una excéntrica. Ésa era la mejor cualidad de los ingleses, pensó: «Tienen debilidad por los excéntricos. En Escocia no somos así. Estoy condenado a vivir el resto de mis días entre estossassenachs» [12].

Angus Sinclair había emprendido diez años antes su viaje al sur, desde su West Lothian natal a Londres. El carbón y el hierro de Glasgow habían formado parte de las labores de su familia durante dos generaciones, pero, para un escocés tan puritano y tan racional como su padre, la riqueza no era excusa para entregarse a la ociosidad. Recién licenciado en la Universidad de Edimburgo, a Angus se le instó a que hiciera algo para ganarse la vida. Eligió el periodismo; le gustaba la idea de que le pagaran por entretenerse, pues le apasionaba escribir y le encantaba fisgonear en las vidas ajenas. En el plazo de un año, ya era un maestro del libelo y el panfleto; tan aplicado fue en su profesión que pocos, incluso entre sus amigos más íntimos, tenían idea de quién era el que firmaba aquellos maliciosos artículos. Lo que había hecho exactamente era prepararse para ser Argus, puesto que su trabajo le había permitido conocerlo todo: asesinatos en una fábrica, fraudes en los círculos del Gobierno y los ayuntamientos, robos, amotinamientos y algaradas. Conocía todos los aspectos de la vida, incluidas las míseras existencias de los pobres, de los desempleados y de los que ya no podían trabajar. En algunas ocasiones cruzó la frontera del sur, en los territorios de lossassenachs norteños, y aquello le enseñó que poco importaba dónde pudiera ir o vivir, porque todo nacía y partía de Londres.

Cuando su padre murió, y de eso hacía ya diez años, se le abrieron todas las puertas. Dejó que su hermano menor, Alastair, se ocupara del negocio familiar, y Angus emigró al sur, avalado por la enorme herencia de la primogenitura, y con la seguridad de que las rentas de los negocios mantendrían sus bolsillos llenos. Compró entonces una casa en Londres, en Grosvenor Square, y se dedicó a frecuentar el Poder. Aunque no guardaba en secreto la procedencia de su dinero, descubrió que aquello realmente importaba poco, porque la fuente de su riqueza, por decirlo así, estaba en un país extranjero. Pero no pudo abandonar el periodismo. Sabedor de que no existía ningún periódico dedicado enteramente a las actividades del Parlamento, fundó el Westminster Chronicle y llenó el hueco. Dada la somnolencia habitual del Parlamento y su propia negativa a publicar con más frecuencia de la estrictamente necesaria, consideró que sería suficiente una edición semanal. Hacerlo diariamente significaría que pronto sus contenidos se tornarían prolijos y espurios. Sus espías se habían infiltrado en todos los ministerios gubernamentales, desde el Ministerio del Interior a Asuntos Exteriores, y tanto la Marina como el Ejército garantizaban que habría suficiente carnaza para las voraces fauces de su periódico. Naturalmente, tenía empleados a media docena de periodistas, pero nada de lo que éstos escribían escapaba a su escrutinio personal. Aun así, gozaba de cierto tiempo libre. Y de ahí que naciera, un año antes, Argus.

Oh, había tenido un buen número de relaciones amorosas a lo largo de los años, pero ninguna había dejado huella en su corazón. Con las hijas del Poder sólo podía haber ciertos flirteos, pero la natural perspicacia de Angus y sus considerables habilidades sociales lo habían mantenido apartado de las peligrosas garras de las muchas señoritas de alta cuna que sucumbían a sus encantos… y a su dinero. El modo más fácil de sobrellevar sus urgencias más elementales fue disponer de amantes, aunque tenía mucho cuidado de no escoger a damas casadas de la alta sociedad para ese papel; prefería coristas. Ninguna de aquellas experiencias le habían infundido un gran respeto por el sexo femenino; Angus Sinclair estaba convencido de que las mujeres eran depredadoras, superficiales, escasamente educadas y, después de unos cuantos meses, espantosamente aburridas.

Sólo Elizabeth Darcy le había cautivado, pero a cierta distancia. Porque, en primer término, ella era incapaz de ver más allá de Fitz y, por otra parte, tras sus encantos se escondía el temperamento de una criatura dócil y maternal. Elizabeth era como el descanso del guerrero, y Angus no creía que una mujer de ese tipo pudiera conseguir que el matrimonio le siguiera interesando durante la segunda mitad de su vida.

Ahora bien, descubrir que la mujer de su corazón se había enamorado perdidamente de su creación fue un golpe tan irónico como frustrante. Angus sabía que no podía ser tan tonto como para confesar su identidad, pues ella inmediatamente lo tacharía de diletante. Él no practicaba lo que predicaba y no tenía intención de hacerlo, ni siquiera por aquella nueva y dolorosa emoción, el amor. Apasionada en su frenesí, Mary había valorado a Argus por lo que aparentaba. Así que había que mantener las apariencias.

De todos modos, lo mejor sería tender algunos puentes para poder pasar por ellos; lo primero que debía hacer era intentar conocer a su Mary, y conseguir gustarle y que confiara en él. «¡Qué hipócrita eres, Angus / Argus!».

A la mañana siguiente, la mediana de las Bennet recibió una nota de parte del señor Sinclair en la que le preguntaba si querría dar un paseo con él. Estaba convencido de que dicha actividad no ofendería su sensibilidad. Un caballero acompañando a una dama por las calles de Hertford, en público, era una estampa irreprochable.

Mary leyó aquella nota y llegó a la misma conclusión. Sus planes para su misión de escribir un libro de investigación eran tan firmes como pudieran imaginarse y el invierno hacía ya mucho que había comenzado a hacerse insufrible, a pesar de los esfuerzos de personas como el señor Robert Wilde, lady Appleby, la señora McLeod, la señorita Botolph y la señora Markham. «¿Cómo puede vivir una persona en este estado de inutilidad?», se preguntaba. «Conciertos, fiestas, bailes, recepciones, bodas, bautizos, paseos, funerales, viajes de placer, meriendas campestres, visitas reiteradas a las tiendas, veladas con piano y lecturas… Todo está pensado únicamente para llenar los inmensos vacíos que hay en las vidas de las mujeres». El señor Wilde tenía su bufete de abogados, las mujeres casadas tenían a sus maridos, sus hijos y sus crisis domésticas, pero como la señorita Botolph, vivían en aquel nuevo mundo a la moda: un vacío absoluto. Un corto invierno había sido suficiente para comprender que el objetivo que anhelaba era vital para su bienestar.

Así que, tras recibir la nota de Angus, se reunió con él en la calle principal dispuesta a averiguar algo más sobre él, ya que no podía saber nada más de Argus. Después de todo, ¡aquel hombre era el que publicaba a Argus! El señor Sinclair era bien parecido, de aire muy respetable, y una oferta nada despreciable como compañía para pasear, comparada con las que había tenido hasta entonces. Sus cabellos, decidió mientras intercambiaban reverencias de saludo, era como el pelaje de un gato, lustroso y brillante, y algo había en sus facciones que le resultaba muy atractivo. Y no fue desagradable descubrir que, a pesar de lo alta que era, él era aún mucho más alto. Si había un fallo destacable en el señor Wilde, era que ella y el abogado siempre estaban al mismo nivel. A la señorita Bennet le gustaba la sensación de que la miraran desde arriba, una perturbadora faceta de feminidad elemental que inmediatamente borró de su pensamiento.

– ¿Por dónde le gustaría ir? -le preguntó el escocés mientras le ofrecía el brazo.

Ella lo rechazó con una especie de suspiro.

– No soy tan vieja, señor -dijo, empezando a caminar por su cuenta-. Vayamos por aquí; es el camino más corto hacia el campo.

– ¿Le gusta el campo? -le preguntó Angus, alcanzándola.

– Sí, las bellezas de la Naturaleza no se han destruido con el batiburrillo urbano y sin gusto de los hombres.

– Ah, claro.

Sinclair se percató de que la idea de un corto paseo, para aquella mujer, significaba recorrer una distancia de más de una milla; debajo de aquel espantoso vestido debían avanzar dos poderosas piernas. Pero al final de aquel corto paseo los campos comenzaron a abrirse ante ellos y el paso se ralentizó al tiempo que Mary se deleitaba con los paisajes.

– Supongo que el señor Wilde le habrá informado de mis planes -dijo la mediana de las Bennet, saltando con ligereza los escalones de piedra que sirven para salvar los cercados.

– ¿Planes?

– Investigar los males de Inglaterra. Comenzaré a principios de mayo. ¡Qué raro que el señor Wilde no se lo mencionara…!

– Es un objetivo ambicioso e inusual. Cuénteme algo más.

Y, encantada con aquellos ojos azul marino de su acompañante, Mary le dijo que intentaría explicárselo. Él escuchó sin mostrar desaprobación; bien al contrario, parecía de acuerdo, o eso pensó ella, y asumió que lo que decía la señorita Bennet iba completamente en serio. Y, ciertamente, una vez que concluyó, él no pretendió en ningún caso disuadirla.

– ¿Dónde pretende comenzar? -preguntó Angus Sinclair.

– En Manchester.

– ¿Y por qué no en Birmingham o Liverpool?

– Birmingham no será muy distinta a Manchester. Liverpool es una ciudad portuaria y no creo que sea muy inteligente mezclarse con los marineros.

– Respecto a los marineros, está usted en lo cierto -dijo Angus con gesto serio-. De todos modos, aún no me explico por qué ha escogido Manchester.

– Sí, a veces yo tampoco -dijo Mary honestamente-. Creo que se debe a cierta curiosidad que siento por mi cuñado Charles Bingley, que dice que tiene «intereses» en Manchester, así como una vastísima plantación de caña de azúcar en Jamaica. Mi hermana Jane es una criatura maravillosa, y enamoradísima del señor Bingley… -Entonces se detuvo, frunció el ceño y no dijo nada más.

Habían llegado al cercado que delimitaba un huerto de manzanos, que comenzaban a espumar con yemas de flores blancas; después de aquel invierno tan frío, la primavera había llegado, temprana y cálida, y todos los seres vivos parecían desperezarse ya. El muro de piedra que rodeaba los plumosos árboles era bajo y estaba seco; Angus extendió su pañuelo sobre la piedra y le indicó que podía sentarse.

Sorprendida por su propia docilidad, Mary se sentó. En vez de sentarse junto a ella, Angus permaneció de pie a cierta distancia, con los ojos clavados en el rostro de Mary.

– Sé lo que no me va a decir, señorita Bennet. Que está preocupada por su hermana Jane. Que si su marido está explotando a mujeres y a niños especialmente, ella sufriría una desilusión que podría acabar con el amor que siente por su marido.

– ¡Oh…! -exclamó, titubeando-. ¡Qué perspicaz es usted…!

– Bueno: leo las cartas de Argus, ya sabe.

De repente, saltó el pequeño cercado y se metió en el huerto, y cogió una rama del árbol más cercano.

– Ya están en flor -dijo, ofreciéndole la ramita junto con una sonrisa que dejó a Mary un tanto sorprendida.

– Gracias -dijo, al tiempo que la cogía-, pero ha privado usted al pobre árbol de su fruto… -Inmediatamente se puso de pie y comenzó a caminar en dirección a Hertford-. Se está haciendo muy tarde, señor. Mi criada se pondrá nerviosa si no regreso a la hora habitual.

Él no quiso discutir; simplemente la alcanzó y caminó a su lado, en silencio. «Así aprenderás», pensó. «¡No te atrevas a cortejarla, Angus! Sólo quiere que seamos amigos, y a la más mínima sospecha de cortejo, se cerrará en banda con un golpe más violento que la trampa de un cazador furtivo. Muy bien, si lo que quiere es un amigo, eso es lo que tendrá».

Aquélla fue la primera de varias excursiones, las suficientes para despertar revoloteos de esperanzada expectación en los abanicos de las amigas de Mary, así como alguna tristeza en el corazón del señor Wilde. ¡Vaya tramposo! El criado de Angus había puesto en movimiento una secuencia de cotilleos entre los sirvientes que, naturalmente, se pasaban las horas zumbando en la parte baja de las casas; el señor Sinclair dijo que tenía la intención de ir a East Anglia, y nunca pensó en quedarse más de una semana en Hertford. Sin embargo, allí estaba, ¡bailando al son de la señorita Bennet! Lady Appleby se las arregló para dar una cena en Shelby Manor, a la cual el señor Wilde no fue invitado, y la señora Markham alabó la habilidad de la señorita Bennet al piano durante una amable velada en su salón. Para su absoluto asombro, Angus descubrió que el talento de Mary con el instrumento era bastante aceptable; tocaba sin equivocarse, pulsando las teclas adecuadas, y con gran expresividad, aunque no parecía que tuviera mucha habilidad con el pedal unicordio.

Por su parte, Mary, sometida a semejante prueba, no pudo resistir las lisonjas de su pretendiente. Eso no significaba que él hubiera dicho ni una sola palabra que ella pudiera entender como «romántica», ni dejara su mano más de lo necesario cuando ella pretendiera apartar la suya, o le lanzara esa clase de miradas que le dedicaba el señor Wilde. La actitud de Angus era la propia de un hermano que la señorita Bennet nunca hubiera conocido; la propia Mary había asumido que Angus era algo parecido a una versión más madura de Charlie. Por estas razones, su sentido de la justicia le indicó a Mary que no podía darle la espalda, aunque si hubiera sospechado lo que la gente estaba diciendo, lo habría despedido de inmediato.

Y él, temiendo lo que pudiera hacer la señorita Bennet, se mordió la lengua. Al cabo de nueve días, Angus Sinclair conocía al dedillo todos los detalles de sus planes, y comprendió mejor por qué Fitz había hablado de ella en aquel tono burlón y despreciativo. Mary era exactamente la clase de mujer que más despreciaba Fitz, porque carecía de una habilidad social innata y tenía un carácter demasiado fuerte como para aceptar una disciplina. No es que Mary fuera una indecente, desde luego; simplemente ocurría que ella, una solterona de edad madura, no creía que necesitara un curso completo de educación social. Las damas jóvenes debían estar protegidas porque tenían que llegar vírgenes al lecho conyugal, mientras que una solterona de treinta y ocho años no corría ningún peligro ante las lujurias y atenciones masculinas. En eso, por supuesto, Mary estaba completamente equivocada. Los hombres miraban aquellos ojos soñadoramente entrecerrados, aquella boca lozana y aquella blancura maravillosa de su piel, y no les importaban en absoluto ni sus años ni su espantosa indumentaria.

Dada su edad y los años que amenazaban con llegar, sus medios económicos no eran en absoluto adecuados para la clase de vida que merecía. Su casa le costaba cincuenta libras de alquiler, sus criados, cien libras sólo en pagas, a lo cual tenía que añadir la manutención. Angus sospechaba que la pareja de criados que le había buscado el señor Wilde la engañaba, y que otro tanto hacía la cocinera. Sus ingresos no le permitían un caballo para salir a montar, y ningún tipo de carruaje. Si Angus había comprendido algo al respecto era, precisamente, por qué la señorita Bennet había prescindido de una dama de compañía. Aquellas mujeres eran en general adustas, con una educación pésima y de todo punto inadecuadas para una mujer como Mary Bennet, cuya energía estaba por encima de la ropa que vestía y de la vida social que supuestamente debía llevar. Lo que Angus no podía saber era la clase de persona que Mary había sido hasta muy recientemente y con cuánto éxito había reprimido todos sus deseos. Todo, en nombre del deber.

La decisión de retirar sus nueve mil quinientas libras de los fondos fue una locura. ¿Por qué? Su explicación a las preguntas curiosas de Angus fue que podía necesitar ese dinero para su investigación periodística… Un disparate sin sentido.

– Entiendo que viajará en silla de posta -señaló Angus.

Ella lo miró escandalizada.

– ¿En silla de posta? ¡Ni se me pasa por la imaginación! ¡Vaya, eso me costaría tres o cuatro guineas diarias, incluso aunque tuviera un solo caballo y el carruaje fuera apestoso! Por no mencionar la media corona que tendría que pagar al postillón… Oh, no, Dios me ayude. Viajaré en diligencia.

– De correos, desde luego… -dijo Angus, completamente desconcertado-. El correo de Manchester sale de Londres todos los días, y aunque no pasa por Hertford, sí para en St Albans. Así podría llegar usted a su destino a la noche siguiente.

– ¡Después de pasar toda la noche sentada como un palo en un carruaje que ha estado dando bandazos…! Viajaré al norte desde Hertford, en la diligencia que va a Grantham, y me detendré todas las tardes, para pasar la noche en una posada -dijo Mary.

– Eso está bien -dijo Angus asintiendo-. Una casa de postas proporcionará todas las comodidades para pasar la noche, y también podrá comer bien.

– ¿Casa de postas? -bufó Mary-. ¡Puedo asegurarle, señor, que no puedo permitirme el lujo de una casa de postas! Tendré que informarme con un alojamiento más barato.

Angus no sabía si discutir aquel punto, pero finalmente decidió no hacerlo.

– Grantham está muy al este… -dijo, en vez de protestar.

– Sí, soy consciente de ello, pero como se encuentra en el Gran Camino Real del Norte, dispondré de numerosas diligencias para escoger -dijo Mary-. Desde Grantham iré al oeste, a Nottingham, y luego a Derby, y así llegaré a Manchester.

¿Hasta qué punto se encontraba apurada de dinero Mary Bennet?, se preguntaba Angus Sinclair. Sus nueve mil quinientas libras no le durarían hasta que fuera mayor, eso era verdad, de modo que tal vez su orgullo le había impedido decirle al señor Sinclair que ella sabía que no recibiría ni una libra más de Fitz, en cuyo caso, era razonable que ahorrase todo lo posible en su misión investigadora. «Pero… ¿por qué retiró aquel dinero de los fondos al cuatro por ciento?».

Entonces, a Angus se le ocurrió que podía haber una razón: porque una vez que fueran depositados en el banco, a su nombre, ella sabría, más allá de cualquier sombra de duda, que el dinero estabaallí. Para una mujer como Mary Bennet, una inversión al cuatro por ciento era una entelequia; su dinero podía desvanecerse como una pompa de jabón, víctima de otra burbuja como la de South Sea [13]. Entonces, se le ocurrió que podía haber una razón más siniestra: Mary temía que si dejaba el dinero invertido, Fitz podría de algún modo arrebatárselo. A lo largo de los muchos paseos que dieron, ella le había hablado sinceramente de Fitz, con escasa reverencia y sin amor. No temía a Fitz, le había dicho, pero temía su poder.

Angus no temía ni a Fitz ni al poder que éste pudiera tener, pero temía lo que le pudiera ocurrir a Mary. Su indiferencia por la indumentaria significaba que no sabía realmente quién era: una dama que tenía cierto valor. «Los que viajen con ella en la diligencia», añadía el veloz pensamiento de Angus, «la considerarán el ama de llaves de más baja estofa imaginable, o incluso una primera criada. ¡Oh, Mary, Mary…! ¡Tú y tu maldito libro! ¡Nunca hubiera imaginado que todo esto surgiría de un hombre inexistente llamado Argus!».

Lo que no se le pasó por la mente, porque ella no lo mencionó en absoluto, fue que Mary tenía pensado pagar al menos nueve mil libras a un editor que llevara su libro a la prensa. Así, en un sentido, Angus estaba en lo cierto: el reintegro del dinero de los fondos al cuatro por ciento se realizó porque ella temía el poder de Fitzwilliam Darcy.

El décimo día de su estancia en Hertford, Angus decidió que no podía obtener nada más. Mejor observar el devenir de Mary desde Londres, sin que ella se diera cuenta, en vez de continuar agasajando a sus ojos con aquella mujer mientras las flores de abril llenaban los campos. Sin embargo, no pudo decir adiós, no se atrevió a enfrentarse a ella de nuevo por temor a que su determinación se quebrara y le hiciera una declaración de amor que -y esto lo sabía con absoluta seguridad- no obtendría respuesta. Calificándose como un verdadero cobarde y un viejo cascarrabias, ordenó que preparasen el tílburi para partir después del desayuno y salir de Hertford sin decirle a su amor que se iba, y sin dejarle siquiera una nota.

La noticia de su partida voló más rápido que un pájaro, desde el pico del propietario de The Blue Boar hasta el nido del pasante del señor Wilde y el mayordomo de la señorita Botolph, y desde allí, con la misma presteza, hasta el señor Wilde y la propia señorita Botolph. Ambos se encontraban en la puerta de la señorita Bennet antes de que en la vicaría mayor de St Mark sonara un destemplado ángelus.

Mary escuchó la noticia con gesto impasible, aunque bajo su compostura fue muy consciente de que estaba albergando la misma tristeza que siempre sentía cuando terminaban las visitas de Charlie. Compartió la manifiesta alegría del señor Wilde con el gesto mas desanimado que se pueda imaginar y aseguró a aquel par de heraldos que sabía desde hacía algún tiempo que el señor Sinclair tenía pensado irse. Cuando la señorita Botolph le indicó claramente que lamentaba que sus esperanzas se hubieran visto frustradas, Mary ni siquiera se dio por enterada; puede que el resto de los estratos superiores de Hertford hubieran estado esperando la gozosa proclamación del inminente matrimonio, pero Mary no. Para ella, Angus era simplemente un buen amigo a quien echaría de menos.

– Quizá regrese… -dijo la señora McLeod a finales de abril.

– Si tiene intención de hacerlo, Sophia, mejor será que se dé prisa -dijo la señorita Botolph-. Mary se embarcará en sus viajes muy pronto, y ojalá fuera más discreta al respecto. Además ¿en qué está pensando el señor Darcy para permitirle viajar en una vulgar diligencia?

– Orgullo -dijo la señora Markham-. Apuesto medio penique a que el señor Darcy no tiene ni la menor idea de que Mary Bennet tiene intención de ir a Pemberley, aunque yo sé que sus cosas ya se han empaquetado y se han enviado a Pemberley antes de que vaya ella.

– ¿Se encuentra muy desanimada respecto al señor Sinclair? -preguntó lady Appleby. Ahora vivía en Shelby Manor, a cinco millas de Hertford, así que siempre era la última en enterarse de todo.

– No está desanimada en absoluto. De hecho, yo diría que es completamente feliz -dijo la señora McLeod.

– Robert Wilde ya tiene el campo despejado… -dijo la señorita Botolph.

La señora Markham suspiró.

– Tampoco el abogado la conseguirá.

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