Hertford no tenía parada de diligencias; los carruajes públicos que pasaban por allí se detenían alrededor del mediodía para cambiar los caballos en The Blue Boar, una posada que oficiaba como una casa de postas. Mary había tenido dos opciones: bien ir hasta Londres y coger allí una diligencia con una ruta directa, o bien ir sin rodeos hacia el norte hasta que pudiera encontrar una ruta que se dirigiera hacia el oeste. Había elegido ir hacia el norte sin bajar a Londres, tal y como le había dicho a Angus. No parecía muy lógico ir hacia el sur para coger luego una diligencia que hiciera después el camino completamente inverso.
Mary podía decirse a sí misma con satisfacción que todo lo tenía muy bien pensado. La mayor parte de sus pertenencias se las había enviado a su hermana Elizabeth, a Pemberley, por medio de los carreteros de Pickford [17]. Allí estarían a salvo todas sus cosas. Lo que llevaba consigo, como equipaje de mano, había quedado reducido a lo mínimo posible. Comprendiendo que quizá se vería obligada a caminar en alguna ocasión cargando con lo que llevaba, había seleccionado cuidadosamente el equipaje. De los arcones, que eran en realidad dos pequeños baúles con remaches metálicos, no había ni que hablar, no podía llevarlos de ningún modo, así como del magnífico portmanteaux, que podría llevarlo, pero era grande y pesado. Al final optó por llevar dos bolsas de mano confeccionadas con una tela fuerte; en la base tenían pequeñas espiguillas de metal que impedían que la tela se mojara en el suelo. Una era más grande que la otra, tenía un fondo falso en el cual podría meter la ropa sucia hasta que pudiera lavarla. Aparte de esas dos bolsas de mano, llevaría un bolso negro en el que podría guardar sus veinte guineas de oro (una guinea valía un poco más que una libra: veintiún chelines, en vez de veinte), una redoma con vinaigrette [18], sus cinco cartas favoritas de Angus, un monedero con dinero suelto y un pañuelo.
En las bolsas de mano, cuidadosamente doblados, metió dos vestidos negros despojados de cualquier adorno y festones, camisolas, sencillas enaguas, camisones, bragas, una capota negra de quita y pon, dos pares de medias gruesas de lana para cambiarse, ligueros, pañuelos, paños para la menstruación, otro par de guantes negros y un pequeño costurero para zurcir. Cada prenda estaba doblada de tal modo que ocupara el menor espacio posible. Después de pensarlo bien, metió también un par de pantuflas de dormir en una bolsa, encima de los camisones, por si acaso el suelo de las posadas estaba sucio o demasiado frío. Para leer, llevaba las obras de William Shakespeare y elBook of Common Prayer [19]. Su carta de crédito bancario iba remetida en un bolsillo que había cosido en el interior de cada uno de los tres vestidos, para llevarla siempre encima.
Llevaba puesto su tercer vestido negro, sobre el cual se suponía que se pondría una capa, pero, desestimando las capas, por ser incómodas e ineficaces, se había confeccionado un gabán como el de los hombres. Se abotonaba de arriba abajo por delante, hasta el cuello, y hasta las rodillas, y en las muñecas. El sombrero que llevaba también se lo había hecho ella; ni siquiera las sombrererías de Hertford mostraban nada tan horroroso en sus escaparates. Tenía un pequeño triángulo frontal que no le favorecía ni a ella ni le favorecería a nadie, y una copa espaciosa bajo la cual tanto la capota como el cabello se ajustaban cómodamente. Firmemente anudado bajo la barbilla con cintas resistentes, jamás se le volaría. En los pies llevaba su único calzado, un par de botas anudadas hasta el tobillo con tacones planos y de ningún estilo reconocible.
El bolso le pesaba demasiado. Lo supo mientras esperaba en The Blue Boar a que llegara el carruaje que se dirigía al norte. ¿Quién iba a pensar que diecinueve guineas podrían pesar tanto? Había sacado veinte del banco el día anterior, pero tuvo que entregar una en la oficina de la diligencia a cambio de un billete que la llevara en varias etapas hasta Grantham. El billete indicaba que la viajera podría dividir su viaje en varias etapas y parar en Biggleswade, Huntington y Stamford o llegar, finalmente, a Grantham. Allí tendría que comprar otro billete si pretendía salir del Gran Camino Real del Norte.
La enorme diligencia llegó, avanzando pesadamente, al mediodía, con sus cuatro caballos de tiro lanzando vapor al aire invernal. Aún quedaba sitio en los diminutos asientos del interior, pero el techo venía tan lleno que el cochero se negó a admitir a más pasajeros en el exterior. Mientras cambiaban los caballos, Mary le entregó el billete hasta Biggleswade, pero sólo recibió una contestación de malos modos; no estaba en la lista de viajeros.
– Usted sólo va hasta Stevenage -gruñó enfadadísimo el cochero cuando Mary insistió en que comprobara su reserva-. Hay carreras de caballos en Doncaster.
¿Y qué tenían que ver las carreras de caballos de Doncaster con las diligencias que iban a Grantham? Mary lo ignoraba por completo. (Es más: ¿por qué había caballeros que deseaban viajar hasta tan lejos sólo para ver una carrera de caballos?). Pero se resignó a apearse en Stevenage. Recordaba vagamente que, siendo joven, sus hermanas mayores habían viajado a veces en diligencia por etapas o en el coche correo, pero ella no lo había hecho nunca. Y sabía que, en aquellas ocasiones, ni Jane ni Elizabeth habían ido con una dama de compañía, aunque a veces el tío Gardiner les había dejado un criado para vigilarlas mientras iban en el correo. Así pues, no consideraba que fuera impropio de una dama ir sin compañía en aquel viaje; después de todo, era una señora soltera de cierta edad, no una hermosa niñita, como Jane o Elizabeth en aquel tiempo.
Cuando subió a la cabina del carruaje descubrió que el cochero había embutido a cuatro personas en cada banco, y que los dos caballeros mayores que la flanqueaban no eran especialmente educados. La miraron y se negaron a hacerle sitio, pero en Mary Bennet encontraron la horma de sus zapatos. Ni tímida ni temerosa, dio una fuerte sacudida con su trasero y consiguió hacerse un hueco entre ambos. Sujeta como si estuviera en una atroz cámara de tormento, se sentó bien derecha y se quedó mirando fijamente las caras de los cuatro pasajeros que tenía enfrente. Desafortunadamente, iba mirando en dirección contraria a la marcha de la diligencia, lo cual le provocó cierto mareo, y sólo después de una frenética búsqueda sus ojos encontraron un lugar donde centrarse… una hilera de clavos que había en el techo. ¡Qué cosa más espantosa es ir embutida codo con codo con otros siete viajeros! Sobre todo si ninguno de ellos muestra una expresión amable o da un poco de conversación. «¡Me voy a morir antes de llegar a Stevenage!», pensó, y luego levantó la barbilla y se dedicó a pensar en sus asuntos. «No puedo hacer nada, nada en absoluto».
Aunque las ventanillas estaban bajadas, ni siquiera un vendaval podría disipar el agrio hedor de los cuerpos sin lavar y las ropas sucias. En sus fantasías, Mary había imaginado el placer de viajar e ir mirando por las ventanillas el veloz discurrir del paisaje campestre, deseosa de admirar sus bellezas; ahora comprendió que eso era imposible, embutida como estaba entre la corpulenta hinchazón de los dos caballeros que tenía a cada lado, con el enorme baúl que la señora que tenía justo enfrente llevaba sobre el regazo, a la derecha, y con un paquete igual de grande que llevaba encima el joven de la izquierda, junto a la ventana. Cuando alguien hablaba, era para pedir que se cerraran las ventanas… «¡No, no,no!». Después de un acalorado debate, la señora exigió que se votara la cuestión, y ganó la opción de que las ventanas permanecieran abiertas.
Tres horas después de salir de The Blue Boar, el carruaje se detuvo en Stevenage. ¡Ni con mucho era tan grande como Hertford! Con las rodillas entumecidas y dolor de cabeza, Mary fue liberada en el exterior de la posada de turno, pero después de algunas preguntas, la enviaron a un establecimiento más pequeño y peor que se encontraba a media milla de allí. Con una bolsa en cada mano, comenzó a caminar antes de darse cuenta de que no se había asegurado de preguntar a qué hora pasaba el coche al día siguiente. Todavía estaba el sol muy alto; mejor dar la vuelta y preguntarlo.
Finalmente pudo dejar las bolsas de mano en el suelo de una pequeña habitación en la posada llamada The Pig and Whistle; sólo entonces pudo valerse de un objeto que había estado dando vueltas en su mente durante la mitad del viaje. «¡Oh, gracias a Dios…! ¡Un orinal bajo la cama de la habitación…! Al menos no tengo que andar buscando penosamente un retrete fuera de la casa…». Como todas las mujeres, Mary sabía que era mejor no beber mucho durante los viajes. Incluso así, era necesario mantener un control férreo.
«Quizá no ha sido el comienzo más feliz y propicio», reflexionó mientras se peleaba con un grasiento estofado en un rincón apartado de la taberna; la posada no tenía salón de café y no había bandejas disponibles. Sólo su expresión más hosca había mantenido a raya a varios bebedores achispados; no tenía mucha hambre en realidad, así que comió lo que pudo y subió a su habitación, para descubrir que The Pig and Whistle no cerraba las puertas de la taberna hasta bien entrada la madrugada. «Vaya día para comenzar un viaje. Ya es sábado…».
La diligencia en la que se montó a las siete de la mañana la llevó hasta Biggleswade, donde un grupo con influencia en la compañía de las diligencias, en Londres, había reservado todos los asientos disponibles desde ese punto en adelante. El cochero ordenó la cabina de pasajeros con tres personas en cada asiento y la parada del mediodía fue de una hora, tiempo para beber una taza de café ardiendo, entrar en el apestoso retrete y estirar las piernas. La mujer de la esquina de la izquierda hablaba incesantemente, y Mary podría haberlo tolerado mejor si no se hubiera descubierto preguntándose aterradoras cuestiones… ¿Quién era? ¿Qué demonios estaba haciendo? ¿Quién había muerto para impulsarla a vestir de luto? ¿No era una completa estupidez ponerse a investigar los sufrimientos de los pobres…? El único modo con el que Mary podía detener aquella oleada de preguntas era imaginarse a su madre con un ataque de hipidos y gimoteos. Después de aquello, permaneció sentada y más tranquila. La posada de Biggleswade era también más soportable, aunque tuvo que levantarse a las cinco para coger el coche que la llevaría hasta Huntingdon, y luego esperar una hora a que llegara.
Se encontraba a muchas millas al este de donde quería estar, pero sabía que tendría que llegar a Grantham y buscar luego una parada de postas para poder dirigirse al oeste. Los primeros dos días de su viaje los había pasado en el asiento del medio y en dirección contraria a la marcha, pero, para su alegría, ahora iba a tener más suerte: consiguió un asiento junto a la ventana y mirando hacia delante. Poder mirar al exterior, al campo, era maravilloso. El paisaje era encantador, con amplios campos llanos y verdes sembrados, sotos y bosquecillos; el carruaje serpenteaba por caminos, a veces cruzando misericordiosas sombras que refrescaban el viaje; para estar en mayo, el tiempo era muy caluroso, y cada día hacía más calor. Cuando pasaban de vez en cuando por alguna aldea, los niños salían en avalancha saludando y diciendo adiós con la mano; al parecer, no se cansaban nunca de ver aquel monstruoso vehículo y sus laboriosos caballos. Efectivamente, los caballos hacían su labor: tiraban de pasajeros, del correo local y de diversos paquetes, de las mercancías y los equipajes: la diligencia era sumamente pesada.
Los caminos eran espantosos, pero ninguno de los viajeros esperaba que fueran de otro modo. El cochero intentaba evitar los peores baches, pero, al ir por las roderas, resultaba casi imposible salvar los hoyos del camino. En dos ocasiones pasaron junto a carruajes que se habían salido de la vía y permanecían tirados en la cuneta, y en otra ocasión un individuo embozado en un enorme gabán estuvo a punto de lanzarlos a la cuneta cuando pasó como un rayo en uncurricle tirado por cuatro caballos grises emparejados, rozando los cubos de las ruedas con la diligencia y dejando atrás al cochero lanzando maldiciones. Los carros de los pueblos cercanos, los carromatos y las carretelas representaban un gran peligro, hasta que sus conductores se daban cuenta de que si no abandonaban el camino al instante, acabarían convirtiéndose en un montón de astillas.
Las personas que disponían de dinero para comprar un billete para la diligencia no eran pobres, aunque algunos estaban cerca de serlo. El compañero de asiento de Mary era una simple muchacha que iba a ejercer de institutriz de dos niños en un lugar cerca de Peterborough; cuando observó aquella dulce carita, Mary sintió un estremecimiento. Porque supo, como si fuera una gitana observando en el interior de una bola de cristal, que aquellos dos mozalbetes serían con toda seguridad incorregibles. El hecho de contratar a aquella muchacha significaba que los padres de Peterborough habían contratado y despedido ya a muchísimas institutrices. La mujer de mediana edad que Mary tenía enfrente era una cocinera que iba a ocupar un nuevo empleo, pero estaba ya en el declive de su carrera: no se trasladaba para ocupar un puesto mejor; su conversación dispersa indicaba a las claras una profunda relación con la botella y los engaños y los robos domésticos. «¡Qué divertido!», pensó Mary mientras iban devorando millas y millas del camino. «Por fin estoy conociendo a la gente, y de repente me doy cuenta de que mis criados en Hertford me engañaban, y que me consideraban exactamemente una palurda ignorante. Puede que no haya visto a ningún pobre miserable, pero de todos modos estoy recibiendo una buena educación… Jamás antes en toda mi vida había estado tan absolutamente desprotegida ante gentes extrañas».
Pudo ver a los pobres yendo por los caminos de un lado para otro, y había muchos en la ruta de Huntingdon. Algunos portaban un hatillo en el que llevaban un poco de pan y queso; otros andaban bebiendo ginebra o ron; pero la mayoría, o eso parecía, no tenían ni comida ni alcohol para emborracharse. Los dedos de los pies asomaban por aquellos zapatos con trampilla; los niños iban simplemente descalzos y sus ropas no eran más que mugrientos harapos. Las mujeres amamantaban a bebés y los hombres orinaban junto al camino sin ningún recato, los muchachos se ponían en cuclillas para vaciar sus intestinos y exhibían un divertido interés en lo que salía de sus cuerpecillos. Pero «la vergüenza y la modestia son lujos que sólo pueden permitirse aquellos que tienen suficiente dinero», decía Argus. Ahora Mary lo sabía por experiencia propia.
– ¿Cómo se las arreglan para vivir? -le preguntó a un pasajero con aire juicioso después de que éste lanzara unos peniques a un grupo particularmente desastrado de aquellos desgraciados caminantes.
– Como pueden -respondió, sorprendido ante el interés de Mary-. Ahora no es temporada de trabajo en las tierras… demasiado tarde para sembrar y plantar, y demasiado pronto para cosechar. Los que van hacia el sur se encaminan a Londres, y los que van hacia el norte probablemente querrán ir a Sheffield o Doncaster. Van buscando un trabajo en un telar o en una fábrica. Estos no reciben ayuda de los albergues parroquiales, como puede usted comprobar.
– Y si encuentran un puesto de trabajo, no les pagarán lo suficiente como para permitirse techo y comida -dijo Mary.
– Así es el mundo, señora. Les he dado todos esos peniques, pero no tengo dinero para todos ellos, y mis chelines debo guardarlos para mí y para mi propia familia.
Pero el mundo no tenía que ser necesariamente así, dijo para sí Mary. «¡No tiene por qué ser así! En algún lugar tendría que haber dinero suficiente. En algún lugar, sí, tendrá que haber dinero suficiente…».
El viaje fue muy largo. Lo que había comenzado en Biggleswade a las siete de la mañana terminó a las siete de la tarde en Huntingdon, con el cochero sonriendo de oreja a oreja por la velocidad de su vehículo. Agotada hasta el delirio, Mary descubrió que la posada barata más cercana se encontraba a cierta distancia, en Great Stukely. Bueno, no había más remedio: esa noche se quedaría en la casa de postas, donde había parado la diligencia, puesto que tenía que coger otra a las seis de la mañana para completar el agotador tramo hasta Stamford.
Una cena con buey asado bien cocinado, patatas asadas, judías verdes, guisantes y salchichas calientes con mantequilla le dio la vida y durmió maravillosamente -aunque no durante mucho tiempo- en una cama de plumas limpia y con las sábanas bien aireadas. De todos modos, media corona era…muy caro. Esperaba que en Stamford pudiera conseguir un alojamiento más barato.
La diligencia no llegó a Stamford hasta las nueve de la noche, durante un anochecer perfumado y neblinoso que, en otras circunstancias, a Mary le habría encantado. En todo caso, la etapa que la llevaría a Grantham la obligó a levantarse muy temprano…
– ¿Por qué siempre tienen que salir tan pronto? Necesito dormir y ya sé que no puedo dormir estando tiesa como un palo en una apestosa diligencia».
Durante el trayecto de Stamford a Grantham, Mary se vio trujada entre dos viejos egoístas y enfrente de dos críos que compartían una sola plaza. Como ambos eran muchachos, y de una edad muy poco recomendable para aguantar un viaje en diligencia, consiguieron llevar a su madre al borde de la locura y al resto de los pasajeros al borde del asesinato. Sólo el violento golpe que el bastón de uno de los caballeros ejecutó en las espinillas de los muchachos pudo evitar que los cuatro adultos conocieran la soga del verdugo, aunque la madre le dijo al caballero que era un bruto sin corazón.
Grantham tenía la estación de carruajes junto a una enorme casa de postas y era el centro de una red de rutas de diligencias; la ciudad se encontraba en el Gran Camino Real del Norte que iba hacia York y llegaba hasta Edimburgo. El único problema era, tal y como supo pronto Mary, que las rutas este-oeste no eran tan importantes como las que iban del norte al sur. No había transporte alguno hacia Nottingham hasta dos días después, lo cual ponía a Mary entre la espada y la pared: ¿iba a pasar el día que le sobraba en aquella ajetreada ciudad… en una posada decente o de un modo más austero? Después de haber suprimido con severidad ciertos escrúpulos de conciencia, se decidió por una elegante casa de postas que se encontraba al lado de la estación, reservó una habitación en la parte de atrás, a salvo del ruido del patio, y mandó que le llevaran una bandeja con comida. A pesar de ser un par de coronas más pobre, Mary no se sentía demasiado culpable. Al menos, no después de haber soportado a aquellos dos niños odiosos y a la gansa de su madre. ¿Y quién podría haber imaginado jamás que tantos caballeros de edad provecta con enormes panzas viajaban largas distancias en diligencia?
Dormir toda una noche de un tirón y sin sueños mejoró notablemente su humor y su dolor de cabeza. Después de llamar para que le llevaran agua caliente y una bandeja con café y bollos, salió para dar un vigoroso paseo y disfrutar de los atractivos de Grantham… que no eran muchos ni muy sugerentes. El tráfico constante, de todos modos, le pareció fascinante, especialmente la cantidad y la suntuosidad de los coches de posta, tílburis, faetones, calesas y landós. Todos los vehículos que iban hacia el norte o el sur cruzaban por el centro de Grantham porque el mantenimiento de los caballos en las posadas del pueblo era mejor.
Tras un buen almuerzo, dio un paseo hasta el río Witham y se sentó en la orilla, y sólo entonces supo por qué se sentía un poco tristona.
¡Qué hermoso panorama! Sauces, álamos, juncos, patos y patitos cisnes y cisnecitos, las ondas que formaba algún pez al besar la superficie del agua… ¡Cuánto más hermoso sería todo si tuviera compañía! Concretamente, la compañía del señor Angus Sinclair. Una vez que aquella idea se le metió en la cabeza, reconoció el hecho de que las aventuras eran más satisfactorias si se compartían, desde los horrores del coche de posta hasta los paisajes campestres y sus moradores. Con Angus, podría haberse reído de la dama conversadora y preguntona, la presencia de aquellos dos horribles mozalbetes se habría tolerado mejor, la discusión sobre si las ventanas debían abrirse o bajarse se habría evaluado en su justa medida. Las imágenes fueron desvaneciéndose una tras otra, y lamentó no haberlas compartido con algún buen amigo, pero no tenía ningún buen amigo cerca.
«Echo mucho de menos a Angus», admitió, y ya no era exactamente la misma Mary después de cinco días en las diligencias públicas por los caminos. «Me gusta el modo en que sus preciosos ojos azules brillan con la emoción o la risa, me gusta el modo en que me mira cuando vamos paseando, me gusta su carácter amable y sus sardónicos comentarios. Además, no ha perdido el tiempo diciendo palabras de amor… ¡Oh, no podría haberlo soportado…! Si me las hubiera dicho, tendría que haberlo apartado de mí. Tal y como están las cosas, no me puedo ocupar demasiado de los hombres. Son todos tan insoportables y presuntuosos como Fitzwilliam Darcy, o tan embutidos con basura romántica como Robert Wilde. Pero yo no pienso en Angus en cuanto hombre. Pienso en él como un amigo mucho mejor y mucho más agradable que cualquier amiga, a las que solo les importan los matrimonios ventajosos yla ropa».
Los patos se habían reunido delante de ella, esperando que les arrojara pan, pero Mary no tenía; se apartó del río con un suspiro y caminó de regreso a la posada; pasó el resto del día leyendoEnrique vi… aparte, claro está, de la media hora que dedicó a engullir un filete con pastel de riñones y un pedazo de tarta de ruibarbo con abundante crema. Sólo llevaba seis días de viaje, ¡y ya estaba perdiendo peso! ¿Cómo podía ser, si se había pasado la mayor parte del tiempo sentada? He aquí otra lección para el estudioso de la naturaleza humana: que en ocasiones una ocupación sedentaria puede ser más agotadora que mezclar mortero.
Y, en fin, ¡otra vez a la diligencia por la mañana! Consciente de que ya se dirigía hacia el oeste y de que Nottingham estaba a mucha menos distancia de Grantham que Stamford, Mary se subió al carruaje con buen ánimo. Había descansado bien y se presentó en la estación a primera hora con la idea de asegurarse un sitio junto a la ventana. Desafortunadamente, este tipo de asuntos dependían del cochero y el cochero de aquel día era un animal malhumorado que apestaba a ron. Ni cinco minutos después de que estuviera cómodamente instalada en su sitio junto a la ventanilla, Mary se encontró desalojada de allí para hacer hueco a un grupo de cinco caballeros. Como eran individuos acostumbrados a todas las añagazas de los viajes, le habían dejado caer al cochero una propina de tres peniques por los mejores asientos. Al ser la única pasajera, fue relegada al asiento central que miraba hacia atrás, y fue sometida a las miradas lascivas y los comentarios descarados de los tres caballeros que tenía frente a ella y a las manos excesivamente ligeras de los dos que la flanqueaban. Cuando los hombres se dieron cuenta de que Mary no tenía ninguna intención de hablar con ellos, comenzaron a evaluarla, la consideraron una presuntuosa y procuraron que tuviera el viaje más desagradable de su vida. Cuando la diligencia se detuvo para cambiar los caballos, fue lo suficientemente imprudente como para quejarse de la conducta de aquellos hombres al cochero, pero éste no le ofreció ningún remedio, excepto que se acomodara y se divirtiera, o que fuera andando. Tanto los hombres que iban en el techo como los que iban dentro consideraron que era un consejo brillantísimo: no podía esperar ayuda alguna. Todo el mundo en aquella etapa iba borracho, incluido el cochero. Una Mary furiosa ocupó su sitio en la diligencia y estuvo muy tentada de darle una bofetada al individuo que llevaba a su derecha, que le estaba tocando la pierna; pero algún instinto le dijo que si lo hacía, probablemente sería forzada y sometida a algo peor.
Al final apareció Nottingham. Todos salvo uno de sus compañeros de viaje la fueron empujando en su apresurado intento por salir cuanto antes, mientras que el desvergonzado que le había tocado la pierna se quedó atrás, haciéndole una reverencia para burlarse de ella. Con la cabeza bien alta, Mary bajó del carruaje, trastabilló y fue a caer en un montón de apestoso estiércol húmedo; el hombre que se había pasado el viaje tocándola le había echado la zancadilla. Mary se cayó todo lo larga que era, apoyando las palmas de sus guantes e intentando no mancharse, y su bolso voló para caer un poco más allá, derramando su contenido por el suelo. Sus diecinueve guineas también quedaron desperdigadas. El sombrero se le quedó colgando del cuello, impidiéndole casi que pudiera ver nada. Mary permaneció tendida en el suelo, horrorizada ante la visión de sus preciosas monedas esparcidas por el suelo, y provocando más risas y burlas. Desde un rebelde rincón de su pensamiento, una vocecita seguía repitiendo: «¡Qué lugar tan descuidado, nadie barre ni limpia esto…!».
– Vaya, permítame… -dijo una voz.
Justo a tiempo. El brillo del oro había atraído la atención de muchas personas, entre ellas, el cochero y el hombre demasiado aficionado a las piernas ajenas.
El propietario de la voz era un hombre corpulento que había estado esperando a que llegara la diligencia. Llegó hasta donde estaba Mary antes de que los demás pudieran hacer nada y les lanzó una gélida mirada que consiguió apartarlos de allí; luego la ayudó a ponerse en pie. Rápido y ágil, recogió las guineas, el bolso y otras pertenencias de Mary que se habían esparcido por el suelo. Le entregó el bolso con una sonrisa que transformó un rostro que, un instante antes, resultaba amenazador.
– Así, déjelo abierto…
El hombre fue metiendo en su interior el pañuelo, las sales de olor, las cartas de Argus, las pequeñas monedas sueltas y las diecinueve guineas.
– Gracias, señor -dijo Mary, todavía sin resuello.
Pero ya se había ido. El conductor había dejado sus bolsas de mano en otro montón de estiércol húmedo; Mary las levantó con esfuerzo y salió del patio jurando que jamás volvería a poner un pie en Nottingham.
La habitación que alquiló en una posada que estaba en una calle trasera tenía un espejo que le mostró a Mary los estragos de aquel desastroso día. Su gabán y su vestido estaban empapados en orines de caballo y cubiertos con restos de estiércol; cuando se quitó el gabán, descubrió con horror que la hoja de papel que la autorizaba a sacar su dinero de cualquier banco de Inglaterra no era más que un revoltijo ilegible de tinta corrida. ¿Cómo había podido ocurrirle aquello…? ¡El gabán debería haberlo protegido! Debería, pero no lo había hecho, ni su vestido tampoco. ¿Cuánto líquido puede generar uno de esos enormes caballos? Galones, al parecer. Estaba empapada hasta los huesos. Tenía las palmas de las manos doloridas y sucias, y el tapizado de sus bolsas de mano estaba manchado; las bolsas estaban húmedas en la parte de abajo… pero gracias a Dios no había calado el interior.
Temblando, se acurrucó en el extremo de aquella cama dura y se cubrió el rostro con las manos. ¿Cómo se atrevieron aquellos hombres a tratarla de aquel modo? ¿En qué se estaba convirtiendo Inglaterra si una dama de su edad no podía viajar sin que la molestaran?
Había agua fría en un aguamanil, sobre una pequeña mesa, y para entonces ya tenía suficiente experiencia en posadas baratas como para saber que aquélla sería toda el agua que podría conseguir. Quedaba fuera de toda duda que no podría volver a ponerse aquel vestido hasta que no lo lavara, así que lo estiró sobre el respaldo de una pequeña silla para que se secara, y puso el gabán en una silla más grande, lo cual indicaba que aquella habitación era lo mejor que la posada podía ofrecer. Por la mañana enrollaría el vestido y el gabán juntos, los envolvería en papel, si es que podía conseguirlo, y los metería en el fondo falso de la bolsa de mano grande. El agua del aguamanil tendría que ser para su propio uso, aunque sospechaba que necesitaría un cubo de agua caliente para librarse del hedor de los excrementos de caballo.
La cena en una esquina de la taberna resultó casi agradable, después de un día como aquél, sobre todo cuando descubrió que la pata de cordero estaba deliciosamente tierna y el pastel al horno resultaba bastante sabroso. «Esperemos que todas las desgracias hayan terminado aquí», se dijo. «Aunque tenga que pagar media corona o más por una noche en la mejor posada de la ciudad, no tengo más remedio que viajar en la diligencia pública. Un coche de alquiler, aunque sólo lleve un caballo y sea de los más baratos, me costará al menos tres guineas al día, sin contar las propinas. No tiene ningún sentido escribir mi libro si no tengo dinero para publicarlo después. De todos modos, cuando llegue a Derby, voy a ir a un lugar en el que me puedan dar un cubo de agua caliente».
Cuando Mary entró en el patio de postas, a las seis de la mañana del día siguiente, había dos carruajes esperando allí. No había podido dormir por culpa del olor del amoníaco con que se había restregado todo el cuerpo. Un dolor sordo en la parte de atrás de la cabeza le recorría todo el cráneo hasta el punto de conseguir que sus oídos pitaran y los ojos se le llenaran de lágrimas. «Algo malo tiene que haber en el aire de Nottingham», acabó por pensar, «algo malo que hace que la gente sea tan desagradable, tan áspera…», pues nadie en el patio le prestó la menor atención. Desesperada, agarró por la manga a un mozo que pasaba por allí y lo detuvo a la fuerza.
– ¿Cuál es el coche que va a Derby? -preguntó.
El mozo señaló el vehículo, se retorció para librarse de Mary y huyó.
Suspirando, le entregó sus dos bolsas de mano al cochero del vehículo indicado.
– ¿Cuánto es el billete? -preguntó.
– Ya le cobraré en la primera parada. Ya voy con retraso.
Rogando al cielo que el día le fuera propicio, subió al coche y ocupó un sitio junto a la ventana, mirando en la dirección de la marcha. Hasta ese momento era la única pasajera, una situación que, desde luego, no tardaría en cambiar, en opinión de Mary. ¡Pero no cambió! «¡Gracias, Dios mío, gracias!». El carruaje, un vehículo viejo y apestoso tirado sólo por cuatro caballos, avanzó y salió del patio. «Quizá», pensó, despertando su sentido del humor, «huelo tan mal que nadie puede soportar mi compañía». Aquello demostraba cuánto estaba cambiando Mary; la antigua Mary había encontrado pocas cosas en la vida de las que reírse. O quizá la nueva Mary estaba tan acosada por la desgracia que aprendió que era mejor reír que llorar.
El inconcebible lujo de tener toda la cabina del carruaje para ella sola la animó sobremanera. Puso los pies en el asiento de enfrente colocó la cabeza en un cojín de viaje y se quedó dormida.
Sólo se despertó cuando cesó el movimiento del carruaje. Bajó los pies y sacó la cabeza por la ventana.
– ¡Mansfield! -rugió el cochero.
¿Mansfield? Los conocimientos de geografía de Mary no alcanzaban para conocer todas las ciudades y pueblos de Inglaterra, pero eran lo suficientemente amplios como para saber que Mansfield no se encontraba en la carretera que iba de Nottingham a Derby. Salió de la cabina cuando el cochero estaba descendiendo del pescante.
– Señor, ¿ha dicho usted… Mansfield?
– Eso es.
– ¡Oh…! -exclamó Mary, y elevó la mirada al cielo pesado y gris-. ¿Es que no es éste el coche que va de Nottingham a Derby, señor?
El cochero la miró como si estuviera loca.
– Señora, ésta es la diligencia que va a Sheffield. ¡La de Derby era la otra!
– ¡Pero aquel mozo me señaló ésta…!
– Los mozos pueden señalar el sol, la luna, las estrellas y al Papa, señora. ¡Esta es la diligencia de Sheffield, porque si no, no estaríamos en Mansfield!
– ¡Pero yo no quiero ir a Sheffield!
– Entonces lo mejor será que se quede aquí. Seis peniques me debe.
– ¿Hay alguna diligencia que vuelva otra vez a Nottingham?
– No, hoy no hay. Pero si entra usted en la posada y pregunta, seguro que encontrará a alguien que vaya en esa dirección. -Pensó un poco y luego gruñó-. Puede que incluso haya gente que vaya a Chesterfield. Hay mucho tráfico entre Mansfield y Chesterfield. Desde allí puede usted ir a Manchester, pero viéndola, señora, usted no querrá ir a ninguno de esos sitios…
– ¡Pues sí! ¡Yo quiero ir a Manchester! ¡Es mi destino final!
– Ahí estamos, entonces -dijo, y adelantó una zarpa callosa-. Suelte seis peniques, si no le importa. Sea o no su diligencia, son seis peniques de Nottingham a Mansfield.
Mary comprendió su lógica. Desató los cierres de su bolso para darle el dinero, y retrocedió aterrorizada: ¡el bolso apestaba! ¡Las guineas! ¡Había olvidado lavarlas…!
La diligencia de Sheffield partió, con dos hombres en el techo, tumbados y roncando. A juzgar por las nubes, pronto comenzaría a diluviar. Mary entró en la taberna de una pequeña posada, muy respetable, resignada a aceptar la ayuda de algún granjero que quisiera hacerle un sitio en su carreta con los cerdos. ¡Eso combinaría maravillosamente con su pestilencia!
El lugar olía a sopa picante, y el suelo aún estaba húmedo. La mujer del propietario, esgrimiendo un mocho de fregar, se plantó ante ella de repente.
– ¡Anda atrás, sucia criatura! -gritó, con las aletas de la nariz temblando de furia-. ¡Vamos, atrás, atrás…! -y esgrimía su mocho como un indígena su lanza.
– Me iré con mucho gusto, señora -dijo Mary fríamente-, si antes tiene usted la amabilidad de proporcionarme el nombre de un establecimiento desde el cual pueda asegurarme un medio de transporte en dirección a Chesterfield.
Poco impresionada por aquel discurso, la mujer la observó con desconfianza.
– ¡Sólo hay un sitio para las que son como tú! La taberna que se llama The Green Man. Hiedes igual que los que van allí.
– ¿Cómo puedo encontrar The Green Man? -Y mientras lo preguntaba, Mary se vio empujada a la calle: una garra huesuda que se le clavaba en los nervios del codo la arrastró fuera-. ¡No me toques, maldita perra sarnosa! -gritó Mary, retorciéndose para liberarse-. ¿Es que no tiene usted caridad? ¡He tenido un desgraciado accidente…! Y en vez de ser amable, es usted así de descortés. ¿Perra? ¡Eso sería un eufemismo! ¡Le voy a decir lo que es usted! ¡Unabruja!
– Di lo que quieras, que por un oído me entra y por el otro me sale. ¡Una milla abajo, por aquella calle! -dijo la propietaria, y cerró la taberna con un portazo. Mary oyó cómo se corría un pestillo.
– Se aprecia claramente que el Eau de Cheval no es el perfume favorito de la gente -dijo Mary a nadie, y, con una bolsa en cada mano, fue bajando «por aquella calle».
A la derecha dejó atrás unas granjas, y a la izquierda, después no había más que campo, pero sin tierras de labrantío: sólo se veían bosques. Con el ceño fruncido, levantó la mirada para ver si aún le quedaban horas de sol, pero los rayos no podían abrirse paso entre las densas nubes que cubrían el cielo. A menos que The Green Man estuviera muy cerca, iba a empaparse. Caminó más rápido. ¿Estaba yendo de verdad hacia el oeste…? ¿O aquel camino le llevaba a las espesas e impenetrables profundidades del bosque de Sherwood? «¡Qué bobadas, Mary! El bosque de Sherwood es fruto de la imaginación, desaparecido desde hace mucho tiempo: sus grandes árboles fueron talados para hacerle sitio a las mansiones de los nuevos ricos, convertidos ahora en caballeros, si no para tallar las vigas y las cuadernas de los barcos de guerra de Su Majestad. Sólo pequeños rastros quedaban de aquel bosque, y estaban a muchas millas al este de Mansfield. Lo sé porque lo he leído» [20].
En cualquier caso, aquel bosque sin nombre se extendía a ambos lados, y en el suelo se amontonaban las hojas secas o las ramas pisadas de los verdes helechos, e incluso el propio camino se difuminaba como los objetos al atardecer.
Escuchó el sonido de unos cascos trotando a sus espaldas; Mary se volvió, por si acaso fuera un granjero con su carreta de cerdos, pero sólo vio a un hombre sobre un poderoso caballo. «¿Qué voy a hacer ahora? ¿Lo ignoro o le pregunto si voy en la dirección correcta?». Entonces, cuando el caballero se acercó, dejó caer los brazos y resopló con un gesto de alivio. Era el amable caballero que la había ayudado en el patio de coches de Nottingham y le había devuelto sus guineas.
– ¡Oh, señor…! ¡Cuánto me alegro de verle! -exclamó.
El hombre descabalgó con tanta destreza como si la silla le quedara a la altura del suelo, enrolló las riendas alrededor de su antebrazo izquierdo y avanzó hacia ella.
– No me podría haber imaginado que me sucediera nada mejor -dijo, con una sonrisa-. No tiene usted suerte, ¿verdad?
– ¿Perdón…?
– No tuve oportunidad de robarle las guineas en aquella estación llena de gente… pero aquí… Será tan fácil como arrebatarle un sonajero a un bebé.
Obedeciendo a un impulso natural, Mary dejó caer las bolsas de mano y se aferró rápidamente a su bolso.
– Por favor, señor, tenga la amabilidad de olvidar lo que ha dicho y permítame ir a The Green Man -dijo, con la barbilla levantada, los ojos fijos en él y sin un ápice de temor. Sí, su corazón estaba latiendo a una velocidad desconocida y su respiración se había acelerado, pero estaba más dispuesta a luchar que a escapar.
– No puedo hacer eso. -Tenía el pelo negro y lo suficientemente largo como para enlazarlo en una coleta con una cinta negra; sus cabellos flotaron en el aire cuando repentinamente sopló una ráfaga de viento de lluvia-. Además, conozco bien ese lugar llamado The Green Man… allí no tendrá usted ayuda ninguna: de allí no irá más que a una mancebía. Usted ya no es una jovencita, señora, pero, curiosamente, es todavía hermosa. ¡Mira que hacerle caso a la vieja mujer del posadero Beatty…! Es metodista; hay muchos en esta parte, desgraciadamente, pero ¿qué le vamos a hacer? ¿Quién es usted para tener tanto dinero? Cuando se cayó en toda aquella porquería pensé que era un triste despojo de ama de llaves, de esas que siempre andan huyendo de las amenazas amorosas de su señor… Después vi las guineas y… Ahora no sé qué pensar, salvo que el dinero ya no es suyo, sino mío. Lo robó, ¿a que sí?
– ¡Por supuesto que no! Apártese, señor mío.
Perfectamente podría haberse quedado callada. Con la cabeza inclinada hacia un lado, él la miró de arriba abajo, como si la estuviera examinando, con los ojos medio cerrados y los labios estirados hacia atrás, mostrando una sarta de dientes equinos.
– La cuestión es: ¿cojo sólo el dinero o debo matarla también? Si estuviera limpia y oliera un poco mejor, podría ser realmente una dama… Y si eso fuera así, lo mejor sería matarla. En caso contrario, si alguna vez atraparan al capitán Thunder, usted podría reconocerlo, ¿no?
La prudencia le recomendaba quedarse quietecita y callada, no revelar sus orígenes, pero aún no había caído tan bajo.
– ¿Es ése su nombre? ¿Capitán Thunder? Sí, claro. Capitán Thunder: ¡testificaré contra usted delante de un tribunal! ¡Se merece la horca y el cadalso!
Evidentemente, Mary consiguió desconcertarlo y el hombre se tomó su tiempo; las mujeres solían ponerse a chillar hasta despertar a todos los campesinos de los alrededores: no era común que le contestaran de aquel modo. Aquella mujer… frágil, sucia y sola, pero no tenía miedo.
– Entrégueme el dinero.
Mary aferró los puños en el bolso hasta que los nudillos se le pusieron blancos.
– ¡No! ¡Esmi dinero! ¡Lo necesito!
El caballo permanecía tranquilo y ramoneaba apaciblemente; cuando aquel hombre le puso las manos encima a Mary, el animal permaneció firme, aparentemente desinteresado de la lucha que se entablaba, aunque el hombre dio un tirón a las riendas. El plan que Mary había estado pensando era abalanzarse sobre el caballo y darle un puntapié. Hasta entonces, nada en su vida había revelado lo fuerte que era físicamente; la mediana de las Bennet sorprendió al hombre por la fuerza con que luchaba para conservar su dinero. El ladrón no podía ni siquiera doblarle los dedos para rompérselos: hasta ese punto convulsivo se había aferrado la mujer a su bolso. Nerviosa y ágil, Mary consiguió zafarse del ladrón. Corrió camino abajo, dando gritos, pero pocas yardas más allá él la alcanzó, agarrándola por los hombros de la manera más violenta.
– ¡Bruja! ¡Zorra! -dijo, zarandeándola y agarrándole el cuello con la mano izquierda. Con la mano derecha le sujetó con violencia ambas muñecas hasta que, sin fuerzas, las manos de Mary dejaron resbalar el bolso. Comenzó a caer, y el ladrón rebuscó en su interior.
Mary casi se volvió loca. Empezó a darle patadas en las espinillas, y con rodilla intentó alcanzarle la ingle, y le clavó las uñas en la cara hasta hacerle sangre… «¿Cómo se atrevía aquel maleducado a robarle…?».
Pero él no dejó de sujetarle la garganta. Un ruido sordo invadió sus oídos, el rostro de aquel hombre enfrente de sus ojos desorbitados se tornaba cada vez más turbio, menos nítido. Las fuerzas la abandonaron, y exactamente cuando un violento puñetazo golpeó su frente, Mary perdió la consciencia.
Quejándose, enferma del estómago, se despertó y descubrió que estaba derrumbada a los pies de un árbol enorme, casi oculta entre sus poderosas raíces. Una luz mortecina se filtraba a través de las hojas que formaban un toldo sobre ella, y estaba lloviendo. Si tenía que guiarse por el estado de sus ropas empapadas, debía concluir que había estado lloviendo durante algún tiempo.
Transcurrió casi una hora antes de que pudiera arrastrarse y sentarse en uno de los troncos derribados que había alrededor, y allí pudo comprobar sus heridas. Tenía el cuello muy dolorido y magullado; las muñecas llenas de cardenales, una gran hinchazón en la parte derecha de la frente y un punzante dolor de cabeza.
Cuando se sintió con fuerzas para permanecer de pie, buscó sus bolsas de viaje y su bolso, pero fue en vano. Sin duda, el capitán Thunder se las había llevado y las había arrojado entre la densa vegetación de helechos, probablemente lejos de donde la había abandonado a ella. Aunque no soplaba ni una brizna de aire en lo más profundo del bosque, le castañeteaban los dientes y su piel estaba helada; tenía frío y estaba magullada, y dondequiera que mirara no había más que árboles y árboles. No era uno de esos bosques replantados, pues sus viejos moradores parecían tener más de mil años. Tal vez era Sherwood; y en ese caso, estaba a muchas millas de donde se había peleado con aquel ladrón. Entonces, el buen juicio acudió a consolarla: «¡No, esto no es Sherwood!». Era otro bosque, otro bosque infinitamente antiguo en un condado famoso precisamente por sus bosques. Probablemente ni siquiera era muy grande, pero cuando una persona se encontraba en medio de aquellos árboles, perdía toda perspectiva y la medida de las cosas.
Si quería seguir viva, tendría que buscar refugio ante la inminente llegada de la noche. Tras caminar una breve distancia, encontró un haya podrida en su interior. Le ofrecía suficiente protección para cubrirse y evitar la lluvia; retorciéndose, se metió en la estrecha cavidad, y entonces Mary sintió que las fuerzas la abandonaban sin remedio, y volvió a perder la consciencia.
La hinchazón de la frente era más grave de lo que ella creía, y durante muchos días el dolor fue terrible, hasta el punto de perder el conocimiento en varias ocasiones; cuando volvió a levantarse, de nuevo era de noche. Se había arrastrado fuera del haya y se encontraba sentada en el suelo, pero al menos ya no llovía. Entonces cayó en una especie de coma, inquieta y asediada por horribles pesadillas, pero cuando volvió a abrir los ojos, descubrió la luz del día. Unos breves pasos le confirmaron que no se encontraba bien; le dolía todo el cuerpo y sospechaba que tenía mucha fiebre. «Estoy enferma y perdida, sin esperanza… ¿Qué puedo hacer? ¿Qué puedo hacer…? ¡Si al menos la cabeza dejara de darme esas punzadas…!».
Pensaba que el capitán Thunder era algún salteador de caminos que tenía su guarida en The Green Man. Estaba segura. Al abandonarla en las profundidades del bosque, pretendía que pereciera de inanición y frío, pensando que así podría librarse de que lo acusaran de su muerte. «Muy bien, capitán Thunder», pensó, «¡pues no voy a complacerte quedándome dócilmente tumbada y desahuciada! ¡De algún modo encontraré el camino!».
El rincón del hayedo que le había servido de refugio era agradable y musgoso… y el musgo… ¿no crecía en la cara norte de los árboles? Y, si era así, entonces la parte del árbol que no tenía musgo daba al sur. ¡Sólo que los bosques se extendíana la izquierda y a la derecha del camino! Caminar al sur o al norte dependía de qué parte del camino hubiera escogido el ladrón para abandonarla. ¡Oh, maldito sea…! ¡Un verdadero hijo de Satanás! Con los ojos cerrados, Mary intentó ponerse en el lugar del salteador de caminos, y decidió que habría elegido la parte izquierda de la senda, porque ésa es la mano gobernada por Satanás. Pero… la izquierda estaba Chesterfield o Mansfield? Mansfield, porque, cuando él la asaltó, la posada donde tenía su guarida se encontraba en el camino que ella había cogido, y no detrás. «Así que iré hacia el sur, siguiendo la dirección que marca la parte de los árboles que no está cubierta de musgo», se dijo.
¿Aquel malvado la había llevado muy lejos? Los árboles no permitían el paso de un caballo, así que el ladrón tuvo que llevarla en brazos. ¿Sería lo suficientemente caballeroso para llevar a una dama como debe llevarse a una dama? ¿En brazos…? No. El capitán Thunder la habría cargado seguramente al hombro, lo cual significaba que, desde el camino, podría haberse adentrado casi una milla en el bosque.
Avanzó con decisión, pero el dolor de huesos iba de mal en peor y el dolor de cabeza ya era insoportable. Cuando levantó la mirada, el dosel de encaje vegetal giraba espantosamente y sus pies parecían avanzar sobre montones de algodón. «¡No me voy a morir…!», gritó por encima de los violentos latidos de su corazón. «¡No me voy a morir! ¡No me voy a morir…!».
Entonces, en la distancia, vio un claro en el bosque, donde daba de lleno la luz del sol… ¡el camino! Comenzó a correr, pero su cuerpo debilitado no soportó aquella carrera; tropezó con una raíz medio enterrada y cayó violentamente en el suelo. El mundo se tornó negro. «¡No es justo…!», fue lo último que pensó.
Cuando volvió a levantarse nuevamente, estaba tendida en una caballeriza, sobre la paja, doblada como un clavo viejo. Se retorció y dijo algunas palabras ininteligibles, y entonces se dio cuenta de que estaba a merced de otro captor, y no de un rescatador. Los rescatadores sostienen a una dama entre sus brazos, los captores las arrojan a los establos y las caballerizas. «No sabía que Inglaterra estuviera infestada de villanos», quiso decir. Alguien se acercó por detrás, le levantó la cabeza y los hombros, y la obligó a engullir un líquido horrible, forzándola a que le pasara por la garganta. Ahogándose, escupiendo, Mary se agitó y lo golpeó, pero lo que quiera que fuese que le hiciera beber consiguió que su cerebro girara enloquecido y volvió a deslizarse hacia aquel mundo de oscuridad y Pesadillas.
¡Oh, estaba tan calentita! ¡Maravillosamente cómoda! Mary abrió los ojos y se descubrió en una cama de plumas, con un ladrillo caliente a los pies. Sentía los brazos ligeros, y ya no olía a excrementos de caballo. Alguien la había lavado concienzudamente, incluso… el cabello, tal y como sus manos averiguaron de inmediato El camisón de franela no era el suyo, ni los calcetines que tenía en los pies. Pero el dolor de su cuerpo se había mitigado mucho y el dolor de cabeza había desaparecido. Los únicos recuerdos de su horrible experiencia eran los moratones en las muñecas, en el cuello y en la frente, y los de las muñecas, los únicos que podía ver, ya habían tornado del negro a ese amarillo asqueroso… Lo cual significaba que había transcurrido un tiempo considerable. ¿Dónde se encontraba?
Sacó los pies fuera de la cama y se sentó en el borde, con los ojos muy abiertos en la penumbra. Alrededor, todo eran muros de piedra, pero no de mampostería, sino roca viva. Había un hueco cubierto por una cortina, y un asiento tallado en roca natural tenía una plancha de madera sobre él, con un agujero… era una especie de orinal. Había también dos mesas; en una había comida sencilla y en la otra, libros. Ambas contaban con su silla, bien colocadas debajo. Pero, con mucho, el objeto más mágico en aquel lugar era la luz. En vez de velas, que era la única forma de iluminación que Mary creía que existía, había lámparas de cristal que mantenían una llama constante protegida por una especie de tubo. Había visto aquellos quinqués antes, se utilizaban cuando había que proteger una vela del viento, pero nunca los había visto así, con una llama constante que emergía de una ranura de metal. Por debajo de esa ranura había como un depósito de una especie de líquido en el cual se empapaba una cinta de mecha gruesa. «Una sola de estas lámparas», pensó mientras las observaba con curiosidad, «da tanta luz como cien velas».
Abandonó de mala gana su investigación sobre las nuevas lámparas -había cuatro grandes y una pequeña-, y vio que una alfombrilla cubría el suelo y que la cortina era de un pesado terciopelo verde oscuro.
El hambre y la sed se avivaron entonces. Había una jarrilla de cerveza aguada en la mesa de la comida, junto con un tazón de peltre; y aunque a Mary le disgustaba cualquier tipo de cerveza, aquélla, después de sus trabajos, le supo a néctar. Partió en pedazos unas rebanadas de pan crujiente, y encontró también mantequilla, mermelada y queso, y unas lonchas de un excelente jamón. ¡Oh, esto estaba mejor!
Con el estómago lleno, su mente volvió a ponerse en marcha. ¿Dónde se encontraba? Ninguna posada ni ninguna casa tienen las paredes de roca. Mary se acercó a la cortina y la apartó hacia un lado.
¡Barrotes! ¡Barrotes de hierro!
Aterrorizada, intentó descubrir qué había más allá, pero un gran telar le impedía la visión. Y el único sonido era un aullido agudo, aflautado, chirriante y constante. No eran sonidos de un ser humano, ni de un animal, ni el que pueden producir las plantas. Por debajo de aquel leve aullido sólo había silencio, como el silencio de una tumba.
Entonces Mary se percató de que su prisión se encontraba bajo tierra. ¡Estaba enterrada viva!