Capítulo 8

Angus, Charlie y Owen regresaron a Pemberley el martes después de oscurecer, demasiado tarde para cenar. Aceptando la oferta de Parmenter, que les haría algo de comer un poco después, fueron a buscar a Fitz a la biblioteca pequeña.

Fitz les escuchó con cierta incomodidad, pues no estaba muy seguro respecto a qué parte de la historia de Ned debía contarles.

Estaba de mal humor, sobre todo por culpa de Elizabeth: él sabía que era una criatura encantadora, y sin embargo, sin embargo… Algo de aquella mujer era capaz de sacar lo peor de él, hacerle decir cosas que a ninguna esposa le agradaría oír, y menos que a ninguna, a Elizabeth. Ella no tenía culpa ninguna de que sus familiares fueran una pandilla tan desastrosa. De hecho, lo que más le desconcertaba a medida que pasaba el tiempo era cómo el señor y la señora Bennet habían sido capaces de traer al mundo a criaturas tan diferentes. Jane y Elizabeth eran sin duda dos perfectas damas; Mary estaba allí como si no estuviera; y luego estaban esas dos rameras descaradas, Kitty y Lydia. El milagro residía en Jane y Elizabeth, que simplemente parecían no pertenecer a ese cesto de basura que eran los Bennet. ¿De quién habían sacado esas dos mujeres aquel refinamiento y su saber estar? Desde luego, no de su madre, ni de su padre. Ni de la señora Phillips, su tía, que aún vivía en Meryton. Los Gardiners los visitaban sólo una vez al año, de modo que no pudieron ejercer ninguna influencia. Era como si una gitana hubiera robado a dos pequeñas zorrillas de los Bennet y hubiera dejado en su lugar a Jane y a Elizabeth. Estaban cambiadas, no eran de los Bennet.

Sin embargo, el matrimonio con una de ellas significaba en realidad el matrimonio con toda la familia. Él no había llegado a comprender por completo que aquello tuviera que ser forzosamente así y, cuando se casó con Elizabeth, pensó que lo mejor era llevarse a su mujer a Derbyshire como por arte de magia y desparecer, y asegurarse de que nunca volvería a ver a su familia, pero ella no lo había entendido de ese modo. ¡Su esposa realmente quería permanecer en contacto con ellos!

Con un formidable esfuerzo, Fitz consiguió apartar los pensamientos que lo llevaban hasta su mujer y procuró escuchar a Charlie, a quien Angus había encomendado que hablara por los tres; y habló perfectamente, ni ilógica ni emocionalmente.

– Yo no creo que Mary estuviera en ningún momento en The Green Man -estaba comentando Charlie-, aunque con toda seguridad tuvo un encuentro con el capitán Thunder. Seguro. -Y sacó el bolso de su tía-. Está vacío. Lo encontramos en el camino, y una de sus bolsas de mano estaba en la cuneta, al lado. El canalla que decía ser propietario de The Green Man me contó que el capitán Thunder tiene una casa en los bosques, pero nadie sabe exactamente dónde. Hay una recompensa por su cabeza, así que tendrá miedo de que alguno de sus viles compinches lo traicione. Al final decidimos que lo mejor era solicitar tu consejo y ayuda, antes de hacer nada más.

– Gracias, Charlie -dijo su padre, muy satisfecho de cómo el joven se había desenvuelto en aquel asunto. Desde luego, Angus sería una buena influencia para él, siempre que Charlie se lo permitiera. Evidentemente, él y Angus se habían hecho muy buenos amigos, y a Fitz no se le escapó el detalle de que Angus había permitido que Charlie entrara solo en The Green Man.

Se levantó para servir un poco de Chambertin.

– Dicen que éste es el vino favorito de Napoleón -dijo, entregando copas a todos los que estaban a su alrededor-. Ahora que los franceses están desesperados y necesitan divisas extranjeras, estamos recibiendo magníficos vinos de nuevo, y creo que haré algún movimiento en la Cámara para aliviar las tasas de importación del coñac. -Se sentó y cruzó las piernas-. Habéis actuado correctamente, los tres -dijo, con una sonrisa especial dedicada a Owen-. Sabiendo que, para cuando quisierais partir, los acontecimientos podrían haberse precipitado, envié a Ned Skinner para que se ocupara también del problema. En muchos sentidos él está más habituado a este tipo de situaciones que vosotros, pero sus indagaciones no han obtenido mucho más fruto que las vuestras… realmente, una proeza por vuestra parte.

Interesadísimo, Charlie se inclinó hacia delante al saber que Ned había averiguado algo que merecía aquellos elogios.

– ¿Encontró él al capitán Thunder?

– Sí, lo encontró. Y vuestras deducciones son correctas. El capitán Thunder efectivamente abordó a Mary y le robó, pero no se la llevó a The Green Man. La dejó en medio del bosque, probablemente con la intención de que se agotara caminando por la espesura y vagara en círculos hasta que muriera. De todos modos, Charlie, tu tía está hecha de una materia más resistente que la mayoría de las mujeres. ¿Cómo se las arregló para volver al camino? No lo sé, pero lo hizo. Ned la encontró a pocas yardas del sendero.

– ¡Ah, bravo, bravo! -gritó Charlie, con el rostro emocionado de alegría-. ¿Así que está a salvo? ¿Está bien?

– Respecto a eso, ni Ned ni yo podemos aventurar ninguna suposición -dijo Fitz, frunciendo el ceño-. Ned había tenido un día muy duro, y cuando la descubrió, no se encontraba muy bien. Tenía dolor de estómago… él piensa que debido a una comida podrida que le dieron en The Black Cat.

Los tres estaban pendientes de las palabras de Fitz, mirándolo con los ojos desorbitados.

– Mary estaba inconsciente, y seguía muy débil. La habían maltratado horriblemente, y tenía un golpe muy feo en la cabeza. Cuando Ned le preguntó al capitán Thunder por los detalles, ese villano le dijo que Mary le había plantado cara y habían mantenido una pelea tremenda.

Esta declaración fue recibida con gruñidos e imprecaciones, pero Fitz continuó.

– Ned colocó a Mary cruzada en la grupa deJúpiter, y cabalgó hacia casa. Pero cuando se iba aproximando a The Peak, tuvo que responder a la ineludible llamada de la Naturaleza… la comida podrida había hecho mella en él. Y no sabiendo cuánto iba a tardar, bajó a Mary del caballo y la dejó a la orilla del camino por el que venía, y se adentró en una arboleda. Cuando regresó, Mary ya no estaba.

– ¿Que no estaba? -preguntó Angus, palideciendo.

– Sí, se esfumó. Según el reloj de Ned, él no estuvo ausente más de diez minutos, ni un segundo más.

– ¿Diez minutos? -preguntó Charlie-. ¿Cómo pudo esfumarse en sólo diez minutos?

– Exactamente: ¿cómo? Ned la buscó como sólo Ned puede hacerlo, y yo os aseguro que su dolor de estómago no interfirió lo más mínimo en su meticulosidad. Pero no pudo encontrar ni rastro de ella. Montó aJúpiter y buscó desde la altura del caballo, pues se alcanza a ver más. En vano. Había desaparecido como por arte de magia, igual que uno de esos prestidigitadores que hace desaparecer a su ayudante en el circo.

– ¡Ha sido el capitán Thunder! -exclamó Charlie, dándose una palmada en el muslo.

– No, Charlie. Pudo ser cualquiera, pero el capitán Thunder no. Para entonces, su cadáver ya estaba frío. Ned lo mató en un tiroteo, después de descubrir dónde estaba su casa.

– ¿Cómo pudo encontrarla si nadie lo sabía en los alrededores? -preguntó Owen.

– Se lo dijo un confidente en el patio de postas de Nottingham; uno que acechaba a las víctimas para él y compartía sus ganancias.

– Puede que Mary recuperara la consciencia y echara a caminar… -sugirió Angus, que no soportaba ver el dolor de Charlie y sentir el suyo propio. «¡Oh, Mary…! ¡Tú y tu estúpida cruzada!».

– Ned dice que no, y yo le creo. Las heridas de las muñecas e incluso las de la garganta no tenían importancia, pero el golpe de la cabeza era muy grave, lo bastante como para provocarle una inconsciencia prolongada. Si se levantó, lo cual es posible, se habría sentido desconcertada y habría tropezado, no habría podido mantenerse en pie. Ned escudriñó cada pulgada de aquellos montes en cinco millas a la redonda. A uno no le queda más remedio que asumir que no se fue andando, sino que se la llevaron.

– ¿Por qué? -preguntó Angus, casi desesperado.

– No lo sé.

– ¿Quién? -preguntó Owen-. ¿Quién haría una cosa así?

– Al principio pensé que, quienquiera que fuese el que se la hubiera llevado, habría actuado por un impulso caritativo o caballeresco, quizá pensando que Ned estaba implicado en un asunto delictivo. Como Chesterfield es la ciudad más cercana, yo mismo hice ayer exhaustivas pesquisas en ese lugar, esperando que alguien hubiera sabido que habían llevado a una mujer a la ciudad y se hubiera notificado el hecho al alcalde o al gobernador. Pero nadie había llevado a ninguna mujer a la ciudad. También le he pedido a mi gente que pregunte a todos los médicos, con el mismo resultado. De modo que, quienquiera que se llevara a Mary, no estaba actuando caballerosamente. Tiene un plan vil y rastrero en mente. He pensado que, si supieran que Mary es familiar mía, podría tratarse de un secuestro y he estado esperando que alguien viniera pidiendo un rescate. Pero no ha venido nadie. Porque, creo yo, nadie sabe quién es Mary. Estaba en condiciones muy lamentables… Iba muy sucia y magullada de mala manera.

– ¿Y todo esto se debe a un mal desayuno en The Black Cat? -exclamó Charlie-. Bueno, ya sé que en ese sitio dan una comida espantosa, pero encontrarla… ¡para perderla después otra vez…!

– Estoy de acuerdo.

– Entonces, padre, ¿qué hacemos ahora?

– Tenemos que hacer público este asunto… con reservas, naturalmente. Enviaremos anuncios diciendo que la señorita Mary Bennet se halla desaparecida, citando los lugares donde fue vista por última vez, y cuál es probablemente su estado. Diremos que es la hermana de la señora Fitzwilliam Darcy, y ofreceremos una recompensa de cien libras a cambio de cualquier información conducente al hallazgo de su paradero. Como Mary se parece mucho a tu madre de cara, le he pedido a tu hermana Susie que le haga un retrato, un esbozo a plumilla, y se incluirá en el anuncio. Además de enviar esa nota a todos los ayuntamientos de pueblos y ciudades, la haré insertar en todos los periódicos de la región.

– Y yo haré un artículo para elWestminster Chronicle que describa los peligros a los que se enfrenta una dama que viaja en diligencias públicas -dijo Angus-. Tengo lectores por toda Inglaterra.

– Gracias -dijo Fitz, inclinando la cabeza cortésmente. Luego se volvió hacia su hijo-. Si quieres, Charlie, puedes organizar una partida de hombres y salir de Pemberley para recorrer el camino donde se produjo la desaparición. Ned puede darte toda la información. -Parecía triste-. La cosa es que ese camino en cuestión no es muy conocido ni muy transitado. En fin, no es más que un atajo entre Chesterfield y Pemberley. -Levantó un dedo en señal de advertencia-. Supongo que no tengo que deciros que no debemos comentar nada a propósito del destino que corrió el capitán Thunder.

– De acuerdo, padre.

– Ve con hombres que conozcan bien la parte sur de The Peak.

– Desde luego.

– Ahora marchad y cenad algo, por favor. ¿Qué me decís de mi Chambertin?

– Suave y afrutado -dijo Angus con un aire en absoluto sincero-. Bonaparte tiene buen paladar. No es extraño en un francés -añadió tímidamente.

Fitz se burló con desprecio.

– Ese hombre no es francés. ¡Es un campesino corso!


* * *

Maldiciendo su propia falta de previsión, Ned Skinner se dio cuenta de que aquel mozo de la estación de diligencias de Nottingham era un cabo suelto que había que atar. ¿Por qué no se había detenido a averiguar el nombre de aquel muchacho y su paradero? «Porque no tenías ni idea de lo importante que podría llegar a ser», se respondió a sí mismo enfadadísimo mientras preparaba la carretela y aJúpiter para el viaje que llevaría a Lydia Wickham a Hemmings. Era evidente que el mozo era un secuaz del capitán Thunder en Nottingham, y que recibía dinero del salteador de caminos a cambio de la información sobre las personas que utilizaban la diligencia. No todos los que cogían la diligencia pública deambulaban en los aledaños de la miseria; algunos viajeros podían permitirse coches privados, pero pensaban que así llamarían más la atención de los bandoleros, sin imaginar la red de informantes que éstos tenían en las estaciones. Las remesas de moneda que se remitían a los bancos de provincias también iban en estas diligencias públicas, y el contenido de algunos paquetes que se enviaban por diligencia también era valioso. El mozo pagado del capitán Thunder conocía los movimientos de todos los vehículos que pasaban por la estación de Nottingham, y Nottingham era una gran ciudad, con numerosas industrias y, por lo tanto, con abundante riqueza.

Los periódicos que llevaban el anuncio sobre Mary y sus cien libras de recompensa se publicarían en breve plazo, y el mozo de postas no debía tener ninguna posibilidad de leerlos o saber de ellos. Si lo hacía, no tardaría ni un santiamén en dar cuenta de toda la información que tenía, y el cuello de Ned Skinner podría correr algún peligro. Porque… ¿quién podría olvidarlo, con su altura? Lo último que necesitaba Fitz era tener a su hombre de confianza encerrado en una celda acusado decualquier cosa, y poco importaba de qué se tratara y lo poco que tardara en aclararse todo.

Así que aquel jueves Ned estaba de mal humor, pues iba a emplear todo el día en llevar a la señora Lydia Wickham a su nueva casa, Hemmings.

La metió en el coche con la promesa de una botella de coñac. Lydia había procedido a beber con tal ansia que se dio cuenta de que estaba borracha cuando pasaron por Leek. Hemmings se encontraba diez millas más allá de la ciudad, y era una pequeña mansión con diez acres de tierra alrededor. Los establos se habían acondicionado con un buen carruaje, uno de esos que llamabanbarouche, dos caballos castaños y un poni para la carretela. Era mucho más agradable que Shelby Manor, excepto por un detalle… A pesar de la inminente llegada de la noche, los agudos ojos de Ned descubrieron barrotes de hierro en las ventanas de la planta baja. ¡Sí, pues claro! El último inquilino de Hemmings había sido un lunático peligroso, pero Ned había estado presente cuando Fitz le había dicho a Matthew Spottiswoode que mirara a ver si podía quitar los barrotes, así que… ¿por qué seguían allí… todavía? Cerró los ojos para poder pensar, intentando comprender cómo podía sacar provecho de aquel olvido. Los barrotes no podían mantenerse allí, eso era indiscutible, sobre todo cuando la señora Darcy y la señora Bingley decidieran visitar a su hermana, pero… ¡sí, podía funcionar!

Ned conocía muy bien a la señorita Mirabelle Maplethorpe, y no le cabía la menor duda de que se las arreglaría para cumplir con la tarea de ocuparse de Lydia. Se habían hecho algunos ligeros movimientos administrativos para que obtuviera el empleo como dama de compañía de Lydia, con perfecto éxito, y nadie se había percatado de nada, ni siquiera Fitz.

La señorita Maplethorpe abrió la puerta.

– ¡Ah, Ned!

– Aquí te traigo el trabajo, Mirry.

– Todo está preparado. Métela dentro -dijo la señorita Maplethorpe, una mujer alta y robusta de unos cuarenta años cuyo rostro era indiscutiblemente la razón por la que seguía soltera; recordaba a la Judy de un espectáculo de Punch y Judy [28]. ¡Pobre Mirry! ¡En raras ocasiones un rostro y un trabajo habían combinado tan bien…!

– Está grogui. La única manera que tenía de traerla aquí sin atarla de pies y manos era darle una botella de coñac.

– Entiendo. -Y sus ojos glaciales lo miraron con gesto irónico-. Eres lo suficientemente grande como para meterla en casa, Ned.

– Cierto. Pero no me apetece llevar el abrigo apestando a vómitos todo el camino de regreso a casa. Hay que sacarla de ahí… y seguro que se pone a vomitar…

– Entonces, espera un momento. -Y lo dejó en la entrada mientras ella iba adentro y regresaba con dos hombres que más parecían boxeadores que criados.

– Adelante, chicos. -Ned los condujo hasta el carruaje y abrió la puerta-. Ya estamos, señora Wickham. ¡Arriba…!

Desde luego, no se levantó, pero se movió del asiento, puso un pie en el estribo del coche y salió tambaleándose mientras le entraba la risa tonta. Tal y como Ned había profetizado, todo el coñac, junto con el contenido de una cesta de viaje, hizo el recorrido gástrico inverso. Los dos hombres se apartaron precipitadamente.

– Cogedla por los brazos, chicos… ¡y andad con ojo!

Cuando Ned Skinner daba una orden, se le obedecía, hubiera vómitos o no. Aún riéndose como una tonta y balbuceando, fueron medio arrastrando a Lydia, medio llevándola en volandas, y la metieron en su nueva casa mientras la señorita Maplethorpe observaba con gesto severo.

– Que tengas suerte, Mirry -dijo Ned-. El coche y los hombres, de vuelta mañana. Órdenes del señor Darcy.

Se acercó aJúpiter y volvió a montar.

– Vamos, amigo -le dijo al caballo mientras se alejaba en su grupa-. Tenemos diez millas hasta Leek, y allí buscaremos un lugar donde pasar la noche.

Poco después del amanecer, Ned estaba otra vez en camino, pero no se dirigía al norte ni a Pemberley, sino que avanzaba campo a través, apartado de los caminos principales e incluso, cuando era posible, también de los senderos. Sabía perfectamente adonde se dirigía; iba a un lugar que se encontraba a veinte millas de Leek, en las afueras de Derby.

Sin apurarse, dejó aJúpiter que escogiera el paso que más le conviniera, un regalo que aquel gran caballo negro aceptó de buen grado.

En el sitio adecuado, junto a un indicador que señalaba varias direcciones distintas, Ned se encontró con su confidente, un mozo de cuadras perteneciente a lo peor de la hostelería de Sheffield, con un aspecto tan caballuno que evidentemente se encontraba muy a gusto entre otros de su especie. Aquel hombre hacía ese tipo de trabajos ocasionalmente para el señor Skinner, a quien había conocido hacía mucho tiempo, y al que temía y respetaba.

– ¿Y bien, Tom? -preguntó Ned, sujetando las riendas cuando estuvo a su altura.

– Sin problemas, señor Skinner. Se llama Ezekiel Carmody… Zeke, para abreviar. Trabaja seis días a la semana en la estación de las diligencias, y duerme allí mismo, en la cuadra. Los domingos va a casa. Su padre tiene una granja en las afueras de Nether Heage… un buen sitio, cría caballos de tiro.

– ¿El nombre de la granja?

– Carmody.

– Gracias, Tom. -Cinco guineas cambiaron de mano-. Ahora, vuelve a casa.

Y Tom se alejó, muy satisfecho.

Las noticias eran mejores de lo que Ned había esperado. Con un nombre como Ezekiel, el mozo era evidentemente metodista; y pasar el domingo en casa sería para él una obligación. «Pero dudo que la familia sepa que su fiel hijo Zeke es uña y carne de un salteador de caminos», pensó Ned. «Bueno, ¿quién puede culpar a ese pobre muchacho? Con un padre metodista, no sabrá lo que es el dinero, estoy seguro; los caballos de papá se venden a las compañías de transporte y los salarios de Zeke van a parar a la familia y a la iglesia. Ni hablar de una pinta de cerveza ni una zorrilla barata. Es una historia con la que me topo una y otra vez, y siempre es igual».

Calculando su camino con precisión, Ned se aproximó a la granja Carmody a la una del mediodía… la hora de comer. Encontró la puerta principal en el cuarto, camino por el que se adentró, con el nombre escrito orgullosamente sobre la cancela: carmody farm. Comprobando la situación de un solo vistazo, Ned resolvió que no valía la pena entrar por otro lado si adonde quería ir era a aquella granja; no habría otro sendero para llegar a la propiedad; si, aquél sería el camino por el que Zeke Carmody llegaría a su casa. Ned no sabía qué clase de transporte utilizaría el muchacho para volver a su hogar; muy probablemente se subiría de gorrón al carro de alguien que estuviera haciendo el mismo trayecto desde Nottingham. Pero Ned se apostó a sí mismo a que Zeke hala a pie el último cuarto de milla de su viaje semanal a casa.

El sábado, mientrasJúpiter dormitaba en su establo con buena avena en su pesebre, Ned trabajaba muy secretamente en un curioso artefacto: era un palo al cual había atado una herradura como las que llevan los imponentes caballos de tiro, el tipo de caballos que se utiliza para las diligencias públicas, que son muy pesadas.

El sábado por la noche, a las diez, montó enJúpiter y salió en dirección a Carmody Farm, al principio por caminos principales desiertos a esas horas. Cincuenta millas no era mucho yendo en Júpiter, pero muchos de los jinetes que cabalgaban cien millas y más en un día -correos, reverendos con abundante cortejo, viajeros comerciales- con frecuencia caían enfermos o incluso morían. No había luna aquella noche, pero amplios grupos de estrellas iluminaban su camino, y Júpiter avanzaba con paso seguro.

Tuvieron un buen viaje. Ned llegó a su destino antes del amanecer, y se dispuso a esperar en la oscuridad, entre árboles que balanceaban sus ramas repletas de hojas, no lejos de la puerta principal de la granja. Desató de la silla el palo con la herradura y lo colocó a su lado, junto con otras cosas que llevaba. Aquel asunto le había herido el orgullo, puesto que se culpaba por haber perdido a Mary Bennet, y decidió que no dejaría ningún cabo suelto que algún policía entrometido pudiera descubrir.

Zeke Carmody sabía dónde se encontraba la casa del capitán Thunder, y sacaba a pasear la lengua con demasiada frecuencia. Aunque había una parte de Ned que comprendía las penurias de Zeke y se apiadaba de su destino -que no era sino morir-, ni aunque aquella piedad fuera un millón de veces más intensa el hombre de confianza de Fitz habría detenido su mano. Fitz estaba en peligro por su culpa, por culpa de Ned, por su incompetencia, y eso era lo único que importaba.

Un alegre silbido que empezó a oírse al final del camino interrumpió sus pensamientos. Ned se puso en pie, se estiró, y espero a su víctima escondido entre la arboleda. Cuando pasó el muchacho, Ned levantó el palo y lo golpeó en un lado de la cabeza. El mozo cayó desplomado en el camino sin emitir ni siquiera un quejido. Con movimientos rápidos, Ned arrastró el cuerpo bajo los árboles, donde había extendido una sábana de tela. Una vez que dispuso el cuerpo en el lienzo a su satisfacción, colocó la herradura contra la herida con precisión y sumo cuidado, y martilleó el final del palo con una piedra que había cogido de los campos de Carmody Farm. Una huella de la herradura sería suficiente; observó la masa sanguinolenta de la herida, y pensó que nadie dudaría de que aquel daño lo había producido la coz de un caballo grande, entonces, envolvió el cuerpo en el lienzo, lo levantó del suelo y lo llevó un poco más abajo, en el mismo camino, y lo desenvolvió en un prado en el que estaban pastando cuatro caballos de tiro, con los cascos y los flequillos de las patas embarrados por el fango que habían provocado las últimas lluvias.

Nadie salió de la casa, ningún perro ladró. Respirando casi con normalidad, Ned dobló el lienzo cuidadosamente para que la sangre no le manchara y deshizo el artefacto asesino. Arrojó la herradura al campo, muy lejos, y metió el palo entre los pliegues de la sábana. Fue caminando entre las sombras hasta que llegó al pequeño camino que conducía a Nether Heage; allí se enderezó y avanzó deprisa haciaJúpiter, que andaba pastando por allí. Después de ensillar a su caballo, que pareció alegrarse de verlo, montó y se alejó. En la distancia sonaban las campanas de una iglesia, pero nadie vio a Ned Skinner, que ahora avanzaba a medio galope por el camino de Chesterfield.

Sin duda, había otros mozos de cuadra que el capitán Thunder usaba como fuentes de información -las posadas de las casas de posta eran ideales para estos trabajos-, pero ésos no tenían la menor importancia. Era Ezequiel Carmody quien había estado hablando con aquel individuo gigantesco montado en un caballo gigantesco, y quien le había dicho dónde vivía el capitán. Por desgracia, Zeke había sufrido un terrible accidente y ya nadie podría relacionar a Ned Skinner con el salteador de caminos. Lo mejor era siempre ser escrupulosos y metódicos. Los policías del condado eran una pandilla de ineptos, pero…

La noticia de que Mary había sido raptada por personas desconocidas dejó aturdida y conmocionada a Elizabeth, sobre todo porque Fitz había decidido hacer públicas sus informaciones en el Salón Rubens, después de cenar, justo antes de que Charlie, Angus y Owen hubieran regresado. Aunque Elizabeth estaba al tanto de que su hermana había estado desaparecida durante algún tiempo, no le había comentado a su mujer de antemano y privadamente nada respecto al secuestro. Bien al contrario, se lo dijo delante de Caroline Bingley y Louisa Hurst… y delante de la hija de Louisa Letitia/Posy, quizá la muchacha más sosa y desabrida que Elizabeth había conocido jamás. Así que no tuvo otra alternativa que reprimir su furia hasta un momento más apropiado para desatarla sobre la cabeza helada y sin sentimientos de Fitz. Protegida por el aluvión de exclamaciones de Caroline, los desmayos de Louisa y los chillidos de Posy, Elizabeth permaneció sentada con un ascua ardiente en cada mejilla, pero con tanta compostura que nadie podría haber sospechado que no lo sabía. «Orgullo, Elizabeth. ¡Tú tienes demasiado orgullo!».

Su marido siguió explicando las medidas que pensaba tomar, y anunció prácticamente lo mismo que les había dicho a Charlie, Angus y Owen: el aviso en los periódicos, la recompensa, el esbozo de Susie a plumilla, la discreción. Les contó qué parte había tenido el capitán Thunder en el negocio y el irresoluble misterio de la desaparición de Mary mientras estaba al cuidado de Ned Skinner. No hizo ninguna insinuación de que el capitán pudiera haber sido el responsable de aquella segunda desaparición, aunque tampoco hizo mención de la muerte del capitán a manos de Ned. Sólo afirmó que el capitán no pudo ser el que la había secuestrado.

– ¿Le vas a decir tú a Susie lo del dibujo o se lo digo yo? -preguntó Elizabeth.

– Lo haré yo. Sé lo que quiero que haga -dijo Fitz.

– ¿Y cuándo no has sabido tú lo que quieres? Lo primero que voy a hacer es ir a Bingley Hall mañana mismo para contárselo a Jane.

– ¡Oh, permíteme que te acompañe…! -exclamó Caroline-. Hay veinticinco millas de distancia hasta allí, y otras veinticinco de regreso. Necesitas sin duda una amiga de verdad que te consuele.

Y a Elizabeth, literalmente, se le nubló la vista en rojo: un velo escarlata descendió ante su mirada.

– Se lo agradezco, señora -dijo en tono mordaz-, pero preferiría que me consolara Satanás antes que usted. Al menos la maldad del demonio es más honesta.

Se levantó un murmullo de sorpresa. Caroline se puso en pie, Louisa se desvaneció prácticamente en su silla y Posy se desmayó en el suelo. Elizabeth se sentó con un gesto de desprecio en su cara, disfrutando cada instante de aquel espectáculo. El ratónvendido se había convertido repentinamente en una rata grande y… ¡oh, se sentía maravillosamente! Tras una asombrada mirada a su esposa, Fitz fijó sus ojos en un espléndido desnudo de Rubens que había sobre la chimenea.

– Les ruego que me disculpen, pero estoy cansadísima… -dijo Caroline, con una venenosa mirada a Elizabeth, que se la devolvió con un destello púrpura que las pupilas marrones de la señorita Bingley jamás podrían igualar.

– Yo voy enseguida, querida -dijo Louisa-, si me ayudas con la pobrecita Letitia. ¡Qué espectáculo! ¡Qué mala educación…!

– ¡Sí, largaos de aquí! -dijo Elizabeth con ira.

– Sólo puedo dar gracias a Dios por una cosa, Elizabeth -dijo Fitz a la puerta del dormitorio de su esposa, algunas horas después-, y es por que Charlie, Angus y el señor Griffiths no estuvieran presentes para escuchar cómo insultabas a la señorita Bingley con esa ordinariez tan vulgar.

– ¡Oh, que se pudra Caroline Bingley! -Elizabeth abrió la puerta de su cuarto y entró en él, con la mano en el picaporte, dispuesta a darle con la puerta en las narices a Fitz.

Pero él se adelantó y entró en la alcoba tras ella, con el rostro tan pálido como encendido estaba el de su esposa.

– ¡Que no te vuelva a oír hablar a uno de mis invitados de ese modo tan… tan despectivo!

– ¡Le hablaré a esa mujer en los términos que me apetezca! ¡Es una embustera y una chismosa, y lo que le he dicho soncumplidos comparados con algunas de sus otras cualidades! -dijo Elizabeth, terminando con un silbido viperino la última palabra-. ¡Repelente! ¡Maleducada! ¡Maliciosa! ¡Enredadora! ¡Zorra! ¡He estado soportando a Caroline Bingley durante veinte años, Fitz, y ya estoy harta! ¡La próxima vez que la invites a Pemberley o a Darcy House o a cualquier otro sitio donde dé la casualidad de que esté yo, te ruego tengas la amabilidad de decírmelo a tiempo para que pueda alejarme de ella a una buena distancia!

– ¡Esto es más de lo que puedo tolerar, señora mía! ¡Eres mi mujer, y ante Dios prometiste obedecerme! ¡Te ordeno que trates a Caroline civilizadamente! ¿Me oyes? ¡Te lo ordeno!

– ¿Sabes lo que puedes hacer con tus órdenes, Fitz? ¡Puedes metértelas por donde amargan los pepinos!

– ¡Elizabeth! ¡Mujer! ¿Es que estás tan completamente loca como tu hermana pequeña? ¿Cómo te atreves a hablarme de ese modo tan asqueroso?

– ¡Qué gazmoño mojigato estás hecho…! Al menos se puede decir una cosa a favor de Caroline Bingley -dijo Elizabeth como si estuviera pensándoselo bien-, que no es más que lo que se ve. No tiene una fachada falsa. Es como una esponja empapada en vitriolo que va chorreando por donde va. En cambio, tú, Fitzwilliam, eres el hombre con más dobleces y más falso que he conocido. ¿Cómo te atreves a darme la noticia de que mi hermana Mary ha desaparecido delante de dos arpías como Caroline y Louisa? ¿Es que no tienes sentimientos? ¿No tienes compasión? ¿No has guardado ni un poco de la comprensión que le debes a tu mujer y a tu cuñada? ¿Qué te impedía llevarme a un lado, aparte, y habérmelo contado en privado? ¿Qué excusa puedes esgrimir ante esta estupidez y esta falta absoluta de consideración? ¡Ni siquiera pude…reaccionar! Si lo hubiera hecho, habría sido la comidilla en las mejores familias… en cuanto Caroline regresara a Londres. ¡Una risilla tonta aquí, una miradita maliciosa allá, y en todas partes indirectas e insinuaciones! ¡Oh, has sido cruel, Fitz! ¡Asquerosamente cruel! -temblando visiblemente, Elizabeth se escondió en su alcoba corriendo, pues no supo qué más decir.

Darcy se adelantó unos pasos y rompió el silencio.

– Naturalmente. Tus críticas hacia mí no son un fenómeno novedoso, me doy cuenta de ello. Te encanta calificarme y juzgarme como… bueno… vanidoso, arrogante, orgulloso e indigno, desde hace veintiún años. Te felicito por haber encontrado otra sarta de adjetivos. Me dejas anonadado. ¿Por qué no te puse al tanto privadamente de la desaparición de Mary? Bueno, respecto a eso, cúlpate a ti misma. Me desagradan los lloriqueos y los desvanecimientos de las mujeres. Nuestro matrimonio no se asienta sobre una roca, señora, y se tambalea en arenas movedizas. Arenas que has creado. No me obedeces, aunque la obediencia sea parte de los votos conyugales que tú admitiste. Careces de un carácter amable y tu lenguaje es el colmo de la vulgaridad. Es más, tu conducta está empeorando de día en día, y rápidamente. Desde luego, ya no puedo estar seguro de que te vayas a comportar con más decencia que tu hermana Lydia.

– Bien al contrario, supongo que no crees que haya nada malo en decirme que te arrepientes de haberte casado conmigo -esgrimió Elizabeth, con los ojos brillantes.

Darcy levantó las cejas.

– Dije la verdad.

– Entonces creo que deberíamos poner fin a esta farsa de matrimonio, señor.

– La muerte se encargará de eso, señora, sólo la muerte y nada más. -Caminó hacia la puerta-. No te enfrentes más a mí, Elizabeth. Intentaré calmar el enfado de Caroline diciéndole que no estás en tus cabales. Una leve demencia desatada por la preocupación ante la situación de tus hermanas… Ella es consciente de la debilidad que afecta a toda tu familia, así que una explicación sucinta será suficiente.

– ¡No te he pedido que seas hipócrita comportándote amable y educadamente con Caroline Bingley! ¡De hecho, te pido que no te tomes esa molestia! ¡Estás injuriando a los Bennet! -exclamó cuando su marido abrió la puerta para salir-. ¡Lydia, Mary, y ahora yo…!

La puerta se cerró tras él con un leve portazo. Con las piernas temblando, Elizabeth se acercó casi desmayada a la silla más cercana y se sentó en ella con la cabeza entre las rodillas, luchando contra el vértigo y el desvanecimiento. «¡Oh, Fitz, Fitz…! ¿Cómo nos hemos equivocado tanto? ¿Quién es tu amante? ¿Quién?».

Los latidos de su pecho comenzaron a tranquilizarse, y su cabeza empezó a despejarse. Elizabeth se quitó su vestido de seda gris paloma, las joyas, la combinación y se puso su camisón casi transparente. «¿Por qué me ocuparé de todas estas fruslerías si nunca viene a mi cama? Porque son agradables, supongo. La franela que utilizaba cuando era joven raspaba y picaba».

En el exterior, en algún lugar oscuro, un zorro aulló y un búho comenzó a ulular lúgubremente. «¡Oh, Mary…! ¿Dónde estás? ¿Quién pudo enfrentarse a la violencia de Ned Skinner? ¿Y qué me está ocultando Fitz? ¿Cómo se encontrará Lydia en esa casa… en Hemmings?».

Después de comer un panecillo crujiente recién sacado del horno y tras tomar una taza de chocolate, Elizabeth salió a la mañana siguiente hacia Bingley Hall para visitar a su hermana Jane. Había sufrido un aborto… una bendición. Como Charles había escrito diciendo que estaría fuera al menos otros doce meses, quizá Jane podría recobrar su salud antes de que la misma historia de siempre comenzara de nuevo. ¿Qué era lo que había dicho Mary…? Que deseaba que Charles se pusiera un tapón… ¡Cómo se irritaría Fitz ante un modo de hablar tan vulgar en una dama soltera…!

Bingley Hall se encontraba en una finca de cinco mil acres en las afueras del pueblo de Wildboarclough, bastante al sur de Macclesfield. Había sido una feliz adquisición para una persona que ansiaba ascender socialmente de plutócrata a aristócrata, y había recaído en Charles por un buen precio, gracias a Fitzwilliam Darcy, que se presentó como avalista, y no por su dinero (absolutamente probado), sino por su respetabilidad y su categoría. ¡El avalista certificaba que Charles Bingley no usaría el tenedor equivocado ni pondría el decantador de oporto encima de la mesa! Las tierras se habían arrendado a buen precio y Charles era un excelente propietario, pero el principal encanto de la finca era la mansión, un gran edificio blanco con un cuerpo central y dos alas. Su fachada, de un precioso e imponente estilo paladiano [29], se remontaba al siglo xvii.

Los niños estaban fuera -el más pequeño tenía ya ocho años-, lo cual significaba que sabían que su madre necesitaba tranquilidad y silencio. La única chica, Priscilla, había llegado tras William, Percival, Robert, James y Marcus, así que no había esperanza alguna de que Prissy, porque así la conocía todo el mundo, se convirtiera en un modelo de feminidad. Como Hugh y Arthur eran los menores, la niña tenía dos hermanos a los que dominar e intimidar, y corría a tanta velocidad como sus hermanos, causando estragos en su furibunda carrera, y aportaba a la cesta de remendar la misma cantidad de prendas para zurcir que sus hermanos.

– Prissy siempre es un poco más difícil cuando Charles no está. Él sabe exactamente cómo dominarla -dijo Jane, en cuanto llegó su hermana, empezando con la letanía de los Bingley, para deleite de Elizabeth. Eso aconteció a la hora del desayuno, que se servía a las diez en punto, y, mientras, Lizzie se preguntaba cómo podría abordar el asunto de Mary.

William entró, no para desayunar, sino para presentar sus respetos, pues sentía por su tía favorita una absoluta adoración; a la tía Elizabeth la querían sin excepción, a la tía Louisa la soportaban y a la tía Caroline la temían. William era un año mayor que Charlie, y se había convertido en un hombre atractivo que se parecía bastante a su padre y parecía querer seguir sus pasos en los laberínticos corredores de la plutocracia. Como había preferido ir a Cambridge, él y su primo nunca se veían, salvo por Navidad, lo cual le encantaba a Elizabeth. Nunca habían salido juntos. Charlie era brillante, William era constante. El aspecto de Charlie era llamativo, el de William era más ortodoxo. Charlie parecía no ver a las muchachas -¡ni a los muchachos, a pesar de las calumnias de Caroline!-, mientras que a William le gustaba ser un rompecorazones y llevar la cuenta de sus conquistas.

De todos modos, William no se quedó en el saloncito mucho tiempo, y ninguno de los otros apareció por allí, ni siquiera Prissy.

– No estás comiendo nada, Lizzie -dijo Jane con gesto de enojo-. Juraría que estás tan delgada como cuando te casaste, así que no tienes excusa. Come un poco de pan con mantequilla…

– Sólo café, gracias. Ya desayuné algo en Pemberley.

– De eso hace ya varias horas. ¿Qué es eso que me han dicho de Lydia…? -dijo Jane mientras le servía café a su hermana.

– ¿Lydia? -Durante un instante Elizabeth miró a su hermana comprender nada… oh, habían pasado demasiadas cosas en los últimos días. ¿Cómo era posible que se hubiera olvidado de Lydia? Así que decidió empezar con esa historia primero, mientras Jane la escuchaba horrorizada.

– ¡Oh, es horroroso…! ¿Y no me puedes decir exactamente qué palabras utilizó para dirigirse a Fitz?

– Créeme, no puedo. Ni el soldado peor hablado de nuestro ejército diceesas cosas… lo azotarían hasta que estuviera al borde de la muerte. De verdad, Jane, ¡utilizó las peores palabras que pueden decirse en nuestro idioma! ¡Y estaba tan borracha…! Sólo sobornándola con una botella nos fue posible obtener alguna cooperación por su parte.

– Entonces, hay que encerrarla -dijo Jane con un suspiro.

– Eso es lo que ha decidido Fitz, y lo que él decide es ley. Aunque, por mucho que condene sus arbitrariedades, debo confesar que yo tampoco veo ninguna otra alternativa más que encerrarla, como con mamá. Ahora vive en Hemmings, a diez millas al otro lado de Leek. Quizá está a dieciséis o diecisiete millas de Bingley Hall. Iré a visitarla en cuanto pueda.

– Vayamos juntas. ¿Qué es hoy, miércoles? Podemos prepararlo todo para ir el viernes -sugirió Jane.

– No, no podemos -dijo Elizabeth con gesto abatido-. Lydia no es el asunto principal de mi visita. De hecho, vengo por una razón muy diferente.

– Cuéntame, ¿qué ocurre…?

– Mary ha desaparecido; tememos que haya sido secuestrada.

Como Jane estaba aún muy débil tras su aborto, se desmayó. Cuando volvió en sí tras aplicarle amoníaco y vinagre, comenzó a llorar, y pasó media hora antes de que Elizabeth pudiera tranquilizarla lo suficiente como para ponerla al tanto de los detalles.

– Vine porque no quería que lo vieras en un periódico -concluyó Lizzie-. Fitz incluso tuvo la idea de publicar un dibujo de mí porque me parezco a Mary… Hay una recompensa de cien libras, lo suficiente para animar a la gente a una búsqueda intensa.

– Lizzie, ¡es horrible! ¡Oh, pobre Mary! Todos esos años cuidando a mamá, y ahora esto… ¿Qué estaba haciendo? ¿Iba en una diligencia normal o…?

– No sabemos; ni siquiera Angus Sinclair lo sabe. Si no fuera y por una carta enloquecida que le envió a Charlie a finales de año, no sabríamos absolutamente nada. Ellos creen que se embarcó en una especie de investigación sobre los pobres, con la intención de escribir un libro. Tal vez los viajes en diligencia formaran parte de esa investigación…

– Eso tendría algún sentido… -dijo Jane, asintiendo-. Mary nunca tuvo buena cabeza, a pesar de su bondad y su compasión. Yo pensé que había mejorado mucho cuando la vi en el funeral de mamá, pero quizá esa mejoría fuera sólo superficial… me refiero a las marcas de sus granos. Porque seguro que en la falta de buen sentido no ha mejorado. Era un caso muy triste.

– No. Yo creo que mejoró muchísimo, hasta lo más profundo de su corazón. Desde luego, Ned Skinner ha dicho que admiraba su valor, y ese hombre no es sospechoso… Luchó con valor cuando la asaltaron, y fue capaz de encontrar el camino en medio de un bosque muy denso. El secuestro tuvo lugar en un pequeño sendero, no en un camino real, y lejos de cualquier ciudad. Así que Fitz ha descartado que fuera otro bandido o un salteador de caminos. Al contrario… yo comienzo a creer que se trata de un loco, Jane.

– ¿Un perturbado, quieres decir? Pero el manicomio más cercano seguramente es el de Manchester.

– Sí. Fitz está recabando informes para ver si algún interno se ha escapado recientemente. Del manicomio de Birmingham también.

Conversaron sobre el asunto hasta examinar exhaustivamente cualquier posibilidad, y para entonces, también Jane estaba exhausta.

– Confieso que me alegro de que Charles esté fuera durante otro año. Necesitas tiempo para recuperarte -dijo Elizabeth.

– Tiene una amante en Jamaica -dijo Jane, en el mismo tono de siempre-. También tiene hijos con ella.

– ¡Jane! ¡No!

– Sí.

– ¿Quién te lo ha dicho?

– Caroline. Estaba muy enfadada… La chica es una mulata, lo cual ofende el sentido de pureza de Caroline. Eso significa que los niños también serán mulatos, pobrecitas criaturas.

– ¡Oh, sabía que hacía bien dándole su merecido a esa bruja de mujer…! -exclamó Elizabeth-. Jane, Jane, te lo ruego, ¡no te entristezcas! Charles te quiere: ¡apostaría mi vida a que es así!

Aquel rostro de color miel se quebró en una sonrisa que formó hoyuelos en sus mejillas.

– Sí, Lizzie, ya sé que Charles me quiere. Nunca lo he dudado ni siquiera un momento. Los hombres son… bueno… son extraños en muchos sentidos, eso es todo. Los negocios de Charles en las Indias Occidentales requieren su presencia allí constantemente, y a veces está fuera durante muchos meses, a veces durante un año o más. De todos modos, prefiero que tenga una mujer decente como amante a que ande yendo de mujer en mujer. No quiero acompañarlo en esos viajes, así que ¿cómo puedo quejarme? Simplemente espero que le proporcione a esa mujer medios para vivir dignamente, a ella y a sus hijos. Cuando vuelva a casa esta vez, se lo diré.

Elizabeth la miraba asombrada, atónita.

– Jane… eres una santa. Ni siquiera una amante tiene poder para hacerte tambalear, ni a ti ni tu matrimonio… ¿Qué le dijiste a Caroline cuando te lo contó?

– Lo que te he dicho a ti, prácticamente. Eres demasiado rigurosa con la pobre Caroline, Lizzie. Algunas personas están tan llenas de maldad que se les sale por la boca como si fuera una fuente. Caroline es de ésas. Yo solía pensar que su veneno se reservaba para ti y para mí, pero no es así. Es para todo el mundo que le molesta. Como la amante mulata de Charles, como Charlie, Prissy, y muchas otras damas de Londres.

Elizabeth no dejó escapar la oportunidad.

– Jane… ¿tú sabes quién es la amante de Fitz?

– ¡Lizzie! ¿Fitz? ¡Ni hablar! Tiene demasiado orgullo. ¿Quien te ha metido esa idea en la cabeza? Eso no es cierto.

– Yo creo que sí. Mi fortaleza se está desmoronando… No se durante cuánto tiempo más podré mantener esta farsa -dijo Elizabeth, quebrándosele la voz-. Hace muy poco me dijo que estaba absolutamente arrepentido de haberse casado conmigo.

– ¡No…! ¡No me lo puedo creer…! Estaba apasionadamente enamorado de ti, Lizzie. Oh, lo vuestro no era como lo de Charlie y lo mío… Lo nuestro era comodidad y conveniencia… la pasión era secundaria respecto al amor. Con Fitz, lo vuestro era todo lo contrario. Lo que quiero decir es que él tenía una gran pasión, una pasión desbordante e irreprimible. ¿Qué has hecho para enfadarlo? Si te dijo eso, es que le has decepcionado, y mucho. ¡Vamos, algo habrás hecho…!

Con los ojos cerrados, Elizabeth se puso en pie y se puso lentamente los guantes, firmemente, ajustando cada vez un dedo. Cuando abrió los ojos, estaban oscuros y furiosos. Jane se encogió en su silla, aterrorizada.

– La única persona en la que siempre confié para contarle todo, Jane, fuiste tú. Sí, utilizo el pasado, porque veo que estaba equivocada. ¡Mi marido me trata horriblemente! ¡Y no he hecho nada para que esté decepcionado conmigo! Muy al contrario. Es él quien me decepciona a mí. Ayer por la noche le ofrecí la separación, ¡pero ni siquiera me permite eso! ¿Por qué? ¡Porque tendría que responder a las preguntas sobre la mujer que lo abandonó! ¡Qué esposa tan obsequiosa y sumisa debes de ser, Jane! No me extraña que puedas excusar esos pequeños pecadillos… ¡como una amante!

Se dirigió hacia el ventanal, ignorando las nuevas lágrimas de Jane.

– Veo que mi carruaje está ahí. No, no te molestes en levantarte; acaba tu lloriqueo tranquilamente. Puedo salir sola.

Y salió de la mansión furiosa, humillada, temblorosa, y no dejó de llorar durante todo el camino de regreso a Pemberley. Cuando llegó, subió directamente a sus aposentos y le pidió a Hoskins que corriera las cortinas para estar completamente a oscuras.

– Llévale un mensaje al señor Darcy… Dile que estoy enferma, que me duele mucho la cabeza, y que no podré despedirme de la señora Hurst, de la señorita Bingley y de la señorita Hurst.

– No tengo ninguna intención de ser curioso, Elizabeth, pero… ¿te encuentras bien? ¿De verdad? -preguntó Angus a la mañana siguiente, cuando se encontró a su anfitriona paseando por su camino favorito, por la arboleda que se extendía junto al arroyo.

Ella le mostró con un gesto el valle en el que se encontraban.

– Es difícil estar desanimada cuando se tiene semejante belleza a media milla de casa, Angus -dijo con la idea de desviar la conversación de sí misma-. Ya es demasiado tarde para que haya flores, pero este lugar es maravilloso en cualquier época del año. Este pequeño arroyo, las libélulas, los verdes helechos… ¡es todo increíblemente delicado! Nuestro jardinero dice que estas hojas tan diminutas de los helechos, que parecen de encaje, y estas frondas son características de una planta que se llama cabello de Venus y que crece sólo en este valle. Ya sé que la gente se vuelve loca con las plumas del pavo real, pero yo, desde luego, prefiero mil veces una ramita de este exquisito helecho.

Pero Angus no desvió su atención.

– Vivimos en una época en la que lo personal se considera una cuestión extraordinariamente privada, y nadie más que yo es consciente de que las damas no confían en los caballeros, aparte de sus maridos. En todo caso, reclamo el derecho que tiene una persona que podría entrar a formar parte de tu familia. Estoy enamorado de Mary, y espero casarme con ella.

– ¡Angus…! -Elizabeth le sonrió con absoluta sinceridad y alegría-. Son unas noticias maravillosas… ¿Ella sabe que estás enamorada de ella?

– No. No me declaré ni le pedí su mano cuando estuve en Hertford esos diez días, porque entendí claramente que no estaba preparada para recibir una propuesta de matrimonio. -Angus parpadeó incómodo-. El abogado del pueblo probó suerte con ella y recibió una negativa bastante dolorosa, aunque es joven, acaudalado y atractivo. Yo tomé buena nota de lo que le había ocurrido, y me presenté ante Mary sola y exclusivamente como un buen amigo. Era la estrategia adecuada, porque así me reveló cuáles eran sus ambiciones y su fervorosa devoción por ese Argus, el escritor de artículos… En un sentido, no eran más que sueños de una jovencita; pero, por otro lado, eran también aspiraciones válidas. Yo la escuché, le ofrecí los consejos que entendí que le podían ser útiles y, sobre todo, me mordí la lengua.

Elizabeth encontró una roca musgosa y se sentó en ella.

– Me encantaría darte la bienvenida a nuestra familia, Angus. Aunque no le declararas tus sentimientos a Mary, estoy segura de tus intenciones fueron buenas. Mary nunca ha tenido una opinión muy afortunada de los hombres, pero ¿cómo va a resistirse a un hombre tan inteligente y tan bien parecido como tú?

– Espero que no se resista siempre… -dijo en tono pensativo-. Me he ganado su confianza, y espero ganarme su amor. -Y eso era todo lo que podía decir, ya que pensaba seguir guardando en secreto la identidad de Argus.

– ¿Por qué la elegiste para enamorarte de ella? -preguntó Elizabeth.

Angus elevó las cejas.

– ¿Elegir…? ¡Ésa es una palabra extraña y difícilmente concuerda con el verbo enamorarse! No creo que pueda elegirse mucho cuando se trata de amor. Soy rico, no soy todavía un viejo decrépito, y en términos generales mi cara no le disgusta a las mujeres. Bueno, digo estas cosas sólo para subrayar lo que se dice de mí en sociedad: que puedo elegir entre las mujeres solteras más cotizadas. Así que, ¿por qué me fijé en Mary, si es seguramente una de las solteras menos cotizadas? Si tuviera que empezar por destacar algo en ella, supongo que sería su belleza, que ni siquiera esa ropa tan horrorosa que lleva puede ocultar. Pero después de entablar alguna amistad con ella, descubrí en Mary un espíritu airado, misántropo, ferozmente independiente que ardía en deseos de dejar su impronta en el pensamiento inglés. Uno no puede llamarla filósofa; no se ha formado en las disciplinas adecuadas ni ha sido educada en sus teorías ni ha profundizado en la evolución de esa materia. Pero pude observar que los diecisiete años que estuvo cuidando a su madre le permitieron adentrarse de un modo poco usual en muchos libros que habitualmente se mantienen alejados de las mujeres, y que esos libros habían inoculado en ella un frenético deseo de liberarse de las restricciones femeninas que imponen las costumbres. La ignorancia es la mejor amiga y el mejor aliado de las costumbres, especialmente de esas costumbres que se imponen a los seres que se consideran inferiores, como las mujeres y los negros. Pues bien, Mary perdió su ignorancia, y se educó. Y tuvo suficiente buen juicio como para comprender que sin experiencias, su educación tendría una grave laguna. Es todo esto, creo yo, lo que la condujo a embarcarse en su proyecto. Cuando se calme, creo que no se vinculará a la causa de la erradicación de la pobreza, sino a la causa de la educación universal.

– Pero… ¿por qué tenía que viajar en coche de postas? ¿Por qué se quedaba en posadas baratas?

– No estoy seguro, pero sospecho que pudo tener la intención de aparentar ser un ama de llaves pobre. La gente normal no habla sinceramente con quienes considera superiores, Elizabeth, así que Mary decidiría no parecer una dama.

– ¡Cuánto conoces aesta Mary! Intentaste decirme que yo no la conocía en absoluto, y me enojé contigo… Pero, efectivamente, yo no la conozco, y tú sí -dijo Elizabeth, suspirando.

Angus puso mala cara.

– Hay una cosa en la que me equivoqué gravemente y que no tuve en cuenta -dijo-, y es su natural atracción hacia el desastre. Para eso no encuentro una explicación lógica. La institutriz o la ama de llaves más pobre viaja en coche de postas y se queda en las posadas más baratas, cierto, pero a ellas no las asaltan ni las secuestran. Incluso lo poquito que sabemos de su viaje de Grantham a Nottingham confirma esa tendencia al desastre: la molestaron cinco sinvergüenzas, que la tiraron al suelo, en mitad de un patio de diligencias, y se rieron de ella. ¡Todas sus aventuras son horrorosas! ¿Por qué le ocurre todo eso? ¿Es porque es bonita? ¿Son las guineas que llevaba en el bolso? ¿Es esa espinosa misantropía? ¿O es más bien una combinación de todo?

Elizabeth frunció el ceño.

– Nunca se metió en problemas cuando era niña, aunque mi padre la menospreciaba. Insistía en meterla en el mismo saco que a Lydia y Kitty, y las consideraba como las tres muchachas más tontas de Inglaterra. Lo cual no era de ningún modo justo. Ella, por su parte, insistía en cantar horrorosamente en todas las reuniones, pero como todo el mundo, incluido papá, lo lamentaba a sus espaldas, nadie se lo dijo jamás a la cara. Eso sólo indica que ella escuchaba las notas correctamente en su cabeza, y no significa en absoluto que fuera completamente idiota. Mary no era la clase de niña que causara admiración, pero no era tonta. Era formal, aplicada y estudiosa. Cualidades que la hicieron un poco sombría o, como diría Lydia, aburrida.

Elizabeth se levantó y comenzó a caminar, como si de repente se sintiera muy incómoda.

– En realidad… -continuó-, en realidad, lo peor que una podía decir de Mary en aquel entonces era que tenía una pasión inapropiada y no correspondida por nuestro primo, el reverendo señor Collins. Es el hombre más espantoso que he conocido jamás, pero Mary lo miraba con arrobamiento y andaba con la cara mustia en su presencia, y era tan evidente que yo, por mi parte, llegué a la conclusión de que nuestro primo quería una esposa bonita y no a Mary. La cara de Mary por aquel entonces estaba llena de granos purulentos y tenía los dientes torcidos -se rio-. Desde luego, ella no era la esposa maravillosa que pretendía mi primo. Se casó con Charlotte Lucas… una mujer muy sencilla, pero extraordinariamente sentimental. Y cuando se casó, Mary lo olvidó de inmediato.

– Oh, supongo que lo que le atraía a Mary de vuestro primo era su profesión. Ella me dijo que por aquellos días era muy religiosa… -Con la intención de no torturarse hasta el punto de llorar, Angus regresó al asunto de la propia Elizabeth-. Bueno; no podemos hacer nada por Mary de momento, más allá de las medidas que ha tomado Fitz, así que cambiemos de asunto… Estoy preocupado por ti, querida. Aprecio tu amistad enormemente, como aprecio la de Fitz. Pero sólo un idiota que no se percatara de nada ignoraría que eres muy desgraciada…

– Sólo es preocupación por Lydia y Mary… -dijo eludiendo el tema.

– ¡Tonterías! ¡Has enfadado a Fitz!

– Siempre estoy enfadando a Fitz -respondió con amargura.

– ¿Tiene esto alguna relación con Caroline Bingley? Me han contado lo que le dijiste.

– Ella sólo es un asunto menor.

– Creo que la insultaste muy gravemente.

– Y me encantaría volverlo a hacer. Mi amistad contigo no va a más allá de hace diez años, Angus, pero he tenido que soportar a Caroline Bingley desde hace veintiuno. La amistad de Fitz con Charles Bingley es de tal naturaleza que mi esposo está dispuesto a aguantar a Caroline. Así que he estado soportando sus ofensas sus insultos durante tanto tiempo que supongo que finalmente cayó la gota que colmó el vaso. Repartí bofetadas para todo el mundo. Sin embargo, nuestra sociedad inglesa es tan hipócrita que tolera perfectamente los insultos velados, mientras que no soporta la franqueza. Fui franca.

– ¿Y tiene esto algo que ver con Charlie…? -preguntó Angus pensando que sería estupendo que Elizabeth fuera… franca.

– En gran medida. Esa mujer sembró las semillas de la discordia entre él y su padre, dando a entender por ahí que los gustos amorosos de mi hijo eran socráticos. ¡Y lo fue difundiendo por todo Londres! En vez de culpar a Caroline, Fitz culpó a Charlie. Es por su cara, desde luego, y por el estúpido efecto que causa en algunos hombres que realmente sí son socráticos. Pero ya madurará y dejará atrás esa belleza juvenil… ya está empezando a ocurrir, de hecho. Si este asunto de Mary tiene alguna cosa buena es que Fitz y Charlie se están empezando a conocer finalmente. Fitz está empezando a ver que la fama que Caroline le ha dado a Charlie es absolutamente falsa.

– Sí, os iría mejor si Caroline no fuera parte de vuestras vidas -dijo Angus-. De todos modos, es la cuñada de Jane.

Con un gesto, Elizabeth enderezó los hombros y avanzó sin mirar a su alrededor.

– Tal vez haya ofendido a Fitz de un modo imperdonable, pero al menos he conseguido que Caroline jamás vuelva a estar donde esté yo. Por eso es por lo que Fitz está enfadado.

– Bueno, Lizzie, en Londres muchísima gente soporta a Caroline sólo porque Fitz y tú la soportáis… Sois vosotros quienes verdaderamente ordenáis la sociedad inglesa, incluso más que la gente de Westminster. Cuando todas esas personas sepan que Caroline ya no tiene acceso a las fiestas de Darcy, tengo la premonición de que las invitaciones procedentes de las mejores casas disminuirán notablemente. En el plazo de un año, Caroline y la pobre Louisa tendrán que retirarse a Kensington, con todas las demás señoras que se ocupan de cuidar gatos.

Elizabeth no pudo reprimir la risa.

– Angus, ¡no!

– Angus, sí.

– ¡Gracias por hacerme reír y animarme de este modo…! La visión de Caroline y Louisa retirándose a Kensington es maravillosa…

– Sin embargo, ella no es la razón de la discusión entre Fitz y tú.

– Es fácil descubrir que eres periodista… buscas, revuelves, fisgoneas, desempolvas, insistes, hurgas…

– Eso no es una respuesta, Elizabeth.

– Creo que Fitz tiene una amante -dijo casi sin querer.

Ante semejante declaración, la respuesta de su hermana Jane había sido instintiva y espantosa; la de Angus fue tranquila y meditada.

– En absoluto.

– ¿Por qué…?

– Por el orgullo de los Darcy. Y también porque Fitz se halla en la vanguardia de lo que él llama «progreso moral»… ¡Tu marido es un terrible mojigato, querida! Si estuviera en su mano, legislaría para que los hombres no pudieran tener amantes. Pero como no puede hacer eso (incluso los arzobispos tienen amantes), intenta que las penas por prostitución sean cada vez más importantes y cada vez más severas. Su primera preocupación habrá sido siempre estar seguro de que su propia vida está por encima de cualquier sospecha. ¡Fitzwilliam Darcy nunca tendrá los establos como Augias [30]! Tomaría medidas enérgicas contra las amantes del mismo modo que contra las prostitutas. -Angus le cogió la mano y la obligó amablemente a que lo cogiera del brazo-. Como propietario del periódico político más importante del reino, querida, estoy en disposición de saberlo todo en relación con todos los hombres importantes del país. Lo que ocurre entre tú y Fitz sólo os atañe a vosotros y puedo asegurarte que no hay una tercera persona implicada.

Cuando pasaron por debajo de los ventanales de la pequeña biblioteca, Fitz salió y se reunió con ellos.

– Veo que ya te encuentras mejor -le dijo a Elizabeth.

– Sí, gracias. La visita a Jane se convirtió en una experiencia terrible y agotadora. Estaba muy preocupada por Lydia, pero la situación de Mary la dejó completamente abatida. Volví a casa con un dolor de cabeza espantoso.

Angus se deshizo del brazo de Elizabeth, le dedicó una leve reverencia y se alejó en dirección a las caballerizas. Los gritos de Charlie se oían perfectamente; ambos padres sonrieron.

– No saliste a despedir a Caroline -dijo Fitz.

– El dolor de cabeza era muy cierto, si lo que estás sugiriendo es que fue una excusa.

– No, seguro, no sugería nada… -dijo con aire de sorpresa-. Sabía dónde habías ido y cómo regresarías. Las señoritas Bingley lo comprendieron. También conocen a Jane.

– Espero que no pienses que me arrepiento de lo que le dije a Caroline -dijo Elizabeth, con voz firme-. El asco que siento por esa… por ese simulacro de mujer ha llegado a su culmen, y no puedo soportar su presencia. De hecho, no sé por qué no lo hice hace años.

– Porque eso implicaba una ofensa imperdonable.

– ¡En ocasiones, la abundancia de insidias constituye una ofensa imperdonable! Su engreimiento es tan monumental que se cree perfecta.

– Me horroriza tener que contarle todo esto a Charles Bingley y no sé si te lo perdonará.

– Haz lo que te venga en gana -dijo su esposa con voz imperturbable-. Charles no es tonto. El azar familiar le dio una hermana malvada, y él lo sabe perfectamente. Cuando ese mismo azar, por matrimonio, te dio a ti unos familiares inaceptables, tú los apartaste de tu vida. ¿Qué diferencia hay si yo aparto de mi vida a Caroline Bingley? Lo que vale para ti también valdrá para mí, ¿no, Fitz? -Le lanzó una mirada amenazadora-. ¿Por qué le asignasteis esa miseria de dinero a Mary? Sois inmensamente ricos y sin ningún esfuerzo podríais haberla compensado adecuadamente por los diecisiete años de tranquilidad que os proporcionó a ambos. Al contrario, tú y Charles acordasteis una suma miserable.

– Pensé que, naturalmente, tu hermana se vendría a vivir con nosotros a Pemberley, o a Bingley Hall, con Jane… -dijo con frialdad-. Si lo hubiera hecho, una cantidad que excede las nueve mil libras habría sido una renta absolutamente suficiente para sus necesidades.

– Sí, comprendo tu razonamiento -dijo Elizabeth-. De todos modos, cuando ella rechazó tus sugerencias, deberías haberle asignado de inmediato una suma bastante mayor. Y no lo hiciste.

– ¿Cómo iba a hacerlo? -preguntó indignado-. Insistí en que se pensara muy bien qué quería hacer, durante un mes, y que luego viniera a decírmelo. Pero nunca me dijo nada… ni siquiera me informó de sus planes. Simplemente alquiló una casa impresentable en Hertford y vivió allí sin dama de compañía. ¿Qué iba a hacer yo?

– Como Mary es una Bennet, seguro que lo peor.

Le hizo una excesiva reverencia con la cabeza, privándolo así de la posibilidad de despedirse antes que ella, entró en la casa y no le importó en absoluto que su marido fuera adonde más le apeteciera.

Angus, Charlie y Owen, tras las indagaciones escasamente fructíferas que habían llevado a cabo, se encontraban en un callejón sin salida. Así que, molestos y enojados, se desperdigaron por Pemberley como las bolas en una mesa de billar. Angus regresó a la compañía de aquellos que tenían su misma edad, Charlie sufrió un ataque de sentimiento de culpabilidad y volvió a sus libros, y Owen decidió conocer Pemberley.

Charlie podía entender el deseo de un forastero de ir a ver montañas, colinas rocosas, grandes muros, desfiladeros, precipicios, paisajes turbulentos y grutas, pero, habiendo crecido en Pemberley nunca pensó que mereciera la pena hacer una pequeña excursión por esos escenarios.

El campo en Gales era más agreste que en Derbyshire, al menos en el norte, así que el galés disfrutó muchísimo de las exuberantes arboledas que se extendían entre el palacio -en ningún momento le pasó por la cabeza considerarlo una simple casa- y las granjas arrendadas que ocupaban los alrededores de las tierras de los Darcy.

Le fascinaban los robles ingleses, increíblemente viejos y enormes. Sus lecturas le habían hecho creer que ninguno de aquellos árboles había sobrevivido a la locura de los astilleros que comenzó con Enrique viii, o el formidable incremento en la construcción de viviendas y mobiliario de las últimas décadas; pero era evidente que los robles de los bosques de Pemberley nunca habían conocido los filos de las hachas, las sierras y las cuñas de los leñadores. «Bueno», pensó, «dentro de los límites de esta imponente propiedad, la palabra del rey no contaría ni la mitad que la de un Darcy, sobre todo si el rey era un don nadie y un alemán de ojos saltones» [31].

La situación entre los Darcy también le fascinaba, porque tenía tanta intuición como educación, y podía sentir las tensiones que escondían todas aquellas amabilidades, como una fuerte marea golpeando un viejo embarcadero. Es innecesario decir que Owen adoraba a la señora Darcy, pero una relación más cercana y prolongada con el señor Darcy había suavizado la inicial prevención que tenía contra él. «Sí es un gran hombre», pensó, «probablemente lo sabe, y actúa como tal… siempre, y no sólo en ocasiones». Angus decía que el señor Darcy llegaría a ser primer ministro, posiblemente en breve, y que aquello lo convertía casi en un semidiós. De todos modos, no sería fácil convivir con él.

Lo mejor era que Charlie y su padre estaban entablando una relación que ciertamente no existía cuando Charlie llegó por vez primera a Oxford. Aquello se debería seguramente a que el joven estaba madurando, pero una parte de aquel cambio se debía a la natural tendencia del muchacho a ver todas las facetas de una cuestión: una cualidad que lo convirtió en un fabuloso estudiante El año anterior, Owen lo había visto alejarse un tanto de su madre y eso también fue un hecho positivo. Ella constituía un recuerdo de la dolorosa infancia que estaba olvidando con la edad a pasos agigantados.

– ¡Quieto ahí! -dijo una voz joven e imperiosa.

Sorprendido, Owen miró a su alrededor, pero no pudo ver a nadie.

– ¡Aquí arriba, idiota!

Orientado con esa peculiar sugerencia, Owen se fijó en un rostro ovalado enmarcado en un amasijo de desordenados rizos castaños; dos ojos de un color que no podía distinguir lo estaban observando.

– ¿Qué hago ahora? -preguntó Owen, que sabía lo que ocurría porque él mismo tenía tres hermanas. Aquella muchacha era sin duda hermana de Charlie, a juzgar por su pelo.

– Bájame de aquí, idiota.

– ¡Ah! ¿Estás atrapada ahí, desvergonzada?

– Si no estuviera atrapada, idiota, no habrías sabido que estaba aquí.

– Ah, comprendo. Lo que quieres decir es que me habrías lanzado piedras o nueces desde ahí, escondida.

– ¿Nueces? ¿En esta época del año? ¡Eres un idiota!

– ¿Cómo te has quedado atrapada ahí? -le preguntó, comenzando a trepar al roble.

– Se me ha quedado trabado el tobillo en esa hendidura.

– Es la primera frase educada que pronuncias.

– ¡A la porra las frases educadas! -dijo con un gesto de desprecio.

– Oh, Dios mío. Definitivamente, una maleducada. -Tenía ahora la cara a la altura de los pies de la muchacha, y podía ver claramente el pie atrapado en la hendidura del árbol-. Cógete a una rama fuerte con ambos brazos y apóyate con fuerza en ella. Cuando no estés apoyada en las piernas, dobla las rodillas. ¡Vaya, lo tienes bien atrapado…! -Y cuando levantó la mirada se dio cuenta de que estaba mirando directamente a las enaguas, y tosió sutilmente-. Cuando te libere, hazme el favor de colocarte bien la falda. Luego te ayudaré a bajar preservando tu modestia.

– ¡A la porra la modestia! -dijo, comenzando a perder fuerza en las rodillas.

– ¡Tú haz sólo lo que te he dicho, desvergonzada! -Y cogió con las manos el tobillo, moviendo el pie a ambos lados hasta que quedó libre.

En vez de «preservar su modestia» recogiéndose la falda y ciñéndosela fuerte a sus piernas, se dio la vuelta y se colocó por encima de los hombros de Owen; entonces se dejó resbalar todo lo larga que era hasta que finalmente llegó al suelo. Y allí esperó hasta que Owen bajó a su lado.

– Tengo que decir, idiota, que lo has hecho bien.

– En cambio, tú, desvergonzada, te has comportado con una absoluta falta de educación. -La miró entonces más de cerca-. Tú no eres una de esas estudiantes desvergonzadas, aunque ciertamente actúas como una de ellas. ¿Cuántos años tienes? ¿Dieciséis?

– ¡Diecisiete, idiota! -Y lo amenazó con una mano mugrienta, con las uñas mordidas hasta el borde-. Soy Georgie Darcy, pero, sobre todo, me gusta que me llamen desvergonzada -dijo sonriendo.

– Yo soy Owen Griffiths, pero no me gusta que me llamen idiota. -Se dieron un apretón de manos. Los ojos de la muchacha, entonces lo descubrió Owen, eran de un verde claro, del color de las hojas nuevas; nunca había visto unos ojos como aquellos antes. Por supuesto, era preciosa. Ningún hijo de semejantes padres podía ser feo.

– ¡El tutor de Charlie en Oxford! ¡Me alegra conocerte, Owen!

– Creo que deberías decir… señor Griffiths -dijo con seriedad.

– Ya sé que debería decirlo, pero la verdad es que da igual.

– ¿Por qué no te hemos visto…?

– Porque todavía no podemos presentarnos. Las señoritas en edad escolar que tenemos al señor Darcy por padre estamos secuestradas. -Y lanzó una mirada pícara-. ¿Te gustaría conocer a las chicas Darcy?

– Mucho.

– ¿Qué hora es? He estado atrapada en ese árbol mil años.

– Es la hora del té en clase.

– Entonces, ven y toma el té con nosotras.

– Creo que se lo preguntaré a la señora Darcy antes.

– ¡Oh! ¡Bah, bobadas! ¡Asumo todas las culpas!

– Sospecho que asumes todas las culpas demasiado a menudo desvergonzada.

– Bueno, está bien: no soy una hija perfecta -dijo, con los rizos ondeando al viento mientras se empeñaba en deslizarse por el difícil terraplén hasta alcanzar un camino empedrado-. Me van a presentar el año que viene, cuando cumpla los dieciocho, mamá cree que no tendré mucho éxito.

– Oh, estoy seguro de que tendrás éxito -dijo Owen con una sonrisa.

– ¡Bah, como si me importara! Me atarán uno de esos corsés para levantarme el pecho, me peinarán, me embadurnarán con loción toda la cara, me obligarán a utilizar una sombrilla si voy a ir por el sol, me prohibirán ir a caballo a horcajadas y, en términos generales, conseguirán que mi vida sea una desgracia. ¡Y todo para buscar un marido! Yo puedo hacer todo esosin necesidad de ir a pasar la temporada a Londres porque tengo noventa mil libras asignadas como dote. ¿Tú conoces a algún hombre que le mire los dientes a un caballo que valga la mitad de ese dinero?

– Eeeh… no. Excepto que yo no creo que la edad del caballo se ponga en duda, así que probablemente no te mirarán la dentadura de ningún modo.

– Ah… tú eres de esos hombres… ¡un aguafiestas!

– Sí, me temo que sí.

Dio otro salto.

– Me atemorizarán para que parezca atontada y me prohibirán decir lo que pienso. Y todo será una porquería, Owen. Yo no quiero casarme. Cuando sea mayor de edad, me compraré una granja y viviré allí, a lo mejor con la tía Mary. Dicen… -y habló confidencialmente, en un susurro-, dicen que me parezco mucho a ella.

– No conozco a tu tía Mary, Georgie, pero es evidente que eres como ella. ¿Qué harías con tu vida si pudieras elegir libremente?

– Sería granjera -dijo sin dudarlo-. Me gusta sentir la tierra. Ver como las cosas crecen, el olor de un corral bien cuidado, el sonido de las vacas mugiendo… Bueno, no importa. Nunca me dejarán ser granjera.

– Puedes casarte con quien quieras: siempre puedes imitar a María Antonieta, que tenía una pequeña granja para jugar…

– ¿Jugar? ¡Buah! Además, a mí me gusta tener la cabeza sobre los hombros. María Antonieta era una idiota.

– Mi padre es granjero, en Gales, pero confieso que espero que no me dejen en herencia el corral y las vacas. Hay que ordeñarlas todos los días, ya sabes, a una hora horriblemente temprana.

– ¡Ya lo sé, idiota! -Y de repente parecieron nublársele los ojos-. ¡Ay, me encantan las vacas! Y las manos sucias.

– Tienen que estar limpias para ordeñarlas -dijo Owen con aire prosaico-. Y calientes. A las vacas no les gusta que les pongan las manos frías en las ubres.

Entraron en casa por la puerta de atrás, una puerta que Owen ni sabía que existía, y comenzaron a subir por una escalera desportillada y estropeada.

– ¿Y qué te gustaría a ti más que una granja, Owen?

– Los estudios. Soy profesor, y espero convertirme algún día en un catedrático de Oxford. Soy especialista en los clásicos.

Georgie se burló y fingió que le daban arcadas.

– ¡Aaargh! ¡Es insoportablemente aburrido!

Cruzaron varios pasillos largos, interminables y con olor a humedad, y se plantaron finalmente ante una puerta en muy mal estado y con mucha necesidad de una buena mano de pintura. ¡Extraordinario! Las partes de Pemberley que se abrían a los invitados estaban magníficamente conservadas, pero las que no se veían estaban prácticamente abandonadas…

– La clase -dijo Georgie, entrando en la salita con una reverencia llena de florituras-. Chicas, éste es el tutor de Charlie; se llama Owen. Owen, éstas son mis hermanas. Susannah, Susie, que casi tiene dieciséis años; Anne tiene trece, y Catherine, Cathy, tiene diez. Ésta es nuestra institutriz, la señorita Fortescue. Es muy alegre, y nosotros la queremos mucho.

– ¡Georgiana! ¡No puedes invitar a un caballero a tomar el té! -dijo la alegre señorita Fortescue, y no porque ella fuera demasiado circunspecta, sino porque, tal y como adivinó Owen, la institutriz sabía que Georgie tendría problemas si aquello llegaba a oídos de su madre.

– Por supuesto que puedo. Siéntate, Owen. ¿Té?

– Sí, por favor -dijo, poco dispuesto a dejar pasar aquella extraordinaria oportunidad de conocer a las hermanas de Charlie. Además, le encantaba el té… tres clases diferentes de tarta y pasteles y ni una sola rebanada de pan con mantequilla por parte alguna.

Le encantó pasar una hora con las señoritas Darcy. Georgie era única; si alguien conseguía que se pusiera algún vestido elegante y moderno, y hablara sobre asuntos socialmente aceptables, formaría un revuelo enorme en Londres cuando se presentara en sociedad, sin necesidad de recurrir a aquellas noventa mil libras. Pero si aquel asunto de la asignación se llegaba a difundir, cualquier soltero iría tras ella, y Owen pensaba que las miradas y los gestos serían tales que difícilmente sería capaz de resistirse a sus halagos. Más adelante, Owen cambió de opinión al respecto. Acero de la mejor calidad, Georgie.

Susie era más rubia que las otras aunque había conseguido eludir la incolora palidez en las cejas y las pestañas; tenía los ojos de un azul muy claro y un pelo sedoso y muy rubio. Extraordinariamente orgullosa de los talentos de la niña, la señorita Fortescue sacó sus dibujos y pinturas, y Owen tuvo que admitir que eran mucho mejores, con diferencia, que los habituales garabatos y pintarrajos de las estudiantes comunes. Por naturaleza, Susie era muy callada, incluso un poco tímida.

Anne era la más morena de tez, y la única que tenía los ojos castaños. Una cierta altivez innata indicaba bien a las claras que era hija del señor Darcy, pero también tenía el encanto de Elizabeth, y había leído mucho. Su ambición, dijo sin falsa modestia, era escribir una novela en tres volúmenes al estilo de las del señor Scott [32]. Las aventuras le llamaban más la atención que los amoríos, Y consideraba que las damiselas encerradas en mazmorras eran un asunto absurdo.

Cathy también tenía el pelo de color castaño, pero mientras su hermano tenía los ojos grises y Georgie los tenía verdes, los suyos eran de un profundo azul oscuro donde brillaba el atrevimiento un diablillo… aunque sin malicia ninguna. Informó a Owen de su padre le había dado un cachete por haberle puesto melaza en la cama. No mostró ningún indicio de arrepentimiento, a pesar del cachete, que recordaba como una señal de distinción. Su única ambición parecía ser ganarse más cachetes, lo cual, a ojos de Owen era una demostración de lo mucho que Cathy quería a su padre y lo poco que lo temía.

Era evidente que las cuatro chicas estaban necesitadas de compañía adulta; a Owen le pareció muy triste y lo lamentó por ellas Su rango era el de sus altezas, y como todas sus altezas, estaban encerradas en una torre de marfil. Ninguna de ellas era coqueta, y ninguna de ellas consideraba que su vida fuera lo suficientemente interesante como para centrar una conversación; lo que querían oír era la opinión y las aventuras de Owen en aquel enorme y desconocido mundo exterior.

La reunión se disolvió en medio de una consternación general cuando entró Elizabeth. Levantó las cejas cuando vio allí al señor Griffiths, pero Georgie saltó sin ningún temor en medio de la previsible refriega.

– ¡No le eches la culpa a Owen! ¡Fui yo! -dijo.

– He sido yo -corrigió su madre automáticamente.

– ¡Ya lo sé, ya lo sé…! «El verbo en su forma perfectiva debe utilizarse cuando no sé qué…». No quería venir, pero yo lo obligué.

– ¿Qué? ¿A quién?

– ¡Oh, a Owen! De verdad, mamá, ¡estás siempre tan ocupada en corregirnos la gramática que nunca dejas de regañarnos!

– Owen, puedes venir a tomar el té a la sala de estudios siempre que te apetezca -dijo Elizabeth plácidamente-. ¿Así, Georgie? ¿Ya estás contenta?

– ¡Gracias, mamá, gracias…! -exclamó Georgie.

– ¡Gracias, mamá! -repitieron las otras tres a coro.

Sujetando la puerta, Owen dejó que Elizabeth saliera delante de él. La señora de la casa avanzó por aquel interminable pasillo hasta llegar a unas imponentes puertas dobles, y una vez que cruzaron, Owen se encontró en lo que los Darcy llamaban «la parte pública» de la casa, aparentemente porque estaba abierta a curiosidad de los extraños cuando la familia no se encontraba en ella.

– Le sorprenderá que una buena parte de Pemberley no esté arreglada -dijo, indicándole el camino hacia el Salón Holandés, azul y blanco, lleno de Vermeers y Brueghels, con dos Rembrandts mi lugar de honor, y, cubierto tras una pantalla, un Bosco.

– Yo… bueno… -balbuceó, sin saber qué decir.

– Lo restauraremos cuando presentemos a Cathy… dentro de ocho años. Aunque no parece muy agradable, la estructura de esa parte de la casa se encuentra en perfecto estado. Lo único que necesita es una mano de pintura y cambiar algunas balaustradas y algunos peldaños de las escaleras. Un Darcy, hace ya muchas generaciones, sentenció que las partes «no públicas» de la casa no deberían arreglarse con tanta frecuencia como las otras, y que bien podían repararse cada treinta años, como poco, y eso se convirtió en una ley no escrita. Cuando Cathy se presente en sociedad, se cumplirán veintisiete años desde la última reparación, pero Fitz dice que ya es suficiente tiempo. Yo confieso que estoy deseando acometer esa reforma, y desde luego no dejaré ese color marrón… ¡tan oscuro!

– ¿La reforma incluye las dependencias de los criados? -preguntó.

– ¡Oh, Dios mío, pues claro que no! Los criados internos viven en el segundo piso. Sus dependencias se arreglan cada diez años, como todas las «partes públicas» de la casa. Son habitaciones alegres y bien dispuestas… Siempre creí que los criados deben estar cómodos. Los casados viven en pequeñas casitas, en una aldea que está sólo a un breve paseo de aquí. Y otras personas, como mi criada personal, Hoskins, y el ayuda de cámara del señor Darcy, Meade, tienen sus estancias en la casa.

– Debe consumir una gran cantidad de agua, señora.

– Sí, pero en eso tenemos suerte. El arroyo es absolutamente puro y no hay poblaciones entre esta casa y el manantial. Tenemos una gran cisterna en el techo… está colocada sobre pilares de hierro. Esa cisterna nos permite llevar el agua por tuberías y cañerías a toda la casa. Ahora que se han inventado los retretes de agua corriente, estoy intentando convencer a Fitz para instalarlos junto a las habitaciones, y también podríamos poner algunos en las dependencias de los criados. Y ahora que es tan fácil disponer de bombas de agua tan potentes, quiero poner una para el agua caliente en la cocina y algunas más para los nuevos cuartos de baño. Realmente, Owen, vivimos en una época apasionante y llena de novedades.

– Ya lo creo, señora Darcy. -Lo que no le preguntó fue dónde iba a parar toda esa agua sucia, porque conocía la respuesta: al río un poco más abajo de Pemberley, donde el agua ya no sería pura en absoluto.

– Sus hijas son encantadoras -dijo, sentándose.

– Sí, claro.

– ¿Nunca se relacionan con otras personas?

– Me temo que no. ¿Por qué lo pregunta?

– Porque están deseosas de saber lo que ocurre… ¿Por qué no se les permite leer los periódicos y las revistas? Saben más sobre Alejandro Magno que sobre Napoleón Bonaparte. Y es una pena que no se les permita conocer a personajes como Angus Sinclair. Seguramente no les haría ningún daño. -Se detuvo entonces, aterrorizado-. Oh, le ruego que me perdone… Seguro que parece que estoy criticando su manera de llevar la casa… y no tenía ninguna intención de…

– Está usted absolutamente en lo cierto, señor. Estoy de acuerdo con usted, sinceramente y de todo corazón. Desgraciadamente, el señor Darcy no piensa así. Y culpo a mis hermanas de ello. Mis padres nos dieron rienda suelta desde muy temprana edad a las cinco. Aquello no nos hizo ningún daño ni a Jane ni a mí, pero Kitty y Lydia deberían haber tenido algún freno, y no lo tuvieron. Eran peor que unos marimachos, eran coquetas, y en el caso de Lydia, esa peculiar tendencia a irse con oficiales de los regimientos sin ninguna compañía femenina la condujo a meterse en tremendos problemas. Así que cuando tuvimos nuestras propias hijas, el señor Darcy decidió que no se les permitiría mezclarse con el mundo hasta que se presentaran oficialmente con dieciocho años.

– Comprendo.

– Espero que su corazón no tenga dificultades a la hora de resistir los encantos de… digamos, ¿Georgie? -preguntó Elizabeth con un parpadeo.

Él se rio.

– Bueno, no hay que mirar los dientes a un caballo que tiene noventa mil libras en las alforjas.

– ¿Perdón?

– Así es como me lo ha planteado Georgie.

– ¡Ah, no tiene remedio! ¡No podré corregir nunca esa falta de delicadeza!

– No se preocupe. El mundo lo hará por usted. Bajo esa fachada feroz se oculta una enorme vulnerabilidad… Ella piensa que es como su tía Mary, pero en realidad se parece más a Charlie.

– Y se le ha asignado una dote excesiva. A todas ellas, aunque Georgie ha salido peor parada en ese aspecto. Las demás sólo tienen cincuenta mil cada una. No es una decisión nuestra, sino del padre de Fitz. Ese dinero lo legó en fideicomiso el abuelo para las hijas que Fitz pudiera tener. Tenemos miedo a los cazafortunas, naturalmente. ¡Algunos son tan encantadores, tan irresistibles…!

– En fin, no me imagino a Georgie enamorándose de un cazafortunas… ni a Anne tampoco, para el caso. La más vulnerable es Susie. Y respecto a Cathy, antes que fugarse con un seductor, me parece más probable que ella lo engañe a él.

– Me alegra enormemente lo que me dice usted, Owen. -Los ojos púrpura de Elizabeth brillaron con la misma malicia que los de Cathy-. Es la hora del té. ¿Quiere usted un segundo té?

– Desde luego -contestó.

– Tiene usted veinticinco años, ¿no?

– Sí. Veintiséis en octubre.

– Entonces tiene usted por delante al menos otros cinco o seis años. Después, su panza le impedirá tomar segundos tés. Los caballeros están bien al principio de la treintena, después, esos bonitos terneros comienzan a parecerse a bueyes viejos.

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