Capítulo 6

El duque y la duquesa de Derbyshire se disculparon y prescindieron de asistir al desayuno de la mañana siguiente; y otro tanto hizo el obispo de Londres. Elizabeth había hecho un esfuerzo especial con la cena de la noche anterior. Su jefe de cocina era francés, pero no de París; bien al contrario, era de Provenza, de modo que todo el mundo esperaba que presentara un menú que despertara el interés de los hastiados paladares de comensales acostumbrados a comer en las mejores mesas. Aún quedaban neveros en The Peak y Ned Skinner había viajado al oeste, a la costa de Gales, en busca de gambas, centollos, langostas y pescados, avituallándose de la nieve y el hielo de los elevados riscos de Snowdonia para transportarlos. El pescado fresco estaba muy de moda, y allí, en Pemberley, por supuesto, podía consumirse pescado con absoluta seguridad digestiva.

Para la velada, Elizabeth eligió una gasa lila, porque no salía del luto hasta noviembre. Durante los segundos seis meses no era obligatorio el negro, pero el blanco resultaba soso y el gris, un tanto deprimente. Los caballeros lo tienen más fácil, pensaba; una banda de luto en el brazo y ya podían ponerse lo que quisieran. Fitz hubiera preferido que se hubiera engalanado con el collar de perlas, seguramente el más valioso de Inglaterra, pero ella eligió el de amatistas, así como unos brazaletes de las mismas piedras.

Se encontró con Angus Sinclair y Caroline Bingley en lo alto de la escalinata.

– Mi querida Elizabeth, eres la personificación de tus jardines -dijo Angus, besándole la mano.

– Eso podría tomarse erróneamente: ¿quieres decir que Elizabeth es muy amplia y está aderezada con mal gusto? -dijo la señorita Bingley encantada con sus lentejuelas de ámbar y bronce y deslumbrantes zafiros amarillos.

La furia de Elizabeth se despertó.

– Oh, vamos, Caroline, ¿de verdad crees que los jardines de Pemberley están mal arreglados y son de mal gusto?

– Sí, me atrevería a decir que sí. Y aún no consigo comprender por qué los antepasados de Fitz no llamaron a Iñigo Jones o a Capability Brown para que los diseñaran… ¡Qué capacidad para todo lo que está a la moda [21]!

– Entonces no has visto los narcisos que cubren la hierba, por debajo de los almendros en flor, ni el pequeño valle en el que las campanillas blancas de invierno casi se juntan con los zarcillos colgantes de las cerezas rosadas.

– No, confieso que no he visto todo eso. Aún me ofende a la vista el recuerdo de esos parterres de caléndulas naranjas, de salvia escarlata y de unas cosas azules… -dijo Caroline, sin darse por vencida en absoluto.

Angus había recuperado el aliento y sonrió.

– Caroline, Caroline, ¡eso no es muy agradable! -exclamó-. Fitz ha intentado emular Versalles, lo cual ha propiciado esos parterres que combinan tan horrorosamente mal. Pero estoy con Elizabeth: los prados floridos de Pemberley son como los paraísos de Oberon y Titania [22].

Para entonces ya habían llegado al final de la gran escalinata y entraban en el Salón Rubens, suntuosamente adornado en carmesí, marfil y plata, con su mobiliario Luis xv.

– En todo caso -dijo Angus, rodeando su cintura con el brazo-, esto no podrás criticarlo, Caroline. Las residencias de otros caballeros quizá estén atestadas de mugrientos retratos de sus ancestros (la mayoría de ellos ejecutados de mala manera, por cierto), pero en Pemberley sólo podrás encontrararte.

– Estos desnudos de mujeres gordas me parecen repulsivos -dijo la señorita Bingley desdeñosamente, y al ver a Louisa Hurst y a Posy, se alejó y se reunió con ellas.

– Esa mujer es agria como el limón de Lisboa -dijo Angus en voz baja para que sólo pudiera escucharlo Elizabeth.

Los ojos de la señora Darcy se habían encendido y, desde el color lila, se habían tornado absolutamente púrpuras; miraban a Angus con agradecimiento.

– Esperanzas truncadas, querido Angus. ¡Deseaba tener a Fitz!

– Bueno, todo el mundo lo sabe.

Fitz entró con el duque y la duquesa, y pronto se reunieron los invitados en un alegre aperitivo. Su marido, así lo percibió Elizabeth, parecía particularmente complaciente; y también estaba muy feliz el señor presidente del Parlamento, un gran amigo de Fitz. «Entre los dos han estado arreglando el imperio en privado y han decidido que Fitz va a ser primer ministro en cuanto las cabezas coronadas de Europa puedan conseguir la abdicación de Bonaparte. Lo sé con la misma certeza que conozco la cara de mis hijas. Y Angus lo ha sospechado, y eso es muy triste, porque Angus no estory. Angus es un campeón de los whigs, más progresista y liberal. No es que haya mucha diferencia de unos a otros. Los tories defienden los privilegios de la pequeña aristocracia rural, mientras que los whigs se dedican especialmente a defender los derechos de los comerciantes y los industriales. Respecto a los pobres, ni unos ni otros comentan nada».

Parmenter anunció la cena, la cual exigía a los invitados una larga caminata hasta el pequeño salón comedor de la residencia, decorado con brocados de colores achampanados, dorados y retratos familiares, aunque no pobremente ejecutados, desde luego: allí había Van Dykes, Gainsboroughs, Reynolds y Holbeins.

Charlie y Owen habían llegado lo suficientemente pronto como para no ganarse la mirada desaprobatoria de Fitz, que en su fuero interno se sintió complacido. La última vez que había visto a su hijo había sido en el funeral de la señora Bennet y había comprobado que Charlie había crecido tanto física como mentalmente. No, nunca estaría absolutamente satisfecho con él, pero al menos ya no lo miraba como a un crío inútil.

Elizabeth sentó a Charlie a un lado del obispo de Londres y a Owen al otro; podrían conversar sobre escritores latinos y griegos si les apetecía. De todos modos, eso no sucedió. Con una mirada de desprecio hacia Caroline Bingley, su principal calumniadora, Charlie prefirió entretener a la mesa con las anécdotas de sus aventuras durante la excursión en la que le había enseñado a Owen la región de The Peak; el asunto era irreprochable y el énfasis, con un amable sentido del humor, muy propio para entretener a un auditorio tan dispar. No se hizo mención alguna de la señorita Mary, aunque Elizabeth temió que no hubieran encontrado ni rastro de ella. Si Manchester era su destino final, aún no había llegado ni siquiera a los alrededores.

La langosta, sencillamente asada y aderezada únicamente con mantequilla derretida, acababa de retirarse de la mesa cuando unos ruidos procedentes del exterior pudieron oírse perfectamente en el salón. Alguien estaba gritando y chillando, Parmenter también estaba dando voces, y una confusa barahúnda de gritos masculinos aseguraba que había varios lacayos que también participaban en el escándalo.

Las puertas dobles se abrieron intempestivamente; todas las cabezas de la mesa se giraron.

– ¡Lydia…! -dijo Elizabeth con un grito ahogado, al tiempo que se levantaba.

Su hermana parecía fuera de sí. Al parecer, una horrible tormenta la había sorprendido, porque el ligero vestido que llevaba estaba empapado, y se aferraba a su encorsetado cuerpo de un modo vergonzoso. Si había salido a la calle con un sombrero, éste había desaparecido, y tampoco llevaba guantes, y era obvio que desconocía por completo las convenciones del luto. Su vestido era de un rojo brillante -iba vestida como una ramera- y era muy corto. Nadie se había ocupado de peinarla y los mechones sobresalían y se desprendían sin sentido por todas partes; su rostro era un extravagante pastiche de mocos y cosméticos corridos. En una mano traía un papel arrugado.

– ¡Darcy… maldito bastardo! -gritó-. ¡No tienes corazón, eres un monstruo con la sangre muerta! ¡Bastardo hijo de perra! ¡Hijo de mala madre! ¡Cabrón!¡Hijo de puta!

Aquellas palabras cayeron tan violenta y espantosamente en el silencio del salón que las mujeres olvidaron desmayarse cuando las dijo. Como era costumbre obligada, Elizabeth estaba sentada en un extremo de la mesa, junto a las puertas, mientras Fitz ocupaba la cabecera, quince pies más allá. Cuando vio a Lydia, su rostro se contrajo, pero no se levantó, y cuando ella pronunció lo impronunciable sus facciones no registraron ningún gesto, salvo una mueca de asco y fastidio.

– ¿Sabes lo que dice esto? -preguntó Lydia, aún chillando y agitó en el aire el papel que llevaba en la mano-. Dice que mi marido ha muerto, ¡que ha muerto en la guerra, en América! ¡No tienes corazón! ¡No tienes corazón! ¡Maldito desgraciado! ¡Desgraciado! ¡Hijo de perra! ¡Tú enviaste a George a ese lugar! ¡Tú y nadie más que tú! ¡Era una molestia para ti, igual que yo, que también soy una molestia, como todos los parientes de tu mujer, que preferirías que no existieran! -Echó la cabeza hacia atrás, y dejó escapar un maléfico gemido-. ¡Oh, mi George, mi George…! ¡Yo lo amaba, Darcy, lo amaba! ¡Hemos estado casados veintiún años, pero sin vernos y sin saber el uno del otro…! Bonaparte te dio una buena excusa y utilizaste tu influencia para enviar a George a las guerras de España, dejando que me las arreglara como mejor pudiera con la paga de un capitán… ¡porque te negaste a ayudarme! ¡Soy la hermana de tu mujer! -y dejó escapar otro de aquellos horribles lamentos-. ¡Oh, George, mi George…! Muerto, en América, con sus huesos en alguna tumba que jamás veré… ¡Maldito hijo de perra, Darcy!¡Hijo de puta!

Charlie se había levantado, pero Elizabeth lo detuvo con un gesto.

– No, déjala, que diga todo lo que quiera decir, Charlie. Ya ha dicho demasiado. Si intentamos detenerla ahora, tendremos una espantosa pelea…

– Fui muy feliz cuando supe que había sobrevivido en las guerras de España… ¡mi George! Pero aquello no era suficiente para ti, ¿verdad, Darcy? Creías que moriría en España, pero no murió-. ¡Así que utilizaste tus influencias para enviarlo a América! Lo vi, durante menos de una semana, entre esas dos horribles guerras ahora ha muerto… ¡Ya puedes alegrarte! ¡Muy bien, pero esa alegría no te durará mucho! ¡Sé muchas cosas de ti, Darcy, y yo todavía estoy viva…!

De repente, se derrumbó. Elizabeth y Charlie corrieron hacia ella la ayudaron a levantarse y la sacaron del salón.

– Cielo santo… ¡qué espectáculo! -dijo Caroline Bingley-. ¿Dónde aprende tu cuñada ese vocabulario, Fitz?

Aquella observación le recordó a la duquesa, a la señora presidenta y a Posy las palabras que Lydia había utilizado; y las tres se desmayaron.

– Supongo… -dijo Fitz con voz indiferente después de que las damas hubieran sido trasladadas a sus respectivas habitaciones-, supongo que casi podemos prescindir de los postres tras esta memorable cena.

– In-ol-vi-da-ble -dijo la señorita Bingley con un susurro gatuno.

Angus prefirió no escuchar nada.

– Bueno, por mi parte, lo que no olvidaré nunca es el rodaballo… -dijo, dispuesto a ser encantador a toda costa.

Charlie bajó de nuevo al salón con gesto muy preocupado y Owen se percató de ello.

– Mamá te ruega que aceptes sus disculpas, padre -le dijo-. Ha llevado a la tía Lydia a la cama…

– Gracias, Charlie. ¿Te quedas para acabar de cenar?

– Sí, señor.

Se sentó, y en su fuero interno sintió muchísimo lo que había ocurrido, sobre todo por su padre. No había disculpa para la conducta de Lydia… Oh, ¿por qué la desagradable de Caroline Bingley tenía que estar presente? Todo Londres sabría de la escenita en cuanto volviera a la capital.

El obispo de Londres estaba diseccionando las etimologías de las obscenidades que se habían dicho para disfrute de Owen y admitió de buen grado la participación de Charlie.

– ¿Conoce usted la poesía de Catulo? -preguntó el obispo.

El rostro de Charlie se iluminó.

– ¿Yo?

Tras haber regresado con su carga de pescado y crustáceos, Ned Skinner se dirigió a la casa, y fue a informar a Fitz, que se encontraba en su pequeña biblioteca parlamentaria, tan pronto como los abrumados invitados se hubieron refugiado en sus respectivas dependencias.

– ¿Qué demonios les ocurrió a Parmenter y a sus idiotas? ¿Cómo la dejaron entrar hasta el comedor? -preguntó Ned.

– Miedo. Aprensión. Una especie de temor a ponerle las manos encima a la hermana de su señora, a quien todos ellos adoran… -dijo Fitz con una escrupulosa formalidad-. Además, supongo que no tendrían ni idea de lo que iba a decir en el salón… Se guardó las palabras más escogidas para proferirlas delante de mis invitados, la muy puta. Iba borracha.

– ¿Y es verdad? ¿George Wickham está muerto?

– Eso dice la carta, y viene firmada por su coronel.

– Bueno, es una lástima que ella no se fuera a América con él. Con toda seguridad un colono palurdo se habría aprovechado de ella y allí se habría quedado toda la vida. Me asombra que no haya cogido la sífilis.

– A mí me asombra que no haya tenido hijos -dijo Fitz.

– Bueno, no se queda fácilmente, pero cuando ocurre, sabe dónde ir para deshacerse de eso… Además, nunca está segura de quién es el padre.

Fitz hizo una mueca.

– ¡Qué asco! ¿Sabes por qué no fue con él a América? Porque estuvo liada con el coronel cuando el regimiento estaba embarcando, y el pobre desgraciado estaba desesperado por librarse de ella.

– Naturalmente. Es una molestia, dondequiera que esté.

– Eso es quedarse muy corto, Ned. -Se golpeó los muslos con los puños, en una demostración de ira y frustración-. ¡Qué espectáculo, por Dios! ¡Y yo con el cargo de primer ministro casi en el bolsillo! El duque de Derbyshire me ha prometido llevar el nombramiento a los lores, y los comunes están inclinados a que ocupe el cargo de hoy en un año. El asesinato de Spencer Perceval [23] todavía colea, gracias al marqués de Wellesley, que lo anda enturbiando todo. ¡Oh, peste de mujer!

– La señorita Bingley le escribirá a todo el mundo esta misma noche.

– Cualquier cosa por vengarse de Elizabeth… y de mí.

– ¿Y Sinclair? ¿ElWestminster Chronicle va a airear tus problemas privados en esas páginas whig?

– Es un buen amigo, así que me atrevo a aventurar que no aireará mis problemas privados en el papel.

– Entonces, ¿qué temes exactamente, Fitz?

– Más escenas como ésta, especialmente en Londres.

– ¡No se atrevería…!

– Creo que se atrevería a hacer cualquier cosa. El alcohol le ha quemado la poca inteligencia que tenía, y yo he quedado en su cerebro perturbado como el principal malo de la historia. Mientras vaya siempre así, hecha un desastre, la gente la tomará siempre por una loca… ¿pero qué sucederá si se arregla y se viste como una mujer respetable? Es hermana de mi mujer, así que siempre habrá alguien que se prestará a escucharla y podría procurarse una audiencia con algunos enemigos poderosos…

– ¿Y qué va a decir, Fitz? ¿Que conspiraste para enviar a su marido a ultramar para que cumpliera con su deber? ¡No tiene ninguna importancia!

Una mano delicada y blanca se alargó hasta apoyarse en la manga de Ned.

– Ah, Ned… ¿qué haría yo sin ti? Tú disipas mis temores con la sencillez de tu buen juicio… Tienes razón. Lo único que debo hacer es ignorarla como a una pobre loca.

– Lo mejor que podrías hacer es encerrarla en una casa decente. Pon cristales rotos en la parte superior de los muros, que tenga unos cuantos hombres a mano para follar, y no te dará ningún problema. Aunque… -añadió Ned-, aunque yo me aseguraría de que tuviera lo que en Sheffield llaman… una acompañante. Alguien lo suficientemente fuerte para controlarla, para persuadirla de que no vaya a Londres, por ejemplo. Creo que la comodidad, la ropa, los hombres y la bebida conseguirían que se sintiera feliz.

– ¿Y dónde la meto? Vendí Shelby Manor, aunque de todos modos estaba demasiado cerca de Londres. Mejor más cerca de aquí, ¿verdad? -preguntó Fitz.

– Conozco un lugar, al otro lado de Leek. Ha estado viviendo allí un lunático, así que nos conviene. Y Spottiswoode puede buscar una acompañante.

– Entonces… ¿puedo dejar esto en tus manos?

– Pues claro, Fitz.

El fuego se estaba consumiendo; Fitz lo alimentó con más madera.

– Ahora sólo falta convencer a mi esposa para que no le dé cobijo durante demasiado tiempo. ¿Puedes hacerlo… rápidamente?

– Depende de Spottiswoode; puedo tenerlo todo listo en cinco días.

Se llenaron dos copas de oporto.

– Te repito, Ned, que tú eres mi ángel de la guarda. Cuando entraste esta noche aquí, casi estaba a punto de oír los ecos de Enrique ii clamando a propósito de Thomas Becket: «¿Es que nadie va a librarme de este clérigo entrometido?». Bueno, sustituye «clérigo» por «puta» [24].

– Las cosas nunca son tan malas como parecen, Fitz.

– ¿Qué ha sido de la otra hermana?

Ned frunció el ceño.

– Eso es harina de otro costal, completamente. Al principio fue fácil. Fue de Hertford a Stevenage, y de allí a Biggleswade, Huntingdon, Stamford y Grantham. Allí, al parecer, decidió ir a Nottingham. Pude seguirle el rastro hasta allí, pero luego la perdí.

– ¿La perdiste?

– No te preocupes, Fitz; no podrá ir muy lejos sin que sepa de ella es demasiado guapa. Creo que pretendía coger la diligencia para ir a Derby, pero lo cierto es que la diligencia partió sin ella. El único carruaje que salía aquella mañana iba a Sheffield, y pasaba por Mansfield. Puede que cambiara de idea sobre su destino final puede que decidiera ir a Sheffield en vez de dirigirse a Manchester.

– No lo creo en absoluto. Sheffield siempre ha sido una ciudad de obreros: el acero de Sheffield y cuberterías de plata. Es a lo que se han dedicado toda la vida.

Con un gruñido, Ned levantó las cejas expresivamente.

– Entonces, conociéndola, cogió la diligencia equivocada, en cuyo caso la volveremos a ver aparecer en Derby o Chesterfield.

– ¿Tienes tiempo para buscarla?

– Sí, no te preocupes. La casa para Lydia se llama Hemmings y me ocuparé de que tus abogados la alquilen. Leek no está lejos de Derby.

Llevó algún tiempo calmar a Lydia y convencerla de que lo que más necesitaba era dormir. Elizabeth y Hoskins la desnudaron y le quitaron aquella indecencia de vestido y la metieron en la bañera de bronce, junto a la chimenea, para lavarla sin piedad desde el último pelo de la cabeza hasta las mugrientas uñas de los pies. Habían puesto braserillos calientes en la cama y Hoskins había tenido una brillante idea, aunque no era precisamente del gusto de Elizabeth: una botella de oporto. En cualquier caso, surtió efecto. Aunque seguía llorando desconsoladamente por la pérdida de su amado George, al final Lydia se quedó completamente dormida.

Afortunadamente, Ned se había ido cuando Elizabeth entró en la pequeña biblioteca. Fitz tenía la cabeza inclinada sobre un montón de papeles, en su mesa de despacho, y levantó la mirada con aire inquisitivo.

– Está durmiendo -dijo Elizabeth, sentándose frente a él.

– Una imperdonable intromisión en nuestro hogar. Merece que la azoten al rabo del carro [25], la muy arpía…

– No quiero discutir, Fitz, así que evitemos todo tipo de insultos inútiles. Tal vez en lo que siempre nos hemos equivocado ha sido en nuestra estimación del amor que Lydia sentía por ese hombre espantoso. Sólo porque nosotros creyéramos que era un hombre horrible no significa que lo fuera también para ella. Ella… bueno, ella loamaba. A lo largo de veintiún años de un comportamiento escandaloso y decisiones irresponsables, nunca dejó de adorarlo. Por su culpa empezó a beber, y fue él quien vendió su cuerpo a todos aquellos que quisieron utilizarlo, y la golpeaba sin piedad cuando se enfadaba… y, sin embargo, aun así, lo amaba.

– Su lealtad dice mucho de los perros -dijo Fitz mordazmente.

– No, Fitz, ¡no la desprecies…! A mí me parece admirable…

– ¿Significa eso que me he comportado contigo de un modo erróneo, mi querida Elizabeth? ¿Debería haberte convertido en una borracha, debería haberte alquilado al señor Pitt o debería haberte golpeado hasta dejarte inconsciente para aliviar mi frustración? ¿De verdad me amarías entonces más a mí que a todas mis posesiones?

– ¡No seas ridículo! ¿Por qué tienes que hacerme esto, Fitz? ¿Por qué menosprecias mi compasión y te mofas de mi comprensión?

– Así me entretengo -dijo con gesto cínico-. Espero que no estés pensando en que se quede aquí…

– ¡Tiene que quedarse aquí!

– ¡Eso impediría que pudiera utilizar mi casa como un recurso importante en mi carrera política! Es usted mi esposa, señora, eso es verdad, pero eso no significa que tenga usted la libertad para endosarme invitados que representan un absoluto suicidio social y político. Le he encargado a Ned que le encuentre una casa que no sea muy distinta a Shelby Manor, y que esté a suficiente distancia de nosotros para que no represente ni un riesgo ni una amenaza -añadió con frialdad.

– ¡Oh, Fitz, Fitz…! ¿Siempre tienes que ser tan egoísta?

– Resulta que es una excelente herramienta para prosperar, sí.

– Sólo prométeme que si Charlie te pide lo mismo que yo, no le contestarás de ese modo -dijo, con los ojos brillando entre lágrimas-. Él sí que no quiere hacerte mal alguno.

– Entonces, querida, te sugiero que le quites esa idea de la cabeza. Especialmente porque empiezo a pensar que los cotilleos de Caroline Bingley a propósito de sus… bueno, digamos… aficiones son simplemente el producto de su imaginación febril.

– ¡Detesto a esa mujer! -exclamó Elizabeth entre dientes-. ¡Es una maliciosa embustera! Nadie, ni siquiera tú, dudó jamás de las «aficiones» de Charlie hasta que ella empezó a susurrar sus venenosas palabras en oídos ajenos… ¡principalmente en los tuyos! Sus pruebas son inventadas, aunque seas incapaz de verlo. Deliberadamente tiene intención de calumniar y mentir sobre la personalidad de nuestro hijo, ¡y no tiene ninguna razón mejor para hacerlo que sus esperanzas frustradas! Y, desde luego, no limita su maldad a nosotros… ¡cualquiera que la ofende se convierte en víctima de sus habladurías!

Darcy la observó divertido.

– Hablas de la pobre Caroline como si fuera Medea y Medusa juntas. Bueno, la conozco desde mucho antes que tú, y permíteme que te diga que estás equivocada. En Caroline es muy natural que diga lo que piensa o lo que ha oído, pero no se dedica a inventar mentiras. La invito a nuestras reuniones y a nuestras fiestas porque si no lo hiciera, eso sería aún más dañino para Charles, que es el nombre correcto de nuestro hijo. De todos modos, aunque no puedo sumarme a tu infundada indignación contra ella, comienzo a creer que la apariencia y el amaneramiento de Charlie no se compadecen con su verdadero carácter. Me atrevería a decir que su cara y sus gestos han sido imanes para determinados individuos cuyas «aficiones» son innegables, pero Ned dice que el chico ha rechazado semejantes ofrecimientos con firmeza.

– ¡Ned dice, Ned dice…! ¡Oh, Fitz!, ¿qué demonios te pasa, que estás más dispuesto a creer a ese hombre que a tu propia esposa?

Furiosa, dejó caer un envarado «buenas noches» y salió de la pequeña biblioteca.

Charlie estaba esperando en sus aposentos, flirteando de un modo escandaloso con Hoskins, que lo adoraba.

– Mamá -le dijo, acercándose a ella mientras Hoskins salía discretamente de la habitación-, ¿has visto a padre?

– Sí, pero te ruego que tú no vayas a verlo. Ya lo tiene todo decidido. Lydia tiene que irse y la encerrarán, como a Mary en Shelby Manor.

Para su sorpresa, Charlie pareció aprobar aquella decisión.

– Padre tiene razón, mamá. Nadie ha conseguido jamás que los borrachos abandonen la bebida, y tía Lydia es una borracha. Si permites que se quede aquí, te acabará volviendo loca. ¡Pobrecilla! ¿Qué demonios hizo ese George Wickham para merecer tanto amor?

– Nunca lo sabremos, Charlie, porque los únicos que pueden saber lo que hay dentro de un matrimonio son las dos personas que lo componen.

– ¿Eso también sirve para ti y padre?

– Determinadas preguntas, en boca de un muchacho, son una insolencia.

– Te ruego que me perdones.

– ¿Debo entender que ni tú ni Owen habéis sabido nada de Mary?

– Nada. Hoy cabalgamos hasta Chesterfield, pensando que podría venir por ese camino, pero no. Y tampoco la han visto en Derby. Mañana pensamos ir hasta Sheffield.

– Mañana parten los duques de Derbyshire y el obispo. Debes quedarte aquí para despedirte de ellos. El presidente de la Cámara de los Comunes y su esposa se irán pasado mañana. No podrás ir en busca de Mary antes del próximo lunes.

– Cuando Fitz y Elizabeth se casaron, inmediatamente supe que me iba a divertir -le dijo Caroline Bingley a Louisa Hurst-, pero ¿quién iba a imaginar que la diversión sería cada año mayor?

Iban ambas caminando formalmente frente a la colosal entrada de Pemberley, con las miradas clavadas en la asombrosa perspectiva del lago artificial. Una leve brisa flotaba en el aire, y era suficiente para hacer cosquillas en la superficie del agua y conseguir el reflejo de Pemberley pasara de ser la imagen en un espejo a un castillo de hadas temblando ante las pisadas de un gigante que se aproximara. Desde luego, la atención de las señoras no estaba centrada en la imagen de la casa señorial; ambas damas reservaban un pequeño rinconcito de su pensamiento para una escena distinta: la imagen que ofrecerían a cualquier mirada enamorada que pudiera pasar circunstancialmente por allí…

La pequeña figura de la señora Hurst iba envuelta en una finísima tela de algodón, de color hierbabuena pálido y bordada con puntillas de verde esmeralda, con cenefas de color chocolate; su sombrero, tremendamente moderno, era una pamela verde con cintas chocolate; los guantes cortos de cabritilla eran de color esmeralda y las botas de media caña, también de cabritilla, eran de color chocolate. Llevaba una preciosísima gargantilla de cuentas de malaquita pulida. La señorita Bingley, como era más alta y esbelta, prefirió un atavío más sugerente. Llevaba una organza transparente rosa pálido sobre un airoso vestido de tafetán de rayas de color cereza y negro; su sombrero era una pamela de color cereza con cintas negras; los guantes cortos de cabritilla eran de color cereza y las botas de media caña, también de cabritilla, eran de color negro. Llevaba una preciosísima gargantilla de perlas rosas. Si Pemberley precisaba algo para hacer resaltar sus encantos, eran esas dos mujeres; al menos, ellas estaban convencidas de ello…

– Sí, ¿quién iba a imaginarlo? -preguntó la señora Hurst, tal y como convenía. Ella era la caja de resonancia de su hermana pequeña, y nunca se había atrevido a tener pensamientos propios. Una Caroline era todo lo que la familia necesitaba; dos habrían sido de todo punto insoportables.

– ¡Oh, qué bendición haber estado presentes en la escena de la noche pasada…! ¡Y pensar que estuve a punto de rechazar la invitación de Fitz para venir este año…! ¡Qué lenguaje! ¿Cómo puedo contarle a nadie las obscenidades que dijo sin repetir las palabras que utilizó? Lo que quiero decir, Louisa, es… ¿hay alguna manera elegante de decir eso…?

– No que yo sepa. «Descarada» ni siquiera se aproxima a la definición de quien utiliza esas palabras… ¿no?

– Tendré que esforzarme en resolver ese problema, porque juro que no me voy a quedar callada por cuidar las formas…

– Estoy segura de que encontrarás la fórmula.

– No puedo permitir que la gente piense que el lenguaje de Lydia fue menos ofensivo de lo que fue en realidad.

– ¿Quién se asombrará más? -preguntó la señora Hurst, cambiando de tema.

– La señora Drummond-Burrell y la princesa Esterhazy. Voy a ir a cenar a la embajada cuando regrese a Londres la próxima semana.

– En ese caso, hermana, dudo que necesites contárselo a nadie más. La señora Drummond-Burrell lo hará por ti.

Una figura alta y elegante iba caminando hacia ellas; las damas cesaron en su paseo, incómodas ante la posibilidad de que el movimiento destruyera el bonito efecto que ambas causaban en el entorno.

– Vaya, vaya… ¡señor Sinclair! -exclamó la señorita Bingley, deseando fervientemente poder extender la mano para que el caballero se la besara, como estaba haciendo Louisa; una absurda obligación… ¡que las damas que no están casadas no puedan dar su mano a besar!

– Señora Hurst, señorita Bingley. ¡Están ustedes realmente hermosas y llamativas! ¡Como dos helados en Gunter's: una rosa y otra verde!

– Oh, là, là, señor, ¡qué tonterías dice…! -dijo la señorita Bingley arqueando las cejas-. Me niego a derretirme.

– Y me temo, señorita Bingley, que yo no tengo ni el encanto ni la habilidad para conseguir que se derrita.

Louisa cogió el pie de un modo impecable.

– ¿Va a publicar usted los escandalosos acontecimientos de anoche en su periódico, señor?

¿Hubo un destello de desprecio en aquellos bonitos ojos azules?

– No, señora Hurst; yo no soy de ésos. Cuando mis amigos tienen problemas privados y tribulaciones, yo guardo silencio. -Y añadió con gesto indiferente-: Exactamente lo mismo que hará usted, estoy seguro.

– Desde luego -dijo Louisa.

– Desde luego -dijo Caroline.

El señor Sinclair se disponía a marcharse.

– Es una lástima que no podamos confiar en el silencio de todo el mundo -dijo.

– Es una lástima tremenda -dijo Louise-. ¡Ah, los duques de Derbyshire!

– Yo también me voy -dijo Caroline-. También está el presidente de la Cámara…

«Lenguas viperinas», pensó Angus mientras se tocaba el sombrero para despedirse de ellas.

Iba a encontrarse con Fitz en los establos, pero antes de llegar se encontró con Charlie, absolutamente abatido porque se veía obligado a quedarse en casa.

– ¿Puede hacer un viaje largo a caballo el próximo lunes? -preguntó Charlie-. Owen y yo iremos a Nottingham. Lo mejor es que meta ropa de recambio en las alforjas del caballo, por si nos entretenemos…

Angus se lo prometió y luego se alejó caminando.

La desaparición de Mary le había infundido más temor del que jamás hubiera sospechado. Mary Bennet era una mezcla de inocencia sobreprotegida y un cinismo de segunda mano que, como un cañón suelto en un buque de la Armada, podía girar en cualquier dirección, causando estragos indiscriminadamente. Si se hubiera ceñido a su plan, debería estar en Derbyshire en aquel momento. Entonces, ¿por qué no estaba allí? «El amor», pensó Angus, «es el mismísimo demonio. Aquí estoy, sudando de preocupación, mientras ella probablemente está cantando en alguna posada a cincuenta millas al sur, tomando copiosas notas de los granjeros y de los males que acechan al pueblo por cercar las tierras del común. ¡No, no está ahí…! Mary es demasiado estricta como para no estar en el lugar correcto en el momento correcto… ¡Oh, amor mío, amor mío! ¿Dónde estás?».

– Señor Sinclair…

Se volvió y vio a Edward Skinner que se acercaba, y se le nubló el gesto. Un individuo curioso, en el que Fitz confiaba ciegamente… Bueno, eso lo sabía desde siempre, aunque, de algún modo, en esta visita Angus había percibido que aquella confianza se había reforzado mucho. ¿Quizá gracias a los asuntos de Mary y Lydia? No era un hombre que tuviera mal aspecto, si a uno le gustan las personas grandes y de tez oscura. Sus ojos mostraban el mismo distanciamiento gélido de Fitz, sin embargo, era demasiado mayor para ser su hijo natural… Rondaría los cuarenta, en opinión de Angus.

– ¿Sí, señor Skinner? -preguntó, contestando así a Ned.

– Un mensaje del señor Darcy. No puede encontrarse con usted hoy.

– ¡Oh, qué fatalidad! -Angus permaneció allí durante unos instantes y entonces asintió para sí-. Bueno, no importa. Creo que necesito despejar la mente un rato, así que iré a dar un paseo a caballo solo. ¿Le importaría decirle a la señora Darcy que estaré de vuelta a la hora de cenar?

– Naturalmente.

Una vana esperanza: no podría hacer nada de provecho durante esas horas; era ya casi mediodía cuando Angus partió hacia Chesterfield, pero sabía que no le daría tiempo a llegar. Su caballo perdió una herradura y se vio obligado a buscar a un herrero, y todo lo que consiguió fue un molesto dolor de cabeza por cabalgar de cara al sol de poniente cuando regresaba.

– Ya sé que lo que más te inquieta ahora es la señora Wickham -le dijo a Elizabeth antes de cenar-, pero yo estoy más preocupado por Mary. Nunca he conocido a una persona más meticulosa, más obsesionada con la minuciosidad de los horarios y los calendarios que Mary; y, sin embargo, ha desaparecido, a pesar de haberme dicho exactamente cómo pensaba ir…

– Creo que le estás dando demasiadas vueltas, Angus -le dijo Elizabeth, cuyos aterrorizados pensamientos, en verdad, estaban centrados en Lydia-. Concédele a Mary dos o tres días más y aparecerá de su escondite sin tener ni la menor idea de la consternación que ha causado. Siempre ha sido así, ya lo sabes. Su meticulosidad guardaba más relación con las simples trivialidades, y su capacidad para controlar los tiempos y los acontecimientos no era especialmente notable. La vida siempre le ha resultado sorprendente, y se le notaba por mucho que intentara disimular sus asombros.

– ¡Tú no la conoces…! -dijo Angus con un tono de sorpresa.

Elizabeth se ruborizó, enojada ante su reacción.

– Es mi hermana, caballero. Y la conozco mejor que tú.

Sinclair levantó las cejas, permitiendo que fuera ese gesto el que expresara sin palabras que no estaba en absoluto de acuerdo, pero el anuncio de Parmenter -la cena ya estaba dispuesta- les evitó a ambos un enojo más serio.

El lunes, poco después de las siete de la mañana, Angus, Charlie y Owen partieron hacia Nottingham, decididos a averiguar si se había visto a Mary en aquella ciudad. Era un lugar lógico para alguien que se dirigiera al norte, de Hertford a Manchester, dadas las rutas de las diligencias. Aunque el caballerizo mayor, Huckstep, se quedó perplejo cuando los tres escogieron caballos fuertes y robustos en vez de los caballos ligeros que habitualmente montaba Charlie; pero no dijo nada, sabía que era mejor no preguntar. Herido en su orgullo porque el caballo del señor Sinclair había perdido una herradura durante el último paseo, en esta ocasión el caballerizo se aseguró de que aquello no volviera a suceder.

La distancia entre Pemberley y Nottingham era de unas cincuenta millas; montando tranquilamente, esperaban llegar a la ciudad en cuatro o cinco horas, sin agotar a sus cabalgaduras, aunque, según dijo Charlie, «he avisado a mi madre de que puede que no regresemos esta noche. Vamos tras los pasos del famoso gobernador de Nottingham, de la época de Robin Hood, y puede que tengamos que pasar la tarde interrogando a los campesinos del lugar…».

– ¿Qué demonios enseñan en Oxford? -preguntó Angus a Owen.

– Mitos y leyendas, entre otras muchas cosas inútiles. ¿No es así en Edimburgo?

– Muy realista; y muy práctico. ¿Hay alguna posada decente en Nottingham?

– The Black Cat -dijo Charlie, que conocía muy bien todas las tierras al norte de Birmingham.

Los caballos mantuvieron el tranco perfectamente, alcanzaron Nottingham a mediodía y almorzaron en The Black Cat antes de acercarse a la casa de postas a pie.

Y, por fin, ¡noticias!

– Sí, señores, recuerdo a esa dama… -dijo el señor Hooper, el jefe de la compañía de diligencias en Nottingham-. Vino de Grantham el pasado jueves… uno de esos viajes desagradables me temo. Cinco gamberros compartieron el coche con ella, ¡y puedo imaginar que no lo pasó muy bien! Yo estaba ocupado cuando llegó la diligencia de Grantham, pero dirijo un establecimiento decente aquí, y aquellos pasajeros no dejaron de dar problemas… los que iban en el pescante iban borrachos y eran unos pendencieros. Y fíjese, despedí al cochero Jim Pickett por no hacer las cosas como correspondía. Tiró las bolsas de la señora en un montón de estiércol. Es difícil encontrar a un cochero que no beba, y Jim bebía. ¡En fin, ya no beberá más ron a mi costa!

Los tres escucharon la narración cada vez más aterrorizados, pero cuando Charlie quiso interrumpir al señor Hooper, Angus le hizo una señal para que dejara hablar al hombre.

– Al parecer, la señora no quiso tener nada que ver con aquellos cinco sinvergüenzas -añadió el señor Hooper, recuperando el resuello con dificultad-. Así que la dejaron en paz, sí. Pero cuando estaba saliendo le echaron la zancadilla… y cayó en el estiércol todo lo larga que era la señora. ¡Pobre mujer! Se burlaron de ella y la humillaron de mala manera. Se le echaron a perder el abrigo y el vestido… por los meados de los caballos, claro. Me dijeron que un hombre la había ayudado a levantarse, y que le quitó un poco la porquería. Pero el estiércol no se quita sacudiendo un poco la ropa. Su bolso salió volando, pero ella lo cogió, y el hombre le devolvió las guineas de oro. Yo sólo la vi salir del patio… no tenía buen aspecto.

El rostro de Charlie era la viva imagen del temor; con un nudo en la garganta, se apoyaba en el brazo de Owen.

– ¡Los muy perros…! -gritó, casi entre lágrimas-. ¡No… no puedo creérmelo! ¡Cinco hombres metiéndose con una mujer indefensa en una casa de postas pública! ¡Espera que lo sepa mi padre! ¡Lo pagarán caro, desde el primero al último!

Una mirada de extrema aprensión en el rostro del señor Hooper no presagiaba que pudieran obtener más información; de nuevo, Angus tuvo que pararle los pies a Charlie.

– ¿Fue ésa la última vez que la vio, señor? -preguntó Angus.

– No. Vino a las siete de la mañana del día siguiente… yo estaba muy ocupado, otra vez… es que siempre estoy muy ocupado. Londres no me envía ayuda ninguna, y espera que todo funcione como un reloj. Bueno, pues no… -Despotricó durante unos instantes contra sus jefes, y luego continuó su relato-. Tenemos aquí dos direcciones. Una hacia Derby, y otra hacia Sheffield. La señora cogió la diligencia que iba a Sheffield y se fue. Parecía que estaba completamente agotada, de verdad. No llevaba el abrigo, y traía un vestido limpio… Nada del otro mundo, y Len me dijo que seguía apestando a meados de caballo. Pero, señor, todavía tenía su bolso. Me atrevo a decir que se encontrará bien y a salvo.

Un rugido brotó de la garganta de Charlie.

– ¡Sheffield! ¡Oh, Mary…! ¿Por qué Sheffield?

– Algo debe de haberla arrastrado hasta allí -dijo Owen, intentando ver el lado positivo del asunto-. Quizá oyó hablar de una fábrica o…

– Muy bien. Mañana partimos hacia Sheffield -dijo Angus con un suspiro. Dejó caer una guinea en la mano del jefe de la casa de postas-. Gracias, señor. Nos ha sido de gran ayuda.

Los ojos del señor Hooper se abrieron desorbitadamente al ver la moneda y cerró rápidamente el puño para que no huyera; para cuando hubo recuperado el aliento, los tres caballeros -¡eran hombres de dinero…!- ya estaban saliendo del establecimiento.

– ¡Oigan, oigan…! -les llamó a distancia, con la guinea ejerciendo una mágica influencia en su memoria-. ¿No quieren saber el resto, amables señores?

Los tres se detuvieron en seco.

– ¿El resto?

– Sí, el resto. Mi cochero me lo dijo ayer. La señora se bajó en Mansfield. Se dio la vuelta porque pensaba que iba en la diligencia de Derby, y no en la de Sheffield. Mi empleado tuvo que llevarla cobrándole la tarifa de Nottingham a Mansfield, seis peniques, y luego continuó hacia Sheffield, ya sin ella. La última vez que la vio había entrado a preguntar en The Friar Tuck. Buscaba transporte para Chesterfield.

Aunque sobradamente recompensado con una segunda guinea, el señor Hooper no recordó nada que pudiera decirles a aquellos caballeros, hasta que éstos se marcharon. Pero entonces, entusiasmado ante la perspectiva de ganar una tercera guinea, corrió hasta The Black Cat inmediatamente para comunicarles lo que había recordado un poco después… ¡Demasiado tarde! Los tres caballeros ya habían partido.

– Oh, bueno, tampoco era tan importante… -se dijo. Sólo que resultaba un poco raro que hubiera habidotanta gente preguntando por la misma señora en el plazo de tres días. Un hombre grande, malhumorado, un maldito hijo de puta había estado preguntando allí el sábado pasado. Anda y que se muera. Ni una guinea le dio… ¡su idea de prodigalidad se reducía a un chelín! ¡ Un chelín a él, que era el jefe de la casa de postas!

Todo aquello planteó algunas preguntas en la mollera del señor Hooper: ¿quién era aquella señora? ¿Por qué llevaba tanto oro en su bolso? ¿Quiénes eran los caballeros que la buscaban? ¿Por qué vino uno primero y los otros tres después? ¿Y quién era el poderoso padre de aquel muchachito tan distinguido?

Partieron a caballo inmediatamente hacia Mansfield, porque Charlie había decidido que los caballos habían descansado lo suficiente como para resistir aún otras cincuenta millas. Ni Angus ni Owen disputaron la autoridad de Charlie en materia equina; el padre de Owen era granjero, pero, en asuntos ecuestres, el hijo de Elizabeth y Fitz Darcy estaba treinta millas por delante de él y de Angus.

Alrededor de las seis de aquella tarde desmontaron en el patio de The Friar Tuck, y acordaron que no avanzarían más aquel día.

Cuando entraron en la posada, descubrieron que su propietario revoloteaba a su alrededor con servil deferencia.

– ¡Las tres mejores habitaciones, posadero! -exclamó Angus, que tenía dolorido cada hueso del cuerpo. Las casas de postas de una empresa de Londres no estaban preparadas para reparar los desperfectos que ocasionaba una cabalgada por el campo con Charlie Darcy. Tenía el trasero destrozado, pero aún podía sentarse; dejando escapar un enorme suspiro de alivio, se acomodó en una silla.

– Demasiado tarde para la cerveza… ¡El mejor vino, posadero!

– ¡Pregúntale, pregúntale, pregúntale…! -susurraba a su lado Charlie.

– A su debido tiempo. Lo primero es remojar los gaznates.

– Dios mío, estoy reventado… -dijo Owen.

– Quejicas, los dos -dijo Charlie mientras se dejaba caer en una silla con gesto enfurruñado.

La bodega de The Friar Tuck albergaba un excelente vino tinto; después de dar buena cuenta de dos botellas, los tres subieron a sus habitaciones para lavarse un poco. En la cocina, la señora Beatty, alentada por el señor Beatty, estaba cocinando lo que ella llamó «una cena arregladita».

Tras despachar convenientemente «la cena arregladita», Angus decidió finalmente abordar la cuestión de Mary.

– Estamos buscando a una dama -le dijo al propietario-. Creemos que iba en la diligencia de Sheffield el pasado viernes, al parecer pensando que iba en la que se dirigía a Derby. Al darse cuenta de su error, se bajó, tal vez para buscar algún medio para ir a Chesterfield. ¿La ha visto usted?

– No, señor, no la he visto.

– Creía que la diligencia de Sheffield paraba aquí…

– Y para. Pero yo no estaba aquí, señor. Yo estaba visitando a mi hijo en Clipstone, y no regresé a la posada hasta mucho después de que la diligencia se fuera. No para mucho aquí, sólo lo suficiente para descargar y cargar pasajeros.

– ¡Ah!, ¿entonces no cambia de caballos aquí?

– No, señor. Eso lo hace en Pleasley, dos millas más adelante. Otro hijo mío tiene allí la posada The King John, y nos dividimos la tarea: él cambia los caballos de las diligencias que van hacia el norte y yo cambio los caballos de las que van hacia el sur.

– ¿Y su hijo de Clipstone también tiene una posada? -preguntó Owen, asombrado ante tanto nepotismo.

– Sí, señor. The Merry Man.

Charlie se acomodó como si la conversación hubiera concluido.

– Y si usted no la vio, tabernero, ¿no había nadie aquí que pudiera haberla visto? -preguntó en tono cortante.

– Podría preguntarle a mi mujer, señor.

– Sea tan amable, por favor.

– ¿Y no tienen un mesón que se llame Robin Hood en la familia?

– ¡Qué sorprendente que sepa eso, señor! The Robin Hood pertenece a mi hijo Will, que está un poco más allá de Edwinstone, y The Lion Heart es de mi hijo John, en Ollerton. Aunque es una taberna, no una posada.

Esperando que la hubieran llamado para alabar su buen gusto culinario, la señora Beatty acudió ocupada en su propio debate personal… ¿Les habría gustado el venado asado o habían preferido el estofado delicadamente perfumado con salvia y riñones de cordero? Pero los rostros de sus clientes, tal y como observó de inmediato, no indicaban que tuvieran el asunto de la comida en mente. De hecho, los tres la miraron con gesto severo. La mujer comenzó a envararse y a encogerse, pues instintivamente supo que iba a tener problemas…

– Matilda, ¿se bajó una dama de la diligencia de Sheffield el viernes pasado?

– ¡Ah,ésa! -dijo la señora Beatty inspirando por la nariz con mal gesto-. Yo la llamaría sólo mujer, porque dama… no era.

Charlie chilló; el pie de Angus había hecho contacto con sus dedos doloridos.

– ¿Qué le pasaba a esa mujer, señora? -preguntó Angus, con el corazón encogido.

– Le dije que se largara de aquí, ¡eso le dije! ¡Apestaba! Venía a ensuciarme el suelo recién fregado, ¡y todavía no estaba seco! «Para usted no hay nada», le dije, «apártese de mi puerta».

– ¿Y sabe dónde fue? -preguntó Angus, reprimiendo una furia tan violenta como la de Charlie.

– Lo único que quería era ir a Chesterfield, pero necesitaba una habitación. La mandé a The Green Man.

– ¡Oh, Matilda…! -exclamó el señor Beatty, mirándola horrorizado-. ¡Era unadama! Nuestros huéspedes la están buscando.

– Pues allí la encontrarán, en The Green Man. O quizá ya esté en Chesterfield -dijo la señora Beatty sin ningún indicio de arrepentimiento-. A mí no me pareció una dama. Parecía un trapo sucio. Demasiado guapa me pareció.

– Charlie, ¡cierra el pico! -protestó Angus-. Saldremos hacia The Green Man por la mañana. Prepare el desayuno a primera hora.

– No puede ser -dijo el señor Beatty.

– No puede ser… ¿qué?

– Ir a The Green Man. Es una cueva de ladrones. Todos los granujas y ladrones a ambos lados de los Peninos se juntan allí. Y el capitán Thunder también. -Se volvió entonces contra su mujer-. Por eso siempre te digo, Matilda, que eres una mujer agria y avinagrada… ¡Mandar a una señora a un lugar como The Green Man! Siempre estás hablando de Dios y siempre presumes de que no dejas ir a bailar a tus hijas, pero mira lo que te digo: ¡Dios te castigará por tu falta de caridad! ¡Metodistas! Hacen lo imposible para que tus hijas encuentren maridos a la salida de la iglesia y, ¡por Dios, que no he visto hombres más tristes y amargados en mi vida! Bueno, ¡pues este episodio es la gota que colma el vaso! ¡Mis hijas se casarán con hombres a los que les guste beber y bailar!

Decidiendo que la discreción era la parte más importante del valor, Angus bostezó hasta que sus ojos se humedecieron y acompañó a Charlie y a Owen a sus dormitorios antes de que la tormenta doméstica estallara.

– No tiene ningún sentido preocuparse ahora, Charlie -fueron las palabras de despedida que dedicó al joven, indignado-. Nos pondremos en camino mañana temprano, así que procura dormir un poco.

– Menos mal que me he traído las pistolas -dijo Charlie, con los ojos centelleando de ira-. Si The Green Man es la mitad de peligroso de lo que dice el tabernero, agradeceremos un par de armas.

– En ese punto, me sentiría mejor si supiera que sabes disparar…

– Puedo destrozar una galleta a diez pasos. Mi padre puede considerarme inútil en un ring de boxeo, pero me ha visto disparar demasiado a menudo para despreciar mi puntería con una pistola. De hecho, ordenó que Mantón me fabricara mi propio juego de pistolas [26].

La apariencia de firmeza de Angus se desvaneció por completo cuando se encontró solo en su habitación; descubrió que, durante la conversación con la posadera, se había clavado las uñas en las palmas de las manos involuntariamente, tanta fuerza había hecho al apretar los puños, y, sin embargo, se sorprendió porque no había sentido dolor. «¡Oh, Mary, Mary…! ¡Expulsada de una vil taberna como si fuera una vulgar prostituta, y que eso lo hiciera una idiota como la señora Beatty, incapaz de entender nada! Sucia y maloliente, después de haberse caído… Dondequiera que hubiera estado en Nottingham, nadie le había ofrecido un baño, probablemente ni siquiera agua caliente. Por supuesto, sin duda las posadas de Nottingham también estaban a cargo de gente como la señora Beatty». Sinclair tenía buenas razones para pensar quesu Mary no se acobardaría, ni siquiera ante un hatajo de ladrones, pero estaba preocupado por ella…

El ánimo del señor Beatty no había mejorado mucho cuando llamó suavemente a la puerta de Angus unos minutos después.

– ¿Sí…? -preguntó Angus con voz irritada, ataviado ya con su camisón para dormir.

– Le ruego que me perdone, señor Sinclair, pero me ha parecido a mí que es usted el que lleva la voz cantante en el grupo, y no quisiera esperar hasta mañana… Tenemos un grupo de turistas que viene a visitar el bosque de Sherwood y puede que no tenga tiempo…

– ¿Qué es lo que quiere decirme? -preguntó Angus, percibiendo sus dudas.

– Mi mujer me ha dicho que el capitán Thunder anduvo merodeando por aquí el pasado viernes a mediodía, cuando llegó la diligencia de Sheffield. No es por disculparla, pero para ser justos, tenía miedo, y sólo estaba pensando en echar el tranco a la puerta. Aunque no tengo ni idea de por qué no le dio una voz a los mozos… -Se rascó la cabeza, descolocándose la peluca-. Después de que la diligencia partiera hacia el norte, hacia Pleasley, echó un vistazo fuera, y vio a su señora caminando calle abajo, hacia The Green Man. El capitán Thunder iba tras ella, pero siguiéndola a distancia. Parece que bajo aquella suciedad, la señora era muy hermosa, lo cual, siendo mi mujer como es… le hizo incurrir en un juicio erróneo… Por eso no llamó a los mozos. En vez de avisarlos, echó el tranco a la puerta.

– Entiendo -dijo Angus en voz baja-. ¿Y qué puede decirme usted de ese capitán Thunder, señor?

– Nada bueno, eso se lo aseguro yo. Los aldeanos lo temen, y con razón. Se dice que es un asesino, aunque yo nunca he oído que haya matado a nadie que haya robado. Le pegó un tiro a un viejo envalentonado en el hombro, pero pudo contarlo.

– Entonces, ¿a quién mata, señor Beatty?

– Dicen que a mujeres. The Green Man es una mancebía, además de ser posada, y el capitán Thunder tiene el privilegio de probar a las nuevas mozas ligeras. Si alguna, digamos, se pone un poco regañona, dicen que la mata.

– Gracias. -Angus cerró la puerta.

No pudo dormir aquella noche.

Cuando entró en el salón para desayunar, aún no había decidido qué parte de lo que le había contado el señor Beatty iba a compartir con Charlie y con Owen. Sólo cuando vio sus rostros descansados y frescos decidió no contarles nada. Si Charlie decidía quitarle el seguro a sus pistolas, sus problemas se multiplicarían; sin embargo, debía asegurarse de que aquel par de pistolas Manton estaban listas para poder usarlas si era necesario.

– No quiero parecer en exceso pesimista -dijo en el patio de caballos de The Friar Tuck, en medio de la barahúnda que se formó cuando empezaron a desenjaezar los varios carruajes que habían traído a los turistas-, pero has cargado las pistolas, ¿verdad, Charlie? Y, a propósito, ¿dónde las tienes? ¿Puedes cogerlas rápidamente si las necesitas?

Sonriendo abiertamente, Charlie levantó una de las alforjas de la silla de montar para descubrir una elegante pistola con empuñadura de plata en su interior: una preciosa arma de diez pulgadas de larga.

– Tengo otra en la cartuchera, al otro lado. Están cargadas y listas para disparar. Se pone la pólvora en la cazoleta, se amartilla y se aprieta el gatillo. Te aseguro que no sale fuego ni te estallará la cazoleta de la pólvora: Manton no hace pistolas de segunda categoría.

– Muy bien -dijo Angus, sonriendo como quien pide disculpas-. Esto es más complicado de lo que parece, Charlie.

– No temo dejarme la vida en ello.

– Larguémonos de este caos.

Cuando Angus animó a su caballo a iniciar el trote, Owen lo retuvo.

– Dado que The Green Man no está a más de una milla de aquí, ¿no sería mejor ir más despacio por el camino? Así podríamos buscar indicios de Mary, si es que ha ido por ahí…

Angus comprendió que aquello tenía sentido y sujetó de las riendas a su cabalgadura y la obligó a ir al paso. Los tres se separaron para poder cubrir todo el camino a lo ancho. Angus iba en el medio, Owen cerca de la cuneta derecha y Charlie a la izquierda. La espesura de los bosques a ambos lados desanimó a los caballeros; no había posibilidad de ver nada yendo a caballo.

Quizá sólo habían avanzado media milla desde The Friar Tuck cuando Owen lanzó un grito.

– ¡Eh, eh! ¡Ahí veo algo!

Saltó de la silla y bajó a la cuneta, y rebuscó entre las hierbas y los matorrales con las manos; sacó una bolsa de mano cosida con tela de tapicería. Angus la abrió sin ningún escrúpulo y descubrió la ropa íntima de una mujer y elBook of Common Prayer. Su nombre estaba claramente escrito en las guardas del libro. Todas las prendas apestaban a excrementos de caballo; Angus recordó que el señor Hooper había dicho que el cochero había arrojado las bolsas a un montón de estiércol. ¡Pobre Mary, pobre Mary…! Dispuesta a luchar contra las injusticias del mundo sin imaginar que ella misma sería víctima de ellas.

– Bueno, al menos tenemos una respuesta… -dijo Sinclair, y volvió a arrojar la bolsa a la zanja; el libro también se quedó allí-. No tiene ningún sentido llevarnos nada de eso… le compraremos ropa mucho mejor en la pañería más cercana.

– Oh, Dios mío, esos malditos debieron de atacarla… -dijo Charlie, y pestañeó para quitarse las lágrimas de los ojos-. ¡Les sacaré las entrañas!

– Tendrás que compartirlas conmigo -dijo Owen.

No pudieron encontrar ningún rastro de la otra bolsa, pero su sencillo bolso negro apareció tirado en mitad del camino, precisamente en el lugar desde donde ya se divisaba The Green Man, al doblar una revuelta.

– Vacío -dijo Angus-. De todos modos, lo guardaremos como prueba, a pesar del hedor… ¿Ves? Bordó su nombre en la tela. Negro sobre negro… su vista debe de ser estupenda.

Quizá porque aún era muy pronto y los malvados tradicionalmente permanecen en la cama hasta mediodía o más tarde, The Green Man parecía la mismísima imagen de la inocencia. La posada se encontraba casi oculta en una hondonada de terreno despejada de árboles, tenía establos y una especie de camino que conducía a una entrada lateral, y numerosos edificios anejos casi destruidos, que parecían albergar de todo, desde leña para las chimeneas hasta barriles y otros armatostes inservibles. El edificio principal era grande, tenía techo de paja y los muros lucían vigas de madera; la posada de The Green Man llevaba allí durante al menos dos siglos. Gallinas y patos picoteaban en la tierra del exterior, junto a las puertas de la entrada.

Nadie se asomó a las ventanas con parteluz cuando llegaron; evidentemente, The Green Man no ofrecía sus servicios a clientes que llegaran antes del mediodía.

– Entraré solo -dijo Angus, dispuesto a desmontar.

– No, Angus, iré yo -dijo Charlie con autoridad-. Te permito que vayas por delante en lugares civilizados, pero éste es mi territorio y sé cómo tratar determinados asuntos. -Cargó una pistola, se aseguró de que la cazoleta de pólvora estaba bien prensada, metió el arma horizontalmente en la cartuchera de su cintura y luego, con mucho cuidado, amartilló la pistola-. Angus, coge la otra pistola y permanece atento. Ya está cargada, pero no está amartillada.

Angus observó con horror la desenvoltura del joven, llevando una pistola como aquélla, cargada y preparada para disparar, especialmente después de que la cubriera con su abrigo. Un resbalón, un descuido, y Charlie se convertiría en uncastrato de Mozart. ¡Qué acostumbrado debía de estar a las pistolas! Respecto a él, Angus se aseguró de mantener separada de sí la pistola, y no hizo ni el menor intento de amartillarla.

Cuando Charlie entró en la casa, tuvo que inclinar la cabeza y parpadeó sorprendido… ¡Había crecido varias pulgadas en un año…!

– ¡Hola! -exclamó-. ¿Hay alguien en la casa?

Se oyeron los ruidos de alguien que se acercaba, y luego el característicoclop-clop de unos clogs, un calzado muy habitual en los pueblos del norte.

Al ver a Charlie, el individuo malencarado que apareció se detuvo de sopetón, intrigado y enojado a un tiempo ante la costosa indumentaria del joven y su hermoso rostro.

– ¿Sí? ¿Qué quieres, mozalbete? ¿Te has perdido? -Hizo un esfuerzo por sonreír, mostrando los dientes podridos de un bebedor de ron.

– No, no me he perdido. Dos compañeros y yo estamos buscando a una señorita llamada Mary Bennet, y tenemos razones para creer que un individuo llamado capitán Thunder… (¡qué nombre tan terrible…!) la asaltó entre la posada The Friar Tuck y este establecimiento.

– Aquí no hay señoritas -dijo el hombre.

– ¿Y tampoco está el capitán Thunder?

– No he oído hablar jamás de bandidos…

– No es eso lo que dicen las gentes de los alrededores. Sea tan amable de ir a buscar a ese sinvergüenza, mesonero… si es que es usted el mesonero.

– Soy el propietario, pero no conozco a ningún capitán Thunder. ¿Quién pregunta por él? -inquirió, mientras deslizaba su mano lentamente hacia un hacha.

Charlie sacó de inmediato su pistola, absolutamente tranquilo.

– ¡No se atreva a hacer tonterías, por favor! Soy el hijo del señor Fitzwilliam Darcy de Pemberley, y la dama que estoy intentando encontrar es mi tía.

La simple mención de Darcy y Pemberley hizo su efecto tan poderosamente en el mesonero que su mano cayó inerme a un costado como si hubiera caído fulminado por un rayo. El hombre comenzó a lloriquear…

– Señor, señor… ¡debe de estar usted en un error! ¡Esta es una casa respetable que no tiene trato ninguno con bandidos y asesinos! ¡Le juro, señor Darcy, señor, que no sé nada de su señora tía…!

– Estaría más dispuesto a creerte si admitieras que conoces al capitán Thunder.

– Sólo de oídas, señor Darcy, señor, sólo de oídas, por lo que se dice por ahí… Ese bandido lo conozco yo lo mismo que lo puede conocer cualquiera de por aquí. ¡Nos tiene amedrentados! Pero le juro, señor, que no ha traído a ninguna señora aquí… ¡Ninguna mujer de ninguna clase, distinguidísimo señor…!

– ¿Dónde puedo encontrar al capitán Thunder?

– Dicen que tiene una casa en los bosques, por aquí, en alguna parte… ¡pero yo no sé dónde, señor, de verdad! ¡Lo juro!

– La próxima vez que veas al capitán Thunder, vas a darle un mensaje de Darcy de Pemberley. Dile que su vil carrera ha llegado a su fin. Mi padre lo cazará… y lo buscará desde Land's End hasta John o'Groats, si es necesario. Y lo colgará, y algo aún peor que eso: ordenará que se deje su cuerpo al aire para que se pudra colgando de la horca.

Charlie giró sobre sus talones y se marchó, con la pistola aún en la mano. Cuando lo vio salir, Angus respiró aliviado; al parecer, aquel joven granuja verdaderamente sabía cómo tratar a los villanos de Nottinghamshire. La preocupación por su tía lo había convertido en la clase de hombre que su padre debería haber sido y no era; la fortaleza férrea de Fitz estaba allí, en el joven, pero sin la frialdad de su padre. ¿Cómo era posible que Fitz hubiera estado tan ciego como para no ver lo que se escondía tras la frágil apariencia de su hijo?

– No ha habido suerte -dijo Charlie simplemente, volviendo a montar-. No creo que hayan traído a Mary aquí en ningún caso. El sinvergüenza del mesonero conoce muy bien al capitán Thunder, sospecho, pero no está al tanto de todos sus negocios. Bueno tiene sentido. Si ha colaborado en alguno de los planes del capitán Thunder, se le acusará al menos de una cuarta parte de los daños y el capitán es lo suficientemente avispado para saberlo.

– Entonces, ¿vamos a Chesterfield?

– Sí, no quiero buscar a nadie oficial… Preferiría azuzar a mi padre para que pregunte a los confidentes de la policía, desde Nottingham a Leek y desde Derby a Chesterfield. Aunque no saquemos nada más de ahí, la carrera del capitán Thunder está acabada.

– Hay algo que no te dije, Charlie… El señor Beatty me dijo que su mujer había visto al capitán merodeando aquel viernes a mediodía por el patio… Y que siguió a Mary por este camino que viene hasta The Green Man. Seguramente, supo que llevaba algunas guineas para su tarea… pero, en realidad, parece que todo el mundo en la parada de la diligencia de Nottingham lo sabía. O el capitán estaba allí y vio cómo se caía Mary, o algún informador pagado se lo dijo. Los bosques de los alrededores son perfectos para su propósito…

– La señora Beatty merece una dosis de esos castigos bíblicos de los que hablan los metodistas… ¡Ojalá que se la coman los gusanos! -dijo Owen con furia.

– Estoy de acuerdo -afirmó Angus en tono más calmado-, pero la ira no nos ayudará a encontrar a Mary. Intentaré convencer a Fitz para que envíe a un grupo de policías armados a The Green Man, con órdenes de arrestar a todos los que haya en la casa, pero, como tú, Charlie, no creo que Mary haya estado aquí. El capitán no querría compartir sus ganancias, ni decirle a nadie lo que había hecho.

Owen había estado escuchando cada vez más horrorizado.

– ¡Oh…! ¿Estáis diciendo que está muerta? -dejó escapar casi sin querer.

Su pregunta flotó en el aire sin que nadie contestara durante largo rato, hasta que Angus suspiró.

– Debemos rogar que no lo esté, Owen. Por alguna razón… no puedo imaginar que Mary entregara su vida sin entablar una formidable lucha, y no me refiero sólo a una lucha física. Seguro que trató de convencer al bandido de que era demasiado importante como para que la mataran y él pudiera salir impune.

Las lágrimas resbalaban por las mejillas de Charlie.

– ¿Cómo vamos a empezar a buscarla en estos bosques, Charlie? -preguntó Angus, para darle al joven algo en lo que pensar.

Charlie se limpió las lágrimas con la mano.

– Volvamos a Pemberley antes de hacer nada -dijo-. Mi padre sabrá qué hacer.

Aunque hubiera perdido toda una noche viajando a Sheffield, Ned Skinner les aventajaba en dos días completos. Mientras Charlie (y forzosamente, Angus y Owen también) había estado plantado en Pemberley para despedir a los duques de Derbyshire y al presidente de la Cámara, él había viajado de Sheffield a Nottingham. Su táctica era bien distinta a la de Charlie y sus amigos; mientras que tanto Charlie como Angus tendían a ir poco a poco en sus pesquisas, Ned lo hacía de un modo más directo. Así, tras llegar a las caballerizas y al patio de la estación de las diligencias de Nottingham, habló muy brevemente con el señor Hooper y luego localizó a un mozo que había visto lo que había ocurrido con sus propios ojos. Resultó que era el mismo mozo a quien Mary había llamado intentando averiguar cuál era la diligencia que iba hacia Derby. Sin un mínimo gesto de sorpresa, Ned supo que el joven le había indicado maliciosamente el vehículo equivocado, pensando que era una broma fantástica.

– Me aseguraré de que un día recibas tu merecido, imbécil sin cerebro -dijo Ned, abalanzándose sobre el muchacho-. Esa pobre mujer merecía la más amable compasión… Es una dama que no sabe lo que es el mundo. Si no tuviera prisa, te daría una paliza aquí mismo.

Desesperado y angustiado por salvar el pellejo, el mozo salió con una perla que no le había contado a nadie, incluido el señor Hooper.

– Yo sé quién es el hombre que la ayudó a levantarse cuando se cayó en los meados de caballo… -dijo.

Ned se adelantó hacia él con gesto aún más amenazador.

– ¿Quién?

– Es un salteador de caminos. Lo llaman capitán Thunder, pero su nombre verdadero es Martin Purling. Tiene una casa escondida en el bosque.

– ¡Quiero direcciones! ¡Habla, patético destripaterrones!

El patético destripaterrones balbuceó unas palabras con tanta incoherencia que tuvo que repetirlas varias veces.

¿Qué iba a hacer ahora con aquel idiota? Ned se maravilló de que hubiera encontrado trabajo en The Black Cat. ¿Un bandido que le había devuelto a Mary sus guineas? ¿Por qué? La respuesta era sencilla: no podía robarle en Nottingham. «Entonces, a la mañana siguiente, cogió la diligencia equivocada, pero apostaría que él la fue siguiendo sin importar a qué diligencia se subiera. Diecinueve guineas… dijo el mozo de la casa de postas. ¡Ay, señorita Mary Bennet, es usted una tonta! ¡El capitán Thunder le mataría por la mitad de ese dinero!».

Era demasiado tarde para perseguir a su presa aquel día, pero a la mañana siguiente Ned se montó enJúpiter, su amado caballo, grande y negro, y cabalgó a medio galope.

Sabiendo más o menos dónde se encontraba el domicilio del señor Martin Purling, no se dirigió a ningún sitio cerca de Mansfield o de The Friar Tuck, aunque avanzó en esa dirección. El camino de carros con roderas que cogió se adentraba en el bosque, pero se detenía repentinamente, bloqueado por un enorme zarzal, aunque Ned había sido advertido. Pertrechado con guantes, encontró el lugar donde se habían atado un grupo de aquellas espinosas zarzas, a un lado del camino, y también descubrió dónde se habían atado al otro lado. No le fue difícil apartarlas. Una vez que traspasó esa extraña cancela, volvió a colocar los zarzales en su lugar… no necesitaba advertir a nadie de su presencia demasiado pronto.

Cuatro horas desde The Black Cat, con las zarzas y todo, y ya se encontraba en el escondrijo del capitán Thunder. ¡Y qué escondrijo! Era una preciosa casita situada en un claro del bosque, como si fuera una ilustración para un cuento de hadas infantil. Con su techo de paja, encalada, rodeada de un precioso jardincito lleno de las primeras flores del verano, la casita estaba tan alejada de le que la imaginación popular supone que es la guarida de un salteador de caminos que, aunque la encontraran, aquellos que la vieran la admirarían y pasarían de largo. En la parte de atrás de la casita estaban los establos, un sencillo cobertizo para la leña y un retrete en una cuerda de tender ondeaban camisas, calzones y unos pantalones de montar de piel de topo, lo cual decía mucho de una esposa cuidadosa… ¿por qué había dado por hecho que el señor Martin Purling viviría solo? Evidentemente, no vivía solo. Bueno una complicación, aunque nada que no pudiera arreglarse.

CuandoJúpiter se detuvo ante la barrera de una pequeña valla de madera, una mujer salió de la casa. ¡Qué preciosidad…! Pelo negro, piel blanca, brillantes ojos azules tiznados con pestañas y cejas negras. Ned sintió una punzada de arrepentimiento al ver que tenía unas piernas largas, una cintura delgadísima, un pecho turgente. Sí, era de una rara belleza. No era una prostituta que pidiera a gritos ser asesinada. Sólo, como Mary Bennet, era una mujer virtuosa condenada por su belleza.

– Se ha equivocado de camino, señor -dijo con un acento muy londinense, mirando aJúpiter con gesto de apreciarlo en lo que valía.

– Si ésta es la casa del señor Martin Purling, no me he equivocado.

– ¡Oh! -exclamó, dando un paso atrás-. No está aquí.

– ¿Sabe cuándo volverá?

– A la hora del té, dijo. Dentro de unas horas.

Ned descendió de la silla, enrolló las riendas en el poste de la cancela, soltó un poco las cinchas deJúpiter, y siguió a la muchacha -era más una muchacha que una mujer- por el camino empedrado que conducía a la puerta principal.

Entonces, ella se volvió y se enfrentó a él.

– No puedo dejarle entrar. A él no le gustaría.

– Entiendo por qué.

Con tal rapidez que ella no supo qué estaba sucediendo, Ned lo cogió por las dos muñecas y las sujetó sólo con la mano izquierda tapándole la boca con la derecha, y empujándola para que cruzar la puerta.

En la cocina encontró hilo de bramante suficiente para mantenerla atada durante un tiempo, con un trapo largo y estrecho cubriéndole la boca; sus encantadores ojos lo miraron aterrorizados por encima de la mordaza, pues nunca se le había ocurrido pensar que nadie pudiera irrumpir así en la propiedad del capitán Thunder. Ned la llevó al saloncito, la sentó en una silla y arrastró otra para sentarse muy cerca de ella.

– Ahora, escúchame -dijo, con voz baja y muy tranquilamente-. Voy a quitarte la mordaza, pero no grites ni des voces. Si lo haces, te mato.

Y le mostró un gran cuchillo que llevaba.

Cuando ella asintió repetidamente, Ned le quitó la mordaza.

– ¿Quién eres? -le preguntó.

– Soy la mujer de Martin.

– ¿Legal o de hecho?

– ¿Qué?

– ¿Te casaste con una ceremonia de boda?

– No, señor.

– ¿Tienes parientes por estas tierras?

– No, señor. Soy de Tilbury.

– ¿Cómo llegaste aquí?

– Me trajo Martin. Me iban a llevar con los turcos.

– Una esclava, ¿eh?

– Sí, señor.

– ¿Cuánto tiempo llevas aquí?

– Unos doce meses.

– ¿Vas a la ciudad? ¿O al pueblo?

– No, señor. Va Martin, pero a Sheffield.

– Así que nadie sabe que estás aquí.

– Nadie, señor.

– Estarás agradecida a Martin por haberte librado de la esclavitud.

– Oh, sí, señor.

Satisfecha su curiosidad, volvió a ponerle la mordaza en la boca, y luego salió fuera para buscar algo menos cruel que el cordel de bramante para atarla. Encontró una cuerda delgada. Perfecto. Pobrecilla. Su belleza era de una clase que la había hecho destacar en un pueblo marinero como Tilbury. Sin duda, sus padres, anegados en ginebra, la habían vendido por una cantidad de dinero suficiente para satisfacer su pasión líquida durante varios meses. Si se hubiera ido con los piratas turcos, habría llegado a formar parte seguramente de algún harén otomano, y allí se habría marchitado de nostalgia sufriendo una forma de sumisión peor que cualquiera de las que se dan en Inglaterra. «Pobrecilla. Odio hacer esto, pero tengo que hacerlo. Tengo que hacerlo por Fitz, si es que no hay muchas otras razones. Nada de dejar lenguas sueltas, no importa cuán miserables sean».

En esta ocasión la ató con tanta eficacia que ella no podía moverse, le puso una pequeña patata en la boca, por dentro de la mordaza, y le permitió que asistiera al encuentro entre él y Martin.

Martin Purling regresó poco después de las tres, y venía silbando alegremente. Llevó al establo su caballo, exactamente el caballo perfecto para un salteador de caminos, y lo estregó un poco para secarlo; luego avanzó a grandes zancadas por el camino de atrás hacia la cocina, llamándola.

– ¡Nellie, Nellie, cariño…! ¿De quién es ese caballo negro? Espero que tenga pensado desprenderse de él, porque pienso quedármelo. Seguro que puede hacer doscientas millas con un hombre grande encima…

– El caballo negro es mío. -Ned apareció en el quicio de la puerta con una pistola apuntando directamente al corazón del capitán Thunder.

– ¿Quién eres…? -preguntó Purling, sin mostrar el menor temor.

– Némesis. -Ned se adelantó con una pequeña bolsa de arena en la mano izquierda y golpeó al capitán en la nuca. Purling se dobló, sólo aturdido, pero durante el tiempo suficiente como para que Ned pudiera atarle manos y pies. Entonces lo levantó como si no pesara nada y lo metió en el saloncito de la casa, donde lo arrojó sobre una silla a cierta distancia de Nellie. Cuando el salteador de caminos volvió en sí, lo primero que vio fue el rostro de la joven, y comenzó a retorcerse, intentando liberarse en vano.

– ¿Quién eres? -repitió Purling-. Creía que eras uno de esos viajantes, por ese caballo que llevas, pero no vendes nada ¿verdad?

– No.

– Es despreciable ser tan cruel con Nellie.

– Probablemente hace dos días, señor Purling, usted fue incluso peor con una dama mucho más importante que esta ramera.

Y entonces lo supo; el capitán Thunder asintió lentamente, pues todas sus preguntas tuvieron respuesta en ese momento.

– Así que estaba en lo cierto. Es de una familia importante.

– Me alegra oír que utilizas el presente.

Pero el temor comenzaba a hacerse visible en la mirada del capitán; estaba recordando cómo se había deshecho de ella.

– ¡Por supuesto que hablo en presente…! ¡Yo no soy un asesino de mujeres, señor!

– No es eso lo que dicen en Nottingham.

– ¡Cuentos! Todos los caminos y senderos de Derbyshire, Cheshire y Nottinghamshire son míos y sólo míos. Lo han sido durante casi quince años. Tiempo suficiente como para que el capitán Thunder se haya convertido en un mito. Bueno, ¡pues todas esas historias son falsas, señor! Y usted, ¿quién es?

– Soy Edward Skinner, hombre de confianza de Darcy de Pemberley. La señora a la que robaste diecinueve guineas es su cuñada.

El aliento silbó al pasar entre los dientes del capitán, su rostro se ensombreció y golpeó con los pies atados el suelo.

– Entonces, ¿qué demonios estaba haciendo en una vulgar diligencia? ¿Cómo puede un hombre diferenciar las ovejas de las cabras si hasta una señora viaja en diligencia? ¡Se lo tiene bien merecido, estúpida zorra!

– Tienes mal carácter, capitán. Me asombra que nadie te haya cogido en estos quince años, aunque de algo te habrá servido este escondrijo. ¿Qué hiciste con la señorita Bennet?

– La dejé en el bosque. Encontraría el camino.

– Hoy es domingo. Eso debió ocurrir el viernes, a primera hora de la tarde. Pero nadie la ha visto, capitán, supongo que porque no encontró el camino. Seguro que no querías que lo encontrara. Apuesto a que la dejaste una milla adentro en el bosque, sin que pudiera tener ni idea de qué dirección tomar. ¿Le hiciste daño cuando le quitaste el dinero?

El capitán dejó escapar una amarga carcajada.

– ¿Daño? ¿Aella? ¡Mira lo que me hizo ella a mí! -Como no podía señalar nada con las manos, indicó la entrepierna con un movimiento de cabeza-. ¡Esa mujer es un demonio! Se me abalanzó como un terrier contra una rata. ¡No había manera de estrangularla! ¡Tuve que darle un puñetazo!

– ¿Por dónde la abandonaste?

– A cinco millas al este de aquí, en la parte norte del camino que va a Mansfield. Si buscas en mi bolsillo, aquí, a la izquierda, encontrarás las diecinueve guineas, todas. Cógelas. No me han traído más que mala suerte.

– Quédatelas.

Ned había preparado su pistola, pero no se había molestado en bajar el seguro para proteger la cazoleta de pólvora; en vez de hacerlo, amartilló la pistola y caminó hacia la muchacha, puso el cañón sobre su cabeza y le saltó la tapa de los sesos. Lo hizo tan repentinamente que al capitán sólo le dio tiempo a emitir un grito ahogado de horror. El arma humeante cayó sobre la mesa; Ned sacó una segunda pistola del bolsillo de su enorme gabán y procedió a cebarla con un poco de pólvora, echó el martillo hacia atrás, apretó el gatillo y le pegó un tiro en el pecho al capitán Thunder, también conocido como Martin Purling.

– Nunca dejes testigos -dijo Ned, solo en el pequeño comedor, mientras se entretenía limpiando las pistolas y cargándolas de nuevo. Las armas volvieron a sus bolsillos, junto con el pequeño cuerno de pólvora que utilizaba para cebar las pistolas.

– Lo siento mucho -dijo, mirando a Nellie mientras se disponía a salir-, pero era mucho más rápido que colgarte. Espero que hayas ido a un lugar mejor… Pero tú, señor Purling, ¡púdrete en el infierno!

ConJúpiter dispuesto a cabalgar de nuevo, Ned montó en él y partió al galope, teniendo mucho cuidado de volver a colocar las zarzas tal y como estaban. Cualquiera que tuviera negocios en la casa del señor Purling echaría un vistazo y saldría corriendo. Nadie informaría de aquellas muertes.

Una hora más tarde encontró a Mary. Había tropezado con aquella raíz y había caído a pocas yardas del camino. Lo que vio desde el caballo fue su cara blanca y su pelo como de oro rojizo; el resto de su cuerpo se confundía entre las sombras. No tuvo que esforzarse mucho para levantarla y llevarla hastaJúpiter, pero cuando llegó a la altura del animal, la dejó en el suelo y procedió a un cuidadoso examen. No, no tenía heridas mortales, pero algunas sí eran graves. La que más le preocupaba era una enorme contusión en la parte derecha de la frente, y aún más porque la mujer no se podía sostener en pie. ¿Qué hacer? Si fuera otra mujer, la habría llevado al médico más cercano, pero sabía bien cuánto le molestaban a Fitz las habladurías y los cotilleos. Decidió que la señorita Bennet no empeoraría mucho más por ir a caballo a Pemberley, así que la puso cruzada por delante de la silla, en la cruz de Júpiter, y él mismo también subió al caballo para partir.

Con lo que no había contado era con el pastel de carne podrida que había desayunado en The Black Cat. Como muchos hombres grandes y fuertes, Ned podía trabajar infatigablemente durante horas, incluso días, sin detenerse ni un instante. Pero eso exigía tener una buena salud, y lo cierto es que comenzó a sentirse mal apenas pasaron por el norte de Chesterfield.

AJúpiter no le gustaba llevar cargas en su cruz, pero no protestó por Ned. Poco después de que cayera la noche, Mary se movió. Recuperó la consciencia, pero estaba confusa e irritable; creyéndolo el capitán Thunder, intentó luchar con él. Ned comprendió que no tenía alternativa y la obligó a tragar coñac, apurando la botella directamente en la garganta, y sólo se sintió tranquilo cuando la mujer volvió a quedarse completamente inconsciente. Una vez que Mary se combó frágilmente sobre su lomo, Júpiter relinchó levemente y movió un poco el cuello para acomodarse.

No había transcurrido media hora cuando Ned sintió que ya no era capaz de controlar sus tripas, detuvo aJúpiter, lanzó las riendas por encima de las orejas del animal y bajó a Mary para depositarla en un suave manto de hierba y césped corto y turgente. Al tiempo que se bajaba los calzones, se adentró en un pequeño reducto de árboles tupidos, y allí sufrió incómodos retortijones y diarrea durante algunos minutos. ¡Oh, qué mala pata…! por suerte, no había vomitado, pero las cagaleras son horribles. Limpiándose como Dios le dio a entender, permaneció un momento de pie, esperando a ver si volvía a tener retortijones, pero aparentemente no. ¿Cuánto tiempo había estado allí? Una mirada a su reloj de faltriquera lo tranquilizó: no más de diez minutos. ¡Cómo brillaban las estrellas, allí, en medio de ninguna parte…! Aunque no había luna, imaginó que podría ser capaz de leer la letra pequeña de un periódico. De hecho, había podido ver la hora de su reloj.

Júpiter estaba apaciblemente dormido cuando Ned regresó al pequeño sendero, pero Mary Bennet había desaparecido. Confundido, miró asombrado a la hierba aplastada donde había estado tendido su cuerpo… «¡Dios, no! ¡No, no, no…! ¿Dónde ha ido?». ¿Estaría entre los árboles… para aliviarse como él? No podía haber ido muy lejos en diez minutos, al menos no en las lamentables condiciones en que se encontraba.

Pero no estaba por ninguna parte, ni en la arboleda, ni en el camino, ni en ninguno de los pequeños senderos que partían en distintas direcciones. Temblando, Ned se detuvo a pensar las cosas sin dejarse llevar por el pánico, y decidió que era hora de montar enJúpiter, desde cuya altura podría ver mejor y más lejos.

Dos horas más tarde apoyó su cabeza contra las crines deJúpiter completamente desesperado. Mary no estaba por parte ninguna y no había modo de encontrarla. Ahora tendría que ir a informar a Fitz y decirle que había rescatado a Mary, pero que la había vuelto a perder y que probablemente se encontraba en nuevos y desconocidos peligros. Se la habían arrebatado mientras estaba tumbada junto a un camino; ninguna otra cosa tenía sentido, pues era imposible que ella pudiera haber huido por sí misma.

– No es culpa tuya, Ned -dijo Fitz cuando éste se presentó ante el amo de Pemberley a la hora del desayuno, el lunes-. La culpa es mía y sólo mía. Te encargué que te ocuparas de Lydia y de Mary. ¡He sido muy injusto contigo!

– No fuiste tú quien la perdió.

– No, pero ¿cómo ibas a imaginarte que tendrías… ese dolor de barriga? ¿Y por qué ibas a pensar que Mary correría algún peligro en un camino desierto más allá de Chesterfield? Eres un hombre muy especial, Ned. Eres capaz de prever las cosas, y aprovechas la oportunidad en el momento justo. Puedo confiarte estos asuntos extraordinariamente delicados, y como recompensa sólo se me ocurre sobrecargarte de trabajo. Un dolor de barriga nos lo ha desbaratado todo, pero… ¿quién puede predecir un dolor de barriga? No te culpes de nada. Y, créeme, lo siento…

– No me culpo… Como tú dices, ¿quién puede predecir un dolor de barriga?

Titubeó y luego decidió que tendría que contarle a Fitz el destino que corrieron el capitán Thunder y Nellie… una versión blanqueada que no ofendiera los principios de Fitz.

– El capitán Thunder y su ramera están muertos. Cuando descubrí su casa, tuvimos un encuentro… violento. En fin, se demostró que yo estaba mejor preparado… y que tengo más puntería. -Hizo una mueca de fastidio-. De hecho, empiezo a pensar que sólo el elemento sorpresa y la pistola siempre amartillada y dispuesta han conseguido que el capitán Thunder sea el terror de esa parte del país durante los últimos quince años. La pobre muchacha se puso delante para salvarle la vida a su amante. La bala le voló la cabeza. Me las arreglé para preparar y disparar mi segunda pistola mientras el capitán estaba todavía cargando su arma con el cuerno de pólvora. Le di en el corazón. No creo que viva nadie por los alrededores… Habían ocultado el camino con una enorme barrera de zarzas. Si te parece bien, sería mejor no divulgar estos acontecimientos. Especialmente porque tengo que ocuparme de Lydia en los próximos días. Podríamos dejar simplemente que ese par de villanos se pudran…

No había disculpas ni excusas en las palabras de Ned; Fitz pensó en su relato detenidamente y decidió que no desaprobaba el modo en que Ned había manejado el asunto. Evidentemente, había sido una cuestión de vida o muerte, y el único hombre, aparte de Ned, que tenía una habilidad tan prodigiosa como él para cargar y preparar una pistola era Charlie. Aunque hubiera cogido al salteador de caminos sin violencia, Fitz comprendía que poner a aquellos dos villanos a disposición del verdugo y la horca podría atraerle una incómoda publicidad. Mary también estaba implicada y ahora volvía a estar en paradero desconocido, lo cual exigía una nueva batida en su busca.

Fitz se encogió de hombros.

– De acuerdo, Ned. Dejemos que se pudran. -Le puso a Ned una taza de café recién hecho-. Hoy debes descansar. Ocúpate de tu barriga, sí, pero sobre todo, descansa y duerme. Charlie, Angus y Owen Griffiths salieron esta mañana a las siete para buscar a Mary. No conocen tu historia, pero puede que descubran algo interesante. Sospecho que no regresarán hasta mañana por la noche, así que dispondrás de tiempo suficiente para recuperarte. Y… sí, podría enviar a alguien para que volvieran de inmediato, pero no lo haré. Tratarán el asunto de un modo muy distinto a ti, y aún no sabemos quién te robó a Mary.

– Como desees, Fitz.

Fitz se puso de pie, rodeó la mesa y le dio a Ned un cálido abrazo.

– Gracias por tu espléndido trabajo, Ned. Si no fuera por ti, Mary habría muerto en el bosque. Tal y como están las cosas, creo que podemos tener cierta seguridad de que aún continúa viva. Estoy profundamente en deuda contigo.

– ¿Cuándo quieres que acompañe a la señora Wickham a Hemmings?

– El jueves. Espero. Spottiswoode ha recibido una carta de la propietaria de la agencia que tiene contratada en York, y le dice que ha seleccionado ya a una señora, pero primero debe comprobar minuciosamente las recomendaciones de esa mujer. Ahora, ve a casa y descansa.

Ned apoyó su mejilla contra la mano de Fitz que estaba en su hombro, y se levantó con gesto cansado. Se despidió contento, a pesar de su sentimiento de fracaso. Fitz lo había abrazado; el cariño aún estaba allí. ¿Quién podría destruirlo? Aquel asunto había sido la prueba más amarga para aquel aprecio, pero, aun así, había sobrevivido. «Oh, Fitz, ¡qué no haría yo por ti!».

Elizabeth había dedicado todo su tiempo a cuidar a Lydia, cuya salud parecía bastante quebrantada. Desde luego, ella no comprendía por qué tenían que llevársela de Pemberley, donde había siempre alguien que se podía ocupar de las tareas más fastidiosas, como atenderla y lavarle la ropa. ¿Quién sabe qué futuro se le tendría reservado?

– Lydia, en lo más hondo de tu corazón sabes que Pemberley es la residencia solariega de Fitz, y que es lo suficientemente famosa como para que sea considerada el súmmum del éxito social -le dijo Elizabeth, compartiendo en secreto con su hermana los sentimientos que albergaba a propósito del traslado-. Una invitación para pasar unos días aquí es un regalo por el que suspiran muchas personas. Fitz necesita Pemberley para prosperar en su carrera política. Provocaste un daño irreparable cuando irrumpiste en el salón y proferiste todas aquellas horrorosas obscenidades y acusaste a Fitz de ser un asesino. Entre las personas que te vieron y escucharon estaban algunas de las personalidades más importantes de Inglaterra… y Caroline Bingley, que, además, sigue estando aquí, en la residencia. Esa mujer utilizará tu conducta para menospreciar y denigrar a Fitz. No puedes culparlo si desea apartarte de aquí…

– Perfecto -dijo Lydia con gesto de mal humor. Se estaba mirando en un espejo-. ¡Qué vestidos más espantosos tienes, Lizzie! Necesito dinero para comprarme cosas nuevas… modernas. ¡Y me niego a vestir de negro!

– Tendrás el dinero y la ropa, pero no aquí. Fitz te ha encontrado una bonita casa llamada Hemmings, en las afueras de Leek. Allí podrás vivir con la misma comodidad que mamá en Shelby Manor. Puedes comprarte la ropa en Stoke-on-Trent, o en Stafford… Fitz te ha abierto cuentas en algunas modistas en esas dos ciudades. Tu dama de compañía, la señorita Mirabelle Maplethorpe, tiene una lista de las tiendas…

Lydia se puso en pie muy rígida.

– ¿Dama de compañía? ¿Qué quieres decir, Lizzie, con eso de «dama de compañía»? ¡No necesito ninguna dama de…!

– Yo creo que sí, cariño… -¡Oh, qué situación tan desagradable! A Fitz le habría encantado poderle explicar las cosas a Lydia él mismo, ¡pero eso habría provocado un altercado tremendo! Así que Elizabeth había suplicado que se le permitiera a ella darle a Lydia la noticia del traslado, pensando que sería mejor que ella quedara como la mala de la historia. Lo intentó de nuevo-. Querida, ya no tienes la misma salud de antes… Eso significa que debes tener compañía, aunque sólo sea hasta que te recuperes del todo. Hemos contratado a una dama respetable para que cuide de ti… en parte será enfermera, y en parte, dama de compañía. Como ya te he dicho, se trata de la señorita Mirabelle Maplethorpe. Es de Devonshire.

Bien limpio de todos los afeites y pinturas, el rostro de Lydia parecía curiosamente depilado, pues su blancura era tan acusada que se extendía a las cejas y a las pestañas, descoloridas por completo. La hinchazón de su cara había desaparecido; no había tenido acceso al vino ni a ninguna otra sustancia tóxica desde que Hoskins le había dado el oporto, y eso había ocurrido hacía ya seis días. Lo cual significaba que Lydia tenía ansiedad y estaba a punto de estallar.

– Quiero dos botellas de vino para comer -dijo Lydia-, y ya te advierto, Lizzie, que si no me las traes, montaré tal escena que la última te parecerá una insignificancia… Así que Fitz está preocupado por lo que pueda decir Caroline Bingley, entonces… Bueno, ¡pues no estará tan preocupado como lo estará por mí!

– No habrá vino -dijo Elizabeth, con un tono férreo en su voz-. Las damas no se exceden con la bebida, y tú naciste dama.

– ¡Esta dama sí que bebe! ¡Más que un pez! ¡Y no soy la única! ¿Por qué crees que Caroline Bingley y Louisa Hurst son tan remilgadas y tan formales? ¡Porque beben… en secreto!

– Tú no conoces de nada a esas señoras, Lydia.

– Los borrachos nos conocemos entre nosotros. ¿De verdad Fitz teme lo que pueda decir Caroline? ¡Se le quitará el miedo cuando yo se lo cuente todo a esa mujer!

– Lydia, ¡compórtate! ¡Pues dame vino en la comida! ¡Y si te crees que me voy a marchar dócilmente a Leek o a cualquier otro lugar con un dragón por compañía, estás muy equivocada!

– Te irás mañana, Lydia. Fitz insiste…

– Puede insistir hasta que se vaya a la tumba, ¡no iré!

Elizabeth cayó de rodillas ante su hermana y trató de coger las manos húmedas e inquietas de Lydia, que intentaba apartarlas.

– ¡Lydia, por favor, te lo ruego! Ve a Hemmings por las buenas… Si no lo haces, acabarás allí de todos modos. Ese hombre horrible, Ned Skinner, te va a acompañar, y no te tolerará nada. Pórtate mal y te tratará como te trató cuando murió mamá. ¡Hazlo por mí, Lydia, por favor! ¡Ve por tu propia voluntad! Una vez que estés instalada en Hemmings, lo que hagas sólo será de tu incumbencia, siempre que no des escándalos y seas discreta. Por lo que sé, creo que tendrás todo el vino que quieras, aunque no se te permitirán visitas de hombres.

– ¡Qué rata estás hecha, Lizzie! ¿Es que las joyas, Pemberley y un monedero con dinero suficiente como para comprar el Royal Pavillion te han arrebatado cualquier atisbo de dignidad? Fitz chasquea los dedos y tú acudes corriendo a su llamada, dando grititos como una rata. Hubo un tiempo en el que te defendías sola, e incluso defendías a los demás. Ahora eres una vendida. En fin, ¡prefiero ser la viuda de un soldado antes que el ama de llaves de Pemberley! ¡Ay, George, George! -Las lágrimas comenzaron a correr por su rostro, y empezó a acunarse con el cuerpo encogido-. ¡Soy una viuda con sólo treinta y cinco años…! ¡Viuda! ¡Condenada a esos vestidos negros de crepé y a los sombreros con velo! ¡Muy bien, pues no quiero! ¿Y cómo voy a encontrar otro marido si estoy sometida a los dictados de Fitzwilliam Darcy? ¿Realmente quieres librarte de mí? ¡Entonces… envíame a Bath!

– ¿Para ser la comidilla de la ciudad? No -dijo Elizabeth, con una fortaleza férrea por encima de sus sentimientos de lástima y temor. ¡Una mujer vendida! ¿Así era como la veían sus amigas de los tiempos de Longbourn? ¿Sus ideas habían cambiado por las cosas materiales que Fitz le había podido dar?-. Irás a Leek y vivirás en Hemmings con la señorita Maplethorpe, ¡y allí puedes beber hasta enloquecer si ése es tu deseo! Acéptalo, Lydia. La alternativa, eso es lo que me han dicho, es abandonarte en Cornualles sin nada más que las ropas que llevas puestas.

Los párpados ocultaron el pálido color azul de los ojos de Lydia, escondiendo a su vez los pensamientos a su hermana.

– Que me lo diga Fitz.

– Lydia insiste en oír de tus propios labios lo que le tienes reservado -le dijo Elizabeth a su marido en la biblioteca pequeña.

– ¿Debo entender que no le gusta lo que he dispuesto para ella?

– «Gustar» es una palabra demasiado suave. No hace más que lanzar terribles amenazas y quiere irse a vivir a Bath. -Sus ojos violeta se volvieron hacia los de su esposo, con una mirada de agónica súplica-. ¿No puedes concederle eso, Fitz? En unos días será el hazmerreír de todo el mundo y nadie la tendrá en cuenta.

– Un hazmerreír que es conocido por ser mi cuñada. No, Elizabeth, no puede ir de ningún modo a Bath, y eso es todo. Va a Hemmings.

– Me temo que no será fácil retenerla allí.

– ¿Qué quieres decir?

– Se escapará para buscar hombres. Hay una parte de Lydia que no entiendo, y es eso de los amantes… La bebida es sólo una parte de su problema… Es… está siempre en celo.

– Un poco vulgar, viniendo de ti, querida esposa, pero una buena descripción. Yo preferiría llamarla… ramera.

– No creo que ese asunto pueda despacharse tan a la ligera.

– Oh, vamos, Elizabeth, ¡sé sensata! Tú familia siempre ha mostrado una lamentable falta de educación. Que a Kitty le fuera tan bien no fue más que un milagro menor, pero nadie puede tener la menor esperanza con Lydia. Siempre fue terca como una muía, e iría a cualquier parte con tal de conseguir lo que desea. Yo conocía a George Wickham muy bien y puedo decirte que no fue idea suya fugarse con Lydia. Ella estaba loca por él, y sólo se le ocurrió un medio para conservar a su hombre… ¡fugarse! George consintió casarse con ella sólo porque yo accedí a pagar todas sus deudas. Y he estado pagando sus deudas desde entonces, gracias a que su esposa era quien era.

– Sí, Fitz, lo comprendo -dijo Elizabeth con firmeza-, pero todo eso pertenece al pasado. No podrás retener a Lydia en Hemmings.

– La señorita Maplethorpe viene muy bien recomendada. La mayoría de sus trabajos han estado relacionados con personas mentalmente perjudicadas, y así es como yo veo a Lydia.

Un sudor frío comenzó a romper en la frente de Elizabeth.

– No te permito que encarceles a mi hermana.

– Eso no será necesario, señora mía. La señorita Maplethorpe no intentará siquiera limitar la bebida de Lydia, lo cual le encantará, creo. Estará siempre demasiado borracha como para ir a buscar amantes. -Sus ojos se habían tornado obsidianas, con un brillo negro y duro-. Ha pasado ya un año desde que el primer ministro fue asesinado en los mismísimos salones de los Comunes, y las cosas han estado cambiando constantemente desde entonces, y Wellesley vigila los movimientos de todo el mundo para intentar ser primer ministro. Pertenezco a un grupo de personas en el que cada uno pretende convertirse en el verdadero sucesor del señor Perceval, ¡y no me va a arruinar el cargo una puta como tu hermana! -Aquel fuego gélido murió en sus ojos-. Te sugiero que vuelvas con Lydia y le expliques los hechos de un modo más claro de lo que, al parecer, se los has explicado.

– ¡Oh, Fitz…! ¿Qué significa esa obsesión por ser primer ministro? ¿No puedes abandonar tu vida pública por tu familia? ¿Por mí?

Darcy la miró asombrado.

– La familia y la esposa son maravillosas hasta cierto punto, pero no pueden satisfacer las aspiraciones y las ambiciones de un hombre. Estoy decidido a ser primer ministro y a dirigir a mi patria hasta una situación de poder y respeto que jamás se ha conocido. La reputación británica resultó severamente dañada cuando cedimos en la guerra de América, frente a los rebeldes de las trece colonias, y parece completamente improbable que venzamos en el nuevo conflicto que se ha desatado allí. De todos modos, hemos aplastado a Bonaparte, y eso debería tener más importancia que cualquier otra cosa. Nuestra Armada gobierna los océanos, pero debe llevarse a cabo una acción decidida para convertir nuestro ejército en un cuerpo de soldados tan feroz que incluso los franceses tiemblen al vernos… -Hinchó el pecho, parecía invencible-. Quiero que Bretaña sea realmenteGran Bretaña.

– ¡Muy bien, muy bien…! -exclamó Elizabeth, aplaudiendo burlonamente-. Estoy encantada de que pienses que soy excelente siempre que me mantenga en mi sitio. ¡Últimamente me he dado cuenta de que eres tan absolutamente orgulloso y tan vanidoso como pensé que eras cuando viniste por primera vez a Hertfordshire!

– Es verdad que no tenía muchas razones para sentirme demasiado orgulloso de mí mismo en aquellos tiempos -dijo con rigidez-, pero la situación ha cambiado. Sé perfectamente que me casé por debajo de mis posibilidades… ¡oh, locuras de la juventud! Si tuviera que volverlo a hacer -dijo, haciendo hincapié-, no me casaría contigo. Me casaría con Anne de Bourgh, y así sería el heredero de la casa de los Rosing. No es que se lo quiera echar en cara a Hugh Fitzwilliam, pero por derecho… eso era todo mío.

Pálida, Elizabeth sintió que se tambaleaba, pero se mantuvo en pie sin recibir una ayuda que él probablemente no le habría prestado.

– Gracias por esa explicación tan franca -dijo con una frialdad prácticamente igual a la de su marido-. ¿Preferirías que saliera de Pemberley y de tu vida? Me acomodaría perfectamente en una de esas pequeñas casas que posees.

– ¡No seas tonta! -increpó-. Simplemente estoy intentando lidiar con el engorroso fastidio que representa tu familia. Lydia se irá a Hemmings mañana, y sin protestar. No hay ningún problema, querida. Ned le pondrá una botella de algún licor asqueroso debajo de la nariz y ella, con lo burra que es, la seguirá hasta el carruaje.

– Ya…

– De todos modos, tengo pendiente otra vergonzosa molestia… Concretamente, tu hermana Mary. Ha desaparecido.

– ¿Desaparecido? -Oh, qué otras desgracias iba a comunicarle…

– Sí. En algún lugar entre Chesterfield y Pemberley.

– ¿Y qué estás haciendo para…?

– Si no le hubieras estado prestando tanta atención a Lydia, Elizabeth, podrías haber escuchado lo que tenía que decirte tu hijo. Sí, todos hemos estado muy preocupados por ella, pero Charlie y Angus… y Ned, aunque por otra parte, han llegado a la conclusión perfectamente cierta de que ha sido raptada. Charlie podrá contarte la historia.

– Ha crecido en todos los sentidos, Fitz -dijo su esposa, apartándose de la conversación.

– ¡No estoy ciego! Estoy muy satisfecho de lo que Oxford y ese joven Griffiths han hecho por él.

– Sospecho que Angus ha tenido alguna influencia también.

Fitz dejó escapar una carcajada.

– La nuestra es una alianza por interés mutuo, mi querida Elizabeth. Angus espera ser tu cuñado. Si tal cosa ocurriera, la última amenaza que representa tu familia dejaría de serlo en absoluto, y yo tendría elWestminster Chronicle en el bolsillo.

– Por lo que respecta a una hipotética unión de Angus y Mary, yo me alegraría, pero si piensas que vas a tener ese periódico a tu disposición política, entonces estás equivocadísimo respecto a ese hombre. Y respecto a mi hermana también.

Elizabeth salió de la biblioteca y dejó a su marido con sus sueños de grandeza. «Un leopardo nunca deja de tener manchas», pensó. «¡Oh, pero cómo me engañaste! Verdaderamente pensé que te había curado de aquella vanidad y de aquel orgullo que tenías. Y cuando volviste de nuevo a camuflarte como un leopardo, lo achaqué a mi incapacidad para darte los hijos que querías. Pero no era eso, ahora lo veo. El leopardo ha seguido siendo un leopardo a lo largo de estos veinte años que llevamos juntos. Y yo, mientras, si he de creer a Lydia, me he convertido en un insignificante ratón. Una rata…vendida».

Загрузка...