Capítulo 12

Agotado, Fitz no se levantó hasta media mañana del día siguiente, y encontró a Elizabeth sentada junto a su cama, muy ocupada, escribiendo frente a una mesita. Pero el rostro que veía era el de Ned, y volvió a la realidad con un grito desesperado:

– ¡Ned! ¡Ned!

Ella dejó la pluma inmediatamente y se levantó para sentarse en el borde de la cama. Le cogió la mano.

– ¡Bueno, bueno, Fitz…! Soy yo… Ned ha muerto, ¿no lo recuerdas?

Por supuesto que lo recordaba; aquel sueño se había desvanecido, pero no podía contener las lágrimas.

– ¡Oh, Ned, Ned…! ¿Cómo puedo continuar sin Ned, Elizabeth?

– Supongo que como lo haría yo si le hubiera sucedido a Jane. Sólo el tiempo puede restañar algunas heridas, y no siempre. Yo toleré muy mal la muerte de mi padre, y llevé luto durante mucho tiempo. ¡Fuiste tan bueno conmigo entonces…! Tuvimos al pequeño y enfermizo Charlie… ¿no es maravilloso, Fitz, cómo ha crecido? Cuando vino a verme ayer por la noche, me quedé… asombrada. Parecía como si un muchacho hubiera salido a buscar a los niños y hubiera regresado un hombre. Incluso su rostro ha cambiado. La belleza femenina que tanto le molestaba ha desaparecido… ¡se ha desvanecido en el aire! Ahora es muy, muy atractivo, y ese aspecto andrógino ha desaparecido totalmente.

Elizabeth estaba hablando -él lo comprendió perfectamente- para darle tiempo a recobrarse, pero aquel dolor desafiaba las norias de cortesía. Pasarían muchos días antes de que Darcy pudiera finalmente ser dueño de sí mismo.

– ¡Cómo disfrutaría Caroline Bingley si pudiera verme ahora! -dijo, cogiendo el pañuelo que su esposa le tendía.

– Entonces hice bien enviándole sus maletas.

Fitz esbozó una risa entre lágrimas.

– Sí.

– Ned trabajó mucho para ti -dijo Elizabeth-. Jane está mucho más tranquila ahora que sabe quién mató a Lydia. Charlie se lo ha notificado a la policía de Sheffield y esa mujer, Matcham, y sus secuaces serán arrestados. Si no hubiera sido por el trabajo de Ned, nunca lo habríamos sabido. Ojalá hubiera podido agradecérselo, sobre todo si hubiera podido agradecérselo como a un hermano. Y lo mismo piensa Jane.

– ¿Qué estabas escribiendo? -preguntó para cambiar de asunto; le dolía hablar de Ned.

– Oh, sólo listas para Mary, que está como loca con el orfanato. Era un modo de matar el tiempo hasta que despertaras.

Fitz gruñó.

– ¿Soportaremos mejor un orfanato que un libro sobre los males de Inglaterra?

– Seguramente no; de todos modos, lo peor que nos podría pasar sería tener que soportar a una Mary desocupada. ¡Pobre Angus! Está enamoradísimo de ella, pero Mary no lo quiere ver.

Fitz se incorporó, se limpió la cara y se sonó la nariz.

– Me vine a la cama sin lavarme, y necesito un baño. ¿Te importaría pedirle a Meade que me lo prepare? -La miró, sonriendo-. Tenemos que hablar, pero aún no. Hablaremos tras el entierro de Ned y cuando las cosas se calmen. Nuestro hijo fue lo suficientemente insolente como para decirme que él y las niñas están cansados de patinar en el hielo que hay entre nosotros, y que algo tenemos que hacer para derretirlo. Hablaremos de ello dentro de unos días. ¿Te parece bien?

– Sí -dijo, levantándose y apartando la mesa-. Te dejaré solo con tus abluciones, querido.

– Te quiero, Elizabeth.

– Y yo a ti.

– Cuando te dije que ojalá nunca me hubiera casado contigo, sólo lo dije para hacerte daño, para provocarte… Fue horrible.

– Más tarde, Fitz. Date un baño.

Lizzie le regaló una maravillosa sonrisa y salió de la habitación, con los papeles en la mano.

Jane y Mary estaban en la sala matutina rosa, un aposento encantador reservado para las damas. No había el menor rastro de Kitty.

– Fitz se ha levantado -dijo Elizabeth al tiempo que entraba en la salita. Tiró del cordel de la campanilla-. Necesito café. ¿Alguien más quiere algo?

Tras haber ordenado que trajeran café para tres, Elizabeth se sentó a la mesa, repleta de papeles desordenados.

– ¿Dónde está Kitty?

– Con Georgie -dijo Jane-. Hoy toca cómo mostrarse regia, creo, o quizá cómo ser decididamente encantadora.

– Necesita que le enseñen ambas cosas, desde luego -dijo Mary con un resoplido.

Por supuesto, el asunto de Ned Skinner ya había sido considerado hasta el agotamiento, pero ahora que Elizabeth se unía a ellas, el tema continuó.

– ¡Y pensar cuánto me desagradaba! -dijo Jane por décima vez-. ¡Y durante todo este tiempo sólo estaba investigando para protegernos! Lydia puede descansar en paz, ahora que su asesina no escapará al castigo que merece. William dice que en Inglaterra se ahorcan a muchos más criminales que en el resto de Europa, pero eso es porque ellosdeberían ahorcar cuando se mata a gente inocente. Me hubiera encantado que el padre Dominus hubiera vivido para verlo ahorcado. Especialmente considerando lo que le hizo al pobre Ned.

– Lo cual me recuerda algo… -dijo Mary, cansada del discurso de Jane a propósito de Lydia y los ahorcamientos-. Tienes a ocho hijos en Bingley Hall este verano, Jane, y sin embargo parece que estás dispuesta a pasar muchos días y noches en Pemberley. Estarán tan silvestres como los salvajes de la jungla… ¿Cómo se encontrarán cuando decidas finalmente regresar a casa?

Jane parecía absolutamente despreocupada.

– Oh, ya he resuelto todas las dificultades inherentes a los niños, Mary, querida. Cuando Lydia murió, hice llamar a Caroline Bingley. Después de la ofensa de Lizzie, no podía volver por aquí, naturalmente, pero a ella le encanta pasar los veranos en el norte. Ha estado conmigo desde después del funeral de Lydia. Los niños estánaterrorizados con ella, incluso Hugh y Arthur. ¡Les da azotes…! Yo confieso que nunca podré levantarles la mano. El caso es que están allí bien quietecitos, ¡y parecen tan buenos y tan adorables! ¡Pero ni siquiera eso le basta a Caroline! ¡Les baja los pantalones y les arrea bien fuerte! Por supuesto, ellos gritan como si los fueran a matar antes de recibir el primer azote… es porque Caroline tiene esas manos tan grandes -Jane suspiró-. Pero una cosa os voy a decir… Se portan muchísimo mejor desde que Caroline se ocupa de ellos.

– ¿Azota también a los mayores? -preguntó Elizabeth, fascinada.

– No, para los mayores tiene una vara.

– ¿Y a Prissy?

– La obliga a caminar durante horas con un libro en la cabeza, haciendo equilibrios, o a practicar las reverencias y saludos corteses, o a conjugar los verbos en latín.

– ¿Significa eso que pretendes quedarte aquí? -interrumpió Elizabeth.

– No, sólo que podré ir y venir cuando me plazca. Caroline realmente disfruta adiestrando a los niños -dijo Jane.

– No sé por qué eso no me sorprende nada… -sentenció Mary.

Cuidar a veintinueve niños y dieciocho niñas fue tan duro para los criados de Pemberley que, tras una semana de trabajo, se rebelaron.

– Lo siento muchísimo, señora Darcy -le dijo un angustiado Parmenter a Elizabeth-, pero el nombre de Niños de Jesús es una designación de todo punto inapropiada. Niños del Demonio seria más adecuado y se acercaría más a la verdad.

Elizabeth sabía bastante más de lo que su mayordomo le había dicho, pero decidió aparentar tranquilidad y no dejarse impresionar.

– ¡Oh, vaya! -dijo sin inmutarse-. Dime, ¿qué ha ocurrido Parmenter?

– ¡Todo! -exclamó entre lamentos-. Hemos hecho con absorta exactitud lo que usted deseaba, señora: cerrar en lo posible las contraventanas del salón de baile y limitar el número de velas. Les quitamos a los criados del verano los catres, pusimos paja nueva en los colchones, e hicimos las camas con sábanas limpias, con mantas y con bonitas colchas de algodón. Las antiguas sillas con orinal de la habitación de las niñas se pusieron detrás de un biombo que los muchachos tiraron por el suelo inmediatamente. Todos los juguetes de la clase del ático se bajaron, y ahora están destrozados y desperdigados por el suelo. Verdaderamente, señora, ¡no han respetado nada! Dispusimos mesas de caballete y bancos para que pudieran comer, con cuchillos, tenedores y cucharas. Vasos para limonada, también. ¿Y cómo nos lo agradecieron? El manicomio, señora, ¡se lo juro! No les gusta la comida, y la tiran por todas partes. ¡Y no utilizan los orinales! Se ponen en cuclillas como los perros y así hacen sus cosas, ¡y luego lo tiran contra las paredes! Han quitado las colchas de los catres y duermen en el suelo en medio de charcos de… de… en fin, señora, se lo dejo a su imaginación. Oh, señora, ¡esa mierda!… ¡Nuestro encantador salón de baile ha quedado destrozado para siempre!

– ¿Debo entender que se niegan a bañarse?

– Absolutamente, señora. De hecho, se niegan a quitarse esos ropajes, ¡que apestan a demonios podridos!

– Comprendo. En ese caso, Parmenter, cierra todas las puertas y ventanas que den al salón de baile, y no abras ninguna hasta que yo misma te lo ordene explícitamente.

Y Elizabeth se alejó para ir en busca de sus hermanas… pero, antes, fue a hacerle una visita al señor Matthew Spottiswoode.

– Matthew, no importa lo que estés haciendo, por favor, ¡déjalo! -ordenó, asomándose a su oficina.

Como la historia del salón de baile se había difundido por toda la casa, el administrador no intentó protestar; simplemente dejó caer las manos sobre su mesa y miró a la señora con gesto interrogativo.

¿Sí, señora?

Necesito a veinte niñeras, las más grandes y fuertes que haya en Yorkshire. Digo Yorkshire porque dudo mucho que las haya suficientemente grandes y fuertes en Derbyshire. Ofréceles el sueldo de un rey si es necesario para que dejen lo que estén haciendo y vengan a Pemberley de inmediato… quiero decir,¡ayer!

– Naturalmente, señora Darcy. Aunque mucho me temo que incluso aunque les ofrezca el sueldo de un rey, tardaré algunos días en conseguir que mis solicitudes den sus frutos… -dijo el señor Spottiswoode, con los ojos serios, la boca perfectamente ordenada, y riéndose a carcajadas para sus adentros-. ¿Entiendo que le gustaría que yo me encargara de esto a mi manera?

– ¡Sí! ¡Y comienza en Manchester! ¡Y si eso falla, en Liverpool!

De las cuatro hermanas, sólo Elizabeth tuvo alguna intuición de las causas que subyacían a semejante comportamiento en el salón de baile. No le cabía duda alguna de que hasta que fueron trasladados a Pemberley, aquellos niños habían estado más cerca de ser ángeles que niños mortales. Sabiendo esto, todo el mundo había esperado que aquella conducta angelical continuara. Mientras, Elizabeth vio aquella última semana como una prueba de una nueva y diferente clase de terror que atenazaba a los muchachos. Después de todo, ¿qué sabían de la vida, excepto lo que el padre Dominus les había metido en la cabeza? Y muchos años de cariño seguramente pesarían mucho más que el temor que les habían infundido recientemente Jerome y el padre Dominus. «Si yo fuera una niña de ocho años, y perteneciera a esos Niños de Jesús», pensó Elizabeth mientras avanzaba por los deslumbrantes pasillos adornados en beis y dorado de Pemberley, «¿cómo no iba a echar de menos el único hogar que hubiera conocido en mi vida, tras haber sido arrancada de allí por una banda de hombres, y luego me hubieran encerrado en un lugar absolutamente extraño? ¡Creo que yo también mostraría mi desagrado con todos los medios que tuviera a mi disposición! Por otro lado, ¿es que nosotras, Mary, Kitty, Jane y yo, nos hemos acercado a ellos desde que llegaron? No, desde luego que no: hemos hecho lo que hacen todas las mujeres de nuestra posición… Hemos esperado a que los criados los asearan e hicieran todas esas cosas que se hacen. Pero los criados son… ¡oh, todo tiene que ser a su gusto…! Si no les gusta el trabajo que se les encomienda, descargan todo su mal humor con la primera persona indefensa que tengan a mano. En este caso, los propios Niños de Jesús. No les habrán levantado la mano, pero no se podrá decir lo mismo de la lengua. Les habrán gritado, chillado, insultado. ¡Lo sé, lo sé!».

«Bueno», pensó cuando tuvo el final de su caminata a la vista, «ya es hora de cambiar todo esto. No con dulzuras y ternezas… no están acostumbrados a esas cosas. Sino con la autoridad emanada de personas que, a su entender, poseen tanto poder como el padre Dominus. Con órdenes destinadas a enseñarles cómo tienen que comportarse. No los hemos rescatado para arrojarlos al mundo sin una guía y destinados a la miseria; esto no significa sino que es nuestra responsabilidad comenzar a darles una educación aquí y ahora».

Jane, Mary y Kitty estaban disfrutando de una animada charla en el saloncito rosa; y continuaron exactamente igual hasta que Elizabeth entró vociferando.

– ¡Jane! -dijo Lizzie Bennet montando en cólera-. ¡Todo esto es idea tuya, así que no puedes esgrimir excusa alguna para que tu sensibilidad o tus delicados sentimientos impidan tu participación! ¡Kitty, quítate esa boba frivolidad de vestido y ponte algo de hule! ¡Pero ya! ¿Es que no me oyes? ¡Mary, como tú eres la responsable de haber acogido a los Niños de Jesús en el seno de Pemberley, deja tus temibles ensoñaciones y empieza a hacer cosas que sirvan para algo!

Las tres hermanas se quedaron mudas, con la boca abierta y los ojos como platos.

– Me halaga que me consideres temible, Lizzie, pero lo cierto es que no tengo ni la menor idea de lo que quieres decir con eso de «cosas que sirvan para algo» -dijo Mary-. Por favor, dime a qué te refieres. Algo será.

– ¡Los Niños de Jesús! ¡Parmenter los llama Hijos de Satanás! ¡Se están portando peor que salvajes! Mis criados están de los nervios, y si nosotras cuatro no les damos ejemplo, me voy a tener que buscar a varias docenas de nuevos criados, ¡empezando por un mayordomo! -dijo Elizabeth apretando los dientes.

– ¡Vamos, querida…! -se quejó Kitty, al tiempo que palidecía-. Es que yo no tengo nada hecho con hule, Lizzie…

– ¡Jane! ¡Si empiezas a llorar te juro que te doy una bofetada! Y más fuerte que las que Caroline Bingley les da a tu pequeñito y queridísimo Arthur… ¡ah, qué antipático es ese crío! Te espero en la entrada principal del salón de baile en media hora. ¡Vestida para la guerra!

– Creo que Lizzie está echando chispas -dijo Mary, percibiendo un cambio y sintiéndose de nuevo llena de vigor y fuerza.

Muy bien, chicas, ¡no os pongáis nerviosas! Kitty, si no tienes nada por lo que hayas pagado menos de doscientas guineas, te sugiero que le pidas prestado un vestido a una de las criadas. Te dejaría uno de los míos, pero te tropezarías.

Jane se había puesto en pie y miraba a todas partes aterrorizada.

– ¡Quiero llorar… pero no me atrevo! -dijo en un lamento.

– ¡Muy bien! -dijo Mary con satisfacción-. ¡Kitty! ¡Muévete!

Elizabeth estaba esperando, cargada con varios delantales blancos almidonados y con cuatro varas finas y flexibles. Con el rostro petrificado, les entregó tres cañas a sus hermanas y se quedó con la otra.

– Espero que sólo las tengamos que enseñar -dijo, sacando una gran llave del bolsillo de un enorme delantal que Kitty le había visto puesto a la señora Thorpe, la ayudante del ama de llaves-. Poneos los delantales, por favor. Un grupo de lacayos vendrá ahora con cestos de serrín, escobas, cepillos para fregar, trapos, cubos con agua y jabón, y mopas… ¡al menos, sería mejor para ellos que vinieran! Por lo que me ha dicho Parmenter, todo, desde comida a excrementos, decora en estos momentos las paredes y el suelo ahí dentro. Mary, soy tu oficial al mando en esta guerra, ¿entendido?

– Sí, Lizzie -dijo Mary, absolutamente acobardada.

– Procedamos entonces. -Elizabeth introdujo la llave en la cerradura y abrió la puerta.

Un característico olor a excrementos asaltó sus narices, pero había pasado demasiado poco tiempo para que los restos de comida hubieran empezado a pudrirse, gracias a Dios. Aquellos bultos que parecían un montón de pequeños fardos envueltos en tela marrón andaban patinando y resbalando por el suelo de maderas nobles pulidas, que durante decenios se había conservado brillante y destinado al baile. Ninguno de aquellos fardillos marrones se enteró de la entrada de las mujeres, lo cual le concedió a Elizabeth el tiempo necesario para cerrar y trancar la puerta, y luego volvió a guardar la llave en el bolsillo.

Por alguna razón que Elizabeth desconocía, Parmenter había situado un enorme gong para llamar a comer precisamente junto a la puerta; Fitz lo había traído de China, pues le encantó aquel exquisito trabajo en bronce; sin embargo, Parmenter no se había querido deshacer de su viejo gong y había «perdido» el nuevo. Cuando Elizabeth lo vio, sus ojos se iluminaron y sonrió con verdadera alegría. Golpeó con fuerza la superficie grabada de bronce con su vara.

¡Boooing! Cuando las reverberaciones de aquel estrepitoso sonido se acallaron del todo, el silencio fue completo. Cada fardillo marrón se detuvo en su lugar como si todos ellos se hubieran quedado paralizados.

Elizabeth agitó la vara y produjo ese terrible silbido de una vara flexible cruzando el aire, y avanzó hacia la mitad de la sala, con cuidado de no pisar ninguna sustancia sospechosa.

– ¡Fuera las túnicas! -tronó.

Los niños dudaron y no estaban convencidos de querer desprenderse de sus ropajes, revelando que el padre Dominus no tenía demasiada afición a la ropa interior. Ni al agua. Ni a los periódicos para limpiarse el trasero. Su piel podría haber sido más blanca que la leche, pero no: era de un gris lóbrego con corros alrededor de las axilas y las ingles, por donde habían sudado mientras trabajaban.

Otra llave se giró en la cerradura; entraron doce criados transportando todo el aparejo necesario para limpiar el suelo y las paredes.

– Gracias -dijo Elizabeth-. Podéis dejarlo en el suelo; yo me ocuparé de todo aquí. Herbert, por favor, reúne todas las bañeras que haya en Pemberley… si no hay suficientes, pide prestadas las que haya en el pueblo. Asegúrate en su momento de que la lavandería puede proporcionarnos suficiente agua caliente para llenarlas. Además, quiero jabón de París, esponjas y cepillos de cerdas suaves. -Se volvió del rostro seco de Herbert hacia el igualmente inexpresivo Thomas-. Thomas, quiero que alguien coja una calesilla y vaya rápidamente a Macclesfield. Tiene que comprar treinta pares de calzones, pantalones, camisas y chaquetas para chicos de unos diez años. También necesitamos veinte pares de bragas, enaguas, vestidos y chaquetas adecuadas para niñas de diez años. Los zapatos pueden esperar. Quiero esa ropa aquíayer, por favor.

«¡Cuánta verdad hay en eso que dicen…!», pensó Elizabeth manteniendo un rictus de severidad en el rostro, «que los seres humanos despojados de sus ropas se sienten vergonzosamente vulnerables». Las pequeñas y horribles bestias que había visto un instante antes ahora no eran más que pedacitos de arcilla dispuestos para ser moldeados. Elizabeth hizo silbar de nuevo la vara.

– Ahora la señorita Mary, la señorita Kitty y la señorita Jane van a enseñaros cómo se limpia y se friega el suelo. La señorita Mary se ocupará de quince muchachos, la señorita Kitty de quince niñas y la señorita Jane cogerá los demás. Tendréis que contarlos vosotras, señoritas, puesto que los muchachos no saben. Yo voy a supervisarlo todo, pero necesito una ayudante. ¡Camille! ¡Ven aquí, por favor!¡Rápidamente!

Mary no tardó mucho en contar sus quince muchachos, y Kitty, aliviada ante el favor de que le hubieran correspondido niñas, no tardó en reunir a las suyas; sólo Jane parecía no saber qué hacer, hasta que recibió una mirada amenazadora.

– ¿Cómo llamáis al líquido amarillo que sale de vuestro cuerpo, Camille? -preguntó Elizabeth.

– Pis, señorita… señorita…

– Señorita Lizzie. ¿Y cómo llamáis a las longanizas marrones que os salen por detrás?

– Caca, señorita Lizzie.

– Gracias -dijo Elizabeth, y avanzó muy derecha-. ¡Atención! -gritó, y su voz sonó igual que la de la señorita Sackbutt en la escuela de Meryton, ante la que sus hermanas temblaban y se estremecían-. Camille, pon aquí delante esa pequeña silla que tiene un agujero en el asiento, por favor.

Luego, comenzó a gritar.

– ¡Pues resulta que sé que el padre Dominus jamás os habría permitido hacer pis y caca en sus cuevas! Así que ¿por qué estáis tratando esta preciosa sala con menos respeto? Esta silla que veis aquí se llama retrete privado, y debajo del agujero que hay en el asiento está un orinal para los pises y las cacas. ¡En el futuro, utilizaréis estos retretes! ¡Y los mantendréis limpios e inmaculados! ¡Si no lo hacéis, os restregaré por la cara vuestros pises y vuestras cacas! ¡Pero sólodespués de haberos dado media docena de azotes con esta vara! ¿Entendido?

Todas aquellas caritas temerosas asintieron.

– ¡Excelente! En el futuro, estos retretes estarán fuera, en el jardín, y se les pondrá una cubierta, por si llueve. Tendréis privacidad para hacer vuestras cosas. Pero antes, vais a limpiar esta habitación de comida, pises y cacas. La señorita Mary, la señorita Kitty y la señorita Jane os enseñarán cómo se hace, y lo haréis a conciencia y a la perfección. Utilizad primero los cubos con serrín para recoger las cosas sólidas, y luego, a fregar, a escurrir, y a abrillantar. ¡Venga, venga!¿A qué estáis esperando?

Mientras todos se ponían a ello, Elizabeth sacó todos los hábitos marrones al jardín y ordenó a Herbert que se los llevara a un lugar apartado y los quemara. Los retretes se colocaron bajo techo, después de lo cual la oficial al mando tuvo una conversación con Camille a propósito de la comida.

La jefa de cocina de Pemberley había supervisado personalmente el menú de los niños: un error. Therese había cocinado para más de cincuenta muchachos, pero su único maestro había sido el padre Dominus. En cambio, a la dictadora de la cocina de Pemberley le daba un ataque si una de sus salsas era demasiado cremosa o… aún peor, si no era lo suficientemente cremosa. Elizabeth hizo llamar a la señora Parmenter.

– Utiliza a uno de tus ayudantes, uno que sea capaz de hacer comidas sencillas -ordenó-. Nada de vino, en absoluto, ni hierbas exóticas ni especias extrañas que alteren el sabor. Carnes asadas, filetes, sopas, un poco de pollo para que vayan aprendiendo que hay también otras carnes que no son rojas. De postres, tartas, pasteles, gelatinas. Pan normal, y abundante. Los huevos y el beicon sólo para los desayunos. Y por ahora, todo muy bien cortado. Estos pobres no saben utilizar el cuchillo y el tenedor, sólo están acostumbrados a la cuchara. Dales cerveza aguada para beber; es a lo que están acostumbrados.

Pero todo eso no fue nada comparado con llevar a cada niño al baño. Elizabeth, a propósito, escogió a uno de los más pequeños para empezar; era un niño llamado William y tendría unos cuatro años.

– ¡Oh, es adorable! -susurró Jane, con los ojos emocionados.

– Como un pequeño hombrecito…

– Me alegro de que te guste. Porque tú vas a tener el honor de darle a William su primer baño -dijo Elizabeth.

Para cuando el agua caliente llegó al salón de baile, ya estaba a una temperatura ideal para el baño, y no iba mucho más allá de ser agua tibia. Las pastillas de jabón procedían de París y estaban perfumadas con jazmín; las esponjas eran del mar Rojo y producían unas suaves cosquillas de agua que acariciaban la espalda. Segura de que a William le encantaría, Jane se ajustó el delantal, levantó al niño y lo metió en la bañera de latón.

Aquello fue el fin de la paz. William lanzó un chillido espantoso, clavó los dientes en la mano de Jane y demostró que podía estar sobre el agua sin tocarla.

– Mary, creo que Jane necesita ayuda -dijo Elizabeth.

– ¡No, no la necesito! -rugió Jane, con las mandíbulas apretadas-. ¡Mataré a este pequeño monstruo…!-¡Plaf…! La mano de Jane voló por los aires hasta estamparse en la mejilla de William-. ¡Y ahora, siéntate en el agua y estáte quieto, cría de Satanás!

Para entonces Mary estaba entregada a su propia lucha con Timmy, y Kitty estaba descubriendo que las niñas se oponían con la misma virulencia a ser atacadas con agua y jabón. Sin amedrentarse, Elizabeth agarró a Camille por el brazo y la arrojó a una bañera vacía, frotándola bien para arrancar once años de suciedad acumulada.

La señora Thorpe, que había estado observando con ojos atónitos la batalla comandada por la señora Darcy, llamó a una docena de corpulentas criadas para que fueran a ayudar a las señoras, y poco a poco, entre luchas, gritos y resistencias de todo tipo, los cuarenta y siete Niños de Jesús tuvieron su primer baño. Cuando todo hubo concluido, y aquellos niños gritones quedaron envueltos en toallas, todas las mujeres estaban empapadas de arriba abajo.

Ahora quedaba el horror de enseñarles a los niños a ponerse la ropa interior, por no hablar del resto de prendas de vestir que exige el mundo civilizado. Ellos querían sus túnicas, y lloraban por ellas desconsoladamente, pero las grutas eran un asunto del pasado, y las túnicas, también.

Previendo la posibilidad de ciertas dificultades a la hora de ejecutar determinadas operaciones fisiológicas, Elizabeth cogió a William y le mostró cómo quitarse los calzones y los pantalones (le sobraba tela por todas partes) antes de sentarse en el retrete, y dio a los chicos una dispensa para hacer pis libremente por el campo si querían. Esto significó que las niñas se sintieron tremendamente discriminadas, lo cual exigió una breve lección sobre la necesidad que tienen las señoritas de sentarse para hacer pis, mientras que los muchachos no.

– ¡Oh…! -se quejó Elizabeth, empapada, mientras se derrumbaba en una silla del saloncito rosa y apuraba su té con sediento placer-. ¡Sólo ahora comprendo cuán privilegiadas somos! Ya sé que traemos al mundo todos los niños que Dios nos envía, pero luego se los entregamos a las niñeras y no vemos la parte negativa de los hijos, por no hablar de la cuestión de los pises y las cacas…

– Sí, hoy hemos sabido a qué se parece lo de tener niños sin criados -dijo Mary, devorando un pedazo de pastel.

– Aunque -terció Kitty-, los Niños de Jesús son un caso especial, ¿no es así? Nunca se les ha enseñado nada de nada, mientras que incluso las madres más pobres se las arreglan para conseguir que sus circunstancias sean un poco más agradables que esas situaciones que hemos visto hoy, supongo. Yo diría que hijos mayores ayudan a las madres con los más pequeños y los bebés…

– ¡Bien dicho, Kitty…! -Mary se sirvió más té.

– Y bien hecho, chicas -dijo Elizabeth a sus hermanas con cariño-. Nuestros trabajos no han concluido, pero lo peor ya ha pasado. Para cuando lleguen las veinte niñeras que le he pedido a Matthew, ya los habremos acostumbrado a algunas rutinas por nuestra cuenta. -Se puso en pie-. El té es lo primero, pero ahora tengo que ir a mi habitación, tumbarme un rato, echarme un sueñecito y vestirme para cenar. Pero antes… ¡un buen baño!

– No me vuelvas a mencionar esa palabra -exclamó Jane con un escalofrío-. ¡Y pensar que le he dado una bofetada a un niño!

– Sí, y le hiciste mucho más daño que él a ti -dijo Mary maliciosamente.

Elsherry de Madeira, en el Salón Rubens, devolvió en parte a las damas el aspecto de siempre; el relato de los acontecimientos en el salón de baile, según Kitty, reveló que no era mala narradora en absoluto, y consiguió que los caballeros se partieran de risa.

– La única que tenía alguna idea de lo que iba a suceder era Lizzie -concluyó Kitty, mirando su vestido de noche rosa perla con fervoroso deleite-. ¡Me dijo que me vistiera con tela de hule! Y después de estar diez minutos en el salón de baile, juro que deseé llevar un traje con ese tejido. De todos modos, llevaba una cosa de batista espantosa y antigua de color beis; luego lo mandé quemar. Ya no valía para nada, os lo aseguro.

– A mí me parece evidente -dijo Mary- que los niños no pueden seguir en el salón de baile durante mucho tiempo más. Me alegra que no se hayan entristecido demasiado, y hablan de «la luz de Lucifer» y de «la oscuridad de Dios» como una cantinela sin sentido, así que en realidad nunca les lavaron el cerebro con la Cosmogénesis. De todos modos, no es eso lo que quería decir… Lo que quería decir es que hasta que no se pueda construir un orfanato, habrá que instalarlos en algún sitio apropiado. No estoy tan loca como para pensar que esas cosas surgen de la noche a la mañana, como los champiñones. Angus, usted es una persona de buen juicio, todos lo saben. ¿Qué sugeriría?

– No… no… tengo sugerencias… -dijo, sobresaltado.

– Fitz, tú eres miembro del Parlamento, así que debes saberalgo. ¿Qué sugieres?

– Que utilicemos Hemmings, dado que tengo esa propiedad alquilada para varios meses. Le he dicho a Matthew que contrate a carpinteros para que ponga literas en tres habitaciones: una para las niñas y dos para los chicos. Eso permitirá tener tres dormitorios para las niñeras, si consentís que haya sólo nueve en vez de veinte. El enorme salón puede funcionar perfectamente como una buena aula. El comedor puede acoger a todos los muchachos en bancos, con mesas corridas. Las dos maestras pueden vivir en elcottage y los criados en el desván… He ordenado más o menos las cosas de ese modo, de momento.

– Brillante, papá -dijo Charlie, sonriendo.

– ¿Eso significa que vas a construir un orfanato, Fitz? -preguntó Angus tímidamente mientras las damas escuchaban con el alma en vilo.

– ¿Tengo elección? ¡Pero le apretaré el cuello a Charles Bingley para que contribuya, no hay que preocuparse! He encontrado ocho acres de tierra que en realidad no sirven para sembrar, justo al lado de Buxton, y prácticamente a mitad de camino entre Pemberley y Bingley Hall. De todos modos, echaremos la red para pescar a otros cincuenta y tres muchachos más, porque construiremos una casa para albergar a cien niños. -Tosió, y miró a las damas con gesto divertido y pidiendo perdón-. En circunstancias normales mantendría mi escepticismo innato respecto a una institución tan grande… por las posibles malversaciones de sus empleados, o quizá porque podrían maltratar a los niños. Pero con nuestras damas supervisando cada estornudo y cada corriente de aire, dudo mucho que nadie se atreva a llevarse algo.

– Son espléndidas noticias, Fitz -dijo Mary, muy complacida.

– Como tú dices, Mary, para algo tiene que servir un miembro del Parlamento.

Angus no supo nada de Mary durante los siguientes tres días; todo su tiempo se lo dedicaba a los niños, puesto que resultó difícil encontrar siquiera nueve niñeras con tan poco tiempo.

«No es justo», se dijo; «cuando vivía en Hertford la veía más que ahora que está en Pemberley. Siempre hay algo que requiere su presencia, incluidos esos malditos muchachos… ¡pero si no sabe ni dónde se le ha perdido el instinto maternal! Jane lo hace apelando a su sensibilidad, Kitty lo hace porque las otras la dominan fácilmente, y Elizabeth lo hace porque, de todas, es la única que verdaderamente se siente madre. Pero Mary lo hace por un abrumador sentido del deber… ¿Es que el amor no significa nada en su vida? En este momento tiendo a pensar que no, en absoluto. Es amable y buena, pero no es capaz de amar».

Presa de un profundo desánimo y extrañamente malhumorado, la repentina presencia de su amada lo sacó de un estado que amenazaba con convertirse en un lodazal de autocompasión; Mary se quitó el delantal y le pidió que la acompañara a tomar un poco el aire.

– Estoy harta de pises y cacas -confesó en cuanto salieron de la casa en dirección al claro del bosque favorito de Mary, que, daba la casualidad, también era el favorito de Elizabeth.

– La conversación con los niños es deprimente -dijo Angus.

– No hay más remedio que ocuparse de los desperdicios humanos -contestó ásperamente y entre dientes-. Creo que me interesa más la perspectiva de educarlos y enseñarles a leer y a contar que a hacer pis y caca. ¿Cómo pueden huir de algo tan maravilloso como el agua?

– A ti te parece maravillosa porque tu niñera te dio el primer baño antes de lo que puedes recordar -dijo, un poco más animado sólo por estar con ella.

– Deben comenzar la escuela en cuanto sea posible. Creo que hay un almacén en Manchester que vende pupitres, tablillas, lapiceros, tizas, pizarras, cuadernos y todo eso. -Adelantó la barbilla y miró con aire combativo-. Ahora que ya no tengo que pagar para publicar mi libro, tengo mucho dinero… sí, he abandonado cualquier idea de escribir un libro. Tendré que gatear antes de empezar a caminar, ¿y qué mejor lugar para comenzar a gatear que una escuela? Uno de los aspectos más vergonzosos de la infancia en Longbourn fue la reticencia de papá a darnos una buena educación. Así que fuimos a la escuela de Meryton para aprender a leer, escribir y contar, pero después no nos pusieron una institutriz. Si la hubiéramos tenido, Kitty y Lydia tal vez no habrían salido tan alocadas, ni yo tan corta. Las hijas de los caballeros deberían tener una institutriz. En vez de eso, papá gastó el dinero en su biblioteca, en ropa para mamá y en darnos de comer.

Con los pensamientos girando en su cabeza como un torbellino, Angus se centró en el aspecto más importante de todas aquellas confidencias.

– ¿Puedo hacerte una pregunta, Mary?

– Desde luego.

– ¿Has hablado de pagar para publicar? ¿Era eso lo que estabas pensando para cuando acabaras tu libro?

– Sí. Yo sabía que eso me iba a costar muchos miles de libras… casi todo lo que tengo, en realidad.

– Mary, ¡qué tonta eres! Lo primero, si un editor sabe que has decidido pagar por ver tu libro publicado, te sacará hasta el último penique. ¡Nunca se debe pagar para publicar un libro! Si vale la pena leerlo, siempre habrá un editor dispuesto a gastarse el dinero de la publicación. En efecto, él será el que corra el riesgo de promover al escritor, porque si el libro atrae a suficientes lectores, tendrá ganancias. Y si tiene ganancias, pagará al autor lo que se llama royalties por cada copia vendida. Los royalties son, en general, un pequeño porcentaje del precio del libro. -La miró con los ojos iluminados-. ¡Ay, qué tonta estás! ¿De verdad me estás diciendo que escatimaste y escaseaste el dinero para viajar sólo por ahorrar para tu libro?

Un encantador color rosado había encendido las mejillas de Mary; dejó caer la cabeza hacia delante, aparentemente resignada a que la llamaran tonta.

– Quería publicarlo -dijo en voz baja.

– ¡Y estuviste a punto de que te mataran! ¡Debería azotarte!

– Por favor, ¡no te enfades!

Angus agitó las manos en el aire como si estuviera enloquecido.

– ¡No estoy enfadado! Bueno, un poco… pero sólo un poco. Oh, Mary, ¡conseguirías que un hombre cuerdo y sobrio se volviera loco y se diera a la botella!

Ver a Angus en aquella particular situación era absolutamente fascinante, pero también provocaba una repentina sensación de vacío en el estómago de Mary… ¿Si alguna vez se llegaba a enfadar de verdad tendría que salir corriendo? La mediana de las Bennet tragó saliva y volvió atrás en la conversación.

– ¿Tú podrías llevarme a Manchester para comprar las cosas que necesitamos para la clase? -preguntó.

– Por supuesto, pero mañana no. Por si lo has olvidado, mañana es el entierro de Ned Skinner Darcy.

– No, no lo había olvidado -dijo en voz baja-. Oh, y nosotras haciendo reír a Fitz y a Charlie…

– Y así pudieron pasar un buen rato. La muerte siempre está presente, Mary, ya lo sabes. Y cualquier cosa que alivia el dolor, aunque sea durante un instante, se agradece como una bendición. Mientras Ned yace muerto esperando el honor que no pudo tener en vida, tú y tus hermanas os habéis ocupado de aquellos a quienes él salvó. Si estuviera vivo, no podría hacer más que aplaudir vuestra bondad y vuestro enorme esfuerzo. En algún sentido, éstos son sus niños.

– Sí, tienes razón.

Continuaron caminando en silencio por el claro de bosque, hasta donde el sol, cayendo directamente, convertía el agua del pequeño arroyo en oro líquido, salvo por los diminutos y brillantes diamantes que saltaban en él.

Mary dejó escapar un grito ahogado.

– ¡Angus! ¡Acabo de recordar algo que…!

– ¿Qué? -preguntó Angus con cautela.

– El padre Dominus me dijo que tenía un tesoro de lingotes de oro. Ya sé que las cuevas se han hundido, pero… ¿crees que aún podríamos encontrar el oro? ¡Imagínate cuántos orfanatos podríamos construir!

– No tantos como crees -dijo con gesto prosaico-. Además, ese viejo villano debió de robárselo al Gobierno. El oro está marcado, cada lingote tiene su señal (ésa es la identificación de cada lingote de oro), con la marca de su propietario, y el propietario será casi inevitablemente el Gobierno.

– No. Me dijo que era el resultado de fundir monedas y joyas que un malhechor bastante más poderoso que él le había confiado. Lo fundió todo y lo solidificó en lingotes, y lo hizo él solo. No se más al respecto, excepto que todo ese oro se obtuvo por métodos ilegales y viles.

– Creo que te estaba tomando el pelo.

– Me dijo que cada lingote pesaba diez libras.

– Lo cual, para ser oro, significa que no serían lingotes muy grandes. El oro es enormemente pesado, Mary. Diez libras de oro sólo tendrían el tamaño de un ladrillo, te lo aseguro.

– ¡Por favor, Angus, por favor! ¡Prométeme que lo buscarás…!

¿Cómo podía negarse?

– De acuerdo, lo prometo. Pero no esperes que haya nada, Mary. Charlie, Fitz y yo vamos a regresar para ver si se han producido nuevos derrumbes y a ver cómo está la colina. Si encontramos oro, puedes confiar en que reclamaremos la propiedad para los Niños de Jesús. Los cuales, supongo, tendrían derecho a un buen porcentaje del tesoro que se encontrara. Esto es, si se pudiera probar que el propietario real no es el Gobierno.

El rostro de Mary adquirió una expresión marcial.

– ¡Oh, no…! ¡No se les puede dar a los niños! Lo gastarían en tonterías, como todos los pobres que reciben una fortuna inesperada. Servirá para construir orfanatos. -Su pecho se elevó en un suspiro de éxtasis-. ¡Imagínate, Angus! Quizá mi reclusión tuvo un propósito divino: desenterrar oro amasado vilmente y utilizarlo para beneficiar a la gente pobre gastándolo en las cosas que verdaderamente importan: salud y educación.

– Está convencida -le dijo Angus a Fitz después del entierro de Ned Skinner Darcy.

– Si un tesoro semejante existe, Angus, el padre Dominus no lo habría obtenido de la venta de fármacos contra la impotencia, por muy exitosos que fueran. Puede que el oro tenga un origen delictivo, ¿pero de dónde o de quién puede ser? El Gobierno hace envíos de remesas de monedas de oro por todo el país, pero ninguno ha sido robado, que yo recuerde, y tampoco ningún miembro del Parlamento ha dicho nada al respecto. Por eso dudo que esa historia sea real. Salvo por un detalle… Yo sé de una persona que pudo haber amasado muchísimo oro, y todo procedente de actividades delictivas. Es un hombre que murió hace mucho y, por lo que sé, no tuvo relación alguna con el padre Dominus. Sin embargo, es cierto que cuando ese hombre murió, sus ganancias, de procedencia ilícita absolutamente, no se pudieron hallar en parte alguna con la excepción de las piedras preciosas que había arrancado de multitud de joyas.

El rostro de Fitz adoptó un gesto que impedía formular ninguna pregunta más… Lástima. ¿A quién podía conocer Fitz que tuviera semejante comportamiento? Hablaba como si hubiera conocido a aquel hombre personalmente. Como uno de esos pasteles franceses que tienen muchas capas: así era Fitz. De todos modos, había cambiado radicalmente, pero para bien.

Cuando le comunicó a Angus que rechazaría la oferta de convertirse en primer ministro, éste se quedó anonadado.

– ¡Fitz! ¡Lo deseabas con toda tu alma! -exclamó.

– Sí, pero eso era antes de que ocurriera todo esto… Me llevaré algunos secretos a la tumba. Este verano he llegado a apreciarte y a estimarte mucho, y sinceramente espero que nos convirtamos en cuñados… Nosotros, los Darcy, siempre hemos tenido una reputación intachable y esperamos seguir teniéndola. Si yo fuera primer ministro, estaría tentado de utilizar mi poder de modo poco adecuado… Bueno, no quiero seguir por ese camino. Me apartaré de la carrera por el cargo, y así se lo he hecho saber por carta a las personas que apoyaban mi candidatura. Lo siento mucho si te he decepcionado, mi querido Angus, pero no he decepcionado a nadie más que a mí mismo.

– Sí, lo comprendo, Fitz…

Habían transcurrido ya varios días. Ahora se trataba de buscar el oro, gracias a Mary, que estaba en su salsa yendo y viniendo a Macclesfield buscando maestros y niñeras.

Ahora que se conocía la existencia de la cascada -Fitz recordaba haberla visto en alguna partida de caza-, resultaba más fácil comprender cómo el padre Dominus había podido esconder a los Niños de Jesús y alejarlos de miradas curiosas. Casi ningún inglés sabía nadar, así que las pozas y las cascadas eran fenómenos que debían admirarse en la distancia, y eso afectaba también a poetas, escritores, artistas y otras gentes pintorescas. Charlie era demasiado ligero para montar aJúpiter, así que su padre se había ocupado del animal, que pareció aceptar a Fitz con agrado. «Probablemente Ned y mi padre compartían algún olor personal», pensó Charlie, «o quizá Ned ocupaba la silla de montar del mismo modo, a pesar de la diferencia de peso… ¿Quién conoce los misterios de los animales?».

Entre el caos de rocas y piedras aún quedaban restos y huellas de los trabajos que se habían llevado a cabo allí: botellas, latas, etiquetas flotando en la superficie de la poza. Se adentraron en la gruta, pero Fitz no quiso ver el lugar donde Ned había estado tendido durante horas, así que salieron de allí.

El descubrimiento más triste se encontraba en un ramal que partía de la gruta del laboratorio. Los tres hombres ya empezaban a conocer bien y a familiarizarse con las enormes masas rocosas desprendidas en la cueva y se movían confiadamente en medio de aquel caos; había transcurrido más de una semana de la explosión y parecía que había pocas posibilidades de que fueran a producirse más derrumbamientos, especialmente porque continuaba haciendo un tiempo seco, sin lluvias… ¡ni siquiera en Manchester llovía!

Un olor a podredumbre estaba corrompiendo el aire en el interior del laboratorio, un olor que animó a Angus a explorar con más detenimiento el muro que había más allá del nicho en el que se encontraba la caldera. Tras un enorme pedrusco encontró una galería que no se había derrumbado; sin hacer caso a las advertencias de Fitz y Charlie, Angus se adentró en el túnel. Diez pies más allá, el pasadizo se abría en lo que había sido también en su momento una enorme cueva, ahora prácticamente destruida. Allí el hedor era casi insoportable: era la pestilencia que emanaban los cadáveres de los burros.

La curiosidad de Fitz y Charlie había vencido su prudencia, pero ninguno de los tres quiso permanecer allí mucho tiempo.

– Esos pobres animales murieron por las heridas, o aplastados por las rocas -dijo Angus-. Muchos de ellos probablemente quedaron sepultados…

– Al menos ahora sabemos cómo traía el padre Dominus sus provisiones -dijo Fitz, encabezando el regreso hacia el laboratorio-. ¡Una reata de burros…! Dada la cantidad de animales, tendría que haber traído también forraje… Me pregunto cuántas acémilas tendría el padre Dominus…

– Por lo menos cincuenta -dijo Angus-. Uno por persona, y algunos más de sobra. Sería interesante saber dónde compraba. Haré algunas preguntas por ahí, aunque sólo sea para satisfacer mi curiosidad. Apuesto a que compraba en Manchester.

– ¿Y los niños guiarían los burros? -preguntó Charlie.

– A veces, quizá, si se utilizaban algunos para llevar la mercancía a las boticas, pero por lo que ha dicho Mary, imagino que sería el hermano Jerome el que se ocupara de esos asuntos solo y los llevaría todos en reata, atados con una cuerda.

– Mary es bastante discreta respecto a su experiencia… -dijo Fitz, con el gesto sombrío.

– Sí. -Angus apagó su antorcha y salió al aire libre-. No sé cómo funciona su cabeza, lo confieso. La mayoría de las mujeres se desvivirían por contar sus aventuras hasta los más mínimos detalles, pero no parece confiar en que nuestras reacciones reflejen su propio punto de vista. Sospecho que esto puede tener algo que ver con una infancia y una juventud vividas en un ambiente represivo.

– Angus, ¡te felicito! -exclamó Charlie, sonriendo-. Si entiendes la cosa así, debes quererla mucho, desde luego. El padre de Mary fue la única influencia masculina en su vida durante la época de Longbourn, y el señor Bennet la detestaba. Yo creo que el resultado de ese comportamiento es la falta de confianza de la tía Mary en los hombres. Es tan inteligente, como sabes, que no está dispuesta a creer en absoluto que los hombres son superiores.

Todas estas filosofías estaban muy lejos de lo que albergaba el corazón de Fitz.

– Si el viejo escondía oro aquí, tiene que estar enterrado desde tiempos inmemoriales… Sugiero que subamos la colina y veamos si hay alguna parte más hundida.

Había hoyos y agujeros en la superficie de la colina, allí donde alguna parte bajo tierra se había derrumbado, pero a medida que iban ascendiendo se percataron de que algunos arbustos grandes crecían donde ningún arbusto crecería si la Naturaleza se hubiera encargado de plantarlos.

– Mira, papá… -dijo Charlie, arrancando un arbusto-. Hay una especie de agujero perforado que va hacia abajo y se va estrechando.

– Pozos de ventilación -dijo Fitz-. La cantidad de luz que podría pasar por ahí sería insignificante.

Cuanto más ascendían, menores eran las pruebas de que se hubieran producido derrumbamientos en el interior, hasta que, cerca de la cumbre rocosa de la colina, dejaron de aparecer hoyos y hendiduras en el terreno, aunque los arbustos continuaban allí colocados para ocultar los respiraderos. Atrapado en uno de esos agujeros encontraron el esqueleto de una oveja y concluyeron que el padre Dominus había patrullado regularmente la zona para quitar los cuerpos de las ovejas atrapadas antes de que los pastores las encontraran. Lo cual podría haberle dado mala fama a la colina entre los pastores y tal vez les sugirió que debían evitarla como zona de pasto para sus rebaños.

– No comprendo… -dijo Angus cuando se detuvieron junto a uno de aquellos arbustos-. No lo entiendo. Lo que tenemos son cincuenta niños, sin embargo, aquí debajo ese viejo podría haber albergado a cien, dado el número de pozos de ventilación. ¿Por qué molestarse en hacer todas estas galerías… o eran simples túneles? Si eran túneles, tuvo que tener alguna razón para mantenerlos.

– Nunca sabremos qué le impulsaba a hacer todo esto… -dijo Fitz con un suspiro-. Desconocemos incluso durante cuánto tiempo estuvo loco. Todo lo que sabemos es lo que dijo Mary sobre una especie de iluminación que el hombre sufrió cuando tenía treinta y cinco años. Desde luego, conservó su pericia como boticario, y seguramente era muy hábil, o de lo contrario sus panaceas no habrían funcionado, y sabemos que funcionaban. Creo que Mary no ha contado todo lo que sabe del padre Dominus… ¿Cuánto tiempo ha tardado en hablar de la posibilidad de que el viejo atesorara grandes cantidades de oro? En algún momento de su vida debió de tener un negocio o una tienda, y en otro momento de su vida debió de haber tenido acceso al oro… si tenemos que creer a Mary.

– ¡No, no…! -terció Angus-. ¡Si tenemos que creer al padre Dominus!

– Es cierto, perdón…

– Desde luego, es divertido especular sobre la vida pasada de ese viejo -dijo Charlie, ejerciendo de conciliador-. ¿Y si tuvo antaño una botica, e incluso mujer e hijos? Y si fue así, ¿qué les ocurrió a los demás miembros de su familia? ¿Murieron por alguna enfermedad y él se volvió loco? -Dejó escapar una risilla entrecortada-. Sería una buena novela de esas que se publican en tres volúmenes.

– Tal vez aún sigan vivos, y se estén preguntando qué le pudo ocurrir a su querido papá… -dijo Angus con una mueca burlona.

Charlie arrancó el último arbusto falso de la colina.

– Voy a bajar a echar un vistazo -dijo después de asomarse al agujero-. Éste es bastante más ancho, podré pasar.

– No vas a bajar sin cuerdas ni luz -dijo Fitz.

– ¡Por supuesto que no! -exclamó Angus.

Pero Charlie ya estaba bajando a grandes zancadas la colina para buscar los materiales necesarios.

– ¡Fitz, detenlo!

Los hermosos ojos oscuros de Darcy lo miraron con un brillo de ironía.

– ¿Sabes, Angus? Tendrás que tener algunos hijos. Estoy seguro de que Mary estará de acuerdo, así que no dejes que se te pase el arroz. Lady Catherine de Bourgh tuvo a Anne con cuarenta y cinco. De acuerdo, Anne no sugiere precisamente que se deban tener hijos tardíos [38]. Pero su existencia demuestra que… bueno… hum… que es posible. Mary apenas tiene treinta y nueve años.

Con el rostro enrojecido, Angus farfulló una respuesta tan incoherente que Fitz comenzó a reírse.

– Lo que te estoy diciendo, amigo mío, es que a veces es necesario soltar cabos, sin importar cuánto te duela o aunque creas que es un error. Permitiré que Charlie explore la cueva, aunque sé de sus peligros, y lo único que puedo hacer es quedarme aquí rezando a todos los dioses que conozco.

– Entonces, yo también rezaré.

Charlie regresó conJúpiter, cargado con cuerdas, antorchas y alforjas.

– ¡Papá, este precioso animal se atreve con todo…! ¡Ojalá yo pesara más! ¡Entonces te quedarías sin él! ¡Qué carácter tan bueno tiene…!

– No te lo daré nunca, Charlie. Es el último lazo que me une a Ned.

Fitz ató un extremo de una cuerda muy larga alrededor de su cintura, y Angus también sujetó el cabo a tres pies por delante de él; los dos hombres sintieron la tensión cuando Charlie descendió a las profundidades con una antorcha y una caja de yesca. A los treinta pies, la cuerda se aflojó repentinamente; Charlie estaba sobre suelo firme, en la cueva, y perfectamente bien, al parecer.

– ¡No es muy profunda! -pudo oírse, levemente pero con claridad-. Es la gruta perfecta, bastante pequeña. Creo que pudo ser la alcoba del padre Dominus: tiene una mesa, una silla, un escritorio, otra mesa y una cama. Es como la celda de un monje, ni siquiera tiene una esterilla en el suelo. Hay dos aberturas, casi una frente a la otra. Aquí abajo no se ve hacia dónde pueden dirigirse, pero miraré en el túnel abierto primero.

– Charlie, ¡ten cuidado! -se atrevió a decir Fitz por fin.

Los dos hombres esperaron lo que les pareció una eternidad.

– Es sólo una galería que baja a la parte inferior de la colina -dijo Charlie finalmente-. La otra boca está tapada por una cortina de terciopelo negro, de arriba abajo… La tela arrastra por el suelo, como si se pretendiera que no entrara ni una gota de luz. Voy a entrar.

– Las angustias de la paternidad -dijo Fitz entre dientes-. Toma nota, Angus. Nadie puede escapar a esto.

Esperaron entonces, sin hablar, con los oídos pendientes de la voz de Charlie, temiendo un temblor o un derrumbe.

– ¡Eh, papá, es asombroso…! Éste debía de ser el templo del Padre Dominus a su dios… creo. Está inconcebiblemente oscuro. ¡Subidme!

El Charlie que salió por el agujero venía polvoriento y lleno de telarañas, y sin la antorcha y la caja de yesca, que se quedaron abajo. Venía sonriendo de oreja a oreja.

– Papá, Angus… ¡he encontrado el oro de la tía Mary! La cueva del templo es muy pequeña, y totalmente redonda… ha sido una suerte ser estudiante de lenguas clásicas, porque inmediatamente imaginé que ese viejo interpretaría la cueva en sentido místico. La cueva es redonda, como si se tratara del centro del mundo, o como un templo romano dedicado a uno de sus dioses protectores, con su altar en el centro exacto, y redondo también. Está cubierto con una tela de terciopelo negro y se levanta sobre innumerables y pequeños lingotes de oro. Una ofrenda a su dios cosmogénico, supongo.

Buscó en el interior de su camisa y sacó un pequeño lingote, el cual brilló con ese mágico fulgor que sólo el oro puro puede reflejar: fuego sin llama, ardiente sin calor, luminoso sin luz.

– ¿Lo ves? Pesará unas diez libras justas -dijo, emocionado con su hallazgo-. ¡Y yo no veo marca ninguna del Gobierno! Ni otra marca de ningún tipo, a decir verdad.

Se sentaron, tanto para recobrarse por la tensión de la espera de Charlie como por la conmoción de saber que el padre Dominus le había dicho a Mary la verdad.

– ¿Cuántos de estos lingotes hay ahí…? -preguntó Angus.

– Es imposible saberlo sin desmantelar el altar… no sé si está hueco o está relleno de lingotes. Levantó el altar colocando los lingotes en ángulo, así que me atrevo a pensar que está lleno, y que sólo está vacío en los lugares en los que el orden del apilamiento dejó determinados espacios -dijo Charlie, con los ojos brillantes-. Todo el altar mide alrededor de tres pies de diámetro y tres pies de altura. ¡Menuda ofrenda!

– Mejor que ofrendara oro… en vez de uno de sus muchachos -dijo Angus con una mueca de desagrado.

– Tenemos que pensar esto detenidamente… -dijo Fitz, dibujando un círculo en un espacio de tierra con un palo-. Lo primero, antes de nada, no podemos hacer público este descubrimiento, ni ahora ni en el futuro. Yo preguntaré en el Gobierno, del cual seré miembro hasta que el Parlamento reanude las sesiones. -Frunció el ceño-. Esto significa que tendremos que llevar el oro a Pemberley nosotros solos. Lo que nos interesa saber es si la comarca de The Peak ha sido perforada durante siglos en busca de plomo. Si podemos sacar el oro de la cámara del templo y trasladarlo convenientemente envuelto, podemos decir que es un cargamento de plomo que el padre Dominus acumuló para sus fallidos experimentos, pues pensaba hacer alquimia y convertirlo en oro. El plomo es suficientemente valioso en sí mismo para que cualquiera piense que es razonable por nuestra parte recogerlo para favorecer a los Niños de Jesús. Simplemente diremos que estaba ya compactado en bloques para trabajarlo y que hemos preferido sacarlo nosotros mismos por temor a otros posibles hundimientos.

– Como buenos ciudadanos responsables -dijo Angus con una sonrisa.

– Desde luego. Ordenaré que los carpinteros de Pemberley construyan dos trineos [39]; dos deberían ser suficientes, dadas las dimensiones del altar. Es una pena que los burros murieran. Habrían sido una forma ideal de trasladar el oro. -Fitz se volvió hacia su hijo-. Me temo que tendrás que bajar otra vez, Charlie. ¿Crees que hay abertura suficiente para que pase yo?

– Creo que sí, pero Angus no, seguro.

– ¡Angus segurísimo que no! Alguien tiene que quedarse aquí arriba para subirnos.Júpiter puede hacer el trabajo duro, pero necesita que alguien lo guíe. Tú y yo vamos a bajar para ver cuántos lingotes hay. De la cifra dependerá cómo organicemos el transporte.

Fue una tarea agotadora para dos hombres poco acostumbrados al trabajo físico, pero estar juntos resultó estimulante; podían animarse el uno al otro, espolearse cuando uno de los dos flaqueaba, bromeando a propósito de las manos que ya no podían más o de los ojos cegados por el sudor.

– Ciento veintitrés lingotes… -dijo Fitz, ya en el exterior, derrumbándose en el suelo, mirando al cielo del atardecer, donde Venus brillaba como el lucero de la noche, frío, puro, indiferente-. ¡Dios santo, estoy reventado…! Éste no es trabajo para un hombre de cincuenta años acostumbrado sólo a labores sedentarias… Estaré machacado durante varias semanas.

– Y yo durante varios meses… -dijo Charlie con un quejido.

– Hemos encontrado un par de balanzas en la celda del viejo y las hemos utilizado para descubrir que cada lingote pesa exactamente diez libras inglesas. No sé por qué razón el padre Dominus no utilizó los pesos habituales para materiales preciosos, de sólo doce onzas por libra. A doscientas libras, o a doscientas cuarentaavoirdupois, tenemos unas cuatro toneladas y media de oro ahí abajo [40].

Charlie se levantó de un salto.

– ¡Cielos, papá! ¡Eso significa que hemos movido dos toneladas cada uno!

– Sólo unos pies, y no hemos movido la hilera inferior… -dijo Fitz con humildad. Miró a Angus-. Si nos hubiéramos visto obligados a trabajar a la luz de una antorcha, habría sido horroroso; pero encontramos dos lámparas extraordinarias en la celda del padre Dominus, y también un barril de una especie de aceite que sirve para que prenda y se ilumine. Mary tiene razón cuando dice que ese viejo tenía la cabeza de un genio. No he visto nada igual en parte alguna. Angus, tal vez tu empresa podría patentarlo y fabricar esas lámparas… Cogeremos una después de hacer el trabajo.

– Creo que la patente debería corresponderles a los Niños de Jesús -dijo Angus.

– No, para ellos será todo el oro, excepto una recompensa justa para Mary. ¡Hazlo, Angus! O de lo contrario romperé esas lámparas y nadie podrá beneficiarse.

– Entonces, ¿por qué no las patenta Charles Bingley?

– Es algo que depende de mí -dijo Fitz con aire de liberalidad regia-, y te lo doy a ti.

«¡Jamás le haré cambiar de opinión!», pensó Angus. «Ni yo ni nadie».

– Muy bien, de acuerdo, gracias -dijo el escocés finalmente.

– Cuatro trineos -intervino Charlie entonces-. Necesitaremos algunos burros, no para tirar de ellos, sino para frenarlos.

– ¿Cómo es que sabes tú de trineos, Fitz? -preguntó Angus.

– Se utilizan también en Bristol, donde los muelles están huecos por los almacenes que hay debajo. Las cargas se distribuyen mejor sobre trineos con deslizadores o patines que sólo en cuatro puntos, que son los que tocan el suelo con las ruedas de un carro. Los patines también nos ayudarán a bajar la carga por la pendiente de la colina, donde los agujeros y los hundimientos sean más grandes.

– Entiendo que no debemos decir nada a las señoras… -señaló Angus.

– Nada en absoluto, ni un atisbo de una pista indescifrable.

– Pero necesitaremos ayuda para cargar los paquetes en los trineos… -advirtió Charlie con inquietud.

– Sí, pero sólo serán hombres de Pemberley, y únicamente los más fiables. Necesitaremos un cabrestante para subir los paquetes desde la cámara, y una cesta lo suficientemente pequeña como para que pase por el conducto de ventilación sin atascarse. La cesta tendrá que estar perfectamente equilibrada, y equipada con pequeñas ruedas. Eso nos permitirá envolver los lingotes en su interior y trasladarla a través de la celda de Dominus. Charlie, asegúrate de coger guantes en casa. Cada paquete tiene que estar bien atado, además de bien envuelto.

– ¡Qué cabeza tienes, papá…! -dijo Charlie-. Todos los detalles…

La extraña sonrisa de Fitz se iluminó.

– ¿Por qué crees que fue tan fácil para un oscuro miembro del Parlamento, procedente de Derbyshire, aspirar a ser primer ministro? Pocos hombres se detienen a pensar en las cosas pequeñas y en los detalles, y ése es un defecto.

– ¿Cuándo comenzaremos esta tarea hercúlea? -preguntó Angus, bastante avergonzado de que su constitución muscular le impidiera participar en ella.

– Hoy es miércoles… El próximo lunes, si están listos ya los trineos y hemos conseguido los burros para entonces. Espero que en cinco días lo tengamos resuelto.

Cuando descendieron la colina, Charlie dejó que Angus se adelantara conJúpiter y deliberadamente se quedó atrás para hablar en privado con su padre.

– Papá, éste es el botín del abuelo, ¿verdad? -preguntó.

– Supongo.

– ¿Cómo llegó a manos del padre Dominus entonces?

– Imagino que ésa es una cuestión a la que Mary podría responder, al menos parcialmente, pero prefiere no hacerlo. La declaración de Miriam Matcham a las autoridades de Sheffield sólo se refiere a un padre Dominus que le proporcionaba venenos y abortivos… Ese hombre habría sido ideal como abadesa. Como su madre heredó el burdel de Harold Darcy, parece probable que el padre Dominus originalmente estuviera relacionado con él. Quizá fuera un cómplice. Desde luego, a lo largo de los años, Harold debió de haber acumulado enormes cantidades de oro, joyas y dinero, pero nada de aquello salió a la luz… excepto las piedras preciosas: tenía un pequeño cofre lleno de piedras preciosas sueltas, pero ya facetadas… rubíes, esmeraldas, diamantes y zafiros. No se encontraron perlas ni piedras semipreciosas. Dadas las habilidades de Dominus, puede ser que le ordenaran fundir el oro. De todos modos, es una conjetura.

– Una buena conjetura, papá. Me pregunto por qué la tía Mary guarda ese secreto…

– Si se lo preguntas, puede que te lo diga, pero en mí no confiará nunca. Tal y como ella lo ve, la traté con desprecio… y es verdad que lo hice.

– En los viejos tiempos me lo habría dicho, pero no creo que ahora me diga nada. Estoy demasiado cerca de ti -dijo Charlie con tristeza-. Existe una especie de barrera invisible entre los hombres y las mujeres, ¿no?

– Sí, ya lo creo… -Incómodo ante el giro que había tomado la conversación, Fitz continuó por otro lado-. Lo que sabemos es que el viejo nunca intentó cambiar el oro por dinero, puesto que, de haberlo hecho, habría revelado su paradero a Harold Darcy.

– ¡Qué disgusto tuvo que llevarse el abuelo!

– De eso podemos estar bien seguros. Aproximadamente cuando yo cumplí los veinte años, se produjo un cambio muy marcado en el carácter de mi padre. Se tornó más violento, mucho más airado, cruel con mamá y con los criados. ¡Imperdonable!

– Papá… tu infancia fue horrorosa -dejó escapar Charlie-. ¡Lo siento…!

– Eso no es excusa para haber sido tan duro contigo, hijo mío. Tengo mucho más por lo que pedir perdón que tú.

– No, papá. Digamos que tenemos la culpa en la misma medida, y empecemos de nuevo.

– Ése es un buen trato, Charlie -dijo Fitz con voz ahogada-. Ahora sólo me resta mejorar la relación que tengo con tu madre.

Se sacó a la luz todo el oro en el curso de cinco días y con una notable ausencia de revuelo. A los viejos y fieles criados de Pemberley nunca se les pasó por la cabeza cuestionar la historia que les había contado su señor respecto a cuatro toneladas o cuatro toneladas y media de plomo, ni al más ingenuo de ellos se le habría pasado por la imaginación que Fitzwilliam Darcy y su único hijo fueran capaces de entregarse de aquel modo al duro trabajo que hubo que llevar a cabo para subir, envolver y atar cien libras de plomo una y otra vez. Ni un destello de oro traspasó una rasgadura del ligero lienzo, y ningún paquete se deshizo o se desmoronó mientras se manipulaba. Tras varias bajadas aterradoras por la pendiente de la colina, el contenido de los trineos se cargó en carretas con dirección a Pemberley, y allí se trasladaron a la gran «casa segura»: un edificio de piedra que Fitz utilizaba para almacenar objetos de valor. A su debido tiempo varias carretas conducirían los paquetes a Londres y a un destino curioso… ¡la Torre de Londres!

Las grutas que se podían visitar se habían reabierto para una precisa inspección; una vez que los turistas pudieron maravillarse de nuevo con las entrañas de las grutas de The Peak, vagaban por su interior para ver el Camino de los Cordeleros y las antiguas casas que, de tanto en tanto, habían protegido a las gentes de Castleton de temporales inusualmente implacables o, en tiempos sin ley, de bandas de merodeadores [41].

Para regocijo de Elizabeth, Fitz había ordenado que, en adelante las niñas comieran con la familia y, además, incluso estaba dispuesto a pasar algún tiempo con ellas. La tendencia de Cathy a gastar bromas pesadas menguó notablemente, Susie aprendió a mantener una conversación y concluirla sin adquirir el color de la remolacha y Anne mostró un notable interés en todos los asuntos políticos y europeos. Georgie se esforzó todo lo que pudo e intentó comportarse como una dama, e incluso consintió que le pintaran las uñas con aloe amargo -sabía asqueroso- mientras realizaba un esfuerzo heroico para no ir y lavarse inmediatamente aquel horrible remedio.

– ¿Qué ocurrió entre Susie, Anne y el tutor de Charlie? -preguntó Fitz a su esposa, con un gesto sombrío ciertamente alarmante.

– Absolutamente nada, excepto que las niñas se imaginaron que estaban enamoradas de él. Creo que eso demuestra su buen gusto -dijo Elizabeth tranquilamente-. No les he dado esperanzas ni las he animado a ello, te lo aseguro.

– ¿Y Georgie?

– Parece en realidad bastante más interesada en la temporada londinense, ahora que Kitty le ha hablado de brillantes escenas con las que se ha entusiasmado. Es una niña tan bonita que hará un maravilloso papel… si abandona esas manías que tiene como su tía Mary. Pero Kitty me asegura que las abandonará. Prueba de ello es su lucha por acabar con la horrible costumbre de morderse las uñas.

– Ha sido un verano horroroso… -dijo Fitz.

– Sí. Pero ya lo hemos pasado, Fitz, y eso es lo principal. Ojalá hubiera sabido que tú y Ned erais hermanos.

– Te lo habría dicho, Elizabeth, si hubiera podido…

– Siempre me recordaba a un enorme perro negro protegiéndote desde cualquier esquina.

– Eso fue lo que hizo, desde luego. Y muchas otras cosas también. Lo quería. -Darcy miró a Elizabeth directamente, con los ojos oscuros clavados en los de su esposa-. Pero no tanto como te quiero a ti.

– No, no tanto. Sólo… de un modo diferente. Pero… ¿por qué dejaste de decirme que me querías después de que naciera Cathy? Me apartaste de tu vida. No fue culpa mía que no pudiera darte más hijos varones que Charlie, o que él no te gustara en absoluto. Y ahora… ¿sigue sin gustarte? No, ¿verdad?

– Ningún hombre podría tener un hijo mejor que Charlie. Es una fusión perfecta de ti y de mí. Y es verdad que te aparté de mi vida, pero sólo porque tú me apartaste de la tuya.

– Sí, lo hice. Pero… ¿por qué me cerraste la puerta?

– ¡Oh, estaba harto de tus interminables bromas a mi costa! Tus ocurrencias y tus observaciones ingeniosas, esos chistes pícaros contra mí… ¡no podías tolerarlos en Caroline Bingley cuando te denigraba a ti, pero tú me denigrabas a mí! Parecía que cada vez que abría la boca, ahí estabas tú para mofarte de mi pomposidad o de mi altivez… cosas que, por otro lado, son innatas, para bien o para mal. Pero eso no es nada comparado con tu verdadera falta de entusiasmo en la vida marital. ¡Me sentía como si hiciera el amor con una estatua de mármol! Nunca me devolvías los besos y las caricias… ¡Podía sentir cómo te convertías en una piedra cuando te metías en la cama! Me dabas la impresión de que odiabas que te tocara. Me habría encantado seguir intentando tener otro varón, pero después de Cathy no pude soportarlo más.

Ella fue consciente de un estremecimiento tan leve como el ronroneo de un gato, y tragó saliva dolorosamente, sin mirar a su marido, sino al exterior, por la ventana del salón, aunque ya hacía mucho que era de noche y no podía ver nada excepto los reflejos danzantes de las velas. Oh, siempre había estado completamente segura de que podría limar el carácter de Fitz, hacerle ver lo ridículo que podía llegar a ser, con su gélida conducta y su envaramiento. Después de mucho tiempo, aquel último año había dejado de burlarse por fin de la altivez de su marido, y sólo había dejado de hacerlo porque estaba enfadada y disgustada. Pero ahora por fin entendió todo lo que había que saber sobre los leopardos y su piel moteada. ¡Fitz nunca sería capaz de reírse de sí mismo! Estaba demasiado obsesionado con la dignidad de los Darcy. Charlie pudo tal vez tener suerte al romper el hielo de Fitz, pero ella jamás podría. El sentido del humor de Elizabeth era demasiado afilado y nunca podría evitar dar rienda suelta a su sentido del humor. Y respecto a la otra acusación… ¿qué podía decir para defenderse?

– No tengo nada que decir. Me rindo -dijo.

– ¡Elizabeth! ¡Eso no basta! ¡A menos que digas algo, nunca podremos salvar este distanciamiento entre nosotros! Una vez, hace mucho tiempo, cuando Jane estuvo tan enferma tras el parto de Robert, dijo en sus delirios que sólo te animaste a aceptarme tras ver las maravillas de Pemberley.

– Oh, eso… ¡una observación sin importancia! -exclamó, presionando con las manos las mejillas, que le ardían-. ¡Ni siquiera Jane sabe cuándo estoy bromeando…! No quise decirlo en el sentido que parece… y no tenía ni idea de que Jane se lo hubiera tomado en serio. -Se arrodilló ante él y lo miró con ojos dulces y brillantes-. Fitz, me enamoré de ti, ¡pero no fue por Pemberley! ¡Me enamoré de ti por tu generosidad, por tu amabilidad, por tu…tu paciencia!

Mirándola desde arriba, Fitz supo que había vuelto a salir derrotado ante el adorable fulgor de aquellos ojos, y de aquellos maravillosos y dulces labios.

– Ojalá pudiera creerte, Elizabeth, pero las estatuas no mienten.

– Sí mienten. -Tal vez si no tenía que mirarlo pudiera decírselo, y eso resultaba bastante más fácil estando de pie-. Intentaré explicártelo, Fitz, pero no me obligues a mirarte a los ojos hasta que haya acabado, ¡por favor!

Darcy puso una mano sobre su pelo.

– Lo prometo. Dime.

– Me daba muchísimo asco hacer el amor… ¡y todavía me da asco! Me parecía cruel, animal, cualquier cosa menos ¡hacer el amor! Todo aquello me dejaba físicamente dolorida y espiritualmente humillada. El Fitz que yo amo no es aquel hombre. ¡No puede ser aquel hombre! ¡La humillación, la degradación…! No podía soportarlo, y por esa razón me volví una estatua. En realidad… incluso llegué a rogar a Dios que no vinieras a verme, y gracias a Dios dejaste de hacerlo. Pero, de algún modo, eso no solucionó nada.

Fitz miró el fuego de la chimenea a través de los espejos de sus lágrimas. ¡La última cosa que se podría haber imaginado! Lo que para él era una prueba de la fuerza de su pasión era para ella una violación. Habían llegado al matrimonio tan virginales que la parte carnal era un absoluto misterio. «Sin embargo, viniendo de aquella familia, no consideré que pudiera ser tan inocente. Su madre debió de ser una Lydia en su juventud, y de todas sus hermanas se podría pensar cualquier cosa, pero no se puede decir que ignoraran el lado físico del amor…».

– Supongo… -dijo, al tiempo que apartaba las lágrimas con un parpadeo-, supongo que nosotros, los hombres, asumimos que nuestras esposas se recobrarán de la conmoción de la primera vez, y que aprenderán a gozar de lo que Dios pretendió que fuera realmente gozoso. Pero quizá algunas mujeres son demasiado inteligentes y demasiado sensibles como para recobrarse. Mujeres como tú. Lo siento mucho. Pero… ¿por qué nunca me lo dijiste, Elizabeth?

– No creía que los hombres pudieran entenderlo.

– Yo no soy como el resto de los hombres.

– Tú eres muchos hombres, Fitz, con muchos secretos.

– Sí, claro que tengo secretos. Algunos te los contaré, pero no todos. Pero puedes estar tranquila, porque te aseguro que aquellos que no te cuento no tienen ninguna relación contigo en ningún sentido. Esos se los contaré a Charlie, que es mi heredero y sangre de mi sangre. -Comenzó a acariciar el pelo de su esposa rítmicamente, casi como si no supiera lo que hacía-. Aquel hombre, como dijiste, ¡es parte de mí! No puedes separarlo del todo. Fui un bruto sin sentimientos, ahora lo comprendo, pero fue ignorancia, Elizabeth, no premeditación. Te quiero más que a Ned, más que a mi hijo o a mis hijas. Y ahora que me voy a quedar en los bancos de atrás del Parlamento, ya no tendrás rival en Westminster.

– ¡Oh, Fitz! -Levantó la mirada y lo atrajo para besarlo, lenta y lánguidamente-. ¡Te quiero tanto…!

– Lo cual nos remite a un problema básico… -dijo, apartando la silla para poderla abrazar-. ¿Hay alguna posibilidad de insuflar vida a la estatua? ¿Puedo ser Pigmalión para tu Galatea?

– Debemos intentarlo -dijo Lizzie.

– Tal vez haya sido bueno que este estado de cosas haya durado tanto. Soy un hombre de cincuenta años y tengo más control sobre mis urgencias primarias que un hombre de treinta. Creo que puedo insuflarte vida… -Y la besó de nuevo, como había hecho durante los felices días de su noviazgo-. Lo que tú necesitas es algo que yo no soy muy proclive a regalar… ternura.

– Tengo depositadas muchas esperanzas en ese hombre y en ti, Fitz. Todos hemos cambiado mucho durante el último año, desde Mary a Charlie.

– Entonces, ¿podré venir a tu cama?

– Sí, por favor. -Elizabeth dejó escapar un profundo suspiro y apoyó la cabeza en su hombro-. Tengo mucha confianza en que podré ser feliz, pero temo mucho por la felicidad de Mary. Si se casa con Angus, la vida de casada será traumática para ella. -Una risilla burlona se dibujó en sus labios-. De todos modos, ella no es tan ignorante como lo era yo. ¿Sabes, Fitz, que cuando nos reunimos en Shelby Manor para el funeral de mamá, se atrevió a decirme que ojalá Charles Bingley se lo tapara con un corcho, por el bien de Jane? ¡Me quedé petrificada! ¡Siempre tan pragmática!

– Acabará agotando al pobre Angus.

– Mucho me temo que tienes razón en eso. Sí, Mary ha cambiado en muchos aspectos, pero sigue siendo la mujer terca, tozuda y pertinaz de siempre.

– Agradezcamos a Dios una cosa… Que Charlie le dijo que desafinaba. ¡Piensa en la cantidad de canciones que nos hemos ahorrado!

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