Capítulo 10

Demasiado bien sabía Lydia que estaba prisionera, y lo supo no mucho después de que Ned Skinner la hubiera dejado en Hemmings en las garras de la señorita Mirabelle Maplethorpe. Más vivida que cualquiera de sus hermanas, Lydia rápidamente reconoció los orígenes de aquella mujer: siempre había vivido en una mancebía. Pero nunca había sido una de las prostitutas que hacían el servicio. La señorita Maplethorpe ejercía de gobernanta de las putas y se aseguraba de que atendieran a los señores clientes tal y como éstos deseaban. ¿En qué estaba pensando Fitz para requerir los servicios de una mujer como aquélla? A su madre la habían encerrado, pero le habían dejado a Mary para que la cuidara; ¡a ella le habían endilgadounamadame! Eso tal vez significara que Fitz la consideraba más repugnante que peligrosa y no temía que pudiera desbaratar sus planes. Los barrotes en las ventanas indicaban temor, pero la presencia de la señorita Maplethorpe indicaba un absoluto desprecio.

No era que la señorita Maplethorpe fuera maleducada: en absoluto. Lo único que se le negaba a Lydia era la libertad. Disponía de un suministro ilimitado de vino, oporto y coñac -le bastaba con pedirlo-: parecía que Fitz verdaderamente esperaba que se hundiera en un permanente estado de embriaguez. Sin embargo, la verdad era que Lydia pertenecía a esa particular clase de borrachos que pueden, si lo desean, dejar de beber por completo. Y definitivamente había llegado el momento de dejar de beber; ¡tenía que averiguar qué demonios estaba pasando!

En todo caso, decidió que mantendría su sobriedad en secreto. Al principio vaciaba las botellas por las ventanas de su habitación, pero el líquido manchaba los ladrillos en la parte exterior de la pared. Entonces descubrió que si colocaba el cuello de la botella entre los barrotes de un ventanal que llegaba hasta el suelo, el contenido caía en la tierra de un parterre y lo absorbía sin dejar rastro Pasaba mucho tiempo sola, así que podía hacerlo sin dificultad, y simulaba que todo ese tiempo lo pasaba bebiendo. Al parecer,nadie quiere la compañía de una borracha.

Llevaba en aquella casa una semana cuando Ned Skinner fue a hacerle una visita… ¡Ahora! ¡Ahora era el momento! Salpicándose con un poco de brandy el vestido, Lydia comenzó a balancearse en una silla y esperó. Ned entró con paso seguro en la sala, con su carcelera, y se inclinó para verle a Lydia la cara, olió un poco el vestido y se incorporó.

– Apesta -dijo.

– Siempre está así. Vamos, podremos hablar en la otra sala.

En cuanto Lydia estuvo segura de que se habían acomodado en el cuarto de al lado, corrió de puntillas hasta la puerta que comunicaba ambas habitaciones, la abrió mínimamente y escuchó. Ambos estaban de espaldas a ella, así que podía escuchar y ver con total seguridad.

– ¿Cómo te las arreglas? -preguntó Ned.

– Oh, no da ningún problema. Empieza a beber a la hora del desayuno y sigue bebiendo hasta que se derrumba, pero le gusta mucho estar en la cama también. Mis hombres están bastante ocupados entreteniéndola. Muy inteligente por tu parte, Ned, recomendarme que me trajera ayudantes varones.

– El señor Darcy dice que su ingestión de alcohol tiene que moderarse un poco.

– ¡Por el amor de Dios!, ¿por qué?

– Sus hermanas van a venir a visitarla dentro de diez días.

– Comprendo. Pero moderar su ingestión de alcohol provocara unos escándalos sonados: ¿no sería mejor dejar que bebiera todo lo que quiera? Que las hermanas la vean tal y como es.

– El señor Darcy no desea eso.

– Y el señor Darcy es tu ídolo.

– Exactamente.

– ¿Has encontrado algún rastro de la otra hermana… Mary?

– Nada en absoluto. Es como si se hubiera esfumado de la faz de la tierra.

– Puedo asegurarte que no se ha metido en ningún burdel, a menos que esté al sur de Canterbury o al norte de Tweed, y eso es altamente improbable, dada su edad. Puede que sea hermosa, pero treinta y ocho veranos consiguen que el cuerpo de una mujer se ajamone o se amojame, todo depende. Por lo que dices, esa mujer está más bien amojamada.

– Sí, como la mojama. Con el pecho como una tabla también.

– Entonces no habrá podido entrar en ningún burdel -dijo la señorita Maplethorpe.

– ¿Durante cuánto tiempo te puedes ocupar de ésta, Mirry?

– Otros dos meses. Luego tengo que volver volando a Sheffield. Aggie es estricta, pero no le gusta utilizar la fusta.

– ¿Y podrías enviarme a Aggie para sustituirte?

– ¡Ned! ¡Esa chica es demasiado simplona! La señora Darcy y la señora Bingley se lo sacarían todo. No, te recomiendo que busques en un manicomio.

– ¿Es que esas mujeres del manicomio son menos simplonas? Le preguntaré al señor Darcy para que nos aconseje.

– Excelente. Seguro que encuentras a alguien. Tienes tiempo.

– Ahora tengo que irme, Mirry.

– Dile a tu idolatrado señor Darcy que la señora W. se encuentra perfectamente. En realidad… debe de tener la constitución de un buey para haber aguantado todo ese veneno. Porque, tomándolo en las cantidades que lo toma, el alcohol es puro veneno. He apostado a que pierde la cabeza antes de que pierda la vida. ¿Te gustaría que mezclara su oporto con la poción de sabor a oporto del padre Dominus?

– ¿De quién?

– Un viejo boticario que anda vestido como un fraile. Es el que me proporciona un abortivo estupendo, y el Viejo Amo al parecer tenía algunos de sus venenos a mano. También los estudios pueden llevar a uno a la locura, o inducirlo a la parálisis. Me sorprende que no lo conozcas. Era uña y carne con el Viejo Amo.

– Yo era demasiado pequeño, Mirry, y cuando el Viejo Amo estaba presente, yo me escondía. Debo decir… que no aparentas la edad que tienes, querida.

– ¡Gracias al padre Dominus!

– El señor Darcy no lo aprobaría, así que nada de pociones Mirry.

– ¡Creo que veneras a ese hombre como los locos veneran a Dios!

– Vamos, no blasfemes -dijo levantándose-. Y respecto a los barrotes de hierro…

Aunque le habría encantado escuchar el resto, Lydia cerró suavemente la puerta, corrió hacia su silla y volvió a balancearse como si estuviera borracha, con gran realismo. No mucho después pudo oír el sonido de unos cascos en el camino de gravilla, y se levantó indignada.

¡Oh, malditos villanos! Aunque le había parecido que Fitzwilliam Darcy aún conservaba algunos escrúpulos, era de todo punto despiadado y cruel. Bueno, siempre lo había sabido. «¡Enviar a George al extranjero, a luchar en una guerra tras otra…! ¡Oh, George, mi George…! ¿Cómo voy a vivir sin ti? ¡Sobria!», pensó con rabia. «Así es como viviré:sobria».

«No soy una mala actriz», pensó Lydia diez días después. «¡Se las haré pasar muy pero que muy mal!». Especialmente a esa bruja de Mirry Mu. Lágrimas, lamentos, gritos y alaridos… «Necesité mucho valor para continuar con mi representación cuando ese palurdo de Rob me amenazaba con estrangularme si no me callaba. Bueno, pues no me callé, y Mirry Mu se vio obligada a expulsarlo de la casa por temor a que verdaderamente me estrangulara. Le dije de todo en mi lenguaje particular… ¡Qué raro!, ¡cómo le disgusta a la gente mi vocabulario! En mi opinión, los arañazos y los mordiscos son mucho peores, y también fue bien servido…».

Lo cierto es que cuando el espléndido cortejo de Pemberley se acercó a la puerta de Hemmings, un poco después de la hora de comer, Lydia estaba casi fuera de sí del nerviosismo. ¡Ahora sus carceleros recibirían su bien merecida recompensa!

Como una perfecta dama de compañía, la señorita Maplethorpe se quedó sólo lo suficiente para asegurarse de que las visitas se encontraban cómodas, y luego las dejó solas con Lydia. En el momento en que se cerraba puerta tras ella, Lydia se levantó y abandonó por completo su representación de la borrachera.

– ¡Oh, así está mucho mejor! -exclamó.

Jane y Elizabeth se asombraron de ver el cambio que se había producido de repente en su hermana pequeña… ¡parecía que estaba tan bien! Todo vestigio de hinchazón se había esfumado de su rostro y de su cuerpo, y estaba limpia de la cabeza a los pies, y ataviada con un vestido muy moderno de linón azul hielo. Llevaba el pelo, tan rubio, recogido en un moño, en la coronilla, con unos rizos como zarcillos que enmarcaban su rostro, y lo que quiera que fuera lo que había utilizado para oscurecer las cejas era de todo punto irreprochable. Lydia parecía lo que no había parecido durante muchos años: una dama.

Jane miró a Elizabeth y Elizabeth miró a Jane; la mejoría era muy notable, por no mencionar cuán agradable resultaba.

– ¿Mejor? -preguntó Jane.

– Estoy sobria -les aseguró Lydia-. Tenía que estar sobria para contaros lo que está pasando…

– ¿Pasando…? -preguntó Elizabeth, frunciendo el ceño.

– ¡Sí, sí…! ¡Pasando! El elegante y despiadado de tu marido me tiene aquí secuestrada, Lizzie… Soy una prisionera en este espantoso lugar.

– ¿Cómo que eres una prisionera? -preguntó Jane.

– Oh, vamos, por el amor de Dios, Jane, ¿es que no tienes ojos en la cara? ¿Es que esos barrotes en las ventanas no hablan por sí mismos?

– ¿Qué barrotes? -exclamó Jane, pues incluso su temperamento calmado estaba poniéndose a prueba.

Los ojos de Lydia se entrecerraron ante el resplandor de aquel maravilloso día de verano, y entonces se percató de que no podía ver la sombra de los barrotes a través de las cortinas semitransparentes de la sala. Rápidamente se levantó, volcando la silla, y corrió hacia la ventana más cercana.

– ¡Venid, aquí están…! ¡Venid y ved los barrotes vosotras mismas…!

Jane y Elizabeth se levantaron y la siguieron, con una expresión de inquietud en sus rostros. Pero ahora que se encontraba junto a la ventana, Lydia pudo comprobar que no había ningún barrote ¿Dónde estaban los barrotes?

– ¡Oh, qué astutos…! -exclamó-. ¡Pandilla de crueles intrigantes! ¡Oh, me van a hacer quedar como una mentirosa…! Jane Lizzie, os juro que hasta hoy mismo había barrotes en todas las ventanas de esta planta baja de la casa… -Con los ojos brillantes y los puños cerrados, Lydia apretó los dientes y pudo oírse un espantoso chirrido-. ¡Os lo juro sobre el cadáver de mi marido…! ¡Había barrotes!

Elizabeth levantó la hoja de la ventana y escudriñó los ladrillos por todos sus lados.

– No veo los lugares donde podrían haber estado esos barrotes, querida -dijo con amabilidad-. Vamos, siéntate…

– ¡Había barrotes, los había…! ¡Lo juro sobre la tumba de George!

– Lydia, fue tu imaginación -dijo Elizabeth-. No has sido tú misma últimamente. Si estás sobria, verás que en esta ventana nunca ha habido barrotes.

– ¡Lizzie, no he estado tan hundida en el alcohol como para empezar a ver visiones…! Había barrotes en estas ventanas. ¡En todas! -Un gemido de desesperación se filtró en sus palabras-. ¡Tenéis que creerme, tenéis que creerme…! ¡Soy vuestra hermana!

– Si realmente estás libre de los efectos del vino, querida, ¿por qué te huele a vino el aliento? -preguntó Elizabeth.

– He tomado un vaso o dos en el desayuno… -dijo Lydia con gesto malhumorado-. Necesitaba hacer acopio de todo mi valor…

– Mi querida Lydia, no hay barrotes -dijo Jane con su voz más cariñosa-. Tienes muy buen aspecto, pero todavía te queda un largo camino por delante antes de que puedas decir que te has curado de la bebida.

– ¡Os digo que estoy prisionera aquí! Mirry Mu no me deja salir si no es con ella.

– ¿Quién? -preguntó Elizabeth.

– Mirry Mu. La llamo así porque es como una vaca.

– Eres muy injusta con esa señora tan amable -dijo Elizabeth.

– ¿Señora? ¿Ella? Mirry Mu es la propietaria de un burdel en Sheffield.

– ¡Lydia! -exclamó Jane con un grito.

– ¡Que sí, que sí…! Oí como se lo decía a Ned Skinner hace diez días y desde luego no lo oculta en absoluto. Es más: él la conoce perfectamente. Estuvieron hablando de darme unas dosis de veneno o algo para paralizarme, o para volverme loca. Todo esto significa que Fitz la conoce también.

– Creo que es hora de que ofrezcas alguna prueba de semejantes afirmaciones -dijo Elizabeth con un gesto de enojo.

– Si no hay barrotes… ¡no tengo pruebas! -Lydia empezó a llorar-. ¡Oh, qué desgracia…! Si vosotras no me creéis, ¿quién me va a creer? Lizzie, tú eres una mujer sensata… ¿de verdad crees que puedo ser una amenaza para tu querido Fitz?

– Sólo por tu comportamiento destemplado, Lydia. ¿Cómo esperas que te creamos si acusas a Fitz de asesinato y lo insultas con palabras que ni la mujer más depravada utilizaría? ¡No puedo dar crédito a esas acusaciones sobre la señorita Maplethorpe… ni sobre el señor Skinner!, porque parece que te están cuidando muy bien… que te están cuidando muy bien y durante mucho tiempo. No, ciertamente, Lydia,no te creo.

Para cuando Elizabeth hubo concluido su discurso, Lydia estaba anegada en llanto y lágrimas.

– Vamos, cariño, las lágrimas no sirven de nada… -dijo Jane, abrazándola-. Vamos a utilizar la campanilla… Un té te hará mucho bien, y te sentará mucho mejor que todo el vino del mundo. Aún te dueles por lo de George, lo sabemos.

La comprensiva mirada que la señorita Maplethorpe le dedicó a Lydia cuando entró lo decía todo…

– Oh, Dios mío… ¿Qué ha ocurrido? ¿La señora Wickham ha estado intentando convencerlas a ustedes de que hay barrotes en las ventanas?

– Sí -dijo Elizabeth.

– Es parte de su estado alucinatorio, señora Darcy.

– Dice que tiene usted una casa de mala nota en Sheffield -dijo Jane.

Aquello consiguió que señorita Maplethorpe se echara a reír.

– ¿Cómo se le habrá metido eso en la cabeza? ¡Me asombra!

– Dice que escuchó a hurtadillas una conversación entre usted y el señor Edward Skinner. -Jane pronunció aquellas palabras con tal agresividad que Elizabeth se sorprendió.

– ¡Es extraordinario…! Sólo he visto al señor Skinner en una ocasión, cuando trajo a la señora Wickham a Hemmings.

– ¿Dónde vivía usted antes de venir a Hemmings? ¿Qué clase de trabajo tenía? -preguntó Jane con una extraña insistencia.

– Era administradora del manicomio de mujeres de Broadmoor; luego estuve cuidando a un familiar del marqués de Ripon -dijo la señorita Maplethorpe-. Llegué aquí con las mejores recomendaciones, señora Bingley.

– Un manicomio…¿de mujeres? Creía que esas instituciones acogían a hombres y mujeres indistintamente -dijo Jane, aparentemente muy poco impresionada por «las mejores recomendaciones».

– Y así es -dijo la señorita Maplethorpe, que parecía ahora un poco hostigada-, pero de todos modos es necesario contar con una supervisora sólo para las mujeres.

– No sabía que hubiera un manicomio en Broadmoor -señaló Jane.

– ¡Pues sí lo hay! Y también existe un marqués de Ripon -dijo la señorita Maplethorpe en tono un tanto áspero.

– Una lee en las cartas de Argus que a los locos se les maltrata horriblemente en los manicomios… -dijo Jane-. Como a los animales en las casas de fieras, e incluso peor. Los turistas pagan un penique para poder burlarse de ellos y hacerles rabiar, y los trabajadores se emplean con violencia con ellos…

– Por eso dejé mi trabajo en Broadmoor y me fui con el marqués, y cuando ese familiar suyo murió, vine aquí. -El rostro de la señorita Maplethorpe comenzaba a petrificarse-. Y eso es todo lo que tengo que decir, señora Bingley. Si tiene usted más quejas, le agradecería que se las hiciera saber a la persona que me ha dado este empleo: el señor Darcy.

– Gracias. ¿Podría traernos un poco de té? -dijo Elizabeth apresuradamente, y se llevó aparte a la señorita Maplethorpe-. Tengo una pregunta, señorita Maplethorpe… ¿La señora Wickham siempre ve visiones…?

– Es difícil asegurarlo. Espero que no.

– Pero si es así, ¿qué tipo de cuidados precisaría?

– El tipo de cuidados que recibe actualmente en Hemmings, en fin, esos barrotes tendrían que convertirse en realidad, parece que la señora es… bueno… hum… muy aficionada a disfrutar de la compañía de ciertos caballeros. Yo ya he tenido que persuadirla para que vuelva a casa en varias ocasiones. Si ése es otro síntoma, siento mucho tener que decírselo, señora Darcy.

– Le ruego que no crea que es un síntoma de postración mental -dijo Elizabeth-. Siempre ha sido así.

– Comprendo.

– Ella dice que ya no bebe tanto.

– Es verdad. Ha mejorado mucho.

– ¡Gracias!

Lanzándole a la señorita Maplethorpe una expresiva mirada, Elizabeth regresó junto a Jane y Lydia, que ya había dejado de llorar.

Aunque por naturaleza era superficial y alocada -y egocéntrica, dejando aparte su devoción por el difunto capitán George Wickham-, Lydia era lo suficientemente inteligente para comprender que la habían acorralado. La única cosa con la que no había contado era con el silencioso desmontaje de los barrotes; pero lo cierto era que no había barrotes, y Lydia pudo comprender que su propia conducta no predisponía a Jane y a Lizzie a creer su relato. También comprendió que mantenerse sobria había mejorado su aspecto -y su salud también-, hasta el punto de no parecer que era víctima de un secuestro. Bien al contrario. Y las lágrimas, se dio cuenta ahora, no le beneficiaban. Sus planes para salir de allí dependían ahora de sus propios actos; ni Lizzie ni Jane la ayudarían en nada: la habían dejado sola y únicamente ella debía ingeniárselas para salir de Hemmings. Así pues, se acabaron las lágrimas; y se acabaron las referencias a secuestros, encarcelamientos o a Ned Skinner.

Aunque no era la hora del té, la señorita Maplethorpe trajo uno excelente al cual se aplicaron con entusiasmo las tres hermanas, Lydia conversó con todo su encanto, calmando los temores que Jane y Elizabeth aún albergaban. «¡Imagínate! ¡Jane acosando a Mirry Mu! En todo caso, aquello no había durado mucho, desde luego…». Jane siempre pensaba bien de todo el mundo, aunque los individuos en cuestión estuvieran sujetos con grilletes.

Como Lydia no sabía nada de la desaparición de Mary desde su traslado, se concentró en ese asunto.

– Al principio pensé que simplemente aparecería después de darse el gusto de un ataque de ensimismamiento -dijo Jane.

– Era muy proclive a esas cosas -dijo Lydia-. Siempre tenía la cabeza metida en algún libro y se volvía loca por tener la posibilidad de acceder a bibliotecas más grandes.

– Pues ahora hace cuatro semanas que desapareció -dijo Elizabeth-, y yo, por mi parte, ya no creo que haya nada de voluntario en su desaparición. Y Fitz piensa lo mismo. Ha conseguido que dos tercios de los policías del condado estén buscándola, y el anuncio ha circulado de un extremo a otro de Inglaterra. Con una recompensa de cien libras. Mucha gente ha aportado información, pero ninguna ha conducido, ni siquiera remotamente, a Mary. -Su rostro reflejó entonces gran consternación-. Comenzamos a temer que esté muerta. Fitz está convencido de ello.

– ¡Lizzie, no! -exclamó Lydia, olvidándose de sus propios problemas.

Elizabeth suspiró.

– Yo todavía tengo esperanza -dijo.

– Y yo -replicó Lydia-. Mary podría dar lecciones de tozudez a una muía. Lo que me preocupa es que se haya dejado la búsqueda en manos de los policías… Jane, Lizzie, ¡los policías son unos estúpidos inútiles!

– Estoy de acuerdo contigo -dijo Jane-. Por esa razón, Lizzie y yo estamos presionando continuamente a Fitz. Aunque Charlie y Angus aún salen cada día…

– ¿Angus? -dijo Lydia.

– Angus Sinclair, el editor delWestminster Chronicle. Lizzie dice que está enamorado de Mary.

– Jane… ¡no! ¿De verdad?

Las damas permanecieron en la casa durante una hora más, y luego se fueron con tiempo suficiente para llegar a Bingley Hall antes del atardecer; Elizabeth iba a quedarse allí aquella noche, porque le hacía mucha ilusión ver a los chicos, si no a Prissy.

– ¿Qué piensas de Lydia? -preguntó Jane mientras la calesa avanzaba a duras penas por una parte especialmente mala del camino.

– Estoy confusa… Parece que está mucho mejor tras estas cuatro semanas en Hemmings. Y no creo que vea visiones.

– A pesar de los barrotes.

– Sí. Pero lo que más me confunde, Jane, es cómo atacaste de ese modo a la señorita Maplethorpe. ¡Es impropio de ti!

– Fue la mirada que le lanzó a Lydia apenas entramos -dijo Jane. Tú estabas sentada un poco de lado, así que tu interpretación de la mirada no puede ser igual que la mía. Lo que yo vi fue mofa y desprecio.

– ¡Qué extraño…! -exclamó Elizabeth-. Sus modales eran en todo tal y como uno podría esperarlos, Jane. Como los de una dama.

– Estoy convencida de que esto es una farsa, Lizzie. No creo que esa mujer haya visto siquiera un manicomio. -Jane prorrumpió de repente en una alegre risa-. ¡Mirry Mu! ¡No me digas que eso no es propio de la Lydia de los viejos tiempos, cuando vivíamos en Longbourn!

– Estoy segura de que Matthew Spottiswoode y su agencia de contrataciones de York tendrán algo que decir en este asunto de la señorita Maplethorpe.

– Entonces, debemos hacerle una visita, Lizzie.

Cuando Elizabeth regresó a Pemberley, hizo algo que no había hecho jamás; ordenó que acudiera a su presencia Edward Skinner, el cual, según dijo Parmenter, se encontraba en la casa.

Su conversación tuvo mal principio, de todos modos, porque Ned tardó una hora en presentarse. Elizabeth le echó en cara su tardanza, y con palabras gruesas.

– Le ruego que me perdone, señora Darcy, pero estaba ocupado en unos trabajos en las cuadras cuando me hicieron llegar su aviso y mi aspecto no era muy respetable… -lo dijo sin vestigio alguno de disculpa en su voz.

– Comprendo. ¿Qué sabe usted de la señorita Mirabelle Maplethorpe?

– ¿Quién…?

– La señora de compañía de la señora Wickham en Hemmings.

Ned levantó las cejas.

– ¡Ah, ella…! Sólo la he visto una vez en mi vida, y no creo si quiera que me dijera su nombre.

– En ese caso, ¿tan poco la conoce?

– Prácticamente nada, señora. El señor Spottiswoode la conoce mejor.

– Entonces, me dirigiré al señor Spottiswoode.

– Sí, eso sería lo mejor, señora.

– Lleva usted en Pemberley más tiempo que yo, así que supongo que está al tanto de que es un hervidero de cotilleos. ¿Hay algún rumor acerca de la señorita Maplethorpe?

– Lo único que se dice es que el señor Spottiswoode tuvo mucha suerte al dar con ella.

– Gracias, señor Skinner. Puede irse.

«Y yo no he conseguido tener ni un solo amigo aquí», pensó Elizabeth. «¿Por qué Fitz apreciará tanto a este hombre?».

Elizabeth fue en busca de Matthew Spottiswoode, un asunto fácil, puesto que nunca abandonaba su mesa a menos que fuera acompañado de un Darcy. Elizabeth tenía tanta confianza en él como desconfianza en Ned Skinner, y en ningún caso creía que hubiera cometido ninguna maldad en el asunto de contratar a una acompañante para Lydia. Sólo la peculiar reacción de Jane hacia aquella mujer la había empujado a hacer indagaciones, porque Jane era la criatura menos suspicaz del mundo. Desde luego, Elizabeth podría haber acudido a Fitz, pero su esposo era su último recurso. No podían encontrarse en aquellos días, al parecer, sin que se enzarzaran en una discusión y, dado que Lydia lo había insultado tan groseramente, con toda seguridad su marido no recibiría de buen grado las preguntas sobre su hermana mayor. Además, Lydia le estaba costando una buena cantidad de dinero.

– Matthew -dijo, entrando en la oficina del administrador Spottiswoode-, dime… ¿qué sabes de la señorita Mirabelle Maplethorpe?

Matthew Spottiswoode, un hombre a punto de cerrar la cincuentena, había pasado toda su vida al servicio de los Darcy de Pemberley. Primero, al servicio del padre de Fitz, en calidad de ayudante del administrador, y luego al servicio del propio Fitz, primero como ayudante del administrador y luego, tras un ascenso, como gerente de la dicha administración de Pemberley. Su educación tenía algunas lagunas, aunque estaba perfectamente preparado para su trabajo, y era brillante en aritmética, escribía con una caligrafía exquisita, mantenía en estado perfecto de revista los libros de cuentas y tenía esa clase de cerebro que va almacenando los acontecimientos de tal modo que puede sacarlos a colación nuevamente cuando se necesitan. Era un hombre felizmente casado que vivía en la propiedad y tenía la dicha de ver a todos sus hijos trabajando al servicio de Pemberley.

– ¿La dama que está cuidando de la señora Wickham? -preguntó entonces el señor Spottiswoode, sin que al parecer le costara en absoluto identificarla.

– La misma. El señor Skinner me ha recomendado que viniera a verte…

– Sí, yo la contraté a través de una agencia de empleo de señoritas en York; una agencia con la que suelo trabajar… La agencia de la señorita Scrimpton. -El señor Spottiswoode observó a su señora con perspicacia-. Fue un trabajo muy precipitado, pero tuve muchísima suerte, señora Darcy. La agencia acababa de aceptar a la señorita Maplethorpe en su listado de candidatas a optar a estos trabajos. Y como el señor Darcy estaba muy preocupado por que la señora Wickham hallara acomodo de inmediato en Hemmings, examiné atentamente las recomendaciones de la señorita Maplethorpe y me parecieron tan adecuadas a nuestras necesidades que no consideré necesario buscar más. De todos modos, la señorita Scrimpton no tenía otra señora en su listado ni siquiera remotamente adecuada.

– ¿Y qué me puedes decir de sus recomendaciones, Matthew?

– Bueno, tenía cartas de recomendación de personas como sir Meter Oersted, del vizconde Hansbury, de la señora Bassington-Smyth y de lord Summerton. Sus últimos trabajos habían sido, primero durante muchos años, el manicomio de Broadmoor, donde supervisaba a las internas y a sus cuidadoras. ¡Unas credenciales excepcionales! Su segundo lugar de trabajo se encontraba en el este de Yorkshire, donde había estado cuidando a un familiar del marqués de Ripon. La paciente era una dama, y acababa de morir. Las personas que le entregaron esas cartas de recomendación habían sufrido la desgracia de tener a parientes ingresados en el manicomio. -El hombre carraspeó a modo de disculpa-. Usted comprenderá, señora Darcy, que las recomendaciones de estas personas, teniendo parientes perturbados, eran particularmente interesantes en nuestro caso… No creí que fuera educado molestarles para comprobarlo, porque sus cartas eran auténticas, eso se lo aseguro yo.

– Comprendo. Gracias, Matthew.

En fin, así se sustanció todo. La señorita Maplethorpe quedó libre de toda sospecha. Jane debió de haber imaginado aquella mirada… o, más probablemente, Lydia habría sido insufriblemente desagradable con la pobre señora y no se había ganado precisamente su simpatía.

La ruidosa alegría procedente de la sala de estudios consiguió arrancarle una sonrisa a Elizabeth; abrió la puerta y encontró a Owen tomando el té con las niñas, y se preguntó si el joven habría sucumbido a los encantos de Georgie. Pero si así era, y esto lo pensó más tarde, Owen lo estaba disimulando perfectamente, tan perfectamente que podría decirse que era un taimado, y ella no creía que el joven fuera taimado. La verdadera razón que se ocultaba tras aquellas visitas, Elizabeth se dio cuenta de ello, era la lástima. ¡En fin, algo había que hacer, y no importaba lo que Fitz dijera! Puede que Owen no corriera peligro de enamorarse, pero las chicas tenían tan poca experiencia en la vida que nadie podría asegurar lo mismo respecto a ellas. Por ejemplo, era evidente que Susie se derretía cuando Owen la miraba, y Anne no iba por mucho mejor camino.

Ned Skinner abandonó la casa preocupado. ¿Qué demonios había empujado a Elizabeth Darcy a hacer indagaciones sobre Mirry? Lydia no podía haberle dicho nada y el trabajo con los barrotes había sido excelente. Los obreros habían quitado incluso todos los ladrillos con los agujeros de sujeción.

Los barrotes tendrían que permanecer quitados, una pena. La señora Darcy y la señora Bingley visitarían a Lydia a menudo, y Lydia, según le había informado Mirry en una iracunda nota enviada por correo, ¡estabafingiendo que se emborrachaba! Eso indicaba que no era tan dependiente de la botella, ¡la pequeña zorrilla enredadora…!

¿Qué se podía hacer con Lydia? Por lo que atañía a Ned, sólo importaba una cosa: que estuviera alejada para no arruinar la carrera pública de Fitz. Ella había dicho que la arruinaría, y desde luego tenía intención de hacerlo. Pero no se podía permitir que semejante cosa ocurriera, y no importaba cuán drástica pudiera ser la solución que hubiera que tomar.

Por supuesto, Fitz y Spottiswoode no estaban al corriente de la verdadera identidad de Mirry. Los hombres como Fitz -Ned lo sabía bien, y por experiencia- vivían en una esfera demasiado elevada como para comprender algunos aspectos del funcionamiento práctico del mundo. Ned sabía que su misión era proteger a Fitz de las cosas que no tenía que saber, y cuando Fitz -muy apresuradamente, en absoluto en su estilo- decidió que Lydia tuviera una dama de compañía, Ned había sabido cómo organizar la elección. Una verdadera dama de compañía nunca sería capaz de detener a una bárbara como Lydia, y eso Ned lo sabía perfectamente, y Fitz no.

La mujer que Ned tuvo en mente desde el principio fue Miriam Matcham, que regentaba un burdel en Sheffield que él había conocido desde que nació. Aunque ella le dijo que no se podría ocupar del asunto más que unos cuantos meses, se le pagó más de lo que podría ganar en el burdel durante un año. Ella lo puso en contacto con un hombre que podía elaborar todo tipo de documentos y, entre los dos, inventaron una historia para Mirry. Broadmoor era un lugar agreste y lejano… ¿por qué no iba a tener un manicomio? Y en Derbyshire, ¿quién iba a saber si existía o no existía?

Pues ahora, la señora Darcy, ¡ella precisamente!, se empeñaba en hacer preguntas. Ahí estaba, metiendo la nariz donde nadie la había llamado. ¡Como si Lydia, por sí misma, no fuera suficiente problema! Astuta como una zorra, sin escrúpulos e inmoral, sin la frialdad de una Mirry y sin la inteligencia de una Elizabeth Darcy.

Se dirigió a Hemmings para averiguar exactamente qué estaba ocurriendo; un largo camino a caballo, pero su instinto le aconsejó que no se detuviera en ninguna posada, aunque todavía no había conseguido ordenar todas las piezas de aquel maldito puzle en la cabeza. Durmió algunas horas en un prado en el queJúpiter podía pastar, y luego continuó. Y a cada milla que pasaba, su cabeza le daba vueltas y más vueltas al asunto de Lydia, y cómo resolver el terrible problema en que se había convertido. Si podía dejar de beber cuando quisiera, entonces era muy muy peligrosa, y no podría cerrársele la boca como se había hecho con la señora Bennet envolviéndola en una bruma de comodidades y viejas amigas. Sus pensamientos continuaron dando vueltas en torno a la opción definitiva, pero para cuando llegó a Hemmings, las piezas del rompecabezas habían adquirido una apariencia espantosa y él estaba absolutamente convencido de que sólo le quedaba una alternativa. Sólo quedaba decidir cuándo y cómo.

– Oh, Ned, ¡cuánto me alegro de verte! -exclamó la señorita Maplethorpe cuando el hombre de confianza del señor Darcy entró en la casa por la puerta trasera. Había dejado aJúpiter en una arboleda cercana, con las cinchas flojas, una manta por encima para protegerlo contra las heladas de rocío y hierba fresca para pastar.

– ¿Está o no está continuamente borracha? -preguntó en la cocina, donde nadie podía escuchar su conversación.

– Por lo que yo sé, está más tiempo sobria que borracha, pero es una actriz que podría hacer carrera en los teatros. En este momento, está sobria y dando vueltas por toda la casa como si fuera suya. ¿Y qué voy a hacer si decide ir a dar un paseo?

– Ir con ella, Mirry.

– ¿Y qué hago si decide ir a Leek? ¿O a Stoke-on-Trent?

– Ir con ella. Pero no es eso lo que quieres preguntarme, ¿no? Lo que quieres saber es si puedes utilizar la fuerza.

– Sí, eso es lo que quiero saber.

Estuvo considerando el silencio de Ned durante un buen rato, hasta que finalmente le dio un codazo en el costado.

– Bueno, ¿qué? ¿Utilizo la fuerza o no?

– No. No sé lo que hiciste para queambas hermanas sospecharan, pero algo hiciste. Lydia no es una de esas gatitas famélicas del arroyo, como tus chicas de Sheffield, Mirry. Deberías andar con cuidado, como si caminaras sobre cáscaras de huevos.

– ¡Oh, mierda! ¡Ya meparecía a mí que esto era demasiado fácil!

– Demasiado dinero por poco trabajo, quieres decir.

– Sí. Dame órdenes claras, Ned, o deja que me largue. ¡Verás entonces lo que pasa! ¡Tu encantadora señora se meterá en la cama de algún fulano tan rápido como un rayo! Tú ya sabes cómo puedo mantenerla en Hemmings. Mis… ejem… mis ayudantes están casi exhaustos por servir a esa bruja.

– Bueno, para eso los trajiste, después de todo. Instrucciones… déjame ver… Si esa pequeña zorra sale en el carruaje, te vas con ella. Si va a dar un paseo, te vas con ella. Y sigue dándole a tus fulanos cantárida española [33] o lo que haga falta para que se la sigan follando. -Comenzó a ponerse los guantes, tan grandes que se los habían hecho especiales para él-. Sólo recuerda que lo único que podría echarnos esto abajo es una indagación dirigida al marqués de Ripon.

– ¡Me importa un bledo el marqués de Ripon! ¡Recuerda, mi nombre no es Mirabelle Maplethorpe!

– Quizá el informante tendría algo que decir sobre la señorita Miriam Matcham.

– ¡Ojalá hubieras encontrado a otra persona para hacer estos trabajos sucios tuyos, Ned!

Él se detuvo junto a la puerta, con la mano en el picaporte, y lanzó una carcajada.

– ¡Animo, Mirry! He oído que incluso en Nueva Gales del Sur hay casas de putas. ¡No, no…! ¡Estoy bromeando! No te pasará nada con Ned Skinner.

Cuando llegó al lugar donde se encontrabaJúpiter, no ciñó la cincha de la silla; quitó la silla del todo, cambió las bridas por una rienda floja y ató al caballo de tal modo que pudiera moverse para con pastar donde quisiera pero no saliera del refugio que le ofrecía la arboleda; los troncos de los árboles se encontraban ocultos de la casa por un talud de cierta altura. Habiéndose ocupado de Júpiter, Ned se tumbó en la hierba y dormitó durante un rato. Se levantó repentinamente: había ruidos en la casa, hombres entrando y saliendo como si estuvieran apuradísimos.

Sólo había oscuridad. Ned Skinner siguió escuchando atentamente. ¡Sí, estaba en lo cierto…! ¡Estaban abandonando la casa! Habían traído un carromato, y estaban cargándolo con lo mejor del mobiliario y con las alfombras, y partió con dos hombres en el pescante, de los cinco que había. A medianoche apareció Mirry con una jaula de pájaros en una mano y una sombrilla con volantes en la otra, en el preciso instante en el que otro carruaje salía de los establos. Se metió dentro, seguida por su criada, y otros dos de sus secuaces se subieron al pescante. La calesa partió, dejando a Lydia y a un hombre en la casa. No, a Lydia la dejaban sola: el quinto hombre apareció enseguida en la carretela, tirada por un poni gordo al que obligaba a trotar demasiado deprisa. Con toda seguridad, éste se llevaba la cubertería de plata, pensó Ned cínicamente.

¿Qué podía estar haciendo Lydia, que no daba la alarma? Había luces en el salón y en el dormitorio superior; estaba allí, entonces, ¿pero sobria o borracha? «Borracha», decidió Ned. Si estuviera sobria, habría gritado hasta que la casa se hubiera venido abajo.

La cosa era: ¿qué hacer? Había llegado a una conclusión acertada en aquel momento, mucho antes de que amaneciera y Lydia se animara a caminar sola hacia… ¿Bingley Hall? Sí, seguramente iría a Bingley Hall. Por supuesto, a alguien encontraría por el camino, alguien que podría llevarla hasta su destino o hasta el puesto de policía de Leek. ¡Ah, pero no había puesto de policía en Leek! Como sus compañeros, también ellos estaban buscando a Mary. Pero poco importaba… Una vez que cualquiera la viera, Lydia quedaría completamente fuera de su control.

La obsesión que cegaba todos los actos en la vida de Ned era el amor que sentía hacia Fitz. Nadie podría ordenar semejante devoción. ¿Y qué importaba si la mitad de lo que hacía por Fitz no lo conocía Fitz? El amor era incondicional en la mente de Ned; era algo tan puro y poderoso que no necesitaba siquiera reconocimiento. Lydia Wickham estaba dispuesta a arruinar la carrera pública de Fitz… un gran hombre hundido por una idiota, una descerebrada que no merecía ni lamerle las botas.

Aquella noche. Si había que hacerlo, tenía que ser aquella noche mientras estaba sola en la casa desierta, sin criados ni compañía ninguna. ¿Tenía joyas? ¿Dinero? Dudó que tuviera dinero, pero era posible que tuviera joyas. Dos de sus hermanas eran realmente ricas, así que podían haberle regalado algunos adornos bonitos. No es que eso tuviera mucha importancia, pero parecería más lógico… Habían robado los muebles, las alfombras, la cubertería de plata… y las joyas.

Sacó el reloj y vio la hora que era: un poco más tarde de la una. Casi una hora antes del momento que había fijado en su mente.

– ¿Qué dices,Júpiter, viejo amigo? -le preguntó al caballo. Al oír su nombre, el animal levantó la cabeza para mirarlo, cabeceó un poco y volvió a su pasto. «Júpiter dice que sí», pensó Ned. «El viejo amigo Júpiter dice que sí».

¡Los muy idiotas ni siquiera habían cerrado la casa cuando se fueron! Ned empujó la puerta principal, que estaba abierta, y entró calladamente. Un débil resplandor procedente del salón le permitió hacerse con un candelabro; encendió una vela nueva y se dirigió hacia las escaleras, que no crujían. Hemmings era una casa buena.

El sonido de los ronquidos lo guiaron hacia el dormitorio de Lydia; aunque últimamente hubiera estado sobria, esa noche estaba perfectamente borracha. Allí estaba, tranquilamente, tumbada sobre la colcha de la cama, ataviada con un vestido de día, de muselina rosa. «Una bonita puta», pensó, mirándola sin el más mínimo ápice de deseo. Tenía un montón de pelo casi blanquecino revuelto en torno a la cabeza… un engorro, teniendo en cuenta lo que tenía que hacer.

Había muchas almohadas y cojines. Escogió la almohada más dura, seguramente llena con demasiado plumón, subió a la cama y se puso a horcajadas sobre ella, el mejor modo para tener a mano cabeza. No era un método ideal para matar a nadie, porque los colchones funcionaban mejor que las almohadas. Sólo un hombre muy fuerte podía hacer eso, pero Ned Skinner era extremadamente fuerte. Puso la almohada sobre el rostro de Lydia y lo sujetó allí, sentándose sobre ella para inmovilizarla, a pesar de su resistencia mínima y débil. Durante un buen cuarto de hora, a juzgar por el reloj de la repisa de la chimenea, no cedió ni un instante hasta que consideró que estaba muerta. La asfixia era un procedimiento lento, era consciente de ello.

Al apartar la almohada, comprobó que los ojos se le habían salido un poco de las cuencas, y que el blanco estaba surcado por una red de rojas venillas, y que la boca estaba abierta mostrando unos dientes tristemente sucios. Se sentó pesadamente sobre su pecho, para asegurarse de que no podía inhalar ni una pizca de aire. No respiraba en absoluto, así que Lydia Wickham estaba muerta. Fitz ya estaba a salvo del último peligro de los Bennet.

Por la mañana vendría el carnicero o el hombre de las verduras, y se preguntaría por qué nadie respondía a su llamada, ni a sus voces después, ni a sus gritos finalmente. Después, el descubrimiento sería inevitable. Dos velas ardían en la habitación; aprovechando su luz, buscó dinero y joyas. El monedero vacío de Lydia estaba sobre la cómoda, junto a una cajita de latón gris, también vacía, que probablemente había tenido joyas en su interior. ¡Fantástico! Aquellos idiotas lo habían robado todo.

Eran las dos y media por su reloj; dos horas más y amanecería.Júpiter estaba listo para emprender el camino: Ned Skinner montó en él y se alejaron. Volvía directamente a casa, pero no por la ruta acostumbrada. Rodeó Pemberley y finalmente entró en la finca por el norte. Sólo una persona que lo hubiera estado siguiendo desde el principio sabría de dónde venía; y nadie lo había seguido. Como siempre tras este tipo de espeluznantes acontecimientos, Ned mantenía su mente absolutamente centrada en el recuerdo del imberbe rostro de Fitz contra su cabeza infantil. Era la primera cosa amable que veía en su horrorosa vida.

Curiosamente, fue el propio Ned quien llevó a Pemberley la triste noticia del fallecimiento de Lydia, y así fue como llegó a oídos de Elizabeth.

El sur de la comarca de The Peak se había convertido en el centro de la búsqueda de Mary, porque allí era donde estaban localizadas las grutas, y todo el mundo había decidido que Mary estaba atrapada en una de aquellas cuevas. Sólo se conocían bien las más espectaculares y visibles; los turistas se agolpaban en los alrededores para entrar en ellas, cada cual con su farolillo, y cada grupo ennegreciendo con el humo un poco más la belleza de aquellas grutas. Pero muchas cavernas no habían visto jamás una vela y nadie imaginaba que pudieran existir o que fueran tan grandes.

Cuando Ned entró en los establos montado enJúpiter, vio a la señora Darcy en el patio, y se llevó los dedos al sombrero para saludarla cortésmente. Para su sorpresa, cuando desmontó, la señora le hizo señas para que se acercara.

– Señor Skinner, ¿podría olvidarse un poco de la búsqueda y acercarse a Hemmings para ver cómo se encuentra la señora Wickham?

Se le erizaron los cabellos de la nuca; si sus ojos hubieran sido de un color más claro, la señora habría descubierto que sus pupilas se habían dilatado, pero la oscuridad de su mirada lo salvó. Aquella petición lo había pillado completamente por sorpresa. Durante un instante simplemente la miró, asombrado, y luego consiguió que su reacción tuviera algún sentido, al mirar a la señora Darcy con aire de confusión.

– ¿Tiene usted una corazonada, señora Darcy? -preguntó.

– ¿Una corazonada…? ¿De qué tipo?

– Oh, no sé exactamente… ¿Un presentimiento o algo así…? -Y miró con aire de disculpa-. Supongo que lo he dicho por el gesto de su cara, señora. Con todo este lío de la señorita Mary, confieso que había olvidado por completo a la señora Wickham.

Los pensamientos de Elizabeth fueron esta vez más amables hacia Ned, y le puso una mano en el brazo.

– Querido señor Skinner, tal vez haya tenido un presentimiento. ¡Qué perspicaz ha sido usted al descubrirlo! Me molesta mucho pedirle que vaya a caballo hasta allí, pero Angus y Charlie se han quedado no sé dónde, y hace una semana que la señora Bingley y yo visitamos a mi hermana. La señorita Maplethorpe prometió escribir, pero no lo ha hecho. Estoy preocupada por algo no va bien…

– No creo que ocurra nada, señora Darcy.Júpiter y yo saldremos de inmediato. Es un buen muchacho… mi caballo. Es el único que puede llevarme.

Pensando en el caballo, la señora Darcy tuvo alguna duda.

– ¿Está seguro? ¿No debería descansarJúpiter?

– No, señora. Él y yo estamos hechos para cabalgar.

Y se las arregló para salir corriendo antes de que la señora pudiera descubrir el sudor que comenzaba a perlar su frente. «¡Ah maldita bruja, maldita mujer…!». Durante veintiún años había sido una piedra insoportable en la bota de Fitz, y también otra en la bota de Ned. «Bueno», pensó, mientras se aseguraba de queJúpiter bebiera agua fresca, «lo de Lydia tendría que descubrirse en cualquier momento, y ésta es probablemente la mejor manera». A pesar de estos pensamientos, cabalgó las millas que lo separaban de Hemmings con un espantoso nudo en el estómago y un velo gris en sus ojos. «¡Que la hayan descubierto ya, por favor!».

Tuvo suerte. Estaba adelantada ya la tarde cuando entró por el camino de la casa de Hemmings y vio varios vehículos obstruyendo el paso. Un grupo de hombres de aspecto respetable estaban reunidos precisamente en la entrada de la casa. Ned desmontó y se acercó a ellos.

– ¿Ocurre algo…? -preguntó.

– ¿Quién es usted para que le preocupe este asunto? -increpó un hombre con aire de dominar la situación.

– Soy el hombre de confianza del señor Darcy de Pemberley; mi nombre es Edward Skinner. ¿Qué ocurre?

El nombre de Fitz obraba maravillas, desde luego. Aquel hombre dominante abandonó su arrogancia de inmediato.

– Soy el policía Thomas Barnes, de Leek -dijo en tono servil-. ¡Una tragedia, señor Skinner! ¡Robo, asesinato y violación! -Tardo toda una vida en pronunciar aquella frase.

– ¿Y la señora Wickham…? -preguntó Ned, consternado-. Muy rubia, joven…

– ¿Es ése el nombre de la dama? Muerta, señor. Completamente muerta.

– ¡Oh, por el amor de Dios…! ¡Es la cuñada del señor Darcy!

Reinaba en el lugar una enorme consternación. Fue un poco antes de que pudiera obtener de ellos una historia lógica, salpicada con detalles que tenían algo que ver con su propia explicación y con preguntas sobre las razones por las que la cuñada del señor Darcy vivía tan lejos de Pemberley. La mayoría de los presentes sólo estaban allí para molestar y curiosear, y ni se daban cuenta de la existencia del jefe de policía Barnes. Sin embargo, pronto se percataron de la presencia de Ned Skinner, que les indicó sin aspavientos que salieran de allí, ¡aunque bastó con aquella feroz mirada…! Aquel inaudible rugido redujo el grupo al doctor Lanham, el policía Barnes y dos operarios que mantendrían el pico cerrado.

La reconstrucción de los hechos se adaptó considerablemente a las deducciones que iba haciendo Ned y su información sobre quién había vivido en Hemmings y quién no. Unas cuantas observaciones hábiles por parte de Ned pronto condujeron a los presentes a una conclusión: que la señorita Maplethorpe y sus empleados habían atacado a la pobre señora Wickham, la habían matado y habían huido con todos los objetos de valor que había en la casa. Además, tal y como apuntó Ned después de una inspección de las caballerizas, se habían ido con una calesa de dos caballos purasangres, un poni y una carretela. Y lo peor de todo: ¡aquellos malvados habían sido contratados porel señor Darcy!

– Debo regresar a Pemberley lo antes posible -dijo Ned tras media hora de inspección-. Doctor Lanham, ¿puedo contar con usted para que envíe el cuerpo de la señora Wickham a Pemberley mañana? -Unas cuantas guineas cambiaron de mano-. Señor Policía Barnes, ¿puedo pedirle que redacte un informe completo para el señor Darcy? -Unas cuantas guineas cambiaron de mano-. Gracias, caballeros, sobre todo por su tacto y discreción.

«Todo ha ido mucho mejor de lo que podría haber imaginado», Pensó Ned mientras se alejaba cabalgando. La historia de aquellos empleados asesinos se difundiría por todas partes. «¡Lo tienes bien merecido, Mirry! Tu cobardía te ha condenado, por más que todos los leguleyos anden parloteando que todo el mundo es inocente hasta que se demuestra su culpabilidad».

Ned estaba feliz, muy feliz. Fitz ya había quedado a salvo cualquier amenaza, y nadie podría ni en sueños relacionarlo con la muerte de Lydia.

Se inclinó hacia delante para dar unas palmaditas aJúpiter en su cuello vaporoso.

– Tenías razón, viejo amigo. Había llegado la hora de matarla sobre todo porque teníamos a alguien sobre el que podía recaer la culpa. ¡Ahora, vamos…! Vayamos a Leek, mi buen amigo y allí te quedarás. Yo alquilaré un landó a la cuarta en la casa de postas y viajaré como un señor el resto del camino. Tú ya has hecho suficiente.

Cuando finalmente llegó a Pemberley, poco antes de medianoche, le sorprendió encontrar a Parmenter levantado y esperándolo con un mensaje del señor Darcy.

– El señor desea verte de inmediato -dijo el anciano, rezumando curiosidad-. ¿Te llevo la cena al pequeño salón de desayunos cuando termines con el señor Darcy? ¿Se ha encontrado a la señorita Mary?

– Que yo sepa, no. Y gracias por la cena. Podría comerme un caballo, excepto aJúpiter.

Fitz se encontraba en su biblioteca parlamentaria, y solo… un alivio. Eso probablemente significaba que aún no habían encontrado a Mary, pero entonces… ¿qué tendría que decirle Fitz? Un Fitz con aspecto pálido y cansado hizo saltar todas las alarmas en el corazón de Ned… ¿quién estaba acosándolo con más problemas? ¿Acaso la bruja de su mujer?

– Ned, tengo noticias tremendas… -dijo Fitz.

Ned se acercó al decantador de oporto y llenó una copa con vino tinto hasta los bordes… Había sido un día muy largo y agotador, yJúpiter estaba en establos extraños, aunque los mozos de la cuadra habían sido amenazados de muerte si se atrevían siquiera a mirar mal a Júpiter.

– Cuéntame tus noticias primero, Fitz. Yo también tengo malas noticias.

– Matthew Spottiswoode ha recibido una carta de la señorita Scrimpton… esa mujer que regenta una agencia de empleo de señoritas en York. Al parecer, la señorita Scrimpton se encontró con el marqués de Ripon en alguna parte, en York, y se le ocurrió contarle que la señorita Mirabelle Maplethorpe estaba demostrando era tan buena dama de compañía para una clienta suya como había sido buena cuidadora para su pariente fallecido. Pero Ripon negó que tuviera parientes locos, ni muertos ni vivos, y también afirmó que no conocía de nada a esa señorita Maplethorpe. Luego resultó que la señorita Scrimpton descubrió que no hay mujeres internas en el manicomio de Broadmoor, que sólo acoge a los locos varones más violentos. -Fitz se puso de pie, extendiendo los brazos-. ¿Qué significa esto, Ned? ¿Es que alguien está intentando atacarme a través de Lydia? Todo ha ocurrido tan rápidamente… ¡Nada de esto tiene sentido!

– Creo que yo le encuentro algún sentido… -dijo Ned con mala cara-. Tengo que decirte que la señorita Maplethorpe es una impostora… o, al menos, que su conducta como impostora cuadra muy bien con lo que ha hecho en Hemmings. -Se detuvo, vació en su gaznate la copa, y se puso más-. No, no he venido sólo a beberme tu mejor oporto, Fitz, pero mis noticias son bastante peores. La señora Wickham ha sido asesinada.

– ¡Dios mío…! -Fitz se hundió en su sillón como si hubiera perdido toda la fuerza en las piernas, y el mechón de pelo blanco que recientemente había aparecido en su cabello azabache cayó sobre su frente. Tenía los ojos abiertos, pero la conmoción casi consiguió paralizarlo; su inteligencia era superior y aún funcionaba.

– ¿Estás diciendo que… la mató la señorita Maplethorpe?

– Sí, con la ayuda de cinco hombres que tenía consigo, como ayudantes. Yo pensé que era extraño que ella fuera la única mujer, junto con su criada, pero ella tenía cierta autoridad sobre todos ellos así que no quise hacer más indagaciones. Después de todo, vino recomendada como una dama con experiencia con… bueno… pacientesdifíciles. Todos ellos estaban compinchados al parecer.

– ¿Compinchados? ¿Cómo sabes tú que tenían un plan o…?

– La señora Darcy, al parecer, tuvo el presentimiento de que no iba del todo bien en Hemmings, Fitz. Esta mañana me pidió que fuera y comprobara que todoestaba bien. Para cuando llegué, el médico del pueblo y la policía ya se habían ocupado de todo. Me pidieron que les contara aquellos detalles que no conocían. ¿Qué ocurrió en realidad? Probablemente nunca lo sabremos pero pensamos que el plan original consistía únicamente en robar. Los mejores muebles han desaparecido, y las alfombras, y la cubertería de plata, y la calesa con los caballos, y el poni y la carretela, y pensamos que también algunas joyas. Respecto a cómo ocurrió… el médico dice que un hombre la asfixió con una almohada mientras que otro la sujetaba sentado en su pecho.

Fitz se hundió en su asiento; hizo un ruido como si intentara reprimir el vómito. Ned sirvió una gran copa de oporto y se la acercó. Después, llenó también su propia copa, y se sentó.

– Bébetelo, Fitz, por favor, o tendré que ponerte coñac. -Observó cómo bebía su señor, vio cómo el color retornaba a su rostro y se recostó en el sillón, aliviado. Fitz se recobró-. ¿Tenía joyas la señora Wickham? -preguntó Ned.

– Sí, creo que sí… Un juego de zafiros con diamantes que Elizabeth nunca se ponía y que se lo dio cuando se trasladó a Hemmings. ¡Pobre mujer…! ¡Oh, pobre, pobre mujer…! Y creo que Jane le dio un collar de perlas. Como no creo que Lydia hubiera tenido aún oportunidad de empeñarlas, si no estaban allí, seguro que la señorita Maplethorpe las cogió… -Se levantó y comenzó a caminar de un lado a otro con indecible inquietud-. ¡Qué año más horroroso estoy teniendo…! Dos hermanas de mi esposa… muertas. Al menos una de ellas está muerta. ¿Y la otra…? Me temo que también estará muerta.

– No se sabe todavía, Fitz. Creo haber entendido que eran muy distintas. La señora Wickham vivía encerrada en una botella; la señorita Mary iba alocada por el mundo. -Sonrió abiertamente-. Nunca vi a la señorita Mary consciente, pero luchaba por vivir incluso inconsciente. -Se estiró con una mueca de dolor.

– ¡Soy un bruto egoísta, Ned! Anda, marcha, come algo y ve a tu casa a dormir.

– Trasladarán a la señora Wickham mañana; vendrá con ella el médico de Leek. Será tarde, pero el doctor se ocupará de que la traigan.

– Gracias. Debes de andar falto de dinero.

– Eso no tiene importancia.

– Sí la tiene para mí. Hazme llegar las facturas, por favor, Ned.

En cuanto Ned abandonó la biblioteca, Fitzwilliam Darcy se levantó y acudió a los aposentos de Elizabeth. Cuando golpeó levemente la puerta, su esposa la abrió y se apartó para que Fitz entrara, mirándolo con ansiedad.

– Sabía que eras tú. Ned ha traído malas noticias, ¿verdad?

– Sí. -Se acercó con paso cansado a uno de los dos sillones se sentó, dando unas palmadas en el asiento del otro, para que se sentara allí su esposa-. Siéntate, Elizabeth.

– ¿Tan malo es…?

– Lo peor. Lydia ha muerto.

¡Qué extraño…! Aquella noticia le había afectado a él como si le hubiera caído un rayo, mientras que su esposa parecía casi indiferente, excepto por sus ojos, profundamente abiertos.

– ¡Oh…! Debí imaginarlo, porque esas noticias vienen como cuando se trata de viejos amigos, los viejos amigos que no has visto durante años. Lo esperaba, pero también lo sabía. Simplemente… sabía que algo no iba bien. Ned me lo notó esta mañana.

– Generalmente no se cumplen tus premoniciones.

– Sí, ya lo sé. ¡Cada vez que imaginaba que Charlie estaba enfermo, me equivocaba…! -Elizabeth sonrió y su sonrisa se quedó congelada en su boca, sintió como si se le convirtiera en piedra-. Tendía a enterrarlo habitualmente. Pero al final siempre se ponía bueno. Solía imaginar que a él no le preocupaba mucho morir, pero sabía que si él moría, yo también me moriría, y al saberlo, se recuperaba.

– Una explicación bastante confusa, querida.

– Seguro que sí. La desesperación y Charlie estaban unidos en aquel tiempo, y sin embargo… míralo ahora. Se ha deshecho de infancia como si fuera un montón de ropa vieja. Me siento muy feliz por él… y por ti, Fitz.

Sólo cuatro velas ardían, formando un halo de luz cegadora en torno a su cabeza y dejando en contraluz el rostro de Elizabeth, en la penumbra. Fitz entrecerró los ojos en un esfuerzo por verle la cara con claridad y pensó: «Estoy perdiendo vista».

– No he sido muy agradable con Charlie -dijo, con la voz no tan firme como hubiera deseado-. Y también he sido desagradable contigo, Elizabeth.

– No has sido agradable contigo mismo, Fitz. Cuéntame todo lo que ha ocurrido… y, por favor, te lo ruego, no me ahorres los detalles. Con George Wickham muerto, era cuestión de tiempo que Lydia también muriera. ¡Cómo lo amaba! De las cinco, ella la que más y mejor amó. Sin él, Lydia ya no tenía una razón para vivir.

– No ha sido un suicidio, ni por lo más remoto. Fue víctima de una banda de ladrones, aunque creo que son algo peor que eso. Basta decir que la señorita Maplethorpe era una impostora que sus criados eran sus compinches y que todos ellos planearon robar en Hemmings… los muebles, la plata, los carruajes, los caballos y las joyas. Las cosas que tú y Jane le disteis a vuestra hermana cuando se fue a vivir a Hemmings. Lydia debió de sorprenderlos cuando estaban robando y la mataron. Al parecer, ella estaba borracha… El doctor dijo que apestaba a vino y licores. La asfixiaron con una almohada; seguro que esperaban que su crimen pasara por ser una muerte natural. En todo caso, eso está fuera de toda duda.

– Jane se encaró con la señorita Maplethorpe -dijo Elizabeth-. ¡Jane, que nunca se encara con nadie! El día que fuimos a verla, Lydia no estaba borracha, aunque lo fingía delante de la señorita Maplethorpe. Estaba empeñada en una historia sobre ciertos barrotes que según ella había en la ventana, pero no había barrotes en absoluto, ni los había habido nunca. Yo lo miré bien. En casos como el suyo, sé que mantener la sobriedad es difícil, así que tal vez, al no poder convencernos ni a Jane ni a mí de la existencia de esos barrotes, volvió a sus antiguas costumbres. No se. Salvo eso, pienso como tú, y esto me parece que esconde algo peor…

– Elizabeth…había barrotes en las ventanas -dijo Fitz con el rostro contraído de horror-. Se supone que los iban a quitar antes de que Lydia se trasladara a Hemmings. Había sido la residencia de un perturbado. ¿Por qué no os lo explicó la señorita Maplethorpe? -Darcy cogió las manos de su esposa mientras ella permanecía absorta pensando-. Lo único que no me explico es… ¿por qué Hemmings? ¿Cómo es posible que una banda de ladrones planeara una cosa semejante cuando Lydia fue trasladada a tan breve tiempo? ¡Transcurrió menos de una semana entre aquella espantosa escena en nuestro comedor y su traslado a Hemmings! Sin embargo, ellos ya lo tenían todo preparado, con su dama de compañía, y su plan… ¿Cómo es posible?

– ¿Y Lydia fue… asesinada? ¡Fitz, eso no tiene ningún sentido!

– Quizá la señorita Maplethorpe se apuntó a la lista de la agencia de la señorita Scrimpton dispuesta a aprovechar la primera oportunidad que se le presentara… En este momento, me inclino a pensar eso, porque al menos eso tienealgún sentido. Las joyas valdrían unas tres mil libras, si las perlas de Jane son las que yo creo que le dio. Los muebles y la plata no valdrán más de mil libras, aunque las alfombras eran bastante buenas… las compré nuevas por dos mil libras. La calesa y el par de caballos son lo más valioso y lo que pueden vender por más dinero… por unas cuatro mil libras. El poni y la carretela no valen nada.

– En total, unas diez mil libras -dijo Elizabeth.

– Sí. Un buen botín, supongo, incluso para ladrones profesionales, que con seguridad sabrán dónde vender lo robado al mejor precio. Si pierden aproximadamente un tercio en la venta, porque ése será el porcentaje del individuo que se lo compre, ya habrán obtenido una buena ganancia. La señorita Maplethorpe le pagará a sus hombres unas doscientas libras por cabeza, y se quedará para ella unas quinientas libras. Puede ser que esperara conseguir más y mejores piezas, dado que mi nombre estaba asociado al puesto de trabajo. No lo sé; lo cierto es que no mostró excesiva paciencia. Apenas un día en los libros de la agencia y ya estaba de camino a Hemmings.

Fitz comenzó a dar suaves golpecitos, rítmicamente, en la suavísima piel de las manos de Elizabeth; aquello le calmaba y le tranquilizaba, y se preguntó por qué se habían empeñado en discutir cada vez que se veían. Una parte del problema, él lo sabía, era su incapacidad para tolerar la inagotable ironía de su esposa, la costumbre que tenía de burlarse de él. En los tiempos en que la pasión había estallado como un fogonazo, él lo había soportado, suponiendo que por alguna razón que estaba más allá de su entendimiento ella pensaba que le sentaba bien que se burlara de él, que torturara y que hiciera chistes a su costa. Pero a medida que pasaron los años por el matrimonio, se le hizo más difícil aguanta aquellas caprichosas frivolidades, y finalmente había comenzado a darse la vuelta e ignorarla cada vez que ella lo menospreciaba Pero en ese momento, ciertamente, Elizabeth no tenía ningún interés en burlarse de nadie, así que era muy agradable estar con ella y sentir cómo se desvanecían sus accesos de deprimente melancolía.

– Eres muy inteligente, Fitz -estaba diciendo su esposa-. Resuelve este enigma. ¡Tiene que haber una explicación mejor! Cuando lo descubras, podremos descansar. -Elizabeth movió la cabeza, el halo se dispersó y Fitz vio que sus hermosos ojos estaban anegados en lágrimas-. ¡Pobre, pobrecita Lydia! ¡Qué mal le fue todo siempre, desde el principio…! ¿Quién puede creer en un amor a los quince años? Nosotras no… ni Jane ni yo. Ni papá, pues nunca ejerció sus deberes de padre y era demasiado indolente e indiferente como para ponerle freno a Lydia. Todos juzgamos que su fuga había sido fruto de la relajación moral, pero ahora comprendo que era el único camino que tenía para conseguir a su George. ¡Ella lo amaba con toda su alma! Y él era tan miserable, tan embustero… Su padre no le hizo ningún favor dejándolo crecer junto a ti como si las personas que estuvieran contigo se convirtieran necesariamente en tus iguales. Sus expectativas eran inexistentes, mientras que tú serías el heredero de una de las mayores fortunas de Inglaterra. Lo recuerdo de los días de Longbourn, tan ingenuo, tan sumamente maleducado… sí, ya sé que fue a Cambridge, pero no aprendió nada allí, ni siquiera en la escuela. Con toda seguridad, su único plan era utilizar sus miradas y su encanto para casarse con alguien que tuviera dinero, pero a cada paso se le desbarataban los planes. Así que supongo que con Lydia imaginó que tenía en alguna medida cierta seguridad, dada nuestra relación contigo.

– ¿Tú también crees que fui yo quien lo envió a la muerte? -preguntó Darcy.

– ¡Por supuesto que no! Era soldado de profesión y murió en combate, así lo dijo Lydia.

– Sólo tres clases de soldado mueren en combate, Elizabeth. Uno es el hombre valiente que lo entrega todo; otro es el pobre desventurado que se cruza con una bala o una bayoneta; y el tercero es el holgazán que encuentra un lugar apartado donde esconderse hasta que pase la batalla… sin asegurarse antes de que el lugar donde se ha escondido está fuera del alcance de la artillería enemiga.

– ¿George Wickham murió de este tercer modo?

– Eso es lo que me dijeron sus superiores. Pero Lydia nunca lo supo. -Darcy se levantó y besó las manos de su esposa-. Gracias por tu comprensión, Elizabeth. Traerán el cuerpo de tu hermana a Pemberley. La enterraremos aquí.

– No, debe ir a Meryton. Jane y yo la llevaremos.

– ¿Con Mary aún desaparecida? ¿Estás segura?

– Tienes razón… ¡Oh, a ella no le gustaría que la enterraran aquí!

– Así siempre podrá descargar su ira contra mí apareciéndose como un fantasma en Pemberley. Tendrá mucha compañía.

Un mozo de cuadras de Pemberley localizó a Charlie, a Angus y a Owen en Chapel-en-le-Frith, un pueblo tan antiguo como su nombre normando, y situado a poco camino de la región de las grutas, razón por la cual Charlie lo había elegido como lugar de descanso. Cuando el mozo los encontró, después de haber pasado un día entero en las cavernas bajo tierra, abandonaron sus planes y cabalgaron en dirección a casa.

Aparte de forjar una fuerte amistad, Charlie y Angus tenían en común el interés por las cuevas… un interés que Owen se negaba a compartir. Como su rechazo era más temor que desagrado, la presencia del galés se había convertido en un engorroso fastidio -así se lo dijeron los otros dos con toda franqueza-, especialmente cuando las grutas que exploraban eran más un túnel que una cámara. Así que Owen en raras ocasiones iba a las cavernas; prefería pasar el día en Pemberley, con las chicas Darcy. Con ellas al menos se sentía útil; podía montar a caballo con Georgie (¡a horcajadas!) ejercer como ingenuo crítico de arte de Susie, ayudar a Anne con sus clásicos y programar detenidamente con Cathy alguna broma descabellada para tener la seguridad de que la enviaban a la cama sin cenar. Por suerte para el tutor de Charlie, el día en que los fueron a buscar fue uno de aquéllos en que Owen los acompañó a una cueva. Había salido al amanecer de Pemberley y se había reunido con ellos a la hora del desayuno. Ahora regresaban juntos a Pemberley… ¡qué alivio!

Los tres estaban perplejos por la repentina convocatoria de Fitz. El mozo no sabía nada, y se le había ordenado que no volviera con ellos, lo cual le sentó muy bien a los tres… así podían especular en voz alta y en paz. De todo lo cual se podía deducir que no cabalgaron pensando en abstracciones, sino más bien con un ojo en cada cueva de cada colina o de cada desfiladero, de los cuales había muchos, aunque la mayoría no eran más que pequeñas oquedades. Angus había ideado un método mediante el cual no cometerían el error de explorar dos veces la misma cavidad; las que habían explorado se señalaban con un trapo rojo brillante en el exterior.

– Allí hay una sin señal -dijo Angus de repente-. ¡Vaya, ojalá tuviéramos mejores mapas! Le he escrito al general Mowbray para que me envíe mapas detallados del ejército, pero hasta ahora no he sabido nada de él. Lo cual probablemente significa que esos mapas simplemente no existen. -Marcó como pudo la cueva en su mapa, anotando el aspecto del terreno de los alrededores-. Se encuentra de algún modo fuera del camino que conduce a las otras cuevas, Charlie -dijo con aire inquieto.

– No te preocupes, Angus, entraremos en esa gruta en cuanto volvamos -le dijo Charlie en tono tranquilizador.

Angus no parecía muy dado a los juegos y a las bromas esos días, pensó Charlie. Tenía el pelo menos amelocotonado que de costumbre, y las arrugas de sus mejillas amenazaban con convertirse en grietas. Cualquier duda que hubiera tenido respecto a la profundidad de los sentimientos de Angus por su tía Mary se habían desvanecido; estaba enamorado hasta los tuétanos y casi enloquecido por la preocupación. Ya habían transcurrido más de cinco semanas y no había el menor rastro de ella. Si estuviera aún viva, tendría que estar en alguna de aquellas cuevas. Desde luego, también podría haberse esfumado y estar a muchos cientos de millas lejos de allí, pero…¿por qué?

Al abrigo de un precipicio que se combaba sobre sus cabezas, se encontraron con una extrañísima procesión que venía hacia ellos a pie y cortésmente se apartaron del sendero para dejarla pasar. Tal vez eran unas treinta personillas, ataviadas con hábitos marrones, con capuchas que cubrían totalmente sus cabezas: caminaban emparejados tras un hombre pequeño y anciano que iba vestido del mismo modo, excepto por la capucha, que la llevaba echada hacia atrás, y porque llevaba un gran crucifijo en el pecho. Se parecía un poco a los frailes franciscanos. Al final venían dos muchachos más grandes, empujando una carretilla cargada con cajas que sonaban como si contuvieran frascos o botellas.

– ¡Salud, padre! -exclamó Charlie cuando el fraile estuvo a su altura-. ¿Dónde van?

– A Hazel Grove y Stockport, señor.

– ¿Y a qué? -preguntó Charlie, sin estar seguro de las razones de su propio interés.

– Los Niños de Jesús tienen que cumplir su misión, señor.

– ¿Y qué misión es ésa?

– Seguid, seguid… -El fraile se apartó a un lado-. Continuad andando, hijos -dijo, y los muchachos avanzaron obedientemente.

«¡Qué miserables parecen!», pensó Angus, mirándolos al tiempo que pasaban. Los hombros encorvados, las capuchas ocultando por completo sus rostros y los ojos clavados en la tierra. Tiritando y temblando como si estuvieran enfermos, incluso emitiendo débiles lamentos… Entonces Angus vio que el fraile se estaba acercando a la carretilla y lo siguió.

– ¡Alto! -gritó el viejo. La procesión se detuvo. Una mano nudosa mostró las cajas-. Tenga la bondad de abrir cualquiera de ellas, la que usted quiera, señor. Estas cajas hablan de la pureza de nuestras intenciones.

Una caja contenía frasquitos azules con la etiqueta Niños de Jesús – jarabe para la tos; y la caja con frascos verdes era un remedio para la gripe y los catarros. Un líquido viscoso y marrón se autoproclamaba como un elixir para la curación de la diarrea. Otra caja, con frascos transparentes que contenían un líquido rojo, anunciaba: Niños de Jesús – Ungüento para furúnculos, úlceras, carbunclos & llagas. Otra caja de botecillos de latón contenía pomada para los caballos.

– Impresionante -dijo Charlie, disimulando una sonrisa-. ¿Esto significa que elabora usted ungüentos y bebedizos para enfermedades y achaques, padre?

– Sí. Vamos en camino para dejar los pedidos en las tiendas boticarias.

Charlie cogió una lata de pomada para caballos.

– ¿Y esto funciona?

– Lléveselo, tenga la bondad, y entrégueselo a su caballerizo mayor, joven señor -dijo el fraile.

– ¿Cuánto me va a cobrar por esto?

– Un chelín, pero en las tiendas al por menor es más caro. Es que es muy famoso.

Charlie buscó en el bolsillo de su gabán y sacó una guinea.

– Por las molestias, padre. -Utilizó un truco que había aprendido de su padre: parecer muy comprensivo por fuera y esconder un fondo de hierro-. ¡Hace un día precioso, padre! ¿Por qué sus muchachos llevan las capuchas puestas? Deberían tomar un poco el sol…

La furia bailaba en aquellos ojos azules petrificados, pero la respuesta fue amable y razonable.

– Todos ellos han tenido amos crueles, señor, y tengo que medicarlos con una loción que tiene mala reacción con el sol. Se les podría quemar la piel.

Angus intervino.

– Padre, ¿ha visto usted a una dama perdida por estos parajes?

La furia se difuminó y sus ojos se tornaron todo inocencia.

– ¿Una dama de qué tipo, señor?

– Es alta, delgada, de unos cuarenta años, de pelo color dorado rojizo. Bonita.

– No, señor; decididamente… no. La única dama que hemos visto fue la pobre Moggie Mag. Llevaba unos conejos a casa, para sus gatos, y perdió el camino. Pero ya le dijimos por dónde se iba.

– Gracias, padre -dijo Angus-. ¿Y por dónde viven usted y sus muchachos?

– En el orfanato de los Niños de Jesús, cerca de York, señor.

– Una buena distancia para venir caminando -dijo Charlie-. Dado que no hay monasterios por ninguna parte en esta zona de Inglaterra, ¿dónde se quedan?

– Rogamos por todas las almas y dormimos en el monte, señor.

– Dios es bondadoso con nosotros.

– ¿Y tienen que ir tan lejos, hasta Stockport, para pregonar la mercancía?

– Nosotros no hacemos venta ambulante, señor. A los boticarios de esta parte de Inglaterra les gustan y aprecian nuestros remedios. Siempre compran todo lo que podemos acarrear.

Los tres caballeros se dispusieron a continuar su camino a caballo, pero el fraile levantó una mano para que se detuvieran y se dirigió a Charlie.

– Cuando dé las gracias a Dios por esta guinea, señor, me gustaría mencionar el nombre de la persona que me la entregó. ¿Puedo preguntar cuál es?

– Charles Darcy de Pemberley. -Charlie se tocó el sombrero con la punta de los dedos y espoleó a su caballo. Los otros lo siguieron.

– ¿Los Niños de Jesús? -dijo Angus-. ¿Has oído hablar alguna vez de ellos, Charlie? Yo no, pero no soy de esta parte…

– Jamás he oído ni una palabra de ellos. De todos modos, si realmente vienen de York, eso justifica que no los conozca en absoluto.

– Pero es que… -dijo Owen pensativamente-. ¿Por qué van por este camino tan apartado? ¿Por qué van por este camino, a través de montes feroces y desolados? Me parece a mí que éste no es el camino más propio para ir de York a Stockport. Parecían católicos romanos… puede que estén intentando evitar algunas muestras de odio y ciertas persecuciones: el tipo de cosas que se les hace a los gitanos. El fraile dijo que acampaban en el monte y que rogaba por las almas… en eso se parecen a los gitanos.

– Pero nadie podría confundirlos con unos gitanos, Owen, y, además, son muchachos pequeños… niños, me atrevo a pensar. Uno muy pequeño debía de tener una abeja dentro de la capucha y se la levantó para que un compañero pudiera espantarla… Era un niño, y con tonsura. Las gentes en estos lugares montañosos agrestes suelen ser amables… es en las ciudades donde la piedad es de mentira -dijo Charlie-. Le pediré a mi padre que indague un poco sobre ellos. En calidad de miembro del Parlamento, debe saber dónde se encuentran todos los orfanatos.

– No eran católicos romanos, Charlie -dijo Angus, dispuesto a hilar muy fino-. Las órdenes monásticas no venden remedios para la impotencia, y la mayoría de las cajas de la carretilla estaban llanas de frascos para eso. Esto también explica por qué el viejo puede vender sus productos de los Niños de Jesús en un lugar tan lejano de York como Stockport. Diría que ese remedio funciona, o de lo contrario no se habría concentrado en fabricarlo en tanta cantidad. -Angus protestó-. ¡Niños de Jesús! ¡Una de las muchas sectas cristianas que afligen el norte de Inglaterra! ¿No te parece, Charlie?

– Sí… aunque el premio para la pregunta más perspicaz es para Owen: ¿qué demonios andan haciendo por este camino tan apartado?

Una vez que los tres caballeros quedaron fuera de su vista, el padre Dominus detuvo nuevamente la marcha.

– ¡Hermano Jerome! -gritó.

Levantándose los faldones, Jerome acudió corriendo, dejando a Ignatius a cargo de la carretilla.

– Sí, padre.

– Tenías razón, Jerome. No debería haber sacado a los muchachos a la luz… poco importaba cuán solitaria fuera nuestra ruta: no deberíamos haber salido.

– No, padre, no es tan malo, sólo es un error -dijo el único miembro del grupo que sabía leer y que tenía buen cuidado de ser obsequioso en todas sus conversaciones con el anciano-. Han sido malos, necesitaban un castigo especial, ¿y qué mejor que un día bajo la luz de Lucifer? Además… es el camino más corto para llegar a las tiendas.

– ¿Habrán tenido suficiente castigo?

– Dado que nos hemos encontrado con el señor Charles Darcy yo diría que sí, padre. Ignatius y yo podemos llevar solos la carretilla una vez que los muchachos estén en las Cuevas del Norte, puede que no les guste tanto vivir allí como en las Cuevas del Sur, pero el castigo de hoy suavizará su rebeldía -dijo Jerome, con su verborrea más oleaginosa.

– ¡Hermano Ignatius! -gritó el padre Dominus.

– ¿Sí, padre?

– Jerome y yo vamos a llevar a los muchachos a las Cuevas del Norte. Te quedarás a la entrada de aquella gruta con la carretilla hasta que vuelva el hermano Jerome. Hay comida y cerveza suficiente en la carretilla.

– ¿Y qué será de la hermana Mary? -preguntó Ignatius.

– ¿Qué será de qué? -preguntó Jerome.

– Estará bien atendida, hermano, no temas -dijo el padre Dominus.

El hermano Jerome, que aspiraba a heredar el hábito del padre Dominus cuando el anciano muriera, comprendió lo que significaban aquellas palabras, pero el hermano Ignatius no.

– Volved a la carretilla, hermanos. ¡Niños, andando!

Reemprendieron la marcha, pero no durante mucho tiempo. En la pendiente del desfiladero donde estaba la cueva que Angus había marcado en su mapa, todos sacaron unas antorchas de sebo de sus ropajes, encendieron la primera con la caja de yesca del padre Dominus, y fueron entrando en fila, pues era una cavidad muy estrecha, aunque se ensanchaba bastante en el interior. El último en entrar fue el hermano Jerome, que antes se aseguró de eliminar cualquier rastro que indicara que habían abandonado el sendero, luego arrancó de raíz algunos matorrales espesos y los colocó delante de la boca de la cueva, hasta que la entrada quedó por completo cubierta. Desde el exterior, la cueva había desaparecido. En el interior aún se filtraba luz suficiente para que a Ignatius se le hiciera soportable una espera con la carretilla de mano, y tenía también un farol para las horas de la noche. No le parecía leal quedarse allí solo, tranquilamente, aunque nunca cruzaba los límites de su mente para emplearlos en temer por la suerte de la hermana Mary, que no se encontraba muy lejos de allí. La caminata a la luz del día lo había magullado hasta la médula, igual que a los niños más pequeños; únicamente Jerome y el padre podían soportar el brillo del sol de Lucifer, y sólo porque Dios les había proporcionado armas especiales para luchar contra el mal.

Los Niños de Jesús tenían por delante una caminata de veinte millas en la más absoluta oscuridad, pero el padre Dominus lo había previsto todo a la perfección. A intervalos había montones de alimentos imperecederos y velas, y el agua nunca andaba demasiado lejos en las corrientes subterráneas excavadas durante siglos en la blanda piedra caliza.

Sólo una milla más adentro de la entrada se abría un túnel lateral que conducía a la antigua cocina y a la celda de Mary, pero ellos no lo sabían y no fueron por allí. En algunas ocasiones hasta los niños más pequeños debían agacharse, mientras que los más grandes tenían que ir arrastrándose, pero el camino parecía muy evidente desde un extremo a otro, aunque no fuera en línea recta; las curvas y revueltas eran muy tortuosas. El camino tardaba en recorrerse todo un día, pero nunca se detenían, más allá de algunas breves pausas para comer, beber y cambiar las velas.

De tanto en tanto los caminantes cruzaban grupos de cuevas azotadas por el viento, débilmente iluminadas durante las horas diurnas a través de agujeros estrechos, pues el terreno en algunos lugares no era más que una costra de un pie de grosor, y la mitad de la cueva no era más que un subsuelo arcilloso; cada agujero del exterior se había cubierto con un arbusto capaz de resistir los vientos de la zona, y nadie podía ni siquiera imaginar que las cuevas de la comarca de The Peak se extendían hasta tan al norte.

La entrada que habitualmente utilizaban los niños se encontraba por detrás de una cascada de un afluente del Derwent, y allí, en el exterior, el suelo era roca firme en la que los pasos no dejaban huellas y las ruedas de hierro de la carretilla no formaban roderas.

El trabajo de unir la cueva del laboratorio y la gruta de empaquetamiento a las doce cámaras que había tras ellas había llevado muchos años, porque, al principio, el padre Dominus había trabajado solo, luego, después de traer a Jerome de Sheffield, tuvo alguna ayuda. Como los niños mayores crecían fuertes, también se les ponía a la tarea, la cual comenzó a avanzar significativamente. Los trabajos en los agujeros de ventilación ocuparon la mayor parte de su tiempo, y siempre se excavaban desde dentro hacia fuera, primero con un pico y luego, cuando se alcanzaba el subsuelo, con una pica bien afilada. La mística del padre Dominus habría preferido mantener la oscuridad, pero necesitaba las grutas para albergar a los niños en las proximidades de los lugares donde iban a manufacturar sus ungüentos.

Con lo que no había contado el viejo era con una pequeña revolución: los niños se negaron a trasladarse de unas cuevas a otras, y al final había tenido que conducirlos como corderos al matadero por la noche, a través de los páramos, llorando, protestando e intentando huir. Los niños odiaban la gruta del laboratorio y del embalaje y, aunque no sabían ni leer ni escribir, eran lo suficientemente inteligentes para comprender que aquel traslado significaba más horas en aquel trabajo apestoso, asqueroso y muchas veces peligroso. Incluso después de que Therese hubiera comenzado a prepararles la comida en su cocina -¡mucho mejor equipada también!-, los muchachos habían intentado regresar todas las noches a sus queridas Cuevas del Sur. Entonces, el padre Dominus había tenido una idea maligna: sacar a los muchachos fuera, a la luz del día, y obligarlos a caminar durante muchas millas. Jerome había puesto mala cara, temiendo que, incluso en un sendero apartado y desierto, se pudieran encontrar con alguien, pero el viejo despreció aquella posibilidad arrugando la nariz. Era demasiado tirano como para escuchar sabios consejos cuando se le daban. Pero de toda la gente que podían encontrar, habían ido a toparse… ¡con Charles Darcy! Aquello podía representar su ruina, después dé lo que Jerome le había dicho a propósito de la hermana Mary… ¡que estaba en todos los periódicos! ¡Era la cuñada de Fitzwilliam Darcy…! ¡Y aquella mujer lo había maldecido, llamándolo apóstata!

Acurrucado en su celda, en lo más profundo de las cuevas, el Padre Dominus se balanceaba temeroso, pues casi ciego como estaba, aquella maldición era un mensaje grabado al rojo vivo en la piel apergaminada que cubría su cráneo… ¡Por alguna razón, Dios lo había abandonado y Lucifer en la persona de Mary Bennet había triunfado! Su mundo se tambaleaba, pero al menos sabía por Mary Bennet, Mary Bennet. Bueno, él y Jerome sobrevivirían. Siempre podían regresar a Sheffield, hasta que aquel escándalo se pasara y pudieran volver a empezar de nuevo. Si la oscuridad de Dios se había derramado sobre The Peak, podría volver a encontrar a Dios de nuevo. Pero la próxima vez, sin niños. Con ellos la tarea era demasiado dura.

Tenía un ligero temblor en la mano izquierda que se parecía bastante al que constantemente le obligaba a mover la cabeza. Una nueva advertencia… «¡Dame tiempo, dame tiempo…!».

Apareció por fin el hermano Jerome, dubitativo, a la entrada de su celda.

– Padre… ¿está usted bien?

– Sí, Jerome, perfectamente -dijo enérgicamente-. ¿Ya están los muchachos acomodados?

– Como corderitos, padre. Era lo que había que hacer.

– ¿Y las niñas?

– Obedientes. Los muchachos se lo han contado.

– La hermana Therese… ¿Puede hacerse cargo Camille de la cocina?

– Sí, padre.

– Primero vuelve con Ignatius, Jerome. Entrega las pociones, pero cuando Ignatius y tú lleguéis a la cascada, habrá que procurar que tenga un accidente. Después puedes enviar a la hermana Therese con la madre Beata.

– Comprendo, padre. Se hará todo como desea.

A pesar de la escasez de asistentes, el funeral de Lydia fue más triste que el de su madre. Elizabeth, Jane, Kitty, Fitz, Angus, Charlie y Owen se reunieron en la vieja iglesia normanda de la propiedad y luego acompañaron el féretro a la tumba. Por una vez, Jane no estaba anegada en lágrimas; estaba simplemente furiosa ante la perfidia de la señorita Mirabelle Maplethorpe.

Se había ofrecido una recompensa de quinientas libras por la captura de aquella señora. Desafortunadamente, nadie con habilidades artísticas la había visto nunca, así que las noticias y los anuncios que se colocaron en los ayuntamientos de pueblos y ciudades y en las oficinas de correo no llevaban ningún retrato de ella.

Junio ya estaba muy adelantado y el calendario aseguraba que Mary llevaba desaparecida casi seis semanas. Aunque nadie confesaba su pesimismo, todo el mundo, para sus adentros, creía que era bastante improbable que aún estuviera viva. Así que aquel día soleado y encantador en el que estaban enterrando a Lydia en el cementerio familiar de Pemberley, la identidad de la próxima persona que sería enterrada al lado estaba muy presente en todos los pensamientos.

«La menor de las cinco, y la primera en irse», pensó Elizabeth, dejándose apoyar casi en el brazo de Fitz. Charlie había hecho amago de ir a abrazarla cuando concluyó la ceremonia junto a la tumba, pero dio un paso atrás rápidamente cuando su padre se ocupó de ella y la acompañó hasta casa. Las fricciones entre sus padres siempre le habían preocupado, pero él siempre había estado tan incondicionalmente del lado de su madre que había acabado por no ver nada bueno en su progenitor. Ahora adivinó nuevos matices en las emociones de su padre, más dulces y amables que durante el pasado año, ciertamente, cuando su madre había empezado a contraatacar. Aunque, gracias a Dios, ella había abandonado su tendencia a hurgar en la herida con lo que consideraba «bromas inofensivas» contra su padre… Elizabeth estaba de todo punto convencida de que su marido necesitaba un poco de frivolidad, tomarse menos en serio, y que ella podría inculcarle ese matiz en su personalidad. Sin embargo, Charlie sabía que semejante cosa jamás ocurriría: su padre era orgulloso, altivo y terriblemente susceptible. ¿Acaso su padre y su madre pensaban que él y sus hermanas no sabían que se habían estado peleando como un par de gatos?

Una vez que decidió no ir con su madre, Charlie se cogió del brazo de su tía Kitty, y dejó que a su tía Jane la acompañara Angus, que no sabía nada de las habituales lloreras de la mayor de las Bennet. «¡Asesinada…!». Aquello le resultaba un enigma inconcebible… ¡que una criatura tan patética como su tía Lydia pudiera haber sido asesinada…!

Una sombra amenazante se dejó ver: era Ned Skinner. Como siempre, había pasado inadvertido, pero de todos modos se encontraba allí, por si acaso su padre lo necesitaba, pensó Charlie. Había algo en aquella relación que asqueaba profundamente al primogénito de los Darcy, pero aún no sabía exactamente de qué se trataba. Era como si se conocieran desde siempre, cuando aquello resultaba manifiestamente imposible. Su padre tendría ya doce años cuando Ned nació. Charlie conocía los antecedentes de Ned un poco más que el resto, excepto su padre; sabía que su madre había sido una prostituta negra de algún burdel y que el padre de Ned había sido el jefe de una banda de criminales que había tenido su guarida en aquel mismo burdel. Charlie había encontrado esos hechos redactados en los papeles del abuelo pero no había mucho más; alguien había arrancado y extraviado una buena parte de sus diarios. Cuando Charlie fue a quejarse de ello a su padre, éste le dijo que el propio abuelo lo había hecho, en un ataque de demencia, antes de morir. Pero nada de eso explicaba por qué su padre y Ned eran tan buenos amigos, cuando era evidente que iba totalmente en contra del prurito de Darcy de Pemberley contar con la estrecha amistad de un hombre como Ned Skinner. Su padre era un estirado de tomo y lomo, nadie que lo conociera podría negarlo. Así que… ¿por qué era amigo de Ned?

Como nunca había conocido bien a su tía Lydia, Charlie no podía lamentar en exceso su pérdida, pero entendía el dolor de su madre. Y el de la tía Jane. La tía Kitty, una mujer superficial, parecía pensar que aquella muerte, al fin y al cabo, era en parte una bendición, pues significaba que podría pasar el verano en Pemberley, por fin. La gente con la que ella solía relacionarse no había formado parte de la lista de invitaciones de ese año, puesto que Fitz esperaba grandes acontecimientos en las Cámaras de los Lores y los Comunes.

– Me encanta que Kitty esté aquí -le dijo Elizabeth a su hijo y a Jane-. Le dará a Georgie un buen barniz urbano. No me preguntéis por qué, pero Georgie la adora.

– ¡Es una cabeza de chorlito, mamá…! -dijo Charlie riéndose-. A Georgie le gusta cualquier persona que no sea convencional, y tía Kitty es tan elegante…

– Espero que pueda convencer a Georgie de que no se muerda las uñas -dijo Jane-. Se destroza las manos, y las tiene preciosas.

– Bueno, tengo que ir a inspeccionar una cueva que Angus dejó pasar… -dijo Charlie, besando los dedos de las damas, y desapareció.

– Me alegro de que Lydia esté enterrada aquí -dijo Jane-. Así estamos muy cerca de ella y podemos traerle flores a la tumba.

– Tuvo pocas flores en vida, pobrecita. Tienes razón, Jane, es mejor que esté enterrada aquí.

– No lamentes que no tuviera las cosas que ella lamentaba que nosotras no tuviéramos -dijo Jane-. A Lydia le encantaba la vida cuartelaria, adoraba las fiestas desenfrenadas y la compañía de los hombres… la compañíaíntima de los hombres. Ella se compadecía de nuestras existencias tan serias, tan virtuosas y tan elegantes.

– Lo único que puedo recordar es cómo quería a George Wickham.

– Sí, pero a pesar de sus declaraciones en sentido contrario, Lizzie, se lo pasó francamente bien mientras su marido estaba lejos. -Jane parecía enojada-. Supongo que no sabemos nada de sus agresores.

– No, nada en absoluto.

Cuando se encontró flotando en el río Derwent el cuerpo de un muchacho de unos quince años, el hecho atrajo la atención de todo el mundo, sobre todo porque la señorita Mary Bennet, muy relacionada con Pemberley, se encontraba desaparecida. Se envió a un policía del condado para que fuera a inspeccionar aquel horrible cuerpo hinchado, y el médico local aseguró que el cadáver podría haber sido arrastrado aguas abajo a lo largo de muchas millas, puesto que el muchacho había muerto al menos hacía tres días. El doctor era de la opinión de que se había ahogado, puesto que no había señales de que pudiera haber sido un crimen. El cuerpo sólo dejaba ver dos cosas extrañas: la primera, una zona calva en la cabeza, como si tuviera tonsura en lo alto de la coronilla; y la segunda, que estaba circuncidado. Por otra parte, el muchacho parecía bien alimentado y no mostraba evidencias de haber sufrido a un amo en exceso cruel, lo cual suponía que probablemente no había sido obrero en una fábrica, ni en los telares, ni en una fundición ni había sido soldado. El cadáver estaba desnudo y, desde luego no se conocía su nombre; el policía lo registró como «Varón joven. Judío». Remitió su informe al superintendente y envió el cuerpo a enterrar en el cementerio de los comunes. No había necesidad de preocuparse por que tuviera un lugar en tierra consagrada: no era cristiano, seguro.

Sin embargo, cuando se encontró un segundo cuerpo adolescente a los pies de un precipicio, no lejos del primero, las noticias acabaron llegando a la oficina del señor Darcy, junto con el informe del hallazgo del primer cuerpo. Fitz hizo llamar a Charlie y a Angus, pero no a Owen, quien, acuciado por los remordimientos de conciencia, había decidido finalmente volver a casa de sus padres en Gales, dejando algunos corazones heridos en la sala de estudios y un brillo muy revelador en los ojos de Georgie.

Fitz parecía enojado. Luego les explicó por qué los había hecho llamar.

– Jóvenes y niños mueren con una normalidad verdaderamente deprimente -sentenció-, especialmente en nuestros días, cuando nadie cumple las Leyes sobre la Pobreza [34]. Pero este par de muchachos ha aparecido de un modo un tanto extraño. Ambos eran aproximadamente de la misma edad… catorce o quince años. Eran adolescentes, pero prácticamente niños. Uno es un varón; la otra era una muchacha. -Pareció sentirse incómodo en su propia silla-. Ninguno de los dos tenía las marcas características de los niños que han estado trabajando como esclavos… no tenían heridas producidas por látigos o fustas, y tampoco cicatrices. Al muchacho ya lo enterraron en una fosa común, pero ordené que se examinara con precisión el cuerpo de la muchacha, y no tiene ni huesos rotos ni marcas de heridas antiguas. Ambos estaban bien alimentados y tenían un aspecto saludable. La muchacha estaba sana en todos los aspectos. No sufrió ningún ataque ni padeció una apoplejía prematura.

– Así que no se cayó por el precipicio -dijo Angus, que notó cómo se le aguzaba el oído a Argus.

– No. La dejaron allí para que pareciera que se había caído, y supongo que si Mary no estuviera desaparecida, la policía ni siquiera me lo habría comunicado. El cuerpo de la muchacha simplemente habría ido directo a la fosa común de los miserables.

– Padre… cuando nos hiciste llamar, tras la muerte de la tía Lydia, nos encontramos con un peculiar grupo de gente… -dijo Charlie, mirando a Angus-. Bueno, es mejor que te lo cuente Angus; si lo hago yo, pensarás que exagero.

– En absoluto -dijo Fitz, sorprendido-. Puedes contarme lo que quieras perfectamente, Charlie. Pero dejemos que sea Angus quien lo cuente, si lo prefieres.

– Nos encontramos con una procesión de… bueno, nosotros creemos que se trataba de muchachos, dirigidos por un anciano -dijo Angus-. Él los llamaba los Niños de Jesús, y decía que venían de un orfanato del mismo nombre que se encuentra en las cercanías de York.

Fitz frunció el ceño.

– ¿Un orfanato regentado por religiosos?

– Católicos romanos, tal vez. Parecían como franciscanos… aunque el tono marrón de sus túnicas no era el de los franciscanos exactamente.

– Orfanato de los Niños de Jesús, regentado por frailes cuasi franciscanos y emplazado en las cercanías de York… Esa institución no existe, ni cerca de York ni en parte alguna al norte del Támesis: eso es lo que creo. «Niños de Jesús»… ni siquiera suena bien. Debería ser Sagrado Corazón de Jesús o María Inmaculada si fueran católicos romanos. Los católicos romanos no consideran a Jesús en el mismo sentido que algunas sectas protestantes… que quiero decir es que algunas de estas sectas hablan tanto de Jesús que apenas si mencionan a Dios. El nombre de «Niños de Jesús» parece inventado por alguien que ni siquiera ha estudiado Teología.

– ¡Entonces teníamos razón cuando sospechamos de ellos! -exclamó Charlie-. ¡Era aquel viejo… un individuo muy sospechoso! No miraba a los ojos.

– Nosotros bajábamos por un sendero estrecho que Charlie conocía -dijo Angus-, y no nos encontramos a nadie excepto a esos Niños de Jesús. ¿Cómo iba a conocer un fraile de York ese camino? El viejo dijo que era boticario y estuvo muy dispuesto… ¡demasiado dispuesto!, a enseñarnos sus productos, que llevaba amontonados en una carretilla. Puede que llevara cincuenta cajas de elixires y ungüentos de todo tipo… «¡Mire, mire todo lo que quiera!», decía; y le dio una pomada para caballos a Charlie. En todas las etiquetas ponía «Niños de Jesús, ungüento para esto o poción para lo otro…». ¿Quién sabe? Tal vez el viejo cree que la etiqueta «Niños de Jesús» le proporciona cierta credibilidad. -Angus carraspeó y miró con aire de disculpa a Charlie-. No he tenido ocasión de decírtelo, pero fui a caballo hasta Buxton para visitar una de esas boticas, y me sorprendió descubrir que el propietario estaba encantado con los productos de los Niños de Jesús. ¡Tenía absoluta confianza en ellos! Y sus clientes también: están casi dispuestos a pagar cualquier cosa por un elixir para los nervios si viene con la etiqueta de los Niños de Jesús. -Angus adoptó un gesto malicioso-. Cura la impotencia… Si ese viejo abriera una tienda en Westminster y vendiera ese ungüento, aunque sólo fuera eso, se haría rico.

Cuando las risas cesaron, Charlie tomó la palabra.

– Creo que ese viejo está loco -dijo-. Había algo diabólico en él, y jamás vi a treinta muchachos tan extrañamente ataviados, tan tímidos y con tan buen comportamiento… ¡en toda mi vida! Se estremecían y temblaban tanto cuando les pedí que se quitaran las capuchas que estoy seguro de que no querían mostrarle la cara al anciano. Creo que el viejo los tenía aterrorizados. ¡Oh… cuánto temía yo a mis antiguos maestros! Aunque yo creo que éste está loco y que los aterroriza bastante más. Lo único que me dejaba petrificado cuando era niño eras tú, padre… ¡lo siento!, y los locos que alguna vez se cruzaban si acaso en mi camino. La gente cuerda siente terror ante los locos porque su conducta es imprevisible y no se puede razonar con ellos. Para los niños pequeños, ese viejo seguramente sería Satanás.

– Para el boticario de Buxton era el padre Dominus -dijo Angus-, he terminado de contar mis aventuras en solitario, Charlie. El padre Dominus siempre acude a las boticas de día para cobrar. Pero mercancía invariablemente se entrega en plena noche, y la dejan niños vestidos con indumentaria religiosa. Mi informante me dijo que no se sabía que hubieran dejado mercancía durante el día nunca. Al parecer, pensaba que los niños eran refugiados de amos maltratadores y que Dominus los acogía bajo su protección.

– Curioso… -dijo Fitz, tamborileando con los dedos y llevándose las puntas a los labios. Aquello le hacía parecer un verdadero primer ministro-. ¿De dónde proceden, si no vienen de York? -preguntó-. Si normalmente salen de noche, eso podría explicar su extraño comportamiento cuando os los encontrasteis a plena luz del día, pero deben vivir en alguna parte y allí se les conocerá…

– Lamento haberte metido en el mismo saco con esos lunáticos, padre.

Fitz miró a su hijo con una sonrisa en sus ojos.

– Tengo suficiente imaginación, Charlie, para darme cuenta de por qué un niño pequeño me puede meter en el mismo saco con los lunáticos. Debo de haber sido extremadamente severo…

– Ahora no tanto, padre.

– Debemos dividir nuestras fuerzas para enfrentarnos a esto -dijo Fitz, abandonando cualquier ápice de diversión-. Angus y Charlie, vosotros concentraos en las cuevas. Puede ser que el padre Dominus utilice una cueva para ocultarse, y si Mary todavía está viva, podemos imaginar que se encuentra en una de esas grutas. Si hay alguna conexión entre ella y los Niños de Jesús, no lo sabemos, pero si trabajáis con diligencia, quizá podáis sacar alguna prueba a la luz. Angus, ¿durante cuánto tiempo te quedarás aquí?

– Lo que sea necesario, Fitz. Tengo buenos sustitutos en Londres y ellos podrán encargarse de mis asuntos allí, y mis periodistas deben de estar como lo que se decía de los ratones que bailaban, puesto que el gato se encuentra en Derbyshire. En fin, los textos saldrán sin pulir.

– Muy bien. Roguemos para que las cosas se solucionen antes de que todos tengamos que irnos de Pemberley para atender nuestras obligaciones, queramos o no. Si Mary no aparece antes de que empiecen las clases en Oxford y el Parlamento salga de su receso estival, entonces creo que no tendremos esperanzas de recuperarla.

– ¿Qué hacemos con los orfanatos? -preguntó Charlie.

– Le dejaremos eso a Ned. Es justamente el trabajo que le gusta hacer: se subirá a ese monstruoso caballo negro e irá en él de un lado a otro -dijo Fitz desapasionadamente.

– A propósito, padre, mientras Angus andaba fisgoneando en Buxton, yo también me entretuve haciendo algunas indagaciones por mi cuenta -dijo Charlie-. Pregunté por una procesión de niños que tal vez llevaran hábitos religiosos. Pregunté en granjas, aldeas, pueblos… Pero esa procesión, y ni siquiera un grupo que fuera en fila, jamás salió de ninguna parte ni llegó a parte ninguna, como si no tuvieran destino. La única pobladura en la dirección de la que procedían es Pemberley, y nosotros sabemos que jamás han estado en Pemberley. Creo que eso significa que partieron de Stanage Edge, aunque nunca estuvieron en Bamford. Y ese camino acaba en Chapel-en-le-Frith.

– ¿Estás sugiriendo que entraron en una cueva? -preguntó Fitz.

– O eso, o cruzaron campo a través entre la zona de las cuevas y el norte de la comarca de The Peak.

– ¿Os pareció que llevaban comida… o agua?

– Bajo aquellos ropajes, padre… ¿quién sabe? El agua se encuentra fácilmente por todas partes, pero no he sabido de ningún grupo de personas desconocidas que hayan acampado o hayan instalado sus caravanas al raso. Los páramos son muy duros.

– Desde luego. Le preguntaré a Ned por si sabe algo.

Nada. Cuando Fitz fue a hablar con Ned, éste dijo que no había oído nada al respecto.

– Fitz, no importa lo famoso que pueda ser ese remedio para la impotencia del padre Dominus, apuesto lo que sea a que no sirve para nada. Todo esto que me dices tiene muy poco sentido, ¿no te parece? Tenemos a un individuo con auténticas panaceas llenándose los bolsillos, recaudando pingües beneficios, boticarios diciendo maravillas de todos los productos que les proporciona ese viejo, mientras anda vagando por caminos apartados que no conducen a parte ninguna salvo a Pemberley. Y a cargo de un grupo de críos que parece que han sido maltratados. ¿De qué estamos hablando? -preguntó Ned, frunciendo el ceño.

– Charlie cree que es un loco, y puede que ésa sea la verdad sin más. Nada de esto tiene ningún sentido. En realidad, es todo tan absurdo que a su lado las circunstancias que rodearon la muerte de Lydia parecen claras como el agua. Y ahora tú, Ned, también dices que nada de eso tiene sentido.

– Hay algo importante: ¿dónde tiene la fábrica ese viejo? Y debe de tener también un almacén. Un orfanato sería una tapadera muy inteligente, desde luego, ¿no te parece?

Fitz pareció verlo claro entonces.

– Claro, tienes razón: sería una buena tapadera… Todas las parroquias pueden tener su orfanato, aunque no todas tienen uno. Conozco a ciertos filántropos que financian orfanatos. Creo que podríamos prescindir de asilos de indigentes y albergues para pobres… allí hay indigentes de todas las edades. He escrito a todas las circunscripciones religiosas dependientes de una autoridad central, y recibiré sus respuestas a su debido tiempo, pero puede haber instituciones que no estén relacionadas con ninguna religión.

– ¡Tranquilo, Fitz!Júpiter y yo iremos de pueblo en pueblo, incluso llegaremos a York. No serán tantos orfanatos y casas de caridad; hay más manzanas en un árbol que orfanatos en Inglaterra.

A menos que el árbol sea un peral.

– Cuando haces chistes, Fitz, eres un verdadero desastre -dijo Ned, sonriendo-. ¡Qué maldito mechón de pelo blanco…! Juraría que cada día se te hace más grande.

– Elizabeth piensa que me proporciona distinción.

– Eso es lo mejor para un primer ministro, desde luego.

– Necesitarás bastante dinero. Aquí tienes. -Fitz le lanzó una bolsa de monedas y Ned se hizo con ella hábilmente-. ¡Encuéntralos Ned! Me da pena ver a Elizabeth sufriendo tanto.

– Qué raro, ¿no?

– ¿Perdona…?

– Bueno… todo este asunto comenzó con una carta de Mary a Charlie… aquella que yo intercepté y copié para ti. ¡Estabas muy nervioso por aquello! Pero mirando atrás y viendo dónde nos encontramos ahora, parece que aquello no tenía la menor importancia, y desde luego, no la importancia que tú le dabas.

– ¡No me lo restriegues en la cara, Ned! Por aquel entonces estaba muy preocupado por las posibles consecuencias, estaba muy ocupado pensando en los próximos meses… quizá en los años venideros. Debí esperar acontecimientos, ahora lo comprendo. Estabas en lo cierto cuando dijiste que estaba haciendo una montaña de un grano de arena.

– No recuerdo haber dicho eso -dijo Ned, levantando las cejas.

– No utilizaste esas mismas palabras, pero era lo que querías decir. ¡Debería haberte escuchado! Habitualmente tienes razón, Ned.

Ned se rio con una gran carcajada.

– Es que eres tan estirado que parece que te has tragado una escoba, Fitz. Y te cuesta mucho aceptar que te has equivocado.

De otro hombre, una ofensa mortal; de Ned, una cariñosa verdad.

– Puntilloso con las faltas ajenas, ¿eh? El orgullo de mis ancestros fue siempre mi gran pecado.

– Y la ambición.

– No, ése es un pecado tardío. De todas formas, si hubiera esperado acontecimientos, no te habría pedido que vigilaras a Mary, y la habríamos perdido en Mansfield.

– La perdí de todos modos.

– ¡Oh, basta ya con eso, Ned! Si la encontramos, puede escribir su maldito libro con todas mis bendiciones. Yo mismo pagaré su publicación.

– El resultado será el mismo, lo pagues tú o lo pague el editor. Nadie lo leerá.

– ¡Sí…! ¡Eso! ¡Eso fue lo que dijiste!

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