Capítulo 4

– Voy a ir a casa, a Pemberley -dijo Charlie, cuando el calendario señalaba el décimo día de mayo-, y me encantaría que vinieras conmigo, Owen.

Con las oscuras cejas arqueadas, el señor Griffiths miró a su pupilo asombrado.

– Ya sé que has terminado las clases, pero… ¿Pemberley? Tu padre estará allí, y eso te pone enfermo.

– Sí, maldita sea. En cualquier caso, no puedo quedarme aquí.

– ¿Por qué?

– Mary.

– Ah, ya comprendo… Ha comenzado su odisea…

– Está a punto.

– ¿Y de qué le sirve ir a Pemberley?

– Está más cerca de los lugares a los que pretende viajar. Pero si conozco a mi padre, la estará vigilando estrechamente. Mary puede necesitar a alguien que ejerza de abogado defensor.

– Tu madre dijo que tu padre estaba muy disgustado con los planes de tu tía, ¿piensas que se fiará de ti?

– No. -Charlie se encogió de hombros y su expresivo rostro indicó más de lo que las simples palabras podían comunicar-. A nadie le resultará extraño que vaya tan pronto a casa, porque no pude ir en Navidad. Mi padre ignorará mi presencia y mi madre estará encantada. Si vienes conmigo, podemos dar una vuelta por los alrededores de Manchester. No hay más que un día a caballo desde Pemberley. Podemos decir que vamos a pasear por los páramos o a ver los paisajes de Cumberland. Hay motivos para ausentarnos de Pemberley durante días enteros.

El joven estaba muy nervioso, cualquiera podía verlo, aunque él creía que podía ocultar a Owen el temor que sentía hacia su padre. En la única ocasión en la que Owen se había encontrado con el señor Darcy, se había sentido arrastrado por una mezcla de feroz odio y la convicción de que era un hombre al cual sólo un loco podría enfrentarse. Por supuesto, la relación entre padre e hijo era diferente a cualquier otra, pero Owen no podía evitar sentir que Charlie haría mejor permaneciendo un tanto alejado de su padre. Estar bajo su mando, cuando el señor Darcy decidiera aplicar su disciplina a Mary Bennet, sólo podría empeorar las cosas definitivamente; un año escuchando a Charlie -las charlas habituales cuando no tenía la cabeza metida entre las páginas de un libro- era suficiente para que Owen supiera muchísimas cosas que Charlie no tenía intención de proclamar. Y desde que llegó la carta de la señorita Mary Bennet, la correspondencia entre él y su madre había sido profusa, y se escribían en cuanto recibían la misiva del otro. El señor Darcy estaba extraordinariamente enojado; el señor Darcy había decidido no acompañar al tío Charles a las Indias Occidentales; el señor Darcy había pronunciado un decisivo discurso en la Cámara contra esos filántropos bondadosos excéntricos y enloquecidos; el señor Darcy había sufrido un ataque de migraña que le había obligado a guardar cama durante una semana; el señor Darcy había pegado cruelmente a la pequeña Cathy por hacer una travesura; etcétera, etcétera, etcétera.

Aquellos informes relativos a los acontecimientos de Pemberley (y de Londres) sólo habían servido para que Charlie se viera acometido por ataques de aprensión que terminaban en fuertes dolores de cabeza el mismo día en que tenía prevista una lecciónviva voce; evidentemente, había heredado de su padre esa dolencia, si no su carácter férreo.

– No creo que ir a Pemberley sea muy inteligente -dijo Owen, consciente de que utilizar un calificativo más duro sólo podría enojar a Charlie.

– Respecto a eso, estoy de acuerdo. Es lo menos inteligente que pueda imaginarse. Lo cual no significa que no sea absolutamente necesario que vaya.Por favor, Owen, ¡ven conmigo!

Imágenes de los agrestes e inmaculados paisajes de Gales se presentaron ante la imaginación de Owen, pero no podía negarse la solicitud de su pupilo; apartó de su mente la intención de pasar el verano haciendo excursiones por Snowdonia, y asintió.

Muy bien. Pero si las cosas se ponen feas, no me quedaré para que me pillen en medio. Ser tu tutor ha sido una bendición para mí, Charlie, y no me atrevo a correr el riesgo de ofender a ningún miembro de tu familia.

Charlie sonrió con un gesto de agradecimiento.

– ¡Trato hecho, Owen! Lo único que tienes que hacer es dejarme que pague todos los viajes que hagamos. ¿Me lo prometes?

– Con mucho gusto. Si debo hacer caso a mis padres, cada libra que me sobre debe volar a casa. Tenemos que preparar la dote para Gwyneth.

– ¡Ah!, ¿sí? ¿El mozo es un buen partido?

– Magnífico.

– Me parece completamente estúpido que una chica tenga que aportar una dote cuando su prometido es un partido magnífico -dijo Charlie con gesto malévolo.

– Suscribo lo que dices, pero así es la cosa, pese a todo. Con tres chicas a las que hay que casar, mi padre debe apresurarse y hacer todo lo posible para prepararles la dote. Morfydd acaba la escuela el año que viene.

En otros tiempos, el buen juicio innato de Elizabeth habría impedido que se confiara a una persona tan poco adecuada como su hijo, cuyos sentimientos eran tan apasionados como sensibles. En fin, apartó sus prevenciones: ¡tenía que contárselo a alguien! Jane estaba casi enferma y, además, un tanto abatida; Charles se había ido a Jamaica con previsión de pasar allí un año y la había dejado sola. Sus posesiones en aquella idílica isla eran enormes, y dependía demasiado del trabajo de los esclavos para permitir la emancipación de éstos después de que los negros hubieran trabajado sus plantaciones durante determinado número de años; eso decía el señor Bingley. Cuando Jane supo que su marido poseía varios cientos de esclavos, se había sentido horrorizada, y le hizo prometer que los liberaría en cuanto le fuera posible. Que trabajaran para él en calidad de hombres libres: así sería más honroso. Así pues, él se había visto obligado a comunicarle, amablemente, que aquellos esclavos se negaban a trabajar para él una vez que los liberaban. Y, desde luego, no conseguía explicarse por qué. Jane no tenía ni idea de cuáles eran las condiciones en que vivían los esclavos en las plantaciones de azúcar en las Indias Occidentales, y no lo hubiera creído si él se hubiera atrevido a contárselo. Palizas, cadenas y raciones miserables de alimento eran ideas tan alejadas de la comprensión de Jane que se habría hundido ante la simple idea de que su amado Charles era quien las ordenaba. Y si Jane no lo sabía, no lo sentiría: ése era el lema de Charles Bingley.

Elizabeth estaba casada con un hombre más sincero, así que no tenía las idílicas fantasías de su hermana; era perfectamente consciente de los secuestros de negros en la costa occidental de África Central, húmeda y calurosa, y de que aquellas rapiñas habían sido más difíciles que las de antaño, y por tanto habían proporcionado menos cantidad de esclavos nuevos y a precios más altos. En su opinión, los propietarios de las plantaciones deberían aceptar lo inevitable y liberar a sus esclavos de todos modos. Pero Fitz había dicho que esto era de todo punto imposible porque los hombres negros podían trabajar en climas tropicales, mientras que los hombres blancos no. Era un argumento que Elizabeth tachó de sofistería, aunque no lo dijo, en aras únicamente de mantener la paz.

En cualquier caso, la resistencia, e incluso la rebelión, de los esclavos de las plantaciones iba en aumento, a pesar de los esfuerzos por reprimirla. Por esta razón Charles Bingley no podía posponer su inminente viaje a través del Atlántico. Cuando Elizabeth supo que Fitz se había propuesto ir con él, no dejó de sorprenderse, pero tras una breve reflexión, supo por qué: Fitz había viajado mucho, pero no al oeste de Greenwich. Sus viajes al extranjero habían tenido un carácter diplomático, incluidas sus visitas a la India y China. Siempre hacia el este de Greenwich. Un futuro primer ministro debería tener experiencias de primera mano en todo el mundo, y no sólo de la mitad de él. Hombre poco dispuesto a diferir sus responsabilidades, Fitz consideró el viaje de cuñado como una oportunidad perfecta para conocer a fondo los asuntos relacionados con las Indias Occidentales.

A Elizabeth ni siquiera se le había pasado por la cabeza que una persona tan insignificante como Mary tuviera el poder de alterar los planes de su marido, así que cuando Fitz anunció que Charles tendría que ir a Jamaica solo, la segunda de las Bennet no pudo menos que asombrarse.

– Por culpa de tu hermana Mary -dijo.

Para Elizabeth era todo un misterio cómo era posible que todo el mundo, al parecer, conociera los planes de Mary. Primero había llegado la carta de Charlie en febrero, escrita en una barahúnda de preocupaciones que había conseguido incluso inquietarla. Luego recibió una amable nota del señor Robert Wilde, a quien no recordaba haber visto en el funeral de su madre -no le habían presentado a los deudos locales-. El abogado le rogaba que utilizara toda su influencia para persuadir a la señorita Bennet y convencerla de que no viajara en una diligencia común, puesto que aquello pondría en peligro tanto su seguridad como su virtud. Luego… ¡Angus le había enviado una nota con el mismo motivo! Otras misivas remitidas por lady Appleby y la señorita Botolph eran bastante menos explícitas; ambas damas parecían más preocupadas por las excentricidades de Mary que por los viajes que había proyectado y, en realidad, dejaban entrever que, a su parecer, la señorita Bennet estaba echando a perder algunas ofertas matrimoniales verdaderamente excelentes. Como no mencionaban ningún nombre -tenían que ser discretas-, Elizabeth dedujo de aquellas cartas que el primero de la lista era Angus Sinclair.

Para colmo de desdichas, Fitz había invitado a varias personas a Pemberley, y permanecerían allí durante todo el tiempo que desearan, lo cual significaba que en ningún caso se quedarían menos de una semana: eso por lo que tocaba al duque y a la duquesa de Derbyshire, al obispo de Londres y al presidente de la Cámara de los Comunes y su esposa. Probablemente, Georgiana y el general Fitzwilliam también se quedarían una o dos semanas, pero la señorita Caroline Bingley, la señora Louisa Hurst y su hija, Letitia/Posy, seguramente se quedarían todo el verano. Respecto a cuánto tiempo podría quedarse el señor Angus Sinclair, no tenía ni la menor idea. Y ahora aquella breve nota de Charlie anunciando su llegada… ¡«con el señor Griffiths, si no os importa»! Desde luego, no era que Pemberley no fuera capaz de acoger a todas esas personas, e incluso diez veces su número, en sus cien habitaciones; más difícil sería encontrar el ejército de criados que se tendría que ocupar de sus invitados y sus sirvientes, aunque Fitz nunca reparaba en gastos a la hora de pagar a criados de apoyo. Además de todo esto, la dueña del castillo de Pemberley no estaba de humor para buscar los divertimentos que una casa llena de invitados reclamaba. Su pensamiento estaba con Mary.

No era costumbre de Fitz pasar la primavera y los primeros días del verano en su despacho; habitualmente las reuniones festivas en su casa tenían lugar en agosto, cuando el clima de Inglaterra resulta más caluroso y molesto. Otros años, se había ido al continente o a Oriente desde abril a julio. Para Elizabeth, mayo era generalmente un período delicioso en el que salía a pasear para ver cómo todo estallaba en flores y pasaba largas horas en compañía de sus hijas, visitaba a Jane para ver a sus siete sobrinos y a su única sobrina. Y ahora, allí estaba, a punto de enfrentarse a aquella dama vitriólica, Caroline Bingley, a aquella encarnación de la perfección, Georgiana Fitzwilliam, y a aquel insoportablemente aburrido presidente de la Cámara de los Comunes. ¡Era realmente espantoso! Ni siquiera tendría tiempo para preguntarle a Charlie cómo le había ido en Oxford… ¡Oh, cuánto le había echado de menos en Navidad!

Charlie llegó un día antes que todos los invitados y no hizo caso de las disculpas que su madre le presentó por tener la casa llena y poco tiempo para dedicarle.

– Owen nunca ha estado en esta parte de Inglaterra -le explicó con ingenuidad su hijo-, así que pasaremos la mayor parte de los días fuera, de excursión… Para un galés que ha vivido en las montañas de Snowdonia, las montañas de Derbyshire no le resultarán del todo desagradables.

– He dispuesto que el señor Griffiths se acomode en la habitación contigua a la tuya, en vez de en el ala este con los otros invitados -dijo Elizabeth, mirando a su hijo con un aire un poco triste; ¡cuánto había cambiado durante aquel año lejos de ella!

– ¡Oh, espléndido! ¿Va a venir el duque de Derbyshire?

– Por supuesto.

– Entonces, adiós a la Suite Tudor; aparte de donde va a dormir, esa habitación habría sido el único lugar en el que podría haber permitido que Owen reposara la cabeza.

– ¡Qué tonterías dices, Charlie! -dijo su madre, riéndose.

– ¿Las comidas van a ser con horario londinense?

– Más o menos. La cena será a las ocho exactamente… ya sabes lo insistente que es tu padre con la puntualidad, así que no lleguéis tarde.

Dos hoyuelos aparecieron en las mejillas de Charlie; sus ojos bailaron.

– Si no podemos ser puntuales, mamá, convenceremos a Parmenter para que nos lleve dos bandejas a la habitación de los niños malos.

Aquello era demasiado… Elizabeth no pudo evitarlo y lo abrazó, por más que él se creyera lo suficientemente adulto como para que su madre tuviera esa conducta…

– ¡Oh, Charlie, es maravilloso volver a verte! Y también a usted, señor Griffiths -añadió, sonriendo al joven galés-. Si mi hijo estuviera solo, me preocuparía aún más. Su presencia me asegura que se portará bien.

– Mucho confías tú en quien no conoces, mamá -dijo Charlie.

– Supongo que mi hijo ha hecho acto de presencia en Pemberley porque piensa estar más cerca de su tía Mary -le dijo el señor Darcy al señor Skinner.

– Su tutor está con él, así que no hará nada descabellado. Griffiths es un hombre juicioso.

– Cierto. ¿Por dónde anda su tía Mary? -preguntó Fitz, tendiendo a Ned un vaso de vino.

Estaban en la biblioteca grande, considerada la más hermosa de Inglaterra. Se trataba de una enorme sala cuyo techo artesonado se perdía en las sombras, y cuyadécor era de madera de caoba, rojiza oscura, y dorados. Los muros presentaban estanterías alineadas, unas tras otras, y repletas de libros; contaba con un halcón a media altura; una maravillosa escalera de caracol, tallada con un intrincado dibujo, conducía a un corredor voladizo en torno a toda la estancia; pequeñas escaleras fijas hacían posible el acceso a cualquier volumen. Ni siquiera los dos enormes ventanales que se cerraban en arcos ojivales góticos podían iluminar plenamente todo el interior. Las lámparas de araña colgaban desde la parte inferior del corredor voladizo que daba la vuelta a toda la estancia y del perímetro del techo, lo cual significaba que en el centro de la sala no se podía leer de ningún modo. Las vigas que sujetaban el pequeño corredor abalconado remataban en capiteles geométricos, y un poco más allá, en pequeños islotes de luz, había atriles, mesas y sillas. La enorme mesa de despacho de Fitz se encontraba en la tronera de una ventana, y había varios sofás Chesterfield de piel carmesí sobre las alfombras persas del suelo; otras dos butacas de piel carmesí ocupaban su lugar a cada lado de una chimenea de mármol de Levanto que lucía, en ambos extremos, dos nereidas en alto relieve, talladas en mármol rosa pulido.

Estaban sentados en los sillones: Fitz, formal y envarado, pues tal era su carácter; Ned, calzado con botas de montar, con una pierna colgando sobre uno de los brazos del sillón. Parecían perfectamente cómodos el uno con el otro, quizá como dos viejos amigos relajados después de un día de caza. Pero la caza no era animal, ni la amistad era entre dos iguales.

– En estos momentos, la señorita Bennet está en Grantham, esperando la diligencia pública que se dirige a Nottingham. No pasa todos los días.

– ¿Grantham? ¿Por qué no ha ido al oeste de los Peninos y ha venido directamente a Derby, si piensa dirigirse a Manchester?

– Eso la habría obligado a viajar primero a Londres y creo que no es una mujer muy paciente -dijo Ned-. Va a cruzar los Peninos hasta Derby pasando por Nottingham.

A Fitz se le escapó una leve risilla.

– ¡No me sorprende en absoluto! Desde luego, está muy impaciente. -Poniéndose serio, miró fijamente a Ned con aire un tanto indeciso-. ¿Crees que podrás seguirle el rastro?

– Sí, es fácil. Pero dado que tus invitados están llegando, pensé que sería mejor estar aquí mientras ella permanece tranquilamente en Grantham. Volveré a seguirla mañana.

– ¿Ha habido muchas habladurías al respecto?

– En absoluto. Hay que admitirlo: es un alma bendita; ni se dedica a charlas inútiles, ni a ponerse en evidencia. Si no fuera porque es una mujer tan atractiva, estaría tentado a decir que no necesita vigilancia ninguna. En todo caso, llama la atención de todo tipo de hombres… cocheros, postillones, mozos de cuadra y caballerizos, taberneros, camareros, viajeros de techo y de pago completo a cubierto. Los que van dentro, con ella, no son peligrosos… son viejos acompañantes y maridos.

– ¿Ha tenido que enfrentarse a caballeros demasiado cariñosos?

– No ha sido para tanto. No creo que se le pase por la cabeza que puede ser objeto de la lujuria de un hombre.

– No, desde luego. Aparte de su engorrosa excentricidad, es una muchacha muy modesta.

– Me sorprende, Fitz… -dijo Ned, manteniendo su voz en un tono desapasionado-, me sorprende que te preocupe tanto. ¿Qué puede hacerte esa mujer, a fin de cuentas? No es como si alguien se hiciera eco de sus quejas, o si alguien atendiera sus palabras si se dedicara a calumniar a los Darcy, como ocurre con Argus y sus cartas por ejemplo. Tú eres un gran hombre. Ella no es nadie.

Fitz estiró sus largas piernas y las cruzó en los tobillos, clavando la mirada en las rubicundas profundidades de su vaso con un gesto de amargura.

– No has salido mucho de Pemberley, Ned, y no sabes que esa familia, cuando se reunía, era un problema. No viajaste conmigo por aquel entonces. Mi preocupación por Mary Bennet no tiene nada que ver con mis intereses políticos… es sólo prudencia. Mi reputación lo es todo para mí. Aunque los Darcy han tenido relaciones familiares con todos los reyes que se han sentado en el trono de Inglaterra, han evitado la mancilla de la mayoría de los hombres estúpidos… hombres que pretenden honores y grandes nombramientos. Ahora, finalmente, después de mil años de espera, tengo en mi mano la posibilidad de perpetuar el nombre de Darcy de un modo absolutamente impecable… como cabeza electa del Parlamento de Inglaterra. ¿Un ducado? ¿Un condado con título de Mariscal de campo? ¿Un acuerdo matrimonial con alguien de la realeza? ¡Bah! ¡Naderías! Inglaterra nunca ha estado tan hundida como con la casa de Hannover… ¡bonitas princesitas alemanas con nombres más largos que su árbol genealógico [14]!, pero el Parlamento de Inglaterra se ha elevado en la misma medida en que se han hundido sus soberanos. El primer ministro, a día de hoy, Ned es verdaderamente el que tiene poder. Hace cien años era sólo un título que iba dando bandazos en la Cámara de los Lores, igual que un decantador de oporto en una cena, mientras que hoy se le elige en la Cámara de los Comunes. Debe su existencia al capricho de los electores, y no es el ungido de una oligarquía que nadie ha elegido. Como primer ministro, negociaré con Europa las consecuencias de las guerras de Bonaparte. Su campaña en Rusia puede acabar con él, pero habrá dejado el continente en ruinas. Yo solventaré esos problemas, y seré el hombre de Estado más grande de todos los tiempos. No permitiré que nada se interponga en mi camino.

Con el ceño fruncido, Ned lo observó detenidamente; después de tantos años de estrecha amistad, aquélla era una faceta de Fitz que él no conocía, pero que deseaba conocer.

– ¿Y qué tiene que ver todo esto con esa mujer? -preguntó.

– Todo. Hay un dicho tan antiguo que nadie sabe quién lo dijo por primera vez: «El barro atasca el carro». Muy bien, ¡pues te juro que ni la más mínima partícula de barro manchará el nombre de Darcy de Pemberley! La familia de mi mujer ha sido como una piedrecilla permanente en mi zapato durante veinte años. Primero, la madre, una vergüenza de tal calibre que las brujas como Caroline Bingley se pasaban los días enteros contando chistes de ella por todo el West End londinense, y eran tan ridículos como ciertos. ¡Qué vergüenza tuve que pasar! Así que cuando el padre murió, afortunadamente, la envié lejos de aquí y la encerré… Sólo para descubrir que a la hidra le había nacido otra cabeza: Lydia. Respecto a ésta… intenté apartarla de la sociedad decente y le di alojamiento en Newcastle. Luego, después de que George Wickham fuera expulsado del país, ya lo sabes, te ordené que la vigilaras en todo momento y siempre que se acercara demasiado a Pemberley. Aunque esa cabeza no se ha cortado totalmente, sólo cuelga de unos hilos de carne y no podrá sostenerse mucho más tiempo. Ahora, precisamente cuando mis planes están cerca de hacerse realidad, aparece la peor cabeza de la hidra con la que me he tenido que enfrentar hasta la fecha: otra hermana, Mary. ¡Una maldita filántropa con deseo de hacer el bien por el mundo! -Doblando las piernas, Fitz se reclinó hacia atrás, con el rostro enjuto iluminado por una furia saturnina muy antigua-. Imagina que a esa mujer con cara de ángel de Botticelli y aficionada a hacer el bien se le ocurre escribir su espantoso libro, un libro en el que quizá acuse a los Darcy de Pemberley de… ciertos crímenes. ¿Qué diría la sociedad y el Parlamento? El barro atasca el carro.

– No me había dado cuenta de que estabas tan firmemente decidido a seguir por ese camino -dijo Ned lentamente.

– Te juro que seré primer ministro de estas islas.

– En serio, Fitz, deja que esa mujer escriba su libro. Nadie lo va a leer.

– ¿Cómo puedes estar tan seguro? ¡Las mujeres hermosasllaman la atención, Ned! ¿Qué pasaría si Angus Sinclair se entera de la existencia de ese libro? Es un hombre influyente, una bestia política con amigos en todas partes. También es el hombre que comenzó con este maldito lío, haciendo famoso a Argus.

– ¡Fitz, estás exagerando! ¿Por qué el libro de esa mujer iba a tener nada que ver con los Darcy? Ella va buscando información sobre la desgraciada vida de los pobres. Honestamente, Fitz, estás viendo una tormenta en un vaso de agua.

Algunos vasos de agua pueden ser tan grandes como para albergar un océano. -Fitz se sirvió más vino y rellenó el vaso de Ned-. La experiencia me ha enseñado que la familia Bennet es una catástrofe permanente, siempre a punto de desatarse. No quiero ser un profeta de malos augurios, pero siempre que los familiares de mi mujer levantan sus espantosas cabezas de hidra, me echo a temblar. Tienen la costumbre de acabar con mi buena suerte.

– Si fueran hombres, sería más fácil enfrentarse a ellos, lo entiendo -dijo Ned, y su rostro se tornó más oscuro-. El silencio de los hombres puede conseguirse de un modo… o de otro. Pero es endemoniadamente difícil conseguir que una mujer se calle.

– Nunca te he pedido que mates a nadie.

– Ya lo sé, y te lo agradezco. De todos modos, Fitz, si ello fuera necesario, estoy a tu disposición.

Fitz se echó hacia atrás con gesto horrorizado.

– No, Ned, ¡no! Puede que considere necesario que a algún loco testarudo se le dé una paliza que quede a una pulgada de la muerte, pero nunca se me ocurrirá acabar con la vida de esa persona. ¡Te lo prohíbo!

– Claro, claro… No pienses más en ello -dijo sonriendo Ned-. Piensa sólo en ser primer ministro, y yo me sentiré muy orgulloso de ti.

Entre todos los invitados, Angus Sinclair fue el primero en llegar, tan ansioso estaba por instalarse rápidamente en aquella maravillosa casa señorial. Las dependencias que le habían correspondido conformaban una suite decorada con el tartán de los Sinclair, una idea que Fitz había llevado a cabo cuando Angus había visitado por vez primera la casa, hacía ya nueve años. Era un modo de decir que siempre sería bien recibido en la casa, sin importar cuánto tiempo pasara. Su criado, Stubbs, estaba igualmente satisfecho con su cubículo mal ventilado, junto al vestidor de su amo. Lo peor de las reuniones festivas, según el punto de vista de Stubbs, eran los alojamientos de la servidumbre, porque generalmente se encontraban a una agotadora distancia de los aposentos de sus señores, y se veían precisados a subir y bajar muchas escaleras; por otro lado, ningún ayuda de cámara de postín deseaba mezclarse con un tropel de subordinados. Bueno, éste no era el caso de Pemberley, donde, para su inmensa satisfacción, sabía que los ayudas de cámara de postín y las doncellas de las damas incluso tenían sus propios comedores.

Angus dejó a un Stubbs inusualmente alegre deshaciendo las maletas, y se dirigió a la biblioteca, la cual nunca dejaba de asombrarle. «¡Dios santo!, ¿qué diría un miembro de la Royal Society si pudiera ver esto…? Estaría completamente seguro de que no hay ningún impedimento para que Fitz no pueda ingresar en los círculos dedicados a la adquisición del conocimiento y la ciencia». Absorto, Angus deambuló por la sala escudriñando los lomos de los muchos miles de volúmenes que había en la biblioteca y lamentando no tener la posibilidad de organizar semejantes tesoros, pues era evidente que nadie con un verdadero amor a los libros habría colocado a Apuleyo con Apicio, ni a Sófocles con Eurípides y Esquilo, ni habría dispuesto juntos los libros de viajes y descubrimientos, al otro extremo de los tratados de frenología y teorías del flogisto.

En una estantería encontró los documentos de los Darcy, una enorme colección de legajos, atados con lazos, algunos incluso sin anudar, sobre concesión de tierras y adquisiciones, arrendamientos, propiedades muy lejanas de Pemberley, requerimientos de reyes, codicilos de testamentos, y numerosas autobiografías de los Darcy realistas, de los yorkistas, de los católicos, de los jacobitas, de los normandos, de los sajones y de los daneses.

– ¡Ah…! -exclamó una voz a su espalda.

Era la voz de un hombre muy joven, que dio un salto entre los dos sofás Chesterfield; su rostro reflejaba claramente la belleza de Elizabeth, con un pelo lleno de rizos castaños y personalidad propia, la cual Angus de inmediato identificó como una combinación de determinación y curiosidad. Tenía que ser Charlie, el hijo que causaba tantas desilusiones a su padre.

– ¿Buscando cadáveres en los armarios de la familia, eh? -preguntó sonriente.

– Desde hace años. Pero esta falta de huesos me irrita. Este lugar es un batiburrillo infame. Hay que clasificar, catalogar y ordenar todo esto, y los documentos de la familia deberían estar en un archivo adecuado.

Un gesto de tristeza se adivinó en el rostro de Charlie, que asintió con seriedad.

Llevo mucho tiempo diciéndoselo a mi padre, pero me dice que soy demasiado meticuloso. Un gran hombre, mi padre, pero no excesivamente estudioso. Cuando sea un poco mayor, volveré a intentarlo.

Angus pasó el dedo por los documentos.

– Los Darcy han seguido el camino correcto, parece… York, no Lancaster [15].

– Oh, sí. Además, Owen de Tudor fue un arribista, y su nieto Enrique vii un usurpador para los Darcy. ¡Oh, y ahora, cómo odian los Darcy al rey Jorge, el príncipe de Hannover…!

– Dada la antigüedad de la casa, me sorprende que los Darcy no sean católicos.

– El trono siempre ha significado más que la religión.

– ¡Le ruego que me perdone…! -exclamó Angus, recordando que debía guardar las formas-. Me llamo Angus Sinclair.

– Yo soy Charlie Darcy, el heredero de este abrumador palacio. Lo único que me gusta de toda la casa es esta sala, aunque yo lo sacaría todo de aquí y lo volvería a colocar de un modo más lógico. Para trabajar, mi padre prescindió de esta biblioteca y dispuso otra mucho más pequeña, su biblioteca parlamentaria, con sus Hansards y sus leyes, y prefiere trabajar allí.

– Cuando decida ponerse con esta sala, hágamelo saber. Estaré encantado de ayudarle sin pedir nada a cambio. Aunque lo que más necesita es un pequeño rayo de sol que la ilumine.

– Un problema irresoluble, señor Sinclair.

– Angus, al menos cuando no estemos en compañía de damas y caballeros.

– Angus, de acuerdo. ¡Qué extraño…! Nunca imaginé que el propietario delWestminster Chronicle fuera un hombre como usted.

– ¿Y qué clase de hombre había usted imaginado? -preguntó Angus, parpadeando.

– Oh, un individuo con una enorme barriga, descuidadamente afeitado, con manchas de sopa en la corbata, casposo y quizá con una faja…

– No, no, no… ¡Un hombre con manchas de sopa en la corbata y caspa no puede ser el mismo que lleve faja! Lo primero indica indiferencia ante las apariencias, mientras que la faja apunta a una espeluznante vanidad.

– Bueno, dudo que usted haya tenido caspa alguna vez o necesite faja. ¿Cómo consigue tener tan buen aspecto viviendo en Londres?

– Más esgrima que boxeo y más caminar que cabalgar.

Se acomodaron en los dos Chesterfield, cerca y enfrente uno de otro, y comenzaron a sentar las bases de una estrecha amistad.

«¡Ojalá Angus hubiera sido mi padre!», pensó Charlie con cierta melancolía. «Su carácter es exactamente el que debería tener un padre… comprensivo, compasivo, firme, divertido, inteligente, sin prejuicios ni dogmas. Angus me apreciaría por lo que soy, y no me habría menospreciado como si no valiera para nada. No me juzgaría como un afeminado con el único fundamento de mi cara. ¡No puedoevitar tener esta cara!».

Mientras, Angus pensaba que el heredero de Fitz estaba muy lejos de ser el muchacho enclenque, debilucho y afeminado en quien le habían obligado a pensar. Aunque era la novena ocasión que visitaba Pemberley, nunca había visto a Charlie más que a las cuatro niñas; Fitz mantenía a las chicas, incluso a la que tenía ya diecisiete años, en la sala de estudio. Ahora, mirando al heredero de Fitz por vez primera, lo sintió mucho por el joven. No, Charlie no tenía la constitución de un buey ni tenía los huesos de un deportista, pero su inteligencia era poderosa y sus emociones, admirables. Ni era un afeminado. Si deseaba algo, movería montañas hasta conseguirlo, y, sin embargo, nunca lo haría de un modo violento, nunca avasallando a los demás. «Si fuera mi hijo», pensó Angus, «yo estaría muy orgulloso de él. La gente no quiere a Fitz, Pero adorarán a Charlie».

No transcurrió mucho tiempo antes de que Charlie confesara cuál era la razón por la que había llegado a Pemberley precisamente cuando había una de aquellas reuniones estivales en la casa.

– Tengo que rescatar a mi tía -dijo.

– ¿Te refieres a la señorita Mary Bennet?

Charlie titubeó.

– ¿Cómo… cómo lo sabe?

– Soy amigo suyo, desde no hace mucho tiempo.

– ¡Ah!, ¿sí?

– Sí. Pasé unos días en Hertford, en abril.

– Pero usted sabe que tiene algo entre ceja y ceja…

– Un buen modo de explicarlo, Charlie. Sí, lo sé. Me lo dijo ella misma.

– ¿Quién es ese maldito tipo llamado Argus?

– No lo sé. Sus artículos me llegan por correo.

En ese momento Owen entró en la biblioteca, y avanzó con gesto asombrado, con un temor reverencial que no sentía ni siquiera cuando entraba en la Bodleian [16]. En cuanto consiguieron que dejara de husmear entre los libros y se uniera a la conversación, Charlie y Angus regresaron al tema de Mary.

– Y usted, ¿tiene que hacer cosas como pasear con el duque de Derbyshire y el obispo de Londres? -le preguntó Charlie a Angus.

– De vez en cuando, sí, pero no todos los días, en ningún caso. Conozco bien las montañas de esta zona de The Peak y me encantan los precipicios y los roquedales, pero mi debilidad son las grutas. Adoro las grutas.

– Entonces es usted la clase de persona que prefiere mojarse por ahí y llegar a casa embarrado antes que recalentarse y quedarse encerrado en este montón de ruinas. Le ofrezco un entretenimiento distinto… Podría venir con Owen y conmigo a buscar a Mary.

– Desde luego, es una idea mucho mejor. ¡Contad conmigo!

Charlie recordó que Angus había dicho que le gustaba caminar, más que ir a caballo, y lo miró con preocupación.

– Eeh… Supongo que no le importará ir a caballo, ¿no?

– En absoluto. Incluso en uno de esos jamelgos aristocráticos de tu padre.

– ¡Genial! Owen y yo partiremos hacia Buxton por la mañana. La taberna de The Plough and Stars, en Macclesfield, es famosa por sus comidas y es además una casa de postas, así que intentaremos llegar a Macclesfield. ¿Viene con nosotros?

– Me temo que no puedo -dijo Angus con pesadumbre-. Creo que mañana tengo que estar disponible para recibir al duque de Derbyshire y al presidente del Parlamento.

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