Fitz rechazó de plano actuar como presidente formal de la reunión que se iba a celebrar a propósito del oro. Estaban presentes Elizabeth, Jane, Kitty, Mary, Angus, Charlie, el señor Matthew Spottiswoode y el propio Fitz. Explicó muy cuidadosamente a las cuatro damas que cada una tenía un voto, que cada voto de cada una de ellas era igual al de los caballeros y que, puesto que el señor Spottiswoode no tenía voto, los suyos podrían constituir mayoría: si estaban unidas, podrían superar a los hombres por cuatro votos a tres. Esto confundió un poco a Jane y a Kitty, pero emocionó a Elizabeth y a Mary. Así pues, parecía que a pesar de haber rechazado de plano actuar como el presidente formal de la reunión, Fitz tenía toda la intención de dirigirla. Dio unos golpecitos sobre un pisapapeles que había sobre la mesa redonda, que lo era literalmente.
– Cada orfanato será conocido cómo Orfanato de los Niños de Jesús, y nosotros tendremos título de fundadores, con un capital que llamaremosF. Como tenemos un número de votos impar, siete, no será necesario que nombremos formalmente a un presidente fundador -anunció Fitz.
Se formó un revuelo y hubo susurros.
Fitz volvió a dar unos golpecitos en el pisapapeles.
Silencio de nuevo.
– Hay ciento veintitrés lingotes de oro, con un peso de diez libras cada uno… -dijo Fitz, pareciéndose mucho a un maestro que va a plantear un problema-. Para sorpresa de Matthew, y la mía propia, descubrimos que el padre Dominus eligió el peso común inglés para pesar sus lingotes, y no el peso habitual utilizado para los metales preciosos. Esto incrementa su valor en un cuarto o cuatro onzas por lingote. Un boticario tan astuto como el padre Dominus seguramente sabía lo que estaba haciendo. Mi teoría es que decidió moldear lingotes con un peso que el Gobierno jamás produciría, y además, de un peso fácilmente transportable. Incluso un niño puede acarrear diez libras de peso inglés común.
– ¿Sugieres que lo hizo para que los niños los transportaran? -preguntó Mary.
– Por el interior de las cuevas, seguramente. -Esperó otras observaciones, que no se produjeron, y luego continuó-. Debido a nuestras enormes colonias y rutas comerciales, nuestro país es la fuente de oro para un buen número de países de Europa deseosos de establecer una moneda basada en el valor del oro. Y nos compran el oro a los ingleses.
– ¿Y cómo puedes pagar el oro? -preguntó Charlie.
– Con materias primas y otros bienes que Inglaterra necesita pero no produce. Nosotros tenemos carbón de sobra, pero se nos está acabando el hierro, así como nuestras reservas de metales siderúrgicos y cobre. Tampoco podemos ya producir el grano suficiente para alimentar a toda la población… la lista de deficiencias es prácticamente interminable. Además, escasea el oro también, aunque algo llega de la India y de otros países de la antigua Compañía de las Indias Orientales. Pero esto significa que nosotros, los fundadores, que estamos en torno a esta mesa, nos encontramos en una excelente posición, puesto que no puede demostrarse en absoluto quenuestro oro haya sido jamás oro del Gobierno.
Todos estaban con la boca abierta, pendientes de cada palabra que decía; cuando se detuvo en esta ocasión, nadie dijo nada.
– Yo creo que podemos vender nuestro oro al Tesoro por seiscientas mil libras y nadie preguntará nada. Desde luego vale bastante más.
Se elevaron resoplidos de admiración. Charlie aulló de alegría.
– Muy bien, así pues, asumamos que disponemos de seiscientas mil libras en un fondo para los Orfanatos de los Niños de Jesús -añadió Fitz. Le lanzó a Mary una mirada amenazadora-. Y antes de que te precipites, Mary, te ruego tengas la bondad de escucharme. Gastar dinero en la construcción de un orfanato es una cosa, pero el coste de un edificio y de la tierra es tal que no asegura que podamos construir cien, ni siquiera la mitad. Antes de contemplar la posibilidad de otra institución, debemos en primer lugar establecer los costes de mantener abierto el primer orfanato original. Si vamos a acoger a cien niños, apropiadamente alimentados y vestidos, cómodamente instalados, adecuadamente vigilados y satisfactoriamente educados, necesitaremos tres maestras y una directora, diez niñeras y una supervisora, cuatro cocineras y al menos veinte criados para asuntos diversos. De otro modo, lo único que tendréis es un típico orfanato de parroquia, en los cuales los empleados son escasos, miserablemente pagados y demasiado descontentos para ser buenos o amables con los niños, donde la educación es perfectamente inexistente y donde ponen a los niños a trabajar en lugar de los criados. Por lo que yo he entendido, queréis dirigir una institución que sirva de modelo a otros orfanatos. Eso significa que deseáis preparar a los muchachos para que lleguen a los catorce años con algunos conocimientos y puedan emprender carreras productivas y lucrativas, en vez de no saber hacer nada. ¿Estoy en lo cierto?
– Sí -dijo Mary.
– En ese caso, vuestro primer orfanato os costará alrededor de dos mil libras al año sólo en sueldos del personal. Debéis reservar unas veinticinco libras por niño y año para alimento y ropa. Eso supone otras doscientas o quinientas libras. Muchos artículos, desde las sábanas para las camas a las toallas, tendrán que cambiarse al menos una vez al año. Y así sucesivamente, etcétera, etcétera… Menciono estas cifras para daros una somera idea de los gastos que conlleva una institución de este tipo. Tenedlas en cuenta y no las olvidéis.
Miró a derecha y a izquierda, evitando los ojos de Angus por temor a que se estuviera riendo.
– Si invertimos nuestras seiscientas mil libras en un fondo al cuatro por ciento, nos supondrán una renta de unas veinticuatro mil libras anuales. Yo sugeriría que cuatro mil fueran reinvertidas, para sobrellevar las alzas de precios a medida que pasa el tiempo. Así pues, los ingresos para gastos corrientes serán de veinte mil libras anuales. Yo os conmino, compañeros fundadores, a que pequéis siempre por defecto. ¿Construir un segundo orfanato? Por supuesto que sí, pero no más. Así siempre tendremos dinero para que ambos sean solventes, porque una vez que se dedican fondos adicionales a otra institución, se pierde el control, y la autonomía. De acuerdo con Matthew y mis abogados, redactaré contratos societarios que impidan que futuros socios dilapiden los fondos. La tarea de Angus será encargar auditorías externas…
«¡Qué feliz soy…!», estaba pensando Elizabeth, con la mente puesta muy lejos de los negocios que tenía delante. «¿Por qué lo temía tanto…? ¡Oh, qué maravilloso es estar entre sus brazos, sin tener que contenerse…! Es tan cariñoso, tan tierno, tan considerado… Me condujo como si fuera una niña, explicándome por qué hacía esto y lo otro, comunicándome el placer que sentía haciéndolo, animándome a abandonar mis temores y sentir también el placer. Soy voluptuosa, dice, y ahora ya sé lo que quiere decir esa palabra… y no me ofende. ¡Sus manos me acarician con tanta sabiduría! ¿Cómo dijo…? Que había enviado a aquel hombre… no, no debo pensar así… Dijo que había enviado esa parte de él a dormir durante diez años. A medida que vaya pasando el tiempo será más fácil, dijo. Lo cierto es que yo estaba dormida también. Es más, nunca estuve despierta. Pero ahora que ambos estamos despiertos, todo me parece un mundo diferente…».
– ¡Lizzie!
Ruborizándose hasta el escarlata, Elizabeth volvió de su paseo y miró a todas partes excepto a Fitz, que estaba sonriendo como si supiera en lo que había estado pensando su esposa.
– ¡Oh! ¿Qué? ¿Sí?
– No has escuchado ni una sola de las palabras que he dicho -dijo Mary malhumorada.
– Lo siento, querida. Dilo otra vez.
– Que creo que deberíamos construir al menos cuatro orfanatos, pero nadie está de acuerdo conmigo… ¡ni siquiera Angus! -Y se volvió hacia el desventurado escocés con furia-. ¡Al menos esperaba que tú me apoyaras!
– Nunca te apoyaré en las locuras, Mary. Fitz tiene toda la razón en este asunto. Si construyes cuatro orfanatos, no podrás dividirte en cuatro partes, lo cual significa que las instituciones no se vigilarán adecuadamente. Te engañarían, te tomarían el pelo. Lo que nosotros consideramos caridad, otros lo verán como unas formidables ganancias. Hay un viejo dicho que afirma que la caridad empieza por uno mismo. Muy bien, muchas personas que trabajan en instituciones de caridad han adoptado como suyo este credo… pero no en un sentido demasiado honorable.
Angus pareció heroico al desafiar con éxito a Mary; Mary parecía desconcertada.
– ¿Te ha picado un mosquito escocés, tía Mary? -preguntó Charlie maliciosamente.
– Ya veo que ningún hombre está de acuerdo conmigo -dijo Mary enfurruñada.
– Y yo tampoco estoy de acuerdo contigo -dijo Elizabeth-. Yo sugiero construir dos orfanatos de Niños de Jesús: el primero, cerca de Buxton, y un segundo cerca de Sheffield. Manchester es demasiado grande.
Y eso fue lo que se acordó.
Los cuarenta y siete Niños de Jesús se habían instalado en Hemmings y allí descubrieron todos los horrores de la lectura, la escritura y las cuentas. Al menos en un aspecto, Mary conservó su buen sentido común; la jefa de las maestras y la jefa de las niñeras fueron privadas de la vara, aunque no del todo.
– Como han estado aislados y sometidos, algunas veces tienden a hacer lo contrario de lo que se les dice -les comunicó Mary a la maestra y a la niñera, ambas petrificadas ante ella-. Deben enseñárseles las normas de conducta ahora, no después. Sus verdaderas personalidades emergerán bajo nuestro amable régimen, pero no debemos imaginar que tendremos cuarenta y siete ángeles. Habrá algunos diablillos (William es uno) y posiblemente un diablo o dos (Johnny y Percy). Les impondremos reglas uniformes y constantes, de modo que todos ellos sepan las cosas que se considerarán positivamente y las que se condenarán… y las que tendrán como premio la vara de abedul. A los niños que ni siquiera quieran corregirse con la vara de abedul, habrá que amenazarlos con la expulsión, o con algunas otras consecuencias extremas. -Mary miró a su alrededor-. Veo que hay un piano aquí… Creo que podríamos enseñar música a los niños a los que les guste. Buscaré a un maestro. En nuestras instituciones de los Niños de Jesús daremos clases de piano y violín. -Y lanzó una mirada furiosa-. ¡Pero de arpa no! ¡Qué instrumento más tonto [42]!
Salió entonces de la casa y se fue en el carruaje. Había un largo trecho hasta Hemmings. Una vez acomodada en el vehículo, se recostó contra los cojines y suspiró con absoluto placer.
¿Quién podría haber creído jamás que sobreviviría a su breve odisea? Los días en los que soñaba con Argus parecían perdidos en la niebla de los tiempos… ¡habían ocurrido tantas cosas! «¡Una locura de una cría de escuela!», pensó. «Las ideas de Argus inflamaron esa pasión, e imaginé que eso era una prueba de amor. En fin, aún no sé lo que es el amor, pero con toda seguridad no es aquello que sentía por Argus. A propósito, por lo que sé, no ha escrito ni un solo artículo en elWestminster Chronicle desde que salí de Hertford. Me pregunto qué habrá hecho este verano. Tal vez su mujer se ha puesto enferma, o ha tenido un niño. Son la clase de cosas que destruyen las pasiones personales. Puede que me pregunte qué habrá sido de él, pero no siento nada más allá de una consternación natural por sus desgracias, cualesquiera que sean. Había hecho un buen trabajo, pero ¿qué puede hacerse en realidad si Fitz dice que el Parlamento no va a actuar? Los lores son los que gobiernan Inglaterra, porque la Cámara de los Comunes está repleta con sus hijos, con los segundos, los terceros, los cuartos, etcétera, etcétera. Nada podrá hacerse hasta que la Cámara de los Comunes no se llene con gente verdaderamente común: hombres cuyas raíces no se hundan en la Cámara de los Lores».
Debió de quedarse un poco traspuesta, porque el carruaje había pasado por Leek y se encontraba ahora en el camino de Buxton. Al despertar, apenas recordaba en qué había estado pensando. En fin, era tiempo de pensar en su propio futuro. Fitz la había llamado el día anterior y le había pedido perdón sinceramente… ¡Cuánto había cambiado ese hombre! No había en él orgullo ni soberbia en absoluto. Por supuesto, cualquier tonto podría darse cuenta de que él y Lizzie se habían reconciliado del todo; parecían flotar en una nueva luna de miel, intercambiando miradas que lo decían todo, compartiendo bromas privadas… Sin embargo, al mismo tiempo, habían desarrollado aquella irritante costumbre que sólo se observa en la gente que lleva casada mucho tiempo: decían lo mismo y al mismo tiempo, y luego se sonreían satisfechos de sí mismos.
Fitz le había dicho que recibiría una recompensa por el descubrimiento del oro: quince mil libras. Invertidas en los fondos, obtendría unas ganancias de dos mil libras anuales, más que suficiente, según Fitz, para vivir exactamente como deseara y donde deseara. Si quería vivir sin dama de compañía, él no pondría ninguna objeción, salvo el consejo de que viviera en una ciudad. ¿Cuánto le quedaba de aquellas nueve mil quinientas libras?, preguntó Mary. Estaba orgullosa de tener la posibilidad de preguntárselo: le quedaba casi todo. Muy bien, entonces lo usaría para comprarse una buena casa, dijo. Al tiempo que prometía pensarlo todo concienzudamente antes de actuar, Mary se había despedido, muy incómoda ante ese Fitz tan comprensivo y amable. Porque Mary había descubierto que se crecía con el enfrentamiento, y ahora nadie iba a oponerse a nada de lo que dijera o hiciera. Sólo se habían puesto en su contra con el asunto del número de orfanatos, pero la propia Mary se había dejado convencer de que lo mejor era construir sólo dos orfanatos, y sólo dos.
¡Oh, qué desastre! La independencia había sido un reto cuando todo el mundo estaba en contra, pero ahora que, en efecto, podía hacer lo que le apeteciera, había perdido buena parte de su encanto. De todos modos, ¡la dependencia era infinitamente peor! «Imagínate que necesitaras a otra persona del modo que (obviamente) Lizzie necesita a Fitz, y él a ella». Cuando niña, Mary nunca había disfrutado de la cercanía que tenían Jane y Lizzie, o Kitty y Lydia. Mary era la del medio y nadie le prestó atención. Ahora se encontraba en el medio otra vez, pero en un sentido mucho mejor. Lizzie, Jane y Kitty la admiraban tanto como la querían, y ahora la querían mucho más que antes. Admitió que se había ganado aquel cariño actuando como un ser racional, y que había ampliado su pequeño núcleo hasta convertirlo en algo más extenso y variado. Pero nada de aquello respondía a su dilema: ¿qué iba a hacer con su vida? ¿Podría llenar su existencia con orfanatos y otras buenas obras? Todo aquello era muy satisfactorio, pero no la dejaría verdaderamentesatisfecha.
Para cuando llegó a una conclusión al respecto, Buxton había aparecido y desaparecido tras el carruaje. Y la conclusión era que se haría responsable, ella sola, del orfanato de Sheffield, dejando el de Buxton a Lizzie y a Jane. Si lo hacía así, no tendría que estar constantemente viajando en carruaje de un lado a otro. Después de un tiempo, pensó, los rostros de los niños se confundirían y ella sería incapaz de distinguir qué niños estaban en un orfanato y cuáles estaban en el otro. Y como tenían familias de las que ocuparse, Lizzie y Jane podrían compartir las obligaciones del orfanato alternándose. El orfanato de Sheffield iba a construirse en Stannington, de modo que tal vez podría comprarse una casa en Bradfield o en High Bradfield, en los límites de los páramos. Eso resultaba muy atractivo; a Mary le gustaban los paisajes hermosos. No necesitaba una casa señorial. Sólo uncottage espacioso con una cocinera, un ama de llaves, tres criadas y un hombre que se ocupara de los trabajos habituales de una casa y que también fuera jardinero. Cuando estuvo de alquiler en Hertford, aprendió que a ningún criado le gusta trabajar en exceso y que todos los criados tienen métodos para evitar el trabajo. Lo que tenía que hacer, resolvió Mary, era pagarles bien y esperar calidad de servicio a cambio de dinero.
Ya era hora, por ejemplo, de volver a sentarse ante el piano; llevaba sin tocar muchísimas semanas. En eso emplearía el tiempo libre del que iba a disponer. Y una biblioteca. ¡Su nueva casa tendría una biblioteca maravillosa! Un día a la semana pasaría toda la jornada en el orfanato. Sí, un día a la semana era suficiente. Si lo visitara más a menudo, el personal podría mostrarse descontento, creyendo que no se les concedía la independencia necesaria. «¡Independencia… de nuevo esa palabra! Todo el mundo necesita independencia en alguna medida», pensó. «Sin ella, nos marchitamos. Así que no debe parecer que soy la superintendente; sólo lo que soy en realidad: una benefactora. ¡Aunque nunca sabrán qué día de la semana me presentaré en el orfanato…!».
Lo que más la desconcertaba era su añoranza de Hertford, porque la diminuta vida que había llevado allí, después de salir de Shelby Manor, había desaparecido. Sí… echaba de menos las reuniones y las fiestas, la gente… la señora Botolph, lady Appleby, la señora Markham, la señora McLeod, el señor Wilde… Y el señor Angus Sinclair, en cuya compañía había pasado nueve maravillosos días. Más tiempo, en realidad, del que había pasado con él durante las últimas semanas en Pemberley, donde siempre había mucha gente alrededor en cada comida, en cada conversación, en cada reunión sobre los orfanatos, en cadatodo… En Pemberley, el señor Sinclair no se comportaba con ella como en Hertford, y eso le dolía. ¡Qué conversaciones tan encantadoras…! ¡Cuánto lo había echado de menos cuando emprendió su aventura! ¡Y cuánto se alegró de ver su rostro cuando concluyeron sus sufrimientos! Pero él había retrocedido, había dado un paso atrás, probablemente entendiendo que, ahora que ella estaba con su familia, ya no lo necesitaría.
«¡Pero sí lo necesito!», exclamó para sí misma. «Quiero que regrese mi amigo, necesito a mi amigo en mi vida, y cuando me traslade cerca de Sheffield ya nunca lo veré, excepto durante mis visitas a Pemberley, si es que él se encuentra allí, lo cual no ocurre muy a menudo. Sólo durante esas reuniones estivales… Este año se ha quedado más tiempo por mí, pero no por razones personales… Para ayudar a sus amigos Fitz y Elizabeth. Ahora ya está hablando de regresar a Londres. ¡Por supuesto, tendrá que regresar! Vive en Londres. Cuando yo estaba en Hertford, no era un problema, porque está muy cerca de Londres; pero Pemberley y el norte están lejos, e incluso en carruaje privado hay un viaje interminable y pesado desde Londres. ¡Yanunca lo veré…! ¡Qué horrible sensación de vacío siento…! Como perder a Lydia, pero mucho más… Ella era importante para mí, porque era casi una obligación; no la admiraba ni pensaba que fuera una mujer agradable. Y respecto a mamá, su muerte fue como liberarme de una jaula. Y ni siquiera eché de menos a papá, que siempre me miraba con desprecio. ¡Oh, pero lamentaré mucho la ausencia de Angus! ¡Y ni siquiera está muerto…! Simplemente, ya no estará más en mi vida. ¡Qué horrible…!».
Y estuvo llorando durante todo el camino, hasta que llegó a casa.
Finalmente el grupo iba a separarse. Fitz y Elizabeth habían decidido acompañar a Charlie a Oxford, y luego marcharían a Londres, porque Fitz tenía que acudir a las sesiones del Parlamento y Elizabeth tenía que abrir Darcy House y prepararla para la presentación de Georgie la primavera siguiente. Angus decidió viajar con ellos, pero a nadie se le ocurrió preguntarle a Mary qué pensaba hacer. Con Georgie y Kitty en el coche, Elizabeth no se encontraría sola, desde luego. «¡Qué extraño resulta no tener la oscura presencia de Ned Skinner acechando en cualquier esquina!», pensó Elizabeth. «Me protegía, y nunca lo supe…».
Los orfanatos habían comenzado a construirse, pero ninguno de los dos estaría aún dispuesto para recibir a sus inquilinos hasta finales de la primavera siguiente, y Mary admitió que había muchas decisiones que sólo podía tomar alguno de los fundadores. Sus días en Pemberley no serían ociosos.
Así que a primeros de septiembre Mary se encontraba en la puerta de Pemberley diciéndoles a todos adiós con la mano al tiempo que iniciaban el viaje hacia Oxford y Londres. Entonces, huyendo de la apatía, hizo llamar a la señorita Eustacia Scrimpton para que fuera a pasar unos días a Pemberley con la intención de conversar sobre la contratación del personal de mando. Naturalmente, la señorita Scrimpton se presentó con celeridad y presteza, y las dos damas se dispusieron a discutir qué clase de requisitos serían necesarios para ocupar tan apetecibles puestos de trabajo.
– Tendrá usted lo mejor de lo mejor, mi querida señorita Bennet -dijo la señorita Scrimpton-, teniendo en cuenta la generosidad de los salarios. Lo llamaremos remuneración de personal superior: eso les hace sentir muy importantes. Los salarios son sólo para los criados…
Para cuando aquella señorita partió hacia York, una semana después, todo estaba dispuesto para poner anuncios en los mejores periódicos y a la mayor brevedad posible.
Mary se dejó aconsejar igualmente por Matthew Spottiswoode, que le ofreció también muy buenas ideas, algunas de ellas por sugerencias de los constructores.
Fogones de carbón, chimeneas en los dormitorios, agua caliente para lavarse por las mañanas, sentenció Mary, sin admitir oposición.
– Con todo eso, el orfanato de los Niños de Jesús será mejor que Eton o Harrow -dijo Matthew con una sonrisa.
– Sin duda, no está de más que los niños mimados de los poderosos pasen un poco de frío -dijo Mary, un poco picada-, pero nuestros niños ya habrán tenido su cuota de frío cuando vengan al orfanato.
– Desde luego -dijo Matthew apuradamente. «Dios mío, ¡esta mujer es una fiera!».
Elegir a los niños se presentaba también como una tarea verdaderamente difícil, puesto que sólo cuarenta y siete, de los doscientos que ocuparían los dos orfanatos, estaban ya asignados, por decirlo así. Ciento cincuenta y tres apenas eran unos granos de arena en aquellos desiertos de pobreza y miseria. Aparte del requisito obvio de no tener padres, ninguno de los afortunados niños podía estar alojado en un albergue parroquial. Ni más ni menos que una personalidad como el obispo de Londres había escrito para decirle a Mary los nombres de dos caballeros con alguna experiencia en este tipo de actividades.
«¿Y ahora qué hago?», se preguntó Mary cuando llegó diciembre y la Navidad amenazaba en el calendario. Lizzie le había enviado una verdadera carretada de cajas y sombrereras llenas de ropa.«¡Ropa! ¡Qué gasto más escandaloso!», pensó Mary enojada, abriendo caja tras caja en las que iban apareciendo delicadísimos vestidos de lino y muselina, lanas exquisitamente suaves, y sedas, tafetanes, rasos y encajes para las veladas nocturnas. ¡Así que por eso habían desaparecido sus zapatos favoritos…! ¡Lizzie se los había llevado para que le sirvieran de modelo al zapatero…! ¡Oh, qué derroche! ¿Qué había de malo en el negro, aunque ya hubiera salido del luto? (Lizzie había decretado que no llevarían luto ni por Lydia ni por Ned).
Además había un precioso vestido lila de linón bordado con ramitos de flores de mil colores, y un par de zapatos bajos que al parecer combinaban con él.¡Medias de seda! ¡Lencería de seda! Bueno, de todos modos… si ella no se ponía todas aquellas maravillas, Lizzie tampoco podría disfrutarlas: era casi una cabeza más baja que Mary y mucho más exuberante de pecho. También tenía los pies más pequeños. Ya lo dice el proverbio: «No malgastes y no tendrás que pedir», se dijo Mary a la mañana siguiente mientras se ponía el vestido lila y metía los pies, con sus medias de seda, en los zapatos a juego. Lizzie le había asignado una criada, una muchacha encantadora llamada Bertha, y Bertha tenía un don natural para el arte de la peluquería. Como Mary se negaba a adoptar la moda de cortarse el pelo alrededor del rostro y no quería ponerse rulos para que los rizos le enmarcaran la cara, Bertha cogió toda la melena de cabellos dorados y rojizos y la reunió en lo alto de la cabeza de Mary, pero con negligencia, de modo que pareciera tan abundante y ondulado como era en realidad.
– Una cosa tengo que decir en tu favor, niña -dijo Mary bruscamente, intentando no mirarse en el espejo-, que cuando me peinas, no noto ni las horquillas ni las pinzas.
Necesitó reunir todo su valor para atreverse a ir desde su habitación al salón de desayunos, pero todos los que se encontró por el camino le lanzaron deslumbrantes miradas de asombro que ella no pudo interpretar ni como condescendencia ni como burla.
Aún tenía muy buen apetito, aunque una vez que recuperó su peso habitual, pareció que dejaba de engordar. Por supuesto, ello se debía a que era una persona ocupada, muy activa, y siempre dispuesta a caminar grandes distancias; no le gustaba montar a caballo, porque en Longbourn nunca lo había hecho. El único caballo que habían tenido en casa había sidoNellie, y era un caballo para arar, demasiado ancho de grupa como para caerse y demasiado lento como para asustar a nadie con su galope. Siempre que Mary veía a Lizzie o a Georgie encima de una de aquellas bestias de Fitz, se le ponía el corazón en la garganta.
Aún no había llegado de verdad el invierno. «Cuando lo haga», se dijo Mary, «Pemberley va a ser como un caracol, todos nos tendremos que meter en casa». Mejor salir a caminar mientras se pudiera.
La ropa interior de seda era exquisitamente cómoda, y aquellos zapatos bajos tan suaves parecían bastante fuertes. No le rozaban ni en el talón ni en los dedos. Tenía los pies tan largos y tan estrechos que los zapatos y las botas que se compraba en la tienda siempre le hacían ampollas. Sí, la riqueza tiene sus ventajas, decidió cuando se puso el chal de seda lila oscura por encima de los hombros. Salió de la mansión y se adentró en los bosques por el pequeño puente de piedra, construido con tanto ingenio que parecía como si lo hubieran levantado los mismísimos romanos.
Como hasta ese punto no habían aparecido las ampollas, cogió el camino hacia su claro del bosque favorito, donde Lizzie decía que en primavera los narcisos formaban un verdadero mar ondulante y amarillo, porque allí les daba el sol. Un descanso; se sentó en una roca musgosa que había al borde del claro del bosque, observando encantada lo que ocurría a su alrededor. Las ardillas recogían frenéticamente las últimas nueces, un zorro acechaba, los pájaros invernales…
Y allí regresó su dolor secreto, la única cosa que arruinaba su laboriosa y productiva existencia: echaba de menos la presencia de Angus, deseaba que estuviera allí, exclusivamente para ella, ahora que todos se habían ido ya. ¡Tenía tantas cosas que decirle! ¡Y cuánto necesitaba sus consejos! Porque él sabía tanto… mucho más que ella. Además, era lo suficientemente fuerte como para oponerse a ella cuando necesitaba que alguien se opusiera.
– ¡Oh, Angus! ¡Ojalá estuvieras aquí…! -dijo en voz alta.
– Muy bien: pues aquí estoy -contestó él.
Mary ahogó un grito, se levantó de un salto, se volvió y lo miró boquiabierta.
– ¡Angus!
– Sí, así me llamo.
– ¿Qué estás haciendo aquí…?
– Voy de camino a Glasgow; allí están mis negocios familiares. No funcionan solos, Mary, aunque admito que tengo un hermano pequeño que se ocupa de que los motores de vapor sigan resoplando y las chimeneas de las fundiciones sigan echando humo. Siempre pasamos las Navidades juntos, luego hago una verdadera locura y regreso enbarco a Londres, por esos mares invernales. Como todos los escoceses, me encanta el mar. Es la parte de vikingos que aún nos queda. -Se sentó en una roca, frente a ella-. Siéntate, querida.
– Deseaba tanto que estuvieras aquí… -dijo Mary, sentándose.
– Sí, ya te oí. ¿Está esto muy solitario desde que todos se fueron?
– Sí, pero no echo de menos a Lizzie, ni a Fitz ni a Charlie. Jane no viene a verme, aunque tampoco la echo de menos a ella. Te echo de menos a ti.
Su contestación no prestó atención a las quejas de Mary.
– Estás preciosa -dijo-. ¿A qué se debe semejante transformación?
– Lizzie me ha enviado una tonelada de ropa. ¡Es un derroche espantoso! De todos modos, si no me lo pongo yo, no se lo podrá poner nadie… Soy más alta y más delgada que las demás…
– «No malgastes y no tendrás que pedir», ¿no?
– Exactamente.
– ¿Por qué me has echado de menos a mí en particular, Mary?
– Porque sólo tú eres mi verdadero amigo, y no nos une ninguna relación por sangre o matrimonio. Me he acordado mucho de los días que pasamos en Hertford, cuando hablábamos de todo… Nada especial, excepto que yo estaba deseando verte en la calle principal del pueblo para que vinieras conmigo, y que nunca me defraudaste. No intentaste enredarme con engaños ni quitarme de la cabeza mi decisión, aunque sabías que era una locura. Por supuesto, lo sabías entonces, pero nunca pretendiste refrenar mi entusiasmo. Y qué embobada estaba con Argus… pobre hombre, quienquiera que sea. De verdad, ¡te estoy muy agradecida por tu comprensión! Nadie me comprendió, ni siquiera remotamente. No importa cuán errada estuviera, ¡tenía que hacer ese viaje! Después de estar diecisiete años encerrada en Shelby Manor, era un pájaro al que por fin se le concedía la libertad. Y los males de Inglaterra, es decir, Argus, me ofreció una buena excusa para explorar un mundo salvaje y desconocido para mí. Por esa razón siempre apreciaré a Argus, aunque no lo ame.
– En ese caso, es hora de que haga una confesión -dijo Angus, con el rostro muy serio-. Espero que puedas perdonarme, pero aunque no puedas, debo decirte la verdad.
– ¿La verdad? -preguntó, al tiempo que se le ensombrecía la mirada.
– Yo soy Angus, pero también soy Argus.
Ella se quedó con la boca abierta, y aunque quiso gritar, sólo pudo intentar respirar.
– ¿Tú… eres Argus?
– Sí, por mis pecados. Estaba aburrido, Mary, y ocioso. Alastair dirigía a la perfección los negocios familiares y elChronicle prácticamente había comenzado a caminar solo. Así que inventé a Argus, con dos objetivos en mente. Uno era mantenerme ocupado. El otro era llamar la atención de las gentes acomodadas sobre los sufrimientos de los miserables. Lo cierto es que este segundo motivo nunca fue tan importante para mí como el primero, y ésa es la verdad. Hay un duende malvado viviendo en mí, y me reportaba una intensa satisfacción ir a comer a las mejores casas y escuchar a mis anfitriones rabiar contra las maldades y picardías de aquel Argus. Sí, era una sensación deliciosa, pero no tan deliciosa como poder andar por los pasillos de Westminster para encontrarme, con miembros de los lores y los comunes. Todas aquellas personas me daban muchas ideas, y me deleitaba más en las maldades que les hacía que en la conciencia social que estaba contribuyendo a formar.
– ¡Pero aquellas cartas y aquellos artículos eran tan reales…! -exclamó Mary.
– Sí, muy reales. Ésa es la parte que explica el poder de las palabras, Mary. Son seductoras, incluso en el papel. Habladas o escritas, pueden inspirar las revueltas de los oprimidos, como aconteció en Francia y en América. Son las palabras las que nos diferencian de los animales.
El enfado no llegaba a desatarse en Mary; se sentó, conmocionada, intentando recordar lo que le había dicho a Angus respecto a Argus. ¿Le habría dicho muchas tonterías? ¿Se habría comportado como una solterona idiota, desesperada de amor? Y él, con su confesado duende malvado, ¿había disfrutado engañándola como a una inocentona?
– Me has dejado en ridículo… -murmuró Mary.
Angus oyó sus palabras y suspiró.
– No lo hice a propósito, Mary. Te lo juro. Tus ideas exaltadas a propósito de Argus me humillaban y me avergonzaban. Habría querido confesarlo, pero no me atreví. Si lo hubiera hecho, me habrías rechazado. Habría perdido a mi amiga más querida. Todo lo que podía hacer era esperar hasta que considerara que me conocías lo suficientemente bien como para perdonarme. Te lo suplico, Mary, ¡perdóname!
Se había arrodillado ante Mary, y entrelazó sus manos para implorar compasión.
– ¡Oh, vamos, levántate de ahí! -dijo bruscamente Mary-. No hagas el ridículo. Si no lo supiera, pensaría que me estás pidiendo matrimonio.
– ¡Te estoy pidiendo matrimonio! -exclamó con un grito-. Te amo más que a la vida, a ti, ¡alocada, testaruda, tirana, terca, ciega, sorda… adorable mujer!
– ¡Levántate, levántate…! -fue todo lo que dijo Mary.
Derrotado, se arrastró hacia atrás y se apoyó en una piedra, al tiempo que la miraba, absolutamente confuso. Ella no había perdido ni un ápice de su compostura y, al parecer, tampoco le había importado que le hubiera dedicado todos aquellos epítetos. ¡Qué preciosa estaba, con su pelo tan maravillosamente peinado, y con aquel vestido que le sentaba tan bien…! Sus labios se separaron para hablar.
– Así que dices que eres Argus… eso es tremendo. Y que me amas… eso es aún más tremendo. Y que quieres casarte conmigo… eso es una verdadera conmoción. Debo decir, Angus, que cuando empiezas con asuntos delicados, no sabes cuándo parar.
En su interior ardían ascuas de sofocante calor, pero Mary no tenía ninguna intención de comunicarle su existencia hasta que hubiera sufrido bastante más de lo que había sufrido hasta entonces. «¡Oh, mi querido amigo…! Si nos casamos, siempre estarás aquí conmigo. No sé si esto es amor, pero ciertamente se le parece mucho…».
Su rostro debió de traicionar de algún modo la presencia de aquellas ascuas, porque Angus se relajó de repente, consiguió que dos hoyuelos se le marcaran en las mejillas, a punto de convertirse en arrugas.
– El momento de parar -dijo- es cuando lo hayamos arreglado todo perfecta y satisfactoriamente. He estado enamorado de ti desde que nos vimos por primera vez en Hertford… ¡oh, qué tortura saber quién era Argus, mientras tú alababas y ensalzabas sus virtudes malditas y fingidas! Mi autoestima se hundía porque yo, el rico y poderoso Angus Sinclair, no era para ti más que un contacto con tu héroe, Argus.
– Bueno, eso no duró mucho… En nuestro primer paseo comencé a comprender que ya tenía un amigo que no me iba a obligar a despacharlo por insistir con declaraciones de amor y propuestas de matrimonio. Y cuando dimos nuestro noveno paseo, y después de todas aquellas cenas y fiestas, no sabía cómo iba a poder continuar sin ti. Incluso hoy, después de tu declaración de amor y tu propuesta de matrimonio, no encuentro el modo de decirte que me dejes y te vayas.
– Si me perdonas, es porque correspondes a mi amor… -dijo, adelantándose emocionado-. ¿Me perdonas?
– Ya te he perdonado. ¿Esto esde verdad amor? Supongo que debo creerte. Lo que sé es que necesito tener tu amistad constantemente si quiero ser feliz. Me casaré contigo para conservar a mi mejor amigo. Y cuando te vuelva loco, debes decírmelo. Me temo que soy la clase de persona que consigue que los demás se vuelvan locos. La pobre señorita Scrimpton iba balbuceando y hablando sola cuando le dije que ya podía regresar a York. Y Matthew Spottiswoode ha sido visto escondiéndose cada vez que piensa que yo voy a verle. Charlie dice que soy una excéntrica. No veo que haya ninguna necesidad de disimularlo, Angus: soy una persona agotadora y muy difícil -dijo Mary sin mostrar ni rastro de autocompasión o pena por ser de aquel modo. La verdad era la verdad, ¿por qué lamentarlo?
– Por eso te quiero -dijo Angus, casi estallando de felicidad-. En algún sentido, nos parecemos… disfrutamos peleando y discutiendo, por un lado, y, por otra parte, cuando nos empeñamos en algo, nunca abandonamos. Y también yo estoy un poco loco. Si no lo estuviera, no bajaría navegando desde los mares del norte a Londres en invierno. Pero mi mayor alegría, mi querida Mary, es que la vida contigo nunca será aburrida.
– Tengo exactamente la misma impresión -dijo, poniéndose en pie-. Vamos, es hora de regresar. Quiero saberlo todo sobre ese Argus.
Sí, él estaba exultante de felicidad, pero… ¿y ella? «Puede que nunca lo sepa con certeza», pensó Angus. «Su compostura es como un muro de piedra. ¿Cómo conseguiré derribarlo?».
Iban a cenarà deux aquella noche, lo cual conmocionó definitivamente a Parmenter, siempre desconsolado cuando la familia estaba fuera. Darcy House, en Londres, tenía su propia servidumbre. La sincera camaradería entre la señorita Mary y el señor Sinclair no se ajustaba mucho a sus ideas de decoro, pero él sabía que el señor Fitz y la señora Darcy no encontrarían nada impropio en que dos cuarentones pasaran la velada juntos. Así que cuando los señores se dirigieron al lujosísimo saloncito púrpura en el que colgaban un Fra Angelico, un Giotto, un Botticelli y tres Canalettos (de ahí su nombre, Salón Italiano), Parmenter finalmente tuvo que rendirse y ceder. Tras sacar el oporto, el coñac y los puros, los dejó solos para que se sirvieran ellos mismos.
– Me pregunto qué Darcy sería el que coleccionara todas estas gloriosas obras de arte -dijo Mary, aceptando un oporto para conservar el valor.
– No tengo ni la menor idea, pero estoy convencido de que algún italiano con deudas las vendió por la centésima parte de su valor.
A Angus no le interesaban ahora las pinturas; estaba demasiado absorto observando a Mary, que llevaba un vestido escotado de tafetán de color mermelada y bermellón. «Ese cuello largo y encantador no necesita gemas para embellecerse», estaba pensando, «pero unos diamantes llamarían mucho la atención… ¡Qué líneas tan perfectas!».
– Yo creía que Elizabeth era la mujer más hermosa que había conocido -dijo-, pero la verdad es que le recomendaré que no se ponga a tu lado.
– ¡Tonterías! Estás un poco achispado, Angus, y eso distorsiona tanto tu gusto como tu intelecto. Soy demasiado delgada.
– Para la moda de hoy… tal vez. Pero la delgadez te sienta bien, cuando a la mayoría de las mujeres acaba por convertirlas en viejas gallinas esqueléticas. Se me viene a la mente… Caroline Bingley.
– Puedes fumar si quieres. Se supone que no debo beber oporto, pero me gusta más que el vino normal. Me sabe menos a vinagre.
Angus se trasladó de su butaca al sofá y la miró con gesto pícaro.
– No me apetece fumar. Ven, y siéntate aquí conmigo. No te he besado todavía.
Mary fue a sentarse con él, pero lo hizo de lado y un poco demasiado apartada como para recibir besos y caricias.
– Tenemos que hablar de eso…
Angus suspiró.
– ¡Mary! ¡Cuando estés ante Dios, ya te pedirá que hables sobreesto! Ya sabía yo que tendrías algo que decir, porque siempre tienes algo que decir… Tarde o temprano, mi amor exasperante, los besos serán inevitables. Y también otros gestos íntimos mayores y más atrevidos. ¿Tengo que suponer que eres tan ingenua como otras señoritas solteras?
– Creo que no… -dijo, considerando la pregunta-. En Shelby Manor había todo tipo de libros, y yo los leí todos. Así que sé muchísimo sobre anatomía y copulación… «deberes conyugales» es la expresión correcta, ¿no?
– ¿Y qué piensas de esa parte del matrimonio?
– No te contentarías con una buena amistad, ¿verdad? -preguntó con un gesto de esperanza.
Él soltó una carcajada.
– Pues no. Insisto en que cumplas con tus deberes conyugales. -Se inclinó para cogerle la mano-. Lo que espero es que llegue la noche en que esos deberes conyugales se conviertan en placer. ¿Puedo besarte? Eso sí está permitido en las parejas comprometidas.
– Sí, lo mejor será empezar como se supone que debemos empezar -dijo, con una compostura sin mácula-. Puedes besarme.
– Antes… -dijo Angus, atrayéndola mucho hacia sí-, antes… es necesario estar en… bueno… un poco más cerca. ¿Te importa?
– Sería mejor que te quitaras la chaqueta. No estoy abrazando más que ropa.
Él se quitó la chaqueta, una verdadera odisea, porque se la había hecho en Weston y le quedaba justa como un guante de piel.
– ¿Algo más?
– La corbata. Raspa. ¿Por qué está tan almidonada?
– Para mantener la forma. ¿Así mejor…?
– Mucho mejor. -Ella le desabotonó el cuello de la camisa y deslizó una mano por dentro-. ¡Qué agradable es tu piel…! Como seda.
Angus había cerrado los ojos, pero con un gesto de desesperación.
– Mary, ¡no puedes actuar como una seductora! Soy un hombre de cuarenta y un años, pero si sigues provocándome, ¡no creo que me pueda controlar!
– Me encanta tu pelo -dijo, acariciándolo con su mano libre. Inspiró con fuerza-. ¡Y qué bien huele! Ni pomadas ni nada, sólo ese jabón tan caro. Y nunca te quedarás calvo. -La otra mano buscaba su pecho-. ¡Angus, estás muy fuerte!
– ¡Cállate! -rugió Angus, y la besó.
Hubiera querido que su primer contacto con los labios de Mary hubiera sido tierno y cariñoso, pero el fuego ardía en él, así que el beso fue violento y apasionado, profundo. Para asombro de Angus, ella respondió fogosamente, con ambas manos apartándole la camisa, mientras las suyas, que odiaban la ociosidad, comenzaban una laboriosa tarea con los lazos que adornaban la espalda del vestido. Sus dulces pechos de algún modo quedaron a su merced, y comenzó a besarlos en éxtasis de arrobamiento.
De repente, él la empujó suavemente.
– ¡No podemos! ¡Alguien podría entrar! -dijo con voz entrecortada.
– Cerraré la puerta con llave -dijo Mary, levantándose del sofá al tiempo que se quitaba el vestido y las enaguas, lanzadas al aire con una patada, y caminando con paso decidido hacia la puerta sólo ataviada con su ropa interior de seda. Clic.
– Ya está. Cerrada.
Su pelo se había derramado sobre los hombros; y las últimas prendas íntimas salieron volando hacia un rincón, la camisola y las bragas quedaron por el suelo tras ella, como agotadas mariposas blancas.
Angus había aprovechado el tiempo por su parte y la abrazó, desnuda como estaba, excepto por las medias, que le permitió que le quitara. ¡Oh, aquello era celestial…! No hubo más composturas, sólo gemidos y jadeos y quejidos de placer.
– Ahora tendrás que casarte conmigo -dijo Mary mucho rato después, cuando él se levantó para poner algunos leños más en la chimenea.
– Ven a Escocia conmigo -le dijo Angus, arrodillado junto al fuego, y giró la cabeza para que ella viera su sonrisa-. Podemos casarnos en casa del herrero de Gretna Green [43].
– ¡Oh, es un modo perfecto de casarse! -exclamó Mary. Ya estaba temiendo una boda familiar, con todos los curiosos viniendo a mirar como embobados-. Desde luego, una boda en Gretna Green es lo mejor. ¿Pero no está muy al este? Creía que el camino de Glasgow iría más hacia el oeste.
– Tengo un carruaje, mi querido y preguntón amor, y entre este lugar y Glasgow hay un brazo de mar llamado Solway Firth. El camino de Glasgow, como el que va a Edimburgo, pasa por Gretna.
– Oh. Es muy apropiado que una de las hermanas Bennet se fugue y se case en Gretna Green.
– No te creo -dijo, absolutamente enamorado.
– Debo de parecerme a Lydia más de lo que sospechaba, mi queridísimo querido Angus. Esto ha sido la cosa más adorable que he hecho en mi vida. ¡Hagámoslo otra vez, por favor!
– Otra vez, muy bien, mujer insaciable… -Y se tumbaron en el suelo mientras ella apoyaba la cabeza en su hombro-. Después nos vestiremos como personas respetables y nos iremos a la cama. Cada uno en su habitación, ¡recuérdalo! A Parmenter le dará un infarto si se entera. Al menos podremos dormir un poco. Al amanecer saldremos hacia Gretna Green. Si por casualidad te he dejado embarazada, mejor darnos prisa, o de lo contrario todas las viejas comadres empezarán a hacer cuentas.
Fitz entró en la habitación de Elizabeth con el gesto preocupado.
– Amor mío, creo que tenemos malas noticias de Pemberley -dijo, sentándose en borde de la cama, con una carta entre las manos-. Acaban de traer esta carta para ti.
– Oh, Fitz… ¡Seguro que se trata de Mary! -Con los dedos temblando, Elizabeth rompió el sello y desdobló la única hoja de papel, y comenzó a leer los pocos renglones que traía escritos.
Emitió un sonido que estaba a medias entre un aullido y un chillido.
– ¿Qué ocurre? -preguntó inquieto Fitz-. ¡Dímelo!
– ¡Mary y Angus van camino de Gretna Green! -dijo, y le entregó la carta-. ¡Léelo, léelo tú mismo!
– ¡Ah, no me sorprende en absoluto! -respiró-. No quieren que esté nadie presente, sólo ellos… ¡La cosa se ha adelantado!
– ¿Cómo habrán decidido eso? -preguntó Elizabeth, experimentando sentimientos encontrados.
– Me atrevo a pensar que felizmente. Ella es una excéntrica, y él es un hombre al que le gustan las cosas raras. Él le dará rienda suelta hasta que ella se desboque, y entonces le pondrá freno con firmeza pero con amabilidad. Estoy encantado por ellos, de verdad te lo digo.
– Sí, yo también… creo. Dice que le ha escrito a Charlie para darle la noticia. ¡Oh! ¿Por qué seguimos en Londres? ¡Quiero ir a casa!
– No podemos hasta que no concluyan las sesiones parlamentarias, ya lo sabes. Tengo esperanzas de que Georgie siga comportándose bien, pero si no estamos aquí…
– Sí, desde luego, tienes razón. ¿Crees que Georgie aceptará al duque o a lord Wilderney?
– No, es mucha Darcy como para que le interesen los nobles. Creo que puede elegir al señor John Parker, de Virginia.
– ¡Fitz!¿Un americano?
– ¿Y por qué no? Tiene suentrée: su madre es lady De Main. Además, es extraordinariamente rico, así que ni siquiera necesita la dote de Georgie. Bueno, aún es pronto. La temporada apenas ha comenzado.
– Nuestro primer pollito probablemente volará del nido -dijo Elizabeth, bastante desconsolada.
– Tenemos otros cuatro.
– No -dijo ella, sonrojándose-. Cinco.
– ¡Elizabeth, no!
– Elizabeth, sí. En junio, creo.
– Entonces volveremos a casa en abril, haya sesión o no en el Parlamento. No querrás estar en Londres cuando estés muy embarazada; además, en primavera hay mucha humedad y mucho humo en la ciudad.
– Sí, volver en primavera a Pemberley me gustaría mucho. -Dejó escapar un suspiro de satisfacción-. El año que viene será más tranquilo. Y el año siguiente tendremos que presentar a Susie.
Jane fue a Londres poco después de que las noticias sobre la asombrosa fuga de Mary hubieran llegado a sus oídos, y pudo hacerlo porque Caroline Bingley había encontrado finalmente una ocupación de alguna utilidad: convertir a los chicos Bingley, de ser unos atolondrados tarambanas a presentarse como caballeros de comportamiento intachable. Aunque no hacía más que quejarse, íntimamente adoraba aquella tarea. Nada le gratificaba más que ejercer poder. Y que las cosas se hicieran siempre a su modo. Los chicos Bingley estaban poniendo a prueba sus nervios.
– Louisa y Posy pueden hacer ahora lo que han deseado hacer durante años -le dijo Jane a Elizabeth al día siguiente de su llegada a Bingley House.
– ¿Y qué es? -preguntó Elizabeth, tal y como se esperaba de ella.
– Vender las propiedades de Hurst en Brook Street y trasladarse a Kensington -dijo Jane.
– ¡No…! ¿Entre lo que Fitz llama «criadoras de gatos»?
– Mejor ser las únicas persas en una sociedad de gatos callejeros que verse obligadas a colgar de la manga de Charles y suplicar por cada guinea -contestó Jane, sonriendo-. El señor Hurst les dejó muy poco, aparte de la propiedad, y habría estado hipotecada si Charles no se hubiera plantado. La venta les ha propiciado unos ingresos muy aceptables, así que no será necesario que Louisa economice en ropa o venda las joyas.
– Bueno, Caroline fue siempre la que lo organizaba todo. ¿Lo sabe?
– Oh, sí.
– ¿Y qué ha dicho?
– Poca cosa. Hugh había decidido «hacerle la cama» una noche antes de recibir la carta de Louisa, y Percival había cascado huevos podridos en sus botas favoritas de caminar. -Jane miró con aire recatado-. Para cuando encontró a los culpables y ejecutó su venganza, las noticias de Louisa eran una tontería caducada.
– ¿Cómo puedes aguantarla en Bingley Hall todos los días, uno tras otro, Jane?
– Con ecuanimidad, naturalmente.
– Entonces, ¿qué te trae por Londres?
– Quiero despedirme de Louisa y de Posy, porque me temo que pasará mucho tiempo antes de que yo visite Kensington.
– Y Charles va a regresar… -acusó Elizabeth.
– Sí, es verdad. ¡Oh, será maravilloso volver a verlo!
– Así que volverán a tener niños otra vez… -le dijo Elizabeth a Fitz aquella noche, acurrucada junto a él en la cama.
– Es asunto suyo, querida.
– No me importaría, si no fuera por su salud.
– A los cuarenta y seis, ¿cuántos niños más puede tener?
– ¡Oh, no había pensado en eso…! -Se sentó y se cogió las manos abrazándose las rodillas-. Tienes razón, como siempre, Fitz. Nos vamos haciendo viejos. -Parecía un poco triste-. ¡Cómo pasan los años…!
– Con tal de que todo salga bien con este niño, Elizabeth; no me importa cómo pasen los años -dijo, pellizcándole la mejilla-. ¿Cuándo piensas decirles a nuestros hijos que alguien se incorporará a la familia?
– Hasta febrero no diré nada, creo. Después del baile de presentación de Georgie.
– ¿Eso es acertado? ¿Por qué no ya?
– Si se lo digo ahora, Georgie se pondrá de los nervios. Con un duque y un conde rechazados, no quiero que pase por el tormento de todas las debutantes, sintiendo que todas las miradas están centradas en ellas.
– Son las madres las únicas que tienen miedo, mi amor.
Así que se desveló la noticia, aunque no sin alguna disconformidad por parte de Elizabeth.
Charlie estaba encantado, y abrazó y besó a su madre, estrechó la mano de su padre con franqueza y declaró que a su edad se sentiría más como un tío que como un hermano.
Susie y Anne estaban contentas, pero no estaban muy seguras de que padres tan viejos pudieran tener niños. Cathy estaba furiosa; la familia tuvo que soportar un nuevo brote de bromas pesadas que sólo cesaron cuando Charlie la zarandeó hasta que le castañetearon los dientes y le dijo categóricamente que era una pequeña egoísta y silvestre.
Georgie estaba tan emocionada que no tuvo ningún problema para brillar en el baile y señaló la ocasión con una decisión memorable: también rechazó convertirse en la señora de John Parker, de Virginia.
– ¿Por qué? -le preguntó Elizabeth, exasperada-. ¡Rechazar tantas ofertas ventajosas es absolutamente ridículo! Te vas a ganar una malísima reputación, todo el mundo te considerará una caprichosa y entonces ya no recibirás ninguna oferta.
– ¿Con una dote de noventa mil libras? -preguntó Georgie con orgullo-. No tengo intención de casarme todavía, mamá… si es que me caso. Estoy disfrutando de mi puesta de largo, especialmente rompiendo corazones. Tú tenías veintiuno cuando te casaste con papá, y habías tenido más ofertas. Además, me niego a comprometerme, con todo lo que conlleva, mientras estoy ocupada viendo a nuestro preciosísimo pequeño convertirse en una personita.
«Bueno, eso responde al menos a alguna cuestión», pensó su madre. «Georgie no está enamorada de ninguno de sus admiradores».
Lo que ella no sabía (y Georgie no tenía intención de decirle) era que su hija le escribía todas las semanas a Owen Griffiths, que aún no había sucumbido a sus encantos, pero que sucumbiría, o al menos la joven estaba segura de ello. Había aprendido a nadar y guardar la ropa, algo en lo que incluso la reina María Antonieta había fallado. Cuando el tiempo demostrara que era una solterona impenitente, intentaría comprar una granja en las afueras de Oxford; entonces podría ser granjera y Owen podría ser profesor en la universidad.
Llegaron noticias de Glasgow: el señor Angus Sinclair y su esposa embarcarían a no mucho tardar en un navío con la intención de dirigirse a Liverpool, porque ambos orfanatos estaban a punto de completarse y Mary quería estar cerca para poder volver locos a los dos equipos de obreros. Todo el mundo sabía que se puede confiar en el trabajo de los obreros al noventa por ciento, y nadie se ocupa del diez por ciento restante. Pero Mary juró que aquellos dos proyectos se terminarían hasta el último detalle y se pintaría hasta la esquina más oscura de ambos orfanatos.
Agnus había sucumbido a lo que se suponía que era una necesidad imperiosa de un hombre acaudalado y de su estatus: tener una casa señorial en el campo. Alastair y su prole ocupaban la mansión de Escocia, y algunas semanas en compañía de Mary consiguieron que la familia la mirara con terror. Cada pensamiento que tuvo Mary durante su residencia en Escocia conseguía que la mujer de Alastair sintiera desmayos agónicos y que el propio Alastair considerara firmemente la posibilidad de emigrar a América. Así que la noticia de que Angus tenía intención de vivir en las cercanías del orfanato de Sheffield causó un enorme regocijo en todos los Sinclair al norte de la frontera. Con el corazón alegre y feliz, acompañaron a Angus y a Mary cuando se embarcaron, y les desearon sinceramente lo mejor. ¡Que le vaya bien a Angus entre esos ingleses…!
Angus encontró siete mil acres en las afueras de Bradfield, en el límite de los páramos; tenían un bosque, un gran jardín arbolado y un buen número de granjas en régimen de alquiler. Dado que la mansión se levantaría en lo alto de una colina, el señor y la señora Sinclair acordaron que la propiedad podría llevar el nombre de Ben Sinclair [44].
Entretanto, le decía Angus por carta a Fitz, que seguía en Londres, ¿le importaría que se quedaran en Pemberley hasta que Ben Sinclair se convirtiera en realidad?
Todo el mundo se encontraba en Pemberley o en Bingley Hall aquel verano de 1814, esperando con inquietud el nacimiento de dos bebés muy queridos, y también esperados con cierta aprensión. El único que faltaba era Owen Griffiths, que no estaba muy seguro de poder resistirse a los encantos de Georgie si la tenía delante, así que prudentemente se fue a su casa de Gales. Su ensayó sobre los movimientos de César en las Galias había obtenido un gran reconocimiento, sobre todo por la perspicacia de adivinar cosas como la inexactitud de las distancias que fijaba César. Los poderes tácticos académicos lo estaban aclamando ahora como un erudito con un formidable futuro. Si el erudito de formidable futuro conservaba las cartas de Georgie en un pequeño paquete, atadas con una cinta de raso del color de sus ojos, eso era asunto suyo, y de nadie más. Cuando escribía a Georgie, la llamaba «mi querida desvergonzada». Ella se dirigía a él como «querido Owen».
El embarazo de Elizabeth había transcurrido sin incidentes, pero había resultado muy pesado; le juraba a Fitz que aquel niño iba a ser un gigante. El parto fue agotadoramente largo, aunque sin complicaciones, y nació un enorme niño con el pelo rizado y negro y con los bonitos ojos negros de Fitz. Dado que hubo que contratar a dos nodrizas para alimentarlo, fue un niño tranquilo y callado, aunque muy despierto.
– Dios ha sido muy bueno con nosotros -le dijo Elizabeth a Fitz.
– Sí, mi queridísima dama. Ned ha regresado a nosotros, y esta vez podrá disfrutar de su nombre. Edward Fitzwilliam Darcy. ¿Quién sabe? A lo mejor llega a ser primer ministro.
El embarazo de Mary fue más accidentado, principalmente por el libro que Kitty le había enviado. Estaba escrito por un aristócrata alemán que ejercía de obstetra y que tenía ideas propias sobre la maternidad, a pesar (como protestó Angus) de no tener la posibilidad de experimentar el fenómeno en sus propias carnes. Todo lo que Mary consumía se medía o se pesaba, de acuerdo con toda una dieta precisa y regulada, y su propia situación corporal se controlaba implacablemente.
A medida que transcurrían los meses, en Angus fue aumentando la seguridad de que el embarazo de Mary era un indicativo ajustado de su capacidad para asumir todas las manías de una señora casada. Había saltado al lecho conyugal con toda la alegría de Lydia, por eso Angus estaba profundamente agradecido al cielo de que su tiempo para tener niños estuviera tocando a su fin. De otra forma, pensó, probablemente Mary habría seguido los pasos de Jane y se habría quedado embarazada cada vez que él se quitara los pantalones y durante veinte años seguidos. Así pues, Angus podía confiar en que su esposa cumpliría con las exigencias físicas del matrimonio.
Respecto a las exigencias intelectuales y espirituales… Mary lo hizo a su modo también. ¿Quién, sino Mary, podía abrazar las ideas de un desconocidoaccoucheur alemán como si su libro fuera la bíblia de la obstetricia? ¿Quién, sino Mary, podría haber aceptado el embarazo con aquella naturalidad, sin esconderse o apartarse lo más mínimo y, a medida que su barriga aumentaba, yendo de un lado a otro pensando que estaba tan delgada como siempre? Desacostumbrados a ver a damas embarazadas tan descaradas, aquellos que se topaban con ella (incluido el personal de su orfanato de Sheffield) se veían forzados a fingir que Mary estaba verdaderamente tan delgada como siempre. Cuando sus niños le dijeron que se estaba poniendo muy gorda, ella les contestó sin rodeos que ello se debía a que un bebé estaba creciendo dentro de su barriga, y los hizo partícipes de todo el proceso. Su sinceridad aterraba al personal, pero callaban… ¡era la mano que les daba de comer!
Y por si todo esto no fuera suficiente, insistió en viajar a Londres para ver cómo vivía Angus allí y, desde luego, tuvo que participar en los placeres de elegir mobiliario, alfombras, cortinas, los papeles de las paredes y la pintura para el interior de Ben Sinclair. Para inconmensurable alivio de Angus, su gusto en estas cosas resultó ser bastante mejor de lo que él esperaba y, además, cuando se apartaba demasiado de sus propios gustos, le dejaba la decisión final a él con notable ecuanimidad. Conoció a todos los amigos de Angus en Londres y asistió balanceándose a varias fiestas nocturnas, sin mostrar la menor intención de camuflar aquella engorrosa protuberancia.
– Lo peor de todo esto es que no puedo arrimar la silla a la mesa -le comunicó a la señora Drummond-Burrell, una dama insufriblemente estirada y decorosa, y lo hizo muriéndose de risa-, y al final siempre voy con lamparones de sopa y de salsa.
Quizá la época era buena para los cambios, o quizá sólo ocurría que Mary era Mary; Angus no lo sabía, pero lo cierto era que incluso sus amistades más conspicuas estaban deseando disfrutar de los encantos de Mary, y de su franqueza, particularmente después de comprender que su conocimiento de las cuestiones políticas era bastante profundo y que le importaba un rábano que se supusiera que las mujeres no tenían interés en la política. Angus renunció a preocuparse por ella y comprendió que en el breve espacio de aquel verano Mary había pasado de ser un vulgar diente de león a la orquídea más exótica. Lo que sospechaba que nunca podría averiguar era qué parte de aquella orquídea había estado siempre latente en ella.
Al entrar en el octavo mes, Mary regresó a Pemberley para asegurarse de que el niño nacería rodeado de toda su familia. Así que para cuando comenzaron los dolores del parto, a principios de septiembre, Angus tuvo una idea aproximada de lo que iba a ser su vida marital. Su mujer pretendía ser su compañera en todas sus iniciativas, y esperaba que él fuera su compañero en todo lo que ella emprendiera. Era evidente -tanto para él como para Fitz y Elizabeth- que los Sinclair iban a conformarse como la vanguardia del cambio social, sobre todo en las cuestiones relativas a la educación. Mary había encontrado su objetivo vital: ¡la educación universal! Por encima de las puertas de hierro forjado de los orfanatos de los Niños de Jesús, en Buxton y en Stannington, podía verse el lema que Mary había acuñado: Educación es libertad.
Para sorpresa de todo el mundo, excepto de Angus, Mary sobrellevó su parto con paciencia, tranquilidad y copiosas notas plagadas de contradicciones que fue redactando en un diario. Doce horas más tarde dio a luz a un niño delgado y muy grande, con unos pulmones prodigiosos; la casa se venía abajo con sus llantos, hasta que aprendió cuáles eran los fundamentos de un pezón, y entonces, gracias a Dios, se calló. Mary seguía a rajatabla los dictados de su biblia alemana y lo amamantó ella misma. Por fortuna, tenía mucha leche, mientras que su hermana Elizabeth, adornada con un opulento pecho, siempre estuvo seca.
– Dios ha sido muy bueno con nosotros -le dijo a Angus, que tenía un aspecto fantasmal después de pasar doce horas paseando arriba y abajo en la biblioteca grande, con la compañía de Fitz y Charlie-. ¿Cómo quieres que se llame?
– ¿No tienes tú alguna sugerencia…? -preguntó su esposo.
– Ninguna, mi queridísimo compañero. Tú puedes ponerle nombre a los niños y yo se los pondré a las niñas.
– Bueno… con ese pelo, que parece un pajar incendiado, tendrá que ser un nombre escocés, mi desenfrenada esposa. Hamish Duncan.
– ¿De qué otro color podría tener el pelo, sino el de las zanahorias? -preguntó Mary, acariciando la abundante pelusilla roja de su hijo-. ¡Qué niño tan bonito! Tengo que hablar con el doctor Marshall para circuncidarlo.
– ¿Qué? ¿Circuncidarlo? ¡Ningún hijo mío se circuncidará!
– Por supuesto que sí -dijo Mary, imperturbable-. Todo tipo de suciedades se acumulan bajo el prepucio, incluida una exudación natural llamada esmegma, que se parece al queso de loscottages. Todos los pueblos semíticos, como los judíos y los árabes, extirpan el prepucio, porque es un principio higiénico. Imagino que si algunos granitos de arena se cuelan ahí, eso puede doler horrorosamente, así que es fácil imaginar por qué las gentes del desierto fueron las primeras en iniciar esta costumbre. Graf von Tielschaft-Hohendorner-Göterund-Schunck dice que las pinturas murales de las tumbas del Nilo ya revelan que los antiguos egipcios se circuncidaban. Y recomienda que todos los niños sean circuncidados, independientemente de la religión a la que pertenezcan. He seguido sus consejos al pie de la letra y he tenido un embarazo y un parto muy buenos a mis cuarenta y un años, así que también le voy a hacer caso en esto.
– ¡Mary! ¡Te lo prohíbo! ¿Qué le dirán en la escuela?
– No, tú no me lo prohibirás -dijo amablemente-. Tú lo consentirás, porque es lo que hay que hacer. Para cuando vaya a la escuela, ya le habré enseñado cómo discutir con más éxito que un montón de consejeros de la Corona.
– ¡Pobre hijo mío! -dijo el padre de Hamish con gesto malhumorado-. Nuestro hijo será tachado de excéntrico mucho antes de salir del colegio.
– Eso tiene sus ventajas -dijo la madre de Hamish pensativamente-. Así tendrá su peculiaridad. Y teniendo unos padres como nosotros, no crecerá como una persona estrecha de miras, como crecí yo.
– Desde luego, no le faltará carácter, ni será un tímido mojigato. Pero, Mary, ¡te prohíbo absolutamente la circuncisión!
Mary dio un pequeño grito de alegría.
– ¡Oh, Angus! ¡Mira! ¡Estásonriendo…! Tiquitiquitiqui, curricurricurri, cucú, cucú… ¡Sonríe a papá, Hamish! ¡Dile cuánto te gustaría que te circuncidaran…!