Capítulo 7

Habían transcurrido algunos días. Pero Mary no tenía ni la menor idea de cuántos, pues la gran hinchazón de la frente le había provocado al parecer una serie de desmayos sucesivos y desvanecimientos de los que se recuperaba muy lentamente. En su estado de postración había tenido parte también un extremado agotamiento nervioso, y el hecho de estar privada de la luz del sol le impedía tener modo alguno de saber si se despertaba o si comía y bebía o usaba el retrete con regularidad.

La cortina de terciopelo estaba descorrida. Entre los barrotes de hierro había un hueco que formaba una especie de bandeja. Allí encontraba amontonada la comida todos los días, con un poco de cerveza, una jofaina de agua limpia para su aseo personal y una lata con una pequeña abertura para verter un líquido oleaginoso que tenía dentro. Esto último, tal y como descubrió muy pronto, era para rellenar los depósitos de los quinqués. El terror a sumergirse en una oscuridad insondable estimuló su mente confusa y pudo descubrir cómo funcionaban las lámparas, y después aprendió a rellenarlas: quitaba el tubo de cristal, desenroscaba el centro metálico sujetando la mecha y echaba aceite nuevo encima de lo que quedara en el depósito de cristal. El quinqué pequeño duraba mucho más que los grandes y Mary descubrió, para su alivio, que cuando aplicaba su débil llamita a la mecha de una de las lámparas grandes, se encendía rápidamente.

En dos ocasiones había encontrado camisones limpios y unos calcetines de lana en la bandeja de las rejas, y una vez, una bata limpia, pero nunca le dejaron ropa de calle de ningún tipo. No pasaba frío, porque la celda nunca parecía enfriarse demasiado ni calentarse en exceso. Hacía una temperatura como la de un día fresco de primavera: ésa fue su conclusión.

¡Si al menos pudiera tener algún medio de medir el paso del tiempo! El salteador de caminos debió de robarle su reloj de faltriquera; eran muy caros y no era fácil conseguir uno. El suyo había sido un regalo de Elizabeth, y lo apreciaba muchísimo. No había elementos externos que penetraran en su prisión, aparte de aquellos débiles lamentos y gemidos, que no volvió a oír conscientemente. ¿A qué se podría parecer aquello? Lo único que se representó en su mente fue la imagen de una ventana que se ha dejado abierta por descuido, apenas una ranura, durante un día de fuerte viento, pero si había una ventana detrás de aquel enorme telar, Mary no podía verla… y, además, dudaba de su existencia. Las ventanas significan luz, y allí no había luz ninguna.

Rebuscando entre los libros de la segunda mesa, encontró plumillas, así como varios lápices; había un pequeño receptáculo con tinta negra y roja, y un bote con agujeros, lleno de polvo, para los borrones y para secar. También había varios cientos de cuartillas de papel, muy nuevas, cuyos bordes cortados dejaban traslucir una mezcla muy pura de algodón y lino. Los títulos de los libros eran interesantes, aunque no muy uniformes. Estaba el doctor Johnson, entre los poetas modernos, Oliver Goldsmith, Sheridan, Trollope, Richardson, Marlowe, Spenser, Donne, Milton… También había obras de química, matemáticas, astronomía y anatomía. Nada popular, nada religioso. Nada de lo que su cabeza desconcertada pudiera ocuparse en aquel momento. Era evidente que lo mejor era dedicar todo el tiempo posible a un sueño reparador.

Finalmente llegó el día en que se levantó de la cama con la mente despierta, con sus magulladuras casi curadas y con la certeza de que la hinchazón de la frente había desaparecido. Tras comer, beber y utilizar su peculiar retrete, cogió un lapicero e hizo una cuadrícula de siete casillas sobre la suave superficie del muro, en la parte más profunda de la celda, junto a lo que parecían como unos grilletes extrañamente clavados allí. Puesto que no le habían entregado sábanas limpias todavía, decidió que no había transcurrido aún una semana desde que la habían encerrado, porque, quienquiera que fuese el que la hubiera retenido, tenía alguna conciencia de la higiene y la limpieza, y eso significaba que tendrían que entregarle sábanas limpias en fechas inmediatas.

Aunque el líquido aceitoso que las alimentaba tenía un olor extraño, las mechas ardientes de las lámparas no producían humo de ninguna clase, ni impedían que Mary pudiera respirar perfectamente. Sacó el tubo de cristal del quinqué pequeño y recorrió la celda para ver si alguna corriente de aire hacía oscilar la llama, pero no se produjo ningún titubeo en la luz. Incluso cuando colocó la llamita encima del agujero de su peculiar retrete, la luz permaneció inmóvil. ¿Qué habría allí abajo? Desde luego, no era una sentina, porque de allí no subían los característicos olores de los desperdicios humanos. Cuando introdujo la luz en el agujero, la llama reveló algo inesperado… ¡no un estrecho respiradero, sino un túnel ancho y vertical, como un pozo! La luz no tenía fuerza para iluminar el fondo del pozo, pero cuando se inclinó y se acercó al asiento de madera, pudo oír algo que sonaba ligeramente, como agua corriente. ¡Así que era por eso por lo que el retrete no olía! Las cuestiones que ella arrojaba allí caían libremente por el aire hasta que se las llevaba una corriente de agua…

¿Un río? Recordó que su queridísimo Charlie le había hablado de grutas y cuevas y ríos subterráneos en The Peak, y de repente supo dónde se encontraba. Estaba encarcelada en las cuevas de The Peak en Derbyshire, lo cual significaba que no estaba lejos de Pemberley. Pero… ¿por qué? El instinto le decía que su virtud no había sido mancillada, y el capitán Thunder le había robado todo lo que poseía, así que no tenía ningún dinero. A menos que hubiera sido raptada y la estuvieran conservando viva para pedir un rescate… «¡Ridículo!», le contestó su sentido común. Nada en su persona delataba cuál podía ser su nombre, que, por cierto, no era Darcy, y su aspecto le tendría que haber dicho a su captor que ella no era nadie, o como mucho, que había secuestrado a una institutriz. ¿Quién iba a saber su relación con Darcy de Pemberley? La respuesta era «nadie». Así que cualesquiera que fuera la razón que tuviera su captor para raptarla, no era pedir un rescate.

Sin embargo, lo cierto era que el desconocido captor sí tenía una razón y un propósito; de lo contrario, no la habría socorrido, ni habría procurado mantenerla con vida. «Ni violación ni rescate… Entonces, ¿qué?».

Ocurrió mientras estaba reemplazando el tubo de cristal de su pequeño quinqué: entonces lo vio. Estaba sentado cómodamente en una sencilla silla de madera al otro lado de los barrotes… ¿Cuánto tiempo llevaría allí, observándola? Mary dejó el quinqué sobre la mesa y se encaró con él, escudriñándolo con la mirada.

¡Era un pequeño anciano! Casi un gnomo, tan pequeño y marchito era, con las piernas cruzadas por las rodillas zanquivanas que se remataban en unas sandalias marrones abiertas. Llevaba una especie de túnica de color marrón terroso, con capucha, ceñida en torno a la cintura con una cuerda ancha de color claro, y sobre su pecho lucía un crucifijo. Si el color de la túnica hubiera sido de un marrón más oscuro, podría haber sido un fraile franciscano, pensó Mary, observándolo concienzudamente. Su cráneo, arrugado y tortuoso, estaba completamente calvo, incluso alrededor de las orejas, y los ojos que la escudriñaban con tanto interés eran de un azul tan pálido que sus iris eran sólo un poco más oscuros que el blanco de sus globos oculares. Ojos legañosos, y sin embargo muy inquietantes, porque parecía que siempre estaban mirando a ambos lados. El estrecho perfil de su nariz era aquilino y sus labios formaban una línea delgada y severa, como una garza. «No me gusta», pensó Mary.

– Es usted muy lista, señora Mary -dijo el viejo.

«No», se dijo Mary a sí misma; «me niego a mostrar ningún signo de temor o inquietud; me mantendré firme ante él».

– Sabe cómo me llamo, señor -dijo.

– Estaba bordado en sus ropas. Mary Bennet.

– Señorita Mary Bennet.

– ¡Hermana Mary! -corrigió el anciano.

Mary sacó la silla que estaba junto a la mesa de los libros y la colocó exactamente frente a él, y luego se sentó, con las rodillas y los pies remilgadamente juntos, y con las manos entrelazadas en su regazo.

– ¿Qué le ha inducido a pensar que soy muy lista?

– Has descubierto cómo se rellenan los quinqués.

– La necesidad aguza el ingenio, señor.

– Te da miedo la oscuridad.

– Por supuesto. Es una reacción natural.

– Te salvé la vida.

– ¿Cómo lo hizo, señor?

– Te encontré a las puertas de la muerte. Tenías una inflamación cerebral de todo punto mortal, hermana Mary, y se te estaba yendo la vida por ahí. El enorme individuo que te había cogido era demasiado ignorante para darse cuenta de eso, así que cuando se apartó para hacer sus cosas, mis chicos y yo te raptamos. Yo había desarrollado una cura para esa dolencia precisamente, pero necesitaba un paciente en quien probarla. Estuviste a punto de morir… pero sólo a punto. Te trajimos a casa a tiempo, y mientras mis muchachos te bañaban y te ponían cómoda, yo destilé mi pócima. Tú eres la respuesta a nuestras oraciones.

– ¿Pertenecen ustedes a una orden monacal…? -preguntó Mary, fascinada.

Se levantó de la silla escandalizado.

– ¿Romano yo? ¿Yo? ¡Por supuesto que no! Soy el padre Dominus, custodio de los Niños de Jesús.

La frente de Mary pareció iluminarse.

– Ah, ya entiendo… Es usted el predicador de una de esas infinitas sectas cristianas estrafalarias que abundan por el norte de Inglaterra. El boletín de noticias de la Iglesia anglicana siempre está lanzando invectivas contra gentes como usted, pero nunca he leído nada a propósito de los Niños de Jesús.

– Ni lo leerá -dijo con una mueca de desagrado-. Somos refugiados.

– ¿De qué, padre?

– De la persecución. Mis muchachos pertenecen a hombres que los explotaban y los maltrataban.

– Ah, propietarios de telares y fábricas… -dijo Mary, asintiendo con la cabeza-. Bien, padre, no debe temer nada de mí. Como usted, yo también soy enemiga de hombres como ésos. Libéreme, y permítame trabajar con usted para liberar a todos esos muchachos. ¿A cuántos ha liberado usted?

– Eso no es asunto suyo, ni lo será. -Dejó que su mirada vagara más allá de los hombros de Mary para observar los muros de la prisión-. Le salvé la vida, y en consecuencia, me pertenece usted. Trabajará para mí.

– ¿Trabajar para usted? ¿Haciendo qué?

En respuesta, al parecer, el anciano tendió sus manos hacia ella para mostrárselas; estaban como agarrotadas por la edad y alguna enfermedad había soldado sus articulaciones.

– No puedo escribir.

– ¿Y eso qué relación tiene con…?

– Va a ser mi escribiente, hermana Mary.

– ¿Escribir para usted? ¿Escribir qué?

– Mi libro -dijo sencillamente, sonriendo.

– Me encantaría hacer eso por usted, padre, pero por mi propio gusto, y no porque me tenga aquí encerrada como una prisionera -dijo Mary, presintiendo indicios alarmantes-. Ábrame la puerta. Luego llegaremos con seguridad a un acuerdo mutuo y satisfactorio.

– No creo -dijo el padre Dominus.

– ¡Pero esto es una locura! -gritó, incapaz de contenerse-. ¿Me va a tener encerrada para que sea su secretaria? ¿Qué libro podría ser tan importante como para mantenerme aquí…? ¿Es una nueva redacción de la Biblia?

El rostro del padre había adoptado una expresión paciente y sufrida; le habló ahora como si estuviera loca, como si no fuera una persona con intelecto.

– No desespero de usted, hermana Mary… Está muy cerca del camino recto. No se trata de una nueva redacción de la Biblia, ¡sino de una nueva Biblia! ¡La doctrina de los Niños de Jesús! Lo tengo todo aquí, en la cabeza, pero mis manos se niegan a transformar en palabras mis pensamientos. Usted hará eso por mí.

El viejo se levantó de la silla con una carcajada y un grito, dobló la esquina del gran telar y se fue.

– Gracias a Dios, estoy sentada -dijo Mary, mirándose las manos, que estaban temblando-. Está loco, completamente loco.

Le picaban los ojos, estaba a punto de llorar. Pero no, ¡no lloraría! Lo más urgente era repasar concienzudamente aquella conversación tan extravagante, intentar darle sentido, si no un fundamento, sobre el cual basar las conversaciones que seguramente tendrían lugar en el futuro. Desde luego, era muy cierto que el norte de Inglaterra era tierra abonada para todo tipo de sectas religiosas raras y, evidentemente, el padre Dominus y sus Niños de Jesús se ajustaban a ese patrón. No había revelado nada respecto a su teología, pero no cabía duda de que se acabaría hablando de ello, sobre todo porque tenía pensado escribir sus ideas dándole forma de texto religioso. El nombre que se había dado a sí mismo y el nombre que le había otorgado a ella apestaban a catolicismo romano, pero había negado su pertenencia a él rotundamente. Tal vez, siendo niño, había pertenecido o sufrido el papismo. «Niños de Jesús» sonaba bastante puritano; algunas de esas sectas estaban tan concentradas en la figura de Jesús que apenas mencionaban a Dios, así que quizá había algo de eso también en ésta. ¿Pero habría niños allí realmente? Mary no había visto ninguno, y no había oído a ninguno. ¿Y qué clase de curas y remedios practicaba ese hombre? Para hablar de la hinchazón cerebral con tanta autoridad se precisaba tener un pasado médico… Y aquel discurso sobre su condición de refugiados era completamente ilógico; si hubiera sacado a los niños de los telares y las fábricas, los amos probablemente se ocuparían de coger a otros niños en vez de intentar recuperar a los que se habían escapado. La fuente de niños era casi inagotable, eso era lo que decía Argus; una vez que los traían al mundo, sus padres estaban encantados de venderlos como mano de obra, sobre todo si no contaban con ayudas parroquiales.

– Hola -dijo una vocecilla de niña.

Mary levantó la cabeza y vio una pequeña figura vestida con una túnica de color marrón terroso, con capucha, que la miraba con los ojos muy abiertos a través de los barrotes de su celda.

– Hola -dijo Mary, sonriendo.

La niña le devolvió la sonrisa.

– Tengo algo para usted, hermana Mary. El padre Dominus dijo que le gustaría.

– Me gustaría más saber cómo te llamas.

– Hermana Therese. Soy la mayor de las niñas.

– ¿Y sabes cuántos años tienes, Therese?

– Trece.

– ¿Y qué tienes para mí que tanto me va a gustar?

La muchacha no aparentaba su edad, pero tampoco parecía que estuviera desnutrida o que pesara menos por otras carencias Cuando llegara a la madurez completa, su nariz y su barbilla serían demasiado grandes para que pudiera considerarse bonita pero tenía cierto encanto, y tanto sus ojos, como el pelo, eran de un color castaño claro. Las dos manitas se aferraban a un trípode que colocó en la bandeja; junto a la niña había un hervidor con volutas de vapor saliendo por el pitorro, y la pequeña lo cogió para colocarlo también en la bandeja. Luego sacó una pequeña tetera de porcelana, una taza y un platillo, y una pequeña jarrita con leche.

– Si quita usted el tubo de cristal de una de las lámparas y pone el trípode encima, el agua del hervidor enseguida bullirá, y así podrá hacerse una tetera -dijo la hermana Therese, al tiempo que sacaba un bote con hojas de té-. El padre Dominus dice que el té no le hará daño, pero que no pida café.

– Therese, ¡es maravilloso! -exclamó Mary, colocando una lámpara bajo el trípode y poniendo el hervidor encima-. ¡Té! ¡Qué delicioso! Agradéceselo al padre Dominus de mi parte, por favor.

Therese se volvió para irse.

– Volveré luego con sábanas limpias, y recogeré el hervidor entonces. Puede arrojar las hojas por el retrete, y quedarse el trípode y la tetera.

– ¡Espera! -exclamó Mary, pero la niña vestida con la túnica marrón ya se había ido-. Hablaré con ella cuando vuelva -dijo, y se dispuso a hacerse el té que tanto necesitaba.

«¿Es la zanahoria para el burro?», se preguntó cuando se sentó a sorber poquito a poco aquel líquido hirviendo. «Ay, Dios mío, ¡qué bueno…! El padre Dominus tiene un té excelente…».

Therese regresó un poco después; Mary le entregó el hervidor, pero se demoró un tanto, deseosa de averiguar todo lo que pudiera de aquella pequeña adepta de la secta.

– ¿Cuántos niños tiene el padre aquí? -dijo Mary, haciendo como si estuviera limpiando la parte exterior del hervidor.

Los profundos ojos de la niña se clavaron en los de Mary confiadamente.

– Dice que cincuenta, hermana Mary. Treinta niños y veinte niñas -y una nube ensombreció su rostro, de pena o temor, pero luego se encogió de hombros y dejó escapar un suspiro de decisión-. Sí, cincuenta.

– ¿Tú te acuerdas de tu amo anterior, el malo?

¡Desconcierto! La hermana Therese frunció el ceño.

– No, pero el padre dice que es normal que no nos acordemos.

El hermano Ignatius y yo fuimos los primeros, ¿sabe? Llevamos con el padre desde hace mucho tiempo.

– ¿Y te gusta vivir con el padre?

– Oh, sí -respondió, pero de forma mecánica; no era una cuestión que despertara ninguna emoción en ella-. Por favor, ¿puede darme ya el hervidor?

Mary se lo entregó. «Apresúrate despacio», pensó. «Me da la impresión de que tendré tiempo más que de sobra para preguntarle lo que quiera».

Aquél era el encarcelamiento más extraño que pudiera imaginarse, acabó pensando Mary. Por otra parte, Therese tenía libertad para ir donde quisiera, eso era seguro. Pero no parecía tener deseos de escapar. La vida que llevaba allí era, al parecer, la única que había conocido, lo cual no dejaba de asombrar a Mary. Los propietarios de los telares y las fábricas no esclavizaban a niños muy pequeños, porque daban muchos problemas; generalmente cogían a niños de ocho años, pero Argus decía que la edad ideal para comenzar una vida de trabajo no remunerado rondaba los nueve o los diez años, porque podían trabajar bien a cambio de unas migajas de comida y un sórdido refugio. Así que Therese debería recordar una vida anterior a ser rescatada… ¿por qué no la recordaba?

La necesidad de ejercicio la había obligado a caminar de un lado a otro de su celda… ocho pasos bastaban para recorrerla. Caminando así, durante al menos dos horas, se cansaba lo suficiente Para poder dormir cuando le pesaban los párpados. Cuando se levantaba, comía -se percató de que el pan siempre era reciente- y se sentaba con John Donne [27] a pasar su horrorosa inactividad.

Pero eso no duró mucho; al final, volvió a aparecer el padre Dominus.

– ¿Estás dispuesta para empezar a trabajar? -preguntó mientras se sentaba al otro lado de los barrotes.

– A cambio de que me responda a ciertas preguntas, sí.

– Pregunta entonces.

– Describa con más precisión en qué situación me encontraba cuando me recogió, padre. ¿Dónde estaba exactamente? ¿Y con quién estaba?

– No conozco la identidad de tu captor -dijo de buena gana-, pero era muy grande, y llegué a la conclusión de que quizá era producto de una anomalía glandular. -Se rio levemente-. Tuvo un apretón, y te abandonó para aliviarse. Dio la casualidad de que yo andaba por allí recogiendo hierbas medicinales; el hermano Jerome venía conmigo y llevábamos la carretilla… El agua, cuando la primavera está a punto de llegar, es única, y yo quería llenar mis redomas en ese momento. Pero tú estabas con convulsiones, y cualquier idiota podría ver que no eran de naturaleza epiléptica. El hermano Jerome te puso en la carretilla y… ¡nos largamos de allí! Eso es todo.

– ¿Es usted médico, padre?

– No. Soy droguero… boticario. El mejor apotecario del mundo -advirtió en un tono grandilocuente-. No puedo curar la epilepsia, pero puedo conseguir que se mantenga latente, y eso es más de lo que ningún otro puede decir. Algunos de mis muchachos son epilépticos, pero yo los medico y así no sufren ataques. Y a otros muchachos míos los recogí infestados de lombrices, parásitos y con agusanamiento del hígado. ¡Pero ya no! Puedo curarlo casi todo, y lo que no puedo curar, al menos puedo mantenerlo a raya.

– ¿Qué le pasaba a Therese?

– ¡Hermana Therese, si no te importa! Cuando era niña le dieron ginebra en vez de leche, y cuando creció un poco, tuvo carencia de alimentos. Eso afecta a su memoria… -dijo, pero sonó poco sincero-. Y ahora, ¿ya podemos empezar?

– ¿Empezar qué exactamente?

– La historia de mi vida. La historia de los Niños de Jesús. Los frutos de mis trabajos como boticario.

– Estoy segura de que me resultará apasionante.

– Eso no tiene ninguna importancia, hermana Mary. Tu tarea es escribir a mi dictado con un lápiz en este papel barato -dijo, sacando una gruesa resma de papel que dejó en la bandeja del enrejado con un débil ruido metálico.

– Mis lapiceros no tienen punta -dijo Mary.

– Y te gustaría que te diera un cuchillo para afilarlos, supongo. Pero he tenido una idea mejor, hermana Mary. Todos los días te entregaré cinco lápices afilados a cambio de los qué ya no tengan punta.

– Me gustaría tener una estantería para los libros -repuso Mary-. Esta mesa no es demasiado grande, padre, y me gustaría ponerla más cerca de los barrotes para oír bien el dictado. No debería dejar los libros en el suelo, porque cogen humedad y se enmohecen.

– Como desees -contestó con indiferencia, observándola mientras dejaba los libros en el suelo y transportaba la mesa hasta dejarla frente a él.

– Entonces, padre, ¿la nueva Biblia es también una autobiografía?

– Por supuesto. Así como el Antiguo Testamento es la historia de los hechos de Dios entre los hombres, y el Nuevo Testamento es la historia de los hechos de Jesús entre los hombres, la Biblia de los Niños de Jesús será la historia del menor de los hijos de Dios (yo) entre los hombres y entre los hijos de los hombres -explicó el Padre Dominus.

– Entiendo. -Mary se sentó a la mesa, colocó varias hojas de aquel papel barato frente a ella y cogió un lápiz.

– ¡Eh, eh! -exclamó el viejo con un débil gritillo-. ¡Una hoja cada vez! ¡Es demasiado difícil encontrar papel como para permitir que cualquiera lo gaste sin conocimiento!

– Señor -dijo Mary con un punto de ironía-, atravesaré una cuartilla de este papel si la pongo sola, porque la superficie de la mesa es bastante rugosa. Sólo pretendía usar una docena de hojas o así bajo la hoja en la que vaya a escribir a modo de almohadillado. Si es usted un hombre de ciencia, debería saber eso sin necesidad de que nadie se lo dijera.

– Era otra prueba para saber si eras lista… -dijo con altanería-. Y, ahora, empieza: «Dios es la oscuridad, pues Dios existía antes de que fuera la luz, ¿y no es pues Lucifer el Portador de la Luz? En el principio fue Lucifer, y luego Satán. Todos los días se encarna en el Sol, y entabla feroz batalla con el Dios de la oscuridad, y se eleva en el cielo cada mañana en otro viaje inútil hacia la nada. Cree Lucifer que siempre habrá equilibrio entre su luz y las sombras divinas, pero Dios sabe mucho más. Durante mucho tiempo la luz ha estado gastando sus fuerzas, y sin embargo la oscuridad ha permanecido, porque la oscuridad es Dios.

»Se me hizo presente esta sublime revelación cuando, a la edad de mis treinta y cinco años, di inesperadamente con la Gruta Primitiva, el Ónfalos, el Ombligo del Mundo, el Vientre Universal, el lugar que yo llamo el Trono de Dios, su morada. Porque, ¿dónde, en este mundo de luz, puede encontrarse a Dios? Sólo cuando descubrí inopinadamente el Trono de Dios lo comprendí todo. Allí, en la negrura profunda, mis ojos se marchitaron por la ausencia de incluso el más mínimo rayo de luz, allí, en el silencio más profundo, mis oídos se marchitaron por la ausencia del más mínimo susurro; allí me adentré en las entrañas de Dios. Fui uno con Él, y experimenté por vez primera lo que se convertiría en una sucesión de revelaciones cuando Él derramó su oscuridad sobre mí, bendición tras bendición».

El padre Dominus se detuvo mientras el lápiz de Mary se afanaba para captarlo todo y su pensamiento daba vueltas intentando retener algo de su discurso para su propia reflexión y reacción.

«… tras bendición», escribió Mary, y se detuvo, con el lápiz balanceándose entre sus dedos y la mirada clavada en aquel rostro ajado, de ojos entrecerrados y blanquecinos con diminutas pupilas. «¿Por qué son como diminutos puntos negros?», se pregunto Mary con aquella parte de su mente que sólo le pertenecía a ella. «¿Se habrá drogado con algo? Parece que sí, efectivamente, sin embargo… ¿es posible que no vea nada? En efecto, sus manos agarrotadas le impiden escribir su propia obra, pero ¿también se lo impide la pobre visión que seguramente tiene?».

«¡No digas nada despreciativo, Mary! No digas nada para burlarte de él, o, de lo contrario, pondrás en duda su teología».

– Estoy anonadada… -dijo-, estoy anonadada por tener el honor de ser la escriba de una mente tan prodigiosa, padre.

– ¿Lo entiendes? -preguntó, inclinándose hacia delante con ansiedad.

– Sí, lo entiendo.

– Entonces, continuemos.

Y, efectivamente, continuó, y durante mucho rato; a medida que las páginas se apilaban a la derecha del improvisado almohadillado, las rodillas de Mary comenzaron a temblar y la mano empezó a dolerle. Finalmente, cuando el viejo se detuvo para tomarse un respiro, ella dejó caer el lápiz.

– Padre, no puedo escribir más por hoy… -dijo-. Tengo calambres en la mano, de tanto escribir, y dado que usted quiere que todo esto se pase a limpio, con buena caligrafía, debo rogarle que no siga.

Pareció que el anciano volvía en sí, como si hubiera estado fuera de su cuerpo, en un lugar distinto, y de repente parpadeó, se estremeció, y separó aquellos labios delgados en una sonrisa sin ninguna alegría.

– Oh, ha sido maravilloso… -exclamó-. Así es mucho más fácil que intentar extraer el sentido leyendo las palabras.

– ¿Cómo llama usted a esta teología? -preguntó Mary.

– Cosmogénesis -respondió el viejo.

– Raíces griegas, no latinas.

– ¡Los griegos sí quepensaban! Todos los que vinieron después no hicieron más que imitarlos.

– Estoy deseando empezar nuestra próxima sesión de dictado. Pero no es necesario que me mantenga aquí encerrada -lo intentó una vez más-. Necesito hacer un poco de ejercicio, y caminar arriba y abajo por esta celda no sirve de nada. Y también preciso una estantería para mis libros, por favor.

– Considérate afortunada: te he dado los medios para que te hagas té -dijo, poniéndose de pie.

– Es usted un mal hombre, padre Dominus: no es mejor que ésos a quienes arrebató sus muchachos. Me da de comer y me ofrece refugio, pero me niega la libertad.

Pero todo aquello lo dijo al vacío, porque el anciano ya se había ido.

Se sentó en la cama para permitir que su cuerpo adoptara un cambio de postura y de asiento, e intentó enfrentarse abiertamente con aquel compendio de majaderías que el viejo había proferido. Para Mary, una firme adepta de la Iglesia anglicana, aquel hombre era un apóstata, peor que un hereje, porque hablaba de Dios como no hablaría ningún cristiano, y, desde luego, Jesús ni siquiera había entrado en el mundo teológico que había pintado. Lo cual significaba que tenía poco en común con casi todo lo que las sectas del norte de Inglaterra podían cacarear. Si ella, que nunca había tenido en cuenta el coste de decir lo que la gente no quería oír, había mantenido firmes las riendas de sus pensamientos y se había contenido implacablemente para no insultarlo, lo había hecho sólo porque, cerca ya del final de aquella larga sesión de trabajo, se había dado cuenta de que el anciano estaba completamente loco. No le quedaba más que acabar diciendo que él era Dios, o quizá Jesús, y que sus juicios eran irrevocables. La lógica ya no tenía lugar en su modo de observar el mundo, el cual parecía existir simplemente para acomodarse a sus deseos o coincidir con ellos. Aunque, en realidad, ¿cuáles eran sus deseos? Por ahora no tenía ni la menor idea. ¡Había dicho que era el hijomenor de Dios…!

Pensó que el anciano rondaría los setenta años, pero si estaba equivocada, se equivocaba por echarle de menos, no de más. Lo habían cuidado bien, aunque se pudiera discutir si habían sido sus muchachos u otras personas; era incluso posible que pudiera tener ochenta años. ¿Pero había estado siempre loco o era un achaque de la edad? No parecía senil en ningún otro sentido… su memoria era excelente y la fuerza de sus razonamientos, muy aguda. Se trataba de algo más… El problema no era sólo que su razón no fuera razonable o que su memoria estuviera desbaratada. Lo que había tenido delante era una persona cuyo ser no debía nada a la ética y la estructura de la sociedad inglesa. ¿Existían realmente aquellos cincuenta niños, treinta niños y veinte niñas? ¿Por qué se había transfigurado el rostro de Therese cuando había pronunciado aquellas cifras? ¿Hasta qué punto aquella niña había sido instruida rigurosamente por el padre Dominus para responder a las preguntas de la hermana Mary? Tenía el deber, para con la niña, de no ponerla en peligro, y quizá aquel gesto había acarreado severísimos castigos.

Así que Mary trató muy amablemente a Therese, a quien podía interrogar sobre asuntos menos peligrosos que las cifras y los castigos. Puesto que el padre Dominus no guardaba ningún secreto respecto a sus grutas, Mary se concentró en ese aspecto de su encierro. De acuerdo con Therese, había muchas, muchas millas de cuevas, todas interconectadas por galerías; hablando con temor, Therese le dijo que el padre Dominus conocía cada pulgada de cada túnel, cada caverna, cada rincón y cada grieta. Una parte se llamaba las Cuevas del Sur, y otro, las Cuevas del Norte; Mary y los Niños de Jesús vivían en las Cuevas del Sur, pero el trabajo se desarrollaba en las Cuevas del Norte, que sólo albergaba el Templo de Dios. ¿En qué consistía exactamente el trabajo? Eso llevaría algún tiempo averiguarlo. Pero poco a poco fue perfilándolo junto a Therese y un nuevo amigo procedente del grupo de los Niños de Jesús: el hermano Ignatius. Había aparecido un día con una lezna, un destornillador, algunas clavijas, varias escuadras de hierro y tres tablones de madera.

Fue entonces cuando Mary supo para qué servían aquellos grilletes de hierro que había en el muro del fondo: un segundo muchacho encapuchado, alto y delgado, había ayudado al hermano Ignatius a llevar su carga al interior… pero sólo después de sujetar a Mary contra el muro y de haberle puesto los grilletes en los tobillos para impedirle cualquier movimiento. Luego, tras usar una regla para marcar dónde debían ir los agujeros de las escuadras, se marchó y dejó que Ignatius hiciera el trabajo restante. El hermano Ignatius era un poco más bajo que el otro muchacho, a quien llamaban hermano Jerome, pero era más robusto y andaba ya muy cerca de la pubertad. Cuando Mary le preguntó la edad, dijo que tenía catorce años.

– Therese y yo somos los mayores -afirmó, enroscando las clavijas en el muro.

– ¿Y por qué el hermano Jerome mide y marca, si no te va a ayudar en nada más…? -preguntó Mary.

– Porque yo no sé ni leer ni escribir -dijo Ignatius alegremente-. El único que sabe leer y escribir es Jerome.

Mary dejó escapar un gesto de asombro.

– ¿Ninguno de vosotros sabe leer ni escribir…?

– Excepto Jerome. El padre lo trajo de Sheffield.

– ¿Y por qué el padre no os ha enseñado?

– Porque siempre estamos muy atareados, supongo.

– ¿Ocupados? ¿Haciendo qué?

– Depende. -Ignatius colocó un tablón sobre las dos escuadras, lo ajustó un poco y asintió con la cabeza-. Muy bien, nivelado. Jerome es muy perfeccionista.

– ¿Depende…?

Los apagados ojos castaños del muchacho se nublaron con el esfuerzo de recordar algo que había sucedido sólo unos segundos antes.

– Puede ser… machacar polvos, ir a buscar hierbas, filtrar, destilar, espesar o tintar… Azul para el hígado, lavanda para los riñones, amarillo claro para la vejiga, verde sucio para los cálculos de la bilis, rojo para el corazón, rosa para los pulmones y marrón para los intestinos… -Abrió la boca para seguir hablando, pero Mary lo detuvo precipitadamente.

– ¿Son medicamentos?

– ¿Qué?

– ¿Qué quieres decir con «filtrar»? -le explicó-. ¿Qué es eso de «destilar»?

El muchacho encogió aquellos hombros anchos y robustos.

– Yo no sé nada, salvo que eso es lo que hacemos, y que se llama así.

– Dijo que era boticario… -dijo Mary para sí-. Entonces… hacéis pociones y elixires para el padre Dominus, ¿no es así?

– Sí, eso es. -Y comenzó a colocar los libros en el estante de abajo, y puso los restantes en el del medio-. ¡Ya está, hermana Mary! Tiene sitio para poner otros tantos.

– Seguro que sí. Gracias, hermano Ignatius.

El muchacho asintió, recogió sus herramientas y se dispuso a marchar.

– ¡Eh, espera…! ¡Estoy todavía encadenada…!

– Jerome vendrá luego para eso. Es el que tiene las llaves.

Se fue y dejó a Mary esperando a Jerome, durante un tiempo que le pareció una eternidad, para que le abriera los grilletes que encadenaban sus tobillos.

«Este muchacho…», pensó mientras observaba desde arriba su cabeza, que mostraba el cerco rasurado de la tonsura en su coronilla, «este muchacho es muy distinto al hermano Ignatius. Sus ojos, casi tan claros como los del padre Dominus, parecen agudos e inteligentes, y muestran esa peculiar falta de emoción que la gente suele llamar… "frialdad"». Resultó evidente que le encantaba infligir dolor; cuando le quitó los grilletes, los apretó contra la carne hasta que ésta sangró.

– Yo no lo haría, hermano Jerome -dijo suavemente Mary-. Tu amo me necesita… sana, no inútil y tumbada en la cama con una infección en una herida…

– Te lo has hecho tú, no yo… -dijo, evidentemente molesto con la amenaza.

– Entonces, más vale que vigiles lo que haces tú… o lo que hago yo… para que no ocurra de nuevo.

– Lo odio -dijo Therese entre dientes cuando Jerome se hubo ido-. Es cruel.

– Pero es el preferido del padre Dominus, ¿me equivoco?

– No, son uña y carne -dijo, pero no añadió ni una palabra más.

– ¿Qué clase de trabajo hacéis vosotras, las chicas, para el padre Dominus?

Metemos los líquidos en los frascos, ponemos las píldoras en las cajitas, llenamos las latas con ungüentos, ponemos las etiquetas a todo y nos aseguramos de que los corchos están bien apretados en los frascos -dijo, como si lo estuviera haciendo de memoria.

– Y ese trabajo… ¿mantiene a veinte niñas ocupadas?

– Sí, hermana Mary.

– Los remedios del padre Dominus deben de ser muy famosos.

– ¡Oh, sí, famosísimos! Sobre todo, el elixir contra la cólera y el ungüento de caballo. Tenemos un acuerdo especial para esos productos.

– ¿Un acuerdo especial?

– Sí, con un boticario de Manchester que tiene un almacén. Todos los productos van allí, y luego se distribuyen a todas las tiendas de Inglaterra.

– Y el padre… ¿tiene una marca o…?

– ¿Una qué?

– Un nombre que todos los productos tengan en común, aunque sean distintos… No sé: «Padre Dominus», por ejemplo.

La frente de Therese se iluminó.

– ¡Ah, ya sé lo que quiere decir usted…! «Niños de Jesús». Todo lo que hacemos se llama Niños de Jesús, esto o aquello, da igual.

– No lo había oído nunca…

– Bueno, pues debe de ser conocidísimo, porque, de lo contrario, no estaríamos tan atareados.

Cuando el padre Dominus apareció, Mary estaba en condiciones de entregarle cuarenta páginas de un manuscrito limpio y exquisitamente caligrafiado. La mano que lo recogió de la bandeja enrejada temblaba ligeramente; acercó la gavilla de papel a los ojos y lo escudriñó cuidadosamente, y su rostro expresó un deleite asombroso que, así lo entendió Mary, no era falso en ningún sentido.

– Pero esto es… ¡maravilloso! -exclamó, levantando la mirada antes de poner la primera hoja tras todas las demás-. Escribes derechos todos los renglones y has dejado los márgenes perfectamente alineados sin necesidad de marcarlos…

«Así que algo sí que ve», pensó Mary. «Pero no distingue las palabras». Mary había puesto las hojas desordenadas a propósito. Él podía ver que los renglones estaban derechos y probablemente veía trazos del lapicero, pero sólo si mantenía la hoja a escasísimas pulgadas de su nariz.

– El editor se alegrará… -dijo Mary-. ¿Dónde comenzamos hoy? ¿Trataremos de la oscuridad, de la claridad…? ¿O de cómo Dios creó las cuevas…?

– No, no, no… ¡hoy no! Tengo que llevarme esto y leerlo con sumo cuidado. Mañana nos veremos, hermana Mary.

– ¡Espere…! ¡Si voy a estar ociosa hoy, déme algo que hacer!

No mucho después apareció el hermano Ignatius con una bobina de cuerda fina y dos faroles. Sonriendo maliciosamente como un prestidigitador a punto de sacar un conejo de una chistera, hizo un ruido trompetero con la boca y sacó las botas de Mary que traía escondidas a la espalda.

– ¡Caminar…! -exclamó encantada Mary, levantándose de la silla.

– Algo así -dijo el muchacho-. El padre me ha dicho que te puedo llevar hasta el río y volver, pero necesitarás tus botas… Algunas partes de este sitio están empapadas. Pero luego no te podrás quedar con las botas… Tengo que llevárselas después, cuando te vuelva a encerrar. Y, por favor, no pienses en huir -dijo mientras abría la puerta enrejada y entraba en la celda, desenrollando la cuerda-. Aquí no hay ningún sitio adonde ir, y sin una luz, esto son las entrañas de Dios. Tengo que atarte un extremo de la cuerda alrededor de la cintura, y el otro extremo me lo ataré yo. Y llevaremos un farol cada uno. El aceite dura lo suficiente como para dar el paseo con un pequeño descanso junto al río, pero no haremos nada aparte de eso.

– No intentaré escapar, lo prometo -dijo Mary, encantada, al tiempo que le permitía que atase un extremo de la cuerda alrededor de su cintura mientras ella se ponía las botas.

Estaba deseando ver qué había tras el telar que servía de pantalla y se sintió defraudada cuando se vio frente a la boca de un túnel que, si hubiera sabido que estaba allí, podría haberlo comprendido; ella sólo había adivinado que allí había una densa sombra negra. Al principio, el camino, iluminado por el farol del muchacho, que iba delante, y por el suyo, que iba detrás, estaba seco y se distinguían algunas piedras esparcidas por el suelo, pero quizá solo diez minutos después, a medida que avanzaban por el túnel, que formaba una leve pendiente hacia abajo, apareció el primer charco, y después el suelo se fue embarrando cada vez más. Después de caminar media hora, Mary se encontró al borde de un torrente que discurría veloz por su cauce, una considerable masa de agua que horadaba la cuenca del suelo en una caverna tan enorme que la débil luz de sus faroles apenas conseguían iluminarla en toda su grandeza. ¡Ahora Mary podía ver aquello de lo que tantas veces le había hablado Charlie! Grandes estalactitas y estalagmitas relucientes que se descolgaban del techo y se elevaban desde el suelo, con las superficies pulidas y brillantes lanzando destellos. Había una formación curiosa al fondo: parecía una tela semitraslúcida y brillante; era como un chal gigantesco tendido sobre el abismo; grandes columnas de cristal asomaban en los charcos o en alguna fuente escondida en las sombras.

– ¡Maravilloso! -exclamó la prisionera, completamente asombrada.

«Ahora comienzo a comprender cómo el padre Dominus formuló su extraño concepto de Dios. Estar atrapado aquí, sin luz, puede provocar perfectamente la locura, pero la débil luz de un farol no puede evitar el terror ante esta inmensidad. Ruego a Dios que nunca me pierda aquí abajo…».

– Sí, es bonito -dijo el hermano Ignatius-, pero ahora tenemos que volver, hermana Mary.

Subir la cuesta del túnel fue una tarea más ardua, pero Mary lo disfrutó enormemente; si no hacía ejercicio, no podría conservar sus fuerzas.

– ¿Cuánto tiempo llevas con el padre Dominus? -le preguntó Mary al muchacho.

– No sé. Realmente no recuerdo haber estado en ningún otro lugar. Therese y yo somos los mayores, los que más tiempo llevamos con el padre.

– Sí, eso me dijo Therese. También me dijo que el padre trajo a Jerome de Sheffield. ¿Tú también viniste de Sheffield?

– No sé. Jerome es un caso especial, dice el padre. Sabe leer y escribir.

– ¿Y tú tuviste uno de esos amos tan malos…?

– ¿Un qué…?

– Un mal amo. Un hombre malo que te pegaba para que trabajaras.

– No, el padre Dominus no pega -fue su respuesta, pero el muchacho parecía confuso.

– ¿Qué coméis?

– Pan reciente que hacemos nosotros. Mantequilla y jamón y queso. Y carne asada para cenar los domingos. Filetes. Sopa.

– ¿Qué clase de sopa?

– Depende. Está bien.

– ¿Quién cocina?

– Therese. Camille le ayuda, y también las otras niñas, por turnos.

– Así que no sufrís inanición.

– ¿Qué es «inanición»?

– Pasar hambre por tener poca y mala alimentación.

– No.

– ¿Qué bebéis?

– Cerveza aguada. Y chocolate caliente los domingos.

– ¿Y bizcochos?

– Tarta de melaza. Y bizcocho de frutas al horno. Y tarta de ruibarbo. Crema.

– ¿Tenéis vacas?

– No. Jerome trae la leche y la nata.

– ¿Tenéis día de oración?

– ¿Oración?

– Sí, hablar con Dios. Agradecerle sus bondades.

– No. Nosotros se lo agradecemos al padre.

Bueno, ¡aquello era muy interesante! Así que el dios del padre Dominus era sólo suyo, y no tenía ninguna relación con sus muchachos. Aparentemente, los niños pertenecían a Jesús, aunque sería muy interesante preguntarle al hermano Ignatius, en el próximo paseo, qué les había enseñado el padre sobre Jesús.

Pero cuando el padre Dominus apareció al día siguiente, Mary temió que no se le permitiera volver a dar un paseo. El fundador de a Cosmogénesis no estaba contento con su secretaria.

– ¡Las páginas estaban desordenadas! -le dijo en tono acusatorio, de pie frente a ella.

– ¡Ay, Dios mío!, ¿de verdad? -preguntó Mary, con gesto de absoluta inocencia-. Lo siento mucho, mucho, padre. Como no tengo reloj ni un artefacto de ninguna clase para medir el tiempo, me temo que estoy un poco confusa. Iba revisando las páginas para asegurarme de que ninguna de ellas tenía ningún error, y cuando usted vino a buscarlas, me cogió desprevenida. Las puse todas juntas tan apresuradamente que olvidé que no las había ordenado. ¡Por favor, perdóneme, por favor…!

Relajó un poco su postura, aunque su rostro no se suavizó.

– Menos mal, para ti, que habías numerado las páginas -dijo con frialdad-. Una lástima que no puedas imprimir, como en un libro de verdad.

– Las únicas personas que hicieron eso, padre -dijo, conteniendo su furia-, eran los monjes medievales. No digo que no pudiera aprender y hacerlo, pero ¿tiene usted suficiente tiempo como para permitirse que yo pueda aprender?

– ¡No, no, no…! Hoy trabajaremos. Empieza, empieza así: «La luz es el mal, creada por Lucifer a su imagen y semejanza. Dios no tiene ojos, pero Lucifer arrancó dos carbunclos de su cuerpo y los convirtió en ojos para poder contemplar su propia belleza. Ese es el mal de la luz: su belleza, su seductora belleza, su capacidad para deslumbrar, aturdir y ensimismar la mente abren la puerta a Lucifer». -Se detuvo y la miró-. Tienes pelo de Lucifer -dijo-. Te advierto, hermana Mary, que vi el demonio en ti incluso cuando estabas tendida e inconsciente en ese catre. Sin embargo, Dios te trajo a mí como respuesta a mis plegarias, y el que está avisado está también prevenido. En ti se verificó la eficacia de mi tratamiento para el edema cerebral, y ahora tú me sirves como escribana. ¡Pero yo sé de dónde vienes! ¡No lo olvides nunca!

Luego volvió a su disertación sobre Lucifer, un batiburrillo de improperios contra los fenómenos naturales de la luz que sirvió para convencerla de que, al perder la vista, la severa experiencia en la caverna cuando tenía treinta y cinco años se había convertido en un desprecio de un mundo que él no podía ver sino muy débilmente. En todo el mundo había gentes que veneraban las cuevas y las grutas, e incluso llegaban a considerarlas como los hogares de sus dioses, pero pocos habían llegado al punto de detestar y temer la creación más conmovedora de Dios: la luz. Toda la variedad infinita de grises habían desaparecido de la filosofía del padre Dominus, y se había quedado sólo con el negro de su Dios y el blanco de Satanás, a quien él llamaba Lucifer porque se ajustaba más a su etimología latina: Lucifer, el portador de la luz. Era el desnortado credo de un fanático, y todas las religiones tenían gentes así. Pero ninguno era tan extremado como el padre Dominus, cuyas ideas eran, después de todo, bastante originales.

¿Cómo debió de ser aquel hombre cuando tenía treinta y cinco años? ¿Tal vez sano, simpático y con un ingenio vigoroso? ¡Aquellas lámparas! Sus panaceas y elixires, sus energías y su entusiasmo. Hubo una vez, Mary estaba segura de ello, en que aquel hombre fue un ser extraordinario. Pero ahora no era más que un loco. Viejo, casi ciego, dependiendo de la adulación de un pequeño grupo de niños para henchir un corazón que ya no tenía sangre. Incluso la adulación era secundaria: deseaba que sus siervos no desarrollaran su mente, y los había privado de letras y números, enseñándoles únicamente una cantinela de boticario sin explicarles jamás lo que significaban las palabras, para mantenerse así por encima de ellos… y dejaba a su servil secuaz, el hermano Jerome, la ejecución de los aspectos más desagradables de la disciplina, y así desviaba el temor y el odio hacia Jerome, como si todos aquellos males no tuvieran su origen en él.

Jerome… el extraño que vino de fuera, el forastero que se trajo de Sheffield, era mayor que el resto de los muchachos, o eso sospechaba Mary. Therese e Ignatius insistían en que no recordaban haber tenido un amo anterior, ni bueno ni malo, y decían sencillamente que lo mismo les ocurría al resto de los niños. ¿Un brebaje que conseguía que olvidaran su pasado? Desde luego, era posible. ¿O es que tal vez nunca habían sido arrebatados a amos malvados…?

¡Aquellas cavernas! En otros lugares, a aquellos que vivían en cuevas se les llamaba trogloditas, pero formaban comunidades enteras, desde ancianos a bebés recién nacidos, y no constituían un grupo artificial como aquél de los Niños de Jesús. Por Therese había sabido que su prisión se encontraba bastante cerca de la cocina en la que Therese y sus pequeñas ayudantes hacían pan, estofados, asados, tartas, sopas y bizcochos. Ningún «niño de Jesús: se ponía enfermo ni se moría de tisis; y siempre que realizaran su trabajo en el laboratorio (una de las palabras grandilocuentes que les había enseñado sin explicarles su significado), si eran niños, o en la sala de envasado, si eran niñas, eran totalmente libres para andar por las Cuevas del Norte y las Cuevas del Sur, e incluso podían salir fuera si así lo deseaban.

– El hermano Jerome siempre está demasiado ocupado como para darse cuenta -decía Ignatius-. Vamos donde queremos.

– Entonces -le preguntó una vez Mary-, ¿por qué nadie os ha visto jamás?

– Es por la oscuridad de Dios -dijo Ignatius sencillamente.

– ¿Te refieres a que salís de noche?

– En lo oscuro, sí.

– Pero… ¿no te gusta el día?

El hermano Ignatius se estremeció.

– ¡No…! ¡La luz del día es horrible! Nos hace daño en los ojos, hermana Mary, como si se nos quemaran.

– Sí, desde luego, os hará daño. No me había parado a pensar en eso… -dijo Mary lentamente-. Me atrevo a decir que a mí también me dolerían los ojos después de tantos días encerrada con la única luz de un quinqué. Y cuando salís a la oscuridad de Dios, ¿dónde vais? ¿Qué hacéis?

– Andamos por ahí, jugamos a pillar… Saltamos a la comba.

– ¿Y no os ve nadie?

– No hay nadie que pueda vernos -dijo, reparando en lo que decía-. Sólo hay páramos fuera, en las Cuevas del Norte. En las Cuevas del Sur no salimos. -Con aire conspirador, se inclinó un poco hacia delante y habló entre susurros-. No nos queda mucho tiempo en las Cuevas del Sur: lo estamos trasladando todo a las otras. El padre dice que hay demasiados entrometidos en el sur… están levantando casas por todas partes.

– ¿Cómo conseguís los suministros, Ignatius? La comida… El carbón para el fuego, los materiales para el laboratorio… Las latas, las cajas y los frascos…

– Yo no lo sé… exactamente. Lo hace el hermano Jerome, no lo hace el padre. Tenemos una cueva llena de burros. Algunas veces el hermano Jerome sale fuera con todos los burros y vuelve cargado. Los muchachos descargamos los burros… carbón, todas las cosas esas…

– ¿Y el padre Dominus está siempre con vosotros?

– No, él sale mucho, pero cuando Lucifer está en el cielo. Apunta los mandados y recoge el dinero. Si Lucifer está ahí fuera, va andando, pero si sale en la oscuridad, el hermano Jerome lo lleva con un burro.

– ¿Tú sabes lo que es el dinero, Ignatius?

El muchacho se rascó la tonsura, allí donde el cuero cabelludo ya estaba brillante de tanto rascarse.

– No. No lo sé, hermana Mary.

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