Capítulo 11

No quedaban más que tres cucharaditas de agua en el fondo de la jarra, aunque la sed no había sido la tortura que Mary había imaginado tan afanosamente. En la gruta hacía un frío glacial, sobre todo por la noche; puede que hubieran puesto allí la pantalla para evitar que se vieran los barrotes desde fuera, pero el lienzo, sobre todo, había evitado el viento que soplaba continuamente, aunque no había impedido aquel lamento quejumbroso que se oía siempre. La única defensa de Mary era mantener corrida la pesada cortina de terciopelo, pero eso apenas servía de nada. En invierno no habría sobrevivido allí ni una semana. De todos modos, no se podía negar el hecho de que aquel frío también evitaba que sintiera una sed insaciable. Si se atrevía a caminar de un lado a otro de la celda, entraría en calor… pero también tendría sed.

Se había puesto encima toda la ropa que le habían dejado, la sucia y la limpia: cuatro pares de calcetines de lana, cuatro camisones de franela y una bata también de franela. No tenía guantes y tenía las manos heladas. Ya no quedaba nada del mendrugo de pan; se lo había comido antes de que se pusiera tan duro que no se pudiera roer. Ahora que podía ver la luz del día era más fácil calcular el paso del tiempo. Se le debía de haber encogido el estómago, pues no sentía las punzadas del hambre.

Para su absoluto espanto, las ratas aparecieron para darse un festín con el pedazo de pan que el padre Dominus había dejado en suelo, fuera de la celda, en su última visita; cuando terminaron, no se fueron, sino que estuvieron husmeando por allí durante las horas nocturnas, esperando una comida bastante más sabrosa… el cadáver de Mary. No se parecían a las ratas que había visto antes. Las que conocía eran negras y agresivas, mientras que éstas eran pequeñas y grises, y se asustaban fácilmente. Criaturas de los páramos, obviamente.

Sólo entonces, mientras el tiempo transcurría lentamente ante ella, se dio cuenta de cuán atareada y ocupada había estado durante la mayor parte de su encarcelamiento. Escribir con caligrafía perfecta y sin ningún error era, desde luego, una tarea bien distinta de la redacción habitual, en la que uno puede tachar una palabra o escribir encima o hacer un borrón en la firma o escribir por encima una palabra olvidada. Con todo, aunque había condenado las ideas del padre Dominus, haberlas puesto por escrito sin errores había sido todo un reto para ella, como lo habría sido para cualquiera que no fuera un escribano profesional, una de esas personas que adecentan la prosa de alguien que pretende ser escritor para que el resultado llame la atención de un editor.

Ahora parecía como si todas las desgracias hubieran caído sobre ella repentinamente. No tenía nada en lo que ocupar su tiempo, y esto no hacía sino incrementar la nómina de sus penurias. Era como estar de nuevo cuidando a su madre, viviendo en un limbo de inactividad, pero mucho peor; no tenía música para consolarse, ni libros que no hubiera leído al menos una docena de veces. Y a todo ello se añadía la falta de alimento, ejercicio y agua, y… «¡Oh, qué horror…!».

Los días en que había encontrado un consuelo en la oración habían pasado hace mucho tiempo, aunque ahora, sin nada que hacer, rezó, pero para entretener el tiempo, más que con la confianza de que Dios escuchara sus súplicas. «Si yo fuera mi madre», pensó, «encontraría descanso y consuelo en el sueño; mamá siempre fue capaz de dormir para olvidar. Pero yo no estoy hecha de la misma pasta que mamá, así que no puedo pasarme las horas durmiendo».

Así que para alejar la mente del frío, comenzó a diseccionar su conducta desde que la muerte de su madre la había liberado, y llegó a la conclusión de que todos sus esfuerzos habían sido ridículos. Nada había salido conforme a lo planeado, lo cual significaba que, una de dos, o Satanás estaba conspirando contra ella o que sus aspiraciones, sus habilidades en el ámbito práctico y su misma persona adolecían de serias carencias. Como le pareció bastante improbable que ella fuera lo suficientemente importante como para llamar tanto la atención de Satanás, llegó a la conclusión de que la segunda opción era evidentemente la correcta.

«Estaba obsesionada con Argus, y pensé que si escribía un libro confirmando sus teorías y sus observaciones, le impresionaría tan profundamente que acabaría deseando conocerme. Bueno, ahora nunca sabré si las cosas podrían haber salido así. Albergué un espíritu de cruzada respecto a los pobres y oprimidos, pero ¿quién soy yo para pensar que puedo hacer algo para ayudarlos? Ahora entiendo que mi investigación no estaba bien planeada, ni siquiera aunque le dedicara todos mis recursos financieros. Debería haberme puesto en contacto primero con varios editores, y haber averiguado cuánto me habría costado exactamente publicar el libro. Y, puesto que definitivamente había admitido que tendría que irme a vivir a Pemberley con Lizzie cuando hubiera gastado todos mis ahorros, ¿por qué me negué incluso las comodidades más elementales que precisa una dama cuando viaja? En parte era para no parecer superior a aquéllos a los que deseaba entrevistar para mi libro, pero… soy una ingenua: debería haber ideado un plan en el que yo hubiera podido viajar cómodamente y, sin embargo, una vez que me apartara de las diligencias, pareciera, digamos, una institutriz con escasísimos medios. Por otro lado, estos errores tuvieron su origen en la euforia absoluta de ser libre por fin para hacer lo que me apeteciera, pero, sobre todo, en la abismal ignorancia que tenía del mundo en general.

»¡Piensa en lo que te ha pasado, Mary Bennet! La experiencia te ha aportado sabiduría, pero los caprichos del azar te han puesto en peligro. Al parecer, no puedes viajar en una diligencia pública sin que todo sea un desastre, pero eso apenas es nada comparado con tu actual situación…

»Una mujer con cabeza habría aceptado la propuesta de matrimonio del señor Robert Wilde, que era un buen hombre, pero, a ver… ¿qué hiciste tú? Porque tú lo mirabas como si al pobre hombre le hubiera salido otra cabeza… ¡y luego se la arrancaste! Pero sabes cuál era la verdadera razón: era más joven que tú, más rico que tú, y más atractivo que tú para el sexo opuesto. Demasiado bien comprendiste que aquélla habría sido una unión apropiada. Y, no te apures, Mary, ¡hiciste bien al rechazarlo! Encontrará una esposa más adecuada que tú, una a la que pueda amar sin que se rían de él, pues ése habría sido su destino si se hubiera casado contigo».

Su pensamiento se deslizó desde Robert Wilde hasta Angus Sinclair, que no le había dicho ni una palabra de amor. Sólo le había ofrecido amistad, y ella había sentido que al menos eso sí era capaz de aceptarlo. A él era a quien había echado de menos en sus viajes: era el sentimiento de poder compartir los mismos intereses la mirada amiga que escucha y entiende lo que se dice. Sí, le había echado de menos intensamente, y sabía que si hubiera estado con él, sus aventuras habrían tenido otro final bien distinto. Le costaba recordar el rostro del señor Robert Wilde, pero el del señor Angus Sinclair se le representaba inmediatamente en su imaginación, como un cuadro pintado por un maestro retratista.

También echaba mucho de menos a su queridísima Lizzie, aunque no tanto a Jane. Jane lloraba mucho, y las lágrimas no resolvían nada ni cambiaban nada. Las únicas lágrimas que Mary respetaba eran aquellas del dolor más profundo, punzante y conmovedor, y desde luego no podía comparar aquellas lágrimas con las lágrimas de Jane. No, Lizzie era una mujer con sentido y sensibilidad… ¿por qué sería tan infeliz? «Cuando salga de todo esto», decidió Mary, «voy a descubrir la causa de la infelicidad de Lizzie».

Por la noche, acurrucada en la cama helada, formando una bola ligeramente angulosa para intentar calentar siquiera una zona pequeña, Mary se preguntó por el origen de aquella celda. En cierta ocasión, durante uno de esos escasos momentos en que el padre Dominus parecía más accesible, Mary aprovechó la oportunidad y le preguntó por qué se había visto precisado a construir una cosa semejante, pero el viejo sólo contestó con un bufido. No era que se negara a decirle la verdad… eso habría sido incluso comprensible; no, ¡el padre Dominus había negado incluso que la hubiera construido! Cuando Mary insistió en que se le diera una explicación, él había dicho que no tenía en absoluto una teoría al respecto y cambió de asunto. Bueno, entonces, ¿quién había construido una celda en una gruta? Es más, una gruta que estaba lejos de cualquier lugar habitado, o al menos eso era lo que decían Ignatius y Therese. ¿Quién la habría construido? ¿Y por qué? ¿Bandidos? ¿Refugiados? ¿Secuestradores? Nunca lo sabría, al parecer, pero haciéndose esas preguntas conseguía distraerse un poco, y podía dejarse llevar por el sueño. Cuando la liberaran, intentaría averiguarlo.

«Cuando salga de aquí», se decía una y otra vez… nunca pensaba «Si salgo de aquí». Tres cucharaditas de agua quedaban, y aún seguía diciendo cuando, y no si.

El nuevo amanecer fue soleado; lo pudo atisbar cuando apartó el cortinaje para ver la luz de la mañana, y luego volvió a correrlo para evitar el viento. ¡Frío…! ¡Qué frío! Tenía los labios secos, la piel cuarteada y escamada. «¿Lo hago o no lo hago?».

– No espero ya que me ayudes, Señor, pero dame fuerza y juicio sereno -dijo, y bebió lo que quedaba de agua.

Apenas había dejado en la mesa la jarra vacía cuando se oyó un bramido en las entrañas de la roca, bajo sus pies, un horroroso temblor que la arrojó al suelo… Confusa, se pudo poner de pie y vio que el asiento de madera que estaba colocado sobre el retrete se había retorcido y había quedado hecho astillas. El agujero aún seguía allí, pero en vez de oír el sonido de una corriente de agua, pudo ver cómo salía de allí una columna de polvo que inundó la celda como una ola.

Se oyó entonces otro rugido, esta vez en el interior de la celda… era áspero y metálico. Corrió hacia los cortinajes y los retiró para ver los barrotes. ¡Se habían combado y retorcido! Cuando intentó abrir aquella puerta enorme, se salió de los goznes, chirriando; la cerradura estaba partida en dos allí donde el pestillo se deslizaba en su agujero; Mary corrió al otro lado… ¡Si se iban a producir más derrumbamientos, mejor que sucedieran con ella fuera de la celda y no dentro! Entonces, recordando el frío que tenía, se armó de valor para entrar otra vez dentro de la celda y coger sus dos mantas. Más capas para conservar el calor.

– ¡Gracias, Dios mío…! -dijo entonces, y saltó fuera de nuevo, a salvo ya.

Había dos aberturas más en el muro de la izquierda de aquella especie de vestíbulo cavernario, además de la que había utilizado para bajar al río subterráneo y estirar las piernas. Miró a ambas fauces y no vio más que oscuridad. Había un montón de velas de sebo, de las más baratas, a la entrada del túnel más alejado, junto una caja de yesca bien seca con hebras tan delicadas como la lana. Pero ni por un momento se le pasó por la imaginación a Mary… Ella no era Ariadna con un ovillo de bramante tratando de dar con el camino en el laberinto del minotauro; además, después de aquellos terremotos en las profundidades, ¿quién sabe qué habría ocurrido en los túneles?

No, tenía que salir al mundo exterior directamente, por aquella abertura, sin importar cuán escarpado fuera el terreno del exterior. Se acercó al borde de la brecha… No era un precipicio, ¡gracias a Dios! Apartó un montón de rocas y, en la parte superior de la gruta, se tambaleó una gigantesca roca redondeada. Seguramente se había utilizado para sujetar el lienzo verde que ocultaba la cueva a todo el que pasara por el exterior. Pudo comprobar entonces que no estaba en una montaña a mil pies de altura, sino en un roquedal, a no más de trescientos. El viento soplaba con fuerza, pero la cuesta del exterior estaba seca y además pudo protegerse con las mantas una vez que consiguió colocárselas en torno a los hombros y arroparse con ellas. Por la posición del sol supo que lo que tenía enfrente era el norte y la desolación de los grandes páramos, con montañas cónicas a lo lejos y extrañas formaciones rocosas; por ninguna parte se veía casa alguna, ni un pueblo o aldea de ningún tipo. Así que cuando por fin llegó a lo alto de la cuesta, tuvo que darse la vuelta y caminar hacia el sur, y, así se lo dictó el instinto, mejor hacia el oeste que hacia el este. Si había algún lugar habitado por alguna parte, tendría que estar por allí… ¡Ay, sus botas!

Resultaba difícil caminar entre las rocas, y se hacía heridas en las manos cuando tenía que aferrarse a ellas para salvar la vida con los dedos de los pies buscando a tientas un punto de apoyo debajo. Tras diez minutos de descenso por la escarpadura notó que estaba casi sudorosa por el esfuerzo; se quitó una manta y se la ató en la parte de abajo, para tapar la parte de las piernas que no cubrían los calcetines. Sus fuerzas menguaban de forma alarmante, pero la señorita Mary Bennet no estaba dispuesta a rendirse sólo por sus deficiencias físicas. Continuó descendiendo entre las rocas, cayéndose de vez en cuando, pero siempre había una roca que sobresalía y evitaba que pudiera hacerse demasiado daño.

Parecía que aquello iba a durar una eternidad, pero tras una hora de agotador esfuerzo, Mary se encontraba de pie sobre un terreno de hierba correosa y maloliente que sólo a las ovejas más hambrientas les podría apetecer. Los calcetines se habían conservado bastante bien a pesar del feroz trato que habían soportado, pero no durarían mucho si seguía caminando durante algunas millas. Aquellotenía que ser la comarca de The Peak, en Derbyshire, o así lo creyó ella. «Ojalá supiera por dónde queda Pemberley». Pero como no lo sabía, continuó su andadura en torno a la base de la pequeña colina en la que se encontraba la gruta, y esperó toparse pronto con cualquier cosa civilizada.

Al principio aquello no permitía adivinar buenos augurios; el paisaje parecía agreste y desierto, como si se encontrara en la parte norte de la región, y Mary se desanimó bastante. No había ni un camino carretero, ni una senda, ni una vereda… Pero después de recorrer a pie casi cinco millas, estremeciéndose de dolor cuando las piedras afiladas le cortaban los pies, su aguda nariz percibió la fétida mezcla de las pestilencias de corral: cerdos, vacas, gansos, caballos… «¡Sí, sí…! ¡Este camino conduce a algún lugar habitado! ¡Gente,gente!».

El granjero William Hawkins vio aquel espantajo bajando por el camino, tambaleándose y tropezando. Era alto, flaco, vestido con harapos, con el pelo rojizo y estropajoso, como el de un payaso de las ferias de los pueblos, y estaba en los huesos. Paralizado por la visión, estuvo observándolo hasta que aquel espantajo se acercó lo suficiente como para ver que era una mujer; entonces comprendió quién podía ser, y gritó tan fuerte que el joven Will salió corriendo del establo.

– Ésta tiene que ser la señorita Mary Bennet -le dijo el granjero Hawkins a su hijo-. ¡Oh, mira cómo trae los pies…! ¡Pobrecita! La llevaremos en brazos hasta la casa, Will. Luego te coges el poni y te vas a buscar al señor Charlie… seguro que anda por los alrededores, buscando en las cuevas.

Dejaron a Mary en un butacón de madera, junto al fuego de la cocina, y le dieron agua y luego caldo. Para cuando el joven Will encontró a Charlie y a Angus, Mary había recuperado la sensibilidad en sus miembros, estaba calentita, atendida,viva. El caldo era un desgrasado de verdadera sopa de granja, de la que siempre está en el trébede del fuego y que, añadido a cualquier cosa que se tenga a mano a diario, lo convierte en un manjar delicioso. Sólo un poquito de aquel caldo la sació, pero ella sabía que eso ocurriría; en pocos días podría volver a alimentarse con buenas comidas que sanarían las heridas del cuerpo.

Entonces Angus entró precipitadamente por la puerta, con el rostro empapado en lágrimas, con los brazos tendidos para acogerla en un abrazo. Para asombro de Mary, presintió que aquel gesto era exactamente lo que podría haber deseado si hubiera imaginado que podía desearlo, pero lo cierto es que no lo había imaginado.

– ¡Oh, Mary…! ¡Si supieras lo desesperados que hemos estado todas estas semanas! -dijo besando su pelo, que olía a sebo y polvo, y como en un lejano recuerdo, a la propia Mary.

– Déjame en la silla, Angus… -dijo, recordando cómo debía comportarse-. Estoy muy contenta de verte, pero no puedo estar de pie durante mucho tiempo… ni siquiera aunque un caballero me sostenga.

Obedeciendo a todos sus deseos, la dejó en la silla.

– Y, sin embargo, puedo imaginar que nuestra desesperación no ha sido nada comparada con tus sufrimientos -dijo, comprendiendo que aún no era el momento de las declaraciones de amor-. ¿Dónde has estado?

– En una cueva; he estado prisionera de un viejo hombrecillo que se hace llamar padre Dominus.

– ¡Así queera verdad que ese hombre no andaba en nada bueno! Charlie, Owen y yo nos lo encontramos, iba con treinta niños pequeños, transportando sus mercancías…

– Los Niños de Jesús -dijo, asintiendo-. ¿Dónde está Charlie? ¿No estaba contigo?

– Ha ido a casa para disponer un carruaje para ti. -Recordando sus buenos modales, Angus se volvió a la familia Hawkins les agradeció su amabilidad con la señorita Bennet. Desde luego, ellos serían los beneficiarios de la recompensa de cien libras-. ¡No, no, señor Hawkins! ¡Insisto! ¡Cójalo!

Mary tiritaba y le temblaba la cabeza. Angus se puso detrás y apoyó la cabeza de Mary contra su pecho, porque el respaldo de la silla era bajo. Todavía estaba dormida cuando Charlie llegó con el carruaje, así que Angus la llevó al coche y la arropó con pieles; Mary sólo tenía mucho frío. La señora Hawkins le había quitado los calcetines y le había lavado y vendado los pies, pero Angus y Charlie estaban deseosos de regresar a casa, donde, para entonces, ya había llegado el doctor Marshall y la estaba esperando.

– ¿Te encuentras lo suficientemente bien como para contarnos tu historia, Mary? -le preguntó Fitz al día siguiente cuando todo el grupo se reunió en el Salón Rubens antes de cenar. Aunque estaba muy delgada, era evidente que su salud en general no se había visto afectada por aquella terrible aventura; un baño caliente, un buen lavado de pelo a cargo de Hoskins y un vestido prestado de Lizzie consiguieron que su aspecto fuera realmente admirable, o eso era lo que pensaba Angus. Tal vez un poco demasiado delgada, pero así la línea perfecta de sus huesos quedaba más de relieve. Sólo los pies vendados daban testimonio de su sufrimiento.

Si Mary tenía una virtud que pujaba sobre las otras, ésta era su reticencia a quejarse, junto con un verdadero disgusto ante la posibilidad de ser el centro de todas las miradas. Así que, sin compadecerse vanidosamente de sí misma y sin adornos ni florituras, Mary contó su historia. No tenía ni la menor idea de que Ned Skinner la hubiera estado trasladando a Pemberley cuando se topó con el padre Dominus; de hecho, no recordaba nada entre la desconsidera contestación en The Friar Tuck y su despertar, algunos días después, en la gruta, como prisionera. Tanto a las damas como a los caballeros presentes se les hizo difícil creer que hubiera estado prisionera por ninguna razón mejor que la de actuar como escriba de un libro sobre aquellas creencias extravagantes.

– Aunque el principio me recogió para experimentar conmigo -matizó, decidiendo que nada de lo que dijera podría explicar lo loco que estaba aquel hombre en realidad. Y, de todos modos, ¿que era la locura?-. Me dijo que había estado a punto de morir por un derrame en la cabeza… Al parecer, sus habilidades médicas eran suficientes como para diagnosticar ese problema a partir de mi aspecto cuando estaba tumbada a la vera del camino, donde me encontró. Parece ser que había elaborado un remedio para las contusiones de los órganos internos, pero no había tenido en quién probarlo. Por eso me cogió a mí, me aplicó su remedio, y me curó Luego, me convertí en su escribana. Al principio, su Cosmogénesis, así lo llamaba, me fascinó… Era un concepto verdaderamente original en el que Dios es la oscuridad y toda la luz es el mal. El nombre que utilizaba para designar al creador del mal no era Satanás ni el Demonio, sino Lucifer. Yo no sé en realidad cuánto de su Cosmogénesis se debe a su avanzada ceguera, pero desde luego algo ha contribuido. Aunque nunca me lo dijo así, pude deducir que la luz le resultaba muy dolorosa. Ignatius me dijo en cierta ocasión que cuando salía para cobrar a las tiendas y boticas, llevaba unas gafas con lentes ahumadas.

– Por eso los niños que nos encontramos se comportaban de aquel modo, porque aborrecían la luz… -dijo Charlie-. Pensé que lo temían a él…

– Por lo que a los chicos se refiere, el miedo que le tienen ha de ser algo reciente, y, de todos modos, son las niñas las que más lo temen. Acontecieron determinados hechos que provocaron que las tachara de sucias…

– ¿Y qué hizocontigo, Mary? -preguntó Fitz.

La mediana de las Bennet hizo una mueca con la boca.

– Mi lengua indisciplinada, por supuesto. La había mantenido bien atada, comprendiendo que si me enfrentaba con él podría granjearme una sentencia de muerte. Pero cuando me dijo que Jesús era el resultado de una cínica colaboración entre Dios y Lucifer, no pude callarme. Le dije que estaba endemoniado y que era un malvado, y él salió huyendo, maldiciéndome. Ésa fue la última vez que lo vi. Me abandonaron allí, para que me muriera… y me habría muerto si no se hubieran producido aquellos corrimientos de tierras.

– Creo que decidió abandonarte después de encontrarse con nosotros -dijo un Charlie horrorizado-. Le dije que yo era Charles Darcy de Pemberley y que te estaba buscando. Seguramente le entró un terror pánico.

El interrogatorio que sufrió Mary a manos de Fitz aún duró varias horas, aunque ni a él ni a Angus les pareció que, al final, hubieran averiguado mucho al respecto, excepto por la Cosmogénesis. ¿No había tenido ningún contacto con los niños? No, ella aseguraba que no.

– ¡Ya es suficiente, caballeros! -dijo al final, cansada y un poco enojada-. No puedo adornar los hechos. Ustedes han visto a los treinta niños pequeños, yo sólo vi a los dos que ustedes vieron empujando la carretilla. Crean ustedes el testimonio de sus propios ojos, no lo que les cuento de oídas, porque al fin y al cabo sólo son cosas que me dijeron. Estuve encerrada siempre en mi celda, y no fui más allá de un túnel que conducía a un río subterráneo. Dondequiera que estuvieran encerrados los niños, no se les concedió permiso para ver a la mujer con la que Therese e Ignatius hablaban. Cuando le pregunté al padre Dominus por la celda, negó que la hubiera construido él. Pero dijo que quienquiera que la hiciera, la construyó hace mucho tiempo. Todo lo que puedo decirles es que los pobres niños fueron trasladados a un nuevo emplazamiento y no querían ir. Las razones del padre para trasladarlos las desconozco por completo, pero no eran muy recientes. Parece que se trataba de un antiguo plan.

– Dejemos esto ya -dijo Fitz, con la mirada clavada en el rostro de Mary-. Ya es suficiente. Tienes razón al pensar que tuvo lugar un corrimiento de tierras. Aunque las cuevas abiertas al público no sufrieron daños, el movimiento se notó en toda la zona, y por ahora todas las inspecciones de cuevas y grutas han quedado en suspenso, debemos suponer que en esa zona hay muchas cuevas que aún no se han explorado y que en alguna de ellas estarán los Niños de Jesús-. La cuestión es: ¿el corrimiento de tierras se produjo donde se encuentran ellos en este momento o en un lugar completamente distinto? La demencia del viejo estaba aumentando al parecer, así no podemos saber si los tiene encerrados, o si aún les deja vagar a sus anchas. Suponiendo que aún estén vivos, claro está…

No había modo alguno de ocultarle a Mary ciertos asuntos… Fitz le contó -y, forzosamente, lo tuvieron que admitir Elizabeth, Jane y Kitty- lo de los dos cuerpos que habían hallado. Algunas horas antes le habían comunicado la muerte de Lydia, así que la noticia de los niños ahogados casi hundió a Mary. Para su propia sorpresa tendió la mano a Angus, y éste se la cogió… ¡Qué consuelo!

– La niña muerta debe de ser la hermana Therese -dijo, parpadeando entre lágrimas-. Estoy segura de ello. Nunca me creí que hubiera una madre Beata. Creo que una vez que las niñas crecían, las mataban. Sí, el cuerpo de esa niña pertenece a la hermana Therese, y deseo que sea enterrada con toda dignidad. Que contraten a plañideras, y quiero una lápida en la cabecera, y que esté en tierra consagrada.

– Me ocuparé de ello… -dijo Angus-. Fitz tiene asuntos más importantes de los que ocuparse, Mary. No sé cómo podemos hacerlo, pero tenemos que encontrar a esos pobres muchachos. Si la locura del padre Dominus ha ido más allá de preservar la vida humana, entonces no se ocupará ya de los niños.

– ¿Te dio alguna razón que explicara por qué se hacía cargo de esos niños? -preguntó Elizabeth-. Al parecer los tenía bien alimentados, y les daba vestidos… ¿no sugiere eso que los quería, al menos al principio? Ya sé que tú piensas que los tenía aterrorizados, Charlie, pero si ese terror fuera lo habitual, los muchachos habrían huido y no se habrían quedado con él. Por lo que tú dices, Mary, el hermano Ignatius también lo apreciaba.

– El hermano Ignatius era muy inocente… Creo que el padre Dominus mantenía precisamente a los niños en esa ignorancia. Desde luego, nunca se les enseñaba a leer o a escribir. Ignatius me dijo que a él lo habían cogido cuando estaba en manos de unos amos malvados, pero si la hermana Therese y él no mostraban ningún signo de maltrato, quizá fueran arrebatados a edades muy tempranas a sus padres o… o incluso comprados a sus progenitores o a los administradores de los albergues para indigentes de las parroquias. Esos albergues pueden ser muy crueles, depende de la rapidez de los administradores. Seguramente no habría sido difícil hacerse con ellos a edades muy tempranas si había dinero de por medio. Respecto a la posibilidad de que los mate cuando lleguen a la madurez probablemente nunca lo sabremos, pues Ignatius era el mayor de todos los chicos, y Therese, la mayor de las chicas. -Mary suspiró y apretó con fuerza la mano de Angus-. Si está loco, y yo, desde luego, no dudo de que lo está, entonces el ser adorado por esas personitas inocentes debe de haber contribuido a que tenga una elevadísima opinión de sí mismo. No olviden ustedes que ellos trabajaban para él, y que no les pagaba nada. El evangelio de San Marcos dice: «Dejad que los niños se acerquen a mí». Si el padre Dominus se creía el elegido, casi se le podría encontrar sentido a todo esto.

– Si los encontramos obtendremos respuestas -dijo Fitz.

– ¿Puedo decir algo respecto a la búsqueda? -preguntó Mary.

Fitz la miró con los ojos muy abiertos, sonriendo ligeramente.

– Naturalmente.

– No hay que buscar en lugares donde las cuevas sean bien conocidas, sino más al norte. Si el primer cuerpo era el del hermano Ignatius, eso significa quebajó flotando por el Derwent, que está más al norte de las grutas que la gente suele visitar. Por debajo de mi celda iba una corriente, y yo podía oír cómo fluía con mucha fuerza, y luego pude ver ese río subterráneo cuando bajaba a estirar las piernas. Hasta que no hablé con Angus y Charlie no se me ocurrió que esos ríos subterráneos son precisamente éso… subterráneos. Es decir, que ese río estaba a mucha más profundidad de lo que había imaginado. Y hay que ir hacia el norte, donde todo está desolado y hay menos gente. Esos niños son como topos, no toleran la luz del día. Hay que buscar de noche.

Los caballeros estaban mirando a Mary admirados, y Angus estaba a punto de estallar de orgullo.

– ¡Qué inteligente eres…! -dijo.

– Ya. Y si lo soy, ¿por qué me he metido en este horroroso lío?

Fitz se hizo cargo de la conversación, pues no le gustaban las charlas sin objetivos concretos.

– Tenemos luna creciente, así que podemos buscar de noche durante algunos días. Yo tengo catalejos; con ellos podemos abarcar zonas más amplias. Tenemos un verano seco, y eso significa pocas nubes.

– He pedido que se recen oraciones por esos niños en las iglesias de toda la región -dijo Elizabeth-. Me costará dormir hasta que se encuentren, pero si los hallamos muertos, no podré volver a dormir jamás. Fitz, ¿puedo contar con ese dinero?

– Desde luego -dijo inmediatamente-. Como a ti, Elizabeth esos niños me quitan el sueño. Haré llamar a Ned y lo pondré a trabajar en esto también. Él tiene buena vista, e incluso trabaja mejor de noche. Mientras tanto, la gente de Pemberley que se dedique a la búsqueda tiene que coger tiendas de campaña y plantarlas en los páramos. Ir y volver a caballo todos los días nos llevaría mucho tiempo, así que nos quedaremos con los caballos. Tendré que pedirles a las señoras que limiten el uso de carruajes y caballos de tiro, porque necesito a los mozos para buscar a los niños. Huckstep vendrá con nosotros y dejaremos esto al cuidado de dos mozos. También le pediré a los criados y a los jardineros que vengan, si me dices con cuántos te puedes arreglar.

– Coge a todos los que precises -dijo Elizabeth.

Y aquella misma noche, un poco más tarde, le dijo a su marido:

– En realidad, no creo que la organización resuelva este enigma. Mary fue liberada por una convulsión natural de la tierra. Mis oraciones serán tan efectivas como tus hombres.

– Yo creo en Dios -dijo él con ironía-. Pero sólo en un tipo de Dios. Mi Dios espera que nosotros nos esforcemos en ayudarnos a nosotros mismos, y no que seamos unos holgazanes para que Él haga todo el trabajo. La fe es demasiado ciega, así que también pongo mi esperanza en los hombres.

– Y en Ned Skinner sobre todos.

– Tengo una premonición al respecto.

– ¿Por qué te opusiste a la cruzada de Mary con tanta vehemencia?

Su gesto se tornó entonces más duro.

– No puedo decírtelo.

– ¿No puedes?

– Precisamente por eso, nuestro hijo está cambiando.

– Críptico hasta el final.

Darcy le besó la mano.

– Buenas noches, Elizabeth.

– Bueno, Lizzie -dijo Jane a la mañana siguiente, mientras desayunaban-, aunque no podemos ayudar activamente a los hombres en la búsqueda, aún hay cosas que podemos hacer. -Sus grandes ojos ambarinos la observaban con gravedad-. Voy a asumir que los niños se encontrarán vivos y a salvo. Y que estarán en perfectas condiciones de salud.

– ¡Oh, muy bien dicho, Jane! -exclamó Kitty-. Estarán perfectamente. Yo también estoy segura de ello.

– Vosotras queréis decirme algo… -dijo Elizabeth con cautela.

– Pues sí -contestó Jane-. Lydia ha dejado un vacío en mi corazón que sólo el tiempo y la captura de sus asesinos podrá remediar. Pero considera esto, Lizzie: tenemos alrededor de cincuenta muchachos entre cuatro y once años que probablemente no recuerdan otra vida salvo la que han llevado con el padre Dominus. ¿Qué será de ellos cuando los encuentren?

– Irán a asilos y albergues parroquiales, si es que se sabe de dónde son, o a orfanatos en los que haya vacantes -dijo Kitty con compostura, untando una finísima capa de mantequilla en una galleta sin azúcar.

– ¡Exactamente! -exclamó Jane, y aquella palabra sonó iracunda-. ¡Oh, los últimos acontecimientos han conseguido amargarme el carácter! ¡Primero, unos ladrones matan a Lydia y resulta que nadie los encuentra, y ahora tenemos a cincuenta muchachos vestidos de un modo estrafalario que jamás han conocido las alegrías de la infancia!

– Hay pocas alegrías de la infancia que se puedan encontrar en un albergue parroquial, o en los orfanatos, o vagabundeando por los caminos de Inglaterra cuando ni siquiera se pueden refugiar en albergues -dijo Mary sin aspavientos-. Los ricos son privilegiados, y pueden conseguir que sus hijos vivan felices… quiero decir, si no los miman en demasía, por un lado, o no los castigan sin piedad, por otro. -Se levantó para servirse un segundo plato de salchichas, hígado, riñones, huevos revueltos, beicon y patatas fritas-. Con demasiada frecuencia los niños de todas las clases se consideran una molestia… se les ve, pero no se les escucha. Argus dice que para mendigas y pordioseras es más fácil alimentar a sus bebés con ginebra que con leche, porque ellas están secas y no pueden darles de mamar. Los niños más pobres que vi en mis breves viajes estaban infestados de lombrices, tenían los dientes podridos, las espaldas encorvadas, las piernas horrorosamente combadas, mostraban llagas atroces, estaban hambrientos, vestían harapos e iban descalzos. ¿Alegrías, Jane? No, no creo que los niños pobres tengan ninguna. Mientras, los niños de nuestra clase suelen tener demasiadas cosas, y por eso constantemente esperan nuevas emociones… y esa expectativa insatisfecha provoca un perpetuo descontento que pervive en ellos durante toda la vida. El bienestar de los niños debería ser habitual, y los placeres, sólo ocasionales. No me refiero, desde luego, a los únicos placeres que verdaderamente importan: la compañía de los hermanos, las hermanas y los padres.

«¿Es posible que nos olvidáramos de cómo era la sentenciosa Mary?», se preguntó Elizabeth. «Es el mismo tipo de discurso con el que nos habría salido en la época de Longbourn, salvo por el detalle de que éste es más inteligente. ¿Dónde ha adquirido esa sabiduría? Antes no la tenía. Habrán sido sus viajes y sus aventuras, supongo, lo cual no dice mucho de la vida resguardada de las mujeres de familias respetables. Jane pone mala cara porque sabe bien que sus hijos están muy consentidos, especialmente cuando su padre no está en casa para meterlos en vereda. Y luego irán a Eton o a alguna otra escuela pública para ser torturados y apaleados hasta que sean lo suficientemente mayores como para convertirse ellos mismos en torturadores y apaleadores. Es un círculo vicioso».

– Estamos desviándonos de la cuestión -dijo Jane, con inusual aspereza-, que son los Niños de Jesús.

– ¿Qué quieres decir, Jane? -preguntó Elizabeth.

– Que cuando se encuentre a los niños sanos y salvos, los caballeros perderán interés por ellos inmediatamente. Fitz dispondrá que uno de sus secretarios lo organice todo, los devolverán a sus parroquias, o con sus padres, o los llevarán a orfanatos. Aunque nosotras ya sabemos que los orfanatos están repletos. No habrá sitio para ellos, especialmente porque, por lo que dice Mary, ellos no saben ni quiénes son sus padres ni de qué parroquia proceden. Así que acabarán viviendo en una miseria aún mayor que cuando estaban al cuidado del padre Dominus, porque con él al menos tenían ropa y alimentos, y al parecer no padecían enfermedades.

– Tú lo que quieres es construir un orfanato -dijo Kitty, revelando que tenía unos insospechados poderes de deducción.

Elizabeth y Mary se quedaron mirando a la cabeza de chorlito de su hermana Jane, asombradas, con el inmenso placer de contar con una aliada.

– ¡Exactamente! -dijo Jane-. ¿Por qué separar a esas criaturitas cuando han estado juntas durante años? Mary, según Angus, tú eres la única que tiene la cabeza sobre los hombros. Así que tú eres la única que podría hacerse cargo de los detalles prácticos… cuánto costará montar el orfanato, por ejemplo. Kitty, tú frecuentas las mejores casas de Londres, así que te ocuparás de buscar donaciones para el orfanato de los Niños de Jesús. Yo me ocuparé de hablar con Angus Sinclair y rogarle que publique en su periódico cuál es la situación de estos niños. También hablaré con el obispo de Londres y le insinuaré que uno de nuestros objetivos es erradicar las ideas papistas, metodistas o baptistas que los niños puedan haber adquirido tras su relación con el padre Dominus, cuya teología, según Mary, era completamente apóstata. El obispo de Londres no es proselitista, pero ésta es una ocasión irresistible para la Iglesia anglicana.

Los ojos de Jane brillaban y parecían grandes y almendrados como los de un gato; su rostro estaba prácticamente transfigurado.

– ¡Abriremos una nueva era en la asistencia de los niños indigentes! Seleccionaré a mi equipo personalmente y estudiaré todos los avances respecto a los orfanatos que se produzcan en los próximos años. Tú compartirás estas labores conmigo, Lizzie, por eso sugiero que nuestro orfanato esté situado a medio camino entre Bingley Hall y Pemberley. Creo que Fitz y Charles podría comprar la tierra y pagar la construcción de un edificio apropiado. ¡No! Me niego a admitir que se pueda utilizar un edificio ya construido. El nuestro debe diseñarse para sus objetivos específicos. El dinero que pueda traer Kitty se invertirá en fondos que nos aporten rentas que permitan pagar salarios, alimentos, ropas y una adecuada escuela anglicana, así como una biblioteca.

A estas alturas, Elizabeth estaba ya respirando con dificultad. ¿Quién podría haber imaginado que Jane, entre todas las personas que conocían, era tan vehemente? Al menos eso impedía que dedicara mucho tiempo a su Charles, perdido en América. Sólo ella, Elizabeth, adelantó una previsible oposición por parte de los hombres Mary pensaba que el orfanato era una idea fantástica, pero lamentó su corto alcance y creía que deberían construir varios. Kitty anunció que no se creía capacitada para obtener donaciones de los poderosos, siempre tan aferrados a su dinero. Y Jane, por su parte, estaba absolutamente convencida de que su plan tendría éxito.

– Y pensar que todo esto empezó con la extraña obsesión de Mary por los pobres… -le dijo Elizabeth a Angus, que había ido a Pemberley para escribir una carta urgente a Londres (eso fue lo que les contó a Fitz y Charlie); su verdadera razón era comprobar que Mary no tenía intención de volver a marcharse-. Es como si se hubiera lanzado un canto pendiente abajo por una loma nevada -añadió Elizabeth-. En vez de detenerse sin causar ningún daño, va rodando y rodando, reuniendo en torno a él una capa de nieve cada vez mayor, hasta que amenaza con arrollarnos a todos. Me alegra que Jane parezca haberse librado de ese deseo de llorar a toda costa y por todo, pero al menos antes, cuando lo hacía, sabíamos a qué atenernos. Ahora puede pasar cualquier cosa.

Angus sonrió ante la expresión de reproche de Elizabeth, que le mostraba bien a las claras que no veía nada divertido en aquel asunto.

– Jane seguramente está en lo cierto -dijo Angus entonces-. Nosotros nos ocuparíamos de depositar alegremente a esos niños en manos de los administradores de los asilos para pobres de las parroquias, y luego los olvidaríamos. La lógica dice que esos muchachos del padre Dominus eran demasiado jóvenes para saber qué es un albergue de indigentes cuando fueron secuestrados… o vendidos, y puede que ni siquiera recuerden quiénes son sus padres. Así que levantar un hogar para esos Niños de Jesús es probablemente una excelente idea. ¿Mary está de acuerdo?

– ¡Y en todo esto tienes mucho que ver, enamorado escocés! Sí, por supuesto que está de acuerdo, aunque sus orfanatos imaginarios se dispersarían por toda Inglaterra -dijo Elizabeth sonriendo-. De todos modos, no veo a Fitz haciéndose cargo de planes que lo arruinarían en un año.

– No tendría que arruinarse, y nadie se lo pediría. Los molinos de un gobierno muelen más despacio que los de Dios, y hacer harina fina lleva tiempo, especialmente en Westminster. Creo que la tarea más acuciante de Fitz será apremiar a sus colegas parlamentarios para que lleven a cabo un programa de cambios radicales destinados a paliar los sufrimientos de las clases más bajas de la sociedad. Siempre está pregonando lo que ocurrió en Francia… y los lores parecen bastante dispuestos a tener en cuenta ese argumento. Todo el mundo se resiste al cambio, Lizzie, pero el cambio tendrá que ocurrir. No todo lo que suceda favorecerá a los pobres, gracias a los subsidios en muchos albergues de miserables. En algunas de esas instituciones tienen hombres y mujeres que difícilmente podrán ejercer ningún empleo: resulta muy atractiva la idea de que a uno le paguen y le den de comersin trabajar. Las cifras de pobres siguen aumentando.

– Vete con Mary -dijo Elizabeth, cansada de los pobres.

Su amada enemiga parecía encantada de verlo, pero no dejaba entrever los ademanes de una enamorada. Hasta ahora. Algunas de las reacciones de Mary, tras su regreso, le habían dado algunas esperanzas, pero su buen sentido innato le había advertido contra la idea de concederles demasiada trascendencia. Sólo podía imaginar los cambios que se habían producido durante su encarcelamiento, pero no le había sido posible hablar con ella el tiempo suficiente para descubrir cuán profundas eran en realidad las fuentes de su inquebrantable determinación contra el amor. De modo que Angus atribuyó las reacciones de Mary al hecho de que se había percatado de su debilidad femenina, cuando en realidad ella no se había percatado en absoluto de ello. Marysabía que no era una mujer débil; Angus aún albergaba ciertas ilusiones masculinas al respecto.

– Encontramos los desprendimientos -pudo decirle finalmente Angus a Elizabeth-. Al parecer, las cuevas se extienden mucho más de lo que cualquiera podría haber imaginado, y por ahora sus verdaderas dimensiones no se conocen. Las grutas más interiores están prácticamente bloqueadas por inmensos desprendimientos de rocas. Pero aún es un misterio por qué se produjeron esos desprendimientos.

– ¿Y el río subterráneo?

– Hemos podido oírlo, pero ha cambiado su curso, al parecer.

– ¿Cuándo se dirigirán al norte e iniciarán la búsqueda nocturna?

– Esta misma noche. El día ha estado relativamente despejado así que tenemos la esperanza de que la luz de la luna nos acompañe. Contamos con un buen número de eso que Fitz llama catalejos. Le ha pedido a los granjeros que tengan ganado pastando en la zona que traigan a las reses más al sur. Así los movimientos no nos confundirán cuando andemos buscando por la noche.

– ¡Dios mío! -dijo Mary, impresionada-. Todo esto suena como si fueran maniobras del ejército. Nunca pensé en las vacas y las ovejas. ¿Es que no duermen por la noche?

– Sí, pero cualquier ruido extraño las despierta.

– ¿Y hay venados?

– Supongo que sí.

– No será fácil ver a los niños con esas túnicas marrones.

– Somos conscientes de ello -dijo Angus amablemente.

Se había llegado al acuerdo de que las partidas de búsqueda (había tres, una dirigida por Fitz, otra por Charlie y otra a cargo de Angus) se concentrarían en las bases de los picos, colinas y riscos, pero también inspeccionarían cuidadosamente las riberas del Derwent y sus afluentes. Era el río más grande de la región y tenía una poderosa corriente, incluso en verano. Dado que el hermano Ignatius (si es que era él) había aparecido flotando en sus aguas, había que suponer alguna relación y proximidad, si no al río en si mismo, al menos a algún afluente o corriente subterránea que lo engrosara con sus aguas.

La primera noche constituyó una experiencia casi fantasmal pues pocos hombres decentes, fueran trabajadores o caballeros, estaban acostumbrados a moverse de noche a pie, y a escondidas además. Mientras se llevaba a cabo la búsqueda, la luna creciente irradiaba una pálida luz que se derramaba sobre el paisaje sin conferirle vida alguna; incluso después de que se pusiera la luna, un débil resplandor bañaba los cielos con la luz de una cantidad de estrellas que la mayoría de ellos ni siquiera hubiera soñado que podían existir. Con los ojos acostumbrados a la oscuridad, Angus descubrió que ver era más fácil de lo que jamás hubiera imaginado. Los pocos venados con los que se toparon también pudieron identificarse como lo que eran, especialmente cuando se les veía a través de un catalejo. Lo más sorprendente eran los perros que vagabundeaban en busca de presas (conejos, musarañas, ratas y, más adelantado el año, incluso corderos). Antaño habían sido animales de compañía o perros de trabajo, explicaba Fitz, pero habían sido abandonados o salían en busca de mejor comida que la que sus amos podían darles, y se habían convertido en perros salvajes, con todas las señales de domesticidad perdidas.

Entonces, Charlie tuvo una brillante idea, que fue vestir a un pequeño mozo de Pemberley con ropajes marrones y pedirle que caminara cerca de las orillas del río durante un trecho, y que luego volviera y caminara también por los páramos. Al muchacho, que tenía siete años, no le daba miedo ninguno, e incluso disfrutó de aquellas caminatas, especialmente porque se le permitía estar en pie pasada la hora habitual de irse a la cama. Observándolo en la distancia, los rastreadores pudieron tener una idea aproximada de lo que verían si aparecía uno de aquellos Niños de Jesús.

Transcurrió una semana y la luna creció hasta convertirse en luna llena, cuando aún el tiempo era relativamente bueno y el cielo estaba despejado; tan brillante era aquella preciosa esfera de plata que se podía leer con su luz, y eso a pesar de los vómitos ahumados de las chimeneas de Manchester, que no estaba muy lejos. Tuvieron suerte entonces, y el viento les favoreció alejando el humo hacia el este, hacia Yorkshire.

Entonces, la luna, elevándose más tarde cada día, comenzó a menguar; y aún no habían visto a ningún niño. Aquello sugirió que los pobres Niños de Jesús seguramente se encontrarían encarcelados en aquel momento. El desánimo comenzó a invadir los corazones de los buscadores, tan optimistas cuando empezaron la tarea.

Ned Skinner no quiso pertenecer a ninguna de aquellas tres partidas prefería trabajar solo, y tenía sus propias teorías respecto al lugar donde debía buscarse. Mientras los tres grupos de hombres aún estaban en un punto que, en su opinión, se encontraba demasiado al sur, él montó enJúpiter y fue remontando el Derwent especialmente hasta donde un gran afluente entregaba sus aguas. Fitz no había querido que Ned fuera a caballo, y había protestado porque su enorme silueta recortada contra el cielo estrellado delataría de inmediato su presencia, pero Ned no le hizo caso. Aquel era el principal problema de aquellas tres partidas, por lo que a él concernía: iban a pie, con los caballos detrás, y eso les obligaba a avanzar muy lentamente.

Él tenía su propio catalejo, un aparato mucho más potente que cualquiera de los de Fitz; había pertenecido a un capitán de navío muy aficionado a viajar por esa clase de lugares donde un marinero a menudo necesita comprobar si los nativos que hay en una playa llevan colgadas de la cintura cabezas humanas. Desde la altura del caballo, el aparato podía alcanzar grandes distancias, aunque al observar áreas más cercanas la imagen también era limpia y clara, puesto que se podía ajustar el enfoque telescópico; además, en ningún caso aquélla era la primera vez que había utilizado semejante aparato durante sus correrías nocturnas.

La luna ya iba menguando, así que aparecía más tarde. De todos modos, el atardecer no se diluía por completo en la noche hasta poco antes de que saliera la luna.

Ned no tenía ninguna intención de abandonar su escondite hasta que la tarde se convirtiera en noche cerrada. Se había acomodado en una gruta, pero era en realidad un refugio sencillo, probablemente un saliente recortado por el viento en un afloramiento de roca blanda. Le daba cobijo a él y aJúpiter, y había hecho varios viajes para acumular allí comida para sí y para el caballo. ¡No había buena hierba en los páramos…!

La más completa oscuridad había caído cuando se aventuro a salir, con el plateado cielo de oriente brillando al anunciar la inminente aparición de la luna. Tal vez en ningún otro momento su avisada mirada habría distinguido el blanco fulgor de aquella corriente de agua derramándose en el afluente del Derwent, muchas millas al oeste del río principal. Sus enormes puños se contrajeron; se revolvió en la silla lo suficiente como para transmitirle aJúpiter un cambio en su estado de ánimo; el caballo sacudió la cabeza. Ned se inclinó hacia delante para darle unos golpecitos en el cuello.

– Bueno, bueno, amigo mío… -dijo calladamente.

Avanzaron poco a poco hasta que la cascada quedó claramente a la vista: tenía unos cincuenta pies de alto y derramaba una buena cantidad de agua, que se ensanchaba y se convertía en una amplia poza. Su única fuente posible tenía que ser un enorme manantial, no muy lejano, que brotara por encima del precipicio en el que se despeñaba. Si estuviera cerca de otros parajes espectaculares, habría atraído a visitantes y turistas, pero se encontraba en medio de un montón de colinas aburridas, desfiladeros y páramos. The Peak, mucho más al sur, estaba demasiado lejos y difícilmente los turistas se aventurarían hasta este lugar, a menos que fueran poetas, escritores, pintores u otras gentes peculiares enamoradas de los lugares desiertos en los que dedicarse á las ensoñaciones. Por la noche, incluso esas gentes solían estar bien arropaditas en sus camas, en una posada o en una casa de labranza. Con seguridad, ninguno de esos poetas estaba en aquel lugar esa noche. Tenía aquel espectáculo sólo para él.

Oculto bajo un saliente, en la penumbra, Ned se deslizó sobre el flanco deJúpiter y preparó al animal para una de esas esperas a las que le obligaba de tanto en tanto. Entonces, más quieto que un gato esperando su momento, Ned se acercó al borde de la poza, oculto aún en las sombras nocturnas.

Las márgenes de la poza eran de roca caliza, pulida hasta que el tiempo había conseguido un suave brillo en una franja de una yarda en derredor; la poza alcanzaba desde la parte de la cascada hasta la hierba, en la cual se adentraba alrededor de un centenar de yardas más antes de ir menguando hasta desaparecer. ¡Un sendero con una huella pequeña…! En el borde, entre la hierba y la roca, se detuvo, con la cabeza ladeada, escuchando atentamente, pero no pudo oír nada extraño más allá del sonido del agua cayendo. Rebuscó en el bolsillo izquierdo de su gabán y luego en el derecho, para asegurarse de que tenía las pistolas preparadas, y sus cuchillos. Siguió el camino hasta el borde de la cascada, y descubrió que el sendero continuaba tras la cortina de agua y que el interior estaba seco porque el viento se llevaba las gotas de agua hacia fuera.

Pasó a través de una amplia oquedad tras el agua, y se adentró en una enorme caverna iluminada por sorprendentes lámparas y antorchas que apestaban a sebo. Maravillosamente nivelado el suelo estaba cubierto con tablones lisos de madera en los cuales pequeñas figuras ataviadas con túnicas se afanaban con cuencos y cazoletas, morteros y maceros, aparentemente ocupados en mezclar sustancias o machacándolas para convertirlas en polvos o pasta. En un lado de la cueva, cerca de la entrada, había un enorme nicho en el que ardía un hogar de carbón al rojo vivo, y sobre unas barras de hierro había calderos y ollas hirviendo, por encima de los carbunclos brillantes y temblorosos. Una cúpula de extraño aspecto cerraba la parte superior de aquel nicho, y desde ésta partía un amplio tubo de metal que se dirigía, aferrado con abrazaderas, al exterior, pero por detrás de la cascada. Cualquiera que fuese el principio físico por el cual se regía, lo cierto es que era eficaz, porque no se veía prácticamente humo en la caverna. Cerca de allí había condensadores para la destilación y una mesa completa dedicada al filtrado de líquidos a través de estopillas y telas. ¡Era el laboratorio de los Niños de Jesús, donde el padre Dominus elaboraba sus panaceas!

En aquella penumbra, los niños tenían la capucha echada hacia atrás… todos eran chicos, en opinión de Ned, puesto que lucían el pequeño círculo rapado de la tonsura que adornaba sus coronillas. Las chicas nunca llevaban tonsura, que él supiera. Había casi una treintena de niños, con un muchacho más alto rondando de mesa en mesa… rasgos vulgares, mirada implacable. Era evidente que los niños le tenían miedo, y que se encogían o temblaban cuando él se acercaba. Desde luego, decidió Ned, aquél no era el hermano Ignatius de Mary. Aquél no tenía corazón.

Evitar la mirada del hermano Jerome (con ese nombre se dirigió a él uno de los niños) fue difícil, pero Ned lo consiguió cuando el joven se acercó al fuego y exigió más carbón: cargar con aquellos sacos de hulla debía constituir un gran esfuerzo para los pequeños. Cuando el fuego de nuevo crepitó con virulencia, la cueva se mostró como un túnel alto y bastante ancho. Un pequeño pasadizo se abría más allá en otra enorme cueva artificialmente iluminada, en la cual había más mesas. Allí había frascos que se llenaban mediante embudos, con unos cucharones que se introducían en jarras… ¡Las chicas! Pelo largo, sin tonsuras. Estaban trabajando frenéticamente, sin nadie que las vigilara. Eso significaba que el hermano Jerome debía de estar a cargo de todos los muchachos. ¿Y dónde estaba el padre Dominus?

El aire estaba lleno de olores de todo tipo, desde pestes asquerosas a perfumes empalagosos hasta el mareo. ¿Elaboraría también el padre Dominus perfumes para las mujeres, además de esos ungüentos tradicionalmente apestosos que curan las enfermedades? En aquella mezcla pestilente, la nariz de Ned identificó un olor peculiar, un olor que conocía bien, y que olía habitualmente…¡Pólvora! «Por todos los santos, ¿qué demonios está fabricando ese hijo de puta?». En el momento en que lo inhaló, Ned supo por qué las Cuevas del Sur se habían derrumbado: el padre Dominus, disfrazado de Guy Fawkes [35], ¡las había volado! Eso significaba que también debía haber utilizado aquellas Cuevas del Sur, y se dio cuenta de que debía abandonarlas cuando se encontró con Charlie. ¿Qué mejor método que la pólvora? Era boticario, sabía cómo fabricarla. «Incluso yo», pensó Ned, «podría fabricarla si supiera las proporciones correctas de los ingredientes, que no son más que azufre, salitre y carbón en polvo. Así de simple, así de destructivo…».

¿Dónde estaba la pólvora? Entonces vio que el pasadizo entre el laboratorio y la cueva de embotellado era más ancho de lo que parecía; en sus laterales estaban apilados muchos y pequeños barriles. ¿Pero dónde estaba la mecha del tonel detonador? La pólvora era negra como la brea, el suelo parecía cubierto de polvo negro… ¿acaso era todo el suelo un reguero incendiario? No, demasiado disperso, no funcionaría. Aunque el aire entraba hasta la cueva de embotellado era bastante más agobiante que la del laboratorio. Al producir gases nocivos y humo en un gran fogón tuvieron que disponer el laboratorio más cerca del aire fresco del exterior.

Ned decidió que lo primero que tenía que hacer era eliminar al hermano Jerome. Tarde o temprano acabaría pasando por el pasadizo porque tendría que ir a ver qué andaban haciendo las niñas. Ned se ocultó en un lugar más oscuro, cerca del extremo del pequeño pasadizo, y sacó un cuchillo. Tendría que ser rápido y letal, si permitía que el muchacho gritara, aunque sólo fuera una vez el padre Dominus podría aparecer. No sería difícil eliminar al hermano Jerome, pero el padre Dominus era inteligente en la misma medida que estaba loco, y hasta que pudiera encontrar la mecha, Ned quería que el viejo ignorara completamente su presencia. Porque necesitaba tiempo para sacar a las niñas de allí; eso era lo que Fitz habría querido que hiciera por encima de cualquier cosa. Los niños estaban más alejados de los barriletes de explosivos, y al menos podría sacarlos más fácilmente. Si explotaba la pólvora, las niñas podrían quedar enterradas bajo un montón de rocas o emparedadas en la más completa oscuridad, destinadas a morir lentamente, quizá agonizando entre horribles heridas. Un pensamiento insoportable.

«Estaba seguro. Aquí viene el hermano Jerome». El muchacho nunca supo lo que le había ocurrido, pues el cuchillo fue tan rápido que se introdujo en la caja torácica, por debajo de las costillas, y se retorció en su interior hacia la izquierda, hasta romperle el corazón. Cayó como un fardo, sin emitir ni un gemido.

Ned salió de las sombras y caminó hacia la mesa más cercana, en la que seis niñas pequeñas estaban metiendo pastillas en pequeñas cajitas redondas. Las píldoras eran de color lavanda, una señal segura de que estaban destinadas a curar los problemas de riñón. Eso lo sabía todo el mundo.

– No tengáis miedo -dijo calladamente-. Y no gritéis. Estoy aquí para salvaros. ¿Veis esos barriletes apilados en el pasadizo? Están llenos de pólvora. Si estáis aquí cuando estallen, moriréis. Quiero que vayáis a las otras mesas y les digáis a las otras niñas que salgan fuera de la cascada… ¡de verdad, no voy a haceros ningún daño!

Las niñas lo miraron con los ojos muy abiertos: nunca habían visto a un hombre tan grande ni tan fuerte, y quizá aquella impresión de fortaleza tuvo un efecto calmante en ellas, pues ninguna gritó ni intentó correr. Habría sido difícil encontrar a un hombre más áspero y rudo que Ned Skinner, y sin embargo, en aquel momento, irradiaba tanta sinceridad como fortaleza. Lo que Ned no podía saber es que ellas sí eran horriblemente conscientes del poder de la pólvora y sus peligros, porque ellas mismas la habían fabricado, habían visto morir a dos de ellas y sospechaban que finalmente todas serían sus víctimas. Habían notado un cambio en el padre Dominus y lo temían horrorosamente. El padre había empezado a llamarlas malas, y sucias, y nocivas, e iba dando voces diciendo que las mujeres eran una creación de Lucifer. La hermana Therese había desaparecido; al principio habían pensado que se había ido con la madre Beata, pero luego el hermano Jerome empezó a fanfarronear y a decir que él le había retorcido el cuello y la había tirado a un río, y ellas habían acabado creyéndoselo.

Enseguida, todas las niñas empezaron a correr por el pasadizo, entre los barriles de pólvora, saliendo en avalancha entre los muchachos, que parecían desconcertados, e incluso algunos ciertamente disgustados. Cuando Ned apareció tras la última niña, los niños comenzaron a gimotear y a arremolinarse, y unos pocos intentaron escaparse en dirección a los túneles. Pero Ned siempre había sabido arreglárselas con los muchachos.

Sacó una pistola, y la blandió en el aire.

– ¡Vamos! ¡Salid fuera! ¡Este lugar se va a venir abajo! ¡Quedaos aquí y volaréis por los aires! ¡Fuera! ¡Fuera!

Como el único camino a la libertad conducía al aire libre, comenzaron a pasar bajo la cascada y a adentrarse en la noche, mientras Ned se daba la vuelta para localizar la mecha de la pólvora.

Mientras caminaba, amartilló la pistola, tiró hacia atrás del cebador y lo colocó en posición para que cogiera chispa; entonces curvó el dedo en torno al gatillo, levantó el arma y la colocó recta y completamente horizontal. Una vez que la pólvora estaba en el cebador, el arma no podía inclinarse ni volcarse, porque, si se movía orificio por el que discurría la chispa podría bloquearse y el arma estallaría en la mano.

Unos pasos más allá, en el pasadizo, se encontraba el padre Dominus, con la cara torcida de ira y frustración, con una antorcha llameando en su mano izquierda.

– ¡Estúpido metomentodo! -gritó el viejo-. ¿Cómo te atreves a arrebatarme a mis chicos?

Ned le disparó directamente al corazón, considerando que era la mejor salida para una situación tan desagradable. Pero el padre Dominus tenía la fortaleza de un fanático y arrojó la antorcha hacia atrás, al pasadizo, a pesar de su herida mortal.

– ¡Yo voy a morir… pero tú morirás conmigo!

«No creo», pensó Ned, imperturbable. «Estoy demasiado lejos del lugar de la explosión», y corrió veloz hacia la cascada. Pero los caprichos de las formaciones de la gruta condujeron la enorme explosión hacia la caverna del laboratorio, que se hundió junto a buena parte de la colina, horadada como un hormiguero por el padre Dominus. Ned sintió que una roca le golpeaba las piernas y la pelvis, y sintió un dolor atroz. «Aquí se acabó todo», pensó, «pero ha valido la pena haberle hecho este último gran favor a mi querido Fitz».

Las explosiones retumbaron por los páramos y llegaron claramente a las partidas de búsqueda, que estaban trabajando a su modo, lentamente, en torno a The Peak.

Los tres jefes se habían reunido para organizar el trabajo cuando se pudo oír el gran estruendo de la explosión.

– Eso no es un derrumbamiento -dijo Fitz-. ¡Es pólvora!

Tenían consigo los caballos; Charlie y Angus corrieron para recoger a sus hombres mientras que Fitz, con gesto serio, cabalgaba al frente de los suyos, tan rápidamente como pudieron. «Con Ned, era evidente que esto acabaría así», iba pensando Fitz… «¡Quiera Dios que esté bien…! ¡Y quiera Dios que los niños estén bien!».

Sin nadie que los guiara y dirigiera sus pasos, los niños no habían abandonado el lugar, salvo para correr un poco más allá de donde caían las piedras y las rocas; estaban todos juntos, acurrucados, llorando, cuando Fitz y su partida llegaron y los arroparon con las mantas que llevaban los hombres, y les dieron agua abundantemente mezclada con ron.

Fitz caminó entre ellos, buscando una cara avispada, y escogió a una niña pequeña de unos diez años, porque era la que estaba actuando como una mamá gallina con los otros.

– Soy Fitz -dijo el hombre que nunca permitía que la gente ajena a su familia utilizara su nombre de bautismo-. ¿Cómo te llamas?

– Hermana Camille -dijo la niña.

– ¿Has visto a un hombre muy grande llamado Ned?

– ¡Oh, sí! Él fue el que nos salvó, Fitz.

– ¿Cómo lo hizo?

– Dijo que el pasadizo estaba lleno de pólvora y que moriríamos a menos que saliéramos corriendo fuera. Algunos de los niños intentaron pararnos, pero Ned sacó la pistola y todos salimos corriendo fuera. La pólvora explotó exactamente igual que cuando estuvimos haciéndola. La hermana Anna y el hermano James murieron, y yo me quemé las cejas. Así que cuando Ned nos dijo que si nos quedábamos saldríamos volando, nosotros sabíamos que eso podría pasar. Yo creo que Ned no esperaba que lo creyéramos.

A Fitz se le cayó el alma a los pies.

– Camille, ¿está Ned todavía ahí dentro?

– Sí.

Charlie y Angus llegaron cabalgando junto a sus hombres, regocijándose ante la visión de todas aquellas pequeñas figuras ataviadas con túnicas marrones.

– Malas noticias… -dijo Fitz a los otros dos-. Ned encontró esta cueva y sacó a los niños justo a tiempo. El padre Dominus la ha volado con pólvora… ¡al parecer obligaba a los niños a prepararla! Un niño y una niña murieron en el proceso. ¿Podéis creer hasta qué punto llegaba su villanía? Ned no ha podido salir. -Dejó escapar un resoplido y apretó los puños-. Tengo que ir a buscarlo. Charlie, dile a Tom Madderbury que vaya a Pemberley. Necesitaremos la calesa para Ned… no creo que podamos meterlo en un coche completamente cerrado. Y que traigan carretas y carromatos para los niños. Y comida caliente en cajas de heno [36]. Se quedarán dormidos con el agua con ron, pero no podemos dejarlos aquí. El mejor lugar para tenerlos a todos juntos es el salón de baile… que Parmenter encienda las chimeneas en esa parte de la casa para asegurarnos de que no hay humedad. Y dile a Madderbury que se cerciore de que todo el mundo sepa que los niños están casi ciegos por vivir en la penumbra. Recuperarán la visión, pero eso llevará algún tiempo. Tenemos que traer las parihuelas por si Ned tiene la espalda rota y necesitamos también varillas para entablillar, y vendajes, algodones, compresas, láudano y también el jarabe de opio más fuerte que haya en casa. Aseguraos de que el doctor Marshall nos espera en casa. Podrá atender también a los niños.

Charlie partió inmediatamente; Fitz se volvió hacia Angus.

– No ha sido difícil apartar a Charlie, pero ahora debo pedirte, Angus, que des un paso atrás. Debo ir solo.

– No. Tengo que ir contigo.

– ¡Angus, no puedes! No hay ninguna razón para perder más de un hombre si se producen más corrimientos. Esto no fue un terremoto natural, sino el resultado de una explosión, y no conocemos bien los efectos de estas explosiones en lugares cerrados: no debemos correr riesgos innecesarios. Si creo que es seguro, te llamaré. Y mantén a Charlie alejado de aquí.

Comprendiendo que aquellas decisiones eran juiciosas, Angus esperó en el exterior y cuando Charlie quiso apresurarse a ir con su padre, lo convenció de que una muerte, si tenía que haberla, era preferible a dos. Sólo recordándole a Charlie lo que pensaría su madre pudo detenerlo.

La cascada había desaparecido, aunque la poza aún estaba allí, y la entrada a la gruta se reveló enorme. Con una antorcha en la mano izquierda, Fitz entró en aquel universo de escombros y rocas; como la mayoría de las cuevas de la comarca de The Peak, estaba seca y corría el aire, y no tenía mucho interés para los turistas. No comprendía que hubiera permanecido oculta tras una cascada y se preguntó cómo era posible que nadie la hubiera visto.

– ¡Ned! -gritó-. ¡Ned! ¡Ned!

Donde se encontraba, el lugar era relativamente seguro, o eso pensó él, pero en el sitio en el que probablemente estuvo emplazada la enorme caverna ahora sólo había un gigantesco montón de rocas, acumuladas junto a otras más pequeñas, y cientos de aristas afiladas, y muchísimos escombros. Aunque aguzó el oído todo lo posible, no pudo oír ni un movimiento de tierra ni un crujido debajo de aquella enormidad de escombros: nada sugería que pudiera producirse otro desprendimiento. Avanzó, pisando levemente y con cautela.

– ¡Ned! ¡Ned! ¡Ned! ¡Ned!

– ¡Aquí…! -dijo una débil voz.

Guiándose por el susurro de aquella llamada, Fitz descubrió a Ned medio enterrado bajo una enorme roca que ocultaba sus piernas y buena parte de su torso.

– Ned… -susurró, arrodillándose junto a él.

– ¿Se han salvado? ¿Pudieron salir todos?

– Todos. No hables, Ned. Lo primero que hay que hacer es quitarte esta roca de encima…

– Creo que ya da igual, Fitz. No hay remedio…

– ¡Tonterías!

– No… Es la pura verdad. Tengo la vejiga y los intestinos aplastados y destrozados. Y también los huesos de la cadera. Pero puedes intentarlo. No estarás tranquilo si no lo intentas, ¿verdad?

Las lágrimas corrían por el rostro de Fitz.

– Sí, Ned, tengo que intentarlo. Soy así… Te daremos opio lo primero.

Charlie apareció entonces y se asomó por encima del hombro de su padre.

– Padre… ¡No, me niego a utilizar más esa palabra ridículamente pretenciosa, aunque sea una costumbre y una tradición de los Darcy! «Papá» le sirve a la mayoría de las personas, y también me servirá a mí. Papá… ¿qué se puede hacer?

– Sí, «papá» también me sirve a mí, Charlie. -Fitz se puso en pie, sin tener en cuenta las lágrimas que corrían por sus mejillas-. ¿Tenemos opio aquí? Creo que podremos quitarle esa roca de encima entre dos o tres hombres fuertes y varias palancas de hierro. ¿Tenemos algunas?

– Sí. No sabíamos si tal vez tendríamos que mover rocas, así las trajimos. -Pareció que torcía el gesto-. Y un barril de pólvora.

Se arrodilló a un lado de Ned, y su padre, al otro.

– Le disparé a ese viejo bastardo en el corazón. Debería haber caído como un fardo de paja, pero no… Llevaba una antorcha la arrojó al pasadizo lleno de barriles de pólvora. Debió de oírme y echó un poco de pólvora delante de ellos. Juro que no había pólvora en el suelo cuando pasé por allí, desde la gruta de la entrada a la cueva interior. -Ned se quejó y alargó la mano hacia Fitz-. Me alegro de haber vivido lo suficiente para haberte visto otra vez.

– Animo, aún me verás muchos años…

Decidieron que no lo moverían hasta que no llegara el carruaje, lo cual aconteció al amanecer, que derramó un poco de luz natural sobre la confusión del interior de la cueva. Fitz no se había alejado del lado de Ned, aunque Charlie iba y venía; Angus había asumido la obligación de ocuparse de los niños.

Madderbury, el mozo de cuadras que había cabalgado hasta Pemberley, regresó con el carruaje e informó que muy pronto llegarían carretas y otros vehículos para los niños. El doctor Marshall estaba esperándolos, y había llevado también a una enfermera.

Tres hombres de gran fortaleza, equipados con barras de hierro, elevaron la roca que aplastaba a Ned con un solo movimiento, lo cual permitió a Fitz y a Charlie observar horrorizados la masa informe que había por debajo de la cintura de Ned. «Es imposible que sobreviva», pensó Fitz. Pero deslizando bajo el cuerpo de Ned las parihuelas de madera, de seis pies de longitud, se las arreglaron para levantarlo y trasladarlo al carruaje; como se trataba de un vehículo abierto, pudieron elevarlo por encima de las puertas y colocaron las parihuelas en diagonal, entre los asientos delanteros y los traseros, pues tal era el único modo en que aquella calesa podía acomodar la formidable corpulencia de Ned. Fitz se sentó junto a él, con el opio preparado, mientras Charlie se acomodaba en el pescante para hacer más difícil la tarea del cochero con sus constantes órdenes sobre la necesidad de que vigilara esto y tuviera cuidado con aquello otro.

El traslado duró muchas horas, aunque el día estival aún no había llegado a su fin cuando la calesa con Ned finalmente llegó a Pemberley. El doctor Marshall estaba esperando. Un simple vistazo a las heridas y el doctor demostró su buen juicio al ordenar que se mantuviera a Ned en una postura lo más horizontal posible. La naturaleza de las contusiones, por aplastamiento, había impedido una pérdida masiva de sangre, pero… «No hay esperanza», le dijo el doctor en un aparte a Fitz, apenas concluyó su exploración inicial. «Estuve con sir Arthur Wellesley un año en España, así que he visto este tipo de magulladuras antes… La herida es un aplastamiento, está abierta y está infectada por el contenido de los intestinos. Ha perdido sangre, así que no quiero hacerle una sangría. De todos modos, no ha querido que le den más opio hasta que haya hablado con usted y con el señor Charlie. No quiere hablar con nadie más. Y ha pedido que sea pronto… Sabe que se está muriendo».

«¿Por qué está llorando mi padre por él?», se preguntó Charlie cuando, aún polvoriento y sudoroso tras las tareas de búsqueda, entró con su padre en la habitación donde yacía Ned Skinner.

El enorme cuerpo de Ned parecía bastante encogido en la cama. Fitz arrastró una silla y se sentó junto a la cabecera, con la mano aferrada a la de Ned, al tiempo que arreglaba la colcha. Le rogaron que se sentara también, así que Charlie puso su silla exactamente al otro lado, frente a su padre, pues Ned se había girado para mirar a Fitz y Charlie quería ver bien su cara. Ned sonrió, y de repente pareció absurdamente joven, aunque tenía treinta y ocho años.

– Charlie tiene que saberlo -dijo, con la voz clara y fuerte.

– Sí, Ned, debe saberlo, es lo justo y lo más apropiado. ¿Quieres decírselo tú o lo hago yo?

– No me corresponde, Fitz. Díselo tú.

Su padre se lo dijo de repente y sin ambages.

– Ned y yo somos medio hermanos.

– No me sorprende, papá.

– Eso es porque eres un Darcy. Un hombre jamás podría tener mejor hermano que Ned, Charlie. Sin embargo, no pude hacerlo público. Y no lo hice por gusto, sino por culpa de mi padre. Me hizo jurar por mi vida que jamás revelaría esta relación. Ned era demasiado joven en aquel momento para jurar nada, así que prefirió simplemente convencerlo de que era indigno de pertenecer a la familia.

– ¿Te refieres alabuelo…? ¿Harold Hunsford Darcy?

– Sí, Harold Darcy. Doy gracias a Dios por cada día que pasó sin que lo vieras, Charlie. Un mal hombre, verdaderamente ¡Mandaba bandas de ladrones, de asesinos… y regentaba burdeles en Sheffield, Manchester, Liverpool, y muchas otras ciudades del norte! ¿Por qué?¡Para divertirse! Estaba tan hastiado de la vida de caballero que se entregó al crimen. En realidad, se imaginaba a sí mismo como un rey de la perversión y el crimen. La mayoría de sus actividades las organizaba en su burdel favorito de Sheffield. La madre de Ned, una jamaicana, fue su pasión… aunque él la forzó a prostituirse para él. La mujer murió de sífilis cuando Ned tenía tres años. Mi padre, tu abuelo, murió también de sífilis, aunque mi pobre madre nunca lo supo. Fue una enfermedad espantosa… lo mató en seis meses, y murió delirando y enloquecido. Mi madre nunca se recuperó después de traer al mundo a Georgiana, y también falleció. Todas esas muertes se produjeron en el plazo de un año. Él me escribió una carta en su lecho de muerte, y me arrancó ese juramento cuando me entregó ese odioso documento. Narraba todas sus hazañas, y me hablaba de las circunstancias relativas a Ned. Después de enterrarlo, fui a Sheffield y cogí a Ned, y me ocupé de que se criara entre gente respetable. Yo tenía diecisiete años, Ned tenía cuatro. Siempre que podía, me gustaba estar con él. ¡Qué extraño, Charlie! Miraba aquella carita oscura con su pelo negro ensortijado y lo quería con locura. Mucho más de lo que quería a Georgiana. De todos modos, después de que tu abuelo muriera, tuve que reconstruir mi mundo como si fuera Humpty-Dumpty, e hice del orgullo y la vanidad mi mortero [37]. Pero teniendo el cariño de Ned, nunca me encontraba solo.

Charlie permaneció paralizado y sin habla. ¡Ahora todo tenía sentido!

– ¿Tío Ned…? -Le tocó el hombro con mucha delicadeza, puesto que su padre le sostenía la mano-. Tío Ned, hiciste algo maravilloso… Casi cincuenta niños te deben la vida… -E intentó sonreír-. Y vivirán bien, lo prometo.

– Muy bien… -Ned se estremeció durante un largo momento, y luego abrió sus ojos oscuros, que eran, Charlie pudo comprobarlo entonces, muy parecidos a los de su padre-. Tengo que confesar algo… -dijo de repente, respirando con dificultad-. Tengo que confesar…

– Di lo que quieras, Ned -dijo Fitz.

– Yo maté a Lydia Wickham. La asfixié. Borracha… Inconsciente… No sintió nada… demasiado borracha…

– ¿Por qué, Ned? No tenías que hacerlo por mí…

– Sí, lo hice por ti. Cualquiera podía ver que tú nunca… te librarías de ella. Nunca… ¿Por qué? Tú nunca harías nada salvo darle… a esas dos… dinero. Gorroneando… siempre. Así te lo agradeció, amenazándote con arruinarte la vida… A ti, que eres el mejor hombre del mundo. Cuando nuestro padre… murió… tú viniste a recogerme… y me diste un hogar… y me enviaste a la escuela… y estuviste mucho tiempo conmigo, como un… igual… y sin echarme en cara que tú estabas tan arriba y yo… tan abajo. ¡Me encantó matarla! -Cambió la mirada de Fitz a Charlie-. Cuida de tu padre… porque yo no estaré aquí para hacerlo. Debes…

– Lo haré, tío Ned. Lo haré.

Fitz estaba llorando desconsoladamente.

– Lydia tenía que morir, Fitz -dijo Ned con voz poderosa, sin jadear-. Era una ramera malhablada sin nada en la cabeza, salvo gastar, beber y follar. Así que tendí una trampa y la maté. Mirry y sus hombres eran marionetas mías… huyeron como ratas. Así que Mirry cargó con la culpa de lo que yo hice. Mismo burdel, nueva dirección. Se llama Miriam Matcham. Ha matado a decenas de putas… le gusta mirar cómo algunos desalmados pervertidos las matan. Exactamente como nuestro padre… Sí, tendrían que haber colgado a Mirry Matcham mil veces antes, así que deja que la cuelguen por lo de Lydia. Eso le encantará a la señora Bingley. -Cerró los ojos-. ¡Oh, estoy cansado…! ¿Por qué estoy tan cansado?

– Serás enterrado en Pemberley como un Darcy -dijo Fitz.

Ned abrió los ojos.

– No puede ser… No puedes hacer eso.

– ¡Sí! -exclamó Charlie.

– ¿Ves, Ned? Tu sobrino dice lo mismo que yo.

– No es apropiado…

– ¡Sí es apropiado! Tú lápida dirá: «Edward Skinner Darcy» para que todo el mundo lo vea. «Amado hermano de Fitzwilliam y tío de Charles, Georgiana, Susannah, Anne y Catherine». Quiero que sea así.

– No puede ser… Charlie, por favor…

– No. Es lo justo y lo apropiado.

– Júpiter… -exclamó Ned repentinamente, intentando levantar la cabeza-. Lo dejé junto a la cueva… ordena que…

– Vino a casa delante de ti, Ned.

– Cuida de él. Es el mejor caballo del mundo…

– Cuidaremos deJúpiter.

El dolor, que parecía haberse contenido mediante un hercúleo esfuerzo de la voluntad, regresó violentamente, y Ned gritó entonces hasta que le dieron el jarabe de opio más fuerte que había en la casa. Un poco más tarde murió, aparentemente dormido y sin sufrir.

Charlie deshizo el nudo en que habían quedado enlazadas las manos de su padre y de Ned, y lo sacó de la habitación.

– Ven a mi biblioteca -dijo Fitzwilliam Darcy a su hijo-. Tenemos que hablar antes de que veamos a tu madre.

– ¿De verdad quieres que se sepa lo de Ned? -preguntó Charlie-. No, no… no me parece mal. Simplemente quería estar seguro de que no era una idea que surgió para consolar al pobre Ned.

– ¡Debo reconocerlo! Ha cometido un asesinato por mí, aunque juro por mi vida que jamás le pedí que lo hiciera, ni siquiera se lo insinué. A decir verdad… estaba demasiado malherido para contarlo todo, pero sospecho que Ned asesinó a otras personas por mí. Para que yo pudiera ser primer ministro de Gran Bretaña… -Rodeó los hombros de su hijo con un brazo, en parte como una declaración de afecto, en parte para esconder su debilidad-. Bueno, eso ya no va a suceder. Me quedaré en el Parlamento, pero en los bancos traseros. Desde la bancada trasera puedo ejercer tanta influencia como precise. Tu madre lo llamará orgullo, pero yo preferiría llamarlo soberbia… un orgullo henchido de arrogancia. Estaba obsesionado con ser primer ministro, pero quizá un día puedas serlo tú. De todos modos, lo comprenderé si no escoges la carrera política. Es verdad, la política es sucia y desagradable. Debo pedirte perdón, querido Charlie, por hacerte la vida tan desgraciada cuando eras niño. En muchos sentidos, fui tan tirano como el padre Dominus. Pero todo eso ya pasó. Ned Skinner no ha muerto en vano.

– ¿Qué le vas a contar a mamá? -preguntó Charlie, soportando todo el peso de su padre con el corazón henchido. «He cruzado el foso lleno de estacas afiladas que se abre entre la infancia y la madurez: de ahora en adelante, seré el hijo de mi padre».

– Cumpliré con los deseos de Ned. Miriam Matcham y sus hombres cargarán con el asesinato de Lydia. Obtendremos pruebas de que saquearon Hemmings y que huyeron la noche que murió Lydia, y tendremos el testimonio de la señorita Scrimpton para demostrar sus falsas credenciales. Aunque, como bien sabes, el testimonio de un Darcy de Pemberley es perfectamente suficiente para enviar a Miriam Matcham y sus secuaces a la horca.

– Haremos lo que creas que es mejor, papá. Aquí, siéntate.

– Enterraremos a Ned como le correspondería a un hermano mío. No tuve hermanos, Charlie, y ojalá pudiera haberte dado uno a ti, aunque fuera bastardo. Pero siempre fui muy orgulloso para andar con rameras, y tuve ante mí los horribles actos de mi padre para advertirme de lo que le ocurre a los hombres de nombre y posición cuando se ven acometidos por el hastío. Yo tengo mi Parlamento, tú tienes tus estudios de griego y latín, así que no tenemos ninguna necesidad de seguir los pasos de Harold Darcy. -Sonrió con una mueca irónica-. Además… ¡estoy casado con una mujer de la familia Bennet… y eso es suficiente para mantener a un hombre alejado de cualquier atisbo de aburrimiento!

– Empiezo a comprender por qué te oponías a la cruzada de la tía Mary -dijo Charlie-. Temías que pudiera descubrir la historia de Harold Darcy si comenzaba a husmear en los suburbios de Sheffield, que no está muy lejos de Manchester. ¿Qué hiciste con la carta del abuelo Harold?

– La quemé, y nunca lo he lamentado. Cuando era niño, lo detestaba, lo cual podría explicar por qué mi padre quería tanto a George Wickham, que lo adulaba vergonzosamente. Creo que George esperaba un enorme legado en su testamento, pero mi padre disfrutó alimentando las esperanzas de George y defraudándolas después, ¡sobre todo al concederle el salario de un párroco de pueblo! Si alguien sabía qué se escondía en el corazón de George, ése era mi padre. Se regodeaba en esa clase de crueldad. Aunque George nunca supo de sus actividades criminales… si lo hubiera sabido, jamás me habría librado de él. Cuando George fracasó al intentar casarse con tu tía Georgiana, creo que adivinó de algún modo mi amor por tu madre… ¿De qué otro modo, si no, iba a pagar yo sus deudas y a obligarlo a casarse con Lydia? Le convenía estar casado con Lydia: así lo tendría siempre delante de mis narices y se aseguraría de que yo continuara pagando sus deudas… y las de Lydia.

– Mucho de lo que me has contado, papá, deberías decírselo también a mamá, incluido lo de Lydia. Pero no le digas quién la mató realmente.

– ¡Eres sabio…! Ese será nuestro secreto.

– ¿Y sobre Harold Darcy…?

– Quizá una versión expurgada…

– Sí, papá. Explícale quién era Ned, y cuéntale algunas maldades del abuelo Harold, pero no las peores. Sin embargo, creo que debes contarle el juramento que le hiciste al abuelo a propósito de tu relación con Ned. Mamá temía a Ned, y le desagradaba, tal vez porque pensaba que tenía algún poder sobre ti, y creía que tú luchabas secretamente contra ese dominio. Debes mostrarle que lo querías con un verdadero amor fraternal. Mamá siempre comprende las relaciones basadas en la familia.

Fitz comenzó a llorar de nuevo; Charlie puso un brazo en torno a su padre encorvado y lo abrazó. ¡Qué sorpresa y qué asombro…! ¡Saber que el semidiós era humano al fin y al cabo!

– Se lo contaré yo a mamá. Aunque las cosas más personales debes decírselas tú cuando estés preparado. -Animado por aquel nuevo padre, frágil y accesible, Charlie decidió atreverse con todo-. Tus hijos sufren mucho cuando tú y mamá discutís, pero sufrimos incluso más porque podríamos patinar en el hielo que hay entre vosotros. ¿Puede solucionarse este estado de cosas?

– No abuses de tu suerte, Charlie. Buenas noches.

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