CAPÍTULO VI





MUY satisfecho por lo que había logrado con aquella entrevista, Poirot se despidió de su amigo.

La información que ansiaba poseer llegaría a sus manos oportunamente. Acerca de eso no tenía la menor duda. Había conseguido interesar a Spence en aquel asunto. Y Spence, una vez lanzado sobre una pista, como el buen sabueso que había sido, no se apartaría de ella fácilmente. La reputación de que gozaba como miembro, ya jubilado, de la Brigada de Investigación Criminal, le haría ganar amigos sin mucho esfuerzo en el sector policíaco de la localidad.

Poirot consultó su reloj de pulsera. Diez minutos más tarde vería a la señora Oliver frente a una casa llamada «Apple Trees». La verdad era que ese nombre resultaba misteriosamente apropiado…

Siguiendo el camino que le habían indicado, Poirot llegó puntualmente a una casa con fachada de rojos ladrillos, de estilo georgiano, rodeada por un seto vivo en el que había un haya, que abarcaba un bonito jardín.

Introdujo una mano por entre los hierros de la puerta y soltó el pestillo, pasando al interior. Encima de aquélla vio un rótulo que rezaba: «Apple Trees». Un sendero le condujo hasta la entrada de la vivienda. Semejante a una de esas figuras de ciertos relojes suizos que aparecen de pronto al dar las horas, la puerta de la casa se abrió, emergiendo del interior la señora Oliver, quien se aproximó inmediatamente a los peldaños de acceso.

—Es usted terriblemente puntual —dijo la señora Oliver, casi sin aliento—. Le he estado observando desde una ventana.

Poirot se volvió, cerrando cuidadosamente la puerta del jardín. Prácticamente, en cada uno de sus encuentros con la señora Oliver, casuales o premeditados, surgía casi de inmediato el tema de las manzanas. Cuando no estaba comiéndose una manzana, acababa de comérsela… O bien era portadora de una cesta de manzanas. Hoy, sin embargo, no había ninguna fruta de aquéllas a la vista. Poirot hizo un gesto de aprobación. Hubiera sido, a su juicio, un detalle de mal gusto estar mordisqueando distraídamente una manzana allí, en el escenario de lo que había acabado en tragedia. Ahí era nada: la muerte repentina de una criatura de trece años de edad. No le agradaba pensar en ello, y por no gustarle pensar en ello estaba decidido precisamente a que fuese hora tras hora el tema de sus reflexiones, hasta que, por un procedimiento u otro, lograra hacer brillar la luz en la oscuridad, descubriendo claramente lo que había ido a ver allí.

—No sé por qué no ha accedido usted a quedarse en la casa de Judith Butler —manifestó la señora Oliver—. Eso era mejor que instalarse en una pensión de quinta categoría.

—Me gusta examinar las cosas a solas, en cierto modo —contestó Poirot—. Es preciso mantenerse un poco aparte, no sumergirse por completo en este ambiente. No quiero falsear mi perspectiva.

—Tendrá que sumergirse de todas maneras en este ambiente —repuso la señora Oliver—. ¿No va a verse obligado a hablar con todos o casi todos?

—Ineludiblemente —reconoció Poirot.

—¿A quién ha visto usted hasta ahora?

—Al superintendente Spence, mi buen amigo.

—¿Cómo está?

—Mucho más viejo que antes.

—Es natural —dijo la señora Oliver—. ¿Y qué otra cosa podía esperar? ¿Le ha parecido más sordo, más miope, más gordo o más delgado?

Poirot reflexionó unos segundos.

—Ha perdido muchas carnes, desde luego. Utiliza gafas para leer la prensa. No creo que esté sordo… Por lo menos, no se le nota.

—¿Y qué opina sobre este asunto?

—Va usted muy deprisa, amiga mía.

—¿Y qué es lo que usted y él van a hacer exactamente?

—Yo ya he planeado mis movimientos —dijo Poirot—. Primeramente, he visto a mi amigo, consultándole algunos detalles. Le pedí que me facilitara una información que me costaría trabajo conseguir por otros medios.

—¿Van a ponerse los policías de por aquí a sus órdenes? ¿Piensa averiguar por ellos todo lo que usted desea saber?

—Yo no diría tanto, pero, en fin, sí… Esos son los derroteros que han seguido mis pensamientos.

—¿Y después?

—Me he presentado aquí, madame. He querido ver el escenario del drama.

La señora Oliver volvió la cabeza, paseando la mirada por la casa.

—Como escenario de un crimen no parece ser lo más adecuado, ¿verdad? —inquirió.

Poirot pensó: «¡Qué instinto más seguro el de esta mujer!».

—No —reconoció—. No parece ser la casa más apropiada para un suceso de este tipo. Después de ver dónde fue, hablaré con la madre de la chica. Usted me acompañará. Oiremos lo que ella pueda decirnos. Esta tarde hablaré con el inspector local de policía. Mi amigo Spence se ocupará de concertar la entrevista, a una hora apropiada. También charlaré con el médico de la localidad. Es probable, asimismo, que vea a la directora del colegio. A las seis saborearé una taza de té y merendaré en compañía de mi amigo Spence y su hermana. Al mismo tiempo, cambiaremos impresiones.

—¿Qué más cree usted que irán a decirle?

—Me interesa mucho hablar con la hermana de Spence. Ella lleva aquí más tiempo que él. Los hermanos empezaron a vivir juntos a raíz de la muerte del cuñado de Spence.

—¿Sabe usted qué es lo que me recuerda su persona? —inquirió la señora Oliver—. Pues un computador. Se está usted programando a sí mismo. Usted, amigo Poirot, no cesa de asimilar cosas y más cosas, dedicándose luego a esperar para ver qué es lo que sale de todo.

—Su idea no tiene nada de disparatada —manifestó Poirot con mucho interés—. Es verdad. Mi papel es el de un computador. Me estoy alimentando de continuas informaciones.

—Supongamos que lo que obtiene en definitiva son respuestas erróneas…

—Eso es imposible —objetó Poirot—. Los computadores no incurren en equivocaciones.

—Es algo que se da por descontado, claro. Sin embargo, una se queda sorprendida al observar lo que sucede a veces. Le hablaré, por ejemplo, del último recibo de electricidad que pagué. Sé que existe un proverbio que reza: «Errar es de humanos». Ahora bien, un error humano no tiene nada que ver con lo que haría un computador de caer en él. Entre. Va a conocer a la señora Drake.

La señora Drake era una mujer digna de tenerse en cuenta, pensó Poirot. Era alta, hermosa. Habría cumplido los cuarenta años. En sus cabellos se advertían unos leves toques de gris; sus azules ojos brillaban. Rezumaban eficiencia por las puntas de sus dedos. Siempre que la señora Drake organizara una reunión el éxito estaba asegurado. En el cuarto de estar, sobre una bandeja, había dos tazas de café en compañía de unos bizcochos, aguardándoles.

Poirot se dio cuenta de que «Apple Trees» era una casa admirablemente conservada.

Estaba bien amueblada; tenía alfombras de extraordinaria calidad; todo se veía escrupulosamente limpio y pulido. Cierto que no había ningún objeto que destacara allí del resto, pero eso no se echaba a ver. Las cortinas eran de unos tonos agradables, aunque convencionales. Habría podido ser alquilada a un inquilino no vulgar sin necesidad de llevar a cabo cambio alguno en su interior.

La señora Drake saludó cortésmente a Poirot, ocultando obstinadamente lo que éste sospechaba que era una sensación de enojo, enérgicamente contenido, por la posición a que había sido llevada durante un acto social, en el transcurso de cual habíase cometido algo tan antisocial como un crimen.

En su calidad de miembro destacado del poblado de Woodleigh Common, Poirot sospechaba que la mujer se sentía molesta por haber sido probada de un modo raro y temporal su ineficiencia. Lo que había ocurrido allí no hubiera debido ocurrir. Si hubiese sido otra persona, en otra casa… Bueno, así, la cosa ya cambiaba. Lo inaudito era que sucediera aquello en una reunión proyectada para el elemento juvenil de la comunidad por ella, en una fiesta dada por ella, organizada por ella… De una manera u otra, ella hubiera debido preverlo, poner los medios para impedir que sucediera lo que había sucedido. Y Poirot albergaba también la sospecha de que rebuscaba irritada en su mente, afanosa por dar con una razón explicativa del singular fenómeno. No era que intentase dar con el motivo determinante del crimen, no. En lo que andaba empeñada era en localizar el detalle inadecuado en la persona de alguien que se hubiese erigido colaborador suyo, dando lugar, por una mala interpretación o por falta de sensibilidad, al terrible fallo.

Con voz bien timbrada, la de una conferenciante distinguida y habituada a encararse al público, la señora Drake dijo:

—Señor Poirot: me complace mucho su presencia en esta casa. La señora Oliver me ha dicho que su ayuda puede sernos muy valiosa en los momentos presentes para resolver esta terrible crisis.

—Tenga usted la seguridad, señora, de que yo haré cuanto esté en mi mano para ayudarles. Se habrá dado cuenta, sin embargo, de que en este asunto no son precisamente facilidades lo que vamos a encontrar.

—Desde luego, éste es un asunto difícil —declaró la señora Drake—. Parece increíble, completamente increíble que lleguen a suceder cosas como ésta. Supongo —añadió—, que la policía goza profesionalmente de muy buena reputación. No sé si juzgará indispensable aquí la intervención de Scotland Yard. Parece arraigar la idea de que la muerte de esta pobre niña ha de tener una significación local. No es necesario que se lo haga notar, monsieur Poirot, ya que después de todo usted leerá tantos periódicos como yo, pero la verdad es que en la campiña se han dado ya muchos casos desgraciados relacionados con criaturas de escasa edad, niños y niñas. Cada vez son más frecuentes. Día tras día, el número de mentes perturbadas aumenta, aunque he de señalar que actualmente las madres no cuidan de sus hijos adecuadamente, como hacían antes. Los chicos van y vienen de sus colegios solos, por las noches, o a horas muy tempranas del día. Y los muchachos, igual que las muchachas, se comportan estúpidamente cuando, por ejemplo, alguien al volante de un coche se les ofrece para llevarlos a cualquier parte, especialmente cuando el coche es de los que llaman la atención. Se creen lo que los demás les dicen. Supongo que esto es imposible de evitar.

—Bueno, madame, pero lo que sucedió aquí es muy distinto…

—;Oh! Ya lo sé… Ése es el motivo de que haya pronunciado la palabra increíble. Todavía me cuesta trabajo creerlo… Todo había sido previamente ordenado, de acuerdo con un plan. Habíanse tomado las medidas necesarias para que todo se deslizase como sobre ruedas. Por eso se me antoja todo… increíble. Personalmente, considero que hay que buscar lo que yo llamo una significación externa. Alguien entró en la casa… No era esto difícil en aquellas circunstancias. Tenía que ser una persona perturbada mentalmente. Cabe pensar en uno de esos seres que no se encuentran en las casas de salud por la sencilla razón de que no hay sitio ya en ellas. Hay que ceder los alojamientos disponibles a los enfermos de gravedad. Uno de estos desventurados seres se asomó en cualquier momento por una de las ventanas de la casa, viendo que en ella se celebraba una reunión juvenil. El desventurado observador (si es que se puede sentir compasión por tales seres, cosa que a mí me cuesta trabajo en ocasiones), se hizo acompañar por la pobre criatura, asesinándola luego. Nadie piensa nunca que eso pueda pasar… Y, sin embargo, aquí ha pasado.

—Si tuviera usted la amabilidad de enseñarme dónde…

—Desde luego. ¿No le apetece otra taza de café?

—Gracias. No.

La señora Drake se puso en pie.

—La policía se inclina a pensar que todo ocurrió cuando lo del «Snapdragon». Hicimos eso en el comedor.

La señora Drake cruzó el vestíbulo, abriendo una puerta. Parecía en aquellos instantes un ama de casa que estuviese atendiendo a unos huéspedes. Señaló la gran mesa y las pesadas cortinas de terciopelo.

—Estábamos a oscuras aquí, por supuesto. La única iluminación de la estancia la proporcionaban las llamas de la fuente. Y ahora…

Cruzó de nuevo el vestíbulo y abrió otra puerta. Poirot vio una habitación pequeña con sillones, pinturas deportivas por las paredes y estanterías llenas de libros.

—La biblioteca —explicó la señora Drake, estremeciéndose—. El cubo se encontraba aquí. Sobre una lámina de plástico, claro…

La señora Oliver no había entrado en la estancia, quedándose en el vestíbulo.

—No puedo entrar —explicó a Poirot—. Me causa una impresión…

—Aquí ya no puede verse nada de particular —declaró la señora Drake—. Le estoy enseñando a usted dónde fue… ¿No era eso lo que me pidió?

Poirot, a quien iban dirigidas estas últimas palabras, asintió.

—Habría por aquí, mucha agua derramada…

—El cubo estaba lleno, desde luego —aseguró la señora Drake.

Miró a Poirot como si éste se hubiese esfumado de pronto.

—Y habría agua en el plástico. Naturalmente, si alguien cogió a la chica por el cuello, obligándola a permanecer unos momentos con la cabeza sumergida, derramaría mucha agua.

—¡Oh, sí! Durante el juego, el cubo tuvo que ser llenado dos o tres veces.

—Entonces cabe pensar que el autor del crimen tuvo que salir de aquí mojado también…

—Sí, claro.

—¿Nadie observó nada en este sentido?

—No, no. El inspector me hizo también esa pregunta. Hacia el final de la velada, a decir verdad, casi todos acabaron despeinados, mojados o cubiertos de harina, según. En este sentido no parecen existir pistas útiles. Bueno, es lo que pensó la policía.

—Claro —contestó Poirot—. Me imagino que la única pista útil radica en la niña en sí. Desearía que me dijese todo lo que sabe usted acerca de ella.

—¿Acerca de Joyce?

La señora Drake pareció sentirse entonces un tanto desconcertada. Era como si Joyce, en su mente, se hubiese alejado tanto ya que se quedara sorprendida con la evocación.

—La víctima constituye siempre un elemento de gran importancia —declaró Poirot—. Sepa usted que a menudo, la víctima es la causa del crimen.

—Bueno, supongo que comprendo lo que quiere decir —manifestó la señora Drake, a quien, evidentemente, se le notaba lo contrario—. ¿Volvemos al cuarto de estar?

—Y ya en él me hablará de Joyce —sugirió Poirot.

Tornaron a acomodarse en los mismos sillones.

La señora Drake se hallaba ahora un tanto perturbada.

—No sé qué quiere oír de mí, monsieur Poirot —declaró—. Seguramente, la información que usted necesita puede obtenerla consultando a la policía o a la madre de la chica. Será muy doloroso para la pobre mujer, pero…

—No me interesa el juicio de una madre que llora a su hija muerta —repuso Poirot—. A mí me parece más reveladora y directa la opinión de cualquier otra persona con un buen conocimiento de la humana naturaleza. Me atrevería a afirmar, madame, que usted ha sido una activa trabajadora en el sector social, dentro de esta comunidad. Creo que no hay nadie con mejores cualidades que usted para resumir el carácter y condiciones de la niña desaparecida.

—Bien… Resulta un poco difícil… Pasa siempre lo mismo con los chicos de esa edad… Ella tenía trece años. Doce o trece… A esa edad todos son iguales.

—Desde luego que no. Perdone, madame. Las diferencias tanto en el carácter como en sus aptitudes, de una chica a otra, varían muchísimo. ¿Era de su agrado la muchacha?

La señora Drake pareció considerar la pregunta un poco impertinente.

—Pues… Desde luego, me… agradaba. Quiero decir… Bueno. Los niños me gustan. A la mayor parte de la gente le ocurre lo mismo.

—Tampoco en eso estoy de acuerdo con usted —declaró Poirot—, yo conozco chicos y chicas que no tienen ningún atractivo.

—Es verdad, sí… Lo cierto es que, generalmente, las criaturas actuales no están bien educadas. Todo parece ser dejado a los profesores y ellas se toman demasiadas libertades. Eligen sus amigos libremente y… ¡ejem!… ¡Oh, monsieur Poirot!

—¿Era una chica agradable Joyce o no lo era? —insistió Hércules Poirot.

La señora Drake le miró y su gesto traducía una grave censura.

—Hágase cargo, monsieur Poirot: Joyce, esa pobre criatura, está muerta.

—Muerta o viva, eso es algo que importa mucho. Si era una niña agradable con todos resultará más difícil de explicar la existencia de alguien dispuesto a atentar contra su vida. Y en el caso contrario, podríamos llegar hasta ciertas personas que la miraran con especial antipatía…

—Bueno, supongo que eso no es cuestión de simpatías o antipatías…

—Pudiera serlo. Tengo entendido también que en la reunión declaró haber sido testigo de un crimen.

—¡Oh, ya salió eso! —exclamó la señora Drake, desdeñosamente.

—¿No tomó usted su declaración en serio?

—Naturalmente que no. Lo que dijo fue una tontería.

—¿Cómo fue llegar a hacer tal afirmación?

—La presencia de la señora Oliver aquí suscitó el interés de las muchachas. No en balde es usted una persona famosa, amiga mía —manifestó la señora Drake, dirigiéndose a Ariadne.

Aquellas dos palabras últimas de su frase salieron de los labios de la dueña de la casa sin la más mínima inflexión de entusiasmo.

—No creo que aquello se hubiese producido de otro modo… El caso es que las muchachas andaban algo excitadas con la presencia de la conocidísima escritora…

—Y entonces Joyce declaró que había visto a alguien cometer un crimen —señaló Poirot, pensativo.

—Sí, Joyce dijo eso o algo por el estilo. Yo, la verdad, ni siquiera la escuchaba realmente.

—Pero usted recuerda que ella dijo eso, ¿no?

—¡Oh, sí! Lo dijo, desde luego. Pero yo no di crédito a sus palabras —manifestó la señora Drake—. Su hermana la hizo callar, muy oportunamente.

—Y la chica, por este motivo, se enojó, ¿no?

—En efecto, insistiendo en que era verdad lo que había dicho.

—O sea, alardeó de haber sido testigo de un crimen.

—Si usted lo quiere expresar de este modo, sí.

—Podía ser verdad lo que afirmaba —declaró Poirot.

—¡Qué disparate! Yo no la creí, ni por un momento —manifestó la señora Drake—. Aquélla era una estupidez de las de Joyce.

—¿Era una estúpida la muchacha?

—Bueno, era una chica a quien agradaba mucho causar sensación donde estaba —declaró la señora Drake—. En todo caso, siempre pretendía haber hecho o visto más que cualquiera de sus amigas.

—No era una criatura que cayera bien a la gente —aventuró Poirot.

—Desde luego que no. Era una de esas chicas a quienes hay que forzar a guardar silencio.

—¿Cómo reaccionaron sus conocidas y amigas? ¿Se sintieron impresionadas?

—Se burlaron de ella. Naturalmente, esto no hizo más que empeorar las cosas.

—Bien —dijo Poirot, poniéndose en pie—. Me satisface mucho poseer una información directa en lo tocante a ese punto —inclinóse cortésmente sobre su mano—. Adiós, madame. Muchas gracias por haberme permitido echar un vistazo al escenario de este desagradable suceso. Espero no haber reavivado demasiado bruscamente sus recuerdos.

—Naturalmente siempre es doloroso este asunto como tema de conversación. Yo estaba muy encariñada con la idea de la reunión, esforzándome porque todo marchara bien. Y lo conseguía, al principio. Hasta que ocurrió la terrible desgracia. Ahora lo único que puedo hacer es procurar olvidarla. Por supuesto, la ocurrencia de Joyce al presentarse ante los demás como testigo de un crimen no pudo ser más desafortunada.

—¿Ha sido Woodleigh Common escenario de algún crimen?

—Que yo recuerde, no —respondió la señora Drake con firmeza.

—En esta época de continuos delitos que nos ha tocado vivir —observó Poirot—, tal hecho constituye un detalle poco corriente, ¿no le parece?

—Bueno… Creo haber oído hablar de un camionero que mató a un camarada suyo… Fue una historia por este estilo, no estoy segura… También se supo aquí de una pequeña cuyo cadáver fue hallado en un pozo situado a unos veinticinco kilómetros de distancia… Pero de eso han transcurrido ya algunos años. Fueron crímenes vulgares, carentes de interés. Derivados de los abusos alcohólicos, creo yo.

—Desde luego. Cuesta mucho trabajo pensar que hubiesen podido ser presenciados por una chica de doce o trece años.

—Nada menos probable, diría yo. Y puedo asegurarle, señor, que la declaración de la chica fue formulada con el único fin de impresionar a sus amigas… y también, quizás, a cierta famosa persona.

La señora Drake dirigió una mirada más bien fría a la señora Oliver.

—Naturalmente —manifestó la señora Oliver —, yo tengo mucha culpa de lo ocurrido por haber hecho acto de presencia en la reunión.

—¡Oh, no, querida! ¡Nada de eso! ¡No ha sido mi intención sugerir tal cosa, ni mucho menos!

Poirot suspiró en el momento en que se apartaba de la casa, con la señora Oliver a su lado.

—El sitio es de lo menos indicado que he podido ver como escenario de un crimen —comentó mientras se aproximaban por el sendero interior a la puerta de la valla—. No advierto ninguna atmósfera especial; no se «huele» por ningún lado la tragedia; no hay ningún personaje destacable, que «valga la pena asesinar»… Haría, no obstante, una excepción con la señora Drake…

—Le entiendo perfectamente. Usted se da cuenta de que puede resultar una persona auténticamente irritante a veces. Yo la veo muy complacida consigo misma…

—¿Cómo es su esposo?

—¡Oh! Es viuda. Su marido falleció hace un año o dos. Contrajo la polio y vivió inútil durante mucho tiempo. Tuvo que ver con la banca en el aspecto profesional, me parece. En su juventud se destacó mucho como deportista y en todo cuanto requería una gran actividad, por lo cual vivió muy amargado durante sus años de hombre inválido.

—Es natural —comentó Poirot.

Éste se quedó pensativo, diciendo al cabo de unos momentos:

—Veamos… ¿Hubo alguna persona entre las presentes que tomara la afirmación de Joyce en serio?

—Lo ignoro. Me inclino a pensar que no.

—¿Cómo cayó la cosa entre sus amigas?

—Pensaba en ellas precisamente. No. No creo que hubiese una sola entre ellas que diese crédito a lo que Joyce dijo. Todas pensaban que se trataba de una invención.

—¿También usted pensó igual?

—Bien. Pues sí, en realidad sí —replicó la señora Oliver—. Desde luego —añadió—, a la señora Drake le agradaría creer que no fue cometido nunca ningún crimen, pero no puede llegar a sus afirmaciones tan lejos, ¿verdad?

—Entiendo que todo esto ha tenido que resultarle doloroso.

—Supongo que sí, en cierto modo —declaró la señora Oliver—. Me imagino, no obstante, que en los momentos actuales habla ya con cierta complacencia de lo acaecido. Entiéndame usted bien… Yo no creo que se resigne a permanecer con la boca cerrada en todo instante, así porque sí.

—¿Le es simpática esa mujer? —inquirió Poirot— ¿Tiene usted a la señora Drake por una mujer agradable?

—Hay que ver lo que le agrada formular preguntas difíciles. Bueno, las suyas resultan muy embarazosas, generalmente —manifestó la señora Oliver—. A usted lo único que parece interesarle es saber si la gente es agradable o no. Rowena Drake es una persona mandona. Es de esos seres que gustan de regirlo todo; quienes les rodean han de limitarse a obedecer forzosamente. En mayor o menor extensión, ella gobierna esta comunidad, me atrevería a pensar. Pero lo hace de una manera eficiente. Todo depende, al enjuiciarla, de si le gustan a usted o no las mujeres mandonas. Personalmente, a mí me hacen poca gracia…

—¿Qué opina acerca de la madre de Joyce, a quien dentro de poco veremos?

—Es una mujer muy agradable. Un tanto estúpida se me antoja, sin embargo. A mí me da mucha lástima. Debe ser terrible para una madre ver morir a una hija tan violentamente, ¿no? Y aquí todo el mundo cree que se trata de un crimen sexual, lo cual empeora las cosas.

—Pero, bueno, no ha habido prueba alguna de que la chica fuese atacada por un muchacho… En lo que tengo entendido, al menos.

—No, pero a la gente le gusta pensar en esa clase de sucesos. Todo se torna más intrigante. Usted ya conoce la manera de ser de algunas personas…

—Uno cree conocerla, que no es lo mismo, amiga mía. Lo que sucede realmente, la mayor parte de las veces, es que no sabemos del prójimo nada en absoluto.

—¿Y no sería mejor que en esta visita a la señora Reynolds le acompañara mi amiga Judith Butler? Ésta la conoce, en tanto que yo soy una extraña para ella.

—Haremos las cosas tal como las hemos planeado.

—Perdón. No me acordaba de que el programa del computador estaba en marcha ya —murmuró la señora Oliver, con un leve destello de rebeldía.

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