CAPÍTULO XXI





POIROT empezó a remontar el promontorio. De pronto, dejó de notar la dolorosa palpitación de sus pies, que tanto le había estado atormentando. En su cerebro se había hecho un poco de luz. Instintivamente, había sospechado el ensamblaje de determinados detalles; se había dado cuenta de su relación mutua, pero sin ver su tipo de conexión, el cómo… Era consciente ahora de la existencia de un peligro. Un peligro que se cernía sobre alguien, era necesario dar los pasos indispensables para atajarlo. Tratábase de algo grave.

Elspeth Mackay salió a la puerta.

—Le veo a usted muy cansado. Entre y siéntese.

—¿Está aquí su hermano?

—No. Ha ido a la comisaría. Me parece que ha sucedido algo…

—¿Qué ha sucedido…? —Poirot se mostró sobresaltado—. ¿Tan pronto? No es posible.

—¿Qué quiere usted decir? —inquirió Elspeth.

—Nada. Nada. ¿Qué ha pasado, concretamente?

—No puedo decírselo, ya que no estoy en condiciones de concretarle nada. Tim Raglan telefoneó, pidiéndole que se acercara por allí. ¿Quiere que le sirva una taza de té?

—No —respondió Poirot—. Muchísimas gracias. Cre… creo que tendré que volverme a casa —no quería ni enfrentarse con la perspectiva de un té oscuro y amargo. Quiso dar con una buena excusa, que enmascarara cualquier indicio de malos modales—. Mis pies… —explicó—. Mis pies. En lo que atañe al calzado no estoy bien equipado para caminar por el campo. Lo que se impone es cambiar de zapatos.

Elspeth Mackay observó los que Poirot llevaba puestos en aquellos instantes.

—Desde luego que no lleva usted el calzado más a propósito para caminar por aquí. Los zapatos de charol protegen poco o nada los pies, los fuerzan… ¡Ah! El cartero ha traído una carta para usted. El sobre lleva sellos extranjeros. Está dirigido al «Superintendente Spence, Pine Crescent», con el ruego de su entrega a usted. Voy a traerle la carta, espere.

Elspeth Mackay regresó unos momentos después.

—Si usted no tiene interés en conservar el sobre, me quedaré con él… Unos de mis sobrinos colecciona sellos.

—No faltaba más…

Poirot extrajo del sobre la carta, poniendo en manos de la hermana de Spence aquél. La mujer, a continuación, se retiró.

Hércules Poirot procedió a leer la misiva.

El servicio de información del señor Goby para el extranjero funcionaba con idéntica perfección que el que se ocupaba de los asuntos nacionales. El hombre no reparaba en gastos y llegaba a obtener resultados francamente satisfactorios.

Bueno, en aquel caso, los resultados no ascendían a mucho…

Poirot tampoco se había hecho ilusiones.

Olga Seminoff no había regresado a su ciudad natal. No quedaba ningún miembro de la familia con vida. Había tenido allí una amiga, una señora ya entrada en años, con la que se carteara de cuando en cuando y a la que había facilitado detalles referentes a su existencia en Inglaterra…

Las últimas cartas recibidas de Olga llevaban fechas correspondientes a un año y medio atrás, aproximadamente. Había sido mencionado en ellas un joven… Había sido apuntada la posibilidad del matrimonio. Pero, según explicaba ella, el joven en cuestión, cuyo nombre no llegó a mencionar, tenía que abrirse camino todavía y nada podía concretarse aún. En su última carta decía, contenta, que sus perspectivas personales no podían ser mejores. Al dejar de recibir aquellas cartas, la amiga de Olga supuso que ésta se había casado, cambiando de dirección. Eran cosas que ocurrían frecuentemente cuando las muchachas emigraban a Inglaterra. Si eran felices en su nuevo estado no volvían a escribir.

Poirot pensó que todo aquello venía muy bien a cuanto imaginara. Lesley había hablado de matrimonio, pero, probablemente, no había sido sincero. La señora Llewellyn-Smythe fue calificada de «generosa». A Lesley le había dado dinero alguien. Olga quizás (el dinero procedería de la anciana), para convencerle de que debía realizar la falsificación que tanto le beneficiaba.

Elspeth Mackay salió a la terraza de nuevo. Poirot la consultó con respecto a sus suposiciones sobre una posible asociación entre Olga y Lesley.

Ella reflexionó unos momentos antes de contestar.

—De haber sido así fueron muy discretos. No circularon ni los más leves rumores sobre esos dos. Lo habitual en un sitio como éste es que se hable con cualquier motivo, con el menor pretexto.

—El joven Ferrier estaba ligado a una mujer casada por culpables lazos. Probablemente, indicó a la chica que no debía hablar de él ante su señora.

—Es bastante probable, sí. Seguramente, la señora Llewellyn-Smythe sabía que el tal Lesley Ferrier era una mala pieza. Enseguida habría puesto en guardia a la chica, para que no se relacionara con él.

Poirot plegó la carta, guardándosela en un bolsillo.

—Desearía que me permitiese servirle una taza de té.

—No, no… He de volver a casa, con objeto de cambiarme de calzado. ¿No sabe usted cuándo estará de vuelta su hermano?

—No tengo la menor idea. No le comunicaron para qué le querían en comisaría.

Poirot echó a andar por un lado de la calzada, camino de su alojamiento. Quedaba éste a unos centenares de metros de distancia. En el momento de aproximarse a la puerta principal, ésta se abrió, plantándose en la entrada su patrona, una animosa señora de treinta y tantos años de edad.

—Hay aquí una mujer esperándole —le explicó—. Llegó hace un rato. Le dije que no sabía a dónde había ido usted exactamente, ni a qué hora regresaría y entonces ella insistió en esperar —añadió tras una breve pausa—. Se trata de la señora Drake. Yo afirmaría que se encuentra algo excitada. Habitualmente, se muestra calmosa con todo… Yo creo que tiene que haber sufrido una fuerte conmoción. La localizará en el cuarto de estar. ¿Quiere usted tomar una taza de té con cualquier cosa? ¿Y ella?

—No se preocupe por eso ahora —respondió Poirot—. Quiero escuchar inmediatamente lo que esa señora tenga que decirme.

Abrió una puerta y penetró en el cuarto de estar. Rowena Drake habíase situado junto a la ventana de la habitación. Daba a la parte posterior de la finca, por lo cual no se había enterado de la llegada de Hércules Poirot. Giró bruscamente en redondo al oír el rumor metálico del tirador de la puerta.

—Monsieur Poirot… ¡Por fin! La espera se me ha antojado interminable.

—Lo siento, madame. He estado en Quarry House, hablando también con mi amiga, la señora Oliver. Dos muchachos me han entretenido bastante. Tuve que charlar con ellos. Son Nicholas y Desmond.

—¿Nicholas y Desmond? Sí, ya sé… Me pregunté… ¡Oh! Por la cabeza de una pasan todo género de cosas.

—Se encuentra usted algo alterada, señora Drake —manifestó Poirot suavemente.

Nunca creyó Poirot ver a la señora Drake en aquel estado. Rowena Drake nerviosa, habiendo perdido el control de los acontecimientos, desganada a la hora de ordenar en una colectividad… ¡Increíble!

—Se ha enterado usted, ¿verdad? —inquirió—. ¡Oh! Quizá no sepa nada todavía…

—Que si me he enterado… ¿de qué?

—Es algo tremendo, horrible. Él… él ha muerto. Alguien lo asesinó.

—¿Quién ha muerto?

—Entonces no se ha enterado usted de nada, ¿eh? Y él es solamente un niño, también, y me figuré… ¡Oh! ¡Qué estúpida he sido! Hubiera debido decírselo a usted… Sí. Cuando me interrogó. Eso me produce una sensación terrible. Me siento culpable… Pero procedí de ese modo porque creía que era lo mejor, monsieur Poirot.

—Siéntese, madame, siéntese. Cálmese, primero. Luego, hable. ¿Hay otra criatura muerta? ¿Otra, sí?

—El hermano de la chiquilla —explicó la señora Drake—: Leopold.

—¿Leopold Reynolds?

—Sí. Su cuerpo fue encontrado en un camino. Debía de regresar del colegio, apartándose de su camino momentáneamente para jugar en un arroyo no muy lejano de su ruta. Alguien le obligó a permanecer unos instantes con la cabeza sumergida en el agua…

—Pasó por la misma experiencia que Joyce…

—Sí, sí. Ya sé lo que es… Estamos ante una locura de una clase u otra. Y es terrible, pero nadie sabe de quién se trata. Yo, en cambio, he tenido una idea recientemente…

—Debe confiarse por entero a mí, madame.

—Sí. Para eso deseaba hablarle. Vine aquí sin otro objeto… Usted fue a verme a casa tras haber hablado con Elizabeth Whittaker. Ella le explicó que se había dado cuenta de que algo, en determinado momento, me había producido un gran sobresalto. Le indicó que yo debía de haber visto algo raro… Algo que se encontraba en el vestíbulo de la casa, de mi casa. Le contesté que yo no había visto nada y que nada me había producido sobresalto alguno, porque… ¿sabe?… pensé…

—¿Qué es lo que usted vio?

—Hubiera debido decírselo entonces. Vi que la puerta de la habitación se abría, más bien cautelosamente… Y, finalmente, salió él. Bueno, no llegó a salir. Se plantó en el marco de la puerta, que tornó a cerrar rápidamente, perdiéndose en el interior…

—¿Quién era él?

—Leopold. Leopold… La criatura que ha sido asesinada ahora. Y ya ve usted, yo pensé que, ¡oh, qué equivocación, qué equivocación tan terrible! Si yo se lo hubiera dicho a usted, quizá… quizás habría hecho averiguaciones, descubriendo qué había realmente tras aquel episodio…

—¿Usted cree? —preguntó Poirot—. ¿Se figuró usted que Leopold había matado a su hermana? ¿Es eso lo que usted pensó?

—Sí, eso es lo que pensé. No en aquellos momentos, desde luego, porque yo no sabía que ella hubiese muerto. Pero recuerdo la rara expresión de su rostro. Siempre me había parecido un niño un tanto raro. Lo ha sido siempre, realmente. Es decir, lo fue…

»Pensé: “Bueno, ¿y por qué sale Leopold de la biblioteca ahora, en lugar de encontrarse en la habitación en que se lleva a cabo el episodio del «Snapdragon»? ¿Qué ha estado haciendo que tiene una cara tan rara?”. Supongo que me alteró bastante la expresión de su faz. En un torpe movimiento, se me escapó el jarrón de entre las manos. Elizabeth me ayudó en la tarea de recoger los fragmentos de vidrio. Regresé al sitio en que se llevaba a cabo el juego del «Snapdragon» y ya no volví a pensar en aquello. Hasta que encontramos el cuerpo de Joyce. Y entonces fue cuando reflexioné, diciéndome…

—Usted pensó en Leopold como el autor del crimen.

—Sí, sí. Es lo que pensé. Me dije que quedaba explicado así su sorprendente gesto. Pensé estar en el secreto de todo lo sucedido. Sabía ya a qué atenerme. A lo largo de mi existencia he tenido que reflexionar mucho y casi siempre, de resultas de ello, sé elegir el camino más seguro. ¡Ah! Pero yo, como todo el mundo, a veces me equivoco, naturalmente.

»Su muerte, ahora, da a entender algo completamente distinto de la primera interpretación. El chico pudo haber entrado en aquella estancia, encontrando a su hermana, muerta, lo cual le produciría una tremenda impresión, sintiendo enseguida una oleada de pánico. Quiso salir del cuarto sin que nadie le viera. Al mirar hacia arriba me descubriría a mí y volvería rápidamente a la biblioteca. Cerró la puerta, aguardando para salir a que el vestíbulo se encontrase desierto. Él no mataría a la chiquilla. No. El susto que denotaba procedía de haber encontrado inesperadamente su cadáver.

—¿Y por qué calló usted? Usted no reveló la identidad de la persona que había visto, ni siquiera tras el descubrimiento del cadáver.

—No. No podía… Es… era muy joven. Diez… Once años, todo lo más, tendría. Pensé que no era posible que se hubiese dado cuenta cabal de lo que había hecho. Toda la culpa no era imputable a él. Moralmente, quizá, no fuera responsable. Había sido siempre muy raro y me dije que existía la posibilidad de lograr algún tratamiento adecuado para variar su modo de ser. No se podía dejar todo en manos de la policía. No podía ser enviado a los sitios de costumbre en estos casos. Un tratamiento psicológico especial, bien meditado, era lo que le hacía falta a aquella criatura… Mis propósitos eran buenos, monsieur Poirot. Debe creerme. Yo no abrigaba malas intenciones.

«¡Qué palabras tan tristes! —pensó Poirot—. Son las palabras más tristes que he oído en mucho tiempo». La señora Drake debía de estar figurándose lo que pasaba por el cerebro de su interlocutor.

—Sí —insistió ella—. Procedí de ese modo porque creí que no se me ofrecía otro camino mejor. Mi intención era buena. Una cree siempre estar en el secreto de lo que más conviene a las demás personas, pero se equivoca a menudo… El desconcierto que reflejaba el rostro del muchacho debió nacer de haber visto él al criminal o de haber descubierto algún detalle, una pista, que hubiese podido llevar hasta aquél. El asesino debió de ver algo más adelante que le dio a entender que no se encontraba a salvo. Entonces se dedicó a aguardar una ocasión propicia… Finalmente, habiendo hallado al chico sólo, le ahogó en un arroyo. Así cerraba su boca para siempre. ¡Oh! Si yo hubiese hablado, si me hubiese decidido a contárselo todo a usted, o a la policía, o a cualquier otra persona del poblado… Pero creí proceder mejor de la otra manera…

Poirot había tenido la vista fija en la señora Drake, que se esforzaba por contener sus sollozos.

—Una de las cosas que he sabido —declaró—, es que el pequeño Leopold disponía de bastante dinero recientemente. Alguien debía de estar pagándole su silencio.

—Sí, pero, ¿quién? ¿Quién?

—Ya lo averiguaremos —contestó Poirot—. No tendrá que transcurrir ya mucho tiempo…

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