CAPÍTULO XXVII





BUENO, ahora que he conseguido, por fin, que se presente aquí —manifestó la señora Oliver—, quiero saberlo todo acerca de… todo.

Miró a Hércules Poirot severamente, inquiriendo:

—¿Por qué no vino usted antes?

—He de pedirle que me excuse, madame… Estuve muy ocupado, ayudando a la policía en sus investigaciones.

—Fueron unos criminales los que planearon eso. ¿Qué demonios le hizo pensar en la posibilidad de que Rowena Drake pudiese andar mezclada en un crimen? A nadie que no fuera usted podía ocurrírsele semejante idea.

—Todo fue muy sencillo en cuanto logré la pista vital.

—¿Y a qué llama usted la pista vital?

—La pista vital era el agua. Yo necesitaba conocer a alguna persona de las participantes en la reunión que se viese mojada. El asesino de Joyce Reynolds, necesariamente, tuvo que mojarse. Pruebe usted a mantener la cabeza de una chica fuerte bajo el agua contenida en un cubo lleno hasta el borde… Se produciría, indudablemente un forcejeo, un chapoteo inevitable. Lo más curioso es que usted no saliese del empeño con las ropas mojadas.

»En consecuencia, era preciso hacerse de una explicación inocente, que justificase la mojadura. Cuando todo el mundo se hallaba metido en el comedor para la sesión del «Snapdragon», la señora Drake se llevó a Joyce a la biblioteca. Cuando el anfitrión solicita ser acompañado por el huésped, lo lógico es que éste obedezca sin rechistar. Ciertamente, Joyce no recelaba nada desagradable de la señora Drake. Todo lo que Miranda le había dicho era que en una ocasión había presenciado un crimen. Joyce fue asesinada y la persona agresora se mojó el vestido. Había que presentar una causa y ella se dispuso a inventarla. Necesitaba un testigo, alguien que dijera cómo se había mojado el vestido.

»La señora Drake se detuvo en el descansillo de la escalera, siendo portadora entonces de un enorme jarrón de flores lleno de agua. En determinado momento, la señorita Whittaker salió del cuarto en que se estaba haciendo lo del «Snapdragon»… Hacía mucho calor allí dentro. La señora Drake, fingiendo un torpe movimiento, soltó el jarrón, poniendo buen cuidado en que el agua se vertiese sobre sus ropas. El recipiente se hizo añicos, sobre el pavimento del vestíbulo. La señora Drake bajó corriendo los últimos peldaños de la escalera y la señorita Whittaker le ayudó a recoger los fragmentos y las flores. A todo esto, la señora Drake no cesó de proferir lamentaciones, por la pérdida de su precioso jarrón. Se las arregló para dar a la señorita Whittaker la impresión de que había visto salir a alguien de la biblioteca, la habitación en que había sido cometido un crimen. Su oyente aceptó como digna de crédito por completo su declaración. Sin embargo, al poner el episodio en conocimiento de la señorita Emilyn, ésta descubrió en qué radicaba exactamente el interés del incidente. Entonces, apremió a la señorita Whittaker para que me lo refiriera.

Poirot se acarició las puntas de su bigote antes de añadir:

—Y así fue cómo supe yo también quién había matado a Joyce Reynolds.

—Y resulta que, en fin de cuentas, la pobre Joyce no había sido testigo de ningún crimen…

—La señora Drake no sabía eso. Pero siempre había sospechado que alguien habíase encontrado en los jardines de Quarry House cuando entre ella y Michael Garfield dieran muerte a Olga Seminoff, alguien que podía haberlo presenciado todo.

—¿Cuándo descubrió que la testigo había sido Miranda y no Joyce?

—Tan pronto como el sentido común me obligó a aceptar el veredicto universal que proclamaba a Joyce una embustera. Miranda quedaba entonces como la criatura claramente indicada. Visitaba con frecuencia aquellos jardines porque le gustaba dedicarse a observar las costumbres de los pájaros, de las ardillas. Joyce era, según me dijo Miranda, su mejor amiga. Me explicó: «Nosotras nos lo contábamos todo». Miranda no se encontraba en la reunión, así que Joyce, presumida y embustera, pudo utilizar la historia que su amiga le contara… Declaró, sin más, que había visto cometer un crimen… Y, probablemente, quiso impresionarla a usted, madame. Se hallaba ante una conocida autora de novelas policíacas.

—Está bien… Habré de cargar yo esta vez con la culpa de todo.

—No, no es eso, madame.

—Rowena Drake —musitó la señora Oliver—. ¿Le extrañará si le digo que todavía me cuesta muchísimo trabajo creerlo?

—Reunía todas las condiciones necesarias. Siempre me he preguntado cómo hubiera podido ser lady Macbeth en la realidad, de haber existido la posibilidad de conocerla en la vida… Pues bien, yo creo haberla visto ya.

—¿Y qué me dice de Michael Garfield? No podían juntarse unos elementos más dispares para formar una pareja.

—He ahí una pareja interesante: lady Macbeth y Narciso, una combinación nada habitual.

—Lady Macbeth… —murmuró la señora Oliver, pensativa.

—Fue una hermosa mujer… Nos la presentaron eficiente, competente, una administradora nata; una buena actriz, inesperadamente. Se mostró ella así, en realidad. Debiera usted haberla oído lamentar la muerte del pequeño Leopold, sollozando largamente, con un pañuelo completamente seco entre las manos…

—Repulsiva.

—Usted recordará que quise conocer qué personas de Woodleigh Common resultaban, en su opinión, agradables o desagradables.

—Recuerdo muy bien su pregunta. ¿Estaba Michael Garfield enamorado de ella?

—A mí me parece que Michael Garfield no quiso nunca a nadie. Se amó siempre a sí mismo, si acaso. Quería entrar en posesión de una buena fortuna… Cuánto más dinero hubiese por en medio, mejor. Quizá creyera al principio que podría influir en la señora Llewellyn-Smythe hasta el extremo de lograr que hiciese un testamento a su favor… Pero la anciana no pertenecía a ese tipo de mujeres.

—¿Qué me dice acerca de la falsificación? Todavía no he comprendido del todo ese punto de la historia. ¿A dónde se iba a parar con eso?

—Todo fue muy confuso al principio. Se habló con exceso de la falsificación… Sin embargo, considerando la cuestión con detenimiento, el propósito estaba claro. No tiene usted más que pensar en lo que sucedió para comprenderlo.

»Todo el dinero de la señora Llewellyn-Smythe fue a parar a Rowena Drake. El codicilo exhibido había sido falsificado de una manera tan evidente que cualquier abogado podía verlo. Los expertos darían lugar a que fuese rechazado, manteniéndose en vigor el testamento original. Como el esposo de Rowena Drake había muerto recientemente, aquélla se convertía en la heredera universal de la anciana señora Llewellyn-Smythe.

—Pero, ¿qué hay del codicilo que la mujer de la limpieza atestiguó?

—Yo supongo que la señora Llewellyn-Smythe descubrió que Michael Garfield y Rowena Drake se hallaban unidos por otros lazos que no eran los de la amistad… Es posible que este asunto se iniciara antes de la muerte del esposo. Irritada, la anciana redactó un codicilo, como apéndice de su testamento, dejándoselo todo a la chica au pair. Probablemente, la muchacha puso a Michael al corriente de esto… Abrigaba la esperanza de convertirse en su esposa.

—Yo pensé que a quien quería ella era a Ferrier…

—Ése fue un cuento que me refirió Michael. No tuvo confirmación. La historia, desde luego, no resultaba creíble.

—Y entonces, si él sabía que existía un codicilo auténtico, ¿por qué no se casó con Olga? De esta manera, se hubiera apoderado del dinero en su totalidad también. Era otra ruta…

—Es que él dudaba de que la chica, realmente, llegase a heredar la fortuna de la anciana. En el lenguaje legal se emplean con frecuencia palabras como «coaccionó»… La señora Llewellyn-Smythe era una mujer de muchos años, una enferma además. Todos sus testamentos anteriores habían favorecido a sus deudos y amigos… Eran testamentos lógicos, sensatos, de los que los tribunales dan por válidos e indiscutibles casi siempre. Aquella chica extranjera conocía a su señora desde hacía un año solamente… ¿Qué podía esperar normalmente? Aquel codicilo, pese a su autenticidad, podía ser desestimado. Además, dudo de que Olga se hubiese avenido a realizar la operación de compra de una isla griega o de cualquier otra nacionalidad… Lo más seguro es que no hubiese querido ni oír hablar de ello. No tenía amigos influyentes; carecía de relaciones en la esfera de los negocios. Michael la atraía profundamente. Éste le iba bien por otras razones a Olga: casándose con Garfield podría seguir viviendo en Inglaterra, que era lo que la joven ansiaba.

—Y en cuanto a Rowena Drake…

—Rowena Drake estuvo casada durante bastantes años con un inválido. De mediana edad ya, seguía siendo una mujer apasionada cuando en la órbita de su cotidiana existencia hizo acto de presencia un hombre de singular atractivo. Las mujeres se enamoraban de él fácilmente. Ahora bien, al joven en cuestión le interesaba, más que la mujer, el ejercicio de sus facultades como creador de belleza. Por tal motivo ansiaba entrar en posesión de dinero, de mucho dinero. En cuanto al amor… Se amaba a sí mismo, ¿no era ya bastante? Era un Narciso. Hace muchos años oí una vieja canción francesa… Poirot recitó en voz baja:


Regarde, Narcisse

Regarde dans l’eau

Regarde, Narcisse, que tu est beau

Il n’y a rien au monde

Que la Beauté

Et la Jeunesse…

Hélas! Et la Jeunesse…

Regarde, Narcisse

Regarde dans l’eau…[*]


—No puedo creerlo… Simplemente, que no puedo creer que haya alguien capaz de llegar hasta el asesinato incluso sólo para planear un jardín en una isla griega —manifestó Ariadne Oliver con un gesto de escepticismo.

—¿No? Usted es que no acierta a imaginarse cómo funcionaba su cerebro. Daría por descontado, quizá, que iba a enfrentarse con una roca pelada y gigantesca, pero de forma especial, como para dar pie a ciertas posibilidades. Haría falta tierra, cargamentos de tierra fértil, para cubrir las rocas, para rellenar los huecos de éstas… Después, harían falta las plantas, las semillas, los matorrales, los árboles. Probablemente, Garfield supo por alguna revista de la existencia de un armador multimillonario que convirtió una isla en un jardín pensando en su amada. Así se le ocurriría quizá la idea. No obstante, su jardín no iba a ser para ninguna mujer sino para él mismo.

—Aún así todo eso se me antoja una locura.

—Y lo es, realmente. Yo no creo que él llegara a decirse que no estaba justificado. Pensaba en aquello como en algo necesario para la creación de más belleza. La idea de crear le enloquecía. Sentíase complacido con lo de Quarry Wood, pero le seducía la perspectiva de otros jardines más grandiosos… Se enfrentaba con una empresa de más alientos: llenar de detalles bellos toda una isla. Y luego, estaba Rowena Drake, enamorada de él. Rowena representaba para el hombre la fuente del dinero necesario para su obra. Sí, es posible que perdiese la cabeza. Los dioses vuelven locos primeramente a aquellos que desean destruir.

—¿Tanto ansiaba la posesión de aquella isla realmente? ¿Pese a que Rowena Drake se esforzaría por no dejarle libre un momento? Seguramente, intentaría dominarlo…

—A veces, a las personas les suceden desgracias… Yo me figuro que a su debido tiempo Rowena Drake acabaría dando un traspiés fatal.

—¿Un crimen más?

—Sí. Todo era una cadena. Olga tenía que desaparecer por el hecho de conocer la existencia del codicilo… Ella sería la víctima propiciatoria, calificada de falsificadora. La señora Llewellyn-Smythe había escondido el documento original, así que, según creo, el joven Ferrier recibió dinero para que produjera otro similar, falso. La falsificación sería tan evidente que suscitaría sospechas enseguida.

»Pronto decidí que el joven Ferrier no se había puesto de acuerdo con Olga, ni se hallaba unido a ella por lazos amorosos. Ésta fue una sugerencia que me hizo Michael Garfield, pero yo creo que éste es quien dio dinero a Lesley. Michael Garfield estaba poniendo sitio a la chica au pair, advirtiéndole que debía silenciar lo suyo, procurando que no supiese nada su señora, hablándole al mismo tiempo con sangre fría como la víctima que él y Rowena Drake necesitarían para lograr que el dinero fuese a parar a sus manos.

»No era preciso que Olga Seminoff fuese acusada de falsificación, ni procesada. Bastaba con que se sospechase de ella. La falsificación parecía beneficiarla. Podía haber sido hecha por la chica muy fácilmente, ya que existían pruebas de que había imitado en varias ocasiones la letra de su señora. Si desaparecía repentinamente, todo el mundo supondría, no sólo que era una falsificadora en efecto, sino que, por añadidura, había hecho algo para que la anciana muriera.

»Así que en una ocasión propicia Olga Seminoff pasó a mejor vida. Lesley Ferrier fue apuñalado, hablándose de unas amistades poco recomendables y de una mujer celosa. Ahora bien, el cuchillo que se encontró en el pozo se corresponde perfectamente con las heridas del joven.

»Pensé que el cadáver de Olga debía haber sido escondido en algún punto de la localidad, pero, lógicamente, no sabía dónde. Hasta que un día oí hablar a Miranda, que se interesaba por el pozo de los deseos. Apremiaba a Michael Garfield para que le llevara hasta él. Y él se negaba…

»Poco después, hablando con la señora Goodbody, dije que me estaba preguntando a dónde habría ido a parar la muchacha desaparecida y ella contestó: “Ding dong dell, pussy’s in the well”. Entonces, tuve la seguridad de que el cuerpo de la chica se encontraba en el pozo de los deseos.

»Descubrí que quedaba en los jardines, en el Quarry Wood, en una ladera situada no muy lejos de la casa de Michael Garfield, y pensé que Miranda pudo haber presenciado el crimen o la ocultación del cadáver más tarde. La señora Drake y Michael temían que alguien les hubiese visto… Pero no tenían la menor idea acerca de la posible identidad del intruso… En fin de cuentas, sin embargo, como no ocurrió nada, los dos se sintieron seguros. Forjaron sus planes. No llevaban prisa, pero se mantenían en movimiento. Ella hablaba con frecuencia de adquirir algunos terrenos en el extranjero, daba pie para que la gente pensase que proyectaba abandonar Woodleigh Common. El sector residencial le hacía recordar días muy tristes… Aludía con estas palabras a la muerte de su esposo.

»Todo marchaba a las mil maravillas. Finalmente, se produjo el “golpe” de la reunión, con las palabras de Joyce, afirmando haber sido testigo de un crimen. Rowena, por fin, sabía a qué atenerse. Es lo que ella se figuraba, al menos. Creía haber descubierto la identidad de la persona que se encontraba en los jardines el día crítico. Decidió actuar lo antes posible.

»Pero hubo más. El pequeño Leopold pedía dinero. Pretendía adquirir ciertas cosas, declaró. ¿Qué sabía concretamente o adivinaba? Nadie podía imaginárselo. Ahora, se trataba del hermano de Joyce. Rowena y Michael, probablemente, le atribuyeron más conocimientos de los que en realidad poseía el chico… Por tal motivo… también él murió.

—Usted sospechó de Rowena Drake por lo del agua —manifestó la señora Oliver—. ¿Cómo fue el desconfiar de Michael Garfield?

—Encajaba muy bien su figura en la historia —respondió Poirot simplemente—. Además, la última vez que hablé con Michael, me sentí seguro. El hombre me dijo, riendo: «Vade retro, Satanás! Váyase con sus amigos, los policías». Supe ya lo que debía pensar, con entera certeza. Había que ponerlo todo al revés. Me dije: «Te estoy dejando a mi espalda, Satanás». Era un satanás bello, tal como Lucifer pudiera presentarse ante los mortales…

Había otra mujer en aquella habitación… Hasta aquel momento no había pronunciado una sola palabra. Ahora se agitó en su sillón.

—Lucifer —dijo—. Sí, ya comprendo. Siempre fue eso.

—Era una bella figura humana y se hallaba enamorado perdidamente de la belleza. Amaba la belleza que había creado con su cerebro, con su imaginación y sus manos. Quería sacrificarlo todo a ella. A su manera, yo me inclino a pensar que amaba a la pequeña Miranda. Pero estaba dispuesto a sacrificarla con objeto de salvarse. Planeó su muerte con todo cuidado… Hizo de aquello una especie de rito. La adoctrinó. Ella tendría que avisarle si salía de Woodleigh Common… Le dio instrucciones para que lograse localizarlo en el hostal en que usted y la señora Oliver comieron. La chica sería encontrada en Kilterbury Ring, junto a la señal del hacha doble, con una capa dorada al lado… Era un sacrificio de ritual.

—Un loco —comentó Judith Butler—. Se había vuelto loco.

—Madame: su hija está a salvo. Hay, sin embargo, algo que me agradaría mucho saber.

—Creo que usted, monsieur Poirot, puede hacerme las preguntas que quiera. Me sería imposible negarme a contestarlas.

—Miranda es su hija, ciertamente… ¿Es hija ella también de Michael Garfield?

Judith guardó silencio unos instantes, respondiendo luego:

—Sí.

—Pero ella no lo sabe, ¿verdad?

—No. No tiene la más leve idea sobre el particular. Mi encuentro con él aquí fue una pura coincidencia. Lo conocí siendo muy joven. Me enamoré de él… Después, más adelante, empezó a inspirarme miedo.

—¿Le inspiraba miedo?

—Miedo, sí, no sé por qué. No es que temiera lo que pudiese hacerme en un momento determinado… Me daba miedo su carácter. Le veía amable, pero detrás de esa amabilidad observaba una frialdad terrible y una rudeza amedrentadora. Me aterrorizaba su pasión por la belleza, su ansia de creación dentro de su trabajo. No le comuniqué que iba a tener un hijo. Le dejé… Más tarde nació Miranda. Inventé la historia del esposo piloto de aviación, muerto en accidente. Fui de un lado para otro. Una extraña casualidad, me trajo a Woodleigh Common. Tenía amistades en Medchester, donde pude colocarme como secretaria.

—Y luego apareció por aquí Michael Garfield…

—Sí. Tenía que llevar a cabo una serie de trabajos en Quarry House. Esto no me causó ninguna impresión. A él le pasó lo mismo. Aquella historia pertenecía al pasado, pero más adelante, aunque no sabía que Miranda visitaba con excesiva frecuencia sus jardines, empecé a sentirme preocupada…

—Sí —corroboró Poirot—. Existía un lazo de cierto carácter entre ellos. Les unía una afinidad natural. Descubrí su semejanza… La diferencia radicaba en que Michael Garfield era un seguidor de Lucifer, por lo cual la belleza que perseguía tenía un signo negativo, maligno. Su hija, en cambio, era un ser inocente, una criatura que carecía de maldad en sus acciones.

Poirot sacó un sobre. De éste extrajo un dibujo a lápiz, de delicados trazos.

—Su hija —explicó.

Judith lo miró. Al pie del papel se veía escrito un nombre: «Michael Garfield».

—Hizo este dibujo junto a la corriente de agua —manifestó Poirot—, en los jardines de Quarry House. Dijo que lo hacía para no olvidarla… Temía olvidarla, por lo visto. Pero nada le hubiera impedido matar a la chica.

Poirot señaló una palabra escrita con lápiz en la parte superior de la cuartilla, a la izquierda.

—¿Ha leído eso?

Ella deletreó el vocablo, lentamente.

—Ifigenia.

—Sí —confirmó Poirot—: Ifigenia. Agamenón sacrificó a su hija, con objeto de que soplara un viento propicio, que llevara sus buques a Troya. Michael habría sacrificado a su hija con el fin de hacerse con un nuevo Jardín del Edén.

—Él sabía muy bien lo que estaba haciendo —dijo Judith—. Yo me pregunto si habría llegado a sentir algún pesar.

Poirot no contestó. Su mente forjó la imagen de un joven de singular belleza física, tendido junto a la piedra megalítica marcada con el signo del hacha doble, sosteniendo entre sus dedos sin vida la copa dorada que había asido y vaciado al ser salvada inesperadamente su víctima y caer él en manos de la justicia…

Michael Garfield, pues, había muerto… Poirot pensó que una de las islas griegas se quedaría sin el anhelado jardín.

Llevóse la mano de Judith a los labios, rozándola levemente.

—Adiós, madame, y salude en mi nombre a su encantadora hija.

—Miranda se acordará siempre de usted. Le debe muchísimo.

—Es mejor que me olvide. Con ciertos recuerdos ocurre que es mejor enterrarlos.

Poirot se dirigió a la señora Oliver.

—Buenas noches, chère madame. Lady Macbeth y Narciso. El asunto ha resultado extraordinariamente interesante. Tengo que darle las gracias por haberlo puesto todo en mi conocimiento con la mayor oportunidad.

—Esto es lo de siempre, Poirot —respondió la señora Oliver, cómicamente exasperada—. Puede usted ya comenzar a formular sus velados reproches de costumbre…


FIN

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