CAPÍTULO XXII





NO era peculiar en Hércules Poirot la demanda de la ajena opinión. Habitualmente, se sentía satisfecho con sus propias convicciones. Sin embargo, había veces en que hacía excepciones. Aquélla era una de éstas.

Él y Spence charlaron brevemente. A continuación, Poirot se puso al habla con un servicio de automóviles de alquiler. Otra breve conversación con su amigo y el inspector Raglan se puso en camino. Tenía que dirigirse con el coche a Londres, pero hizo un alto en plena ruta. Se dirigió luego a «Los Olmos». Anunció al conductor del vehículo que no tardaría en volver, que estaría en el edificio un cuarto de hora todo lo más. Seguidamente, solicitó ser recibido por la señorita Emilyn.

—Lamento molestarla a esta hora. Seguramente, es para usted la de la cena.

—Monsieur Poirot; no puedo sentirme molesta por su presencia aquí, si su visita es justificada.

—Es usted muy amable. Con franqueza: necesito su consejo.

—¿De veras?

La señorita Emilyn se mostró ligeramente sorprendida. Bueno, había algo más que sorpresa en su rostro: había un profundo escepticismo.

—Eso no parece estar muy de acuerdo con su manera de ser, monsieur Poirot. ¿No se siente habitualmente satisfecho con sus propias opiniones?

—Sí. Me siento satisfecho con mis propias opiniones, pero me sentiría auténticamente respaldado y tranquilo si alguien cuyo modo de pensar al respecto estuviese de acuerdo conmigo.

Ella no habló, limitándose a mirarle fijamente a los ojos.

—Sé quién es el asesino de Joyce Reynolds —manifestó Poirot—. Estoy firmemente convencido de que usted también conoce su identidad.

—Yo no diría eso —respondió la señorita Emilyn—. No lo he dicho.

—Usted no lo ha dicho, desde luego. Y tal hecho puede inducirme a pensar que se trata por su parte de una opinión solamente.

—¿De una corazonada? —inquirió la señorita Emilyn.

Su tono fue ahora más frío que nunca.

—Preferiría no verme obligado a utilizar esa palabra. Preferiría decir que usted se ha formado una opinión concreta.

—Muy bien, entonces. Admitiré que me he formado una opinión concreta. Eso no significa que esté obligada a dársela a conocer.

—Lo que yo quisiera, mademoiselle, es escribir cuatro palabras en un trozo de papel. Luego, le preguntaré si está de acuerdo con lo que yo haya anotado.

La señorita Emilyn se puso en pie. Cruzó la habitación, en dirección a su mesa, cogió un papel y se aproximó a Poirot con él.

—Ha conseguido usted despertar mi interés —manifestó—. Cuatro palabras.

Poirot había sacado de un bolsillo de su americana una pluma. Escribió algo en el papel, dobló el mismo y lo puso en manos de ella. La señorita Emilyn procedió a desdoblar parsimoniosamente la hoja, fijando la vista en su texto.

—¿Y bien?

—Por lo que respecta a dos de las palabras que figuran en el texto, estoy de acuerdo con usted, sí. En lo tocante a las otras dos, lo encuentro más difícil. Carezco de pruebas, realmente, y no se me había ocurrido la idea.

—Pero por lo que se refiere a los dos primeros vocablos…, ¿tiene pruebas concretas?

—Yo considero que sí.

—Agua —dijo Poirot, pensativo—. Nada más oír eso, usted lo supo. Nada más oír eso, yo lo supe. Usted está segura; yo también. Y ahora —añadió Poirot—, un niño ha muerto ahogado en un arroyo, en una corriente de agua. ¿Está informada?

—Sí. Alguien me llamó por teléfono, para decírmelo. Es el hermano de Joyce. ¿En qué punto le afectaba todo?

—Deseaba dinero —declaró Poirot—. Lo logró. Y claro, cuando se presentó la oportunidad, fue ahogado…

El tono de su voz continuó siendo el mismo de momentos antes. Todo lo más, pudo advertirse en sus palabras una inflexión dura.

—La persona que me puso al corriente del episodio —manifestó Poirot—, sentía una compasión inmensa por el chiquillo. Estaba trastornada emocionalmente. Pero yo no me siento así. Es la segunda criatura de este poblado que muere. Ahora bien, su muerte no constituye un accidente. Ha sido, como tantas cosas de nuestra existencia, el resultado de sus acciones. Quería dinero y corrió un riesgo. Era inteligente, era suficientemente astuto para darse cuenta de que se enfrentaba con un riesgo… ¡Ah! Pero necesitaba a toda costa el dinero. Tenía diez años, pero la causa y el efecto es igual en cuanto a su relación que pueda serlo a los treinta, cincuenta o noventa años. ¿Usted sabe qué es lo primero que pienso en semejantes situaciones?

—Yo diría —declaró la señorita Emilyn—, que a usted le interesaba mucho más la justicia que la compasión…

—La compasión que yo pudiera sentir —indicó Poirot—, no ayudaría en nada a Leopold. Éste ya no necesita la ayuda de nadie. La justicia, si es que conseguimos que se haga justicia, usted y yo, tampoco va a servirle de nada al pequeño. Pero pudiera ser que fuese útil a algún otro Leopold, pudiera ser que lográsemos que salvasen sus vidas otros niños… Para ello tendríamos que actuar con rapidez. El asesino que ha actuado más de una vez es temible, pues ha encontrado en el crimen una especie de seguridad. Me dirijo ahora a Londres, donde me entrevistaré con ciertas personas, a fin de tratar con ellas la mejor forma de proceder. Quizás haya de esforzarme por contagiarles mis incertidumbres.

—Es posible que la tarea le resulte difícil —observó la señorita Emilyn.

—No. No lo creo. Las formas, los medios, pudieran ser difíciles, pero creo que podré convencerles al darles mi opinión sobre lo sucedido realmente. Y es que esas personas se hallan en posesión de cerebros que entienden el mecanismo de la mente criminal. Hay algo más que quisiera pedirle. Deseo conocer su opinión… Su opinión solamente. No hablemos de pruebas. Quiero saber lo que piensa acerca del carácter de Nicholas Ransom y Desmond Holland. ¿Me aconsejaría usted que confiara en ellos?

—Yo diría que esos dos muchachos son dignos de confianza. Tal es mi sincera opinión. Los dos son muy superficiales, pero se muestran así en las cosas de la vida que carecen de importancia. Fundamentalmente, están bien formados. Son chicos sanos como una manzana… sin gusanos.

—De una manera u otra, siempre acabamos volviendo a las manzanas —comentó Hércules Poirot, entristecido—. Tengo que irme ahora. Mi coche espera. Todavía he de hacer otra gestión.

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