CAPÍTULO X
POIROT pasó la mirada por «Los Olmos», aprobando con un discreto gesto todo lo que se ofreció a su vista.
Le hicieron pasar al interior del edificio enseguida. Una joven le guió hasta el estudio de la directora. La señorita Emilyn, que se hallaba sentada detrás de una mesa, se puso en pie para saludarle.
—Encantada de conocerle, señor Poirot. He oído hablar de usted con frecuencia y en tonos admirativos.
—Es usted muy amable —respondió Poirot.
—Me habló de usted una antigua amiga mía, la señorita Bulstrode. Dirigió anteriormente Meadowbank. Es posible que usted la recuerde…
—Es de esas personas que uno olvida difícilmente. Es una gran personalidad.
—En efecto —replicó la señorita Emilyn—. Ella hizo de Meadowbank el colegio que es en la actualidad —suspiró ligeramente antes de añadir—. Últimamente, sin embargo, el centro ha cambiado bastante. Los objetivos que se pretenden alcanzar son distintos, como distintos son asimismo los métodos utilizados. Pero en el colegio se advierte aún una línea continuada, progresiva, de distinción, de mejoras, de respeto a las tradiciones… Bueno. Es que hemos de esforzarnos, además, por no vivir demasiado inmersos en el pasado.
»Usted ha venido a verme, indudablemente, para hablar conmigo de la muerte de Joyce Reynolds. No sé si usted siente algún interés particular por este caso. Me imagino que el asunto se sale del marco normal de sus actividades. ¿La conocía usted personalmente? ¿Conocía a su familia?
—No —respondió Poirot—, vine aquí a petición de una antigua amiga mía, Ariadne Oliver, quien estaba pasando una temporada en este lugar, hallándose presente en la reunión de la víspera de Todos los Santos.
—Esa mujer escribe unos libros deliciosos —comentó la señorita Emilyn—. He tenido ocasión de hablar con ella en una o dos ocasiones. Bien… Eso facilita las cosas, a mi entender. No habiendo por en medio sentimientos de carácter personal, se pude hablar con entera franqueza. Si me permite que le dé mi opinión, le diré que en aquel ambiente era una de las cosas más improbables que podían suceder. Los chicos y las chicas implicados no tenían la edad más a propósito para un hecho de tal naturaleza. Yo pensaría en un crimen psicológico. ¿No está de acuerdo conmigo?
—No —replicó Poirot—. Creo que lo que se cometió allí fue un crimen simplemente, un crimen como tantos otros. Y su autor obraría impulsado por un móvil sórdido, quizá.
—¿De veras? ¿Y la causa determinante?
—La causa determinante fue una observación formulada por Joyce; no realmente en el transcurso de la reunión, tengo entendido, sino antes, cuando se estaban efectuando los preparativos, en presencia de los chicos de más años y otros colaboradores. La muchacha declaró que había visto cometer un crimen.
—¿Creyeron los demás en sus palabras?
—En general, creo que sus palabras fueron acogidas con mucho escepticismo.
—Esperaba esa respuesta. Joyce… Bueno voy a hablarle con entera franqueza, monsieur Poirot. Ciertos sentimentalismos exhibidos a destiempo no deben ofuscar nuestra razón. Joyce era una chica del montón, una criatura mediocre más bien. No era estúpida, pero tampoco poseía un cerebro privilegiado, ni mucho menos. Era, realmente, una chica particularmente entusiasta de la mentira. Resultaba muy presumida. Hablaba de cosas que no habían sucedido nunca, más que en su imaginación. Deseaba impresionar a toda costa a sus amigas, a quienes la escuchaban. A consecuencia de eso, sus auditorios habituales se inclinaban a rechazar de plano las historias que se empeñaba en referir.
—¿Sugiere usted que habló de haber sido testigo presencial de un crimen sin más objeto que el de darse importancia, sin más afán que el de intrigar a alguien?
—Sí. Y yo diría más: a quien deseaba impresionar particularmente en esa ocasión era a Ariadne Oliver…
—De manera que usted no cree que Joyce fuese testigo presencial de ningún delito, ¿eh?
—Yo pondría en duda tal cosa.
—¿Opina usted, como otras personas, que la chica se inventó la historia a que quiso aludir?
—Yo no afirmaría tanto. Es posible que ella presenciara, por ejemplo, un accidente de automóvil; quizá viera a alguien recibir en la cabeza un fuerte pelotazo por los alrededores del campo de golf; cabe la posibilidad de que viese algo que acabase haciéndola pensar en un asesinato…
—En consecuencia, la única suposición que podemos formular que tenga ciertos visos de verosimilitud es la de la presencia de un criminal en la reunión de la víspera de Todos los Santos…
—Desde luego —manifestó la señorita Emilyn—. Desde luego. Ésa parece una idea lógica, ¿no?
—¿Posee usted alguna idea referente a la probable identidad del asesino?
—He ahí una pregunta sensata —declaró la señorita Emilyn—. Después de todo la mayoría de los chicos y chicas de la reunión tenían edades que oscilaban entre los nueve y los quince años. Supongo que en su mayoría habrían pasado por mi colegio. Yo he de saber algo acerca de ellos, así como sobre sus familias…
—Creo que una de sus profesoras murió estrangulada por un tipo desconocido hace un año o dos…
—¿Se refiere usted a Janet White? Ésta tendría unos veinticuatro años. Un tipo emocional. Por lo que yo sé, iba sola… Quizá se hubiese citado con algún joven. Era una muchacha que atraía a los hombres, de una manera normal. La policía no dio con su asesino. Fueron interrogados algunos jóvenes, pero no se hallaron pruebas suficientes para actuar contra ninguno. Fue un desagradable caso desde el punto de vista de las autoridades y del propio público.
—Usted y yo tenemos ya algo en común: no aprobamos el crimen.
La señorita Emilyn estudió detenidamente a su interlocutor. Su rostro no cambió de expresión, pero Poirot se dio cuenta de que estaba siendo calibrado muy atentamente.
—Me gusta su forma de exponer la cuestión —dijo ella—. A juzgar por lo que se lee u oye hoy en día parece ser que el crimen, en determinados aspectos, se está haciendo lentamente aceptable para un gran sector de la comunidad a que pertenecemos.
La señorita Emilyn guardó silencio durante unos instantes y Poirot también calló. Éste se imaginó que estaba considerando un plan de actuación.
La señorita Emilyn se puso en pie, oprimiendo el botón de un timbre.
—He pensado que será mejor que hable con la señorita Whittaker.
Pasaron cinco minutos después de haber abandonado la habitación la señorita Emilyn. Luego, se abrió la puerta de la estancia, entrando en ella una mujer que contaría unos cuarenta años. Llevaba el pelo corto. Era éste algo rojizo. La mujer se movía con gran viveza.
—¿Monsieur Poirot? —inquirió—. ¿En qué puedo servirle? La señorita Emilyn piensa, desde luego, que en algo.
—Pues si la señorita Emilyn opina así, lo más seguro es que no se equivoque. Sé ya muy bien a qué atenerme con respecto a su persona.
—¿La conoce a fondo?
—Esta tarde he hablado con ella por vez primera en mi vida.
—Pues ha necesitado usted muy poco tiempo para formarse una opinión sobre su interlocutora de hace unos momentos.
—Supongo que va usted a decirme que no ando desencaminado en mi suposición.
Elizabeth Whittaker suspiró brevemente.
—¡Oh, claro que está en lo cierto! Me figuro que todo esto viene a cuento con motivo de la muerte de Joyce Reynolds. No sé exactamente cómo ha empezado usted a ocuparse del caso. ¿Por mediación de la policía?
La señorita Whittaker hizo ahora una mueca de desagrado.
—No, no, ¡qué va! Todo ha sido privadamente, a través de una amiga.
La mujer se sentó en el borde de una silla, enfrentándose decididamente con Poirot.
—¿Qué es lo que usted desea saber?
—No creo que sea necesario decírselo. ¿Para qué formular preguntas que puedan carecer por completo de importancia? ¿Para qué perder el tiempo? Aquella noche, en la reunión, sucedió algo que es, quizá, lo que a mí me interesa conocer especialmente. ¿Usted me entiende?
—Sí.
—¿Estuvo usted en la reunión?
—Estuve en la reunión —la señorita Whittaker se quedó pensativa unos instantes—. Tratábase de una reunión excelente, bien dirigida, bien organizada. Habría allí unas treinta y tantas personas. Estoy contando a todos los presentes: chicos, gente joven, adultos… Me acuerdo de algunas mujeres de la limpieza y asistentas domésticas…
—¿Usted colaboró en las disposiciones que fueron tomadas, según creo, a primera hora de la tarde, o por la mañana?
—La verdad es que allí no había nada que hacer, en realidad. La señora Drake se desenvolvía perfectamente al enfrentarse con los diversos preparativos en marcha, ayudada por unos cuantos chicos y chicas, muy pocos. Preparativos de carácter doméstico eran los que allí se necesitaban…
—Entendido. ¿Y usted tomó parte en la reunión como una invitada más?
—Así es.
—¿Y qué fue lo que sucedió?
—Indudablemente, usted estará informado acerca de la marcha en términos generales de la reunión. Seguramente, lo que pretende es que le dé cuenta de algo especial, si es que realmente advertí allí algo especial, lo cual podría tener alguna significación, ¿no es así, monsieur Poirot? Estoy empeñada en no hacerle perder el tiempo, ¿sabe?
—Estoy absolutamente seguro, señorita Whittaker, de que usted no va a hacerme perder un solo minuto. Refiéramelo todo, por favor, en el lenguaje más simple posible.
—Los diversos episodios de la reunión se desarrollaron en el orden previamente convenido. El último fue el del «Snapdragon», algo más propio de Navidad que de la víspera de Todos los Santos… El «Snapdragon», como usted sabe, no es otra cosa que un puñado de uvas bañadas en coñac que arden en el centro de una fuente… Hay que hacerse con los granos de uva… Estallan las risas fácilmente. El elemento juvenil es presa de una gran agitación…
»Hacía mucho calor en aquella habitación y decidí salir unos momentos al vestíbulo. Hallándome en éste vi a la señora Drake en el instante en que abandonaba el cuarto de aseo existente en la primera planta. Era portadora de un gran jarrón lleno de flores y hojas otoñales. Detúvose unos segundos junto a la barandilla antes de empezar a bajar. Miraba a sus pies y no en dirección a mí. Había fijado la vista en el otro extremo del vestíbulo, donde existe una puerta que conduce a la biblioteca.
»Como acabo de decirle, la señora Drake se detuvo unos momentos antes de empezar a bajar los peldaños. Llevaba el jarrón algo inclinado. El objeto parecía pesado y yo supuse que estaría lleno de agua. La señora Drake procedió a afirmarlo contra su cadera mientras que con la mano libre buscaba la barandilla. Y mientras miraba hacia el extremo que ya he señalado del vestíbulo, atendiendo distraídamente a la colocación del jarrón, inesperadamente hizo un violento movimiento… Fue tomo un sobresalto lo que experimentó. Sí: algo le asustó.
»Entonces, el jarrón se le escapó de la mano, derramándose el agua que contenía sobre su vestido, antes de estrellarse sobre los peldaños, donde se hizo añicos.
—Comprendido —dijo Poirot.
Contempló en silencio el rostro de su interlocutora durante un buen rato. Calificó los ojos de ella de astutos. Evidentemente, se encontraba frente a una excelente observadora. Habían pasado a pedirle opinión acerca de lo que la mujer acababa de referirle.
—¿Qué es lo que usted creyó que le había producido aquel sobresalto?
—Después, reflexionando, me dije que la señora Drake tenía que haber visto algo especial en aquellos instantes.
—Usted creyó que había visto algo —repitió Poirot, pensativo—. ¿Por ejemplo?
—Ella, ya se lo he dicho, miraba en dirección a la puerta de la biblioteca. Calibré la posibilidad de que hubiese visto como se abría… Quizá viera girar el tirador… Pudo haber descubierto a una persona que se disponía asalir de la otra estancia… Lo más seguro es que viera a alguien que no esperaba ver.
—¿Fijó usted la vista también en la puerta en cuestión?
—No. Yo miraba en dirección opuesta, yo estaba pendiente de lo que hacía la señora Drake.
—¿Y usted está convencida de que la mujer vio algo que le produjo un gran sobresalto?
—Sí. Sería una nimiedad, quizás. Estas cosas suceden con cierta frecuencia. Hay una puerta que se abre, inesperadamente, para permitir la salida de una persona que no se espera ver… Entonces, involuntariamente, lo que se tiene en las manos, a causa de nuestro asombro, parece escapársenos de ellas, yendo a parar al suelo. Es lo que le pasó a la señora Drake con su jarrón de flores y hojas, lleno de agua.
—¿Vio usted salir a alguien por aquella puerta?
—No. Yo no miraba hacia ella. En realidad, pienso que nadie llegó a salir al vestíbulo por allí. Probablemente, quienquiera que fuese, tornó a entrar en la habitación.
—¿Qué hizo la señora Drake, después?
—Lanzó una exclamación de disgusto, bajó apresuradamente las escaleras y me dijo: «¿Ha visto usted lo que he hecho? ¡Qué torpeza la mía! ¡Soy una calamidad!». Furiosa, apartó los cristales con los pies, echándolos a un lado. Yo la ayudé en la tarea de depositar los fragmentos de vidrio en un rincón, provisionalmente. No era el momento más oportuno para emprender la limpieza a fondo de las escaleras. Chicos y chicas estaban empezando a abandonar el cuarto del «Snapdragon». Cogí un paño y sequé un poco los peldaños más húmedos… Minutos más tarde, la reunión tocaba a su fin.
—¿Y no habló la señora Drake de que había experimentado un fuerte sobresalto? Claro está, mucho menos aludiría a la causa probable de aquel susto…
—No dijo absolutamente nada en tal aspecto.
—Pero usted cree que se sobresaltó…
—Probablemente, monsieur Poirot, usted lo que piensa es que estoy armando mucho alboroto en torno a un detalle que carece de importancia.
—No. Nada más lejos de mi pensamiento que eso —repuso Poirot—. Yo sólo he hablado una vez con la señora Drake —añadió, preocupado—. Visité su casa acompañado de mi amiga Ariadne Oliver. Para decirlo en tono novelesco y melodramático: quise visitar el escenario del crimen. Durante los pocos minutos de que dispuse para estudiar a la señora Drake me formé una idea de ella, como es natural, juzgándola una señora difícil de asustar. ¿Está usted de acuerdo con mi punto de vista?
—Completamente de acuerdo. En eso radica una de las causas de mi extrañeza. ¿No le hizo usted, en aquel momento, ninguna pregunta sobre el particular?
—¿Qué razones podía aducir yo para proceder así? Cuando la dueña de la casa en que una se halla como invitada tiene la desgracia de hacer añicos uno de sus mejores jarrones, ¿quién es el huésped que se dirige a ella inquiriendo en tono impaciente o de disgusto qué le ha pasado? No era procedente preguntarle «qué demonios» le había sucedido. Tampoco podía acusarla de desmañada o torpe, defecto que no cuenta para nada en el caso de la señora Drake…
—Y tras eso, como usted ha señalado, la reunión llegó a su fin. Los chicos se fueron con sus madres y amigos. Y Joyce no pudo ser localizada. Nosotros sabemos ahora que Joyce se hallaba detrás de la puerta de la librería o biblioteca. Muerta, por añadidura. ¿Quién pudo ser el que estuviera a punto de salir de la puerta de la biblioteca poco antes y que se apresurara a cerrar aquélla al advertir unas voces en el vestíbulo? Tendría que aplazar la salida, esperar a que cesara el movimiento en aquel sitio de la casa. Los asistentes a la reunión se despedían, estaban poniéndose los abrigos… Sólo después del hallazgo del cadáver de la muchacha, señorita Whittaker, me figuro que se detendría usted a estudiar detenidamente cuanto viera entonces.
—Así fue —la señorita Whittaker se puso en pie—. Me parece que ya no tengo nada más que decirle. Y pienso que el detalle aportado puede ser una tontería sin importancia.
—El detalle a que ha hecho usted alusión es de los que merecen ser tenidos en cuenta. A propósito… Me gustaría formularle una pregunta. Bueno, en realidad son dos las preguntas que quisiera hacerle.
Elizabeth Whittaker tornó a sentarse.
—Hable usted, monsieur Poirot. Puede usted hacerme las preguntas que desee.
—¿Es usted capaz de recordar el orden preciso en que se produjeron los distintos acontecimientos de la reunión?
—A mí se me antoja que sí…
Elizabeth Whittaker guardó silencio unos segundos, agregando luego:
—Todo empezó con la competición de las escobas. Se trataba de una serie de escobas laboriosamente adornadas. Existían tres o cuatro premios para esa competición. Luego, hubo otra a base de balones. Chicos y chicas se los disputaban ardorosamente. Era una forma como otra de hacerles entrar en calor. Después vino lo de los espejos… Las chicas entraban en una pequeña habitación y en sus espejos se reflejaban unos rostros masculinos…
—¿Cuál era el truco de eso?
—El truco no podía ser más simple. El montante superior de una puerta había sido quitado, asomándose por aquél diversos rostros que eran recogidos por los espejos de las chicas.
—¿Podían identificar las muchachas los rostros reflejados en sus espejos?
—Supongo que había quien era capaz de identificar aquellas caras… Otras no, seguramente. Los varones empleaban el maquillaje. Ya sabe usted que, a veces, para desfigurar un rostro es suficiente una peluca, unas patillas, una barba, ciertos toques de carmín… La mayor parte de los chicos eran conocidos suficientemente de las muchachas y lo más probable es que fuesen agregados al grupo de los varones unos cuantos desconocidos. El juego, de una manera u otra, era de gran efecto, señalándose por la hilaridad que suscitaba entre las concursantes —agregó la señorita Whittaker, poniendo de relieve el desdén que le inspiraba aquel tipo de diversión juvenil—. Tras eso hubo una carrera de obstáculos. Y luego el juego del pastel de harina, con su moneda de seis peniques encima. Todo el mundo intentó cortar su tajada… Si la harina se deshacía, el concursante era eliminado de la competición. Los otros seguían luchando, hasta que quedaba uno que se adjudicaba la recompensa. Tras esto venía el baile y la cena. La etapa final la constituía el episodio del «Snapdragon».
—¿Cuándo vio usted a Joyce por última vez?
—No tengo la menor idea —dijo Elizabeth Whittaker—. No la conocía muy bien. No figuraba entre mis alumnas. Tampoco era una muchacha especialmente interesante, por lo cual no me fijé mucho en ella. Sí, recuerdo que cuando le tocó cortar el pastel de harina lo hizo con mucha torpeza, deshaciéndosele su tajada. Seguía sin novedad entonces… Pero, bueno, era aquélla una hora muy temprana…
—¿No la vio entrar en la biblioteca en compañía de alguien?
—Desde luego que no. Lo habría dicho antes. Me habría parecido el detalle muy significativo e importante.
—Y ahora —declaró Poirot—, pasemos a mi segunda pregunta o serie de preguntas… ¿Cuánto tiempo lleva ya en este colegio?
—Este otoño se cumplirán los seis años.
—¿Y qué es lo que usted enseña aquí?
—Matemáticas y latín.
—¿Se acuerda usted de una joven que hace cosa de dos años estuvo aquí ejerciendo de profesora? Se llamaba Janet White.
Elizabeth Whittaker se irguió en su asiento. Estuvo a punto de levantarse de la silla, en realidad. Finalmente, volvió a la postura relajada de momentos antes.
—Pero… Usted menciona algo que nada tiene que ver con toda esa historia. Bien… Seguramente.
—Pudiera existir una relación —manifestó Poirot.
—¿En qué aspecto? ¿Cómo?
Poirot pensó que los círculos académicos poseían menos informes que el vulgo.
—Joyce, delante de testigos, proclamó haber visto cometer un crimen, hace varios años. ¿Se trataría de la acción que costó la vida a Janet White? ¿Cómo murió Janet White?
—Fue estrangulada una noche, cuando se dirigía a su casa, desde el colegio.
—¿Iba sola?
—Probablemente no.
—Pero no era Nora Ambrose quien la acompañaba, ¿verdad?
—¿Usted qué sabe acerca de Nora Ambrose?
—Nada, todavía —replicó Poirot—. Me gustaría, sin embargo, conocer algunos detalles referentes a su persona. ¿Cómo eran Janet White y Nora Ambrose?
—Vivían muy pendientes de los representantes del sexo opuesto, por así decirlo —declaró Elizabeth Whittaker—. Cada una en su estilo, no obstante. ¿Cómo pudo haber visto Joyce algo relacionado con aquel episodio? Cómo podía estar informada acerca de él? Todo sucedió en un camino de las inmediaciones de Quarry Wood. Por entonces la chica no tendría más de diez u once años de edad.
—¿Cuál de ellas tenía novio? —inquirió Poirot—. ¿Nora o Janet?
—Todo eso pertenece al pasado.
—«Los viejos pecados tienen largas sombras» —citó Poirot—. A medida que avanzamos en la vida vamos comprendiendo la verdad de ese dicho. ¿Donde para Nora Ambrose en la actualidad?
—Después de dejar el colegio se colocó en el norte de Inglaterra… Naturalmente, se mostró profundamente afectada por todo lo sucedido. Las dos eran… grandes amigas.
—¿No llegó a aclarar el caso nunca la policía?
La señora Whittaker movió la cabeza de un lado para otro. Púsose en pie al tiempo que echaba un vistazo a su reloj de pulsera.
—Tengo que dejarle…
—Muchas gracias por la información que ha tenido la amabilidad de facilitarme.