CAPÍTULO XI





HÉRCULES Poirot paseó lentamente la mirada por la fachada de Quarry House. Era una sólida construcción, un ejemplo clásico de la arquitectura de la época victoriana. Se imaginó su interior: un pesado aparador de caoba en el comedor, con una mesa central en forma rectangular de la misma madera; una estancia destinada a alojar el billar, quizás; una cocina inmensa, dotada de armarios con numerosas piezas de vajilla; un pavimento de grandes losas de piedra; una chimenea tremenda, imponente, que funcionaría ya a base de energía eléctrica o gas. Notó que la mayor parte de las ventanas superiores tenían todavía sus cortinas. Oprimió el botón del timbre, a un lado de la puerta. La llamada fue atendida por una mujer muy delgada, de grisáceos cabellos, quien notificó a Poirot que el coronel y la señora Weston se encontraban de viaje a Londres y que no regresarían hasta la semana siguiente.

Preguntó por Quarry Woods y le dijeron que la zona de arboleda y bosques estaba abierta al público, al que no se cobraba nada por la visita. La entrada se hallaba situada a unos cinco minutos de distancia, a lo largo de la carretera. Si seguía avanzando no tardaría en ver un rótulo y una puerta de hierro.

Dio con lo que buscaba con gran facilidad. Después de dejar la puerta a su espalda, empezó a deslizarse por un sendero descendiente que serpenteaba entre frondosos matorrales y árboles de gruesos troncos.

Finalmente, hizo un alto. Quedóse inmóvil, reflexionando. Su mente no se fijaba de un modo exclusivo en lo que veían sus ojos, ni en lo existente a su alrededor, presentido más que visto. Intentaba relacionar en aquellos momentos un par de frases y analizar dos o tres hechos que le habían sido facilitados. Escudriñaba en ellos afanosamente. Había en aquel asunto por en medio un testamento, un testamento falsificado y una joven. Ésta había desaparecido… Y el testamento había sido falsificado para favorecerla. Se acordó de la existencia de un joven artista que había llegado allí para convertir una cantera abandonada en un bello jardín.

De nuevo, Poirot miró a su alrededor, haciendo un gesto claro de aprobación. Allí había habido que trabajar mucho. Habrían tenido que ser desplazadas vastas masas rocosas para trazar los prácticos senderos interiores. Toda una empresa… Aquélla era distinta de otras muchas que podían ser juzgadas de alcance similar. En Poirot todo lo que estaba contemplando avivaba vagos recuerdos. La señora Llewellyn-Smythe había tomado parte en un tour nacional de jardines, por Irlanda. Poirot recordaba haber visitado este país cinco o seis años atrás. Habíase trasladado allí para investigar un robo. Habían surgido algunas cuestiones interesantes en lo tocante al caso que excitaron su curiosidad. Como de costumbre, habiendo resuelto el enigma, apuntándose un nuevo éxito, Poirot se concedió a sí mismo unos cuantos día de feliz holganza, desplazándose de un lado para otro sin más objetivo que el de familiarizarse con el paisaje irlandés.

No acertaba a centrar en su memoria el jardín que había visitado entonces… Se figuró que no caería muy lejos de Cork. ¿Killarney? No, no era Killarney. De todos modos, no podía quedar muy lejos de Bantry Bay. Lo recordaba porque había sido para él aquel jardín muy diferente de los que denominara los grandes éxitos de la época, los jardines de los Cháteaux de Francia, la formal belleza de Versalles.

Había subido a una embarcación pequeña, en compañía de varias personas. Dos fuertes y ágiles boteros lo habían tomado en brazos prácticamente. De otro modo no hubiera podido embarcar fácilmente. Remando, remando, se aproximaron a una pequeña isla. La isla en cuestión le pareció a Poirot poco o nada interesante. Hubiera querido verse entonces a mucha distancia de allí. Tenía los pies fríos y el viento agitaba de una manera molesta los faldones de su impermeable. ¿Qué belleza, habíase dicho, qué atractivo, qué simétrica disposición de gran hermosura podía haber en aquella rocosa isla, con sus escasos árboles? Constituía un error… Sí, un error concretamente.

Habían puesto los pies en el pequeño embarcadero. Los pescadores lo habían depositado en tierra con la misma facilidad que antes. Los restantes miembros del grupo habían echado a andar adelante, hablando y riendo. Poirot procedió a reajustarse su impermeable y a secarse brevemente los zapatos. Había seguido inmediatamente a sus compañeros a lo largo de un sendero delimitado por zarzales, arbustos y unos cuantos árboles. Juzgó aquel parque carente por completo de interés.

Y luego, más bien de repente, había salido de una masa de vegetación informe para adentrarse por una terraza que terminaba en una escalinata. A sus pies contempló enseguida algo que se le antojó enteramente mágico. Unos elementales seres, muy comunes dentro de la poesía irlandesa, habían abandonado sus refugios de las montañas para crear un fantástico jardín, más por arte de extraños encantamientos que por efecto de una continua y ardua labor. Uno se asomaba fascinado a aquél, saboreando su belleza, admirando las flores y arbustos, el lago artificial con su fuente, el camino que lo rodeaba, un camino encantado, bello y enteramente inesperado. Él se preguntó cómo habría sido todo originariamente. Se le figuraba demasiado simétrico para haber sido antes una cantera. Veíase un profundo hueco en el sector elevado de la isla, pero más allá se descubrían las aguas de la bahía, así como las colinas que se levantaban por el otro lado, con sus cumbres manchadas por jirones de niebla, componiendo una escena seductora. Poirot pensó que tal vez hubiese sido aquel especial jardín el que incitara a la señora Llewellyn-Smythe a poseer uno propio igual. Seguramente, había querido paladear el placer de transformar la abandonada cantera, de hacer un lugar acogedor en el seno de una campiña esencial, elemental, la que caracterizaba a aquella parte de Inglaterra.

Y enseguida había mirado a su alrededor en busca del esclavo a sueldo que fue capaz de corresponder a sus exigencias. Había dado con un joven profesionalmente bien calificado: Michael Garfield, a quien llamara a su lado. Indudablemente, había sido generosa con él, levantando en su momento una casa para que su colaborador la habitara. Michael Garfield, pensó Poirot, mirando a su alrededor, no la había decepcionado.

Sentóse en un banco, el cual había sido estratégicamente emplazado. Imaginóse el aspecto que debía ofrecer cuanto contemplaba bajo el estallido de la primavera. Vio jóvenes abedules y abetos de blancas y brillantes cortezas. Y también matorrales de espinos y rosas blancas, e, igualmente, cedros… Pero corrían por entonces los días de otoño y al paisaje del otoño correspondía lógicamente cuanto podía contemplar realmente. Había manchas vivas de oro y rojo junto a un sendero tortuoso que iba en busca de brisas refrescantes. Había macizos de aulagas y retamas de China… Poirot no se distinguía precisamente por sus conocimientos de botánica… Solamente era capaz de reconocer algunas especies de tulipanes y rosas.

Pero todo lo que crecía allí daba la impresión de haberse desarrollado espontáneamente. No se pensaba en aquel lugar que hubiese habido una mano dominadora, que forzara a la sumisión a ciertos elementos naturales. Y, sin embargo, se dijo Poirot, todo había sido previamente estudiado. Allí no había habido improvisación de ningún género. Todo había sido planeado, desde las diminutas plantas que llenaban unos insignificantes huecos, pasando casi inadvertidas, hasta los grandes arbustos que se erguían fieramente con sus ramas cargadas de hojas doradas y rojas. ¡Oh, sí! Todo allí era fruto de un meditado proyecto, de un planteamiento previo.

Poirot se preguntaba quién habría llevado la voz cantante en aquel asunto. ¿Había sido la señora Llewellyn-Smythe? ¿Había sido Michael Garfield? De éste a aquélla, la cosa cambiaba bastante, se dijo Poirot. Estaba convencido de que la señora Llewellyn-Smythe era una persona experta en la materia. Había practicado la jardinería durante muchos años, perteneciendo indudablemente, a la Royal Horticultural Society; asistiría a exposiciones, consultaría catálogos, visitaría jardines… Llevada de su afición, por supuesto, realizaría viajes al extranjero. Al final, al enfrentarse con su proyecto, lo más seguro era que hubiese sabido concretamente qué era lo que quería, que hubiese dicho o traducido claramente sus aspiraciones. ¿Bastaba con esto? Poirot pensó que no. Lo más seguro era que ella hubiese dictado órdenes a los jardineros, procediendo luego a cerciorarse de que las órdenes en cuestión eran llevadas a cabo. Pero, ¿sabía ella —lo sabía de veras—, en qué se traducirían sus órdenes más tarde, llevadas ya a la práctica? Pues no en el transcurso del primer año, ni a lo largo del segundo… Quizás entreviese la realidad más tarde.

Poirot pensó que Michael Garfield supo en todo momento qué era lo que ella deseaba. También se sentía con fuerzas y conocimientos para hacer de un pedregal un jardín, para conseguir que el desierto floreciera. Lo planeó todo o casi todo y seguidamente lo llevó a la práctica. Vivió, seguramente, los intensos placeres del artista impulsado a dar rienda suelta a su fantasía por un cliente que dispone de dinero en abundancia. El paisaje agreste iba a convertirse en una especie de refugio de hadas. La señora Llewellyn-Smythe tuvo que estampar repetidas veces su firma al pie de algunos cheques para procurarse determinadas especies arbóreas; habría también plantas sólo obtenibles mediante los buenos oficios de una amiga fiel y complaciente. En todos los grandes proyectos figuran detalles humildes que casi no cuestan nada, pero que resultan imprescindibles.

Poirot se preguntó por la gente que vivía ahora en Quarry House. Poseía sus nombres… Tratábase de un coronel retirado, ya con muchos años, acompañado de su esposa. Inclinábase a pensar que Spence le había referido algunos detalles complementarios acerca de sus personas. Tenía la impresión de que nadie podría mirar todo aquello con el cariño con que lo mirara la señora Llewellyn-Smythe.

Echó a andar por uno de los senderos. El camino era bueno, estaba cuidadosamente nivelado. Resultaba ideal para ser recorrido por una persona ya mayor, anciana. Nada de peldaños labrados en la roca, ni de pendientes. De trecho en trecho, a distancias muy bien estudiadas, se veían bancos rústicos. Fijándose bien, estos bancos eran rústicos a primera vista tan sólo. Efectivamente, quien se sentara en ellos podía descansar la espalda y las piernas a su gusto, gracias al trazo del asiento.

Poirot pensó luego que le habría agradado entrar en relación con Michael Garfield. El hombre había hecho una buena labor. Conocía su trabajo, era un excelente proyectista, había sabido rodearse de personas competentes que le secundaron con eficacia. Y luego había sabido arreglar las cosas de tal manera que lo más probable era que la señora Llewellyn-Smythe hubiese estado convencida en todo instante de que el famoso proyecto le pertenecía por completo. «Yo no quisiera engañarme —se dijo Poirot—. La idea general debió nacer principalmente en la cabeza del joven… Sí. Me agradaría verle. Si se encontrase en la casa —o bungalow—, que fue construida para él, supongo que…».

El hilo de sus razonamientos se quebró.

Fijó la vista obstinadamente en un punto. Miró a sus pies, viendo entonces que varias ramas servían de marco a una figura que no supo de buenas a primeras si era real o constituía un efecto de las luces y las sombras entre las hojas de los árboles…

«¿Qué estoy viendo?», se preguntó Poirot. «¿Es esto el resultado de algún extraño fenómeno de encantamiento? Tal vez. En este lugar, aquí, todo es posible. Ya veo que se trata de un ser humano. ¿Y qué otra cosa podría ser, no obstante?»

Evocó algunas aventuras memorables de sus años juveniles, las que leyera en «Los Trabajos de Hércules». De pronto, se dijo que no se hallaba inmerso en un paisaje de jardín inglés propiamente dicho. Reinaba una atmósfera muy peculiar allí. Intentó aprehenderla. Observaba en ella cualidades de magia, de encantamiento, de belleza, de belleza absorbente, aunque salvaje. Plantado aquel jardín en el escenario de un teatro, cualquiera hubiera esperado ver ninfas, faunos, bellezas griegas… Pero allí había algo más, pensó Poirot. No acertaba a definirlo… Finalmente, pudo concretarlo: algo hablaba allí de un indefinido temor. ¿Qué era lo que había dicho la hermana de Spence? La hermana de Spence, sencillamente, habíale hablado de un crimen cometido en la cantera original, años atrás. La sangre había manchado las rocas del lugar. Después, la muerte había sido olvidada, apareciendo Michael Garfield, con sus proyectos de creación de un jardín maravilloso. Una dama muy anciana, que sólo podría vivir contados años, había aportado su dinero para que todo se transformase en esplendorosa realidad dentro del marco de una naturaleza al parecer reacia.

Vio ahora que lo que enmarcaban las ramas, con sus hojas, de un tono rojo dorado, era la figura de un joven, de un joven, señaló Poirot, de extraordinaria belleza. Nadie alude a los jóvenes de hoy en estos términos. De los muchachos de ahora suele decirse que son atractivos en mayor o menor grado y tal escala de valores no es desatinada, a menudo. Se habla de chicos agradables para el sexo opuesto que se hallan en posesión de rostros de facciones irregulares y de grasientas cabelleras. Nadie acostumbra decir actualmente de un joven contemporáneo que es bello. Y cuando uno se expresa en estos términos más bien es en tono de excusa, como si se estuviese valorando una cualidad que no se estimase desde hace muchos años. Las chicas modernas ya no ansían la compañía de un Orfeo con su laúd. Les agrada más el clásico cantante de «pop» de voz ronca, de ojos muy expresivos y cabeza adornada con masas de rebeldes cabellos.

Poirot continuó caminando. Al cabo de unos metros, el joven salió de entre los árboles, marchando a su encuentro. Aquel ser parecía estar caracterizado especialmente por su juventud. Pero Poirot advirtió enseguida que no era en realidad tan joven. Habría dejado atrás los treinta años… Sí. Más bien debía estar cerca de los cuarenta. La sonrisa, en su rostro, constituía una nota muy débil. No era la suya una sonrisa de bienvenida; era un gesto de reconocimiento sereno, tranquilo.

Era alto, esbelto. Sus rasgos faciales, perfectos, eran los que un escultor clásico hubiera estampado en una creación propia. Tenía unos ojos muy negros. Negros eran también los cabellos, que se ajustaban a su cabeza como un casco.

Por un momento, Poirot creyó que su encuentro con aquel hombre se estaba produciendo encima del tablado de alguna fiesta popular, durante el ensayo de una función tradicional. Entonces, involuntariamente, se fijó en sus chanclos de goma, diciéndose que tendría que recurrir a los buenos servicios del jefe de la tramoya, para que le procurase un equipo mejor.

—Quizás he entrado donde no debí de entrar. Si es así, le ruego que me dispense. Soy un forastero. Llegué a este lugar ayer…

—No creo que nadie pueda tacharle aquí de intruso —la voz del hombre era serena. A Poirot le pareció sumamente cortés, y también fría, despegada, como si su interlocutor estuviese pensando en cosas realmente apartadas de su contorno contemporáneo—. Esto no se halla abierto al público exactamente, pero la gente suele pasear por aquí. El coronel Weston y su esposa no dicen nada. Otra sería su actitud si vieran que los visitantes ocasionaban daños en los jardines. Pero no es eso lo que viene sucediendo, desde luego…

—No. No he advertido la menor huella de ningún acto vandálico —manifestó Poirot mirando en torno a él—. Tampoco se ven desperdicios de ningún tipo. Hasta resulta extraño, ¿verdad? Me sorprende no haber encontrado más personas por aquí. Uno habría esperado descubrir por estos parajes algunas parejas de enamorados.

—Los enamorados no vienen por aquí —repuso el joven—. Por una razón u otra, se supone que éste es un sitio desgraciado.

—¿Es usted el arquitecto?, me he preguntado al verle. Quizá me he equivocado en mis suposiciones.

—Me llamo Michael Garfield —contestó el joven.

—Llegué a figurármelo —declaró Poirot, quien abarcó con un movimiento de los brazos todo el terreno circundante—. ¿Es usted el autor de todo esto?

—Sí —replicó Michael Garfield con sencillez.

—Me ha parecido todo muy bello —comentó Poirot—. Esto no es corriente. Resulta muy hermoso para hallarse encajado en un sector campesino de escasas condiciones naturales. Bueno, le estoy hablando con entera franqueza… Debo felicitarle. Tiene usted que sentirse bien satisfecho por lo logrado aquí.

—Yo me pregunto, amigo mío, si existirá alguna persona que pueda considerarse plenamente satisfecha.

—Usted proyectó todo esto por encargo de una señora apellidada Llewellyn-Smythe, quien, según tengo entendido, murió ya. Luego, está el coronel y la señora Weston… ¿Son ellos los propietarios del terreno?

—Sí. Hicieron una adquisición a bajo precio. La casa es grande y no demasiado acogedora, a decir verdad. Es difícil de llevar… No es lo que apetece hoy en día la mayor parte de la gente. Ella señaló en su testamento que había de ser para mí.

—Y usted la vendió.

—Vendí la casa, sí.

—¿Pero no el jardín?

—¡Oh, sí! El jardín iba con la casa. Todo fue prácticamente tirado. ¿No se dice así en estos casos?

—¿Y por qué procedió de este modo? —inquirió Poirot—. Me parece muy interesante… ¿No le importa que me muestre, quizás, un poco curioso?

—Sus preguntas no son como las que me dirige la gente habitualmente —puntualizó Michael Garfield.

—Yo me intereso siempre por los hechos, por las razones. ¿Por qué A hizo esto y lo otro? ¿Por qué B emprendió lo de más allá? ¿Por qué C adoptó una conducta distinta de la seguida por A y B?

—Usted debiera entenderse bien con un científico —declaró Michael—. Es todo una cuestión (así suelen decírnoslo), de genes o cromosomas. Hay una disposición especial, unas normas reguladoras y todo lo demás.

—Usted acaba de decirme que no se sentía satisfecho por completo porgue no hay una sola persona que haya experimentado tal sensación. ¿Sintióse satisfecha acaso su cliente, su patrona, como quiera llamarla? ¿Se declaró contenta, sin limitaciones, ante este despliegue de belleza?

—Hasta cierto punto… —respondió Michael—. Yo me ocupé de este detalle. Resultaba fácil dejarla satisfecha.

—Me parece muy improbable su afirmación —dijo Hércules Poirot—. Según me han informado, ella tendría más de sesenta años. Unos sesenta y tantos, tal vez. ¿Es que las personas de esa edad se muestran en alguna ocasión satisfechas?

—Le aseguré que llevaría a cabo con toda exactitud sus instrucciones, que me esforzaría por traducir fielmente cuanto imaginara, cada una de sus ideas…

—¿Y fue así?

—¿Me pregunta usted eso en serio?

—No —respondió Poirot—. No. Con franqueza.

—Para triunfar en la vida —manifestó Michael Garfield—, uno tiene que abrazar la carrera que le agrada, apoyándose artísticamente en todo lo que va encontrando al paso… Hay que ser, sin embargo, también un poco comerciante. No lo olvide: cada uno dispone de unos géneros que ha de saber vender. De otro modo, cualquiera acaba viéndose atado a las ideas de otras gentes, de forma nada de acuerdo con las concepciones propias. Yo exhibí mis ideas y las vendí, las puse en el mercado (¿está mejor dicho así?), las sometí al cliente que me pagaba, nutriendo con ellas sus planes, sus proyectos. Se trata de un arte que no es muy difícil de aprender. Viene a ser algo así como vender huevos de cascara morena o blanca. Todo consiste en hacer ver a la parroquia cuáles son los mejores. Es la esencia de la campaña. Hay que hablar de huevos morenos, por ejemplo, de granja, de «huevos de campo». Cuesta más trabajo venderlos si se dice: «Todos son huevos. En este artículo sólo existe una cosa interesante: que sean frescos».

—Es usted un joven fuera de lo corriente, tengo que reconocerlo —opinó Poirot—. Le encuentro… arrogante —agregó, muy grave y pensativo.

—Es posible que esté usted en lo cierto.

—Ha hecho usted aquí cosas realmente hermosas. Ha sabido dar perspectivas originales a un sector de campiña caprichosamente alterado por la explotación de tipo industrial… ¿Qué belleza encerraba esto? Usted supo desplegar su fantasía y dar una aplicación práctica al dinero de su cliente. Tengo que felicitarle. Y he de ofrendar mi tributo, el de un hombre ya viejo, que se aproxima al final de su trabajo…

—Pero de momento usted sigue adelante con él, ¿eh?

—Así pues, ¿sabe quién soy?

Indudablemente, Poirot se sintió complacido. Le gustaba que la gente le reconociera. Temía, sin embargo, estar registrando muchos fallos en este sentido en los últimos tiempos…

—Sigue usted un rastro de sangre… Aquí ya es sabido eso. Nos encontramos en el seno de una reducida comunidad; las noticias tienen alas. Otra persona famosa le trajo aquí.

—¡Ah! Se está usted refiriendo a la señora Oliver..

—Me estoy refiriendo a Ariadne Oliver, autora de libros de mucho éxito. La gente desea que sea entrevistada para descubrir lo que opina sobre temas como el de la agitación estudiantil, el socialismo, los vestidos de las chicas, las relaciones amorosas entre los jóvenes y otros muchos asuntos que a ella deben tenerla sin cuidado.

—En efecto, en efecto —respondió Poirot—. Es deplorable, me imagino. Son pocas las enseñanzas que reciben todos de la señora Oliver. En lo único que se fija la gente con preferencia es, por ejemplo, en su afición por las manzanas. Es algo que se sabe desde hace veinte años, por lo menos, pero que ella da a conocer a quien quiera escucharla con la más agradable de las sonrisas. Últimamente, me temo que hayan dejado de gustarle las manzanas dichosas.

—Fueron unas manzanas la causa inicial de su presencia aquí, ¿no?

—Las manzanas de una reunión celebrada en la víspera de Todos los Santos —contestó Poirot—. ¿Estuvo usted en esa reunión?

—No.

—Es usted un hombre afortunado.

—¿Afortunado?

Michael Gardfield repitió el vocablo. Poirot observó un dejo de sorpresa en su voz.

—Figurar entre los invitados de una reunión en la cual fue cometido un crimen no constituye una experiencia agradable precisamente. Usted no ha pasado nunca por eso, quizá, pero yo le diré que le considero afortunado porque… —Poirot asumió ahora parte de su naturaleza extranjera— il y a des ennuis, vous comprenez? La gente empieza a preguntarle a uno datos, fechas, horas… La gente formula con facilidad preguntas impertinentes —Poirot se apresuró a añadir—. ¿Conocía usted a la niña?

—¡Oh, sí! Los Reynolds son muy conocidos aquí. Yo conozco, por otra parte, a la mayor parte de las personas que viven por los alrededores. La verdad es que dentro de Woodleigh Common todos nos hallamos relacionados de una forma u otra, en diversos grados. Todos tenemos nuestros amigos íntimos y otros más superficiales. Es lo que pasa en otros sitios por el estilo.

—¿Cómo era esa niña? Me refiero a Joyce.

—Era… ¿Cómo se lo explicaría yo…? Bien. No se trataba de una criatura que destacara positivamente de las demás. Poseía una voz más bien fea. Chillona. Es cuanto recuerdo principalmente de la chica, ¿sabe? Le confesaré que los pequeños a mí no me dicen nada, normalmente. Me cansan, me fastidian. Joyce era de las niñas que me fatigaban más. Cuando hablaba lo hacía siempre en primera persona.

—¿No era una chica interesante?

Michael Garfield pareció sentirse ligeramente sorprendido.

—Yo creo que no. ¿Usted cree que forzosamente tenía que ofrecer algún interés especial su persona?

—En mi opinión, es improbable que una persona que no ofrezca el menor interés sea asesinada. Hombre y mujeres, criaturas incluso, mueren asesinados porque ofrecen la perspectiva de facilitar una ganancia, porque inspiran temor, porque despiertan amor también. Siempre existe un punto de arranque justificativo en mayor o menor grado…

Poirot se interrumpió echando un vistazo a su reloj.

—Tengo que continuar mi camino. He de hacer frente a un compromiso. Reciba, una vez más, mis felicitaciones.

Poirot continuó andando, con todo cuidado. Se alegró en aquellos instantes de no calzar estrechos zapatos de cuero.

Michael Garfield no iba a ser la única persona que encontraría en el jardín aquel día. Al llegar al fondo de la depresión, Poirot divisó tres senderos que apuntaban a distintas direcciones. A la entrada del camino central, sentada sobre el tronco caído de un árbol, le estaba esperando una chica. Fue esto último algo que ella reveló inmediatamente.

—Supongo que usted es el señor Hércules Poirot… —le dijo.

La chica tenía una voz muy clara y sonora. Era una frágil niña. Había en su persona algo especial que la hacía encajar perfectamente en aquel original marco. Hacía pensar en un gracioso duendecillo de los bosques.

—Tal es mi nombre, en efecto —respondió Poirot.

—He querido salirle al encuentro —manifestó la niña—. Usted va a tomar el té con nosotras, ¿verdad?

—Con la señora Butler, con la señora Oliver, ¿eh? Pues sí, efectivamente.

—Cierto. Está usted hablando de mamá y de tía Ariadne —la niña agregó en tono de censura— se ha retrasado usted.

—Lo siento. Hice una parada para hablar con alguien…

—Sí. Ya lo vi. Estuvo usted hablando con Michael, ¿verdad?

—¿Lo conoces?

—Desde luego. Vivimos aquí hace mucho tiempo. Yo conozco a todo el mundo.

«¿Qué edad tendría aquella chiquilla?», se preguntó Poirot. Optó por preguntarle cuántos años tenía. La chica respondió:

—Tengo doce años. El que viene ingresaré como interna en un colegio.

—¿Te alegra o te entristece?

—Me sentiré alegre o triste cuando conozca el colegio a que voy a ir. Esto de aquí ya no me agrada tanto como me gustó en otras ocasiones. Me parece que lo mejor que podría hacer usted ahora es acompañarme. Por favor, señor Poirot…

—¡No faltaba más, mujer! Tengo que excusarme, desde luego, por el retraso.

—¡Oh! Eso no tiene importancia realmente.

—¿Cómo te llamas?

—Miranda.

—Creo que el nombre te viene al pelo, muchacha —declaró Poirot.

—¿Está usted pensando en Shakespeare?

—Sí. ¿Lo has estudiado en tus lecciones?

—Naturalmente que sí. La señorita Emilyn nos ha leído algunos trozos literarios suyos. Me han gustado mucho. Mamá también me leyó algunos pasajes de sus obras. Sus versos suenan de una manera maravillosa. Un mundo nuevo y valiente. No existe nada semejante a eso, ¿verdad?

—¿No crees en él?

—¿Usted sí?

—Siempre ha habido un mundo nuevo y valiente —declaró Poirot—, pero sólo para gente muy especial, ¿sabes? Estoy refiriéndome a las personas afortunadas. Son las que llevan a cabo la elaboración de ese mundo dentro de sí.

—¡Oh, ya! —contestó Miranda, con una expresión en el rostro que revelaba la facilidad con que había comprendido las palabras de su interlocutor.

No obstante, Poirot no podía saber hasta dónde había profundizado la chica.

Ésta echó a andar por el sendero y volviendo la cabeza hacia su acompañante dijo:

—Iremos por aquí. La distancia es corta. Luego, cruzaremos uno de los setos de nuestro jardín…

La muchacha lanzó una mirada por encima de uno de sus hombros, manifestando al tiempo que señalaba en determinada dirección:

—Ahí, en el centro estaba la fuente.

—¿Una fuente?

—¡Oh, sí! Hace algunos años. Me imagino que sigue ahí todavía, bajo los matorrales y las azaleas y las otras cosas. Se rompió. La gente se llevó algunos trozos. Nadie se ocupó de colocar una nueva en el mismo sitio.

—Es una lástima, ¿no?

—No lo sé. No estoy muy segura de ello. ¿Le agradan a usted mucho las fuentes?

Ça depend —contestó Poirot.

—Yo sé un poco de francés —declaró Miranda—. Eso depende, acaba usted de decir, ¿no?

—Has dado en el blanco. Pareces ser una chica muy instruida.

—Todo el mundo dice que la señorita Emilyn es una profesora estupenda. Es nuestra directora. Resulta una mujer terriblemente rigurosa, pero en ocasiones dice cosas muy interesantes.

—Pues entonces sí que debe ser una buena profesora —comentó Hércules Poirot—. Oye niña: tú conoces estos rincones muy bien, estás familiarizada con todos los caminos. ¿Es que vienes por aquí a menudo?

—¡Oh, ya lo creo! Es uno de mis sitios preferidos éste, a la hora de pasear. Cuando aparezco por aquí nadie sabe nunca dónde paro exactamente. Me subo a los árboles… Me instalo en las ramas, observando lo que sucede a mi alrededor. Me gusta… Me entretiene ver lo que pasa en mis inmediaciones…

—¿Y qué es lo que ves exactamente?

—Observo a los pájaros; sigo las andanzas de las ardillas. Las aves riñen entre sí con mucha frecuencia, ¿lo sabía usted? Esto no es lo que se nos dice en muchas poesías. En cuanto a las ardillas…

—¿Sigues también a veces las andanzas de algunas personas?

—A veces, sí. Pero, bueno, por aquí no viene mucha gente, a decir verdad.

—¿Por qué?

—Me imagino que la gente siente miedo.

—¿A causa de qué?

—Alguien fue asesinado aquí hace mucho tiempo. Antes de que todo esto se transformara en un jardín. Había aquí una cantera… La encontraron en un gran montón de arena o grava. Ahí. ¿Usted cree en la verdad del antiguo dicho, aquel que afirma que unos nacen para ser colgados y otros para morir ahogados?

—Nadie nace en nuestros días para ser colgado. En este país ya no se cuelga a nadie.

—Pero en otros continúan colgando a la gente, como antes. Se cuelga en ellos a las personas en medio de las calles para que su muerte sirva de ejemplo. Yo lo he leído en los periódicos.

—¡Ah! ¿Y tú qué crees? ¿Es eso bueno o malo?

La respuesta de Miranda no se ajustó estrictamente a la pregunta. Poirot advirtió, sin embargo, que otra había sido la intención de la muchacha.

—Joyce murió ahogada. Alguien la ahogó —declaró Miranda—. Mamá no quiso decírmelo, pero esto fue una tontería, ¿no cree usted? Tengo ya doce años…

—¿Era Joyce amiga tuya?

—Sí. En cierto modo, éramos muy amigas. Me contó muchas cosas interesantes. Me habló con detalles de elefantes y de rajás indios. Había visitado la India… Tratábase de un viaje que a mí me gustaría hacer… Joyce y yo nos intercambiábamos todos nuestros secretos. Claro, yo nunca he tenido tantas cosas que contar como mi madre. Mi madre estuvo en Grecia, ¿lo sabía usted? Allí fue donde conoció a tía Ariadne… Pero a mí no me permitió que la acompañara entonces.

—¿Quién te refirió lo de Joyce?

—La señorita Perring. Es nuestra cocinera. Estaba hablando con la señora Minden, que viene a casa de cuando en cuando, para limpiar. Alguien la obligó a permanecer algún tiempo con la cabeza metida en un cubo lleno de agua.

—¿Tienes alguna idea sobre la identidad del autor de esa hazaña?

—Creo que no. Ellas tampoco estaban enteradas de nada, pero, en fin, hay que tener en cuenta que las dos mujeres son bastante estúpidas…

—¿Y tú que opinas de lo sucedido, Miranda?

—Yo no estuve allí. Me dolía la garganta; tenía fiebre. Por eso, mamá no me dio permiso para asistir a la reunión. Estoy convencida de que habría descubierto algo. Por el hecho de haber sido ella ahogada. He aquí por qué le pregunté si usted creía que había gente que nacía para ser ahogada… Ahora cruzaremos el seto. Cuide usted de sus ropas.

Poirot siguió dócilmente a la muchacha. Pero aquella entrada era más adecuada a su gentil guía, con su fantástica esbeltez… La chica, no obstante, se mostró muy solícita con Poirot, previniéndole contra los espinos de los matorrales y apartando algunas pequeñas y molestas ramas.

Fueron a parar a un jardín adyacente de aspecto descuidado, en el que Poirot descubrió un montón de estiércol y dos cubos llenos de desperdicios. A continuación vieron un sector de terreno de labor más cuidado, saturado de rosas. Por allí se accedía ya fácilmente al pequeño «bungalow». Miranda se aproximó a un ventanal, anunciando llanamente, con el orgullo de un coleccionista inveterado que acabara de asegurarse un ejemplar raro de escarabajo:

—Ya lo localicé.

—Miranda: no le habrás obligado a llegar hasta aquí por el seto, ¿eh? Debieras haber dado la vuelta. ¿Qué trabajo te costaba?

—Mi camino es mejor —respondió Miranda—. Se recorre mucho antes. Es más corto.

—Pero exige un poco más de esfuerzo.

—Se me olvidaba —dijo la señora Oliver—. ¿Llegué a presentarle a usted a mi amiga, la señora Butler?

—Por supuesto que sí. En la estafeta de correos.

Aquella presentación había requerido sólo unos segundos, todo el tiempo que estuvieron en fila delante de un mostrador. Poirot pudo estudiar mejor ahora a la amiga de la señora Oliver. Quedaba atrás la imagen de una mujer delgada embutida en un impermeable y con la cara medio oculta detrás de una bufanda. Judith Butler era una mujer de alrededor de treinta y cinco años de edad. En tanto que su hija hacía pensar en una ninfa de los bosques, Judith parecía poseer más bien los atributos de un espíritu de las aguas. Hubiera podido pasar por una sirena del Rin. Sus largos y rubios cabellos le caían sobre los hombros. Su faz era alargada y de delicada expresión. Los ojos, verde mar, miraban por entre filas de largas pestañas.

—Me alegro mucho de poder darle las gracias adecuadamente, monsieur Poirot —dijo la señora Butler—. Ha sido usted muy amable al venir aquí, conforme a la petición de Ariadne.

—Cuando mi amiga, la señora Oliver, me pide algo, yo termino siempre por seguir dócilmente sus indicaciones —contestó Poirot.

—¡Bah! ¡Qué tontería! —comentó la aludida, sonriendo.

—Ariadne está convencida, absolutamente convencida, de que usted será capaz de aclarar enseguida este terrible embrollo… Miranda, querida: ¿quieres pasar a la cocina? Encontrarás los bizcochos en la fuente que se halla encima del horno.

Miranda desapareció. Al irse obsequió a su madre con una sonrisa muy explícita, que rezaba: «Te empeñas en deshacerte de mí por unos minutos, para hablar a tus anchas».

—Por todos los medios a mi alcance —declaró la señora Butler—, he procurado que Miranda no conociese detalles del drama, al menos de un modo directo. Pero supongo que en esto fracasé desde el principio.

—Es posible —corroboró Poirot—. En los centros residenciales no hay nada que corra más que las nuevas de un desastre. Cuanto mayor es éste, más rápidamente se esparce la noticia. Y de todos modos —añadió—, no se puede pasar la vida uno ocultando a los demás lo que sucede a nuestro alrededor. Los chicos, por otro lado, parecen sintonizar con especial facilidad aquello que nos empeñamos en disimular.

—No sé si fue Burns o sir Walter Scott quien dijo: «Hay siempre un duendecillo entre vosotros, tomando notas» —declaró la señora Oliver—. Sea quien fuere de los dos, dejó sentada una gran verdad…

—Ciertamente que Joyce Reynolds, al parecer, fue testigo de algo tan terrible como un crimen —manifestó la señora Butler—. Le cuesta a una trabajo creerlo.

—¿Le cuesta trabajo creer que la chica presenciara tal cosa?

—A mí lo que me extraña es que habiendo tenido ocasión de presenciar un hecho así no hubiese hablado nunca de él antes. Esto es algo que se aparta de la forma de ser de Joyce.

—Al hablar de Joyce Reynolds, lo primero que se apresuran a decirme los de aquí es que la chica era una redomada embustera —señaló Poirot sin brusquedad.

—Supongo que cabe la posibilidad de que una chica se invente algo que andando el tiempo resulte ser verdad —dijo Judith Butler.

—He aquí el punto de arranque de todos nuestros movimientos —indicó Poirot—. Incuestionablemente, Joyce Reynolds murió asesinada.

—Es muy probable que sepa ya todo lo que se puede saber acerca de este enigmático asunto —declaró la señora Oliver.

—Señora: no me pida imposibles, por favor. Va usted siempre muy deprisa.

—¿Y por qué no? —inquirió la señora Oliver—. Haraganeando es como no se logra nunca nada.

Miranda regresó en estos instantes, portadora de una fuente llena de bizcochos.

—¿Los dejo aquí? —preguntó—. Me figuré que habrían acabado de hablar ya. ¿Quieren acaso que les traiga algo más de la cocina?

Había una leve inflexión maliciosa en su voz. La señora Butler procedió a servir el té. Miranda puso al alcance de todos los bizcochos y los bocadillos preparados con unos cuantos severos y elegantes movimientos casi impropios de sus años.

—Ariadne y yo nos conocimos en Grecia —informó Judith.

—Caí al mar —explicó la señora Oliver—. Fue al regreso de una de las islas… El mar estaba un tanto movido… «¡Salte usted!», me ordenó uno de los marineros del bote en que tuve que embarcar. Yo le obedecí. Ahora bien, esos hombres siempre le dicen a una que salte cuando la borda del bote se aleja del muelle o sube y baja alocadamente —Ariadne Oliver hizo una pausa para respirar—. Judith colaboró en mi pesca y el episodio sirvió para que entre nosotras quedase establecido un vínculo amistoso.

—Así fue —declaró la señora Butler—. Sucedía, además, que a mí me gustaba su nombre de pila. Me pareció muy apropiado, no sé por qué.

—Sí. Supongo que es un nombre griego —contestó la señora Oliver—. Es el mío, ¿eh? No es que lo adoptara con fines literarios. Sin embargo, nada de estilo Ariadne me ha ocurrido nunca. Nunca supe lo que significaba ser abandonada en una isla desierta por mi verdadero amor, o algo así.

Poirot se llevó una mano al bigote con objeto de ocultar la sonrisa que inevitablemente había florecido en sus labios al imaginarse a la señora Oliver encarnando el papel de una doncella griega en el marco de una isla.

—No podemos hacer la vida que sugieren nuestros nombres —indicó la señora Butler.

—Naturalmente que no. Yo no acierto a verla a usted cortando la cabeza de su amante. ¿No es eso lo que sucedió entre Judith y Holofernes?

—Ella tuvo que cumplir con su deber de patriota —alegó la señora Butler—. Si no recuerdo mal, ella fue altamente ensalzada y recompensada por sus servicios.

—En realidad no estoy muy impuesta de lo que pasó entre Judith y Holofernes. Eso figura en los Libros Apócrifos, ¿no? Pensando en estas cuestiones hay que convenir que existe gente que da nombres muy raros a sus hijos… ¿Quién fue aquel personaje que introdujo unos clavos a golpes de martillo en la cabeza de otro? Jael o Sisera… Nunca recuerdo en este caso quién es el nombre ni quién es la mujer. Jael… no me acuerdo de haber conocido a ninguna criatura bautizada con este nombre.

—Ella puso delante de él un poco de manteca, en un plato señorial —manifestó Miranda inesperadamente, haciendo una pausa cuando se disponía a retirar la bandeja con el servicio de té.

—No me mire —dijo Judith Butler a su amiga—. No fui yo la introductora de Miranda en los Libros Apócrifos. Eso corresponde a su instrucción puramente escolar.

—Pues no es nada corriente el proceder en las escuelas de ahora, ¿eh? —opinó la señora Oliver—. En vez de eso, las criaturas suelen asimilar ciertas normas éticas.

—Con la señorita Emilyn, la cosa cambia —declaró Miranda—. Ella dice que cuando vamos a la iglesia hoy en día solamente aprendemos a conocer la moderna versión de la Biblia, que nos es leída en sucesivas lecciones, careciendo de méritos literarios. Nosotros hemos de conocer, por lo menos, la pulida prosa y los expresivos versos de la versión autorizada. A mi me gustó muchísimo la historia de Jael y Sisera —la chica se quedó pensativa unos segundos, añadiendo—. No es una cosa que se me haya pasado por la cabeza hacer nunca. Hablo de introducir clavos a martillazos en la cabeza de alguien que esté tranquilamente durmiendo.

—Y espero que en el futuro observes la misma actitud —dijo la madre.

—Y, viéndote precisada, Miranda, ¿cómo te desharías tú de tus enemigos? —preguntó Poirot.

—Me conduciría con una gran suavidad —respondió Miranda, plácidamente—. Todo me resultaría más difícil, pero prefiero las maneras dulces porque no me gusta causar daño a nadie. Yo utilizaría alguna droga que permitiera a «mi gente» quedarse dormida y tener hermosos sueños, de los que no despertaría jamás —la chica cogió varias tazas y platos del pan y la mantequilla—. Yo me encargaré de enseñar a monsieur Poirot el jardín. En uno de los macizos todavía quedan algunas rosas «Queen Elizabeth».

La niña abandonó la habitación, llevando con las máximas precauciones la bandeja.

—Miranda es una chiquilla asombrosa —comentó la señora Oliver.

—Tiene usted una hija muy guapa, señora —dijo Poirot.

—Pues sí… Hoy por hoy, Miranda no tiene mal aspecto, lo que una no sabe es cómo será cuando crezca. Chicas y chicos, a veces, se ponen gordos, parecen cerditos bien cebados, y se deforman. Ahora, en cambio, Miranda es una especie de ninfa de los bosques, ¿no cree usted?

—No es de extrañar, por tal razón, que le gusten tanto los jardines vecinos.

—Yo preferiría que no les tuviese tanta afición. Esto de que ande vagando por sitios solitarios… No importa que a mayor o menor distancia se encuentren siempre personas a mano, ni que todo quede cerca de un poblado. Una se pasa la vida en continuo sobresalto. Ahí tiene usted, por ejemplo, la terrible desgracia de los Reynolds. Las madres de este lugar no estaremos tranquilas, al menos mientras no sepamos a qué atenernos con respecto a la identidad del asesino de la pobre muchacha. Ariadne: ¿me haría el favor de acompañar a monsieur Poirot al jardín? Dentro de unos minutos iré en su busca.

La señora Butler cogió dos tazas y un plato que habían quedado sobre la mesa, dirigiéndose a la cocina. Poirot y la señora Oliver encamináronse a la gran puerta que daba al jardín. Era éste un espacio reducido, de las características comunes a todos los jardines de otoño. En un macizo vieron algunas varitas verdes y floreadas, unas cuantas margaritas y diversas rosas «Queen Elizabeth» que parecían empeñadas en destacar sobre la vegetación circundante. La señora Oliver se dirigió rápidamente hacia un banco de piedra, en el cual se sentó, invitando a Poirot con un gesto a acomodarse a su lado.

—Usted dijo lo que pensaba de Miranda: que parecía una ninfa de los bosques —manifestó Ariadne Oliver—. ¿Y qué es lo que opina de Judith?

—Yo creo que Judith no debiera llamarse así, que debiera haber sido bautizada con el nombre de Ondina —repuso Poirot.

—Un espíritu de las aguas, sí. En efecto, da la impresión de haber acabado de emerger del Rin, o del mar, o de un estanque del bosque, o de algún sitio similar. Sus cabellos dan la impresión de haber estado sumergidos en el agua. Sin embargo, no hay nada de repelente ni aparatoso en su persona, ¿eh?

—Es también una mujer realmente atractiva —manifestó Poirot.

—Dígame todo lo que piensa acerca de ella.

—No he tenido tiempo todavía de hacerme mi composición de lugar. Me ha parecido una mujer bella, atractiva…, sumamente preocupada por algo que ignoro.

—Eso se ve enseguida, ¿no?

—Yo lo que quisiera, amiga mía, es que me diese a conocer todo lo que ha averiguado acerca de su persona y cuantos pensamientos le haya inspirado.

—Bien. La conocí muy a fondo durante nuestro crucero. Ya se sabe lo que pasa en esos viajes. Una entabla relación con bastantes personas que finalmente no superan la categoría de simples conocidos. A veces surge uno, cuyo trato se frecuenta más, con el que verdaderamente se intima. Judith fue una de esas amistades que luego da gusto volver a ver…

—¿No tuvo relación con ella jamás antes del crucero?

—No.

—Pero usted estará enterada de muchas particularidades acerca de su existencia…

—Sé lo corriente. Es viuda —explicó la señora Oliver—. Su esposo falleció hace muchos años… Era piloto de líneas aéreas. Murió en un accidente de tráfico. La desgracia la afectó muchísimo. Es un episodio desventurado de su existencia que no quiere evocar nunca.

—¿No tiene más hijos que Miranda?

—No tiene más descendencia, desde luego. Judith trabaja como secretaria por horas en este sector residencial, pero carece de empleo fijo.

—¿Conoce a la gente de Quarry House?

—¿Se refiera usted al viejo coronel y a la señora Weston?

—Estaba pensando en la antigua propietaria de la finca: en la señora Llewellyn-Smythe. ¿No se llamaba así?

—Eso creo. Me parece haber oído mencionar ese apellido con anterioridad. Pero como murió hace dos o tres años, su persona, naturalmente, no sale a colación a cada paso… Pero, bueno, Poirot, ¿es que no tiene usted ya bastante con las personas que ve vivitas y coleando? —inquirió la señora Oliver, un poco irritada.

—Ciertamente que no —manifestó Poirot, sin inmutarse—. Me veo obligado a efectuar indagaciones sobre las que murieron ya o desaparecieron en este escenario por cualquier causa.

—¿Quiénes figuran en este último grupo?

—De momento, una joven au pair —contestó Poirot.

—¡Oh! —exclamó la señora Oliver—. Desaparecidas de esa clase las hay a cada paso. Muchas chicas entran en una casa, tienen una aventurilla con consecuencias, solicitan la paga que se les adeude y se pierden camino de un hospital, donde reciben al bebé inocente fruto de su desliz, al que dan el nombre de Auguste Hans Boris o cualquier otro nombre semejante. Estas muchachas acaban casándose con alguien en otro lado o se resignan a ir detrás de su amante…

»¡No quiera usted saber las cosas que mis amigas me han contado sobre este tema! Las chicas au pair tienen los dos extremos. En algunos hogares caen como una bendición del cielo para alivio de madres excesivamente recargadas de trabajo que siempre se separan de ellas con sincero dolor; en otros se dedican a robarle las medias a la dueña de la casa… cuando no acaban siendo asesinadas… —la señora Oliver hizo una pausa—… ¡Oh! —exclamó llevándose una mano a la boca.

—Calma, calma, madame —dijo Poirot—. No parece existir ninguna razón que induzca a pensar que una chica au pair haya sido asesinada… Todo lo contrario.

—¿Y qué quiere decir ese «todo lo contrario»? La cosa carece de sentido.

—Es probable que tenga usted razón, pero…

Poirot sacó su agenda efectuando una anotación en ella.

—¿Qué está usted escribiendo ahí?

—Ciertas cosas que ocurrieron en el pasado.

—Usted me da la impresión de hallarse sumamente interesado por el tiempo ya ido.

—El pasado es el padre del presente —contestó Poirot, sentencioso.

Ofreció a la señora Oliver su agenda.

—¿Quiere usted leer lo que he escrito?

—Naturalmente que quiero. Me atrevería a asegurar que su anotación no significará nada para mí. Siempre pasa lo mismo con los detalles confiados al papel y juzgados por usted importantes.

Poirot tendió la pequeña agenda de cubiertas negras a su amiga.


«Muertes: Señora Llewellyn-Smythe (persona acaudalada), Janet White (profesora). Leslie Ferrier, Pasante de abogado, apuñalado. Procesado anteriormente por falsificación.»


Debajo de eso había otro escrito:


«Desaparición de una muchacha au pair.»


—¿Por qué había de desaparecer la joven? —inquirió la señora Oliver.

—Es muy posible que corriera el peligro de verse en complicaciones de tipo legal.

El dedo de Poirot se detuvo en la siguiente anotación. Había allí solamente una palabra: «Falsificación», acompañada de dos signos de interrogación, situados inmediatamente después del vocablo.

—«Falsificación» —leyó la señora Oliver—. ¿A qué viene este apunte?

—Ya lo veremos más adelante, sin duda.

—¿De qué género de falsificación se trata?

—Fue falsificado un testamento… Un codicilo, más bien. Un documento que favorecía a la chica au pair.

—¿Por efecto de indebidas influencias? —sugirió Ariadne Oliver.

—La falsificación de un documento es algo bastante más grave que la utilización de influencias injustas o indebidas —señaló Poirot.

—Yo no sé por qué puede tener que ver todo eso con el asesinato de la pobre Joyce.

—Tampoco yo lo sé —notificó Poirot—. Pero la cuestión no deja de encerrar cierto interés.

—¿Cuál es el siguiente vocablo? No logro descifrarlo.

—«Elefantes».

—No acierto a ver relacionada esta palabra con nada.

—Pues podría tener alguna relación con algo, créame.

Poirot se puso en pie.

—Tengo que marcharme —dijo—. Discúlpeme, por favor, ante la señora Butler por no despedirme de ella. Me ha agradado mucho conocerla. Igualmente, me he sentido muy complacido por haber tenido ocasión de charlar con su atractiva y nada vulgar hija. Dígale que vigile a la pequeña, que no la pierda de vista.

La señora Oliver asintió.

—Está bien. Adiós. Si es su gusto mostrarse misterioso, supongo que seguirá adoptando la misma pose. Ni siquiera me ha dicho qué es lo que se dispone a hacer ahora.

—Mañana por la mañana estoy citado con los señores Fullerton, Harrison y Leadbetter, de Manchester.

—¿Con qué fin?

—Vamos a hablar de una falsificación y de otras cosas.

—¿Y luego?

—Deseo ponerme al habla con varias personas que se hallaban también presentes…

—¿En la reunión?

—No… En los preparativos de la misma.

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