CAPÍTULO XIV





YA en «Apple Trees», Hércules Poirot fue introducido en el cuarto de estar. Le dijeron que la señora Drake no tardaría en hacer acto de presencia allí.

Al deslizarse por el vestíbulo oyó un rumor de voces femeninas al otro lado de una puerta que resultó ser la del comedor.

Poirot cruzó el saloncito de estar, acercándose a la ventana, desde la cual inspeccionó el limpio y grato jardín que rodeaba la vivienda. Estaba bien atendido, evidentemente. Había un orden en su vegetación. Sobrevivían allí plantas de otoño, cuidadosamente sostenidas por varitas colocadas de un modo estratégico. Los crisantemos no habían renunciado del todo a la vida. Y había alguna que otra valiente rosa que contemplaba con desdén la llegada inminente de la época más cruda del invierno.

Poirot no logró dar con ningún indicio revelador de la presencia, incluso en actividades preliminares, de un especialista en jardinería, de un profesional. Todo aquí era convencional. Se preguntó si la señora Drake había sido demasiado fuerte para Michael Garfield. Habría extendido sus cebos en vano. Allí no había más que un jardín suburbano maravillosamente atendido.

Abrióse la puerta de la estancia.

—Lamento haberle hecho esperar, monsieur Poirot —dijo la señora Drake.

Afuera en el vestíbulo, el rumor de voces era cada vez más débil. Varias personas salían de la casa.

—Nos hemos estado ocupando de las fiestas navideñas en nuestra iglesia —explicó la señora Drake—. Acabamos de celebrar la reunión de costumbre por esta época. Hay que anticiparse, ya se sabe. Los preliminares suelen durar más que las fiestas en sí, desde luego. Siempre surge alguien que pone peros a cualquier proyecto… También se da en ocasiones con la persona que aporta la idea más provechosa… aparentemente. Y es que la mejor idea resulta ser casi siempre la más irrealizable.

Había un tono ligeramente agrio en aquellas palabras. Poirot se imaginaba sin esfuerzo a Rowena Drake rechazando conceptos, tachándolos de absurdos, con firmeza, sin apelación. Deducía de las observaciones formuladas por la hermana de Spence y de las sugerencias más o menos veladas de otras personas, que Rowena Drake era una mujer dominante, un ser que instintivamente se ponía al frente de todo, sin llegar a conquistar nunca el afecto de sus colaboradores. Poirot se dijo también que las cualidades positivas que tuviese no eran las más indicadas para ser apreciadas por un pariente de más edad y psicología semejante. La señora Llewellyn-Smythe había ido a vivir a aquel lugar para estar cerca de su sobrino y de la esposa de éste. Seguramente, ella habíase dedicado a fiscalizar todos los movimientos y decisiones de la anciana, supervisando hasta las cosas más nimias sin hallarse dentro de la casa. La señora Llewellyn-Smythe había reconocido, probablemente, que debía mucho a Rowena, pero lamentaba al mismo tiempo sus modales, tan bruscos.

—Bueno, ya se han ido todas —comentó Rowena Drake al oír el ruido de una puerta al cerrarse—. ¿En qué puedo servirle? ¿Quiere saber algo más acerca de la terrible reunión de la víspera de Todos los Santos? Ojalá no la hubiéramos celebrado nunca aquí. Pero es que no había ninguna otra casa que reuniera mejores condiciones… ¿Sigue la señora Oliver en casa de Judith Butler?

—Sí. Creo que dentro de uno o dos días emprenderá el regreso a Londres. ¿No la conocía de antes?

—No. Sus libros me gustan mucho.

—Me parece que goza de muy buena reputación como escritora —indicó Poirot.

—Lo es, lo es, indudablemente. Resulta también una persona encantadora. Tiene ideas propias… ¡Oh! ¿Posee alguna referencia a la posible identidad del misterioso autor de la muerte de la pequeña Joyce?

—Yo creo que no. ¿Y usted, señora Drake?

—Ya le contesté negativamente con anterioridad.

—Bueno, ya sé… Sin embargo, cabe la posibilidad ahora de que se le haya ocurrido una idea, una idea apenas esbozada, formada a medias…

—¿Y por qué ha de inclinarse usted a pensar eso?

Rowena Drake miró a su interlocutor fijamente, con curiosidad.

—Usted pudiera haber visto algo, algo menudo y carente de importancia para otra persona quizá, pero muy significativo a sus ojos…

—Usted, monsieur Poirot, debe estar pensando en una cosa concreta, en un incidente bien definido.

—He de admitir que sí. Se trata de algo que me comunicó una persona.

—¿De veras? ¿Quién?

—La señora Whittaker, una de las profesoras del colegio local.

—¡Oh, sí, claro! Elizabeth Whittaker. Es la profesora de matemáticas de «Los Olmos», ¿verdad? Recuerdo que estuvo en nuestra reunión. ¿Y es que vio algo de particular?

—No se trata de que ella viera algo… La señorita Whittaker piensa que la que vio algo, quizá fue usted.

La señora Drake pareció sorprendida, moviendo la cabeza.

—No acierto a recordar nada que… —contestó—. Pero, en fin, nunca se sabe…

—Es algo que tuvo que ver con un jarrón de flores —manifestó Poirot.

—¿Un jarrón de flores? —el gesto de Rowena Drake era de desconcierto. Finalmente, dejó de fruncir el ceño—. ¡Oh! Ya sé… Sí, había un gran jarrón de hojas de otoño y crisantemos en la mesa, en las escaleras. Tratábase de un jarrón precioso. Era uno de los regalos que me hicieron cuando mi boda. Las hojas parecían estar un tanto marchitas, así como algunas de las flores. Recuerdo haberlo notado al pasar por allí… Fue hacia el final de la reunión, creo, pero, no estoy segura… Me pregunté por qué ofrecía aquel aspecto el jarrón y al introducir mis dedos en él advertí que algún estúpido o estúpida no se había acordado de poner un poco de agua después de haber arreglado el conjunto. Me enfadé mucho… Entonces me trasladé al cuarto de aseo, y llené el jarrón de agua. Pero, ¿qué podía haber visto yo en el cuarto de aseo? No había nadie allí. Estoy segura de eso. Creo que una pareja o dos integradas por chicos y chicas de los mayores habían estado tomándose algunas familiaridades en el curso de la reunión… No obstante es cierto que allí no había nadie cuando entré con el jarrón.

—No, no… Yo no me estaba refiriendo a eso —declaró Poirot—. Tengo entendido que allí se produjo un incidente. Me consta que el jarrón resbaló entre sus manos, cayendo al suelo del vestíbulo, donde se hizo añicos.

—¡Oh, sí! —contestó Rowena—. Se hizo pedazos, en efecto. La cosa me afectó bastante porque, ya se lo he dicho, el jarrón era uno de mis regalos de boda. Era además, muy bello y apropiado para los ramos de otoño… Fue una estupidez mía. Sentía que mis dedos resbalaban por la superficie del jarrón, que se estrelló contra el piso del vestíbulo. Elizabeth Whittaker se hallaba por allí. Me ayudó a recoger los fragmentos… Quisimos evitar que alguien resbalase por culpa de los trozos de cristal. Acabamos dejando éstos junto al reloj de caja que se encuentra en un rincón del hall. Yo abrigaba, naturalmente, la intención de retirarlos de aquel lugar más adelante.

La señora Drake miró inquisitivamente a Poirot.

—¿Era ése el incidente a que usted deseaba referirse?

—Sí —contestó sencillamente Poirot—. La señora Whittaker se preguntó, me parece, por qué había dejado usted caer el jarrón. Ella se imaginó que lo más probable era que algo le hubiese producido en aquellos instantes un fuerte sobresalto.

—¿Un sobresalto? —Rowena Drake miró atentamente a su interlocutor, frunciendo de nuevo el ceño como si se esforzase en reflexionar—. Creo que no hubo nada que me sobresaltara. ¿A usted no se le ha escapado nunca, así, por las buenas, nada de las manos? Esta experiencia se vive frecuentemente cuando una se halla muy fatigada. Yo lo estaba en aquellos instantes. Los preparativos de la reunión, la organización de la misma… Ya se sabe. Todo marchaba bien. Fue una de esas torpes acciones inevitables cuando una se siente verdaderamente cansada.

—¿No hubo nada que la sobresaltara? ¿Está segura de ello? ¿No vio nada inesperado?

—¿Que si vi…? ¿Dónde? ¿En el vestíbulo? No, no vi nada, monsieur Poirot. El vestíbulo se hallaba desierto a causa de que todo el mundo presenciaba el «Snapdragon», con la excepción, desde luego, de la señorita Whittaker. Puedo aventurar incluso que no advertí la presencia de la señorita Wnittaker hasta el momento en que ella se me acercó para ofrecerme su ayuda.

—¿No vio usted a nadie saliendo de la biblioteca?

—Saliendo de la biblioteca… Ya sé lo que quiere usted decir. Sí, claro. Pude distinguir a alguien allí —la señora Drake hizo una larga pausa. Seguidamente, dirigió a Poirot una expresiva mirada—. Yo no vi a nadie salir de la biblioteca… A nadie en absoluto…

Poirot se rascó la barbilla, reflexivo.

La forma de hablar suscitó en su mente la sospecha de que ella no estaba diciendo la verdad. Lo más lógico era pensar que ella no era sincera… Tenía que haber visto alguien o algo… Tal vez hubiese abierto la puerta un poco… quizás hubiese entrevisto la figura de alguna persona, todavía dentro de la otra estancia…

Pero en su negativa, la señora Drake se notaba muy firme. ¿A qué venía tanta firmeza? ¿Acaso la persona que viera en el momento crítico figuraba, a su juicio, entre las que, sin ningún género de dudas no habían tenido nada que ver con el crimen cometido al otro lado de la puerta? Podía tratarse de alguien que ella apreciara, de alguien —esto era sumamente probable—, a quien Rowena deseaba proteger a toda costa. Cabía pensar en alguien que no hubiese dejado todavía muy atrás la niñez, en alguien que ella no juzgara consciente del todo de la significación del terrible suceso…

Poirot juzgaba a Rowena Drake una persona áspera, pero íntegra. La comparaba mentalmente con otras mujeres de su corte, mujeres que eran a menudo magistrados o que regentaban concejos o fundaciones benéficas, «que se interesaban en lo que se ha dado en llamar «buenas obras». Tales mujeres solían sacar el máximo provecho de las circunstancias, hallándose dispuestas, cosa bastante extraña, a formular excusas para justificar especialmente a los jóvenes delincuentes. Un chico adolescente, una muchacha retrasada mental. Alguien, quizá, que ya había estado, de acuerdo con la frase conocida, «bajo tutela».

Si a ese tipo de personas pertenecía aquella que viera asomar por la puerta de la biblioteca, cabía pensar en que, inmediatamente, había entrado en juego el instinto protector de Rowena Drake. En los tiempos que corrían no constituía una novedad, por desgracia, que los niños cometieran crímenes. Había habido en esos casos chicos de siete, de nueve años… Muy a menudo, resultaba tremendamente difícil dilucidar el camino a seguir con aquellos criminales naturales, al parecer, con los que desfilaban ante los tribunales que se ocupaban de la delincuencia juvenil. Había que especificar pretextos para defenderlos. Era preciso hablar de hogares deshechos, de padres negligentes, nada adecuados a su temperamento. Pero la gente que hablaba con más vehemencia de ellos, que argüía todas las excusas utilizables en mayor o menor grado, era gente del tipo de Rowena Drake, una mujer intransigente y severa…, salvo en esos casos.

Poirot no estaba conforme con aquel modo de proceder. Él era un hombre que pensaba ante todo en la justicia. Recelaba a la hora de enjuiciar los efectos beneficiosos de la tolerancia excesiva. Recordaba que, lo mismo en Bélgica que en aquel país, la misericordia exagerada se había traducido en nuevos crímenes, de los que resultaron víctimas inocentes que no tenían por qué haberlo sido si a todo se hubiese antepuesto la justicia, dejando la piedad como término secundario.

—Ya, ya —murmuró Poirot.

—¿Y no ha pensado usted en la posibilidad de que la señora Whittaker hubiese visto entrar a alguien en la biblioteca? —sugirió la señora Drake.

Poirot se mostró interesado por aquella idea.

—¡Ah! ¿Usted cree que puede haber ocurrido semejante cosa?

—Se me antoja, simplemente, una posibilidad. Ella pudo haber visto entrar en la biblioteca a alguien, digamos que unos cinco minutos antes… Luego, al caérseme de las manos el jarrón, es posible que se imaginara que yo llegué a distinguir a la misma persona. Quizás ella no quiera decir nada que pueda apuntar, injustamente tal vez, a alguien que sólo vio a medias, por lo que no está segura de nada… La espalda de una niña o de un chico dicen bien poco…

—Usted, madame, cree, ¿verdad?, que fue una chica… o un chico, un adolescente, tal vez… Cierto que no se halla en condiciones de puntualizar, pero se inclina a pensar que el crimen a que indirectamente nos estamos refiriendo fue cometido por alguna persona joven, ¿no?

La señora Drake consideró este extremo detenidamente.

—Pues sí —respondió por fin—. Supongo que sí… No me había detenido a reflexionar sobre este punto. En nuestros días hay mucha delincuencia juvenil. Los jóvenes no se dan cuenta en muchas ocasiones de lo que hacen; desean ardientemente vengarse de no se sabe qué; se hallan impulsados por un instinto de destrucción. Fíjese en esos muchachos que destrozan las cabinas telefónicas, en los que rajan con navajas los neumáticos de los coches… A veces atacan también a las personas… No odian a nadie en particular; sienten odio por el mundo. Es el símbolo de la época que nos ha tocado vivir. Al enfrentarse con el cadáver de una criatura ahogada en el curso de una alegre reunión sin móviles aparentes, una no tiene más remedio que pensar en su autor, o autora, que no es totalmente responsable de sus acciones. ¿No reconoce usted conmigo que… que ahí hay una posibilidad que no debe perderse de vista en ningún instante?

—Creo que la policía comparte su opinión… O la ha compartido…

—Esa gente sabrá a qué atenerse. Tenemos muy buenos agentes de policía en este distrito. Su actuación ha sido muy meritoria con ocasión de ciertos sucesos ya pasados. Son muy competentes y no se dan por vencidos así porque sí. Me inclino a pensar que acabarán dando con el autor de este crimen, si bien me figuro que no lo localizarán rápidamente. Necesitarán días y más días, dedicados pacientemente a la búsqueda de pruebas.

—Estas pruebas, madame, serán muy difíciles de hallar.

—Sí. Supongo que sí. Cuando mi esposo murió… Era un lisiado, ¿sabe usted? Cruzaba la carretera y un coche se precipitó sobre él. No se encontró jamás la persona responsable del accidente. Usted sabrá, quizá, que mi marido era víctima de la polio… Sufría de una paralización parcial de sus miembros desde hacía seis años. Había mejorado bastante, pero continuaba siendo un impedido y tenía que costarle forzosamente mucho trabajo evitar un vehículo que se le viniera encima de un modo inesperado. Me sentí culpable, en su día… Él insistía en salir solo, sin nadie que le acompañara. Rechazaba los buenos oficios de una enfermera o de una esposa que se prestara a desempeñar el papel de ésta. Pero tomaba siempre las máximas precauciones cuando se disponía a cruzar una calzada. Claro, sucede que cuando se presenta una desgracia de éstas los que se hallan alrededor de la víctima no cesan de formularse reproches…

—¿Ocurrió esto a raíz de la muerte de su tía?

—No. Ella falleció poco después. Los acontecimientos, gran número de veces, se precipitan de una manera extraña, ¿eh?

—Cierto —confirmó Hércules Poirot, que inquirió a continuación—. ¿No fue capaz la policía en su día de dar con el coche que atropello a su esposo?

—El vehículo era un «Grasshopper Mark 7», me parece recordar… Uno de cada tres coches de los que circulaban entonces por la carretera pertenecían a esa marca. Me dijeron que era el automóvil más popular del mercado. Los agentes alegaron que había sido robado en Market Place, dentro de Medchester. Hay allí una zona de estacionamiento de turismos. Era propietario del coche un tal señor Waterhouse, viejo comerciante de semillas de Medchester. El tal señor Waterhouse era un conductor prudente, poco amigo de las grandes velocidades. No había sido él, desde luego, el autor del atropello. Evidentemente, se trataba de uno de esos episodios corrientes de robos de automóviles en que se ejercita nuestra juventud actual, estos negligentes muchachos, estos despreocupados jóvenes, habrían de ser juzgados, creo yo, con más severidad…

—Lo oportuno sería una prolongada estancia en prisión, quizá. La multa, que por añadidura suele ser pagada por los parientes más próximos, siempre indulgentes, no produce ningún efecto, normalmente, no les causa la más leve impresión.

—Hay que tener presente —añadió Rowena Drake—, que esos jóvenes se hallan en un momento crítico de sus vidas, en que resulta de vital importancia proseguir los estudios emprendidos, si es que desean abrirse paso en el mundo…

—«La vaca sagrada de la educación» —dijo Hércules Poirot—. He aquí una frase que he oído en labios de personas que debieran saber vigilar sus expresiones… Se trata de gente que ocupa puestos académicos de cierta responsabilidad.

—Y que no da con las soluciones urgentes que se requieren.

—Es posible que usted sea partidaria de otra acción, aparte de la recomendada de privación de libertad…

—A nuestra juventud hay que imponerle un tratamiento adecuado de aplicación inmediata —manifestó Rowena Drake con firmeza.

—¿Y usted cree que tal proceder nos permitirá siempre dar con escondidos tesoros? ¿No piensa, como muchos, que cada ser humano tiene su destino trazado?

La señora Drake adoptó una expresión dubitativa. Daba la impresión ahora de sentirse a disgusto frente a Poirot.

—Me he referido al fatalismo árabe —aclaró Poirot.

La señora Drake miró fríamente a su interlocutor.

—Espero —manifestó— que no lleguemos a organizar nuestras vidas a base de extraer nuestros ideales del Oriente.

—Uno tiene que aceptar los hechos tal como son —contestó Poirot—. Uno de estos hechos es el expresado por los modernos biólogos. Estoy refiriéndome a los biólogos occidentales —se apresuró a agregar—. Al parecer, se ha sugerido que la raíz de nuestra personalidad arranca de la genética propia. Es decir, que un criminal de veinte años era ya un asesino en potencia cuando contaba dos o tres… En otro sentido, lo mismo puede afirmarse de un genio de las matemáticas o de la música…

—No estamos hablando de criminales —alegó la señora Drake—. Mi esposo murió a consecuencia de un accidente. Fue un accidente causado por una persona descuidada, mal ajustada emocionalmente. Fuese un muchacho o un joven el conductor del vehículo, cabe siempre la esperanza de que se llegue a asimilar la creencia de que constituye un deber considerar al prójimo. Hay que orientar a los adolescentes, hacerles ver que una negligencia puede ser criminal, aunque no exista una intención de tipo censurable.

—¿Usted está convencida entonces de que en el accidente de que fue víctima su esposo no hubo una intención criminal?

—Lo dudo, al menos —la señora Drake dio muestras de hallarse ligeramente sorprendida—. Yo no creo que la policía llegara a considerar en serio tal posibilidad. Yo no, desde luego. Fue un accidente, como tantos otros que ocurren todos los días. Fue un trágico accidente que alteró varias vidas, entre las cuales figuraba en primer lugar la mía.

—Usted ha dicho que no estábamos hablando de criminales —dijo Poirot—. Pero en el caso de Joyce es distinto… Aquí no hubo ningún accidente. Fueron unas manos ignoradas las que, con plena deliberación por parte de su dueño o dueña, mantuvieron la cabeza de la niña sumergida en el agua del cubo. Así hasta que se presentó la muerte. Fue un intento deliberado de asesinato, coronado por el éxito.

—Lo sé, lo sé. Y es terrible. No me gusta pensar en ese desgraciado episodio. No quiero que me lo recuerden.

La señora Drake se levantó, paseando de un lado para otro muy nerviosa. Poirot continuó hablando, despiadadamente.

—Nos enfrentamos aquí a otra cosa: hemos de averiguar el móvil…

—Yo creo que un crimen de esta clase puede carecer de móvil.

—¿Alude a la posibilidad de que haya sido cometido por un perturbado mental, por alguien que disfrute sólo con ver morir a un semejante?

—Hemos oído hablar de estos casos, todos. Resulta difícil de determinar, sin embargo, la causa determinante de tales acciones. Ni siquiera los psiquiatras se muestran de acuerdo al enjuiciar estos problemas.

—¿Se niega usted a admitir una explicación más simple?

El desconcierto de la señora Drake era ahora evidente.

—¿Una explicación más simple?

—Pudiera ser que hubiese aquí un personaje que no tuviese nada en absoluto de perturbado mental, que no fuese un caso para los psiquiatras, ni mucho menos… Pienso en alguien que, sencillamente, quisiera sentirse a salvo.

—¿A salvo? ¡Oh! Usted cree…

—La chica había estado alardeando dentro del mismo día, unas horas antes, de que había visto cometer un crimen a alguien…

—Joyce —declaró la señora Drake calmosamente—, era realmente una niña estúpida. He de señalar, lamentándolo mucho, que mentía con bastante frecuencia.

—Eso me lo han dicho ya varias personas —confirmó Hércules Poirot—. Estoy empezando a creer que no debe haber error en lo que me ha contado todo el mundo —añadió con un suspiro—. Habitualmente, es lo que pasa.

Poirot púsose en pie, adoptando otra actitud.

—He de excusarme, madame. Le he hablado de cosas dolorosas, molestas, de cosas que quizá no me conciernan. Ahora bien, me pareció, guiándome por las palabras de la señorita Whittaker…

—¿Por qué no intenta obtener más detalles de ella? ¿Quiere usted indicarme que…?

—La señorita Whittaker trabaja como profesora. Ella sabe, mejor que yo, cual es el auténtico carácter de cada una de las chicas de cuya instrucción se ocupa.

Hizo una pausa y la señora Drake agregó:

—La señora Emilyn se encuentra en idéntica situación.

—¿La directora del colegio? —inquirió Poirot, extrañado.

—Sí. Ella sabe muchas cosas. Quiero decir que posee grandes conocimientos de psicología… Usted me ha indicado la posibilidad de que albergase ideas (formadas a medias) sobre la identidad del asesino de Joyce. Se equivoca… Sin embargo, pienso que la situación de la señorita Emilyn ha de ser distinta.

—Eso es sumamente interesante…

—No he querido decir que posea pruebas. He sugerido que pudiera saber algo. Ella podría decirle… Pero no creo en absoluto que se muestre muy bien dispuesta.

—Empiezo a darme cuenta —declaró Poirot—, de que todavía me queda por recorrer un largo camino. La gente de aquí sabe cosas… Pero no todo el mundo estará dispuesto a revelármelas.

Se quedó mirando con gesto pensativo a Rowena Drake.

—Su tía, la señora Llewellyn-Smythe —manifestó después Poirot—, tuvo a su servicio una chica extranjera…

—Al parecer se ha impuesto usted perfectamente de todas las habladurías de la localidad —repuso la señora Drake, muy seca—. Efectivamente, no le han engañado. Tras la muerte de mi tía, la muchacha en cuestión desapareció de aquí casi de repente.

—Impulsada por muy sólidas razones, según tengo entendido.

—Yo no sé si decir esto podrá ser considerado pecado de escándalo, especie calumniosa, pero es casi seguro que falsificó un codicilo, un apéndice del testamento de mi tía… Parece ser también que alguien la ayudó…

—¿Alguien?

—Esa muchacha era amiga de un joven que trabajaba en las oficinas de un abogado de Medchester. El había andado mezclado con un caso de falsificación anteriormente. El caso nunca llegó a verse en las salas de justicia debido a que la chica desapareció. Comprendió que el testamento no sería admitido legalmente y que lo más lógico era que fuese procesada. La muchacha se fue inesperadamente y ya no volvió a saberse más de ella.

—La joven procedía, según me han dicho, de un hogar destrozado —agregó Poirot.

Rowena Drake tornó a mirarle con fijeza, pero sonreía amistosamente de nuevo.

—Gracias por la información que me ha facilitado, madame —dijo Poirot.

Después de abandonar la casa, Poirot decidió estirar un poco las piernas por la carretera. Al doblar una curva vio a lo lejos un rótulo sobre una entrada vallada. El rótulo rezaba, según pudo comprobar unos minutos más tarde: «Cementerio del Camino de Helpsly». Había estado andando unos diez minutos. El cementerio no contaría más que un par de lustros. Había ido creciendo a la par que Woodleigh como entidad residencial. La iglesia era de regulares dimensiones y dataría de dos o tres siglos atrás. El camposanto venía a ser una especie de camino que ponía en contacto dos sectores distintos. Era de trazo moderno, se dijo Poirot, estudiando las lápidas, de granito y mármol. Veíanse urnas, macetones y pequeños setos de verde vegetación y flores. No había inscripciones ni epitafios que llamaran la atención. Nada se encontraba allí que pudiese atraer el interés de un aficionado a las cosas antiguas. Tratábase de un sitio limpio, tranquilo, aseado. Los sentimientos de los familiares de las personas que allí descansaban habían quedado sobriamente expresados.

Poirot se detuvo para leer el texto labrado en una tablilla plantada en la cabecera de una sepultura. Había otras por las inmediaciones, todas las cuales databan de dos o tres años atrás. La inscripción era sencilla:


«A la memoria de Hugo Edmund Drake,


amado esposo de Rowena Arabella Drake,


fallecido el 20 de marzo de 19…


Dios le dio el merecido descanso»


Se le ocurrió pensar a Poirot, recientemente alcanzado por los disparos de la dinámica Rowena Drake, que el descanso le había llegado a su esposo por la ruta más inesperada.

Descubrió una urna de alabastro que contenía restos de un ramos de flores. Un jardinero ya viejo, evidentemente dedicado en el recinto a cuidar de las tumbas de los buenos ciudadanos de Woodleigh Common que habían abandonado definitivamente el sector residencial, se aproximó a Poirot con la esperanza de charlar unos minutos con él. Dejó su azada y la escoba de que era portador a un lado…

—Usted no es de aquí, ¿verdad, señor? —inquirió el anciano.

Poirot asintió, acogiéndolo con una afable sonrisa.

—El señor Drake… —murmuró el jardinero, pensativo, habiendo fijado la mirada en la tumba que tenían delante—. Un auténtico caballero. Era un lisiado, el pobre. Padecía de parálisis infantil. Y digo yo: ¿por qué infantil? Esta enfermedad ataca también a las personas mayores. Tanto hombres como mujeres. Mi esposa tenía una tía que la contrajo en España. Hizo un «tour» por el país, bañándose en no sé qué río. Los médicos no saben a qué atenerse muchas veces. Hoy las cosas han cambiado mucho. Usted habrá visto que todos los pequeños son inyectados con la vacuna contra la enfermedad. No hay tantos casos… Pues sí… El señor Drake era todo un caballero. No se quejaba, pese a que su padecimiento era el peor de los castigos que una persona puede soportar. No en balde había sido un deportista excelente. Formó parte del equipo de béisbol… Desde luego, era una gran persona el señor Drake.

—Falleció a consecuencia de un accidente, ¿no?

—Cierto. Fue en el momento de cruzar la carretera, a la hora del crepúsculo. Se le echó encima uno de esos vehículos que a menudo ve uno por ahí, conducidos por jóvenes de abundantes cabelleras o barbas. Es lo que dijeron. El coche no se detuvo siquiera. Sus ocupantes no volvieron para averiguar lo que habían hecho. Abandonaron el automóvil no sé dónde, en un estacionamiento, me parece, a unos treinta kilómetros de distancia del lugar del suceso. El coche no pertenecía a sus ocupantes. Éstos lo habían robado… ¡Oh! Es terrible… ¡Hay que ver los accidentes de automóviles que se producen hoy en día! Y la policía, a todo esto, se ve impotente. Apenas puede hacer nada. La señora Drake quería mucho a su esposo… Fue un duro golpe para ella la desgracia. Viene aquí casi todas las semanas con flores, que deposita en el sepulcro. Los dos se llevaban muy bien. Con todo, a mi me parece que esa mujer estará ya muy poco en este sector residencial…

—¿De veras? ¿Pese a disfrutar en este sitio de una hermosa vivienda?

—Sí, sí… Y en el poblado esa mujer se mueve lo suyo. Se la ve en todas partes. Forma parte de las directivas de las sociedades femeninas, organiza tés y reuniones… Se halla al frente de muchas cosas. Alguna gente piensa que le gusta demasiado mandar. Es así, realmente. Pero el párroco, por ejemplo, confía en ella. Es una mujer de iniciativa. Monta viajes de turismo, excursiones cortas… ¡Oh, sí! Yo no se lo digo a mi mujer, pero lo pienso: no por dejarse ver esas personas son más populares. ¿Usted entiende lo que quiero decir? Lo normal es que vayan incesantemente de un lado para otro indicando qué es lo que debe hacerse y qué es lo que hay que evitar. Esas señoras tienen alma de dictadoras. No tienen la más leve idea de lo que significa la libertad para algunos seres… Claro que hay que reconocer que actualmente en ningún lado se disfruta de ella.

—¿Y usted cree posible que la señora Drake acabe marchándose de aquí?

—No me extrañaría nada que el día menos pensado se fuese, estableciéndose, para vivir, en cualquier punto del extranjero. El matrimonio abandonaba el país periódicamente; a los dos les agradaba pasar sus vacaciones fuera de Inglaterra.

—¿Y por qué piensa usted que ella desea salir de aquí?

Una sonrisa saturada de picardía floreció en los labios del anciano.

—Bueno, yo diría que ella ha hecho aquí todo lo que podía hacer. Voy a indicarlo como en el libro sagrado: anda necesitada de otro viñedo en que trabajar. Pretende, seguramente, acometer nuevas empresas, buenas obras. La labor ha sido completada en este poblado.

—¿Necesita un nuevo campo en el que proseguir sus tareas? —inquirió Poirot.

—Exactamente. A la señora Drake le conviene dar con un nuevo escenario, donde cambiar el orden de las cosas, donde animar a otro puñado de gente, incitándola a desarrollar continuas y provechosas actividades. Aquí ya nos ha llevado a donde quería llevarnos. Pocos son ya los objetivos que puede fijarse.

—Es posible —convino Poirot.

—Ya ni siquiera le queda su marido, al que habría podido dedicar todos sus afanes en la presente situación. Lo cuidó durante muchos años. Su marido justificaba su existencia entonces. Merced a él y a sus otros trabajos conseguía llenar sus días, andar ocupada a todas horas. Es de esas personas que no gustan de haraganear ni un minuto durante la jornada. Y no tiene hijos… ¡Eso sí que es una lástima! En mi opinión, la señora Drake, cuando lleve algún tiempo en cualquier otro sitio, montará su existencia exactamente igual que aquí. Es su carácter.

—Y yo no tengo más remedio que darle la razón en vista de lo que acaba de decirme. ¿A dónde piensa encaminar sus pasos la señora Drake?

—No puedo decírselo, la verdad. No sé tanto. Seguramente, pensará en algún punto de la Riviera Francesa… Quizá se traslade a España o Portugal. O a Grecia… Le he oído hablar en una ocasión de las islas griegas. La señora Butler participó en un «tour» por aquella región de Europa…

Poirot sonrió.

—Las islas griegas, ¿eh? —murmuró. De pronto, preguntó al anciano—. ¿A usted le es simpática realmente la señora Drake?

—¿Qué si me es simpática…? ¡Hombre! No es precisamente simpatía lo que ella inspira. La señora Drake es una buena mujer. Sabe servir al prójimo cuando se tercia… Ahora bien, se mete demasiado, a veces, en todo. Hay gente que no le agrada que le estén recordando a cada instante las cosas que debe hacer. A mí me molesta, por ejemplo, que salga alguien explicándome cómo he de podar mis rosales. Yo sé muy bien cómo he de llevar a cabo este delicado trabajo. También me revienta que me digan que una verdura he de cultivarla así o asá. Precisamente a mí me ha gustado siempre la huerta y creo que hay pocos aficionados que puedan compararse conmigo en este terreno.

Poirot sonrió.

—Tengo que seguir mi camino, amigo mío. ¿Usted podría indicarme dónde viven Nicholas Ranson y Desmond Holland?

—Más allá de la iglesia, desde luego. ¿Ve usted hacia la izquierda la casa tercera? Están alojados en el hogar de la señora Brand. Van todos los días a la Escuela Técnica de Medchester, dónde estudian actualmente. Seguramente, se encontrarán en estos momentos en la vivienda.

El viejo miró a Poirot con curiosidad.

—De manera que ha pensado usted en esos chicos, ¿eh? Los muchachos son el centro de la atención de algunas personas del poblado hoy en día ciertamente.

—La verdad es que, en concreto, yo no he pensado nada todavía. Esos jóvenes figuraban entre los que tomaron parte en la reunión de la víspera de Todos los Santos… Eso es todo.

En el momento de separarse del anciano, Hércules Poirot musitó:

—Por lo que respecta a los participantes en la reunión… estoy llegando al final de la lista.

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