CAPÍTULO XVII





PERDÓN, señora… ¿Podría hablar con usted unos momentos?

La señora Oliver habíase instalado en la terraza de la casa de su amiga, con objeto de comprobar si Hércules Poirot regresaba ya. Él había llamado por teléfono, para comunicarle la hora aproximada en que volvería.

La señora Oliver volvió la cabeza.

Junto a ella descubrió a una mujer de mediana edad, limpiamente vestida, que se retorcía nerviosamente las manos, enfundadas en unos guantes blancos inmaculados.

—Usted dirá —contestó la señora Oliver.

—Lamento mucho molestarla, señora, pero… Bueno, pensé que…

Ariadne Oliver no hizo lo más mínimo para animarla, esperando calmosamente a que se decidiera a explicarse con más claridad. ¿Por qué se mostraba aquella mujer tan desasosegada?

—Creo que no me he equivocado… Usted es la señora que se dedica a escribir, ¿verdad? Usted escribe relatos de crímenes y cosas semejantes.

—Sí, sí —replicó la señora Oliver.

Su curiosidad se agudizó ahora. ¿Era aquél el preámbulo obligado para solicitar un autógrafo o una fotografía dedicada? Nunca sabía a qué atenerse ya. Sucedían las cosas más imprevistas.

—Me figuré que usted era la persona indicada —declaró la mujer.

—Será mejor que tome usted asiento primero —dijo la señora Oliver.

Ariadna juzgó que la visitante era una de esas personas que necesitan dar unos cuantos rodeos antes de ir al grano. La mujer se sentó para continuar retorciéndose las manos, todavía enfundada en los blancos guantes.

—¿Hay algo que le preocupa a usted mucho? —aventuró la señora Oliver recurriendo a lo primero que se le ocurrió para animarla a hablar.

—Pues… Quisiera un consejo de usted… Se trata de algo que sucedió hace algún tiempo. En aquellos momentos, no me sentí nada preocupada. Pero ya sabe usted lo que pasa… Se piensa en ciertos detalles y una desearía conocer a alguien a quien recurrir para hacerle unas preguntas…

—Ya —contestó la señora Oliver, esperando llegar a inspirar confianza con tan lacónica contestación.

—Viendo las cosas que han sucedido últimamente, nunca se sabe…

—¿Se refiere usted a…?

—Me refiero a lo sucedido en esa reunión de la víspera de Todos los Santos. Lo de la fiesta demuestra que no todas las personas que habitan en este sector residencial son dignas de confianza. Y que las cosas de antes no eran como una las veía o se las figuraba. Quiero decir que pudieran no haber sido como se las imaginara una… No sé si me entenderá…

—Sí, sí —repuso la señora Oliver, imprimiendo a los dos monosílabos una inflexión de duda—. Me parece que ignoro todavía su nombre —declaró.

—Soy la señora Leaman. Me dedico a hacer faenas de limpieza en algunos hogares de por aquí. Hago esto desde que mi esposo murió, cinco años atrás. Trabajé para la señora Llewellyn-Smythe, la dama que vivía en Quarry House. Precedió allí al coronel y a la señora Weston. No sé si llegó usted a conocerla…

—No. No llegué a conocerla. He estado por vez primera en Woodleigh Common ahora.

—Entendido. Bien. Usted no sabrá entonces mucho acerca de lo que ocurría en aquella época, ni de lo que se decía…

—Desde mi llegada a este poblado he oído referir muchas cosas —aclaró la señora Oliver.

—Fíjese… Yo no entiendo de leyes y siempre que he tenido que ver con ellas me he sentido preocupada. Estoy pensando en los abogados… Éstos pueden enredarlo todo y a mí no me gustaría tener relación con la policía. Tratándose de un asunto legal no tendrá que ver nada con aquélla, ¿verdad?

—Quizá no —repuso la señora Oliver, cautamente.

—Usted está enterada tal vez de lo que se dijo sobre el codicilo… ¿Se dice así? ¿Codicilo? Es un nombre tan raro…

—El codicilo, sí. Una especie de apéndice de un testamento —explicó la señora Oliver, con toda clase de detalles.

—Así es. A eso quería referirme. La señora Llewellyn-Smythe redactó uno de esos codi… cilos, dejando su dinero a la muchacha extranjera que la cuidaba. Fue una sorpresa eso, ya que la anciana tenía parientes directos aquí, aparte de que había venido aquí para vivir cerca de ellos. Habíase mostrado siempre muy afectuosa con los mismos, con la señora Drake en particular. A la gente le extrañó aquello, desde luego. Y posteriormente, los abogados comenzaron a formular comentarios. Alegaron que la señora Llewellyn-Smythe no era la autora del codicilo… que había redactado el documento la chica extranjera. Sólo así se explicaba que todo el dinero de la anciana fuese a parar a sus manos. Se afirmó que los tribunales iban a aclarar el misterio… que la señora Drake denunciara el testamento, pretextando que era falso…

—Los abogados iban a rechazar el testamento, en efecto. Sí, creo que he oído hablar de eso por aquí — manifestó la señora Oliver, empeñada en animar a la mujer a ser más explícita en sus declaraciones—. Y usted me imagino que sabe algo acerca del tema…

—Yo no he querido causar a nadie molestias o daños… —declaró la señora Leaman.

Exteriorizó una especie de quejido con el cual se había familiarizado la señora Oliver unos minutos atrás.

Pensó que la señora Leaman era una mujer en la que no se podía confiar, quizá.

Lo más seguro era que se tratara de una entrometida, una de esas personas que gustan de escuchar detrás de las puertas.

—Yo no dije nada en su día, porque no sabía en realidad a qué atenerme. Pero le confiaré que todo aquello me pareció raro; admitiré también, puesto que me encuentro ante una señora comprensiva, que yo ansiaba enterarme de la verdad. Trabajé para la señora Llewellyn-Smythe durante algún tiempo y una ansía conocer cómo sucedieron las cosas.

—Es lógico —indicó la señora Oliver.

Hubo una pausa en la conversación, llena de baches, que la señora Oliver se esforzaba por salvar.

—Bien —dijo aquélla—. Me estaba usted hablando del codicilo…

—Cierto día, la señora Llewellyn-Smythe no se encontraba muy tranquila… Nos pidió que entráramos en la habitación en que se encontraba, estoy hablando de mí y del joven Jim, que cuidaba del jardín, que partía la leña y hacía otros menesteres parecidos.

»Entramos, pues, en la estancia, y ella no tardó en ponerse delante de unos papeles, sobre una mesa. Volvióse hacia la muchacha extranjera (a la señorita Olga, como todos la llamábamos), diciéndole: “Tú debes salir de la habitación ahora, querida, ya que no es conveniente que te mezcles con lo que voy a hacer a continuación”. Bueno, si sus palabras no fueron éstas, diría algo parecido.

»Habiendo salido de la estancia la señorita Olga, la señora Llewellyn-Smythe, nos ordenó que nos acercáramos a ella, al tiempo que decía: “Este es mi testamento”. Luego añadió: “Voy a escribir algo en esta hoja de papel y deseo que vosotros seáis testigos de lo que anoto con mi firma al pie”. Empezó, pues, a escribir… Fueron dos o tres líneas. Firmó. Seguidamente, se dirigió a mí en estos términos: “Ahora, señora Leaman, va usted a estampar su nombre aquí. Su nombre y sus señas”. A Jim le hizo idénticas indicaciones. Al final insistió en resaltar lo que habíamos hecho, dándonos las gracias por haberla atendido.

»Jim y yo nos fuimos. No pensé más en aquello. Me causó extrañeza, eso fue todo. Todo sucedió al volver yo la cabeza, en el instante de abandonar aquella habitación. La puerta no cerraba muy bien… Había que dar un pequeño tirón. Era lo que estaba haciendo cuando… Yo no estaba realmente mirando… ¿Me entiende?

—Me parece que lo entiendo perfectamente —respondió la señora Oliver, en un tono de voz que no la comprometía mucho.

—Entonces vi a la señora Llewellyn-Smythe abandonar su asiento… Padecía de artritis y experimentaba unos dolores muy fuertes cuando hacía algunos movimientos. La anciana se aproximó a una estantería, de la que sacó un libro, colocando el papel que firmara, convenientemente alojado en un sobre dentro del volumen. Tratábase de un libro grande, que se hallaba en uno de los estantes inferiores. Aquél volvió a ocupar el mismo sitio… Bueno, pues no volví a pensar en aquello. Es verdad. Pero cuando sucedió todo ese embrollo… Bien. Me sentí, desde luego… Al menos yo creí…

La señora Leaman se quedó callada de pronto.

Ariadne Oliver tuvo una de sus útiles intuiciones.

—Pero, seguramente —aventuró—, usted no esperaría mucho tiempo…

—Seré sincera: sí que esperé. He de admitir que mi curiosidad era grande. Hasta cierto punto, estaba justificada, ¿no? Siempre que se firma algo, la persona interesada quiere saber qué es lo que ha atestiguado. Es la naturaleza humana…

—En efecto, en efecto —declaró la señora Oliver, pensando que la curiosidad era uno de los elementos más importantes componentes de la humana naturaleza de la señora Leaman.

—Al día siguiente, la señora Llewellyn-Smythe se trasladó a Medchester… Me dediqué a arreglar su dormitorio, cómo siempre. Luego pensé: «Bien. Es necesario que estés al tanto de lo que has firmado». Esto era como leer la letra menuda en ciertos documentos.

»Me dije también que no causaba daño alguno a nadie con mi decisión. No era lo mismo que apoderarse de una cosa ajena. Convencida de que obraba normalmente, empecé a repasar los estantes en que se alineaban los libros. Andaban necesitados de un poco de plumero, de todas maneras. Localicé el que buscaba. Era un viejo libro, de gran tamaño, de la época victoriana. Encontré, asimismo, el sobre que contenía el papel plegado…

—Lo sacó usted y lo leyó, ¿no?

—Cierto, señora. No sé si procedí bien o mal… Bueno, ya estaba hecho. Era un documento legal. En la última página del volumen se encontraba el escrito que ella redactara la mañana anterior. El texto era perfectamente legible, pese a que la señora tenía una letra muy picuda…

—¿Y qué se especificaba allí? —inquirió la señora Oliver, cuya curiosidad ahora corría pareja con la que en su día sintiera la señora Leaman.

—No puedo recordar las palabras exactas, claro… Se hablaba allí de un codicilo y de que deducidos los legados mencionados en el testamento, la fortuna entera de la anciana pasaba a Olga… No recuerdo su apellido… Creo que comenzaba por una S… ¡Ah! Era Seminoff. La señora Llewellyn-Smythe aludió a las extraordinarias atenciones que había tenido con ella la joven extranjera durante su enfermedad. Al pie del documento figuraba su firma. Y luego venía la de Jim y la mía… Volví a dejar las cosas como estaban. No quería que la anciana supiera que había estado escudriñando entre sus efectos personales.

»Me dije que aquello tenía que constituir una sorpresa para todo el mundo, lo que había sido para mí. Una muchacha extranjera, una sencilla servidora de la casa, iba a heredar todo el dinero de la señora Llewellyn-Smythe, que era muy rica. Su esposo había sido un famoso armador, dejándole a su muerte su gran fortuna. “Hay gente con suerte”, me dije.

»Debo confesar que a mí no me inspiraba grandes simpatías la señorita Olga. Solía ser brusca en sus maneras; era una persona de mucho genio. Pero con la anciana se mostró en todo momento atenta y cortés. Vivía pendiente de sus menores necesidades… Reflexionando más tarde, me dije que no debía dar a la decisión de la señora Llewellyn-Smythe la importancia que le diera al principio. Podía ser que hubiese sido dictada por cierto enojo temporal con sus parientes. ¿Quién aseguraba que pasado algún tiempo aquella dama no podía cambiar de opinión? Y entonces, con redactar otro testamento o codicilo, listos… Más adelante, llegué a olvidar el episodio en cuestión.

—¿Y luego?

—Luego vinieron todos esos enredos sobre el testamento, del cual se dijo que había sido falsificado, negándose que la señora Llewellyn-Smythe hubiese redactado el codicilo… Se aseguraba que eso era obra de otra persona…

—Ya. ¿Y entonces qué hizo usted?

—No hice nada. Y es lo que realmente me preocupa… No me di cuenta de cómo había quedado planteada la situación inmediatamente. Y cuando pensé en ésta un poco, no supe realmente qué era lo que yo debía hacer. Los abogados se habían declarado en contra de la muchacha extranjera. Siempre pasa lo mismo… Admito que yo tampoco simpatizo mucho con los de fuera. De todos modos, la joven se mostraba jactanciosa, desafiante, dando la impresión de que se hallaba muy complacida con la decisión de la señora. Sus adversarios declaraban que ella no tenía ningún derecho al dinero por no estar emparentada con la anciana. Todo acabaría saliendo bien para éstos, que renunciaron luego a que se viese el caso ante los tribunales de justicia. Con harta justificación. Porque la señorita Olga huyó. Se trasladó a no se sabe qué punto del continente europeo de donde procedía. Se esfumó misteriosamente, como obediente al mando de un gran prestidigitador. Quizá se hubiese atrevido a amenazar a su señora y ésta prefirió atender sus indicaciones… ¡Quién sabe! Uno de mis sobrinos, que estudia medicina, alega que se pueden lograr cosas maravillosas valiéndose del hipnotismo. ¿Podría ser que Olga hipnotizara a la señora Llewellyn-Smythe?

—¿Cuánto tiempo hace de todo esto?

—La señora Llewellyn-Smythe murió hace… veamos… hace casi dos años.

—¿Y no se sintió preocupada ante toda aquella historia?

—Pues no. En aquella época, no. En su momento, no concedí a ciertos detalles la importancia adecuada. Todo marchaba bien… Lo de la señorita Olga consiguiendo hacerse con el dinero era un asunto aparte… Creí que no tenía por qué inmiscuirme…

—Y ahora piensa usted de otra manera.

—Todo se debe a ese repugnante crimen. Pienso en la chiquilla que murió ahogada en un cubo lleno de agua, en la que flotaban unas manzanas. Ella había hablado de un crimen, de haber visto cómo lo cometían o de estar enterada de muchos datos a él relativos… Pensé en la posibilidad de que Olga hubiese asesinado a su señora, al enterarse de que iba a convertirse en heredera de su dinero. Posteriormente, pudo ser que se asustara al observar los manejos de los abogados y la posible intervención de la policía, decidiendo emprender la huida. Comprendí que debía confiarme a alguien después… ¿A quién? A usted, una mujer que cuenta, indudablemente, con buenas amistades en las secciones policíacas y de justicia. Usted podría explicar a sus amigos que yo sólo me dedicaba a quitar el polvo de un estante y que el papel se encontraba allí, dentro de un libro, donde lo dejé. Yo no me lo llevé…

—Pero eso fue lo que usted vio en aquella ocasión, ¿no? Usted vio cómo la señora Llewellyn-Smythe escribía un codicilo para su testamento. Usted le vio estampar su nombre al pie… Usted misma, en compañía de Jim, firmó. ¿Fue así o no?

—Así fue, en efecto.

—Pues si usted vio a la señora Llewellyn-Smythe escribir su nombre no se puede hablar de que la firma fuese falsa, ¿verdad? Dice que la vio firmar personalmente…

—La vi firmar y ésta es la pura verdad. También estaba presente Jim… Lo malo es que Jim no se encuentra en este país. Se fue a Australia. Marchó allí hace cosa de un año y desconozco su actual paradero.

—Y usted desea que yo haga algo… ¿Qué?

—Yo quisiera que me dijese si hay algo ahí que yo debiera decir ahora. He de notificarle que nadie me ha hecho la menor pregunta. Nadie me ha preguntado si yo sabía algo acerca del testamento.

—Usted se apellida Leaman. ¿Cuál es su nombre de pila?

—Harriet.

—Harriet Leaman. ¿Y cómo se apellidaba Jim?

—¿Cuál era su apellido? ¡Ah! Jenkins. Cierto: James Jenkins. Le quedaría muy reconocida si usted me ayudase, ya que ando algo preocupada. ¡Menuda historia! Si la señorita Olga asesinó a la señora Llewellyn-Smythe, la criatura, llegó a verla… La joven extranjera no se amilanó de buenas a primeras. Se puso a la altura de las circunstancias al enterarse de que podía entrar en posesión de una gran fortuna. Pero todo cambió cuando hizo acto de aparición la policía, formulando preguntas a diestro y siniestro. Entonces, al poco, se esfumó de repente. A mí no me preguntó nadie nada. Ahora, sin embargo, no ceso de preguntarme si debiera haber referido algo espontáneamente, en su día.

A este discurso, la señora Oliver respondió con las siguientes palabras:

—Estimo que lo más lógico es que cuente usted su historia a quienquiera que representase a la señora Llewellyn-Smythe como abogado. Estoy convencida de que un buen abogado comprenderá a la perfección sus sentimientos y los móviles determinantes de su conducta.

—Bueno, yo creo que si usted les dice algo… Además de ser una mujer, usted entiende de estas cosas legales, por lo que puede acercarse a esa gente, explicarle nuestra entrevista y decirle que nunca me propuse… decirle que no quise incurrir en nada deshonesto, en forma alguna. Todo lo que yo…

—Todo lo que usted hizo fue callar —manifestó la señora Oliver—. Ésta parece ser una explicación sumamente razonable.

—Yo le quedaría muy agradecida si al tocar el tema con sus amigos accediese a presentarme convenientemente.

—Haré lo que esté en mi mano por usted —repuso con una sonrisa Ariadne Oliver.

Su mirada se orientó hacia el sendero del jardín, por el que avanzaba una figura conocida.

—Bueno. Muchas gracias por todo. Ya me habían dicho que era usted una señora muy amable. Veo que no me han engañado y le quedo muy reconocida de antemano.

La mujer se puso en pie, calzándose los guantes blancos de algodón, que no había cesado de retorcer angustiada cuando pasara tantos apuros para explicarse. La señora Leaman hizo un gesto de asentimiento a medias o pequeña reverencia y se alejó de la casa a buen paso.

Ariadne Oliver aguardó a que Poirot se le acercara.

—Venga para acá —le dijo—. Siéntese. ¿Qué le ocurre? Parece hallarse usted cansado.

—Los pies me duelen horriblemente —manifestó Hércules Poirot.

—La culpa es de esos terribles zapatos de charol que calza —aseguró la señora Oliver—. Tome asiento y descanse. Dígame todo lo que ha venido aquí a comunicarme que yo le contaré a continuación algo que es bastante probable que le deje sorprendido.

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