CAPÍTULO VIII





ERAN las seis de la tarde en Pine Crest. Hércules Poirot se llevó una salchicha a la boca, saboreando luego un largo trago de té. El té resultaba muy fuerte para el gusto de Poirot. Encontró la salchicha, por otra parte, deliciosa, perfectamente cocinada. Su mirada se paseó por la mesa, en dirección a la señora Mackay.

Elspeth Mackay no se parecía en nada a su hermano, el superintendente Spence. Donde él era ancho y curvado ella aparecía angular y estrecha. La afilada nariz de la mujer daba la impresión de husmearlo todo astutamente. Unía a los dos hermanos, no obstante, cierto aire familiar inconfundible. Sobre todo en lo que afectaba a los ojos y a la fuerte marcada línea en la mandíbula superior. Poirot pensó que bien podía confiar en el sano juicio de aquellas dos personas. Elspeth y Spence se expresarían de manera distinta, pero a eso quedarían reducidas las diferencias esenciales. El superintendente hablaría lenta y cuidadosamente, como resultado de unas detenidas y metódicas reflexiones. La señora Mackay saltaría siempre que se terciara con viveza, lo mismo que un gato al lanzarse sobre un ratón.

—Mucho es lo que depende del carácter de esa chica, de Joyce Reynolds —afirmó Poirot—. He aquí lo que más me desconcierta.

Miró inquisitivamente a Spence.

—No puede usted guiarse por lo que yo le diga —declaró Spence—. Llevo muy poco tiempo aquí. Será mejor que dirija sus preguntas a Elspeth.

Poirot enarcó las cejas inquisitivamente. La señora Mackay fue tan vivaz como siempre en su respuesta.

—Yo diría que esa chica era una embustera.

—¿No cree usted que uno pudiese confiar en ella, dando crédito a sus palabras?

Elspeth hizo un movimiento denegatorio de cabeza.

—No. La muchacha era capaz de forjar cualquier cuento. Yo nunca la hubiese creído…

—¿Hablaba entonces con la pretensión de destacarse de los demás?

—Probablemente. Ya le habrán hablado de la historia del viaje a la India, ¿no es así? Hubo algunos oyentes de sus fantasías que la creyeron… La cosa se fundamentó en unas vacaciones pasadas en el extranjero por uno de sus familiares… No sé si fue su padre o su madre quien visitó la India o si la expedición fue emprendida por su tío o su tía…

»El caso es que la muchacha, al final de aquellas vacaciones, se hizo con un buen repertorio de cuentos. Hablaba de no sé qué maharajá, de una cacería de tigres con elefantes. Mucha gente se hacía lenguas ante sus experiencias. Yo pensé, enseguida que pasó aquello, que la chica había puesto muchos detalles de su invención. Me figuré al principio que exageraba. ¡Ah! Pero sus historias crecían y crecían. Cada vez se encontraban más tigres en ellas. Usted ya me entiende, ¿no? El número de tigres y de elefantes llegó a ser exagerado. No le venían de nuevo a la niña, además, tales cuentos…

—¿Andaba siempre procurando llamar la atención?

—Ha dado usted en el clavo. La muchacha se perecía por acaparar la atención de los demás.

—Bueno, bueno —objetó el superintendente—, pero por el hecho de haber urdido toda una historia en torno a un viaje que nunca realizó no se puede afirmar que todo cuanto dijo la muchacha era mentira.

—Seguro que dijo algunas verdades también —manifestó Elspeth—, pero yo me atrevería a afirmar que aquéllas no fueron demasiadas.

—De manera que en el caso concreto de Joyce Reynolds presentándose como testigo presencial de un crimen, usted diría que lo más probable es que estuviese mintiendo, inclinándose por considerar sus manifestaciones en ese sentido una pura patraña…

—Tal vez sería mi actitud, sí —respondió la señora Mackay.

—Pudieras incurrir en un error —medió su hermano.

—Pues sí —repuso ella—. Cualquiera está expuesto a ello. Esto me hace pensar en la vieja historia del chico que gustaba de dar voces de alarma con excesiva frecuencia, exclamando: «¡El lobo! ¡El lobo!». Más adelante, cuando se enfrentó realmente con el lobo, nadie le creyó, de modo que la fiera terminó por despedazarle tranquilamente.

—Concretando, pues…

—Yo diría todavía que lo más probable es que la chica estuviese mintiendo en aquellos momentos. No quiero, sin embargo, extremar las cosas. Pudo ser que ella viese algo. No precisamente lo que dijo, siendo algo

—Siendo por ello asesinada —manifestó el superintendente Spence—. No pierdas de visto eso, Elspeth: le costó la vida.

—Es verdad —repuso la señora Mackay—. Y por tal razón he admitido la posibilidad del error. No obstante, no hay más que preguntar a cualquiera de sus amigas y conocidas para convencerse de que las mentiras salían de su boca con la mayor naturalidad. Joyce tomaba parte en una reunión, y se mostraba excitada. Estaba empeñada en producir cierta impresión…

—En realidad, en la reunión nadie creyó en sus palabras —alegó Poirot.

Elspeth Mackay movió la cabeza dubitativamente.

—¿A quién pudo haber visto asesinar ella? —inquirió Poirot.

Su mirada pasó alternativamente desde el superintendente a su hermana…

—A nadie —replicó la señora Mackay, con decisión.

—Aquí tienen que haberse producido algunas muertes a lo largo de…, por ejemplo, los tres últimos años.

—Naturalmente —comentó Spence—. Las de costumbre… Ha habido gente de edad, personas inválidas que… Se ha hablado también de algún que otro motorista atropellado por un coche…

—¿No saben ustedes nada acerca de una muerte inesperada fuera de lo normal…?

—Pues… —Elspeth vaciló una vez más—. Yo diría que…

Medió Spence en la conversación, ahora.

—Aquí he anotado unos cuantos nombres —dijo aquél, tendiendo una nota a Poirot—. He querido ahorrarle algunas molestias, evitarle algunos pasos…

—¿Me sugiere aquí algunas víctimas?

—No sé… Hay algunas posibilidades…

Poirot leyó lo escrito en voz alta:

—La señora Llevellyn-Smythe. Charlotte Benfield. Janet White. Lesley Carrier…

Poirot hizo una pausa. Mirando a sus interlocutores, repitió el primer apellido.

—La señora Llewellyn-Smythe…

—Pudiera ser —comentó la señora Mackay—. Sí. Ahí pudiera usted dar con algo interesante.

La hermana de Spence añadió unas palabras confusas que dejaron desconcertado a Poirot.

—Hubo allí una muchacha que desapareció cierta noche —manifestó Elspeth—. Nadie volvió a oír hablar de ella.

—¿En relación con la señora Llewellyn-Smythe?

—Sí. Se trataba de la doncella. Ésta pudo muy bien haber vertido algo en cualquiera de los medicamentos que tomaba su señora… Y entró en posesión de todo su dinero, ¿no? ¿Es acaso lo que se imaginó que sucedería en su día?

Poirot miró a Spence, en demanda de aclaraciones.

—Y ya no se volvió a saber de ella jamás —declaró la señora Mackay—. Con estas chicas extranjeras siempre acaba pasando lo mismo.

Poirot aventuró ahora:

—¿Tenía la señora Llewellyn-Smythe en su casa a alguna chica au pair[*]?

—Exactamente. La muchacha vivía con la anciana dama, desapareciendo una semana o dos después del fallecimiento de su señora…

—Me imagino que se iría con algún hombre —declaró Spence.

—De haber sido así, aquí nadie lo conocía —manifestó Elspeth—. Son detalles que en estos lugares siempre acaban divulgándose profusamente. No se escapan así porque sí…

—¿Se figuró alguien del lugar que se habían dado anomalías en lo tocante a la muerte de la señora Llewellyn-Smythe? —quiso saber ahora Poirot.

—No. La mujer padecía del corazón. El médico la atendía con regularidad.

—Sin embargo, usted ha encabezado la lista de posibles víctimas con su nombre, ¿eh?

—Bueno, sí… Era una mujer rica, muy rica. Su muerte no sorprendió a nadie. No obstante, pareció a todos repentina. Yo diría que el doctor Ferguson se quedó sorprendido. Vamos a decir que ligeramente sorprendido. Creo que él confiaba en que viviera todavía algunos años más. Claro que los médicos sufren estas sorpresas frecuentemente. La señora Llewellyn-Smythe no era de las personas que se pliegan dócilmente a las instrucciones del doctor. Se hallaba advertida, pero hacía siempre lo que se le antojaba. Fijémonos, por ejemplo, en una de sus pasiones: le gustaba la jardinería, una afición nada indicada para una paciente cardíaca.

Fue Elspeth quien habló ahora:

—Vino aquí al declinar su salud. Había estado viviendo en el extranjero. Se presentó en este lugar porque quería vivir cerca de sus sobrinos, el señor y la señora Drake, adquiriendo entonces Quarry House. Tratábase de una gran casa de estilo victoriano. La finca abarcaba una cantera que a ella le atrajo mucho, viendo en la misma ciertas posibilidades. Como había mucha agua por las inmediaciones, gastó miles y miles de libras en el trazado de un jardín. Para ello hizo venir desde Wilsey un especialista, con objeto de que se ocupase del proyecto. Bueno, tengo que decirle que es algo que vale la pena contemplar…

—Iré a ver ese jardín, desde luego —manifestó Poirot—. ¡Quién sabe! Tal vez pudiera sacar de él algunas ideas…

—En su lugar, yo me daría una vuelta por allí, por supuesto. Vale la pena…

—¿Y dice usted que la mujer en cuestión era muy rica? —inquirió Poirot.

—Era viuda de un armador de los más fuertes. Tenía mucho dinero, en efecto…

—En realidad, su muerte no resultó inesperada, a causa de su dolencia. Pero pareció a muchos repentina —aclaró Spence—. Fue debida a causas naturales. Sobre eso no hubo dudas. Un fallo del corazón… La enfermedad tiene un nombre muy largo, que ahora no recuerdo por completo. Está relacionada con la coronaria…

—¿No se habló de realizar ninguna encuesta sobre la muerte de esa señora?

Spence movió la cabeza de un lado para otro.

—Son cosas que se han dado antes —manifestó Poirot—. A una mujer ya entrada en años se le dice que tenga cuidado, que no suba ni baje corriendo las escaleras, que no se entregue a las prácticas de jardinería, siempre demasiado violentas, y así sucesivamente. Pero cuando se trata de una señora enérgica que se ha dedicado con entusiasmo toda su vida a la jardinería, lo usual es que mire todas esas recomendaciones con muy poco respeto.

—Es verdad. La señora Llewellyn-Smythe convirtió la cantera en algo maravilloso… Bueno, esto, en verdad, fue obra del artista que contrató. Tres o cuatro años estuvieron trabajando en aquella empresa. Ella había visto algunos jardines, en Irlanda, creo, con motivo de un «tour» de aficionados. Pensando en cuanto tuvo ocasión de admirar durante aquel viaje, su finca quedó bellamente transformada. ¡Oh, sí! Aquello había que verlo para creerlo.

—Nos enfrentamos, pues aquí —dijo Poirot—, con una muerte natural, certificada por el médico de la localidad. ¿Se trata del mismo médico que hay aquí ahora, a quien en breve voy a ver?

—Es el doctor Ferguson, sí. Tendrá ahora unos sesenta años. Es un buen médico. Aquí le quiere todo el mundo.

—Con todo, hubo alguien que pensó en la posibilidad de que la anciana muriera asesinada. ¿Existen otras razones aparte de las que ya hemos estudiado?

—Pensemos en la chica au pair —sugirió Elspeth.

—¿Por qué?

—Esa muchacha debió falsificar el testamento. ¿Quién hizo tal cosa si no fue ella?

—Usted no se ha acordado de decirme alguna cosa… —comentó Poirot—. ¿Qué significa esa historia referente a un testamento falsificado?

—Bueno… Hubo un pequeño alboroto cuando llegó el momento de probar la autenticidad del testamento de la dama fallecida…

—¿Tratábase de un testamento nuevo?

—Era lo que en términos legales se denomina un codi… un codicilo…

Elspeth se quedó con la mirada fija en Poirot, quien asintió.

—La mujer había hecho varios testamentos antes —aclaró Spence—. Todos venían a ser lo mismo: donativos para las fundaciones benéficas, legados para los servidores más antiguos, etcétera. Ahora bien, lo esencial de su fortuna, en todos esos documentos, iba a parar a su sobrino y a la esposa de éste, quienes eran sus parientes más cercanos.

—¿Y en cuanto al codicilo…?

—En virtud de lo especificado en el codicilo —manifestó Elspeth—, todo iba a parar a manos de la doncella, por su abnegación, por la devoción con que la muchacha había servido a su señora. Algo por el estilo era lo que se decía en el documento.

—Dígame más acerca de esa chica au pair.

—La muchacha procedía de no sé qué país centroeuropeo. Me parece que tenía un nombre muy largo…

—¿Cuánto tiempo estuvo la muchacha con la anciana?

—Poco más de un año.

—Usted se ha referido a esa mujer en todo momento como si hubiese sido una anciana… ¿Qué edad tenía la señora Llewellyn-Smythe realmente?

—Contaría más de sesenta años. Yo diría que sesenta y cinco o sesenta y seis.

—No era tan anciana entonces —comentó Poirot, afectado.

—La señora Llewellyn-Smythe hizo varios testamentos —manifestó Elspeth—. Como ya Bert le ha dicho: todos venían a ser lo mismo. Dejaba dinero a una o dos fundaciones benéficas y luego cambiaba los nombres de las entidades favorecidas, o alteraba las sumas asignadas como recuerdos a los servidores más viejos. Pero el dinero en su casi totalidad, iba a parar siempre a su sobrino y a la esposa del mismo. Creo que hubo por en medio algún viejo primo, fallecido hacia la época en que ella desapareció del mundo de los vivos. La mujer dejó el «bungalow» al especialista en jardinería cuyos servicios contratara, para que lo habitase todo el tiempo que quisiera. Cedió también una renta para que los jardines fuesen cuidados adecuadamente, permitiéndose la entrada en ellos del público curioso, esto es lo que hubo poco más o menos, en términos generales.

—Supongo que la familia alegaría que sus intenciones habían sido alteradas por algún agente externo, que habían existido ciertas influencias inadmisibles.

—Es muy probable que se hablara de eso —contestó Spence—. Pero la verdad es que los abogados se ocuparon de la falsificación con extraordinaria viveza. Por lo visto, no se trataba de un «trabajo» muy convincente. La localizaron casi inmediatamente.

—Se supieron cosas que demostraron que la chica au pair pudo haber hecho la falsificación con toda facilidad —declaró Elspeth—. Fíjese en esto: solía escribir la muchacha numerosas cartas en nombre de la señora Llewellyn-Smythe… Al parecer, a esta le disgustaban las misivas mecanografiadas. Las consideraba una falta de atención personal cuando había que dirigirse a unas buenas amigas. Cuando no se trataba de una carta de negocios, solía ordenar a su doncella que la escribiese imitando su letra y firmándola con su nombre y apellidos. La señora Minden, la mujer de la limpieza, oyó un día a la dueña de la casa expresarse en tales términos. Supongo que la doncella se habituaría a imitar la letra de su señora día tras día y que luego, de repente, se le ocurriría que podía sacar muy buen partido de su habilidad. Y así fue lo que vino después… Sin embargo, como ya he dicho, los abogados actuaron con gran diligencia, descubriendo la falsificación…

—¿Los abogados de la señora Llewellyn-Smythe?

—Sí. Eran Fullerton, Harrison y Leadbetter… Componen una firma muy respetable de Medchester. Estos nombres siempre se ocuparon de los asuntos de la señora Llewellyn-Smythe. Requirieron los servicios de los peritos, se formularon preguntas… La chica fue sometida a un interrogatorio y después se esfumó. Perdióse un día, dejando tras ella la mitad de sus efectos personales. Se iban a emprender determinadas acciones legales contra la muchacha, pero ella no esperó a que eso fuese una realidad. Se evaporó. En fin de cuentas no es tan difícil, realmente, salir de este país. Basta con obrar con oportunidad… Actualmente, cualquiera puede hacer un viaje de veinticuatro horas de duración al continente europeo, y no exigen siquiera el pasaporte. Un viajero, en estas condiciones, puesto al habla con algún amigo situado al otro lado, puede alargar su desplazamiento a la medida de sus deseos antes de que las autoridades lo adviertan. Lo más seguro es que la muchacha regresara a su patria, o que cambiara de nombre, o que se refugiara en el domicilio de algunos amigos…

—Y pese a tales hechos, todo el mundo siguió pensando que la señora Llewellyn-Smythe había fallecido de muerte natural, ¿no? —inquirió Poirot.

—Sí. Creo que no existieron dudas sobre ese particular. Vamos a ver… Supongamos que la niña, la pequeña Joyce, en su día, hubiese presenciado cómo la doncella administraba unos medicamentos a su señora y que ésta comentase: «Esta medicina tiene un sabor diferente ahora», aclarando que se había tornado más amarga, o que tenía un gusto muy peculiar.

—Cualquiera diría que estuvieses escuchando las palabras de la buena señora, Elspeth —dijo el superintendente Spence—. Refrena tu impetuosa imaginación, querida…

—¿En qué momento del día falleció la señora Llewellyn-Smythe? —preguntó Poirot—. ¿Por la mañana? ¿Por la noche? ¿Bajo techado? ¿Al aire libre? ¿En su casa? ¿Lejos de su casa?

—En su casa, desde luego. Un día abandonó el jardín jadeando. Respiraba con cierta dificultad. Dijo que se encontraba muy fatigada y que quería acostarse. Para decirlo rápidamente: nunca más había de despertar de su sueño. Lo cual desde el punto de vista médico es natural…

Poirot sacó una pequeña agenda. Una de sus páginas estaba encabezada por una palabra: «Víctimas». Bajo ella escribió: «Número 1. Se sugiere la señora Llewellyn-Smythe». En las siguientes páginas de la agenda anotó los otros nombres que Spence habíale facilitado. Preguntó, expresivo:

—¿Charlotte Benfield?

Spence replicó sin vacilar:

—Aprendiza de dependienta. Dieciséis años de edad. Varias heridas en la cabeza. Fue hallada en un solitario sendero, en las proximidades de una arboleda. Hubo unos sospechosos: dos jóvenes. Ambos habían salido con ella de cuando en cuando. No fueron halladas pruebas.

—¿Ayudaron a la policía en sus indagaciones? —preguntó Poirot.

—Sirvieron de bien poco a los agentes. Estaban asustados. Dijeron unas cuantas mentiras; se contradijeron, incluso. No pudieron ser detenidos como probables agresores. Pero cualquiera de los dos pudo haber sido el asesino.

—¿Su descripción?

—Peter Gordon. Veintiún años. Un desocupado. Había estado colocado en un par de ocasiones, pero los empleos le duraban poco. Un individuo perezoso. De muy buena presencia física. Ha estado arrestado por sustracciones menores y cosas por el estilo. Nunca estuvo metido anteriormente en actos violentos. Anduvo en compañía de varios jóvenes delincuentes, pero habitualmente supo no ensuciarse del todo las manos.

—¿Y el otro?

—Thomas Hudd. Veinte años. Tartamudo. Un sujeto tímido, un neurótico. Quería ser profesor, pero no logró superar las pruebas exigidas. Un chico criado por una madre viuda. El caso típico. Mamá había procurado tenerle siempre pegado a sus faldas. El hombre se colocó en una papelería. Nada de índole criminal se conoce acerca de él. Hay una posibilidad psicológica. La muchacha coqueteó con él bastante. Podemos citar como móvil posible el de los celos, pero no existen pruebas reales sobre las que ahondar. Los dos presentaron sus coartadas. La de Hudd partía de su madre, esta se hallaba dispuesta a jurar ante quien fuese que el chico se había encerrado en casa con ella la noche del suceso, y no surgió nadie alegando que lo hubiese visto por algún sitio y menos por las inmediaciones del lugar del crimen. Al joven Gordon le fue reforzada su coartada por algunos de sus camaradas menos recomendables. La coartada en cuestión valía poco, pero no pudo ser rechazada. No existía una base sólida para proceder así.

—Y todo eso sucedió…, ¿cuándo?

—Hace unos dieciocho meses.

—¿Dónde?

—En el camino de un sector campestre situado a no mucha distancia de Woodleigh Common.

—A cerca de un kilómetro y medio de la población, aproximadamente —contestó Elspeth.

—Es decir, cerca de la casa de Joyce, ¿no? Hablo de la vivienda de los Reynolds…

—No. Eso fue en el lado opuesto del poblado.

—No es probable que se trate del crimen que Joyce presenció, si hemos de dar crédito a sus manifestaciones —dijo Poirot pensativo—. Cualquiera, al ver que una chica es golpeada en la cabeza despiadadamente por un joven piensa en que se halla frente a un intento de asesinato. Nunca esperará a que transcurra un año para afirmar que vio cómo era cometido un crimen.

Poirot leyó otro nombre.

—Lesley Ferrier.

Volvió a hablar Spence.

—Pasante de abogado. Veintiocho años. Trabajaba para los señores Fullerton, Harrison y Leadbetter, en Medchester.

—Creo que usted dijo antes que ésos eran los abogados de la señora Llewellyn-Smythe…

—En efecto.

—¿Y que le pasó a Lesley Ferrier?

—Fue apuñalado por la espalda. Esto sucedió no lejos de la taberna del «Cisne Verde». Se dijo que tuvo relaciones amorosas con la esposa de Harry Griffin, el propietario. La mujer era un buen ejemplar. Todavía lo es, realmente. Se ha torcido un poco, quizás, en los últimos tiempos. A Lesley Ferrier le llevaría cinco o seis años… Pero, en fin, le gustaban jóvenes.

—¿Y el arma?

—El arma no fue hallada. Los rumores proclamaron que Lesley había roto con la mujer, entrando en relaciones con una joven cuya identidad nunca fue precisada a satisfacción…

—¡Ah! ¿Y de quién se sospechó en este caso? ¿Del marido o de la mujer?

—La verdad es que las sospechas se centraron en los dos —declaró Spence—. Se notó más preferencia por la esposa. Era una mujer medio gitana, de ardiente temperamento. Pero hubo otras posibilidades. Nuestro Lesley no llevaba una vida inmaculada, impecable… Apenas cumplidos los veinte años, se vio en un lío, por haber falsificado unas cuentas. Funcionaron algunas circunstancias atenuantes, entre ellas la de proceder el muchacho de un hogar deshecho. Las recomendaciones de sus mismos patronos le valieron. Salió del asunto con una sentencia breve y al salir de la prisión ingresó en el despacho de Fullerton, Harrison y Leadbetter.

—¿Y llevó después una vida recta?

—Pues… Nada se pudo demostrar del todo en ese sentido. Parece ser que fue fiel a sus jefes, pero no es menos cierto que se encontró mezclado en algunas transacciones con sus amigos de discutible moralidad.

—¿Entonces?

—Se pensó que había sido apuñalado por uno de sus camaradas menos recomendables. Cuando se anda con malas compañías, todo es de esperar. Y una vez frecuentados ciertos medios no es tan fácil desentenderse de determinados amigos.

—¿Algo más?

—Pues sí… El hombre tenía una buena suma en su cuenta corriente. No había habido más que entregas en metálico. No hubo medio de saber la procedencia del dinero. Aquí había un indicio sospechoso.

—Tal vez se tratara de una serie de hurtos de los cuales fueran víctimas los señores Fullerton, Harrison y Leadbetter… —sugirió Poirot.

—Ellos dijeron que no. Pusieron sus papeles en manos de un contable que estudió a fondo el asunto.

—¿Tampoco la policía tenía la menor idea sobre la procedencia del dinero?

—No.

—Creo que aquí tampoco nos enfrentamos con el crimen a que aludió Joyce.

Poirot procedió a leer el último nombre.

—Janet White.

—Fue hallada estrangulada en un camino que constituye un atajo entre el colegio y su casa. Compartía un piso con otra profesora. Nora Ambrose. De acuerdo con las manifestaciones de Nora Ambrose, Janet White, en ocasiones, se había expresado con temor al mencionar un hombre con quien estuviera en relaciones hasta un año atrás. El individuo en cuestión le había dirigido cartas amenazándola. Acerca del hombre no se consiguió averiguar nada. Nora Ambrose no sabía cómo se llamaba. Tampoco estaba al tanto de sus señas.

—¡Aja! —exclamó Poirot—. Este asunto ya me convence más.

Señaló con una gruesa raya el nombre de Janet White.

—¿Por qué razón? —inquinó Spence.

—Este crimen se presta más a lo sugerido por Joyce. Pudo haber sido presenciado por una chica de su edad… Es posible que ella reconociera a la víctima, una profesora con cuyo rostro quizás estuviese familiarizada, quien, tal vez, le hubiese dado clases. Probablemente, no conocía al atacante. Ella pudo haber presenciado una riña, un forcejeo, una pelea entre la muchacha que conocía y un hombre desconocido. Lo más seguro es que no considerase la extraña escena una cosa realmente grave, dejando de pensar en ella… ¿Cuándo fue asesinada Janet White?

—Hace dos años y medio.

—He aquí un período de tiempo —señaló Poirot—, que encaja perfectamente en la historia… La chica, Joyce Reynolds, pensaría al principio que el individuo que había estado sujetando a Janet White por el cuello sólo deseaba aprovecharse… No se le pasaría por la cabeza la idea de que intentase matarla. La explicación justa, la más adecuada, surgiría en su mente más tarde, al crecer…

Poirot hizo una pausa, mirando a Elspeth.

—¿Está usted completamente de acuerdo con mi razonamiento?

—Sé perfectamente a dónde desea usted ir a parar —replicó Elspeth—. Sin embargo, se me antoja que está dando unos rodeos enormes. Usted busca ahora una víctima perteneciente al pasado en lugar de lanzarse a la búsqueda de un individuo que asesinó a una niña aquí, en Woodleigh Common, hace tres días.

—No se preocupe —contestó Poirot—. De ese pasado en que estoy ahondando iremos al futuro. Pronto salvaremos la distancia existente entre esos dos años y medio y hoy. Por consiguiente, tenemos que considerar algo que ustedes, sin duda, habrían considerado ya. ¿Había entre la gente de Woodleigh Common participante en la famosa reunión de la víspera de Todos los Santos alguien que hubiese tenido que ver con algún crimen cometido tiempo atrás?

—Podemos estrechar algo más la cosa ahora —manifestó Spence—. Es decir, si procedemos correctamente al aceptar su suposición de que Joyce fue asesinada por el hecho de haber proclamada públicamente que había presenciado un crimen… Pronunció tales palabras mientras se efectuaban los preparativos con vistas a la reunión. Es posible que nos equivoquemos al estimar tal paso como el móvil del crimen, pero… Para mí que obramos correctamente al pensar que alguien que escuchó sus afirmaciones decidió actuar con la mayor rapidez posible.

—¿Quiénes se hallaban presentes en la casa al hablar la chica? —inquirió Poirot.

—Redacté una lista.

—¿Con todo cuidado?

—Con el máximo de los cuidados. La comprobé varias veces. Aquí están los dieciocho nombres.


RELACIÓN DE LAS PERSONAS PRESENTES DURANTE LOS PREPARATIVOS PARA LA REUNIÓN DE LA VÍSPERA DE TODOS LOS SANTOS

Señora Drake (dueña de la casa)

Señora Butler

Señora Oliver

Señorita Whittaker (profesora)

Simón Lampton (sacerdote)

Rev. Charles Cotterel (vicario)

Señorita Lee (ayudante del doctor Ferguson)

Ann Reynolds

Joyce Reynolds

Leopold Reynolds

Nicholas Ransom

Desmond Holland

Beatrice Ardley

Cathie Grant

Diana Brent

Señora Carlton (asistenta doméstica)

Señora Minden (mujer de la limpieza)

Señora Goodbody (colaboradora)


—¿Seguro que aquí no falta ninguna persona?

—No puedo darle todo género de seguridades en ese aspecto —manifestó Spence—. Nadie podría hacerlo. Hay que tener en cuenta que en esas ocasiones entran y salen de las casas personas constantemente. Unas aparecen con una colección de bombillas de colores; otras proporcionan varios espejos; hay quien aporta unas cuantas fuentes grandes, o suministran un buen cubo de plástico… Allí entraba y salía gente a cada paso. Estos colaboradores no se quedaban a ayudar a los demás. Por consiguiente pudo haberse presentado allí alguien que pasase inadvertido por completo. Pero, en cambio, ese alguien, aunque hubiese permanecido allí unos segundos, habría podido oír las palabras pronunciadas por Joyce dentro del cuarto de estar. Había levantado la voz… No podemos limitarnos exclusivamente y rigurosamente a esta lista, pero convengamos en que es la más completa de que disponemos. Aquí la tiene. Échele un vistazo. Junto a los nombres he anotado una breve descripción.

—Muchas gracias. Y ahora, una pregunta tan sólo… Usted debe de haber interrogado a algunas de estas personas, a aquellos, por ejemplo, que asistieron a la reunión. ¿Aludió alguna a lo que Joyce dijera sobre el hecho de haber sido testigo presencial de un crimen?

—Creo que no. No existe de ello un registro oficial. Lo primero que oí sobre el particular es lo que usted me dijo.

—Interesante —comentó Poirot—. Podría calificarse también de notable.

—Evidentemente, nadie tomaría aquello en serio —dijo Spence.

Poirot, reflexivo, asintió.

—Estoy citado con el doctor Ferguson —dijo—. No quiero hacerle esperar.

Parsimoniosamente, plegó la hoja de papel que Spence le había entregado, guardándosela en uno de sus bolsillos.

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