CAPÍTULO XX





TRAS abandonar la casa de la señora Butler, Poirot se alejó de ella por el camino que le enseñara Miranda. El claro en el seto había sido ampliado. Alguien, quizás alguna persona más voluminosa que Miranda, había utilizado el pasadizo. Subió por el sendero de la antigua cantera, observando una vez más la belleza de aquel escenario. «He aquí un hermoso jardín», se dijo Poirot. Pero sintió lo mismo que sintiera durante su primera visita. Aquel lugar le parecía hechizado. Dentro de su belleza había algo de dura expresión, como si estuviese animado por una savia violenta. Podía ser que mucho tiempo atrás, por aquellos serpenteantes caminos, hubiesen corrido fantasmales personajes tras sus víctimas; más de una diosa, tal vez, decretaría por allí los sacrificios que tenían que serle ofrecidos.

Se hacía cargo perfectamente de por qué no se había convertido en centro de excursiones habitual aquel sitio. El escenario, de otro lado prodigioso, rechazaba los típicos huevos hervidos de los excursionistas, sus ensaladas, sus naranjas, las bromas más o menos finas que seguían a las meriendas. El paisaje había cambiado. Quizás hubiese resultado más humano y acogedor de no haberse dejado guiar tal fielmente la señora Llewellyn-Smythe de su fantasía. Le habría venido bien la supresión de su especial atmósfera. ¡Ah! Pero la señora Llewellyn-Smythe no se contentaba con cualquier cosa. Era una dama ambiciosa y, por añadidura, muy rica.

Poirot pensó por un momento en los testamentos… Pensó en los testamentos que solían hacer las mujeres acaudaladas; reparó en las numerosas mentiras que circulaban en torno a los documentos de tal carácter redactados por las mujeres ricas; enumeró los diversos sitios en que las mujeres de dinero escondían sus testamentos; se esforzó por imaginarse la manera de reflexionar de un falsificador: indudablemente, el testamento aquél había sido una pura falsedad. El señor Fullerton era un abogado precavido y competente. Estaba seguro de eso. Era de los abogados que aconsejaban lealmente a sus clientes, que les sugerían un camino a seguir cuando se veras existía una salida para su problema.

Dobló una curva del sendero experimentando la sensación momentáneamente de que sus pies tenían más importancia que sus especulaciones. ¿Estaba siguiendo un atajo para llegar cuanto antes a la casa del superintendente Spence o no? Estaba avanzando en línea recta, desde luego, pero en la carretera principal sus pies lo habrían pasado mejor. El sendero en cuestión no se hallaba alfombrado por ninguna capa de césped. Presentaba la dureza de la piedra. Hacía pensar en un vestigio escondido de la antigua cantera.

De pronto, se detuvo.

Enfrente de él divisó dos figuras. Sentado en un saliente rocoso, contempló a Michael Garfield. Tenía un bloc de papel sobre las rodillas y estaba dibujando, concentrando enteramente su atención en la labor que tenía entre manos. A escasa distancia de él, de pie junto a un pequeño y rumoroso arroyo, se encontraba Miranda Butler. Hércules Poirot se olvidó por completo de sus pies, olvidó los trastornos del cuerpo humano y se recreó en el bello espectáculo que pueden ofrecer dos seres humanos bien conjuntados.

Indudablemente, Michael Garfield era un joven de una perfección física asombrosa. Poirot no supo responder a sí mismo a la pregunta de si aquel hombre era o no de su agrado. Siempre es difícil saber si a uno le gusta alguien tan bello. Cualquiera gusta de contemplar la belleza, pero… La belleza en las mujeres era una cosa permitida, familiar, pero Hércules Poirot no estaba seguro de que le agradara en los hombres. A él mismo no le habría complacido, ni mucho menos, ser un hombre guapo. Claro que nunca había corrido semejante riesgo… Había solamente una cosa de su persona que satisfacía plenamente a Hércules Poirot: su espléndido bigote. Y también la forma en que éste reaccionaba ante sus esmerados cuidados. El bigote en cuestión era magnífico. No sabía de nadie que conociese otro mejor. Ni siquiera que lo igualara. Él no había sido jamás un hombre hermoso, ni bien parecido. La belleza, en su caso, podía ser dejada a un lado…

En cuanto a Miranda… Pensó de nuevo, como ya había pensado antes, que era su gravedad lo que en ella resultaba más atractivo. Se preguntó qué era lo que pasaría por su cabeza en aquellos instantes. Nunca lo sabría… La muchacha no diría así como así lo que estaba pensando. Probablemente, ni siquiera formulándole preguntas directas. Tenía una mente original, una mente reflexiva. Poirot se dijo que ella era vulnerable. Muy vulnerable. Acerca de las chicas él sabía ya algunas cosas. O creía saberlas. Todo era una pura hipótesis, pero se sentía casi seguro…

Michael Garfield levantó la vista diciendo:

—¡Oh! El señor «Bigotes». Buenas tardes, señor.

—¿Me permite que mire lo que está usted haciendo? ¿Le importuno, quizá? No quisiera que me juzgase impertinente.

—Puede usted mirar lo que quiera. A mí me da igual —repuso Michael Garfield—. No sabe usted lo que me estoy divirtiendo en estos instantes.

Poirot se asomó al bloc por encima de uno de sus hombros. Asintió. Tenía delante un dibujo a lápiz de muy delicadas líneas, unas líneas qué resultaban casi invisibles. Poirot pensó que el joven sabía dibujar. Y no solamente era capaz de proyectar jardines. Exclamó en voz baja, casi:

—¡Exquisito!

—Es lo mismo que yo estaba ahora pensando —declaró Michael Garfield.

Adrede, dio a sus palabras una entonación especial, para significar, que también podía estar refiriéndose a la deliciosa criatura que tenía delante, como modelo.

—¿Cómo se le ocurrió a usted la idea de llevar a la chica a su bloc de apuntes?

—¿Quiere saber por qué estoy haciendo esto? ¿Cree usted de veras que existe alguna razón?

—Pudiera existir.

—Es verdad. Si yo me voy de aquí algún día, hay una o dos cosas que deseo recordar. Miranda es una de ellas.

—¿La olvidaría usted fácilmente de otro modo?

—Muy fácilmente. Yo soy así. Pero me consta, sé muy bien que el olvido de algo o de alguien, la imposibilidad de evocar un rostro, el giro de un hombro, un simple gesto, la estampa de un árbol, una flor, un trozo de paisaje, producen en uno una terrible angustia, una verdadera agonía, a veces. Uno ve algo, este algo se fija en la memoria, pero es perecedero y por fin el recuerdo se desvanece…

—No es precisamente lo que va a suceder con este jardín, creo yo.

—¿Usted cree? Este jardín no constituirá una excepción. Se perderá si no hay nadie que se ocupe de él. La Naturaleza lucha por lo que es suyo. Esto necesita amor y atención, cuidado y destreza. Si se forma algún comité para atender lo que estamos viendo (que es la solución que se da a estas cosas hoy en día), sus miembros se dedicarán a «conservar» lo que han encontrado. Y sucederá entonces, inevitablemente, que se incorporarán al paisaje muchos otros adornos, que serán abiertos nuevos senderos, que serán instalados asientos a ciertas distancias. Hasta pudiera ser que fuesen colocados en los caminos algunos bidones para la recogida de basuras. ¡Oh, sí! La gente que integra tales comités es muy celosa, atenta y conservadora. Y esto que tenemos aquí no se presta a esos manejos. Esto es algo salvaje. Mantener el paisaje de esta manera es más difícil que planear una ordenación convencional.

—¡Monsieur Poirot! —dijo la chica, desde el otro lado del arroyo.

Poirot avanzó unos cuantos pasos para oír mejor su voz.

—Por fin te he encontrado. Viniste para que te hiciesen un retrato a lápiz, ¿no es así?

Ella denegó moviendo la cabeza.

—No vine aquí por eso. Fue una casualidad…

—Sí —confirmó Michael Garfield—. Fue una casualidad… A veces tiene uno rachas de suerte.

—¿Querías dar un paseo por tu jardín favorito, sencillamente?

—En realidad, iba en busca del pozo.

—¿Hablas de un pozo?

—Hubo un pozo «de los deseos» en este bosque…

—Piensa que esto fue en otro tiempo una cantera. No sé de pozos de esa clase ni de ninguna otra en las canteras normales.

—La cantera estuvo rodeada siempre por un bosque. Hubo árboles por aquí. Michael sabe dónde está el pozo, pero no ha querido decírmelo.

—Te resultará más divertido buscarlo, niña —manifestó Michael Garfield—. Especialmente, por el hecho de no estar muy segura acerca de su existencia.

—La señora Goodbody sabe todo lo que se puede saber sobre este asunto.

Miranda agregó:

—La señora Goodbody es una bruja.

—Muy cierto —declaró Michael—. Es la bruja local, monsieur Poirot. Usted ya sabe que en la mayor parte de los pueblos suele haber una bruja. No siempre se las llama así, pero todo el mundo sabe a qué atenerse… Estas mujeres predicen el futuro, impulsan el crecimiento de unas begonias, prohíben a la vaca de un granjero que siga dando leche y hasta administran o ceden pociones amorosas…

—Era el pozo de los deseos —dijo Miranda—. La gente venía aquí y formulaba los suyos. Tenían que darle tres vueltas al revés y se encontraba en la ladera de una elevación, por lo cual la maniobra no era tan fácil como parece a primera vista —Miranda miró más allá de Poirot y Garfield—. Acabaré localizándolo, aunque nadie me dé una orientación. Está aquí, en alguna parte… Fue sellado, ha informado la señora Goodbody. ¡Oh! Años atrás cayó en él un niño… Han podido caer en él otras personas posteriormente…

—Bueno, sigue pensando así —recomendó Michael Garfiled—. Es una leyenda local muy buena… Ahora, he de indicarte que hay un pozo semejante al citado, en Little Belling.

—Pues sí —repuso Miranda—. Lo sé todo acerca de ése. Es muy corriente. Todo el mundo sabe dónde para, lo cual lo echa todo a perder. La gente arroja monedas al interior de él… Ni siquiera tiene agua, de modo que no se produce ni el más leve chapoteo.

—Chica, lo siento.

—Le pondré al corriente cuando encuentre el mío —aseguró Miranda.

—No debes dar crédito siempre a todo lo que te asegure una bruja. Yo no creo que cayera ninguna criatura en el pozo en cuestión… Supongo que sí caería al mismo algún gatito, ahogándose.

Ding, dong dell,, pussy’s in the well —recitó Miranda, levantándose—. Tengo que irme ahora. Mi madre estará esperándome.

La niña se deslizó cuidadosamente por encima de la roca en que estaba, sonrió a los dos hombres y se alejó.

Ding, dong dell —repitió Poirot, pensativo—. Uno cree lo que quiere creer, Michael Garfield. ¿Estaba en lo cierto la chica o no estaba en lo cierto?

Michael Garfield contempló caviloso a su interlocutor. Luego sonrió.

—Está en lo cierto —replicó—. Hay un pozo y se encuentra sellado, como ella declaró. Supongo que resultaría peligroso. No creo que fuese nunca el clásico y fantástico «Pozo de los deseos». Me figuro que la señora Goodbody habrá hablado más de la cuenta. También hay un árbol de los deseos. Lo hubo al menos. Es uno de los abedules de la ladera. La gente le daba tres vueltas caminando hacia atrás, formulando luego un deseo.

—¿Y qué fue de él? Ya no hay nadie que vaya a darle vueltas, ¿eh?

—No. Me parece que fue derribado por un rayo hace unos seis años. Lo partió en dos.

—¿Habló usted con Miranda de eso?

—No. Pensé que era mejor que concentrara su atención en el pozo. El abedul, de todos modos, podría proporcionarle menos diversiones.

—Tengo que continuar mi camino —advirtió Poirot a su interlocutor.

—¿Va usted a casa de su amigo el policía?

—Sí.

—Da usted la impresión de estar cansado.

—Es que, en efecto, lo estoy —contestó Hércules Poirot—. Me siento extraordinariamente cansado.

—Se sentiría más cómodo si calzara zapatos de lona o sandalias.

—Ah, ça non.

—Le entiendo. Le preocupa su aspecto exterior —Michael estudió a Poirot con detenimiento—. El tout ensenble es muy bueno. Tengo que aludir de una manera muy especial a su soberbio bigote.

—Me satisface mucho que haya reparado en él —contestó Poirot.

—¿Y quién es el que podría dejar de advertirlo?

Poirot hizo una pausa. Luego dijo:

—Al referirse a su dibujo usted declaró antes que lo hacía porque deseaba recordar a Miranda. ¿Significa eso que se marcha de este lugar?

—Pensaba en ello, sí.

—No obstante, usted se me ha antojado bien placé, ici.

—Y no se ha equivocado. Dispongo de una casa para vivir, una casa de reducidas dimensiones, pero proyectada por mí mismo. También he de decir que tengo mi trabajo, si bien me resulta menos satisfactorio que en otra época. En consecuencia, me asalta una inquietud cada vez más creciente.

—¿Por qué le parece su trabajo ahora menos satisfactorio?

—Porque la gente me obliga a cada paso a hacer las barbaridades más atroces. Hay gente que aspira a mejorar sus jardines; otros compran un trozo de tierra y levantan una casa en él, solicitando un proyecto de jardín…

—¿No está trazando el de la señora Drake?

—Eso quiere ella. Le hice algunas sugerencias que creo que le agradaron. Pero esa mujer —añadió Michael Garfield, pensativo—, no me inspira mucha confianza.

—¿Opina que no le dejará llevar a cabo lo que usted se propone?

—Opino que hará lo que quiera y que aunque se sienta atraída por las ideas que le he esbozado, cuando menos me lo piense saltará con algo distinto e inesperado. Solicitará, quizás, algo utilitario, caro, ostentoso… Jugará conmigo. Insistirá en que sean llevadas a la práctica sus sugerencias. Yo me opondré y entonces reñiremos. Lo mejor sería que me fuese de aquí antes de que se produjera esa riña. Lo que acabo de decirle de la señora Drake es válido para otras vecinas. Yo soy, profesionalmente, conocido. No tengo necesidad de establecerme en un sitio determinado. Creo que daré con un paraje que sea de mi agrado dentro de Inglaterra. Quizás algún atractivo rincón de Normandía o Bretaña…

—Cualquier sitio donde pueda usted ayudar a la Naturaleza, mejorarle, le sirve, ¿no? Usted busca un lugar donde poder experimentar sus ideas, donde poder hacer cosas extrañas, donde dar vida a vegetaciones desconocidas en el ambiente, donde no haya que temer los rigores del sol ni de la nieve… Usted busca, tal vez, una tierra en la que poder sentirse Adán… ¿Siempre fue usted un hombre inquieto?

—Nunca estuve en ninguna parte mucho tiempo.

—¿Ha visitado Grecia?

—Sí. Y me agradaría visitarla de nuevo. ¿Ve? Allí podría existir para mí una labor en perspectiva: un jardín en la ladera de una de las elevaciones del país. Podrían prosperar los cipreses y no muchos más árboles allí. Una extensión rocosa y estéril. Sin embargo, deseándolo, ¿qué es lo que no se puede hacer?

Un jardín para que paseen por él los dioses…

—Sí. Usted es un lector consciente, de buena memoria, además, monsieur Poirot.

—Quisiera serlo. Y me gustaría saber muchas cosas que en la actualidad desconozco.

—Está hablándome ahora de algo completamente prosaico, ¿no?

—Desgraciadamente, así es.

—¿Piensa en algún delito? ¿De qué clase? ¿Incendio premeditado, asesinato? ¿Se ha acordado de alguna muerte repentina?

—Más o menos… No sé que haya considerado lo del incendio… Dígame, señor Garfield… Usted lleva aquí ya bastante tiempo. ¿Llegó a conocer en este poblado a un joven llamado Lesley Ferrier?

—Sí. Me acuerdo de él, desde luego. Estuvo colocado en las oficinas de unos abogados de Medchester, ¿no? Fullerton, Harrison y Leadbetter, creo que era la razón social. Trabajó como simple empleado, me parece. Era un individuo de muy buen ver.

—Acabó mal, ¿verdad?

—En efecto. Murió apuñalado una noche. Cosas de faldas, según creo. Todo el mundo, al parecer, estaba convencido de que la policía conocía la identidad del asesino, pero los investigadores no pudieron hacerse con las pruebas indispensables. Tuvo que ver en mayor o menor grado con una mujer llamada Sandra. Sandra No-sé-qué… No recuerdo su apellido. El marido tenía un establecimiento, una taberna. Ella y Lesley sostenían relaciones amorosas y luego el muchacho empezó a ir con otra. Tal fue al menos la historia que por aquí circuló.

—Y a Sandra no le agradaron sus andanzas, ¿eh?

—No. En absoluto. Por lo visto, al hombre se le daban bien las chicas. Aquí tuvo relación con unas cuantas…

—¿Eran todas chicas inglesas?

—¿Por qué me hace usted esa pregunta? No creo que nuestro amigo se interesase exclusivamente por las muchachas inglesas. La única condición que pondría sería la de que las chicas hablasen su propio lenguaje, en la medida suficiente para lograr entenderlas y que ellas les entendieran a él. Lo de su nacionalidad sería el detalle accesorio, seguramente.

—¿Se han visto muchachas extranjeras frecuentemente por esta zona residencial?

—Naturalmente. ¿Dónde no las hay? Las más corrientes son las chicas au pair… Forman parte de la vida cotidiana. Las hay feas, guapas, honestas, inmorales, para todos los gustos. Las hay que se portan perfectamente con sus amas de casa respectivas; en otros hogares se encuentran de las que no sirven para nada; se sabe también de aquellas que se pasan la jornada callejeando. Otras terminan por esfumarse…

—Como Olga…

—Usted lo ha dicho: como Olga.

—¿Era Lesley amigo de Olga?

—¡Ah! De manera que estaba usted apuntando ahí. Sí. Era amigo de Olga. No creo que la señora Llewellyn-Smythe estuviese al corriente de tal amistad. Olga era muy precavida, me parece. Hablaba gravemente de un hombre con quien esperaba contraer matrimonio algún día en su país. No sé si esto era verdad o se lo había inventado. Lesley era un joven de grandes atractivos personales, como he indicado. No sé qué es lo que vio en Olga. La muchacha no tenía nada de bella. Sin embargo… —Garfield reflexionó unos segundos antes de continuar hablando—: observábase en su persona una intensidad vital curiosa. Yo opino que un inglés habría podido hallar refrescante tal detalle. Sea lo que fuere, Lesley se comportó bien y entretanto sus otras amiguitas no se sentían a gusto.

—Todo eso llama la atención —comentó Poirot—. Me figuré que usted podría facilitarme una información que precisaba.

Michael Garfield escrutó atentamente el rostro de Poirot.

—¿Por qué? ¿A qué viene todo esto? ¿Por qué ha salido Lesley a colación? ¿Por qué escarbamos en el pasado?

—En el pasado hay siempre cosas que uno desea conocer. Se desea saber muchas veces cuál ha sido el hilo de los acontecimientos. Al volver la cabeza hacia atrás, yo miro mucho más lejos incluso… Me remonto a la fecha en que esa pareja, la formada por Olga Seminoff y Lesley Ferrier, se veía secretamente, sin que lo supiese la señora Llewelyn-Smythe.

—Bueno, de eso no estoy yo muy seguro. Ha sido una idea… Una idea personal. Hablé con ellos en ocasiones, pero Olga no se confió nunca a mí. Por lo que respecta a Lesley Ferrier, he de decir que apenas lo conocía.

—Quiero remontarme más atrás. Tengo entendido que él pasó por ciertos apuros en el pasado.

—Así lo creo. Se habló de él al menos aquí. El señor Fullerton lo colocó en su oficina, esperando hacer del joven un hombre honrado. El viejo Fullerton es una buena persona.

—Fue autor de una falsificación, ¿no?

—Sí.

—Era la primero que cometía… Le rodeaban unas circunstancias muy especiales… Su madre estaba enferma; su padre era un alcohólico. Algo se afirmó en este tipo. De todas maneras, escapó bien del asunto.

—Nunca conocí los detalles del caso. Hubo muchas habladurías. Falsificación. Sí. Tal fue el cargo que se formuló contra él: el de falsificación.

—Y cuando la señora Llewellyn-Smythe falleció y se leyó su testamento descubrióse que éste había sido falsificado.

—En efecto. Ya me doy cuenta de lo que está usted pensando. Usted alude a estas dos cosas suponiendo que guardan relación entre sí.

—Estamos ocupándonos de un hombre que hasta cierto punto es un buen falsificador. Es un joven que se hace amigo de la chica, de una chica que, de haber sido declarado auténtico el testamento, habría heredado la mayor parte de una gran fortuna.

—Sí, sí, desde luego. Es lo que hubiera pasado.

—Y la chica y el joven de la falsificación eran grandes amigos. Él se había separado de su antigua amiga, incluso, relacionándose en su lugar con la extranjera.

—Usted está sugiriendo que el testamento falsificado salió de las manos de Lesley Ferrier.

—Es una suposición bastante razonable, ¿no?

—Decíase de Olga que era capaz de imitar la letra de la señora Llewellyn-Smythe bastante bien… Pero a mí me parece que ése fue siempre un punto confuso. Escribía cartas a mano en nombre de su señora, pero yo no creo en una similitud total. El parecido sería superficial seguramente. La cosa cambiaba, no obstante, de haber unido Lesley y ella sus fuerzas. Yo me atrevería a afirmar que él era capaz de realizar un buen trabajo, de hacer pasar un papel falso por auténtico. Bueno, se creía capaz… La primera vez se equivocó y me imagino que también le pasó eso luego. Es posible que al «hincharse» aquello, cuando los expertos fueron llamados y formularon algunas preguntas, la muchacha perdió los estribos, se dejó llevar por sus nervios y riñó con Lesley. Finalmente, se evaporó, esperando que él cargaría con toda la culpa.

Michael Garfield movió la cabeza repetidas veces.

—¿Y por qué viene usted aquí, a mi hermoso jardín, a hablarme de semejantes cosas?

—Quería estar informado.

—Es mejor ignorar ciertos datos. Es mejor ignorarlo todo. Es mejor dejar las cosas como están. Vale más estarse quieto, no curiosear, no meter la nariz en esto y aquello.

—Usted es un hombre ansioso de belleza —dijo Hércules Poirot—. Desea conseguir la belleza a cualquier costo. Yo lo que necesito es la verdad. Siempre la verdad.

Michael Garfield se echó a reír.

—Reúnase de nuevo con sus amigos policías y déjeme tranquilo aquí, en mi paraíso local. Vade retro, Satanás!

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