CAPÍTULO XXIV

1


LA señora Oliver se había refugiado tras una mesa, junto a una de las ventanas de «El Muchacho Negro». Era todavía temprano, de modo que el comedor todavía no se había llenado. Luego, Judith Butler, que había entrado en el tocador de señoras para empolvarse un poco la nariz, regresó, sentándose enfrente de su amiga.

—¿Qué es lo que va a comer Miranda? —inquirió la señora Oliver—. Diremos que nos sirvan algo para ella también, ¿eh? Supongo que no tardará ya en volver.

—A Miranda le gusta mucho el pollo asado.

—Bueno. No tendremos dificultades entonces. ¿Y usted qué prefiere?

—Lo mismo.

—Tres pollos asados —dijo la señora Oliver al camarero.

Ariadne se recostó en su asiento, estudiando a su amiga.

—¿Por qué me mira de esta forma, Ariadne?

—Estaba pensando —respondió la señora Oliver.

—Pensando…, ¿qué?

—Pensaba en las pocas cosas que yo conozco acerca de usted.

—Bueno, eso es lo que nos pasa con todas las personas que tratamos.

—Quiere usted decir que nunca lo sabemos todo con respecto al prójimo.

—Aproximadamente.

—Quizás esté usted en lo cierto.

Las dos mujeres guardaron silencio.

—Los camareros son aquí bastante lentos a la hora de servir las mesas —comentó después la señora Butler.

Llegó un camarero con una bandeja llena de platos.

—Miranda, tarda ya… ¿Sabe dónde queda este comedor?

—Debe saberlo. Llegamos a asomarnos a él.

Judith se puso en pie, impaciente.

—No tendré más remedio que ir en su busca.

—¿Se habrá sentido mareada después del viaje en coche? ¿Se trastorna en los vehículos su hija?

—De más niña sí que le ocurría eso…

La señora Butler se reunió con Ariadne de nuevo cuatro o cinco minutos más tarde.

—En el tocador de señoras no está —manifestó—. Hay en él una puerta al exterior, que da al jardín. Es posible que la utilizara al salir de allí. Vería algún pájaro raro, algún árbol que le llamara la atención. Esta chiquilla es así…

—Hoy no disponemos de tiempo para los pájaros —contestó la señora Oliver—. Vaya a buscarla… Haga lo posible por localizarla cuanto antes. Tenemos que proseguir con nuestro viaje.

2


Elspeth Mackay cogió varias salchichas con un tenedor, colocándolas sobre un plato que introdujo en el frigorífico. Luego, empezó a pelar unas patatas.

Sonó el timbre del teléfono.

—¿La señora Mackay? Aquí el sargento Goodwin. ¿Está su hermano en casa?

—No. Se encuentra en Londres.

—El caso es que he telefoneado a Londres… Se fue. Cuando regrese dígale que hemos obtenido un resultado positivo.

—¿Quiere usted decir que han encontrado un cadáver en el pozo?

—No ha conducido a nada silenciar la cosa. Se ha sabido enseguida en todas partes.

—¿De quién se trata? ¿Es el cadáver de la servidora de la señora Llewellyn-Smythe?

—Al parecer, sí.

—¡Pobre muchacha! —exclamó Elspeth—. ¿Se arrojó al pozo? ¿Qué le pasó concretamente?

—No fue un suicidio… La muchacha murió apuñalada. Se trata, indudablemente, de un asesinato.

3


Después de haber abandonado su madre el tocador de señoras, Miranda aguardó un minuto o dos… Seguidamente, abrió la puerta, asomándose con todo género de precauciones. Luego, le llegó el turno a la que llevaba al jardín. Unos momentos más tarde se deslizaba por el sendero que conducía a un lugar en el que habían estado las cuadras de la antigua posada, convertidas ahora en un flamante garaje.

Desde allí, por una pequeña puerta, se salía a un camino. A escasa distancia había un automóvil estacionado. Dentro del mismo vio un hombre de enmarañadas cejas, grisáceas, como su barba, que estaba leyendo un periódico. Miranda abrió la portezuela y subió al vehículo, instalándose en el asiento situado junto al conductor. Inmediatamente, dejó oír una risita.

—Tiene usted un aspecto muy gracioso.

—Ríete, ríete, pequeña, si es eso lo que te apetece. Aquí no va a llamarte nadie la atención.

El coche arrancó. Poco después abandonaba el camino, torciendo a la derecha. Un giro a la izquierda y otro a la derecha, de nuevo, llevó el automóvil a otra carretera, de menor importancia que la anterior.

—En cuanto a la hora, vamos bien —dijo el hombre de la barba gris—. En el momento preciso podrás ver el hacha doble como debe ser admirada. Y también Kilterbury Down. La vista es maravillosa.

Otro coche les pasó a tan escasa distancia que se vieron forzados a echarse hacia una cuneta.

—Esos jóvenes idiotas… —comentó el barbudo.

Uno de los jóvenes llevaba los cabellos muy largos, tanto que le llegaban a los hombros siendo portador de unas gafas que le daban aspecto de búho. El otro, con sus largas patillas y moreneces, parecía un tipo latino, mediterráneo.

—¿Usted cree que mamá se sentirá preocupada por mi ausencia? —inquirió Miranda.

—No tendrá tiempo de preocuparse por ti. Cuando empiece a sentirse inquieta, tú te encontrarás ya en el sitio que deseas visitar.

4


Hércules Poirot, que todavía seguía en Londres, descolgó el teléfono. Llegó a su oído la voz de la señora Oliver.

—Se nos ha extraviado la pequeña Miranda.

—¿Qué me dice usted?

—Quisimos comer en «El Muchacho Negro». Ella visitó el tocador. Ya no regresó. Alguien dijo que la había visto en un coche, en compañía de un hombre de edad. Quizá no fuera la chica… Pudo ser otra niña. No sé…

—Ustedes no debieron perderla de vista un instante. Cualquiera de las dos pudo acompañarla al tocador. Ya le dije, amiga mía, que existía un riesgo, un peligro… ¿Se encuentra la señora Butler preocupada?

—Claro que está preocupada. ¿Por qué me lo pregunta? Está fuera de sí, realmente. Insiste en poner el hecho en conocimiento de la policía.

—Sí. Eso es lo lógico. Yo también haré una llamada con el mismo motivo.

—Pero, ¿por qué ha de estar Miranda en peligro?

—¿No lo sabe usted? Debiera saberlo ya —Poirot añadió—. El cadáver ha sido hallado. Me acabo de enterar…

—¿De qué cadáver me habla?

—Del que ha sido encontrado en un pozo.

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