CAPÍTULO XII





EL domicilio social de Fullerton, Harrison y Leadbetter era como tantos otros correspondientes a entidades que contaban con muchos años de existencia y poseían una merecida fama de respetables. El paso del tiempo se había notado en la firma. Ya no había en ella ningún Harrison ni Leadbetter. Figuraban al frente un tal Atkinson y un Cole, éste muy joven. Quedaba todavía el señor Jeremy Fullerton, socio principal.

El señor Fullerton era un hombre delgado, ya entrado en años, de faz impasible, de voz seca y formal, de ojos que, inesperadamente, parecían al interlocutor astutos. Debajo de una de sus manos había una pequeña hoja de papel que acababa de leer. La leyó una vez más, imponiéndose lentamente de su contenido. Luego, miró al hombre que le presentaba precisamente aquella nota…

—¿El señor Hércules Poirot?

Procedió a calibrar detenidamente a su visitante. Era un hombre ya mayor, un extranjero correctamente vestido, calzado con unos zapatos de cuero que el señor Fullerton juzgó demasiado pequeños para sus pies. En torno a los ojos comenzaban a dibujarse unas arrugas. Hallábase Fullerton, en su opinión, ante un «dandy», ante un atildado individuo, un extranjero, quien le era recomendado por el inspector Henry Raglan, de la Brigada de Investigación Criminal (¡quién hubiera podido adivinarlo!) y también por el superintendente Spence, en situación de jubilado, que en otro tiempo perteneciera a la plantilla de Scotland Yard.

Fullerton conocía a Spence. Éste había trabajado bien en su tiempo, mereciendo el aprecio de sus superiores. Por la mente de Fullerton cruzaron algunos recuerdos. Tales recuerdos guardaban relación con un caso célebre. Su sobrino Robert habíase ocupado de él. Un asesino psicopático, un hombre que no demostró el menor interés por defenderse, un individuo que aparecía empeñado en que lo colgaran, había sido el protagonista central del episodio. Nada de unos cuantos años de prisión, ni de un número indefinido de lustros entre rejas. Había que pagar la máxima penalidad.

Spence había estado encargado de la investigación de aquel caso. Obstinadamente, sin aspavientos, muy normal, insistió un día tras otro en que se habían hecho con el hombre que no era. Y así fue. Y la persona que había dado con lo que probaba la aseveración inicial de Spence resultó ser una especie de aficionado extranjero, en realidad un detective retirado de la policía belga. Fullerton pensó que el detective tenía ahora más años, pero que sin embargo sabría dar con el camino a seguir con la eficiencia de otros tiempos. Información. Esto era lo que se le pedía. ¿Y qué iba a decirle? Sinceramente, no creía poder serle útil en aquel particular asunto. El caso a indagar ahora era el del asesinato de una niña.

El señor Fullerton creíase en posesión de una idea segura al pensar en el probable autor de aquel homicidio. Bueno, seguridad no tenía ninguna, verdaderamente, ya que había tres aspirantes, como mínimo, en el asunto. Cualquiera de los tres jóvenes haraganes podía ser el autor del crimen. Flotaban las palabras de siempre en su cerebro: «subdesarrollo mental»… Un informe del psiquiatra. Así terminaría aquella historia, indudablemente. No obstante, aquello de ahogar a un niña en el transcurso de una fiesta juvenil era otro cantar, una cosa que nada tenía que ver con las inacabables historias de los niños que habiendo salido del colegio a su hora no llegaban jamás a sus casas, por haberse subido, en contra de las instrucciones recibidas de sus padres, a cualquier coche… Al final, en estos casos, el cadáver aparecía en unos matorrales o en cualquier hoyo o zanja… Un hoyo o zanja… ¿Cuándo fue eso? Muchos, muchos años atrás.

Toda esta operación mental se llevó sus buenos cuatro minutos. El señor Fullerton, luego, se aclaró la garganta, dejando oír una tos más bien de asmático. Seguidamente habló:

—Monsieur Hércules Poirot —repitió de nuevo—: ¿en qué puedo servirle? Supongo que desea hablarme del desgraciado caso de Joyce Reynolds. Un asunto desagradable, muy desagradable… No acierto a ver en qué puedo serle de utilidad aquí. Mis conocimientos sobre el tema son escasísimos.

—Veamos… Usted, según tengo entendido, es el consejero legal de la familia Drake, ¿no?

—¡Oh, sí, sí! Hugo Drake… ¡Pobre hombre! Un tipo sumamente grato. Hace muchos años que conozco a la familia. Desde que los miembros de ésta adquirieron «Apple Tress», viniéndose aquí a vivir. Una cosa muy triste, la polio… Él contrajo la enfermedad cierto año, mientras pasaba unas vacaciones en el extranjero. Mentalmente, desde luego, su salud era impecable. Resulta impresionante la enfermedad y sus efectos cuando ella se ceba en un hombre que ha sido un atleta durante toda su vida, un deportista, un tipo especialmente apto para todos los juegos que exigen destreza física. Sí. Tiene que ser ya bastante triste que un hombre se sepa un inválido para todos los años que le restan de existencia.

—Creo que ustedes cuidaban también los asuntos de la señora Llewellyn-Smythe…

—Su tía. Sí. En efecto. Una mujer muy notable esta señora. Vino aquí para reponer su quebrantada salud en la medida de lo posible. También para encontrarse cerca de sus sobrinos. Adquirió esa especie de «elefante blanco» que viene a ser Quarry House. Pagó por la finca más de lo que en realidad valía… Pero, en fin, el dinero no constituía para ella ningún obstáculo insuperable. Era una mujer acomodada. Pudo haberse hecho con una casa más atractiva, pero sucedió que el sector de la cantera le fascinaba, le interesó desde un principio. Después, se puso al habla con un especialista en trazado de jardines, un individuo que gozaba de un gran crédito dentro de su actividad profesional, tengo entendido. Era uno de esos tipos de cabellos largos, muy bien parecido… Ahora, competente de veras. Lo demostró más tarde, con su obra ya realizada. No en balde había sido uno de los ilustradores de Home and Gardens y otras publicaciones del ramo. Pues sí, amigo mío… La señora Llewellyn-Smythe sabía rodearse de buenos colaboradores. En el caso del joven no era que se sintiese atraída por su porte, aspirando a protegerlo por pura simpatía. Hay mujeres que se dejan llevar de esos detalles puramente superficiales… No. El hombre tenía algo detrás de la frente y se había destacado en su profesión realmente. Bueno, me parece que estoy divagando un poco. La señora Llewellyn-Smythe falleció hace un par de años, casi.

—De repente.

Fullerton fijó sus ojos en los de Poirot, muy serio.

—No. Yo no diría tanto. La mujer padecía del corazón y los médicos le ordenaron que no hiciese esfuerzos. Sin embargo, hay que señalar que no era de las personas que se pliegan fácilmente a determinadas órdenes. No era un ser hipocondríaco, desde luego —Fullerton tosió, añadiendo—. Supongo que nos estamos apartando del tema acerca del cual deseaba usted hablarme…

—No, no lo crea —contestó Poirot—. Si usted me lo permite, yo desearía hacerle algunas preguntas sobre otro asunto completamente distinto. Quisiera que me facilitase información relativa a un hombre que trabajó para ustedes, llamado Lesley Ferrier.

El señor Fullerton no disimuló su sorpresa.

—¿Lesley Ferrier? —inquirió—. Lesley Ferrier… Veamos… La verdad es que yo había olvidado casi por completo este nombre. Murió apuñalado, ¿no?

—A ese hombre me estoy refiriendo.

—Pues… Me parece que no voy a poder contarle muchas cosas acerca de él. Eso sucedió hace ya algún tiempo. Sí, en efecto: murió apuñalado una noche, en las inmediaciones del «Cisne Verde». No se arrestó a nadie. Me atrevería a decirle que la policía conocía la identidad del responsable del episodio, pero el problema radicaba en que no consiguió hacerse con las pruebas indispensables.

—¿El móvil fue de tipo amoroso? —preguntó Poirot.

—¡Oh, sí! Creo estar seguro de que sí… Los celos, ¿sabe usted? Lesley Ferrier había tenido relaciones con una mujer casada. El marido de ésta era dueño de una taberna. Estoy aludiendo al «Cisne Verde», de Woodleigh Common, un lugar sin pretensiones. Parece ser que el joven Ferrier inició otro juego amoroso con una segunda mujer… También se dijo que había habido más de una en danza. El hombre vivía pendiente de las faldas. Tuvo problemas antes, en una o dos ocasiones.

—¿Estaba usted contento con él como empleado?

—No estábamos quejosos. Tenía sus cosas. Se entendía bien con los clientes. Estudiaba con auténtica aplicación sus problemas y de haber prestado más atención a éstos, adoptando otro género de vida, otra conducta distinta, le hubiera ido mejor, indudablemente, ya que reunía ciertas condiciones. Una noche hubo una riña en el «Cisne Verde» y Lesley Ferrier fue apuñalado cuando se encaminaba a su casa.

—¿Usted qué cree? ¿Tuvo que ver con eso una de sus amiguitas o fue cosa de la mujer del «Cisne Verde»?

—No se puede contestar su pregunta de un modo radical, concreto. A mí me parece que la policía vio en el episodio una cuestión de celos y…

El señor Fullerton se encogió de hombros.

—¿No está seguro en cuanto a eso?

—Son cosas que pasan, a veces —manifestó el señor Fullerton—. «En el Infierno no se encuentra nada más furioso que una mujer desdeñada». He aquí una cita que se oye frecuentemente en las salas de justicia. La realidad la confirma a menudo.

—Pero yo creo ver en sus palabras que usted no está convencido del todo de que ahí radicara la explicación de lo ocurrido…

—Bueno, a mí me hubiera gustado disponer de más pruebas. Es lo mismo que le pasaba a la policía.

—¿Pudo tratarse de algo completamente distinto?

—¡Ya lo creo! Se hubieran podido aventurar varias hipótesis. El joven Ferrier no era un carácter firme, estable. Se había criado bien. Había disfrutado de una buena madre, viuda. El padre dejó bastante que desear, sin embargo. Salió con bien de algunas situaciones apuradas por verdadero milagro. Poca suerte la de su pobre esposa. Nuestro joven, en determinados aspectos, le salió al padre. Se hizo amigo de gente dudosa. Le aconsejé lo mejor que pude. Tenía pocos años todavía. Le advertí más tarde que había comenzado a seguir un camino que no podía acarrearle más que perjuicios. Tuvo que ver con transacciones de poca monta que tendían a burlar las leyes. Con franqueza: de no haber sido por su madre, yo no lo habría retenido. Era joven y tenía condiciones naturales para abrirse paso en la vida, honestamente. Hice lo posible porque se salvara. Fue inútil. Hay mucha corrupción en nuestros días. Y en los últimos diez años, esta corrupción no ha hecho más que aumentar, multiplicándose incesantemente.

—Pudo haber alguien que lograra gobernarlo a su antojo, ¿no cree?

—Es muy posible. Estos muchachos corren un peligro auténtico cuando se integran en cualquier asociación de maleantes. No es fácil salirse de ellas. Y muchos casos de rebeldía se resuelven con la hoja de acero hundida oportunamente entre las paletillas del disidente… No son nada raras estas cosas, créame.

—¿No hubo ningún testigo?

—No. No hubo. Es lógico. Quien planeó la operación tomó todas las precauciones… Se buscó una coartada, escogió el sitio más conveniente y la hora más a propósito…

—No obstante, alguien pudo presenciar el episodio. El personaje más insospechado: una criatura, por ejemplo.

—¿A hora avanzada de la noche? ¿En las inmediaciones del «Cisne Verde»? La idea me parece muy poco digna de crédito, monsieur Poirot.

—Una criatura —insistió Poirot—. Supongamos que se trata de una niña que salía de la casa de una amiga. Ambas vivían cerca una de otra. La chica pudo haber avanzado unos metros por un camino o haberse asomado por detrás de un seto…

—La verdad es que tiene usted una imaginación tremenda, monsieur Poirot. Eso que está usted diciendo se me antoja totalmente improbable.

—A mí no me lo parece tanto —respondió Poirot—. Los niños suelen ver más cosas de las que todo el mundo supone… Muy frecuentemente, están donde nadie se figura que puedan estar.

—Pero lo más seguro, cuando sorprenden algo que les llama la atención, es que se lo cuenten a sus familiares…

—Puede ser que ocurra lo contrario —declaró Poirot—. En muchas ocasiones no están seguros de su interpretación de los hechos presenciados. Especialmente si lo que han visto provoca en ellos un gran temor. No siempre los niños cuentan en casa el accidente de tráfico que presenciaron en la calle; no siempre refieren a los mayores la escena violenta que se ofreció a sus ojos. Los chicos saben guardar bien sus secretos. Y hasta acostumbran a convertirlos en centro de sus reflexiones.

—¡Bah! Todos acaban contándoselos a sus madres —objetó el señor Fullerton.

—Yo no diría tanto —contestó Poirot—. Sé por experiencia que son muchas las cosas que chicos y chicas ocultan a sus madres.

—¿Y por qué se interesa usted tanto por el caso Lesley Ferrier? Actualmente no es, por desgracia, un fenómeno raro la muerte violenta de un joven…

—Yo no sé nada acerca de él. Pero quería conocer algunos detalles sobre el joven. Fue una muerte violenta la suya que se produjo hace no muchos años. Esto puede ser de gran importancia para mí.

Un poco acre, el señor Fullerton contestó:

—En realidad, monsieur Poirot, no sé por qué ha venido a verme. Tampoco acierto a ver qué es lo que a usted le interesa de veras. No es posible que sospeche que pueda existir alguna relación entre la muerte de Joyce Reynolds y la de un joven de conducta un tanto rara que fue asesinado hace varios años.

—Las sospechas no pueden serlo todo —manifestó Poirot—. Lo que importa es averiguar más y más…

—En los asuntos que se refieran a crímenes, permítame que le diga que lo que interesa es dar con pruebas.

—Usted se habrá enterado, quizá, de que la chica muerta, Joyce, proclamó ante varios testigos que ella había tenido ocasión de presenciar un crimen.

—En un sitio como éste —repuso el señor Fullerton—, llegan a los oídos de uno todos los rumores que circulan por el lugar. También hay que dejar sentado que lo usual es que las habladurías vayan siendo cada vez más exageradas, hasta el punto de sentirse uno inclinado a rechazarlas, como absolutamente indignas de ser creídas por una persona sensata.

—Cierto —corroboró Poirot—. Según tengo entendido, Joyce contaba trece años de edad. Los acababa de cumplir… Una niña de nueve es capaz de retener en su memoria cualquier episodio que haya presenciado: un accidente de tráfico, una riña con navajas en las sombras de una calle, la muerte de una profesora, estrangulada por un desconocido… Estas escenas originan una fuerte impresión en la mente de una criatura, que no se atreve a hablar de lo que ha visto, que se siente indecisa en lo tocante a su interpretación y significado, que convierte tales experiencias indirectas en materia de reflexión constante. El chico —o la chica—, puede llegar a olvidar las escenas en cuestión, hasta que más tarde sucede algo que lleva a recordar una de ellas o varias. ¿Conviene usted conmigo en que todo eso puede pasar, es bastante normal?

—¡Oh, sí, sí! Sin embargo… Sin embargo, me parece la suya una suposición… muy traída por los pelos.

—Si no recuerdo mal, creo que usted podría hablarme de cierto caso extraño, referente a la desaparición de una chica extranjera. Se llamaba Olga… o Sonia, no me acuerdo bien… ¿Cuál era su apellido?

—La chica se llamaba Olga Seminoff.

—No era una persona en quien se pudiese confiar sin más, ¿no es verdad?

—No.

—Fue señorita de compañía o doncella de la señora Llewellyn-Smythe, ¿no?, de quien hace unos momentos hemos estado hablando… La tía de la señora Drake…

—Sí. Habían ocupado el puesto anteriormente otras dos chicas. También extranjeras, por cierto. Con una de ellas se disgustó casi inmediatamente; la otra era amable y complaciente, pero estúpida a más no poder. La señora Llewellyn-Smythe, no estaba hecha precisamente para soportar a las personas necias. Olga, su última servidora, se acomodó, al parecer, perfectamente a su modo de ser. Si mi memoria no me falla, creo recordarla como una joven no dotada de atractivos fuera de lo común. Era de escasa estatura, rechoncha, más bien tenía unas maneras bruscas y a la gente del sector residencial no le cayó bien.

—En cambio, la señora Llewellyn-Smythe sentía auténtica debilidad por ella —sugirió Poirot.

—Se mostró muy apegada a la joven, sí… Hasta un punto rayano en la imprudencia, se vio luego.

—¡Ah, claro!

—Indudablemente —manifestó el señor Fullerton—, yo no le estoy diciendo a usted nada que no haya oído antes… Estos rumores se esparcen como un reguero de pólvora.

—Tengo entendido que la señora Llewellyn-Smythe dejó una gran suma de dinero a la muchacha.

—Una de las cosas más sorprendentes que podían suceder –declaró el señor Fullerton—. La señora Llewellyn-Smythe había mantenido fijas sus disposiciones testamentarias fundamentales durante muchos años. Lo único que hizo fue añadir a aquéllas algunos donativos o alterar ciertos legados que ya no tenían objeto, por el hecho de haberse producido determinadas defunciones. Quizá le esté refiriendo cosas que usted ya conoce, si es que se encuentra interesado por este asunto. El dinero de la anciana tenía que ir a parar a su sobrino, Hugo Drake, y a la esposa de éste, que además era su prima y sobrina también de la señora Llewellyn-Smythe. Si uno de ellos moría antes, el dinero iría a parar al superviviente. En el testamento se atendía a las necesidades de muchas instituciones benéficas y se recompensaba a algunos viejos servidores. Pero el documento que, según se alegó, contenía las últimas disposiciones, fue redactado tres semanas antes de su fallecimiento y no por nuestra firma, como el precedente. Tratábase de un codicilo escrito de su puño y letra. Incluía dos o tres donativos, menos que antes, y los viejos criados se quedaron sin nada. Lo que restaba de la considerable fortuna era cedido a Olga Seminoff, como muestra de gratitud por sus abnegados servicios y por el afecto con que había tratado a su señora. Tal medida resultaba extraordinariamente extraña. Nadie podía esperar semejante proceder de aquella dama…

—¿Qué pasó entonces? —inquirió Poirot.

—Tiene usted que haber oído comentarios sobre lo que ocurrió posteriormente. Los expertos en la materia dictaminaron que el codicilo en cuestión era una pura falsedad. La letra que figuraba en el documento se parecía a la de la señora Llewellyn-Smythe. Ya no había más… A la anciana no le había agradado nunca la máquina de escribir, solicitando de Olga en numerosas ocasiones que le escribiera cartas muy personales imitando con la máxima perfección su letra. La joven había llegado a firmar los escritos con el nombre de su señora, con su rúbrica también. Había logrado una gran práctica en este aspecto. Al parecer, al morir la señora Llewellyn-Smythe la chica decidió dar un paso más adelante, creyendo que se hallaba en condiciones de hacer pasar un documento falso por auténtico. Pero a los peritos calígrafos no se les puede engañar fácilmente. Era imposible…

—¿Se adoptaron medidas para refutar enseguida legalmente el documento?

—Naturalmente. Por supuesto, produjéronse ciertas dilaciones inevitables. Hay trámites ineludibles en estos asuntos… Durante ese período de tiempo, la joven debió perder la serenidad, se puso nerviosa y, como le dije hace unos instantes, desapareció…

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