TABULAE

A las afueras de Orléans, 1128

El campamento parecía completamente dormido.

Desde su posición, acurrucado junto a una espesa mata de juncos al otro lado del Loire, Rodrigo tomó buena nota de dónde estaban los rescoldos de las hogueras y calculó, haciendo un serio esfuerzo, cuánto tardaría en atravesar el río antes de alcanzar el centro del asentamiento.

No iba a ser fácil, concluyó. El puente más cercano estaba a más de dos millas de allí, y aun abusando de la oscuridad total de una noche sin luna como aquella, era muy probable que hubiera guardias armados hasta los dientes vigilando el perímetro del campamento. Los rumores en la ciudad no dejaban lugar a dudas: aquél era un convoy recién llegado de Tierra Santa, que debía de estar protegiendo alguna reliquia muy valiosa, propiedad de algún noble señor. Un vasallo del rey que había organizado la protección de la caravana a manos de cinco caballeros y su nutrido y bien armado séquito de hombres.

Cualquier riesgo merecía la pena.

La caravana era, por otra parte, todo un misterio: el contenido exacto del cargamento y la identidad de su propietario no habían trascendido aún, y las fuerzas vivas de la ciudad no sabían ya qué hacer para satisfacer su curiosidad. Dos días llevaba el contable del señor feudal recaudando cada vez más altos tributos de paso que los caballeros, para su pasmo y el del conde, pagaban sin chistar. Los peajes en cada uno de los puentes atravesados fueron abonados en oro e incluso habían tenido el piadoso gesto de hacer una espléndida donación para las obras de la catedral del burgo. ¿Qué raro tesoro merecía tantos dispendios? El obispo de la ciudad, Raimundo de Peñafort, no podía soportar tanto misterio.

Por eso Rodrigo estaba allí. Su misión era infiltrarse hasta el corazón mismo de la caravana, ver con sus propios ojos qué transportaban aquellos hombres e informar después a Peñafort. El obispo, claro está, no deseaba un enfrentamiento directo con los soldados, así que había escogido al más miserable de sus hombres para solventar el enigma. Lógico. Aunque fuera atrapado y confesara la identidad de su mentor, ¿quién creería a un patán semejante?

Había atravesado los Pirineos huyendo del señor de Monzón, en las tierras altas aragonesas, para intentar conseguir ser un hombre libre, y ahora se veía en la extraña tesitura de tener que jugarse la vida para satisfacer la curiosidad de un obispo siniestro si deseaba aspirar a su protección.

No lo pensó. A tientas, Rodrigo se desató los cordeles que anudaban su capucha de lana alrededor del cuello, y tras desembarazarse de ella y quedarse en mangas de camisa, dejó las botas a un lado para sumergirse en el agua sin hacer ruido. El río estaba helado.

– ¡Dios! -susurró de dolor, cuando sintió llegar la corriente a su entrepierna.

Nadó en línea recta, como lo haría un perro de caza, guiado por el tenue resplandor de las velas encendidas en el interior de una de las tiendas del campamento. Se movía rápidamente para entrar en calor y el pobre trataba de mantener la boca cerrada para evitar que le castañetearan los dientes. Salir, no obstante, fue peor aún que entrar. Empapado y frío, Rodrigo se rebozó durante unos minutos, como si estuviera poseído, en la arena de un bancal. Hizo lo posible para intentar secarse y de pie, descalzo, se acercó hasta la primera línea de grebeleures [15] del campamento sólo por no quedarse quieto.

Eran sólo tres y más allá otras tantas. Al fondo, muy al final del peligroso corredor formado por los vientos de sujeción de las lonas, un leve resplandor anunciaba la existencia de un fuego de campamento todavía bien alimentado.

El trayecto hasta allí parecía despejado. Sin animales que pudieran dar la alarma o bultos de cierta envergadura con los que tropezar, Rodrigo dio cuatro grandes zancadas hasta la primera de las tiendas. Sigiloso como un zorro, repitió la misma operación dos veces más, hasta saberse seguro al final de aquella especie de calle y poder estirar la cabeza para adivinar qué le aguardaba al otro lado.

Entonces lo vio.

Una decena de metros delante de él se distinguían las ruedas macizas de no menos de seis grandes carros. Habían sido colocados formando un círculo en torno a un séptimo, dejando un solo hueco entre ellos por donde poder acceder de pie hasta el corazón de aquel ruedo.

Junto al carro central, chispeaba la hoguera en la que se calentaban dos hombres. Lucían sendas espadas colgadas del cinto y dos pequeñas dagas cerca del muslo derecho. Parecían relajados, conversando sobre los planes de su capitán para el día siguiente, y asando unos pequeños trozos de carne en la lumbre.

¿Tenía elección? Tras echar un vistazo a la escena, Rodrigo supo que no le quedaba otra opción: debía arrastrarse por debajo de los carros de la periferia hasta situarse justo en el lado opuesto de los soldados. Desde allí, con suerte, reptaría hacia el centro sin ser visto, y penetraría en el carro central para examinar su carga tratando de no balancearlo demasiado. Si todo iba como imaginaba, le bastarían unos minutos para saber qué se guardaba allí dentro y escapar siguiendo la misma ruta de acceso en cuanto la ocasión se lo permitiera.

El pulso se le aceleró.

Allá delante, las puntas redondeadas de las botas de los soldados era lo único que podía intuir a través de la panza del carro.

Mojado, dejando un casi imperceptible rastro de agua tras de sí, se tumbó debajo de su caja de madera para recuperar el aliento antes de dar el siguiente paso. Las voces de los soldados eran ya inconfundibles.

– Llevamos casi diez años esperando órdenes, y nunca pasa nada -se lamentaba uno de ellos.

– No te quejes. Al menos hemos podido regresar a Francia -replicaba el otro-. Si hubieras formado parte de la guarnición del conde, aún estarías haciendo guardia en la Torre de David.

– Odio Jerusalén.

– Y yo.

Rodrigo vio cómo uno de los soldados removía con un palo la hoguera, azuzando los rescoldos en los que terminaba de asar su trozo de carne. Su mente se disparó: ¿de qué conde hablaban? ¿Y por qué decían odiar Jerusalén? ¿Eran cruzados?

Tomó aire.

Mientras la leña crujía y soltaba chispas por todas partes, el mozo se estiró por uno de los laterales de la carreta, quitó un par de clavos en los que se amarraba la lona que cubría la caja de carga y, haciendo fuerza con ambos brazos a la vez, se estiró hasta introducirse con éxito en ella. Muy pesado debía de ser su contenido porque éste no se movió ni un milímetro.

Fue cuestión de segundos. La vista del aragonés se adaptó pronto a una penumbra apenas rota por los destellos de la hoguera del exterior. Por fortuna, el lino que cubría el carro era muy delgado, tanto que dejaba pasar bastante bien la escasa claridad circundante y las amenazadoras sombras de los centinelas.

Al principio dudó si moverse. Había caído entre dos grandes masas que asemejaban bloques de granito. Duros y fríos, tan altos como él de pie, ambas piezas estaban amarradas con gruesas sogas a la base del carro y calzadas con lo que sin duda debían ser piezas de madera talladas a medida.

Rodrigo palpó los contornos de uno de ellos, tratando de encontrar alguna juntura. Primero buscó en las esquinas, sin encontrar ningún accidente en la pulida superficie de la piedra. Y después, paseando la mano en diagonal por sus cuatro caras perfectas, tampoco halló lo que buscaba. ¿Qué era aquello? ¿Dos bloques de piedra? Y si de eso se trataba, ¿para qué apostaban dos centinelas y los rodeaban con el resto de carros del convoy? No tenía sentido.

Tras comprobar que el segundo de los bloques era de dimensiones parecidas, si no idénticas, al primero, el aragonés dejó caer su espalda contra uno de ellos.

¿Y si no fueran bloques? ¿Qué otra cosa podían ser?

Allí apoyado, sin venir a cuento, Rodrigo recordó las piletas para abrevar caballos que había visto en el castillo de Monzón. Los canteros las tallaban con las piedras sobrantes de las murallas y después las cambiaban por carne ahumada o pan a los campesinos del señor. Se trataba de cubos de piedra vaciados a cincel, macizos por fuera, pero huecos por dentro e indistinguibles lateralmente de un bloque de cantero normal. Eran muy prácticos, y él los había visto utilizar incluso como sagrarios en las parroquias más pobres. ¿Y si…?

La idea le excitó. ¡Abrevaderos gigantes! ¡Cofres de piedra! ¡Sarcófagos! Aun a costa de tropezarse con la sepultura de algún desgraciado, Rodrigo sabía que no tendría otra oportunidad como aquélla. Se aupó en uno de los tocones de madera que separaban ambos bloques y, tras extender la mano para comprobar si eran macizos por arriba, notó cómo su brazo se venía abajo. Su pulso volvió a acelerarse. Con la mano en el vacío, la agitó dentro del cubículo tratando de hacerse con las dimensiones de aquel gigantesco tanque de piedra. Era sorprendente: las paredes interiores parecían más pulidas aún que las de afuera, y en el habitáculo no cabría un hombre, ¡entraría un buey! Lisas como espejos, su palma se deslizó sobre sus paredes como si de placas de hielo se tratara.

Pero algo debían contener.

Apoyado en los tocones, Rodrigo se estiró todo lo que pudo. Levantó muy poco el cuello hasta el borde del primer arcón y después, forzando su mirada, distinguió algo allá abajo. No sabría explicarlo muy bien, pero parecían un montón de ladrillos de cristal. De color verde oscuro, aquellas planchas de apenas dos dedos de grosor cada una, parecían emitir una tenue luminosidad. ¿O sólo reflejaban la del ambiente?

Las contó como pudo: unas ciento ochenta en cada arcón. Es decir, bastantes más de trescientas entre los dos.

Una vez hecho eso -que le llevó más tiempo del que esperaba-, tomó una de ellas y se la encajó entre el ombligo y el jubón. Tenía hambre, pero aguardó pacientemente al cambio de guardia antes de abandonar el carro y dejar el campamento con las últimas tinieblas de la noche. Ya tendría tiempo de comer de la bien surtida mesa de la Iglesia.

El obispo estará satisfecho, pensó.

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