VIRGO

La A-68 hasta Montastruc la-Conseillére, en la autopista hacia Albi, estaba inusualmente descongestionada a esa hora. Acostumbrado a despachar cada fin de jornada con los atascos de quienes huyen diariamente de Toulouse rumbo a la infinidad de pequeñas aldeas de los alrededores, aquella calma del tráfico rodado le pareció un paisaje de otro mundo.

Michel Témoin manejó prudentemente su pequeño Suzuki Swift hasta las glorietas exteriores del pueblo, y después, mientras las sorteaba al ritmo del último disco de Loreena McKennit, enfiló con decisión hasta la puerta de su bloque de apartamentos. Tras encajar el automóvil como pudo entre dos furgonetas gualdas de reparto de La Poste, [16] subió de dos en dos los escalones que le separaban del umbral del piso 2 Bl.

Desde que Letizia le abandonara por un reparador de televisores hacía ya más de un año, atravesar aquella puerta blindada comprada con el primer sueldo común de la pareja le resultaba insoportable. Letizia era una rubia cuarentona de carnes prietas con la que decía haber pasado algunos de los mejores momentos de su vida. De ascendencia prusiana, su fuerte carácter dejó buena huella en toda la casa: en la cocina de madera de pino, en la celosía con enredadera del cuarto de baño y hasta en el dosel con grecas geométricas del dormitorio. Nada parecía haber escapado a sus manos hacendosas y a su estricto estilo germánico. Es más, hasta la biblioteca de la casa se enriqueció abundantemente con títulos que Témoin jamás hubiera pensado comprar, Les mystères de la Cathedrale de Chartres incluido.

Pero no estaba para sentimentalismos.

Lanzó las llaves junto al horrible retrato que se hicieron al borde de la muralla de Montségur poco antes de la ruptura, y en el que Michel creía verse ahora con pinta de cornudo, y corrió a la despensa a servirse un buen Beaujolais. No es que le gustara beber solo, pero el momento merecía un trago de lujo. En el fregadero descorchó la última botella que le quedaba, y sin pensárselo demasiado se quitó zapatos y gafas, dejándose caer en su sillón de cuero reclinable.

– ¡Muerte a los bastardos! -exclamó en voz alta alzando su copa.

Fueron sólo dos. Las encajó de un trago, sin fijarse en otra cosa que en el fondo emborronado del cristal. Después, estremecido por la acidez del vino añejo, sus ojos se posaron instintivamente sobre el lomo del libro de Louis Charpentier, que descansaba junto a su ordenador portátil. Aunque sus contornos le parecieron borrosos, supo de inmediato de qué se trataba. «Tú tienes la culpa de todo -murmuró-, Y Letizia, por supuesto.»

Aquel volumen coronaba una columna de obras irregulares, entre las que destacaba por ser el de encuadernación más pobre. Rellenó una vez más la copa, y la sujetó a la altura de sus gruesos labios, como si desde su posición el vino pudiera aclararle la vista o tuviera el don de resolver alguna de las dudas que le atenazaban. ¿Por qué diablos se habría metido en camisa de once varas defendiendo aquella estupidez de la correlación entre las catedrales y la constelación de Virgo? ¿Se arreglaría todo si pidiera disculpas a Monnerie y se confesara culpable de los fallos del satélite?

«Lo dudo», se respondió balbuceando en medio de un sorbo largo e intenso. Sabía que meteor man le tenía ganas. Sobre todo desde que fue ascendido a director del Centro y se vio con poder para decidir sobre las vidas de sus antiguos compañeros. Aquel malnacido era un tirano en potencia. Un ogro.

¿Y qué podía hacer? Témoin, que no recordaba ya la última vez que había estado al borde de una borrachera, apuró sin respirar la nueva dosis, dejando que el fuerte aroma del Beaujolais surtiera su efecto.

Dos tragos más y pronto sería incapaz de creer que iban a echarle del trabajo. ¿Era eso malo? ¿Huiría hacia delante? ¿O armaría su defensa alrededor de una idea absurda enunciada por un autor desconocido que, además, se escondía tras un seudónimo más que sospechoso? El salón comenzó a dar vueltas a su alrededor. ¿Y por qué un seudónimo? ¿Acaso no bastaba ese detalle para desconfiar de la fiabilidad de todo el libro?

El ingeniero se tambaleó ligeramente antes de alcanzar por su propio pie la poblada mesa de comedor, casualmente también comprada por Letizia a un decorador de Nimes. Rió. Después de todo, cada rincón de aquella casa, hasta cada adorno o mueble, eran como carteles que le recordaban a cada paso que su vida -hasta ese momento sólo la amorosa- era un fracaso. Témoin, sacudiendo la cabeza y dejando a un lado la copa con tinto en el fondo, terminó apoyando sus codos junto a la pila de libros, posando sus narices sobre el Charpentier.

– ¿Y tú de qué te ríes? A ti también te abandonaron, estúpido -murmuró.

El tomo, claro, no respondió. Aquel pequeño volumen, encuadernado en rústica y con unas vistosas letras doradas grabadas sobre fondo oscuro y una imagen en blanco y negro de la fachada principal de la catedral de Chartres, permaneció quieto en su lugar.

– ¿No respondes?

Los ojos vidriosos del ingeniero se detuvieron en la portada.

– Cobarde.

Dicho aquello, Michel lo tomó de un zarpazo, hojeando con torpeza sus amarillentas páginas. Las pasó con fruición, como si esperara que de ellas se destilara el antídoto contra todos sus males. De hecho fue así, casi sin querer, como dio con una hoja a la que había doblado la esquina la noche anterior. Casi al final del capítulo titulado El misterio del cerro, se enunciaban con exactitud los datos que le habían hecho ser acusado de tener «ideas extravagantes». Éstos, además, venían acompañados de un curioso diagrama que le había pasado desapercibido antes. En él se comparaban las estrellas fundamentales de la constelación de Virgo -dibujada con aspecto vagamente romboidal- con la disposición de ciertas catedrales góticas del norte de Francia. Según aquella gráfica, los dos mapas eran virtualmente idénticos.

Esquema de Virgo y las catedrales Notre Dame francesas publicado por Louis Charpentier.


El texto adjunto no podía dejar las cosas más claras. Leyó:

Existe, en lo que antaño fuera la Galia belga, en las antiguas provincias de Champaña, Picardía, Île-de-France y Neustria, cierto número de catedrales bajo la advocación de Nuestra Señora (las de los siglos XII y XIII). Ahora bien, esas iglesias trazan sobre el terreno, y casi exactamente, la constelación de Virgo tal como se presenta en el cielo. Si superponemos a las estrellas los nombres de las ciudades donde se hallaban esas catedrales, la Espiga de la Virgen sería Reims; Gamma, Chartres; Zeta, Amiens, Épsilon, Bayeaux… En las estrellas menores encontramos Évreux, Étampes, Laon, todas las ciudades con Nuestra Señora de la buena época. Encontramos asimismo, en la posición de una estrella menor, cerca de la Espiga , a Nuestra Señora de la Espina, que fue construida mucho más tarde, pero cuya construcción revela también algún misterio…

Témoin repasó absorto, quizás borracho, un par de veces más aquel fragmento haciendo verdaderos esfuerzos por comprenderlo. Finalmente, algo mareado por el vino, se incorporó sobre la mesa y tras encajarse de nuevo las gafas, hizo acopio del resto de sus fuerzas para buscar su mapa Michelin y hacer algunas comprobaciones elementales. Si quería defenderse ante el Consejo -barruntó en un último destello de lucidez-, debía aclarar el origen de sus «ideas extravagantes» desde el principio.

No es que en aquel estado pensara descubrir grandes cosas, pero mientras el alcohol terminaba de adormecerlo, quizá aún tuviera aplomo suficiente para juntar un par de piezas más del puzzle que ya había decidido armar.

La remota posibilidad de éxito le despejó.

De camino al cajón de los mapas del comedor, se aprovisionó de un pequeño bloc de notas, una regla de plástico y un rotulador de punta fina. «Puede más la pluma que el ordenador -farfulló parafraseando una frase célebre-, ¡y yo lo demostraré!»

Tenerse en pie le llevó lo suyo. Después de lavarse la cara y secársela con un trapo de cocina estampado con caballos verdes, intentó verificar si los datos de Charpentier y los astronómicos coincidían. Quería asegurarse de que el entramado de aquella historia era tal como empezaba a sospechar y que la relación entre catedrales y estrellas era más que circunstancial.

¿Correspondía cada catedral a una estrella de Virgo?

Y en ese caso, ¿se trataría de un paralelismo superficial, meramente geográfico, o escondería algo más?

¿Podría ese algo más aclarar las anomalías detectadas por el satélite?

Ayudado de un pequeño manual de astronomía que también había olvidado Letizia en casa, Témoin aún tuvo fuerzas para mantenerse despierto hasta bien entrada la tarde. El tiempo suficiente para terminar de elaborar dos tablas con las que empezar a trabajar, y que quedaron reflejadas en su bloc de notas de la siguiente manera:


CORRESPONDENCIA CON LAS ESTRELLAS

MAYORES DE VIRGO

(según Louis Charpentier)

Catedral gótica Fecha construcción Estrella a la que corresponde

Chartres 1194 Gamma virginis (Porrima)

Reims 1211 Alfa virginis (Spica

Bayeaux 1206 Épsilon virginis (Vendimiatrix)

Amiens 1220 Zeta virginis


CORRESPONDENCIA CON LAS ESTRELLAS

MENORES DE VIRGO

(según Louis Charpentier)


Catedral gótica Fecha construcción Estrella a la que corresponde

Laon 1160 Virginis 1355

París 1163 Virginis 1336 (?) Virginis 490(?)

Évreux 1248 Virginis 484

Etampes ? Virginis 1324

Nª Sª de L’Epine ? Virginis 1348

Abbeville ? Virginis 1351


El esfuerzo mental de imponer orden en aquel aparente caos le dejó exhausto. Tanto que hasta que no repasó por enésima vez sus listas, no cayó en la cuenta de un detalle bien significativo: los templos supuestamente construidos para imitar las estrellas más importantes de Virgo comenzaron a levantarse, como poco, entre los años 1160 y 1248. Se trataba de un arco de tiempo de apenas 88 años que, aun así, estaba muy por encima de la esperanza media de vida en los siglos XII y XIII. ¿Qué quería decir eso? Muy fácil, que si alguna vez hubo un vasto plan constructivo de iglesias góticas consagradas a Nuestra Señora que se correspondieran con Virgo, la obra nunca pudo estar dirigida por una sola persona, sino, forzosamente, por un grupo de ellas, y más específicamente por tres o cuatro generaciones de Maestros. Pero ¿quiénes? Y sobre todo: ¿tenían éstos alguna noción de geomagnetismo que pudiese explicar lo que fotografió el satélite?

Michel, que comenzaba a pensar ya en círculos, garabateó junto a sus dos improvisadas tablas un último dato sacado del Michelin: la superficie total de la figura geométrica que delimitaban aquellos magníficos templos tenía, si el Beaujolais no le traicionaba, 210 por 160 kilómetros de lado. Es decir, unos 33.600 kilómetros cuadrados de área, o lo que es lo mismo, el equivalente a una pequeña provincia.

Se entusiasmó. Una planificación así sólo podía ser obra de unos gigantes intelectuales, capaces de orientar monumentos con decenas de kilómetros de separación entre sí. Si reunía pruebas suficientes, Monnerie lo comprendería.

– Está decidido. Mañana mismo saldré hacia Vézelay para reunir toda la información que pueda con el objeto de explicar qué pudo fallar en el satélite.

Heléne, su secretaria, percibió el deje alcohólico de Témoin al otro lado del teléfono.

– ¿Está usted bien, señor?

– Perfectamente… -respondió-. Recoja todos los mensajes importantes durante mi ausencia y cancele mi agenda para esta semana. Ya la llamaré.

– Así lo haré, no se preocupe. ¿Y si el profesor Monnerie pregunta por usted?

– Dele largas.

El ingeniero, exhausto, soltó el inalámbrico junto al reposabrazos del sofá, dejándose arropar por su textura gruesa y cálida a la vez. Mientras una extraña mezcla de deseo de saber y de venganza se apoderaba de él, un agradable sopor comenzó a paralizar poco a poco todo su cuerpo. El Beaujolais, todos los franceses lo saben, nunca perdona.

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