CAPUT [17]

Chartres

Hasta bien entrada la hora sexta, [18] el abad de Claraval no despertó. El letargo que se había adueñado de él en la cripta le había dejado fuera de combate un buen rato. Felipe, el bien plantado escudero de Jean de Avallon, fue quien se hizo cargo desde el principio de su recuperación, y asistió como testigo privilegiado a los delirios del religioso. Discreto y tímido como era, le costó un esfuerzo notable entendérselas solo con el obispo Bertrand. Sin embargo, Felipe fue la única persona aquella mañana a la que el patriarca del burgo le describió los pormenores del episodio de la cripta y le pidió ayuda para reanimar al abad.

Todos estos raros privilegios fueron circunstanciales. Casualmente, su señor Jean se había ausentado de la plaza del mercado para gestionar el relevo de las caballerías, y aún tardaría un buen rato en saber lo del desmayo de Bernardo. Así pues, él era, a falta del caballero, el soldado responsable de la seguridad y bienestar del grupo de religiosos.

– No os preocupéis, eminencia -tranquilizó Felipe al obispo Bertrand en nombre del de Avallon-, El estricto régimen de nuestro reverendo padre y las severas penitencias que se inflige a diario, le hacen mella de vez en cuando. No es la primera vez que le ocurre algo semejante. Además -añadió con tino-, comprended que nuestro viaje hasta aquí ha sido largo y fatigoso, y la emoción de ver vuestra sagrada colina ha debido de ser muy intensa para él.

Bertrand aceptó complacido aquellas explicaciones en la medida en que le eximían de toda responsabilidad, y dio las pertinentes instrucciones a la comitiva para que los frailes se instalaran de inmediato en una casona cerca del palacio episcopal. El obispo fue enérgico al respecto: nada de lujos superfluos, pero ninguna privación tampoco. Después, pidió al joven Felipe que le avisara en cuanto el abad volviera en sí ya que, por lo que reconoció, aún tenían muchas cosas pendientes que parlamentar.

Felipe, disciplinado, besó el anillo del obispo y transmitió sus deseos a los «monjes blancos» en cuanto se reunió con ellos junto al Eure.

La habitación en la que finalmente se acomodó a fray Bernardo era una estancia amplia, con tejado de paja y suelo de ladrillo cocido, y presidida por un jergón grande apoyado directamente sobre el embaldosado. Desde su única ventana, orientada al este, se distinguían perfectamente las tejas de la iglesia del burgo y su macizo torreón de piedra caliza. Allí, pues, descansó Bernardo durante al menos un par de horas más. Tras ellas, con el rostro todavía rosado por tan improvisada siesta, hizo llamar a Jean de Avallon.

Fue fray Leopoldo quien lo encontró al fin.

– Quiero que averigüéis todo lo que esté en vuestra mano acerca de un cierto Pierre de Blanchefort -le ordenó Bernardo sereno, desde su lecho de reposo.

– ¿Lo conocemos de algo, padre?

El caballero, al que fray Leopoldo había localizado en la fragua de un herrero al que llamaban Jacq, se rascó pensativo el cogote. Nunca, desde su regreso a Francia, había visto así de preocupado al sabio de Claraval.

– Lo único que sé es que Blanchefort fue maestro de obras del obispo Bertrand -aclaró-, y murió hace unos días, justo después de tener una visión extraordinaria en la capilla de la iglesia abacial donde hoy he perdido el conocimiento.

– ¿Que vos habéis perdido…?

– Eso no importa ya, mi buen Jean de Avallon. Lo que os pido encarecidamente ahora, caballero, es que determinéis las causas exactas de la muerte de ese infeliz y me aclaréis qué vino a hacer aquí con el obispo.

– Eso quizá nos lleve algún tiempo, padre -gruñó el de Avallon.

– No importa. Disponed de los medios que estiméis necesarios para la tarea, pero cumplid con la misión que os encomiendo.

El caballero, con el manto recogido sobre su brazo izquierdo, se inclinó ceremoniosamente ante fray Bernardo, y sin darle la espalda, retrocedió hasta la puerta de la alcoba.

– ¿Debo buscar algo en particular del maestro? -dijo antes de desaparecer tras la puerta.

– Ahora que lo decís, sí. Sería bueno que averiguarais si este Pierre de Blanchefort trajo consigo planos de cualquier clase en su equipaje. Quiero saberlo todo de su proyecto: los plazos que se había fijado para las obras, quién iba a financiarlas, en que iban a consistir… ¡todo!

– Haré lo que pueda.

Jean se ajustó el yelmo de hierro sobre su cabeza y, tras renovar su compromiso de fidelidad al abad con un juramento mecánico y secreto aprendido en Jerusalén, abandonó la casona como alma que lleva el diablo. Iniciar una tarea como aquella, en una ciudad que no era la suya, no iba a ser precisamente tarea fácil. Los confidentes escaseaban y sabía lo venturoso que podría ser distinguir a los informadores sensatos de aquellos ávidos de complacer a cambio de unas monedas. Por eso, repasadas rápidamente las opciones, el caballero de los ojos verdes, el «Ignorante» de Tierra Santa, optó por la vía menos comprometida: si el tal Pierre de Blanchefort había muerto hacía apenas unos días, lo más sensato era echar un vistazo a su tumba.

Hasta Felipe le dio la razón.

El capellán de la iglesia de San Leopoldo, un viejo jorobado redimido de las herejías gnósticas que asediaban el sur del país por aquellas fechas, le explicó con todo lujo de detalles que al infeliz maestro de obras se le enterró en el cementerio adjunto a su parroquia hacía sólo dos días. «Vos mismo podréis comprobar que la fosa está aún fresca -le advirtió-. No os será difícil dar con ella sin mi compañía. Gracias a Dios no muere mucha gente de seguido por aquí.»

La siguiente información le costó una pieza de plata. El capellán, al principio algo remiso, terminó explicándole que Pierre de Blanchefort, en efecto, formaba parte de una cofradía de constructores creada en Marsella tras el glorioso regreso de algunos eminentes caballeros de la primera cruzada. Extrañamente obsesionados con la idea de las Madres Sagradas enterradas en tierras de druidas, el buen párroco le escribió cómo aquellos hombres iniciaron su ascenso por toda Francia proponiendo la remodelación de cuantas capillas, oratorios e iglesias veneraran a alguna de estas Madres. Los de su gremio no imponían condiciones demasiado gravosas a las parroquias, por lo que muchos fueron contratados rápidamente. Su beneficio, decían, era puramente espiritual. Les animaba la idea de que con sus obras conseguían que la Tierra se pareciese cada vez más al Cielo. Sus proyectos estaban, pues, imbuidos de un espíritu maravilloso. De factura mucho más ligera que la de las iglesias precedentes, juraban que sus edificios eran capaces de elevar hasta el espíritu del más ruin de los mortales.

– ¿Y sabéis cómo se llamaba el gremio al que perteneció Blanchefort?

La pregunta de Jean de Avallon sorprendió al capellán. Comprometido por el generoso pago de su interlocutor, éste admitió que, en realidad, había oído la filiación del Blanchefort decenas de veces durante su permanencia en Chartres, pero afirmó que no le había prestado atención alguna. La escuchó mientras conversaba con el obispo, incluso cuando el maestro dictaba sus cartas a un joven fraile que el capellán tenía a su servicio. La oyó decenas de veces, ¡pero no la recordaba!

Rascándose el mentón y entornando los ojos, el fraile trató de hacer memoria.

– Sé que empleaban un nombre común, un gremio… -dijo-. Herreros, panaderos, canteros… ¡No! Carpinteros. Eso es, se hacían llamar Les charpentiers.

– ¿Les charpentiers? -murmuró el caballero-. ¿No os parece un título demasiado simple para un colectivo tan ambicioso?

– Sí, eso también me extrañó, pero ¡ya debéis saber lo raros que son los extranjeros!

– ¿Extranjeros?

Aquello puso en guardia al de Avallon.

– Sí, claro. ¿No os lo dije? Pierre de Blanchefort no era de por aquí. Si queréis que os diga la verdad -susurró el capellán con gesto pícaro- no me extrañaría nada si me dijerais que era un maldito converso. Vos sabéis: un hijo de Mahoma bautizado con las aguas de Nuestro Señor, y que debió querer salvar su vida abjurando de su fe.

– ¿Y qué os hace pensar así?

– Lo cierto es que el color de su piel era oscuro, tenía los dientes muy blancos, sanos, y eso, señor, no es nada corriente entre cristianos viejos. Además, mientras estuvo con nuestro obispo no dejó ni un momento de hacer cuentas y cálculos utilizando números y dibujos que parecían obra del mismísimo diablo. Los pintaba en todas partes: en mesas, en la arena, en trozos de recibos… ¡qué sé yo!

La mirada extraviada del capellán de San Leopoldo hizo recelar al caballero. Ninguno de sus comentarios parecía más que un rumor, y sin embargo, aquellos sobre el origen musulmán del maestro le llamaron la atención. ¿Para qué iba a inventarse un detalle tan increíble? No es que fuera raro ver a algún árabe por aquellas latitudes, resultaba a todas luces imposible. Las campañas contra los seleúcidas de Turquía y los combates en el Mediterráneo por el control de las rutas a Palestina habían encendido las hostilidades entre árabes y cristianos a todos los niveles. El flujo de peregrinos cristianos por un lado, y de mercaderes árabes en sentido opuesto, se había visto diezmado desde el inicio de la cruzada y casi extinguido en cuestión de sólo cinco años.

Jean supo que no tenía elección.

Dispuesto a salir de dudas y satisfacer la curiosidad del abad de Claraval, terminó de despachar con el capellán y aguardó el momento preciso para acceder directamente al cadáver del maestro. Su lecho de muerte, tal como le fue anunciado, era distinguible perfectamente del resto de sepulturas. El montón de tierra fresca que cubría el cuerpo no había tenido tiempo de poblarse de malas hierbas, y su situación cercana a la pared oriental de la iglesia le protegía de los aires de la región.

Pero exhumar cadáveres era un delito. Peor aún, pecado, sino se observaban los requisitos mínimos que lo justificasen. Así que, tras consultarlo con el abad de Claraval aquella misma tarde, Jean decidió regresar de nuevo al cementerio bien entrada la noche.

Los camposantos cambian radicalmente de aspecto según las horas. Y aquél no era una excepción. Las cruces, columnas de piedra y lanzas clavadas para señalar el eterno descanso de los difuntos, formaban en la oscuridad un ejército hostil de guardianes inertes capaz de minar la serenidad de cualquiera. De día no son más que recordatorios para los vivos, pero a oscuras parecen siervos de los muertos.

Acompañado de Felipe -a quien había puesto en antecedentes de su conversación con el capellán-, y provistos de dos grandes palas, las sombras blanca y gris de los dos intrusos se deslizaron rápidamente entre las tumbas rumbo a su objetivo. Nadie les vio. Desprovistos de antorchas o de cualquier luz que pudiera delatarles, Jean de Avallon y su escudero no tardaron en plantarse frente a la tabla de madera que señalaba que lo que buscaban estaba allí, enterrado. Escrita en grandes letras de tiza, su inscripción era apenas visible bajo el tenue brillo de la luna menguante.

P. Blanchefort

magister comiciani [19]

– Aquí es -susurró Jean cuando sus ojos pudieron leerla-. Procedamos.

El primer golpe sonó seco. La punta metálica de su zapa se clavó en el terreno dejando un mordisco oscuro bajo sus botas. Uno tras otro, acompasados como las ruedas dentadas de un puente levadizo, sus garfios de hierro fueron destapando la fosa en la que esperaban encontrar el cadáver de Pierre de Blanchefort. Sólo cuando al sexto o séptimo golpe de pala la herramienta de Felipe se negó a avanzar tierra adentro, tuvieron la desagradable certeza de haber alcanzado lo que buscaban.

El olor a tierra removida y a sudor frío se confundieron en ese momento. De rodillas, fueron repasando con las manos los contornos del bulto que acababan de tocar. Despejaron sus bordes tratando de no tocarlo demasiado, y cuando creyeron haberlo dejado al raso, se levantaron para contemplarlo mejor.

Allí estaba. Recién envuelto en un saco de tela rústica, el bulto de un hombre se adivinaba claramente. Con destreza, Felipe y Jean introdujeron de nuevo sus brazos por la parte anterior y posterior del cuerpo. Lo hicieron hasta el fondo, hasta sacar las manos por el lado opuesto, y tiraron de él con fuerza para depositarlo a un lado de la fosa poco profunda en la que había sido enterrado.

El saco estaba atado con cuatro tiras de cuerdas, que Felipe cortó con la navaja que llevaba encima. Tras deshacerlos con su filo, buscó afanosamente la abertura del envase y, con aquella misma hoja, rasgó de arriba abajo la tela. Aquello siseó como una serpiente.

– ¿Qué pensáis encontrar, señor? -preguntó el escudero antes de separar la tela del saco y mostrar su macabro contenido.

– Respuestas.

– ¿Lo abro entonces?

Jean asintió.

Felipe se santiguó antes de colocar sus manos a ambos lados de la tela rasgada y tirar de ellos con toda su fuerza. El efecto fue inmediato: un olor nauseabundo impregnó el ambiente dando paso a una visión espantosa. Con los brazos cruzados sobre el pecho y la cabeza cubierta por una capucha, el cadáver de Pierre de Blanchefort parecía esculpido en mármol. El escudero, inclinado sobre el fardo funerario, lo vio muy de cerca: sus manos níveas, sus uñas amoratadas y de bordes sucios, el rígido pecho del difunto… De no ser por el fétido hedor que desprendía, casi hubiera podido jurar que Pierre de Blanchefort sólo dormía.

El difunto vestía una túnica de lana marrón, coronada por una capucha que le cubría el rostro y un cierre con botones de hueso. Un cinturón de cuero con una hermosa hebilla brillante cerraba el conjunto, y sobre éste, las manos céreas de Pierre de Blanchefort, cruzadas sobre el pecho, sostenían algo metálico y grande que apretaba contra el tórax.

– ¿Qué es eso? -murmuró De Avallon en cuanto sus ojos se acostumbraron a los contornos del fardo funerario y comenzó a distinguir sus detalles.

– ¿Esto, señor?

Felipe tocó uno de los bordes del objeto, que parecía un grueso medallón de cobre. El caballero asintió.

– Tráemelo -dijo.

Haciendo de tripas corazón, Felipe acercó sus manos hasta el cuerpo y asiendo una esquina de aquello, que le pareció frío y liso, tiró con fuerza. El cadáver se sacudió. No es que Felipe fuera un hombre asustadizo, o le preocupara lo que su señor pensara de él, pero sentir que aquel cuerpo se estremecía bajo sus manos le hizo soltar una risilla nerviosa.

Cuando finalmente tuvo el medallón entre las manos y se cercioró de que no era nada que hubiera visto antes, lo tendió a su señor. Parecía un amuleto, una máquina con ruedas dentadas tal vez, y mostraba ciertas filigranas a su alrededor absolutamente incomprensibles.

Mirándolo mejor, se trataba de dos circunferencias planas de cobre unidas por un mismo eje. La mayor, con un borde más grueso lleno de símbolos en bajorrelieve que se deslizaron suavemente bajo los dedos de Jean de Avallon, oscilaba con facilidad en ambos sentidos. La menor, clavada en el centro de la primera, permitía giros excéntricos sobre el plano de la circunferencia mayor.

– ¿Qué es, señor?

Jean de Avallon guardó silencio un instante antes de responder.

– Creo que es un astrolabio.

– ¿Un astrolabio?

– Se trata de un ingenio árabe que vi manejar por primera vez en Jerusalén. Sólo tuve uno en las manos durante todo el tiempo que estuve allí, y sé que lo usaban los astrónomos musulmanes para determinar la posición de las estrellas con respecto a la esfera terrestre.

– ¿Y para qué lo querría un maestro de obras?

– No, Felipe -le atajó-. La pregunta es: ¿para qué lo querría un charpentier?

– ¿Vos lo sabéis?

Jean, sacudiéndose el polvo de su hábito de franela, sonrió. Era la primera vez que lo hacía desde que entraran en el cementerio y sus dientes brillaron en la oscuridad.

– ¡Creo que acabo de comprenderlo! -exclamó-. Está delante de nuestras narices: Jesús de Nazaret fue un charpentier, hijo de carpintero y carpintero él mismo durante su adolescencia, ¡y nació en una gruta marcada por una estrella!

– Explicaos, señor.

– Es fácil: aquel que se considere heredero de su saber, los nuevos charpentiers, utilizarán el astrolabio para marcar las nuevas «grutas» sobre las que construir sus templos. ¿No lo comprendéis? ¡Pierre de Blanchefort vino a Chartres a estudiar la cripta de la iglesia abacial! ¡Una gruta! Y utilizó el astrolabio para guiarse por las estrellas para llegar aquí.

– No entiendo.

Felipe trató de aclararse las ideas, pero su señor le atajó en seco.

– Pronto lo comprenderéis -dijo-. Debemos explicarle esto al abad cuanto antes.

Con el astrolabio en la mano, Jean de Avallon echó un último vistazo a los despojos que tenían a sus pies. No parecía haberse inhumado el cuerpo con ninguna otra pertenencia. Eso, ciertamente, era raro. Ni una cuerda o compás, ni siquiera una maza o un cincel. En aquella tumba no había ni rastro de herramientas propias de un constructor. Sea como fuere, lo cierto es que daba la impresión de que aquel enterramiento había sido provisional, como si sus sepultureros pretendieran desenterrarlo rápidamente y trasladar los restos a otro lugar en cuanto fuera posible. ¿Iban a ser otros charpentiers quienes se harían cargo de ello? Y si así fuera, ¿no sería un buen camino para resolver esta muerte aguardar a su llegada y preguntarles qué enemigo podría haber deseado la muerte de uno de los suyos?

Conmovido por lo implacable que es la Dama de la Guadaña, por lo rápido que la carne se convierte en polvo, Jean de Avallon se santiguó antes de retirar la capucha al difunto. Quería ver la cara de aquel que pretendía reformar Chartres con un instrumento tan peculiar.

Felipe fue el primero en saltar.

– ¡Santo Dios! -gritó asustado-. ¡Mirad, señor! ¡Le falta…!

El caballero, atónito, volvió a persignarse. Aunque creía haber descubierto las piezas de un enigma que placería escuchar a fray Bernardo, nunca se hubiera imaginado aquello.

– Sí -murmuró-. Le falta la cabeza. -Y añadió-: Este hombre no ha muerto de fiebres. Ha sido ajusticiado.

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