LUX [27]

En efecto, desnudo de cintura para arriba, cubierto sólo con un taparrabos de tela blanca, arrodillado y con los brazos en par extendidos hacia el cielo, Gluk perdía su mirada hacia el techo de piedra. Murmuraba algo ininteligible, como una plegaria formulada en lengua extranjera, y tenía desplegado a su alrededor un pequeño muestrario de objetos y plantas. El caballero se fijó en todos ellos: una cruz celta -una especie de aspa inscrita en un círculo-, algunos amuletos de protección paganos, un rosario de cuentas de madera, algo de musgo y agujas de pino amontonadas en dos pequeños grupos, un trozo de paño de lana gruesa y un jarro con un líquido que le fue imposible discernir desde su posición.

Gluk hacía aspavientos con los brazos, mojaba la punta de sus dedos en la embocadura del jarro y salpicaba después las paredes. Frente a él, detrás del altar, una curiosa imagen de la Virgen, totalmente embadurnada de negro, parecía contemplar la escena con deleite. El druida la salpicaba también a ella una y otra vez, y de tanto en tanto consultaba unos pliegos de papel en los que había trazado extrañas figuras geométricas. En su saco, semiabierto, relucía algo metálico y liso que de inmediato les resultó familiar a los dos «espías». Se trataba de un astrolabio idéntico al que arrancaron de las manos del maestro Blanchefort. Caballero y escudero se miraron sorprendidos.

– ¿Veis, señor? ¡También tiene un libro!

El caballero, atónito, asintió. Sólo había visto libros en Claraval, y aún así, éstos eran ejemplares raros copiados a mano y transmitidos raramente a quien gozaba del don de leer. Ninguno salía del monasterio sin permiso, y cada uno de aquellos ejemplares era tenido como un auténtico y raro tesoro.

– Un libro -susurró.

Antes de que Jean pudiera articular una palabra más, el brujo interrumpió su ceremonia.

– ¡Un libro, así es! -exclamó de repente, dejando que su afirmación retumbara por toda la cripta-. ¡Y es el mejor de ellos! ¡Ni la Biblia es capaz de igualarlo en sabiduría e ingenio!

Sin volverse, el druida escondió los brazos frente a él y cerró de un manotazo su hatillo.

El fin del sabio y el mejor de los dos medios para avanzar [28] es su título -añadió aún de espaldas, en un francés perfecto-. Lo he recibido de alguien que conoció a su autor en Córdoba, un cierto Abul Kasim Maslama. Y es la llave para esta y otras puertas. ¿Sabéis? Llevo días sintiendo en mis carnes la conmoción que recorre este lugar, y por eso me he dado prisa en venir hasta vosotros.

Ninguno de los dos abrió la boca. ¿Cómo podía verles si ni siquiera había vuelto la cabeza hacia ellos?

– Bienvenidos -dijo-. Os manda el hermano Bernardo, ¿verdad? -prosiguió-. ¡Ay Bernardo! Él también conoció este libro, lo estudió tan a fondo como yo y me consta que respeta su poder. Vosotros no me conocéis, pero los dos somos grandes amigos. Y aunque haga ya casi veinte años que no nos vemos, seguro que le placerá verme de nuevo.

De Avallon, sorprendido por las dotes de adivinación de aquel anciano, guardó instintivamente la daga en su cinto. ¿Quién era aquel hombre capaz de ver de espaldas y que se decía viejo amigo de su abad?

– Bien, bien -el caballero, en tono desafiante, terminó de descender las escaleras de la cripta para dirigirse hacia el anciano-. Así que conocéis al padre Bernardo, ¿verdad? Tendréis ocasión de demostrarlo.

– ¿Demostrarlo? ¿Demostrar que conozco a fray Bernardo de la Fontaine? -respondió Gluk-. ¡Yo lo formé en los bosques de Claraval! ¡Y sé que en verdad ha llegado tan lejos como pronosticaban los augures!

Gluk rió. Antes de que el templario terminara de acercársele por la espalda, el druida, de un salto, giró sobre sus rodillas clavando sus ojos transparentes sobre los intrusos. Lo hizo con celeridad, casi como si fuera un zorro abalanzándose sobre su presa, y presumiendo de una flexibilidad poco común en varones de su edad. La suya era, sin lugar a dudas, una mirada poderosa, rematada por dos cejas gruesas, una nariz chata y los labios carnosos. Su complexión huesuda no menoscababa unos brazos y unas piernas de músculos bien entrenados; y su voz, ronca como una lira mal afinada, era penetrante y severa.

El druida, de pie frente a ellos, les estudió de arriba abajo, antes de sonreírles.

– En Évreux, hermanos, sentí que algo iba mal aquí -continuó-. Muy mal. Estuve allí hace cuatro días, y puedo juraros que algo sacudió la Red mientras oraba. Fue un golpe seco, calculado, que estremeció la fuerza de la woivre [29] y que me dejó sin respiración.

Aquel anciano hablaba pausadamente, dominando de tal forma sus inflexiones de voz, su pronunciación, que Jean y Felipe no se atrevieron a interrumpirle. Les explicó la manera en la que él era capaz de escuchar a la Tierra, y cómo su cuerpo había sido educado para sentir la fuerza de los elementos antes de que se desencadenaran. Nunca llovía o helaba sobre Gluk, si él no deseaba que así fuera. Sin embargo, reconoció que aquella especial receptividad no era aplicable a las conductas humanas, mucho más esquivas y erráticas que los ciclos de la naturaleza.

– Así pues, caballeros, decidme, ¿sabéis si ha sucedido algo terrible aquí en estas últimas jornadas? -preguntó el druida al fin.

– ¿Algo terrible? -repitió Felipe mecánicamente.

– Un hombre murió después de haber desaparecido durante dos días y reaparecido de nuevo en este mismo lugar -respondió Jean de Avallon.

– ¿Un hombre? -el druida cerró los ojos como si tratara de imaginárselo.

– Sí -prosiguió-. Era el maestro de obras a quien se había encargado reformar esta iglesia. Desde ayer, nosotros investigamos su muerte.

– Entonces, sin duda vos debéis ser el templario Jean, protector de Bernardo y caballero de la nueva milicia bendecida en Troyes. He oído hablar mucho de vos y de la orden a la que pertenecéis.

El «Ignorante» se sobresaltó.

– Soy quien decís, en efecto. ¿Y vos? ¿Por qué sabéis mi nombre?

– Me llaman Gluk. Mi oficio es la custodia de los lugares sagrados. Soy un derua, [30] pertenezco a una longeva estirpe de sabios, y aunque mis oficios están perseguidos en muchos lugares, mi misión es la protección de los enclaves en los que se venera a la Madre Sagrada.

El anciano señaló a la Virgen ennegrecida que tenía a sus espaldas, explicándoles que esa clase de imágenes eran veneradas en lugares como aquel desde mucho antes de que llegaran los primeros cristianos a Europa. De hecho, desde mucho antes de que María diera a luz a su hijo Jesús.

– ¿Y qué hacéis aquí, Gluk?

– Ya os lo he dicho. He sentido cómo la Tierra se ha estremecido en este preciso lugar y he acudido a auxiliarla. Pero al encontraros aquí, veo que mi presencia es menos necesaria de lo que creía. Vuestra milicia ha sido investida de la sensibilidad necesaria para resolver una conmoción como ésta.

– No estéis tan seguro de ello -intervino Felipe-. Tenemos una muerte misteriosa que resolver, y lo que es peor, estamos a oscuras sobre los motivos que llevaron a sus enterradores a sepultarlo sin cabeza. El desdichado, además, fue enterrado con un astrolabio como el vuestro, lo que, debo deciros, os convierte en nuestro primer sospechoso.

Gluk ató el saco donde guardaba su preciado instrumento y el libro.

– Ya veo -bajó la vista-. Cayó Blanchefort, ¿verdad?

Aquello sobresaltó a Felipe.

– Veo que lo conocíais.

– Sí. Y si, como decís, le arrancaron la cabeza el asunto es más delicado de lo que imaginaba. Tal vez no sepáis que a muchos iniciados y hasta a dioses del pasado les arrancaban la cabeza si sabían que estaban a punto de poner en marcha cambios que cuestionaran determinado orden establecido. Era la manera de neutralizarlos para siempre. Los míos y yo combatimos desde hace siglos esas poderosas fuerzas negativas que no quieren que el mundo salga de las tinieblas en las que navega. Salomé pidió que Herodes le cortara la cabeza al Bautista; la mujer era una de «ellos». En Egipto, Set despedazó a su hermano Osiris y lo primero que le arrancó fue la cabeza, enterrándola cerca de Nubia; también aquél fue uno de «ellos», al que más tarde llamaríais Satanás, que viene de Set. En Roma, Tarquino el Soberbio, su último rey, encontró en los cimientos del templo a Júpiter que estaba construyendo una cabeza humana, por lo que decidió llamar al lugar «Capitolio» y consagrarlo a la Oscuridad para no perder la suya. Creedme, pues, si os digo que las Sombras han llegado a Chartres más rápido que la Luz a la que vuestra nueva orden representa, y han sacrificado al maestro para regar la Tierra con su sangre y consagrarla a las fuerzas oscuras. Debéis, pues, actuar rápido y cumplir con vuestra misión. ¡Traed nuevos maestros! ¡Y protegedlos!

– Bernardo debe saber todo esto -dijo el escudero.

– Lo sabrá.

El druida se ajustó su capuchón al tiempo que comenzó a recoger cuanto tenía a su alrededor.

– ¿Por qué decís eso?

– Vamos, caballero -resopló el druida, atando el saco donde lo guardaba todo-. ¿No fuisteis vos quien jurasteis en Jerusalén que buscaríais y protegeríais las Puertas de Occidente? ¿Acaso no confió el conde de Champaña en vuestra fortaleza para que trazaseis un plan que colocaría sobre cada una de las Puertas un templo que las sellase para siempre? Bernardo sabe tan bien como yo de vuestra iniciación, y confía plenamente en vuestra capacidad de trabajo.

– Pero ¿y cómo vos…?

Jean de Avallon no encontró la frase que necesitaba. Aquel desconocido, que hablaba empleando un estilo arcano y confuso, sabía algo que pertenecía a su círculo más íntimo, y que no había referido ni al mismísimo abad de Claraval, a quien el conde Hugo había responsabilizado de proteger. Ningún «simple» augur hubiera podido hacer un comentario tan preciso sin estar en el secreto.

– ¡Oh, vamos! ¿Os sorprende que conozca vuestro juramento?

Gluk miró con fuego en los ojos a un Jean de Avallon tieso como su vara de serpiente.

– Explicádmelo.

– Es sencillo, mi buen caballero. Aunque jamás me hayáis visto, ni tampoco nadie os haya hablado de mí, yo soy uno de los que ha preparado el camino en estas tierras para lo que ha de llegar. Bernardo es otro. El conde de Champaña otro más. Somos como peones en un tablero de ajedrez gigante, y vamos moviéndonos a ritmo lento para allanar el terreno para la más grande revolución que conocieron los siglos.

– ¿Y qué ha de llegar, según vos? -le abordó Jean.

– Hacia aquí viene un cargamento que salió de Jerusalén meses después de vuestra marcha y del que jamás oísteis hablar. Ese cargamento está protegido por los hombres con los que compartisteis vuestro destino en la Cúpula de la Roca, y está llamado a renovar un viejo pacto con Dios. A algunos de los que ahora custodian esa carga los conozco desde su infancia, pues debéis saber que también fui instructor de muchos de ellos. Y fueron éstos los que me han referido qué misión fue la que decidisteis aceptar en Tierra Santa.

– Pero cómo… -Jean volvió a atorarse.

– ¿Cómo me lo contaron? No os torturéis más, mi amistad con el abad de Claraval y con vuestros compañeros de milicia es más que circunstancial. Ambos compartimos un mismo destino. Sin embargo, yo no lo sé todo. Por ejemplo -hizo un guiño de complicidad-, no imaginaba que vos vendríais esta noche por mí. Y al hacerlo en este preciso lugar, es evidente que os habéis reafirmado en la misión que aceptasteis.

– Mi misión no ha empezado aún -protestó.

– ¡Sí lo ha hecho! -replicó el druida-. En la caravana que os acabo de anunciar se custodia toda la información que precisáis para poner en marcha vuestro plan. Sobre vuestros hombros recae la responsabilidad de hacer crecer la semilla que esos carromatos traen en su interior. Es más, ahora sé cuál es mi misión al haber tropezado con vos aquí: prepararos para el delicado momento de la llegada de los libros de la sabiduría. Obras que inspiraron otras como la que habéis visto en mi zurrón, y que hablan de cómo para llegar al cielo hay que tomar puertas desde la tierra.

– Puertas… -se estremeció-. ¿Acaso están aquí?

– ¿Aún lo dudáis, caballero De Avallon? ¡Yo os mostraré la que descansa frente a vos!

Lo que ocurrió después le resultó vagamente familiar al templario. El druida alzó sus brazos lo más alto que pudo y pronunció unas frases extrañas, que retumbaron por toda la cripta. Cuando su eco se apagó, y mientras el anciano abría precipitadamente su libro por el centro, una suave brisa acarició sus rostros sumiéndolos en un estado de dulce embriaguez. Jean se resistió, pero cuando notó que comenzaba a «sumergirse» en el mismo zumbido que tres años atrás le hiciera caer de rodillas en otra cripta, la de la Cúpula de la Roca, se rindió. Felipe se tapó los oídos con ambas manos, aunque fue incapaz de resistir demasiado tiempo en pie. Después, atónito, vio caer de bruces al druida, su libro y su vara, y por delante de sus ojos comenzaron a desfilar destellos de un pasado cercano: Gondemar hablando en una lengua que no conocía, el bruto de Montbard levantando su espada al aire tratando de contener aquella furia invisible surgida de sabe Dios dónde, el gigante de Saint Omer con los ojos fuera de las órbitas y el venerable conde de Champaña cerrando los ojos en actitud orante ante el milagroso don de lenguas manifestado al de Anglure.

– ¡Padre Santo! -su grito fue ahogado por un zumbido cada vez más poderoso.

– ¡Sí! -rugió el druida-. ¡Ascended ahora! ¡ La Puerta está abierta!

Fue lo último que oyó de Gluk. El suyo fue un bramido seco, ahogado también por aquel pitido agudo, que enmudeció en cuanto una extraña luz azul les envolvió y les arrancó del suelo. Fue como si un torbellino les arrastrara hacia lo alto. Pero ¿qué alto? A pocos palmos sobre sus cabezas sólo estaba la roca viva de la cripta.

Después, llegó el silencio.

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