LOS ENVIADOS

Monasterio de Santa Catalina (Egipto)

Teodoro se recogió las barbas para no tropezarse con ellas, y atravesó corriendo el patio vecino a la biblioteca para dar la buena nueva al padre Basilio. El patriarca no estaba ya para aquellos trotes, pero aun así, descendió las escaleras de la sala de los ordenadores con igual ímpetu que lo hubiera hecho cualquiera de sus jóvenes novicios.

Se ajustó la enorme cruz de plata que llevaba al cuello, atándola a su cinturón, y entró sin llamar al estudio del bibliotecario.

– ¡Eminencia! -se sobresaltó-. ¿Qué hacéis aquí?

Basilio, que leía en ese momento un pasaje en copto del apócrifo del Evangelio de Tomás, se rascó su cabeza, despoblada y aguardó a que el obispo de Santa Catalina recuperara el aliento.

– Ya… ya lo tenemos.

Atosigado, Teodoro blandía en su mano varios de aquellos folios reciclados en los que se imprimían los correos electrónicos.

– Acaban de llegar los resultados del último sondeo del ERS-1… Es urgente.

– Cálmese, eminencia. ¿Qué son? ¿Datos del satélite francés? ¿El de las catedrales?

El obispo asintió, tragando saliva.

– ¿Y qué dicen?

– Que una emisión incontrolada de microondas comenzó a emitirse desde Amiens sobre las 19.30 horas local -leyó-. Simultáneamente, los focos emisores de Chartres, Évreux, Bayeaux y Reims intensificaron su frecuencia, elevándola. Da la impresión de ser una acción coordinada de naturaleza no identificada. Es previsible que otros satélites, además del ERS-1 y ERS-2, comiencen a captar esas emisiones en breve.

A Basilio le crujió la espalda.

– Ya, ya… -rezongó el anciano-. ¿Y Rogelio? ¿Sabe algo de esto?

– Naturalmente. Él mismo vio cómo a esa hora dos ingenieros del CNES extraían de la fachada oeste de Amiens una de las Tablas de Enoc. Y no puede ser una casualidad.

Basilio se agarró a la mesa.

– ¡Virgen Santa! -exclamó-. Eso va a hacer que…

– La Puerta se abra, en efecto. Tal como vio Juan de Jerusalén. Tal como predijísteis hace unos días.

– ¿Y no trataron de detenerlo?

– No ha sido cosa de los charpentiers. Detuvimos a una de los suyos en Chartres para que no diera más información a los no iniciados, pero es hasta ahí donde pudimos intervenir.

– ¡Ah! -zumbó Basilio-. ¡Ese pacto de no intervención entre ángeles! ¿Siempre lo hemos respetado?

– Sí. Tanto los charpentiers como nosotros.

– ¿Qué haréis con la charpentier?

– La liberaremos, claro.

– Está bien, está bien -aceptó-. Déjeme entonces explicarle lo que puede suceder a partir de ahora.

El bibliotecario echó mano al ejemplar de El Protocolo secreto de las profecías que tenía a su vera y lo abrió por la última página. Sin perder de vista el rostro sofocado del patriarca, camuflado tras sus barbas inmaculadamente blancas, pasó el dedo por aquel escrito como si pudiera leerlo al tacto.

– Siempre hemos creído que las Puertas se abrían para que nosotros subiéramos a los cielos, ¿verdad eminencia?

– Sí -asintió sin comprender muy bien qué quería decir el viejo Basilio.

– En realidad, no es así. Detrás de la obsesión por mantener las Puertas cerradas y bajo control, se escondía un temor irracional que sacudió tanto a servidores de la Luz como de las Sombras.

– ¿Un temor? ¿Qué temor? No me hablasteis de ello nunca.

– Porque Juan de Jerusalén no lo escribió. Lo dejó encriptado en un grabado que reprodujo en cada uno de los ejemplares originales de su obra.

– Seguís sin decírmelo… -insistió Teodoro.

– La Gran Puerta, la que ahora está a punto de abrirse, correrá sus goznes invisibles no para permitirnos ascender, sino para dejar que el cielo entre aquí y establezca su reinado. Para que se produzca el regreso de «los de arriba». Nosotros, como descendientes de aquellos que la Biblia dice que se mezclaron con las hijas de los hombres, [51] siempre temimos ese regreso.

Teodoro le miró incrédulo.

– ¿Qué queréis decir?

– La señal que los satélites han captado está dirigida a ellos, a «los de arriba». ¿No lo entendéis? Es una fórmula matemática. Está escrita en el lenguaje del Dios que Claraval comprendió tan bien. Juan de Jerusalén lo dejó bien claro. Envolvió cada una de sus lapsit exillis con un pergamino, en el que dejó anunciado lo que sucedería para aquel que pudiera entenderlo. En cuanto la lapsit ha visto la luz, se ha activado el mecanismo.

– ¿Y el grabado del que habláis?

– Preguntad al padre Rogelio.

– Sí, es cierto -aceptó rebuscando en el manojo de e-mails que traía consigo-. En su informe comenta algo de un pergamino. Déjeme ver… Aquí. Dice, en efecto, que un pergamino envolvía la losa que extrajeron los ingenieros de Amiens… y manda también una copia de lo que había grabado en él.

– Mostrádmela.

El patriarca tendió la página correspondiente al anciano, y éste, tembloroso, la colocó junto al último pliego del manuscrito templario. Ambos diseños eran como dos gotas de agua. Copiados por el mismo artista de forma magistral y minuciosa. Al verlos juntos, los ojos del anciano chispearon maliciosamente.

– Mirad.

– Ahora veo lo que vio Jacob.

– Sí. El regreso. Pronto estarán aquí.

Y diciendo eso, Basilio y Teodoro se santiguaron.


Una última nota del autor

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