ARCHA FOEDERIS [35]

Epifanía del Señor, Enero de 1129

Toda Francia ardía en un fervor constructivo sin precedentes. Los padres del caballero Andrés de Montbard, y aún sus abuelos, habían visto con sus propios ojos cómo puentes, torres, graneros, y sobre todo capillas, iglesias y catedrales comenzaban a crecer por doquier, como si la piedra tallada generase más piedra tallada y los pueblos necesitaran edificar obras más grandiosas que las de sus vecinos para dar gracias a Dios por el don de la vida.

No fueron muchos los que participaron de la tensa angustia que recorrió la Iglesia a finales del siglo X, justo antes de celebrar el final de 999. Sin embargo, toda la cristiandad, con Francia a la cabeza, participó después de la alegría de los clérigos de saberse vivos y en gracia divina. Finalmente, el severo Padre Eterno había decidido no desatar su furia contra ellos y su infinita piedad se tradujo en un optimismo sin precedentes.

Aquel extraño pero intenso gozo se extendió pronto por todas partes, convirtiéndose en una sensación duradera; las cosas -se pensaba en el campo- estaban a punto de cambiar a mejor. Andrés, el templario menos refinado pero el de corazón más noble, vivió esa sensación de revolución inminente desde su infancia, viendo cómo los cultivos se ampliaban cada vez más y cómo las mujeres no dejaban nunca de estar encintas esperando nuevos hijos con los que poder trabajar esas tierras.

Más tarde, él mismo se casó y tuvo familia, y antes de retirarse a cumplir con su milicia aún pudo ver cómo uno de sus sobrinos, un cierto Bernardo de la Fontaine, despuntó como la mente más lúcida que había conocido jamás. Su capacidad organizativa sedujo de inmediato no sólo a su familia de noble linaje, sino al propio conde de la Champaña, y su determinación estuvo llamada a ser decisiva para reunirle a él y a ocho hombres más para que rescataran de Tierra Santa una reliquia de la que pocos en la cristiandad habían oído hablar.

Así se embarcó Andrés en las Cruzadas y de este modo logró desenterrar del fondo del Templo de Salomón toda una biblioteca en piedra que, si había de creer en la palabra de Bernardo, fue esculpida por el profeta Enoc en persona al dictado de un ángel de Dios.

El momento de entrega de aquella valiosa reliquia, formada por más de trescientas tablas inscritas con misteriosos caracteres geométricos que sólo algunos sabios eran capaces de leer, estaba ya próximo.

Protegida por no menos de treinta soldados, al mando de cinco de los nueve Pobres Caballeros de Cristo convocados por su señor conde, los siete carruajes que desplazaban el equipaje del convoy avanzaban pesadamente sobre sus ejes de madera. Los charcos de barro del camino y lo abrupto de algunos de sus tramos, obligaban a una marcha lenta, pesada, que despertaba la curiosidad de los campesinos que tenían ocasión de pasar a su vera.

– ¿Qué creéis que sucederá ahora, que entregamos ya lo que se nos encomendó? ¿Se acabará aquí nuestra misión?

El tono empleado por Gondemar de Anglure, aquel que cayó preso de un éxtasis pentecostal en la Cúpula de la Roca que le abrió la comprensión de otras lenguas, no pudo esconder su desazón al distinguir el nítido perfil de Chartres en el horizonte. El rechoncho guerrero de Montbard, atento a sus quejas, taconeó suavemente los costados del caballo, antes de responder.

– ¡Oh, vamos! -gruñó-. ¿No iréis a creer que con entregar las tablas se ha acabado todo? Alguien tendrá que protegerlas a partir de ahora, ¿no creéis?

– ¿Protegerlas? -Gondemar se arqueó hacia atrás para escuchar mejor a su compañero.

– Bueno -rectificó-, en realidad habrá que esconderlas para protegernos definitivamente de ellas. Si habéis leído la Biblia sabréis que transportamos una carga ciertamente peligrosa.

– ¿Y en qué lugar de la Biblia se citan las tablas de Enoc?

– En ninguno -volvió a gruñir Montbard-. Pero sí se hacen continuas referencias a otras tablas, las de la Ley, que Moisés recibió en el Sinaí y que creo no eran otra cosa que parte de estos mismos libros de Enoc. Ya sabéis lo que ordenó entonces Dios: que se dispusiera un Arca que guardara aquellas tablas, junto a la vara de Moisés, y que nadie que no fuese sacerdote levita se acercara hasta la sagrada caja a riesgo de perder la vida en tan irreverente intento.

– ¿Y el peligro?

– Nunca se supo si el peligro estaba en el Arca o en su contenido, pero por si acaso, desde que descubrimos las tablas en Jerusalén, no se ha acercado nadie a ellas con ningún objeto de metal encima ni con fuego.

– ¿Con fuego?

– ¡Ah! -exclamó-, ¿no leísteis lo que sucedió a Nadab y Abiú, dos de los hijos de Aarón, hermano de Moisés y responsable último del Arca después de su construcción?

Gondemar sacudió la cabeza.

– Si hubierais estudiado el Levítico, habríais visto que estos dos infelices prendieron un fuego frente al Arca que no gustó al Señor, y éste dejó salir de la caja de la Alianza una llama que los devoró allí mismo. La llama salió de la plancha de oro que cubría el Arca y que no fuimos capaces de encontrar bajo La Roca.

– Recuerdo el relato del propiciatorio, en efecto.

– ¿Y qué creéis que provocó ese fuego devorador? ¡Las tablas!

– Quizás hayan perdido su poder -sugirió Gondemar.

– ¿Os arriesgaríais vos a comprobarlo? Los judíos aún creen que el Arca estaba rodeada de protecciones sobrenaturales: echaba chispas capaces de calcinar a sus porteadores, e incluso a veces se elevaba sin necesidad de llevar a nadie cerca. Hasta se dice que arrojaba por los aires a todos los que se le acercaban demasiado. [36]

– Nada de eso ha sucedido con estas tablas.

– A Dios gracias.

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