… ES ABAJO

1,8,6,3.

Nunca había sabido cómo demonios funcionaba aquel chisme, pero lo cierto es que era de una precisión asombrosa.

Tras aparecer los cuatro dígitos claramente en la pantallita de fósforo verde del computador, un zumbido sordo quebró el silencio de la puerta automática de La Palombière, que cedió sin oponer resistencia. Gloria no se lo pensó dos veces. Plegó el ordenador, lo introdujo en su pequeña mochila de tela y activó el interfono que tenía colocado hábilmente en su oreja. Si los jefes necesitaban advertirla de cualquier cosa, aquel chisme cumpliría con su inestimable función. Después, sin mirar atrás, penetró en el edificio. No es que le gustara demasiado hacer ese uso de la tecnología, pero si todo era tal como le había dicho su padre, no había elección: había que determinar cuanto antes qué grado de conocimiento tenía el doctor Témoin, como paso previo a cualquier otra clase de acción. Ése era el plan «A».

La Palombière le sorprendió. Allí no había vestíbulo ni recepción. Era como si, en realidad, aquella entrada diera a la parte de atrás de la casona y permitiera el acceso a las habitaciones desde el discreto portón del jardín. Nada más atravesar su puerta, a la izquierda, un tablón de corcho pegado a la pared y colocado sobre un teléfono de monedas, mostraba todo un universo de tarjetas de restaurantes y clubes nocturnos cercanos. Nada de interés. Dos pasos más adelante, frente a ella, una escalera estrecha y enmoquetada parecía dar paso a los dormitorios.

«Michel Témoin, la 105», se repitió mentalmente.

Vestida con unos Levis nuevecitos y una camiseta ajustada, aquella rubia platino subió el primer y único tramo como una exhalación. Giró por instinto a su izquierda, y tras recorrer tres metros de pasillo exiguo y barandilla metálica, fue a dar frente a la puerta que buscaba. Echó un vistazo a la plancha de madera de la puerta, y palpó con detenimiento el borde occidental del marco tratando de cerciorarse del tipo de cerradura empleado.

– ¡Maldición! -exclamó en un susurro.

Aquel hotel de acceso electrónico tenía, dentro, habitaciones con llave de hierro. En aquel pedazo de cerrojo una horquilla se le doblaría en el acto y el truco de la tarjeta de crédito no serviría para nada. Titubeó un segundo antes de dar marcha atrás, y cuando ya pensaba darlo todo por perdido y regresar después con la herramienta adecuada, el ama de llaves la sorprendió.

– ¡Ah! ¡Usted debe de ser la señora Témoin! ¿No es cierto?

La mujer, más baja que ella, de unos cuarenta y tantos y de pelo teñido de caoba, la miró de arriba abajo esbozando una falsa sonrisa.

– Así es. La señora Témoin.

No la creyó. De inmediato se lo figuró todo: hombre treintentón, bien posicionado, queda con su amante en un discreto hotel perdido de los circuitos turísticos habituales. Lo peor de esas cosas era cómo lo dejaban todo. La habitación patas arriba, las toallas hechas un asco…

– ¿Tiene ya la llave?

– No -titubeó Gloria-. Michel la olvidó y precisamente iba a…

– Vamos, vamos, no se preocupe. Yo la abriré.

Un par de cerrojazos con una pieza enorme, casi de sacristán, abrieron la 105. «Es la llave maestra, ¿sabe?», le dijo sonriendo. Y aunque la rubia pretendía no dejar huellas de su paso, aquello era lo menos malo que podía sucederle. Se despidió del ama de llaves entregándole un billete de diez francos «por las molestias» y después cerró tras ella. No tenía mucho tiempo.

Con el pulso acelerado, echó un vistazo a su alrededor. La habitación estaba aún sin hacer y la única maleta de Témoin, una pequeña Samsonite de tela, descansaba completamente deshecha sobre una de las sillas. Encima de la cómoda, un mueble raído que hacía las veces de mesa para el televisor, se apilaban un pequeño montón de libros, folletos turísticos y un mapa de carreteras recién comprado.

Los hojeó boca abajo, dejando caer los marcapáginas. Lo que buscaba no estaba allí.

«¿Dónde habrá dejado las fotos?», protestó. En principio, si todo era como le habían dicho, el doctor Témoin no sabía que le estaban siguiendo, por lo que tomar la precaución de esconderlas era absurdo.

Las buscó en los bolsillos laterales de la maleta, en los cajones, detrás del televisor, junto a la mesilla de noche, debajo de las alfombras, en la americana colgada en el ropero, en el cuarto de baño… y nada. Rebuscó entre los calcetines, revisó todos los bolsillos, e incluso se detuvo a mirar los post-its y las marcas de rotulador fluorescente con las que había señalado un viejo ejemplar de Les mystères de la Cathedrale de Chartres. Tampoco hubo suerte. Allí no estaban.

Después de levantar el colchón para cerciorarse de que tampoco se encontraban allí, tomó su maleta y abriéndola por el cajetín donde se alojaba el mecanismo del cierre de seguridad, depositó en él una especie de pila de reloj minúscula que se adhirió de inmediato al plástico.

Era un transmisor «Spectrum», un pequeño prodigio electrónico capaz de transmitir una señal de localización en un radio de diez kilómetros y fácilmente distinguible con un rastreador de frecuencias del tamaño de un transistor. Si Témoin llevaba consigo las fotos, y con él su equipaje, aquel «botón» impediría que Gloria les perdiera la pista.

Tras accionar el localizador, la rubia abandonó la habitación dejándolo todo como estaba.

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