GLORIA

Los equipos instalados en el interior de aquel monovolumen de cristales tintados con matrícula de Barcelona, no cometían errores. Tanto los receptores de ondas ultracortas con microamperímetro, como el ohmiómetro o el magnetómetro de resonancia de protones, arrojaban la misma e inequívoca lectura. Aparcado a apenas trescientos metros de Sainte Madelaine, justo detrás del llamado camino de San Bernardo, el vehículo hizo centellear sus luces en cuanto apareció una familiar silueta descendiendo entre las encinas.

El padre Rogelio apretó el paso hacia la furgoneta, saludó a la cabina sin poder ver quién estaba en su interior, y descorrió la puerta lateral sin titubear. Una vez dentro, atento a las pantallitas de fósforo verde que marcaban las subidas y bajadas del nivel de intensidad de los campos controlados, suspiró. «Ningún cambio, ¿verdad?», preguntó. Uno de los dos operarios, un nubio fibroso con la cabeza rapada, le respondió escuetamente que no. A continuación, el padre tecleó un par de comandos en el ordenador de a bordo y aguardó a que en la pantalla se dibujara la gráfica comparativa con todas las mediciones de la jornada.

– ¿Recuerdas desde cuándo llevan comportándose así?

– Desde hace dos días. El primero en dar la alarma fue el antiguo oscilógrafo 308 que siempre llevamos encima.

– Comprendo.

Ricard, un técnico catalán experto en telecomunicaciones, se ajustó sus lentes de culo de vaso antes de continuar su explicación. Había pasado toda la noche sin pegar ojo y lucía una densa barba de dos días que afeaba su rostro de luna.

– Ustedes estaban en lo cierto -Ricard sonrió mientras se desperezaba en su butaca-. Hace cuarenta y ocho horas una serie de puntos en Francia y España, especialmente en el cuadrante noreste, comenzaron a fluctuar de forma espectacular. No sé cómo lo averiguaron tan pronto ni a qué puede ser debido ese incremento de actividad telúrica, pero aquí se está preparando algo muy gordo. Lo que me cuesta entender es por qué el CNES no ha tomado aún cartas en el asunto.

– Mejor así -le atajó el padre mientras se quitaba su birrete y dejaba al aire un pelo recogido con horquillas, negro como la pez; antes de dejarlo sobre el salpicadero, añadió algo-: Por cierto, ¿tuvo éxito Gloria en su trabajo?

El nubio miró para otro lado, mientras Ricard forzó unas toses como si tratara de ganar tiempo para encontrar la respuesta adecuada.

– No del todo -dijo-. Verá, tal como usted ordenó, entró en la habitación de Témoin haciéndose pasar por su mujer. Rebuscó en todo su equipaje sin deshacerlo demasiado y no halló ni rastro de las fotos. Seguramente se las llevó consigo.

– Y a usted, ¿qué tal le fue con el padre Pierre?

La pregunta de aquel negro de metro ochenta tronó en la furgoneta desde la parte delantera. El catalán agradeció el gesto.

– Le advertí, pero no me hizo demasiado caso.

– ¿A qué debía hacerle caso? -insistió el nubio, que se llamaba Gérard y era hijo de inmigrantes egipcios afincados en Lyon desde hacía dos generaciones.

– Por supuesto, a mi aviso de que puede verse salpicado por el estallido de la Fuerza.

– ¿Y no le habló de las Tablas?

Encorvado aún sobre la consola donde estaban empotrados todos los sistemas de detección del vehículo, el padre Rogelio volvió su barba puntiaguda hacia Ricard, como si mirándolo fijamente pudiera fundirlo allí mismo.

– ¿Y ponerle sobre aviso de su existencia? No, hermano. Nada de eso. Tu trabajo es encontrarlas y trasladarlas a nuestro monasterio… y basta.

– ¡Tablas! ¡Tablas! -gruñó Gérard-. ¿Qué importancia científica pueden tener hoy unas tablas de tres mil años? Seguro que en Santa Catalina ustedes ya tienen los textos copiados en alguna parte, y estamos aquí perdiendo el tiempo.

– No has comprendido nada. La última vez que estas Tablas escaparon a nuestro control se alteró el orden de las cosas que estaba previsto desde los tiempos de los primeros cristianos y aún antes. Lo que sirvió para construir templos en honor de Dios en un tiempo, de repente se adulteró y comenzó a inspirar el alzado de obras profanas, sin sentido religioso alguno o, aún peor, con intereses heréticos detrás. Y toda esa información -prosiguió- estaba en las Tablas.

Gérard torció el gesto, pero escuchó al sacerdote.

– De alguna manera, fragmentos del saber contenido en las Tablas que tan a la ligera te tomas, trascendieron al control de los caballeros del Temple y se extendieron por toda Europa.

– ¿Y qué importancia tiene?

– ¡Blasfemo!

Una sonora bofetada enrojeció el rostro de Gérard. El padre Rogelio, encendido, prosiguió.

– Si hubieras estudiado los textos del escritor renacentista Marsilio Ficino hoy sabrías que desde el siglo dieciséis hasta hoy comenzaron a construirse monumentos y hasta ciudades enteras que imitaban determinadas estrellas de las que pretendían atraer sus favores. Fueron pensadas como talismanes gigantescos, similares a los Templos de Dios, pero que en verdad eran ofensas titánicas a la sabiduría del Altísimo y a su deseo de ser el Único Dios verdadero.

– ¿No cree usted que exagera? A fin de cuentas, si las Tablas son obra de Dios, sólo a Él puede honrar lo que se construyera con ellas, ¿no?

Ricard trató de apaciguar al padre.

– No, mi querido Ricard, no exagero. Si aquel conocimiento filtrado fue capaz de mutar una sociedad entera, haciéndonos salir de un modelo teocéntrico y entrar en un modelo antropocéntrico como éste, ¡imagina qué sucedería si hoy cae en manos no deseadas la fuente original de ese saber!

Un crujido interrumpió al padre. Era la puerta lateral de la combi que se deslizaba sobre sus guías. La curvilínea silueta de Gloria, que regresaba de su visita a La Palombière, se asomó al interior del vehículo. Sin decir palabra, movió su mano para saludar a Ricard y al nubio, y besó ceremoniosamente el anillo del padre Rogelio.

– ¡Se va! -dijo a continuación.

– ¿Se va? ¿Quién se va? ¿Témoin?

La afilada perilla del sacerdote se arrugó antes de formular una tercera pregunta.

– ¿Y adónde?

– A Chartres. Eso es lo que dijo a la dueña del hotel al pagar la factura.

– ¿Le pusiste un micrófono? -preguntó.

– Sí. En la maleta. Y lleva incorporado un localizador bastante potente que nos permitirá seguirle siempre que nos mantengamos en un radio de menos de diez kilómetros de distancia.

Gloria era la predilecta del padre Rogelio. Aquella criatura, con veintidós años recién cumplidos, no sólo era una profesional eficaz, sino que trabajaba sin dejar que su conciencia chirriara por nada. Era evidente que el obispo Teodoro, en su infinita sabiduría, había escogido el equipo más adecuado para apoyarle en su misión en Francia.

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