GLUK

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Gluk llegó a las puertas de Chartres justo antes del ocaso. La del norte, una enorme barrera de encina con remaches de cobre, estaba siendo arrastrada en esos precisos momentos por cuatro fornidos centinelas. Como todos los atardeceres, cada uno de los umbrales de acceso al burgo era sellado durante la noche por razones de segundad. Por estar demasiado cerca de las rutas comerciales más importantes del Atlántico, las calles de la tranquila Chartres recibían la visita de hordas de saqueadores que aprovechaban las horas de oscuridad para sus tropelías.

Gluk, pues, alcanzó el portal por los pelos. El viajero, con sus ropas amarilleadas por el polvo y el frío, apretó el paso gesticulando a los guardias para que se detuvieran. Aunque por su indumentaria era evidente que se trataba de un extranjero, éstos debieron de pensar que un hombre solo no suponía amenaza alguna para la plaza y aguardaron a que el visitante se refugiara dentro de la ciudad. En cuanto entró, los centinelas le reconocieron de inmediato. Aquel era el druida de los bosques de Champaña.

Los guardias se extrañaron. Hacía mucho que no se le veía pisando sus calles, y no eran pocos los rumores que circulaban sobre su más que probable muerte a manos de algún salteador de caminos. Pero aquello no eran más que habladurías. Y Gluk, entre otras virtudes, las suscitaba por decenas.

Al druida, además, se le conocía bien en toda la región por sus habilidades como curandero. Cada vez que pasaba por Chartres, la mitad del burgo acudía a él para que les librara de males de cuerpo y espíritu a cambio de alguna modesta limosna. Las más de las veces el pago no pasaba de ser una hortaliza, algo de harina o un saco de esparto, y en el mejor de los casos una cena caliente y una cama bajo techo. Jamás cobró ningún dinero; gastaba o consumía todo lo que tenía, y partía en cuanto se daba cuenta de que allí ya no era necesario.

Pero aquel druida en concreto tenía otra rara habilidad: hablaba con las piedras. Nadie sabía cómo, pero lo hacía. Interpretaba sus «deseos» con sólo acercarse a ellas y ya desde su adolescencia era requerido por clérigos y artesanos para marcar los lugares sobre los que habrían de erigirse capillas o ermitorios y para que pactara con el genius loci, el «espíritu» del lugar. De hecho, era ese don lo que le permitía seguir ejerciendo su oficio más o menos abiertamente. Trabajaba así: preguntaba siempre a qué santo iba a ser encomendada la nueva obra que se deseaba levantar, y después pedía que le dejasen a solas en el lugar durante tres días y tres noches. Ningún sacerdote vio nunca a qué se dedicaba durante ese tiempo, pero las malas lenguas aseguraban que plantaba su vara aquí y allá, oraba, y miraba cómo las estrellas pasaban por encima. Sabía leer, escribir, hacer números y hasta escribir música, un don ciertamente extraño para un habitante de los bosques. Y cuando estudiaba el lugar donde iba a levantarse una iglesia, anotaba las medidas de sus cimientos rigurosamente, las dibujaba sobre el papel, trazaba líneas entre los diversos puntos de sus planos y daba después su sabio diagnóstico. «Las piedras y las estrellas -solía decir- deben estar en estrecha comunicación para que el templo funcione. -Y añadía muy seguro de sí-: Dios creó el mundo para que fuera un reflejo de los cielos, y sus templos una recreación de sus estrellas.»

Nadie supo nunca dónde vivía, ni si tenía o no una familia que alimentar. En la Borgoña o en la Champaña se creía que su irrupción era señal evidente de algún cambio por venir; a veces la muerte de un noble, otras un cambio de obispo y las más el anuncio de un giro en la suerte de las cosechas o la advertencia que marcaba el inicio de una gran sequía o una epidemia. No es que fuera exactamente así, pero Gluk callaba.

Hasta el obispo Bertrand sabía bien del druida y de sus métodos. Y lo toleraba porque, en cierta manera, también él le debía la vida. Por todo Chartres había corrido la noticia de que una sífilis galopante estuvo a punto de pudrir las partes nobles del prelado hacía algunos años, y que de no ser por la acertada intervención de Gluk, obispo y partes haría largo tiempo que reposarían bajo tierra. De eso hacía no menos de diez inviernos. Pero ahora, ¿qué podía traerle otra vez a la ciudad?

Después de cruzar la puerta norte, Gluk atravesó descalzo el Paso de los Herreros sin detenerse a saludar a nadie. Eso era raro, muy raro. Si de algo podía vanagloriarse el druida era de su excelente carácter y de que siempre tenía tiempo que dedicar a quien se encontrara en el camino. Pero esta vez parecía diferente. Vestía el mismo raído sagum de su visita anterior y se apoyaba en la misma vara con aspecto de serpiente, pero su gesto era diferente. El suyo seguía siendo aquel vestido holgado, sin botones, que cubría su cuerpo raquítico hasta las rodillas y al que ceñía una cuerda de la que colgaba su hoz. También su cabellera cana, surcada de mechas grises, era la misma. Hasta la ancha caperuza de lana que llevaba sobre los hombros, seguía sin ser reemplazada por otra más tupida y práctica.

Andreu, el carnicero, al verle pasar delante de su mostrador dio con la clave: «Miradle -susurró asombrado-, ¡lleva prisa!».

Al enfilar la cuesta de los curtidores, Gluk siguió sin decir palabra. Atravesó los puestos donde ardían las brasas en las que se calentaban herraduras y argollas para el ganado, y se apresuró a vencer los escasos trescientos metros que le separaban de la casona en la que el sifilítico Bertrand había instalado al abad de Claraval. Allí se detuvo un segundo para contemplar su fachada de dos plantas y el tejado de madera recién puesto, y tras pasear su mirada por cada una de las ventanas abiertas a los últimos rayos de sol del día, bordeó el inmueble y se dirigió con paso firme hacia la iglesia abacial.

¿Era su visita un buen augurio o un signo funesto? Media calle comenzó a hacerse cruces sin saber muy bien con qué carta quedarse. Mientras tanto, Gluk tomó el camino de su derecha para perderse rumbo a la iglesia.

Por casualidad Felipe, el escudero de Jean de Avallon, fue el único que le pudo seguir con la mirada. A esa hora estaba apoyado en uno de los portales de doble hoja de acceso a las cuadras, tomando el aire después de haber sacado brillo a la espada de su señor. Le gustaba respirar el aroma frío que despedía el río al caer la tarde, y quitarse de las narices el olor del ácido abrillantador. Fue en ese momento cuando Gluk pasó frente a él.

El druida no le prestó atención, pero a Felipe la estampa de aquel desconocido le pareció surgida de otro mundo. La poca luz de la tarde apenas le dejó ver una silueta espigada caminando a toda prisa hacia la iglesia. ¿Un brujo? ¿De camino al templo? El escudero se alarmó. Había oído hablar mucho de aquella clase de personajes, capaces de pactar con el Diablo y engañarle o de practicar encantamientos que podrían hacer vagar a un guerrero alrededor de un árbol durante años. ¿Qué hacía allí uno de aquellos magos? ¿Venía acaso en busca de Jean de Blanchefort? ¿Era aquél uno de los charpentiers de los que había oído hablar al capellán de San Leopoldo?

La sorpresa le petrificó.

Un instante después, el druida giró en el centro de la plaza y encaminó sus pasos hacia el extremo opuesto. Delante mismo del pórtico de los apóstoles, esta vez sin testigos, alzó su mirada a la figura sedente de Nuestro Señor y murmurando algo en voz baja, como si pidiera su consentimiento para entrar en el templo, hincó su rodilla desnuda, extendió su vara paralelamente al portal, y apoyando las palmas de sus manos sobre el empedrado, besó el suelo. «Yo soy la Puerta, y quien entre a través de mí será salvado», dijo. Después sonrió. El buen druida acababa de darse cuenta de que aquél era un templo «orientado», es decir, sobre su linterna lucía inequívoco el emblema de Cristo -un círculo con las tres primeras letras del nombre del Salvador, X-P-I en griego, impresas en su interior- que en realidad marcaba, como una brújula, los cuatro puntos cardinales.

Crismón.


Era un templo armónico con los ejes celestes, Era, sin duda, «el lugar». [25]

Instantes después de que el druida desapareciese rumbo a la nave y a las gruesas cortinas del transepto, Jean de Avallon y su asustado escudero llegaban casi sin aliento hasta el pórtico.

– ¡Os juro que le vi dirigirse hacia aquí! -dijo Felipe nervioso.

– Tranquilizaos. Nada malo puede ocurriros si venís conmigo. ¿Y decís que tenía el aspecto de un mago?

– ¡Eso es seguro! -exclamó-. Era un brujo. Llevaba largas cabelleras blancas y un saco lleno sabe Dios de qué. Se detuvo delante de la casona, como si buscara algo o alguien en ella, y luego partió hacia aquí. ¡Espero que no nos haya echado un mal de ojo!

Gracias a Dios Jean no era muy permeable a esa clase de supersticiones. Llevaba años escuchando augurios como aquellos en media Asia sin que nunca se hubiera cumplido ni uno sólo. Aunque, naturalmente, admitía que existían fuerzas sobrenaturales que podían ejercer su acción sobre los mortales, también estaba bastante seguro de que apenas habían nacido hombres capaces de dominarlas. Cerca ya de la iglesia, Jean pidió a su escudero que le diera cuantos detalles recordara del «mago». Debían estar seguros antes de detenerle.

– ¿Y de qué le acusaremos? -preguntó el caballero.

– Nuestro abad lo decidirá.

– ¿Y si erráis en vuestro juicio?

– La prudencia nunca está de más, señor. ¿No dudáis? ¿Y si éste es el asesino que buscamos? ¿No querréis que nuevas muertes puedan caer sobre nuestras conciencias? Quien mata a uno, puede matar a más.

Aquello le persuadió. Tras empujar el portón y adentrarse en su nave principal, Jean repasó la situación. Sólo había algo que no le encajaba: si el hombre que había visto Felipe era, en efecto, un brujo, ¿qué razones podría tener para entrar casi de noche en la Casa de Dios? ¿No le repelería profundamente un lugar santificado como aquél?

El tenue resplandor del único cirio que quedaba encendido en el altar apenas daba luz a las primeras hileras de banquetas. Allí no había nadie.

– A lo peor es uno de los que ajusticiaron al maestro constructor -repitió Felipe cada vez más asustado-. Incluso podría haber venido a llevarse su cuerpo. Vos mismo dijisteis que lo habían enterrado provisionalmente.

– Lo averiguaremos enseguida -le atajó el caballero-. Tal vez sólo haya venido a robar.

– ¿Robar? ¿La sancta camisia? [26] Permitidme dudarlo, señor.

Una daga corta, de filo curvo muy pulido y mango de hueso, brilló en la oscuridad. Jean de Avallon no se separaba nunca de ella, aunque la utilizaba en raras ocasiones. Ahora, caminando muy despacio, el brillo del arma les precedía en su avance. Las escuetas ventanas que daban a la nave principal sólo servían para proyectar sombras inquietantes por todas partes, dando paso a un silencio sobrecogedor. Sólo el perfil del altar de Santiago, ubicado muy cerca del transepto, en uno de los huecos del muro occidental, destacaba en medio de aquella oscuridad.

– ¿No escucháis nada, señor?

Felipe, excitado, tiró del manto de su señor. Tenía la respiración acelerada y el golpeteo constante de su corazón estaba a punto de hacerle estallar las sienes.

– Es allá, al fondo. En medio de la negrura -insistió.

El caballero, con la daga bien apretada, se detuvo un instante. Todo parecía en calma. A la altura del altar de Todos los Santos, la iglesia parecía el interior de una enorme sepultura vacía. Pero ¿lo estaba? No sabría decirlo. Jean de Avallon, tenso, afinó el oído todo lo que pudo, tratando de penetrar en la penumbra. Al principio no escuchó nada, pero cuando fue capaz de discernir entre el ruido de sus pasos, la respiración agitada de su escudero y su propio corazón, intuyó que algo estaba ocurriendo diez pasos por delante de él.

Lo que creyó oír era un soniquete monótono, como una oración, que emergía de algún lugar del… ¡suelo!

– ¿Lo oís ahora? -instó Felipe otra vez.

– ¡Callad!

Un débil resplandor a ras del pavimento se había hecho visible de repente.

– Ya lo veo -susurró-. Viene de la cripta.

– Tened cuidado, señor.

La cripta, justo el lugar en el que había perdido el conocimiento el abad Bernardo un día antes, era una sala espaciosa a la que se accedía por un tramo único de escaleras estrechas y uniformes. Cualquiera que decidiera tomarlas podía penetrar en aquel recinto sin molestar a quien hubiera en su interior. Era una ventaja estratégica.

Jean y Felipe, impresionados por la cada vez más intensa fuerza de los rezos, se deslizaron con cautela, guiados por el resplandor. Una vez dentro, descendidos sus nueve escalones, no tuvieron demasiada dificultad en localizar su objetivo.

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